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Ómnibus Bianca 442 Una amante temporal Emma Darcy ¿A disposición del millonario? Una tarde en las carreras, champán y mujeres. Aquél era otro evento más para Ethan Cartwright, hasta que la muy normal Daisy Donahue pasó ante sus ojos. Daisy sabía mantener la cabeza baja y ser invisible entre las más famosas australianas vestidas de diseño. Pero el despiadado Ethan estaba intrigado y no pudo evitar acercarse a ella. Daisy estaba destrozada por haber sido despedida por hablar con Ethan... ¡necesitaba su empleo! Ahí era donde Ethan volvió a aparecer. Tenía un nuevo trabajo para ella: ama de llaves de día, compañera de cama por la noche... Rendida al millonario Helen Brooks Está dispuesta a empezar una nueva vida… Willow Landon está decidida a demostrarse que puede ser una mujer independiente que ha sido capaz de escapar de una relación asfixiante. Ciertamente, no necesita ayuda de Morgan Wright, su arrogante vecino... A pesar de que Morgan goce del físico y la apostura de una estrella de cine, tenga una preciosa mansión en el campo y disponga de millones en el banco, Willow no está interesada. Sin embargo, Morgan está completamente decidido a mostrarle a Willow cómo se debe tratar a una dama... Enamorada de un jefe italiano Susan Stephens ¡De comportamiento impecable y correcto… hasta que su irresistible jefe la seduce! Katie Bannister es recatada, tímida y bajita. Completamente lo opuesto a su jefe, el peligroso, atrevido y endemoniadamente guapo Rigo Ruggiero. En el mundo de la jet set, ella se encuentra completamente fuera de lugar. Cuando acompaña al extraordinario italiano al palacio de la Toscana que acaba de heredar, es como si viera a un lobo entrar en su guarida. Por fin, Rico ha vuelto a su hogar… y está dispuesto a desabrocharle los botones a la señorita Recatada.
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Seitenzahl: 566
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Editado por Harlequin Ibérica.
Una división de HarperCollins Ibérica, S.A.
Avenida de Burgos, 8B - Planta 18
28036 Madrid
© 2023 Harlequin Ibérica, una división de HarperCollins Ibérica, S.A.
N.º 442 - enero 2023
© 2010 Emma Darcy
Una amante temporal
Título original: The Billionaire’s Housekeeper Mistress
© 2010 Helen Brooks
Rendida al millonario
Título original: Sweet Surrender with the Millionaire
© 2009 Susan Stephens
Enamorada de un jefe italiano
Título original: Italian Boss, Proud Miss Prim
Publicadas originalmente por Harlequin Enterprises, Ltd.
Estos títulos fueron publicados originalmente en español en 2010
Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial. Esta
edición ha sido publicada con autorización de Harlequin Books S.A.
Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares, y situaciones son producto
de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con
personas, vivas o muertas, establecimientos de negocios (comerciales), hechos o
situaciones son pura coincidencia.
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Imagen de cubierta utilizada con permiso de Harlequin Enterprises Limited. Todos
los derechos están reservados.
I.S.B.N.: 978-84-1141-414-2
Créditos
Una amante temporal
Capítulo 1
Capítulo 2
Capítulo 3
Capítulo 4
Capítulo 5
Capítulo 6
Capítulo 7
Capítulo 8
Capítulo 9
Capítulo 10
Capítulo 11
Capítulo 12
Capítulo 13
Capítulo 14
Capítulo 15
Rendida al millonario
Capítulo 1
Capítulo 2
Capítulo 3
Capítulo 4
Capítulo 5
Capítulo 6
Capítulo 7
Capítulo 8
Capítulo 9
Capítulo 10
Capítulo 11
Capítulo 12
Capítulo 13
Epílogo
Enamorada de un jefe italiano
Capítulo 1
Capítulo 2
Capítulo 3
Capítulo 4
Capítulo 5
Capítulo 6
Capítulo 7
Capítulo 8
Capítulo 9
Capítulo 10
Capítulo 11
Capítulo 12
Capítulo 13
Capítulo 14
Capítulo 15
Capítulo 16
Capítulo 17
Capítulo 18
Capítulo 19
Epílogo
Si te ha gustado este libro…
CARIÑO, ¿puedes rescatarme?
Daisy Donahue se quedó paralizada. Era el inconfundible acento de Lynda Twiggley. Había atravesado el bullicio de las conversaciones de las celebridades y hecho que una sensación de alarma recorriera la espalda de Daisy. Si necesitaba que la rescataran, dado que era su asistente personal, tendría que hacerlo ella, rápida y eficientemente, o recibiría los latigazos de la afilada lengua de su jefa por absentismo laboral.
Se puso en acción, giró sobre sí misma para buscar la causa del problema. La carpa de los VIP estaba atestada de gente. Habían llevado a un grupo de las modelos más famosas de Australia para añadir glamour al evento, que no era conocido como Magic Millions por nada. Allí todo el mundo estaba forrado o asociado a alguien con mucho dinero y esperaban que todo fuera perfecto. Sobre todo su jefa.
Al ser de altura media y no llevar unos tacones muy altos por el ir y venir que el trabajo de ese día le exigía, Daisy tuvo que ponerse de puntillas para intentar ver el aerosol de plumas de pavo real que salía del carísimo sobrero que llevaba Lynda. Una delatadora flecha azul situó su objetivo cerca de la barra al aire libre donde no debería haber ningún problema. Ya había estado allí, donde había acceso a grandes cantidades de champán francés y otras bebidas. ¿Habría derramado alguien algo sobre el vestido de seda azul de Lynda?
Horror, pensó Daisy en un estallido de pánico mientras se lanzaba a la aglomeración de millonarios preguntándose cómo arreglaría el daño causado por una mancha imborrable. Sintió un considerable alivio cuando llegó al sitio y vio a su jefa ganándose concienzudamente el favor de un hombre. No cualquier hombre. Al reconocerlo su corazón se aceleró por una multitud de razones.
Era un hombre apreciado por haber salvado a los más ricos de Australia de perder su dinero en la crisis financiera global: Ethan Cartwright, el joven genio que se había anticipado a la quiebra y dirigido las inversiones hacia empresas que siempre darían beneficios, incluso en una recesión.
Daisy se quedó quieta al lado del hombro de Lynda y lo miró, un torrente de emociones la travesó: rabia, resentimiento, una hostilidad salvaje por la terrible injusticia de que los ricos se hicieran más ricos mientras los pobres se hacían más pobres, especialmente sus padres que habían quedado atrapados en una deuda que no podían afrontar. Ese hombre, más que ningún otro, era el representante de esa triste situación.
Había leído sobre él, visto fotografías, pero lo que había incrementado su torbellino interior era lo increíblemente guapo que era al natural. El cabello negro y espeso, los brillantes ojos verdes, el masculino rostro en el que no había una facción desagradable, el físico perfectamente proporcionado que llevaba el perfecto traje sastre que portaba con distinción… ¡era injusto! ¡Ese hombre lo tenía todo! Aumentó su resentimiento que tuviera impacto sexual sobre ella. Y sin duda en todas las mujeres sometidas a su poderosa presencia.
Resultó muy desconcertante que él, súbitamente, retirara su atención de Lynda y le dirigiera una mirada burlona a ella. ¿Habría notado su mirada hostil? Levantó las atractivas cejas en un gesto de desconcierto divertido y la miró a los ojos buscando una respuesta que el orgullo le prohibía dar.
Ofendida por la distracción de él, Lynda se dio la vuelta para enfrentarse con la intrusa. Como sabía que con una empleada no había que tener ninguna delicadeza, le clavó los ojos azules y dijo:
–¿Qué quieres, Dee-Dee?
–Nada, señora Twiggley –respondió Daisy con todo el aplomo que pudo reunir dada la presión que suponían dos pares de ojos pidiendo explicaciones–. Me ha parecido oírla pedir ayuda.
Lynda hizo un chasquido de impaciencia con la lengua.
–Ahora no. Y deja de rondarme. Seguro que tienes algo más útil que hacer.
–Sí, claro. Siento haber interrumpido, discúlpeme.
Había empezado a retirarse cuando intervino Ethan Cartwright.
–¡Espere! –ordenó dando un paso adelante y estirando un brazo.
Sonrió abriendo su perfecta boca y mostrando una hilera de dientes igualmente perfectos, haciendo a Daisy pensar que no le dejaría darle un mordisco por encantador que fuera.
–No nos han presentado –dijo con una voz tan encantadora como el resto–. Recordaría a alguien llamada Dee-Dee, es un nombre poco frecuente. Sé tan amable de presentarnos, Lynda.
–Son sus iniciales, no su nombre –dijo Lynda con una carcajada que provocó que un escalofrío de disgusto recorriera la espalda de su empleada.
Si no necesitara ese empleo y el sueldo que iba con él, hacía mucho tiempo que lo habría dejado, el día que había dicho que no podía tener una asistente personal llamada Daisy porque asociaba ese nombre a una pobre vaca. Dee-Dee sonaba mucho mejor.
–Es mi asistente personal, Ethan –siguió Lynda en tono de desprecio–. Nadie que necesites conocer.
El comentario no pareció sentar muy bien a Ethan.
–Al contrario, puede que hagamos negocios, tu asistente personal será mi primer contacto –respondió con un brillo duro en los ojos.
–Muy bien entonces –concedió Lynda–. Ethan Cartwright, Daisy Donahue.
–Un placer conocerle, señor Cartwright –dijo Daisy deseando poder escapar lo antes posible.
Él la miró con curiosidad, le tendió la mano como si notara su deseo de desaparecer y quisiera retrasar ese momento.
–Seguro que es mucho más placer para mí, Daisy Donahue –dijo divertido.
¡Seguro! ¡Qué divertido! El gran hombre saludando condescendiente a la pequeña vaca marrón, pensó Daisy mientras le estrechaba la mano para completar la formalidad. El contacto con su piel resultó caliente y él le apretó la mano con fuerza, expresando una voluntad dominante contra la que ella se rebeló ya que le retuvo la mano más de lo que marcaba la formalidad.
–Por favor, discúlpeme, señor Cartwright, no puedo entretenerme. Me necesitan en otro sitio –dijo firme apartando la mirada de esos diabólicos ojos verdes y haciendo un asentimiento en dirección a Lynda quien seguro que ya empezaba a enfadarse porque su conversación se hubiera interrumpido.
Aparentemente Ethan Cartwright tenía la sensibilidad suficiente para saber que podía provocarle algún problema y le soltó la mano aunque siguió sonriendo como si ella le gustase, algo que le pareció completamente perverso cuando la carpa estaba llena de mujeres hermosas a las que indudablemente su atención haría feliz. Ella tenía el pelo marrón, los ojos marrones e iba vestida de marrón, pretendía parecer lo más insignificante posible, no quería eclipsar lo más mínimo el foco de atención que su jefa quería tener sobre ella.
–Si tienes un segundo, apuesta por Midas Magic –dijo él.
¡Poner dinero en un caballo! ¡Ni en un millón de años! Su lengua perdió la contención:
–¿Es ése su mejor consejo financiero? –preguntó con mirada agresiva.
Él se echó a reír disparando hasta quitar el aliento su magnetismo sexual.
–No, pero es una buena apuesta –respondió–. Lo he comprado esta semana y tiene la raza y la forma necesarias para ganar una gran carrera.
Daisy recobró lo suficiente el aliento para decir:
–Yo no apuesto –y después mintió con los dientes apretados–. Suerte, señor Cartwright –se dio la vuelta y se alejó para poner distancia con el conflictivo encuentro.
–La vida es riesgo, Daisy Donahue –gritó detrás de ella.
No, para ella no lo era, y tampoco se iba a dar la vuelta reconociendo que le había oído.
Ellos tenían dinero para quemar, todos. Llevaba tres meses trabajando para Lynda cuya agencia de relaciones públicas organizaba eventos para celebridades de primer nivel y estaba asombrada y escandalizada por el mucho dinero que gastaban en divertirse. Las fiestas de antes de Navidad habían resultado irreales. La velada de Nochevieja había tenido que celebrarse, por supuesto, en un yate para poder ver los fuegos artificiales de puerto de Sidney desde el mar. Nadie que fuera algo podía no estar en la Costa Dorada de Queensland para la feria de Magic Millions, el primer gran evento de la temporada de carreras de caballos.
Había empezado esa semana con las compras del año, el mayor mercado de purasangres de Australia. Sin duda Ethan Cartwright habría pagado una enorme suma por Midas Magic, y desde entonces estaba celebrando haber ganado en la puja. Había habido un baile, una sucesión de cócteles y ése era el día que ponía la guinda a toda la semana, el tercer día de carreras con casi cinco millones de dólares en premios. Daisy esperó que su caballo llegara el último.
Todo en la vida no podía ser un juego. Algunas cosas deberían ser seguras.
Como la casa de sus padres.
Si que se convirtiera en algo seguro pasaba por seguir en ese trabajo podrido, apretaría los dientes y lo haría, a pesar de la acidez de estómago que le producía.
Ethan no lo había pasado muy bien. Había escapado de la manada de mujeres cuya frívola charla lo aburría y después Lynda Twiggley lo había arrinconado y había caído sobre él para que la asesorara en sus inversiones, lo que era aún más aburrido y desagradable dado que esa feria se suponía que tenía que ser para divertirse, no para trabajar. La especialista en relaciones públicas no estaba utilizando su especialidad con él y el modo en que había tratado a su asistente había rozado lo despreciable. Daisy Donahue…
Ya había una mujer que le interesaba: el pequeño gorrión marrón entre los loros gritones, representando el papel de mansa sirviente cuando no tenía ni una pizca de mansedumbre en su cuerpo. Una dinamo de bolsillo, lanzando energía hostil contra él, que había despertado en él la urgencia de entrar en batalla con ella. Pero no podía, era injusto dado que él era un invitado y ella trabajaba bajo la atenta mirada de su desagradable patrona.
«Yo no apuesto…».
Contenida por una mentalidad tan rígida, sin asumir ningún riesgo, seguramente tendría un interior explosivo. Ethan se descubrió pensando que disfrutaría liberándola, descubriendo qué sucedería si toda esa ardiente pasión fuera liberada. Una cosa era cierta, Daisy Donahue no tenía una personalidad frívola. Y tampoco era aburrida, pensó mientras sufría a Lynda que reclamaba de nuevo su atención.
–Como te decía antes de que nos interrumpiera Dee-Dee…
Dee-Dee… qué nombre tan estúpido para ponerle a una persona con tanta dignidad innata. También mostraba una total falta de respeto por ella, lo que había quedado patente por el modo tan insoportablemente arrogante en que la había tratado. Ethan tenía la firme creencia de que todo el mundo se merecía ser tratado con respeto al margen de su posición en la vida. Se preguntó por qué Daisy soportaría ese trato, aunque en esos tiempos de incertidumbre económica nadie se arriesgaba a perder su empleo.
Dio cinco minutos más a Lynda para que no pudiera echar la culpa a su asistente de que se hubiera interrumpido su conversación de negocios y después se excusó diciendo:
–Ya tengo una larga lista de clientes, Lynda, pero veré si puedo hacerte un hueco cuando vaya a la oficina –hizo un gesto con la cabeza en dirección a su mejor amigo que hablaba con una de las modelos–. Mickey Bourke me ha dicho que debería hablar con el jinete antes de la gran carrera, voy a buscarlo.
–¡Oh! –dijo con gesto de decepción antes de sonreír artificial–. Voy a ir corriendo a apostar por Midas Magic.
Le daba lo mismo que apostara o no. Sólo quería librarse de ella. Había sido Mickey quien le había metido en el negocio del caballo. Insistía en que necesitaba interesarse en algo ajeno al trabajo para aligerar un poco su vida y tener más relaciones después de la decepción que había sufrido con su ex prometida. Un poco de diversión, había dicho su amigo, sobre todo si estaba sin mujer.
Según Mickey no había nada mejor que la emoción que producía ver correr al propio caballo. Ethan aún no lo había experimentado, pero Mickey tenía que saberlo. Su padre era uno de los más importantes entrenadores de purasangres de Australia.
Mickey había nacido y crecido en el mundo de los caballos. Incluso en el colegio organizaba apuestas sobre la carrera de la Copa de Melbourne. Era algo totalmente contrario a las normas, pero siempre conseguía sacarlo adelante. Había sido el revoltoso de la clase, brillante, ingenioso, encantador, un chico de cabello rubio y chispeantes ojos azules. También un atleta, lo único que tenían en común, además de sus físicos altos y fuertes.
Mickey gustaba a todo el mundo. Siempre era una compañía divertida. Por qué había elegido hacerse amigo de Ethan, el estudiante centrado y tranquilo y su mayor competidor en el campo de juego, le había parecido extrañamente perverso a Ethan hasta que se lo había explicado.
–Nada de tonterías, ¿vale? Te lo diré con claridad. Cuando se trata de arriesgar, eres un contendiente de calidad y yo me siento atraído de un modo natural por la calidad. Disfruto de cómo piensas y de cómo haces las cosas. Podrías fácilmente acabar con el resto de nosotros, pero no lo haces. Eso te hace un gran tipo según mi manual –después había sonreído–. Además ser tu amigo tiene grandes ventajas. Primero está que eres un gran camuflaje. Todos los profesores piensan que el sol brilla sobre ti, que eres una estrella. Si voy contigo, el respeto que te tienen me salpicará y nadie sospechará que ando organizando maldades. Además eres un genio de los números y los porcentajes. Eso me gusta. Realmente lo respeto. Estoy seguro de que me vas a ser muy útil en el futuro.
Fue la primera demostración de lo inteligente que era Mickey… inteligente en un sentido con el que Ethan no estaba familiarizado al ser un estudiante modelo que todo lo aprendía en los libros. Así que al instante se había dado cuenta de que podía aprender mucho de Mickey que claramente era un tipo muy astuto.
–Y creo que es inevitable –había seguido Mickey con aire resignado–. Es por el modo en que funciona tu mente, Ethan. Tú ves la totalidad del juego. Tu capacidad de anticipación es increíble. Así que, al margen de lo bien que juegue yo, sé que serás tú a quien elija el entrenador como capitán del equipo de críquet y del de rugby. Mi mejor elección es ganarme tu amistad, estar a tu lado y compartir tu gloria.
A Ethan le había gustado su sinceridad, su análisis realista de la situación y su sentido pragmático que le permitía ver la manera de sacar lo más posible de su paso por el instituto. Otros chicos odiarían a quien ocupaba su envidiable posición, lo habrían visto como un enemigo. Mickey y él habían acabado siendo aliados en todo, su sólida amistad había resistido el paso de los años a pesar de que sus carreras profesionales habían seguido caminos distintos.
Seguían siendo los dos solteros. «Demasiados hermosos peces en el mar para quedarse sólo con uno», era la actitud de Mickey. Ethan hacía mucho tiempo que había llegado a la cínica conclusión, proceso reforzado dolorosa y recientemente por una mujer que había pensado que era distinta, de que todas las mujeres deseables tenían la personalidad de las princesas, lo esperaban todo y recurrían al sexo para conseguirlo. Hasta la última de ellas estaba interesada sólo en lo que podía obtener a cambio de dejarle utilizar su cuerpo y la publicidad y lo que suponía para su ego ser visto con ella. También alimentaba el ego de las mujeres ser vistas con él. Después de todo era una pluma en su sombrero haber conseguido captar el interés, aunque fuera brevemente, de uno de los multimillonarios más deseados de Sidney.
Jamás olvidaría la deprimente experiencia de haber oído a Serena presumiendo de su caza con un grupo de amigas. Habría sido un gran error casarse con ella y Ethan odiaba cometer errores. Aún ardía al recordar lo decepcionado que se había sentido al conocerla más en profundidad.
Quería la sinceridad en las relaciones. Quería que fueran reales. Quería ser apreciado por ser quien era. Quería una mujer que le diera la clase de compañerismo comprensivo que tenía con Mickey. Aunque seguramente eso era imposible porque las mujeres no eran hombres. Sin embargo, si pudiera encontrar una que no le diera la impresión de estar dando coba para luego matar…
Daisy Donahue se deslizó en sus pensamientos. Era una pena que no fuera una invitada. Había despertado en él un vivo interés. No daba ninguna impresión de dar coba. El pequeño gorrión estaba lleno de fuegos artificiales que había encontrado sorprendentemente atractivos. Un bonito cuerpo lleno de curvas. No comprendía la atracción de Mickey por las modelos cuyos delgadísimos cuerpos no tenían ningún atractivo para él. No podían mecer sus no existentes nalgas delante de él, como había hecho Daisy cuando se había perdido entre el gentío. Unas nalgas muy alegres.
«Culito», decía la gente a la moda. La palabra le hizo sonreír. Estaba seguro de que Daisy Donahue tendría un pelo que le llegaba al «culito», si alguna vez se quitaba el austero moño que llevaba en la nuca. Fantaseó con la imagen de soltárselo él mismo, masajearle el cuero cabelludo mientras contemplaba esos ojos convertirse en chocolate fundido. Disfrutaría. Mucho.
Consiguió atravesar el círculo que rodeaba a su amigo y llegó al lado de Mickey, atrajo su atención y le hizo un gesto con la cabeza en dirección a la salida de la carpa. Sin esperar a que saliera, se dirigió hacia allá con un gesto serio en el rostro para desanimar a cualquiera que pretendiera hablar con él. Mickey lo alcanzó casi en la salida.
–He visto a la Twiggley intentando echarte el guante –dijo con una sonrisa de comprensión–. Seguro que es una de las heridas que espera al médico.
–No soy médico –sonrió tenso.
–Como si lo fueras… arreglas enfermedades financieras.
–Prefiero a los clientes que confían en mis consejos en primer lugar.
–Como yo –le dio una palmada en el hombro mientras se dirigían a la pista–. Jamás he dudado de tus consejos económicos.
Ethan seguía dando vueltas en la cabeza a su encuentro con Lynda Twiggley.
–Es una mujer repugnante. Trata a su asistente como basura.
–Umm… ¿noto un tono de parcialidad a favor de la asistente?
Un brillo de broma iluminó los azules ojos de Mickey. Estaba juguetón ese día y quería que Ethan también jugase. Pero no había ninguna posibilidad de que algo así sucediera con Daisy. Al margen de que no estuviera disponible, su mirada hostil no había sido una respuesta muy positiva. Aunque le habría gustado saber la causa de ella. Mejor. Nada como un reto para hacer circular la adrenalina.
–Es más interesante que tus modelos –provocó.
–Ajá. Una buena señal de que la astuta y seductora Serena ya no lleva las riendas de tu deseo sexual. ¿Qué vas a hacer con este repentino interés hacia otra mujer?
–Hoy nada –dijo con una sonrisa–. Lynda Twiggley no le quita la vista de encima.
–¡Muy fácil! Dile a la Twiggley que te ocuparás de sus problemas financieros si deja libre a su asistente personal el resto del día.
¿Sin dejar elegir a Daisy? Recordó su dignidad y pensó que no sería una buena estrategia, lo de ser una esclava no parecía ir con ella. Además no quería trabajar para Lynda Twiggley.
–No es una solución, Mickey. Echaría todo a perder.
–Bueno, pues averígualo tú –se encogió de hombros–. Mi política es que, si te gusta una mujer, vas tras ellas y esperas el momento para atacar. Carpe diem. ¡Y que pase lo antes posible!
Ethan puso los ojos en blanco.
–Quizá deberías mirar a más largo plazo alguna vez antes de precipitarte. Como haces con los caballos.
–Los caballos dan muchas más satisfacciones que las mujeres –dijo entre risas–. Olvídate de la asistente y concéntrate en Midas Magic. Será mucho mejor para tu dinero.
Había llegado al tema favorito de Mickey y éste le obsequió con la historia completa del jinete que iba a conocer, sus exitosas carreras y su empatía natural con los caballos… el mejor hombre para ese trabajo que había en ese momento.
Aunque escuchó y dio todas las respuestas que se esperaban mientras caminaban hacia la pista, Ethan no se olvidó de Daisy. Era como niebla en su mente. Y en su cuerpo. Sentía un quijotesco deseo de rescatarla de Lynda Twiggley y «desfacer» todos sus entuertos.
Realmente absurdo. Sabía muy poco de ella.
Aun así su instinto le decía que podía valer la pena conocerla y que podía no arrepentirse de seguir el interés que ella le despertaba.
Carpe diem… Aprovecha el momento.
La gran pregunta era… ¿cómo hacerlo?
LA gran carrera le dio a Daisy la oportunidad de descansar unos minutos. Muy pocos invitados habían salido de la carpa para ver llevar a los caballos a la salida, el resto tenía su atención puesta en las pantallas de televisión. Ninguno iba a molestar mientras su interés lo absorbiera lo que sucedía en la pista.
Se sentó para dar un descanso a sus pies. El comentarista de la televisión iba diciendo algo de cada caballo y de su jinete y sus colores. Dorado y negro en Midas Magic. Sonrió al oír eso. Claro, el hombre del dinero tenía que elegir el oro. Y sus números serían negros si el caballo ganaba, nada de deprimentes números rojos.
Pensó en la situación de sus padres, gente normal que había trabajado mucho para dar una educación a cinco hijos y que al final se había creído que podían permitirse el lujo de reformar su casa: una cocina nueva, un segundo cuarto de baño, un parque para los nietos y dos habitaciones más para que cuando fuera la familia pudiera quedarse, sobre todo en Semana Santa y Navidad y en vacaciones. Habían hipotecado la casa para hacer la obra y el banco que alegremente les había prestado el dinero igual de alegremente vendería la propiedad si no se pagaban los recibos todos los meses.
Y era imposible que la venta de la casa cubriera el importe de la hipoteca dada la caída de los precios. Eso no sacaría a sus padres de sus problemas. Además no era justo que perdieran su casa a esas alturas de la vida. Se merecían una jubilación tranquila.
Su asesor financiero había errado estrepitosamente. La bajada de los fondos de inversiones el año anterior se había comido más del treinta por ciento de su plan de pensiones. La pérdida de ingresos que suponía eso jamás la recuperarían. Tampoco había esperanzas de que la situación mejorara durante la recesión en curso.
El resto de la familia no estaba en situación de ayudar. Sus tres hermanos mayores y una hermana estaban todos casados y tenían familia, les costaba llegar a fin de mes. Dos de sus hermanos, Ken y Kevin, se habían quedado en el paro. Keith tenía un negocio propio y pasaba apuros. Violet, su hermana, tenía un hijo autista que precisaba de muchos cuidados, su matrimonio no era muy firme debido a ello. No podían soportar más carga sobre los hombros.
Lo que suponía que sólo estaba ella para llevar esa carga. La más joven con diferencia, un tardío embarazo accidental. Había vuelto a casa de sus padres en Ryde para poder darles a ellos el dinero del alquiler que pagaba en un apartamento compartido en el centro de la ciudad, así como hacerse cargo de la mayor parte de la compra de comida para evitar que sus padres comieran mal por el pago de su hipoteca. Su contribución suponía que podían pagar los intereses mensuales, pero era un círculo vicioso. No ganaba lo bastante para amortizar el capital.
Lo que le fastidiaba era que, si sus padres hubieran buscado a Ethan Cartwright para que manejara sus ahorros… Pero ¿cómo iba a saber la gente normal que él era el hombre adecuado? No había sido un personaje público hasta después de la crisis económica. Además seguramente sólo trabajaría con multimillonarios. Los grandes derrochadores de esa carpa sólo se relacionaban con sus iguales.
La voz del comentarista subió algunos decibelios cuando empezó la carrera. Un murmullo de excitación recorrió a los espectadores que se agolparon frente a los televisores. Daisy se negó a mirar, resentida por la cantidad de dinero que esa gente se jugaba en estúpidas apuestas.
–Midas Magic toma la delantera en la curva y empieza a poner tierra de por medio. Dos cuerpos de ventaja… tres… cuatro… ¡nadie puede alcanzarlo!
Los gritos del comentarista golpeaban sus oídos. Y su corazón. El hombre que lo tenía todo estaba a punto de conseguir aún más porque su caballo iba a ganar esa carrera. No era justo. Aún la enfadaba más que se lo hubiera dicho y ella hubiera ignorado su consejo aferrándose a sus principios de no apostar. Pero ¿quién podía pensar que un caballo fuera algo seguro?
¡Lynda Twiggley para empezar!
Se puso de pie al ver a su jefa salir gritando de un grupo agitando un comprobante en la mano y descubrir a su asistente sentada en el trabajo.
–¡He ganado! ¡He ganado! –gritó–. ¿No es maravilloso? ¡Diez mil preciosos dólares!
–¿Diez mil? –repitió Daisy asombrada por la cantidad.
–Sí, no habría puesto esa suma en un caballo si no hubiera sido una recomendación de Ethan Cartwright –dijo Lynda en tono confidencial–. ¡Qué hombre tan guapo y tan inteligente! ¡Me ha alegrado el día!
–Me alegro mucho por usted, señorita Twiggley –consiguió decir Daisy.
Al menos se había puesto de buen humor, así no vería los defectos de su asistente personal.
–Ya sólo me falta conseguir que se ocupe de mi cartera de acciones. Si consigo estar en otro tête-á-tête con él, no nos interrumpas bajo ningún concepto, Dee-Dee. Si surge algún problema, utiliza tu propia iniciativa para resolverlo. Para eso te he entrenado.
–No me acercaré a él –prometió Daisy.
No podía soportar verlo brillar triunfante. Sería mareante. Sabía que su jefa tenía escasas posibilidades de conseguir echarle el lazo otra vez. Ethan Cartwright había tratado de aprovechar su interrupción en el anterior encuentro insistiendo en que se la presentara y siguiendo hablando con ella a pesar de la evidente impaciencia de Lynda.
Jamás se habría fijado en ella en circunstancias normales. Simplemente la había utilizado como excusa para interrumpir una reunión que no le gustaba. Deseó poder sacárselo de la cabeza. Todo lo que él representaba la removía por dentro. Pero lo peor de todo era que había sentido una innegable atracción física por ese hombre. Lo que resultaba incomprensible, dado que era un hombre destacado, pero lo odiaba por ello, por hacerle desear lo que sabía que nunca estaría a su alcance.
–Mataría por un café. Podrían haber servido…
La queja de una de las modelos, una VIP de la publicidad de lencería, hizo que Daisy fuera directa al mostrador del servicio para averiguar la causa del retraso. Lynda tendría una rabieta si oía quejarse a una de sus invitadas más apreciadas. Era función suya prevenir que esas cosas no pasaran.
Dos de los cocineros tenían una acalorada discusión y todos sus ayudantes parecían paralizados por la tensión sin hacer nada más que mirar a los lados. Ese cateringcostaba mucho dinero y no estaba sirviendo nada. Daisy se puso seria y se metió en la línea de fuego entre los cocineros para recordarles cuál era su responsabilidad.
–La gente está pidiendo café –interrumpió brusca mirando severa a los dos–. Debería estarse sirviendo. A los VIP no les gusta esperar por nada.
Ambos se sorprendieron y la miraron.
–Supongo también que debería ir acompañado de bombones y pastas. ¿Están ya preparados? –después advirtió–: No querréis perder vuestra reputación entre esta gente, ¿verdad? Siempre recuerdan los retrasos como éstos.
Uno de los cocineros alzó las manos, miró a su alrededor y dijo al grupo de camareros:
–A moverse, vamos.
Satisfecha por haber resuelto el problema, volvió a la carpa VIP con la intención de asegurar a la modelo que el café estaba de camino. Se paró en seco cuando vio a Ethan hablando con ella. Una idea venenosa se formó en su cabeza. ¡Sólo lo mejor para un hombre como él! Debería haber sabido, por supuesto, que no le interesaría una vaca marrón como ella. La realidad era ésa: los pájaros de brillantes plumas volaban juntos.
Sin duda la magnífica modelo habría hecho caso de su consejo de apostar por Midas Magic. Las dos aves de altos vuelos disfrutaban del placer de la victoria y hacían que el estómago de Daisy se retorciera por lo injusta de la situación.
Ethan volvió a sentirlo, todo su cuerpo estremeciéndose por una descarga eléctrica. Volvió la cabeza y buscó instintivamente la fuente: Daisy Donahue, mirándolo con animadversión. Tuvo que reprimir el deseo de discutir con ella, agarrarla, encerrarla hasta domesticarla. Esos extraños y excitantes pensamientos recorrieron su mente seguido por el eslogan de Mickey: carpe diem.
La había buscado sin éxito cuando había vuelto a la carpa después de la carrera. Ahí la tenía a pocos metros y lo atraía como un imán. Empezó a moverse hacia ella de un modo automático, los dos mirándose a los ojos en un duelo de chispeante pasión.
–¿Ethan? –los llamó la modelo con la que estaba hablando.
–Discúlpame, por favor, Talia –se empezó a girar y le dio la espalda–. Tengo que ver a una persona.
En ese breve instante en que había dejado de mirarla, Daisy se había alejado, estaba tras un grupo de gente aparentemente intentando ocultarse. Eso animó a Ethan a perseguirla para forzar un encuentro cara a cara. Se movió entre el gentío con su interés creciendo hasta una intensidad que lo sorprendió. El corazón le latía como un tambor cuando la interceptó e hizo imposible que no lo reconociera.
–Hola otra vez –dijo notando el rubor de rabia y frustración que había en las mejillas de ella.
Su brusca aparición delante de ella la había dejado paralizada, pero era la parálisis de un resorte tenso. Alzó la barbilla beligerante. El sombrero sin alas marrón se deslizó en su cabeza. Tuvo que contenerse para no recolocárselo. Quería contacto, contacto íntimo, con esa mujer.
–Señor Cartwright… –dijo evidentemente incómoda con el encuentro.
Él sonrió con la intención de suavizar la situación.
–Dejémoslo en Ethan.
Ella se quedó sin aliento negando con los ojos la posibilidad de esa familiaridad.
–Enhorabuena por su victoria –dijo tensa–. No aposté por su caballo. Como le he dicho antes, no juego, así que no hay nada más de que hablar, ¿no? No tenemos nada en común.
Ethan no se iba a dejar arredrar antes de siquiera haber empezado a conocerla. Cambió la sonrisa por un gesto de ironía.
–Necesito asistencia.
Daisy alzó una ceja incrédula animándolo a continuar.
–Ése es tu trabajo, ¿no? ¿Asistir a un invitado con problemas? –presionó.
–¿Qué problema tiene, señor Cartwright? –abiertamente escéptica.
–Tú, Daisy Donahue.
–¿Qué quiere decir? –frunció el ceño.
–Tengo la curiosa sensación de que me estás disparando balas mentales todo el tiempo. Me gustaría que me dijeras por qué.
Se quedó totalmente pálida, aunque al instante pasó a estar a la defensiva. La vio hacer un gran esfuerzo para componer una expresión de disculpa, un ejercicio de fuerza de voluntad en contra de su naturaleza. En sus ojos apareció una mirada de ruego pidiendo que la perdonara. En su boca se dibujó una sonrisa. Habló en un tono que era una burla de sí misma.
–Acabo de enfrentarme con un problema en la carpa del catering y puede que haya más problemas. Lo siento si he canalizado mi angustia contra usted, señor Cartwright. No pretendía atraer su atención. De hecho me haría un gran favor si se alejara de mí ahora mismo. A mi jefa no le gustará verme hablando con usted.
–Seguro que como invitado tengo derecho a hablar con quien quiera –arguyó.
–No soy una invitada y le estoy robando su tiempo… tiempo que la señorita Twiggley preferiría que pasara con ella –dijo escueta.
–Ya le he dicho a Lynda Twiggley todo lo que tenía que decirle.
–Eso no es asunto mío. Si no me mantengo lejos de usted, mi empleo peligra. Así que, por favor, discúlpeme, señor Cartwright.
–¡No pienso hacerlo! –dijo con tono de frustración. La agarró del brazo cuando se dio la vuelta para escapar de él–. ¡No estamos en la Edad Media! –dijo antes de que ella pudiera protestar.
–¡Oh, sí que lo estamos! –replicó ella con evidente desprecio desplegando todo su sistema de defensa–. Usted está actuando como un señor feudal maltratando a una sirviente que no puede defenderse.
La imagen no era la correcta. Ella podía defenderse. Lo estaba haciendo con toda su energía mental. Por una vez en su vida deseó ser un señor feudal y poder tener a esa mujer. Sabía que debía soltarla para no actuar de un modo incivilizado. Pero ese vínculo físico con ella estaba excitando dentro de él algo primitivo que exigía satisfacción.
–Me estás negando la asistencia que he pedido –se defendió.
–Por buenas razones –replicó acalorada.
–¡Tonterías! ¡Es totalmente excesivo!
–¿Qué le pasa? –gritó exasperada–. ¿Por qué molestarse por mí cuando…?
–Porque tú me interesas más que nadie que haya aquí.
–¿Qué? ¿Porque no ando mendigando su atención? ¿Está tan acostumbrado a que las mujeres anden colgadas de usted buscando su atención que su ego no puede soportar que una no lo haga?
–Tú querías mi atención, Daisy Donahue –afirmó con rotunda certeza–. Me estabas mirando.
Trató de explicarse buscando las palabras con precisión.
–La modelo con la que estaba hablando se había quejado porque no se había servido café. Pretendía informarle de que ya estaba de camino cuando le vi a usted con ella –sonrió con los dientes apretados–. Consciente de las instrucciones de mi jefa y por nada relacionado con sus arrogantes presunciones. No quería atraer su atención, señor Cartwright.
Ethan no estaba convencido. No era un mensaje de despedida lo que recibía de ella. Había sido una poderosa corriente de pasión dirigida contra él. Aún estaba ahí. Notaba su cuerpo cargado de esa energía.
–Puedes golpearme con el ego y la arrogancia tanto como gustes, pero en tu cabeza pasan más cosas de las que dices, y no tienen nada que ver con las instrucciones de Lynda Twiggley.
–Lo que yo piense es asunto mío –replicó.
–No cuando me implica a mí.
Lo miró directamente a los ojos mientras en su cabeza daba vueltas a cómo salir de esa situación de un modo que él pudiera aceptar.
Deseó abrazarla y besarla hasta derretir su resistencia. Jamás se había sentido tan excitado por una mujer. Por primera vez en su vida estaba en total sintonía con el troglodita que si deseaba algo lo tomaba. ¿Era su hostilidad lo que le excitaba? ¿Se había aburrido tanto de las mujeres que sólo querían satisfacerlo?
«Intensidad»… La palabra se formó en su cabeza. De eso era de lo que había carecido en sus relaciones con otras mujeres. Daisy Donahue la transmitía y despertaba lo mismo en él. Normalmente él la canalizaba a través de su trabajo. No era un activo a nivel social. La intensidad perturbaba a la gente. Demasiado oscuro, solía decir Mickey. Pero había un lado oscuro en Daisy que provocaba en él una extraña embriaguez. Y un deseo compulsivo de explorarlo.
Respiró hondo y dejó de mirarlo a los ojos para dirigir la vista a la mano que aún sujetaba su brazo. Él aflojó la mano y le pasó el pulgar por la muñeca, encontró su pulso y se alegró al notar lo rápido que iba. También estaba excitada. ¿O era miedo?
–Siento haberle molestado, señor Cartwright –dijo con una voz gélida. Lo miró implorante y con una vulnerabilidad que no había visto antes en ella–. Por favor, déjeme ir.
Se sintió un canalla por retenerla en contra de su voluntad, aunque no quería dejar que se fuera.
–Has dicho que no teníamos nada en común. Yo pienso que sí lo tenemos, Daisy Donahue.
Ella sacudió la cabeza, la agitación había dejado paso al temor al notar algo que sucedía detrás de él.
–Ah, Dee-Dee –dijo la zalamera voz de Lynda Twiggley que obviamente iba a aprovechar la situación.
–Señorita Twiggley –dijo con vez servil y temblorosa.
La situación enfureció a Ethan. Daisy era una luchadora, era un error que ocupara esa posición.
–Los del catering necesitan un empujón para empezar con el café.
Una orden indirecta.
Daisy trató de soltarse el brazo, pero Ethan no aflojó.
–Daisy ya se ha encargado de eso –le dijo a Twiggley, que le dedicó una sonrisa para congraciarse con él.
–Pues entonces que vuelva a hacerlo –dijo con los dientes apretados.
Ethan perdió su frialdad.
–Señorita Twiggley… –dijo también entre dientes.
Lynda lo miró y batió las pestañas.
–Oh, Lynda, por favor…
Eso lo revolvió. Las palabras salieron de su boca sin pensar en las consecuencias.
–Creo que ha llegado el momento de que deje de tratar a su asistente personal como una esclava que no merece ni consideración ni cortesía.
Lynda lo miró boquiabierta.
Notó que un estremecimiento recorría el brazo de Daisy.
El silencio que se creó estaba impregnado de la sensación que deja una bomba tras estallar. Ethan estaba asombrado por su intensidad. Estaba tan lejos de su carácter frío y analítico que le pareció que estaba buscando pelea.
LA cabeza de Daisy se tambaleó. El corazón le galopaba más rápido que un caballo de carreras. En un segundo su jefa iba a empezar con una rabieta y ella recibiría lo grueso del impacto. Ethan Cartwright era demasiado importante como para que ella se enfrentara con él.
¿Por qué había hecho algo así? ¿Por qué, por qué…?
Incluso aunque lo dijera en serio, debería haber sabido que se volvería contra ella. No le había importado. No iba a afectar a la vida de él. Él era intocable. La rabia por no haber conseguido lo que quería la había volcado en Lynda. Daba lo mismo que ella fuera a ser quien lo pagara, ¡cerdo arrogante y egoísta! Le había explicado la situación, rogado que la dejara irse, y lo que había hecho había sido poner en peligro su empleo… el trabajo que tenía que mantener para que sus padres no perdieran la casa por no pagar la hipoteca.
El pánico se le agarró al estómago cuando su jefa empezó a bufar. Su ataque fue como un ciclón.
–¡Cómo te atreves a quejarte de mi trato, vaca desagradecida!
–Yo no he dicho nada. Lo juro –balbuceó Daisy.
–Hablo por lo que he observado –intervino Ethan Cartwright.
Eso no mejoró la situación. La hizo mil veces peor. Que la crítica surgiera de él era tan ofensivo que Lynda se volvió hacia él con inmensa ira, probablemente pensando que su apuesta por que él se ocupara de sus asuntos financieros había sido saboteada y Daisy supo que ella sería la culpable dijera lo que dijera Ethan Cartwright.
–Le pago muy bien para que haga lo que le digo. No hay nada esclavista en eso, se lo aseguro –dijo en un siseo.
–Me ofende que le dijera que se mantuviera alejada de mí –replicó él–. Eso no es trabajo. Es…
Lynda explotó y dejó a Ethan Cartwright a media frase.
–¡Estúpida! ¡Estúpida! ¿No tienes sentido de la discreción o directamente no tienes cerebro? ¿Tengo que recordarte que en tu contrato hay un compromiso de confidencialidad? Compromiso que acabas de quebrantar del peor de los modos posibles, estúpida bocazas.
Había cometido la indiscreción. No podía defenderse. ¿Qué podía decir? ¿Que la insistencia de Ethan Cartwright la había obligado a ello? Nunca sería una excusa aceptable. Tenía que poner en primer lugar el interés de su jefa. El efecto que él tenía sobre ella había superado su contención habitual.
Permaneció en silencio mientras la tormenta caía sobre ella. Bajó la cabeza al ser consciente de que no tenía esperanza de ser perdonada.
El inevitable rayo cayó sobre ella.
–¡Estás despedida! ¡Ahora!
Sintió que la sangre abandonaba su cabeza. Le siguió el trueno.
–No vuelvas a la oficina. Empaquetaré tus objetos personales y te los mandaré a casa. ¡Maldita bocazas!
La última mirada de Lynda apenas consiguió atravesar la niebla que enturbiaba la cabeza de Daisy. Como en una pantalla de televisión, la espalda de su jefa se deshizo en puntos.
Ethan la agarró cuando empezó a caerse y la tomó en brazos. Allí era donde había querido tenerla, pero no inconsciente. Tenía que hacer que su motor se pusiera en marcha otra vez. Con un rápido movimiento le pasó un brazo por detrás de las rodillas, la levantó del suelo y se la apoyó en el pecho.
Se necesitaba una silla: sentarla, bajarle la cabeza, un vaso de agua… Era lo que decía el sentido común, aunque al llevarla en dirección a una, se sintió fuertemente tentado de meterla en una limusina y llevarla a su caverna. Había cazado a esa mujer. Se sentía bien con ella en brazos. Quería sacarla de aquella jungla de gente y tenerla sólo para él.
El problema era que volvería en sí antes de que llegaran a la limusina. ¿Cuánto duraba un desmayo? Además haría una escena en el hotel antes de que llegaran a la suite.
No, era una locura.
Un bucanero podría haber hecho algo así, pero no Ethan Cartwright en este mundo moderno de corrección política. Tendría que responder por sus acciones.
Cuando estaba a punto de salir de la carpa, Mickey lo vio.
–Eh, Ethan, ¿vas a huir con la chica?
Eso lo detuvo. Se volvió hacia su amigo que lo miraba fascinado.
–Se ha desmayado, tengo que dejarla en una silla.
–Has pasado al lado de un montón de ellas.
–Estaría distraído –murmuró.
–Por aquí –dirigió Mickey.
Daisy se movió haciendo que sus pechos se aplastaran contra el torso de Ethan al respirar en busca de aire. Ethan se dijo que a él también le vendría bien una bocanada de oxígeno.
Por mucho que quisiera aferrarse a ella iba a atacarlo en cuanto recuperase el sentido. Sería el enemigo número uno por haberle hecho perder el empleo, fuera o no fuera un buen puesto para una persona como ella. Y el argumento de que la había liberado de ese trabajo era algo que ella no apreciaría. De algún modo tendría que aparecer ante ella como un salvador más que como el causante de un desastre.
Daisy hizo un gran esfuerzo para recuperar su fuerza. Jamás se había desmayado y que Ethan Cartwright se hubiera aprovechado de su momentánea debilidad era lo peor. Al menos ya no la llevaba en brazos. La había dejado en una silla y estaba sentado a su lado. Aunque le había bajado la cabeza hasta las rodillas, aún seguía mareada y la rodeaba con un brazo para que no se cayese, lo que seguramente necesitaba, por mucho que odiase reconocerlo. Había acabado con su único modo de mantener a sus padres en su casa.
–Tráele un vaso de agua, ¿quieres Mickey?
Su voz la molestó aún más porque estaba llena de preocupación. Después de lo que había hecho. No se había preocupado cuando realmente importaba.
–Claro. Aquí está su sombrero. Se le ha caído por el camino.
Cuando llegó el vaso de agua se sentía lo bastante estable para levantar la cabeza.
–Gracias –dijo al hombre que le había llevado el agua.
Mickey Bourke, otro soltero de oro sin preocupaciones sobre de dónde saldría el siguiente dólar.
–Yo me ocupo de ella –dijo Ethan despidiendo a su amigo.
–¡Claro! –Mickey sonrió–. ¡Nada como el carpe diem!
¿Carpe diem? La expresión atravesó todas las barreras que había en su mente. Su día, su trabajo, un futuro seguro para sus padres se habían hundido para que Ethan Cartwright consiguiera lo que deseaba. Pensó en echarle el agua del vaso a la cara para apagar algo de su soberbia, pero ¿qué conseguiría con eso? La desesperación llenó su corazón.
–¿Estás mejor, Daisy? –preguntó atento.
–Lo bastante para que quite el brazo –respondió cortante sentándose más derecha.
–Bien, pero deberías seguir sentada un rato. Quizá deberías comer algo. ¿Has almorzado?
No, lo que podía haber contribuido a su desmayo, por mucho que estuviera acostumbrada a trabajar sin comer. Pero ya no tenía trabajo. Por culpa de él.
Se volvió hacia él llena de ira.
–Un poco tarde para empezar a preocuparse por mí, señor Cartwright. El daño ya está hecho.
Él sonrió, pero no había ningún arrepentimiento en sus ojos.
–Lynda Twiggley te estaba haciendo daño, haciendo que te sometieras a su tiranía.
–Podía manejarlo. Si no hubiera interferido, aún tendría mi trabajo.
–No te gustaba –dijo con certeza.
–¿Qué tiene que ver el gusto con esto? –gritó exasperada–. Era el trabajo mejor pagado que he tenido nunca y necesito el dinero. No tiene ni idea de cuánto lo necesito. Seguro que no ha tenido que preocuparse por el dinero en toda su vida.
–En realidad llevo la pesada carga de preocuparme por el dinero en todo momento –sonrió irónico.
–¡Mucho dinero! –le corrigió–. No la vida destruida por la falta de ingresos.
–¡Seguro que no es para tanto! –frunció el ceño.
–¡Es mucho más! –bebió más agua.
El estallido emocional hacía que sintiera que se le iba la cabeza otra vez. O quizá era que él estuviera sentado tan cerca. Una mujer podía ahogarse en esos ojos verdes.
–Lo siento. Pensaba que estarías mejor en otro trabajo –dijo como primer atisbo de disculpa.
–No ha pensado nada –murmuró furiosa–. No a mi nivel.
–¿Qué quieres decir con… tu nivel?
–El nivel de la gente que trata de llegar a fin de mes. El nivel de la gente para la que el mercado de trabajo está peor cada día. La gente para la que quedarse sin trabajo puede hacer que todo se desmorone.
–¿Tienes deudas? –preguntó con una seriedad en los ojos que hizo que el corazón de ella se agitase con el deseo de que realmente le importara.
Ese hombre podía hacer que el mundo de sus padres se diera la vuelta. Además tenía un magnetismo que la estaba afectando.
–No. Sí –suspiró desolada–. Mis padres. Y si no pago los intereses al banco, perderán la casa. Ellos no pueden, depende de mí.
–Bueno, menudo cambio –comentó escueto–. Pensaba que la generación Y vivía de sus padres, no al revés.
No le interesaba. Había sido una estúpida al pensar que podía ser así, que alguien que volaba tan alto podía salvar a gente corriente.
–Vive en otro planeta, Ethan Cartwright –respondió con amargura.
–Creo en que la gente es responsable de sí misma. Si tus padres han contraído una deuda, es cosa suya…
–No tiene ni idea –le cortó–. Algunas veces la gente no puede arreglárselas sola.
–Muy bien, cuéntame los detalles.
–¡Como si le importasen! –lo miró con gesto salvaje–. Tampoco le han importado las consecuencias que sufriría yo cuando le he rogado que me dejase ir. No le ha preocupado ofender a mi jefa y que me despidiera. Y ¿cómo se cree que voy a conseguir ahora otro trabajo bien pagado sin las referencias de Lynda Twiggley? Estoy acabada –dejó el vaso en el suelo, se levantó y le quitó el sombrero de la mano–. Adiós, señor Cartwright. No puedo decir que haya sido un placer conocerlo.
–¡Espera!
Se puso de pie tan rápido que consiguió bloquearle el camino. Daisy sólo pudo detenerse y enfrentarse a él. Alzó la barbilla beligerante y dijo:
–¿Para qué?
Ethan no tenía una respuesta pensada. Actuaba guiado por la necesidad de mantener a Daisy en su vida. Estaba magnífica: volvía a tener color en las mejillas, los ojos marrones brillaban de furia cuando lo miraba retadora, su pequeño cuerpo en posición de enfrentarse a él. Recordó sus suaves y femeninas curvas cuando la había llevado en brazos. Y la vitalidad de la pasión que empezaba a llenarla… pensar en poder tener todo eso entre sus brazos tenía un poderoso efecto en sus genitales.
Se le ocurrió una respuesta. Él había creado la situación que la alejaba de él. Podía revertirla.
–Yo te daré un empleo.
Abrió mucho los ojos asombrada y después los entornó desconfiada.
–¿De qué? ¿De señora de la limpieza?
Resultaba muy apetitosa esa imagen: Daisy a gatas limpiando el suelo y su «culito» meciéndose al hacerlo. Pero sabía que estaba muerto si lo sugería. Recorrió otras posibilidades mentalmente. No necesitaba una asistente personal. Ya tenía todo el personal que necesitaba. ¿Que podía ofrecerle que no fuera un desprecio?
–Necesitas un medio de vida, ¿no? –dijo para ganar tiempo–. ¿Algo provisional hasta que encuentres un empleo que te vaya?
–Si tengo que limpiar suelos, lo haré, pero no serán los suyos –dijo poniéndose en jarras para enfatizar su postura–. Es la última persona para la que quiero hacer algo.
Ethan suspiró contenido. La imagen de señor feudal y sirvienta a ella no le resultaba sugerente. Aunque si la envolvía en papel dorado…
–¿Qué tal ama de llaves ejecutiva? He comprado una propiedad recientemente y he empezado a reformarla. Podrías supervisar el trabajo y asegurarte de que todo está en orden. Te pagaré lo mismo que ganabas con Lynda Twiggley.
En sus ojos se vio la vulnerabilidad… el debate entre no poder prescindir del dinero y no querer caer en sus manos. Tragó de un modo compulsivo. Le costaba.
–¿Lo dice en serio? –preguntó con voz áspera.
–Sí. Siento haberte causado tanto desasosiego –dijo al notar que ella hacía un gran esfuerzo por contener las lágrimas–. Lo menos que puedo hacer es sacarte del apuro hasta que encuentres algo mejor.
Se mordió los labios. Tenía las pestañas húmedas. Bajó la cabeza. Las manos cayeron de sus caderas y arrugó el sombrero que llevaba en una de ellas.
–Podrían pasar meses hasta que encuentre otro trabajo –dijo llena de ansiedad.
–Espero que las reformas duren meses. Es un buen lío. Será bueno tener a alguien controlándolo todo. Incluso los más reputados constructores necesitan un ojo crítico sobre ellos. A todos los efectos, serás mi asistente personal en un proyecto especial, ¿de acuerdo?
–¿Lo dice realmente en serio? ¿Me pagará tanto como Lynda?
Sacó la cartera.
–Te daré un adelanto para cerrar el trato.
Ella miró la abultada cartera mientras la abría… el gancho que nunca fallaba.
–¿Cuánto te pagaba? ¿Dos mil a la semana? –pasó los dedos por el borde de los billetes dispuesto a sacar la suma que ella dijera.
Ella negó con la cabeza.
–¿Más? ¿Menos?
Alzó la vista y se encontró con la de ella. Sus ojos estaban llenos de orgullo.
–No acepto dinero que no me he ganado, señor Cartwright. Ganaba quinientos dólares brutos a la semana. Si está satisfecho con mi trabajo como su asistente después de la primera semana, apreciaré que entonces me pague.
–¡Estupendo! –dijo consiguiendo apenas ocultar la sorpresa por que hubiera rechazado el dinero.
Honestidad… juego limpio… Daisy Donahue exhibía mucho de las dos cosas y eso le hacía sentir un poco incómodo por tener una agenda oculta.
–¿Dónde está la propiedad?
–En Hunters Hill.
Le pidió más detalles para estar segura de que era un trabajo de verdad. Una vez que hubieron acordado una reunión en la casa el lunes a las ocho, se marchó y Ethan la dejó marcharse, mientras contemplaba el seductor vaivén de sus nalgas, contento por ir a ver a Daisy Donahue en un futuro muy próximo. Ya lo estaba deseando. La verdad era que no podía recordar haber deseado tanto reunirse con una mujer.
HUNTERS Hill… el barrio más rico de Sidney, según la prensa dominical. Daisy recordó también haber leído que una famosa actriz australiana tenía allí una casa, lo mismo que otras celebridades. No sorprendía que Ethan Cartwright hubiera decidido comprar una propiedad en una zona tan prestigiosa. Los pájaros de brillantes plumas definitivamente vivían en la misma bandada.
Resultaba extremadamente extraño que hubiera intentado entablar algún tipo de relación con ella en las carreras. Sólo podía pensar que se había sentido herido en su orgullo por su conducta evasiva. No tenían nada en común. Sólo que los dos estaban pagando las consecuencias de ese encuentro: él proporcionándole un trabajo por sentirse culpable y ella aceptándolo porque no tenía otra opción.
No era una situación ideal, pensó cada vez más ansiosa mientras conducía en dirección a las señas que le había dado. Pensaba en si habría algo de auténtico valor en lo que iba a hacer para que le pagara. Los constructores con frecuencia eran descuidados. Lo sabía por la reforma de la casa de sus padres. Aun así sospechaba que la mayor parte del tiempo la pasaría mirando sin hacer nada.
Por suerte Hunters Hill no estaba muy lejos de la casa de sus padres, era mucho mejor que cruzar el puerto para ir a la oficina de Lynda Twiggley. Ahorraría gasolina trabajando para Ethan Cartwright. Tenía un utilitario que gastaba poco, pero el gasto en gasolina dolía.
Para no llegar tarde había salido con mucho tiempo. Cuanto más se acercaba, más impresionantes eran las casas. Algunas eran inmensas construcciones de arenisca que debían de resultar terriblemente caras en la actualidad, pero aquél era un antiguo asentamiento en la zona de Sidney, cercano al puerto y al lado de Lane Cove River.
No podía imaginarse a Ethan Cartwright viviendo en ninguna de aquellas casas. ¿Por qué querría un soltero estar solo en una mansión cuando podía tener un apartamento en el centro financiero? Seguro que sólo había sido una inversión. Incluso las propiedades más lujosas habían bajado de precio del orden de millones de dólares, así que era una oportunidad para comprar. También era el mejor momento para hacer reformas porque los constructores no tenían trabajo. Seguramente habría comprado una vieja casa en mal estado pero de muy alto valor para hacer un buen dinero cuando las cosas cambiasen de nuevo.
Cuando entró en la calle que buscaba vio varios camiones aparcados a la altura que ella iba. Quedó asombrada al confirmar la dirección: era una mansión que le pareció absolutamente preciosa tal y como estaba, al menos por fuera.
La enorme casa blanca de dos plantas había sido construida con perfecta simetría en sus puertas y ventanas. El tejado era de pizarra gris oscura y una escalera de arenisca azul llevaba desde el acceso semicircular a la puerta. Dentro de ese semicírculo había una gran fuente de piedra.
No tenía jardines, sólo césped y una hilera de árboles a lo largo de la cerca, lo que confería al sitio una maravillosa sencillez que realzaba la espléndida gracia de la casa. La cerca y la cancela de dos hojas también eran de forja pintada de blanco, con los mismos motivos que las barandillas de los balcones del edificio. Una de las puertas estaba abierta, obviamente para que los obreros pudieran entrar y salir, y otro camino salía en dirección a la parte trasera de la casa.
Un BMW negro estaba aparcado frente al primer escalón, claramente el coche de un millonario, lo que significaba que su nuevo jefe estaba esperándola. Daisy decidió entrar y aparcar detrás. Después de todo, se suponía que estaría a cargo de ese proyecto.
Si Ethan Cartwright no había cambiado de opinión… Una nueva preocupación.
Sus padres habían expresado sus dudas por lo que veían como un repentino e impulsivo cambio para hacer un trabajo para el que no estaba preparada. Había tenido que explicarles las circunstancias en las que había perdido su trabajo anterior y entonces habían sido dolorosamente conscientes de por qué había aceptado ése. Su padre había murmurado que no estaba bien, que deberían vender la casa y mudarse a otro sitio más barato…
Ella no podía soportar pensar en que llegara a suceder algo así. No sólo por una cuestión de justicia, sino porque cambiaría toda la dinámica familiar. Había insistido en que era una solución provisional hasta que encontrara un trabajo mejor y que no tenían de qué preocuparse. Era perfectamente capaz de manejar cualquier cosa si se ponía a ello.
Aun así no sentía la misma confianza cuando aparcó y empezó a subir los escalones. Tenía un nudo en el estómago. Se dijo a sí misma que era más por la perspectiva de ver a Ethan Cartwright otra vez que por tener que supervisar a un grupo de obreros. Una vez que se lo quitara de encima, todo iría bien.
Bueno, tampoco lo había tenido encima. Ni iba a dejar que se aproximara tanto. La atracción que ejercía sobre su lado femenino era suficiente advertencia para saber que se sentía peligrosamente atraída por ese hombre, a pesar de la enorme distancia que los separaba. Tenía que mantener esa política de «las manos quietas» cada vez que él se acercara. Cómo le afectaba que la tocase era demasiado perturbador. Podría arrastrarla a hacer alguna tontería.
Ese día había elegido a propósito tener una apariencia de lo más humilde: una blusa suelta de algodón estampado con margaritas sobre un fondo azul, vaqueros, zapatos planos que le hacían parecer aún más pequeña de lo que era, una cinta azul que le sujetaba el cabello en una coleta, y nada de maquillaje más allá de un poco de brillo de labios.