Una breve historia del jardín - Gilles Clément - E-Book

Una breve historia del jardín E-Book

Gilles Clément

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Beschreibung

Gilles Clément ha escrito un recorrido por la historia del jardín que parte de sus significados más profundos y atávicos; un libro breve y delicioso que nos conecta con los sentidos que, desde nuestra condición de seres humanos, le hemos ido dando a la naturaleza domesticada. "El primer jardín es un cercado. Conviene proteger el bien preciado del jardín: las hortalizas, las frutas; luego las flores, los animales, el arte de vivir. todo aquello que, a lo largo del tiempo, se presentará siempre como lo 'mejor' [.]. La noción de 'mejor', de bien preciado, no deja de evolucionar. La escenografía destinada a valorar lo mejor se adapta al cambio de los fundamentos del jardín, pero el principio del jardín permanece constante: acercarse lo más posible al paraíso."

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Editorial Gustavo Gili, SL

Via Laietana 47, 2º, 08003 Barcelona, España. Tel. (+34) 93 322 81 61

Valle de Bravo 21, 53050 Naucalpan, México. Tel. (+52) 55 55 60 60 11

Gilles Clément

UNA BREVE HISTORIA DEL JARDÍN

Traducción de Cristina Zelich

 

 

 

Título original: Une brève histoire du jardin,publicado por Éditions JC Béhar, París, 2012.

Edición a cargo de Moisés Puente

Diseño de la colección: Setanta

Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra solo puede ser realizada con la autorización de sus titulares, salvo excepción prevista por la ley. Diríjase a CEDRO (Centro Español de Derechos Reprográficos, www.cedro.org) si necesita fotocopiar o escanear algún fragmento de esta obra.La Editorial no se pronuncia ni expresa ni implícitamente respecto a la exactitud de la información contenida en este libro, razón por la cual no puede asumir ningún tipo de responsabilidad en caso de error u omisión.

© Les Éditions du 81, 2012

© de la traducción: Cristina Zelich

y para esta edición:

© Editorial Gustavo Gili, SL, Barcelona, 2019

ISBN: 978-84-252-3253-4 (epub)

Producción del ebook: booqlab.com

www.ggili.com

Índice

El primer jardín

El cercado y la medida

El jardín vertical

La visión romántica

Los jardines de la noche

El jardín de los astros

El último jardín

El sueño del caracol

La tarjeta de puntos (relato)

 

Breve bibliografía

I

El primer jardín

 

 

En el bosque de Dzeng, los pantanos se cubren de palmeras espinosas. Crecen y se enredan al abrigo de los árboles grandes. Los habitantes de Dzeng se desplazan en piraguas talladas de un único tronco. Sobre el agua quieta trazan un surco lento; son niños o ancianos, pescadores, barqueros que transportan no se sabe qué, que se esfuerzan en una tarea sin urgencia. En la media sombra acechamos los reflejos de la zalmoxis, una mariposa de gran envergadura, de vuelo vivaz y alas robustas, uniformemente azules, atravesadas de nervaduras precisas, negras, como pintadas con tinta china.

En esta región de África, en la que subsiste una extensión forestal importante, la zalmoxis no es rara. Vive al oeste de Yaundé a lo largo de la carretera que nos lleva a orillas del río Dja, en la frontera con Gabón. Atravesamos el Camerún húmedo y boscoso, abandonando por un tiempo las sabanas secas del norte. Nuestra misión consiste en estudiar el comportamiento de las especies nocturnas atraídas por las trampas de luz en lugares remotos, en la linde del bosque. Un protocolo sencillo permite identificar cada media hora las especies que van apareciendo desde que cae la noche hasta la salida del sol. Anotamos la temperatura con una precisión de medio grado, la fase lunar y la fuerza del viento. Preferimos las noches cerradas tras un día de lluvia; garantía de eclosión y abundancia, los insectos se posan sobre el lienzo de caza extendido entre dos estacas improvisadas e iluminado por una lámpara de vapor de mercurio: una bombilla desnuda, oblonga, frágil, objeto de grandes cuidados durante el transporte de campamento a campamento. Después de un día en que la tienda fue arrastrada por el agua y nos quedamos sin techo, dormimos en las chozas locales, las cabañas ahumadas, sobre los jergones rugosos de los refugios indígenas que nos ofrecen por el camino. Antoine le Douala parlamenta y traduce, es nuestro salvoconducto. El Renault 4L, cargado hasta los topes, transporta el equipo electrógeno, las reservas de gasolina, la comida y a nosotros mismos: tres pasajeros asombrados de atravesar con tanta ligereza las pistas incómodas, como flotando por encima de los suelos de lateritas y de las marismas, mientras que los vehículos pesados se hunden a nuestro alrededor. En 1974, el mercado de los 4x4 inútiles no existía todavía, los viejos Land Rover se atan a los árboles mediante cabrestantes para salir de las roderas, los adelantamos, nos alcanzan de nuevo, jugamos a las carreras de sabana, luego nos detenemos para hacer balance de rendimiento: una vez más hemos pasado el vado…

Para ir al Dja tenemos un pretexto de exploradores: queremos acercarnos a la hembra de Papilio antimachus (un ejemplar forma parte del tesoro del Muséum de París, se dice que hay otro en Londres). Mientras que el macho se deja ver de buen grado cerca de las pistas —¿cómo no ver a ese inmenso planeador, un juguete tranquilo en el aire tropical, el mayor de los diurnos africanos?—, la hembra se esconde en la cima de los árboles, nunca baja, solo los pigmeos saben cómo son sus larvas y saben encontrarlas.

Nuestro objetivo: encontrarnos con los pigmeos.

En la cuenca africana, donde subsiste una continuidad forestal importante que cubre gran parte de Gabón y el sur de Camerún, viven los pigmeos. Pero también los pequeños elefantes de bosque, los ciervos de agua, los gorilas, los monos verdes y el virus del Ébola. En la época en la que viajamos, este virus aislado en los doseles arbóreos de Gabón, probablemente almacenado entre los artrópodos (de los que forman parte los insectos) y, tal como se cree actualmente, transmitido por los monos verdes, todavía no ha causado los estragos fulminantes que conocemos. En Zoulabot II nos ofrecen la mejor parte del mono, la nalga. Consumimos sin reservas este plato cocinado en honor de los invitados. Un manjar de primera. Compartir esta carne es una ceremonia. Hoy resulta mortal. En 1998, en el corazón de la selva gabonesa, a cien kilómetros del campamento de Makande, donde estaba instalada una expedición científica del Radeau des Cimes, todos los habitantes de un pueblo desaparecieron por esta única razón.

Zoubalot II, la última etapa antes de llegar al Dja, río fronterizo, se compone de casas sencillas dispersas en un claro y dispuestas en torno a un dispensario construido con materiales permanentes, según los cánones de la arquitectura colonial de la sabana: alero y tejado de chapa. Monjas holandesas, enviadas en misión por el gobierno, y sin duda también por un dios de la fiscalidad, intentan sedentarizar a la población pigmea; es decir, censarla y gravarla con impuestos.

En los libros se dice (o se decía): los pigmeos, junto con los bosquimanos del Kalahari, los peul del Sahel, los aborígenes de Australia, los inuit del Gran Norte y algunos otros pueblos, forman parte de las últimas sociedades nómadas del planeta.

Los nómadas no hacen jardines.

Los pigmeos, pueblo cazador, pescador y recolector, establecen su campamento creando un claro en el corazón de la selva. Talan árboles de forma somera, dejando el pie y la base del tronco hechos pedazos, ya que emplean herramientas toscas. Las hormigas carpinteras cubren el suelo; únicamente las ramas de poco diámetro y suficientemente flexibles y largas, tomadas de los árboles caídos, sirven para construir las chozas circulares y bajas. Efímeras. Para entrar en la choza, los pigmeos tienen que agacharse y pasar por un único acceso en forma de túnel. El campamento se abandona cuando el territorio de exploración —¿el jardín?—, en un radio que corresponde con la jornada de marcha de ida y vuelta, deja de satisfacer las necesidades de la sociedad nómada. La selva recupera entonces sus derechos. El campamento hecho de materia orgánica vuelve al humus, una vegetación “secundaria” ocupa el claro y lo cubre densamente antes de que los grandes árboles originarios vuelvan a encontrar allí su lugar. La secundarización de los bosques primarios bajo la influencia de las poblaciones nómadas corresponde a un fenómeno antiguo y no solo a las incidencias de las explotaciones modernas e industriales; sin embargo, su impacto nunca amenazó al sistema primario —muy extendido— de los grandes bosques de África antes del siglo XX.

En las inmediaciones de Zoulabot II, el campamento pigmeo al que tenemos acceso, esto parece un accidente de la selva: por todas partes se ven árboles heridos, tiesos por encontrar la muerte en el campo de batalla. El suelo está cubierto de ramas secas y en el silencio de un claro abrasado por el sol, apenas emergiendo como vestigios erigidos hacia el cielo, como gritos, las chozas suaves y redondas, las casas de los hombrecillos. ¿Qué energía, qué guerra, por qué tanto fervor para hacer que llegue la luz cegadora hasta el frágil suelo? ¿Actuarán siempre así los pigmeos, con terror y brutalidad?

El campamento pigmeo a orillas del Dja no es un campamento de verdad. No está destinado a desaparecer, se trata, en realidad, de un intento de instalación, una base, un primer poblado.

Los medios para conseguir la sedentarización son conocidos en todo el mundo: alcohol, drogas y supermercados. Todo ello en un terreno cercado lo bastante amplio como para denominarse de forma abusiva “territorio indígena”, pues en él el pueblo, asistido violentamente, no deja de perder su identidad. ¿Qué ha pasado con los pigmeos sedentarios de las inmediaciones del Dja, más allá de Zoulabot II, en la frontera entre el Camerún y el Gabón forestales?

En julio de 1974 — breve temporada de lluvias que propicia las eclosiones en esta parte del mundo—, explicamos a los hombrecillos nuestra intención de encontrar una hembra de Papilio antimachus. Hablamos bajo la protección de un alero, delante de una cabaña construida con los materiales de las chozas, pero con una forma clásica: una cubierta a dos aguas por la que el agua resbala sobre las hojas amontonadas de pandanos. Son tímidos, nos miran sonrientes; abren mucho los ojos como para dar a entender que escuchan con atención. Antoine, nuestro intérprete-guía-ayudante, no habla su lengua. Un local no pigmeo llega para ayudarnos. Mostramos fotografías de la mariposa. De inmediato se animan, olvidan nuestra presencia; uno de ellos va a buscar un instrumento musical hecho de cuerdas tendidas, otro un pequeño xilofón. Puesto que hablamos de mariposas, hace falta música. Un poco. ¿Qué podemos darles a cambio? ¿Por qué estamos tan a menudo con las manos vacías, nosotros que hemos venido a saquear el mundo?

Los pigmeos del Dja no nos enseñarán la hembra del Papilio antimachus. No es la época. El más atrevido me toma de la mano, nos lleva más allá de la cabaña y se detiene ante un cercado. Es un cuadrado. Comprendemos que hay que observar esto y asombrarnos, ya que todo su cuerpo así lo expresa —atento y tenso, inmerso en la mayor de las inquietudes—; se trata de una experiencia moderna y peligrosa, una experiencia loca e insólita, una experiencia que te asigna a la tierra: un jardín.

Nos enseñan el jardín.

Sin duda, el más pobre, el más primigenio que yo haya visto nunca. También el más fuerte.

Perdido en medio de la selva africana, en el claro devastado, se erige un cercado simple de bambús destinado a proteger la minúscula producción, las tres plantas de cacahuete, las cinco de mandioca, el banano, los taros y un árbol demasiado joven para poder identificarlo. Aquí está el futuro, la organización de un pensamiento, el primer jardín.

Más adelante, a lo largo de mis viajes, tendré ocasión de comprobar que no todos los pueblos nómadas sedentarizados hacen jardines. Pero es probable que el primer jardín de la historia de la humanidad coincidiera con la sedentarización de alguna de sus poblaciones en algún lugar del planeta. El primer jardín de la historia no es el de los libros de historia, sino el de la historia de los pueblos que a lo largo de los tiempos — sea cual sea la época— dejaron su actividad nómada para establecerse en algún punto de su territorio.

El oasis de los desiertos, altamente sofisticado, puede considerarse como una etapa en la ruta nómada, una referencia-jardín para los viajeros. Los jardineros del oasis nunca emprenden el camino, sino que habitan el jardín. Gardaya en Argelia, Gadamés en Libia siguen siendo todavía hoy modelos de oasis en los que la sociedad sedentaria organiza su vida en relación con la sociedad nómada que se detiene en estos lugares.

De la experiencia del Dja conservo algunas enseñanzas:

El primer jardín es aquel del ser humano que decide cesar su vagabundeo. No hay una época determinada para esta etapa en la vida de un ser humano o una sociedad.

El primer jardín es alimentario. El huerto es el primer jardín. Es atemporal, pues no solo funda la historia de los jardines, sino que la atraviesa y la marca profundamente en todos sus períodos.

El primer jardín es un cercado.1 Conviene proteger el bien preciado del jardín: las hortalizas, las frutas; luego las flores, los animales, el arte de vivir… todo aquello que, a lo largo del tiempo, se presentará siempre como lo “mejor”. Es el modo de interpretar lo mejor lo que, en función de los modelos de civilización, determinará el estilo de los jardines. La noción de “mejor”, de bien preciado, no deja de evolucionar. La escenografía destinada a valorar lo mejor se adapta al cambio de los fundamentos del jardín, pero el principio del jardín permanece constante: acercarse lo más posible al paraíso.2

Notas

1. La palabra ‘jardín’ viene de la germánica Garten, que significa “cercado” (Hortus conclusus).

2. Paraíso: del latín paradisus, del griego paradeisos. Esta palabra griega viene del persa pairidaeza, “cercado”, de pairi, “alrededor” (que en griego dará peri), y de daeza, “muralla”. El paraíso o el edén es, así pues, en primer lugar, una fortaleza, un lugar de protección.

II

El cercado y la medida

 

 

Si el primer jardín nace con la historia de la sedentarización de los pueblos, la primera organización en el seno mismo del jardín y, por consiguiente, las primeras manifestaciones del arte de los jardines nacen con él. Esta hipótesis contradice una idea compartida sobre el jardín como espacio de relajación, ociosidad, placer, representación y lujo. “Todos los jardines son fruto del ocio”, escribe Derek Clifford, como si el jardín fuera el privilegio de una casta aburrida, dispuesta a la extravagancia para entretenerse. Clifford insiste: “En los jardines no hay lugar para una sociedad que debe emplear toda su energía para sobrevivir”.

Si el planeta Tierra constituye en efecto el territorio de caza y recolección de la humanidad primitiva (el primer “jardín planetario”), si el primer cercado destinado a proteger los frutos y las hortalizas constituye en efecto el primer jardín de la historia, podemos medir hasta qué punto las sociedades que inventaron este lugar de acogida —el huerto, el vergel— emplearon en ello toda su energía, ya que, precisamente, se trataba de supervivencia.

Todas las fantasías de la historia, todas las utopías teatrales cargadas de fuentes y grutas, no lograron borrar la urgencia y la legitimidad del huerto. A través de sus fastos, la propia historia siempre ha reservado un lugar escogido al jardín alimentario. Los escasos documentos que relatan la organización de los jardines de Tebas muestran cómo el papiro, la palmera datilera, la higuera, los estanques y las aves de corral se dividen el terreno alrededor de una viña bien ordenada. Las terrazas de la Alhambra ocupadas con almendros, cerezos e higueras descendían hasta los cultivos de hortalizas, al pie de los olivos. Si exceptuamos los juegos de fuentes destinados al pavoneo, el jardín más técnico y más eficaz de los jardines de Versalles es el Huerto del Rey. Estos ejemplos atraviesan las épocas y nos llevan hasta finales del siglo XIX, cuando la sociedad pudibunda esconde su tráfago, su sexo y sus miserias. Esconde su huerto detrás de muros altos, siente vergüenza de los gestos ancestrales y del trabajo manual. Se pone en manos de la máquina. Si, por casualidad, se echa un vistazo al huerto es para dar una orden y no para trabajar en él. Se conserva el traje y se mantiene la distancia, este es el espíritu de la época. La naturaleza es confusa; o se la detesta o se idealiza: no se vive con ella. Se mira la vida como si fuera un cuadro, el jardín como un decorado bien arreglado, el huerto como un espacio técnico obligatorio.