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En la Norteamérica de su tiempo el carisma de Margaret Fuller levantaba pasiones por su "exuberante sentido del poder" como definió su gran amigo Ralph W. Emerson a la que fue su más cercana colaboradora durante años. Brilló con luz propia entre el grupo de trascendentalistas en el que también encontramos a Bronson Alcott, Nathaniel Hawthorne, Elizabeth Peabody, o Henry Channing y dejó un claro influjo en obras como Las bostonianas de Henry James. Al mismo tiempo sus reflexiones inspiraron las de otras feministas norteamericanas del siglo XX: Mary Beard, Betty Friedan, Kate Millet, Gloria Steinem o Susan Faludi. Tan singular como su autora es este relato que escapa a las convenciones de la literatura de viajes para ofrecer un retrato de la pugna entre la incipiente colonización del norte y oeste de los Estados Unidos, su naturaleza salvaje y las poblaciones de los indios que retrata de forma insuperable. Durmiendo al aire libre o en cabañas de colonos, viajando a pie, en tren, carromato o canoa visita las cataratas del Niágara y se adentra en los bosques de Illinois, Wisconsin, o los ríos Rock y Fox a los que compara con el Edén. Con un estilo tan libre como ecléctico pone voz a las contradicciones de los colonos, señala la dura vida de sus mujeres y reflexiona sobre el proyecto de país que se estaba cimentando. Un libro que causó verdadera conmoción en su momento e inspiró a Walt Whitman, dejó huella en el relato Una Semana en los Ríos Concord y Merrimack de Henry David Thoreau o la obra de Emily Dickinson, quien conocía el libro de memorias publicado tras su muerte convertido en el más leído del país.
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Verano en los lagos
MARGARET
Verano en los lagos
MARGARET FULLER
EDICIÓN DE TERESA GÓMEZ REUS
TRADUCCIÓN DE MARTÍN SCHIFINO
COLECCIÓN SOLVITUR AMBULANDO | Nº6
SOBRE LA AUTORA
MARGARET FULLER (Cambridge, Massachusetts, 1810 – costa de Nueva York, 1850)
Escritora, editora, periodista, crítica literaria, educadora, defensora de los derechos de la mujer y precursora del feminismo en Estados Unidos, fue una de las mujeres más notables y más leídas de su tiempo. Amiga personal de Ralph W. Emerson y miembro activo de los círculos literarios del grupo de los trascendentalistas y la Escuela de Concord, fue la editora de The Dial, la audaz revista del grupo durante dos años. La experiencia de sus «Conversaciones» con grupos de mujeres en Boston dará origen a Woman in the Nineteenth Century la obra fundacional de los estudios de género en su país.
Tras la publicación de Verano en los lagos, el New York Tribune la emplea en 1846 como columnista y enviada especial a Europa. Viaja por Inglaterra y Francia y entrevista a figuras como Thomas Carlyle o George Sand; también cubrió la Revolución italiana convirtiéndose en la primera cronista de guerra del periodismo norteamericano. Traductora de Goethe, fue la introductora del escritor y ensayista alemán entre el círculo trascendentalista. Murió a los cuarenta años, junto a su pareja y su hijo, en un naufragio frente a la costa de Nueva York cuando regresaba a casa.
SOBRE EL LIBRO
En la Norteamérica de su tiempo, el carisma de Margaret Fuller levantaba pasiones por su «exuberante sentido del poder», como definió su gran amigo Ralph W. Emerson a la que fue su más cercana colaboradora durante años. Brilló con luz propia entre el grupo de trascendentalistas en el que también se encontraban Bronson Alcott, Nathaniel Hawthorne, Elizabeth Peabody o Henry Channing, y dejó un claro influjo en obras como Las bostonianas de Henry James. Al mismo tiempo, sus reflexiones inspiraron las de otras feministas norteamericanas del siglo XX: Mary Beard, Betty Friedan, Kate Millet, Gloria Steinem o Susan Faludi.
Tan singular como su autora es este relato que escapa a las convenciones de la literatura de viajes para ofrecer un retrato de la pugna entre la incipiente colonización del norte y oeste de los Estados Unidos, su naturaleza salvaje y las poblaciones de los indios, que retrata de forma insuperable. Durmiendo al aire libre o en cabañas de colonos, viajando a pie, en tren, carromato o canoa visita las cataratas del Niágara y se adentra en los bosques de Illinois, Wisconsin o los ríos Rock y Fox, a los que compara con el Edén. Con un estilo tan libre como ecléctico pone voz a las contradicciones de los colonos, señala la dura vida de sus mujeres y reflexiona sobre el proyecto de país que se estaba cimentando. Un libro que causó verdadera conmoción en su momento e inspiró a Walt Whitman, dejó huella en el relato Una Semana en los Ríos Concord y Merrimack de Henry David Thoreau y en la obra de Emily Dickinson, quien conocía el libro de memorias publicado tras su muerte convertido en el más leído del país.
No hay más de una o dos docenas de señoritas Fuller en toda la faz de la tierra
EDGAR ALLAN POE
Verano en los lagos
MARGARET FULLER
Título original: Summer in the lakes in 1843 Título de esta edición: Verano en los lagos
Primera edición en LA LÍNEA DEL HORIZONTE EDICIONES, septiembre de 2017 © de esta edición: LA LÍNEA DEL HORIZONTE EDICIONES, 2017www.lalineadelhorizonte.com | [email protected]
© de la edición y prólogo: Teresa Gómez Reus
© de la traducción: Martín Schifino
© de la cartografía: Blauset
© de la maquetación y el diseño gráfico: Montalbán Estudio Gráfico
© de la maquetación digital: Valentín Pérez Venzalá
ISBN ePub: 978-84-15958-75-8 | IBIC: WTL; 1KBB
Todos los derechos reservados. Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra solo puede ser realizada con la autorización de sus titulares, salvo excepción prevista por la ley.
Un paraíso ensombrecido Prefacio de Teresa Gómez Reus
Capítulo INiágara
Capítulo IILos Lagos. Chicago. Geneva. Una tormenta. La arboleda de papayas
Capítulo III
Capítulo IVUn capítulo más breve. Chicago de nuevo. Morris Birkbeck
Capítulo VPensamientos y paisajes en Wisconsin
Capítulo VIIndios. indias
Capítulo VIILa tierra de la música
En una mañana de mayo de 1843 Margaret Fuller tomó un tren rumbo a Albany y con ese movimiento aparentemente intrascendente inició uno de los pasos más cruciales de su breve e intensa vida. Su destino era los Grandes Lagos, los bosques y praderas de Illinois y los territorios remotos de Wisconsin. No era exactamente el Lejano Oeste, pero tampoco era la zona recientemente urbanizada del valle de Ohio, donde hacía poco se habían asentado algunos familiares y amigos. Se dirigía, en el lenguaje de la época, a las «tierras vírgenes» del noroeste de los Estados Unidos, una parte del país que en ese momento se perfilaba como la frontera más extensa y caleidoscópica entre la civilización y la naturaleza salvaje. Viajando durante cuatro meses en ferrocarril, barco de vapor, diligencia, canoa, carromato y a pie, y acompañada en distintas etapas de sus amigos James y William Clarke y su hermana la ilustradora Sarah Clarke, Margaret Fuller iba a ser testigo de un mundo en profunda transformación, donde un influjo constante de colonos remplazaba a las tribus indias, ya vencidas, arrinconadas, empujadas cuanto más al oeste mejor.
Cuando Margaret Fuller emprendió esa travesía tenía treinta y tres años y era ya una figura clave del trascendentalismo norteamericano, una comunidad de intelectuales centrada en la pequeña ciudad de Concord, cerca de Boston, que cultivaba la intuición, la contemplación del mundo natural, la libertad y autoafirmación del individuo y el rechazo absoluto a las convenciones heredadas1. Amiga estrecha de Ralph Waldo Emerson, el hombre que podría considerarse el padre de la filosofía estadounidense, a quien visitaba a menudo en Concord, Margaret Fuller había sido la editora de Dial, la plataforma de los atrevidos trascendentalistas, había publicado poemas y artículos sobre estética y literatura románticas y había traducido las Conversaciones con Goethe de Johann Peter Eckermann. También había trabajado en The Temple, la escuela experimental que puso en marcha el revolucionario pedagogo Bronson Alcott, el padre de la autora de Mujercitas (1868) Louisa May Alcott. Asimismo había emprendido sus célebres «Conversaciones», clases dirigidas a mujeres donde se exploraban ideas estéticas, filosóficas y morales a través de diálogos socráticos y que tuvo como discípulas algunas de las mentes femeninas más brillantes de Boston, entre ellas las activistas Lydia Maria Child y Elizabeth Cady Stanton. Conocida en todo Boston por su conversación ágil y penetrante, Fuller, además, acababa de terminar su alegato «The Great Lawsuit: Man versus men. Woman versus women» (1843) («El gran pleito: El hombre versus los hombres. La mujer versus las mujeres»), la antesala del influyente La mujer en el siglo XIX (1845), un ensayo que fue pionero del feminismo estadounidense.
A pesar de su fama incipiente, en la primavera de 1843 Margaret Fuller se hallaba deprimida. El trabajo editorial y docente era agotador y poco lucrativo y ella no veía salida profesional en un Boston donde las mujeres tenían un papel muy limitado en la esfera pública. Por otra parte, la muerte repentina de su padre Timothy Fuller acaecida en 1835 le había puesto en una difícil situación. Siendo la mayor de varios hermanos y con una madre poco resuelta, no solo debía mantenerse sino también hacer demater familias.La formación extremadamente rigurosa, casi inclemente, que le había proporcionado su padre —un patriota fervoroso que creía en la educación de las niñas para mejorar la República— le había dejado bien equipada para esa labor: a los seis años leía a Virgilio en su lengua original y a los dieciséis, además de conocer el canon occidental, hablaba a la perfección francés y alemán y tenía formación en filosofía, historia, mitología, música y retórica. Pero tantos años de estudio y esfuerzo habían dejado mella en su salud y ella necesitaba un respiro. «Me siento mal constantemente, con mis sempiternas jaquecas interfiriendo en todo lo que emprendo; necesito un cambio de aires»2, le confesó a su amiga Sarah Clarke poco antes de partir a los Grandes Lagos. Y en una misiva a Emerson: «Estoy harta de libros y de trabajo intelectual. Anhelo extender las alas y vivir al aire libre; tan solo ver y sentir»3.
El largo viaje que emprendió, empero, le proporcionó mucho más que una idílica tregua de verano. No solo fue una ocasión de aventurarse en un territorio desconocido y de reflexionar sobre él, sino también de plasmar sus vivencias e impresiones en un insólito libro de viajes,Summer on the Lakes, in 1843. Su publicación en 1844, acompañada de siete dibujos efectuados durante el trayecto por Sarah Clarke, supuso todo un hito. Emerson lo saludó como el primer libro genuinamente norteamericano que había producido el joven país, una respuesta osada a esa llamada en pos de la independencia cultural que él tan encarecidamente había realizado en su famoso discurso «El intelectual americano» (1837): «Es un libro americano y no inglés, y tiene ese tono audaz que caracteriza la voz nativa de nuestra extraordinaria Margaret»4. La obra, en efecto, debió colmar todas sus expectativas pues aunaba uno de los grandes temas nacionales del momento —la conquista del Oeste— con un estilo experimental, personalísimo y cargado de observaciones lúcidas. Es «un libro de viajes pero sin el armazón que suele conllevar este género», observó el crítico neoyorquino Evert A. Duyckinck, al mismo tiempo que Edgar Allan Poe alababa el carácter plástico de sus descripciones5. Además de hacer mella en el panorama cultural del momento,Verano en los lagosabrió las puertas a su autora a oportunidades profesionales que no tuvo ninguna otra mujer de su tiempo. Impresionado por la independencia de criterio que evidenciaba el texto, el editor delNew York Tribune,Horace Greeley la invitó a unirse a su periódico y más tarde a viajar a Europa para cubrir la revolución italiana, convirtiéndose así en la primera reportera bélica en la historia norteamericana. Este viaje a Italia, por cierto, sería decisivo: allí conoció a un aristócrata romano, revolucionario y defensor de la independencia de su país, Giovanni Ossoli, con quien tuvo un hijo —para escándalo de sus conciudadanos de Nueva Inglaterra— y los tres perecieron trágicamente en un naufragio en el verano de 1850, cuando Margaret, aparentemente ya casada6, regresaba a los Estados Unidos.
Verano en los Lagosno es, desde luego, un libro de viajes al uso. Con este pequeño volumen, su primera obra de creación, la inconformista Margaret Fuller sorprendió a sus allegados con un tema, el viaje a la frontera oeste, que aunque enormemente popular, no era exactamente del dominio femenino. No deseo sugerir con ello que las mujeres no viajaran por territorio norteamericano ni tampoco que no escribieran sobre sus impresiones y vivencias. La apertura de rutas hacia el oeste que facilitó Daniel Boone tras encontrar un atajo por los montes Apalaches, la posterior fundación de los estados de Ohio, Kentucky, Indiana e Illinois, y la migración forzada de las tribus amerindias que vivían al este del Misisipi, al otro lado del río a partir de 18307, habían hecho del viaje por el Medio Oeste una experiencia (para los blancos) a la vez exótica y accesible.
Por otra parte, viajar hacia el oeste era tomar parte en una gran epopeya nacional. En una conferencia promulgada en 1846, «The Day of Roads» («El tiempo de los caminos»), un conocido orador de la época declaraba que «allí donde hay movimiento en una sociedad, hay actividad, expansión, liberación del espíritu8, y señalaba que el oeste americano encarnaba esa idea de expansión. Este imperativo de avance territorial quedaba sancionado por la doctrina del «Destino Manifiesto», el convencimiento de que, según escribiera el periodista John L. O’Sullivan en 1845, «es nuestro destino manifiesto extendernos por todo el continente que nos ha sido asignado por la Providencia, para el desarrollo del gran experimento de libertad y autogobierno. Es un derecho como el que tiene un árbol de obtener el aire y la tierra necesarios para el desarrollo pleno de sus capacidades y el crecimiento que tiene como destino»9. Hasta el propio Henry David Thoreau, tan crítico con las prácticas imperialistas de su tiempo, escribió en su ensayoCaminar(1862): «Debo caminar hacia Oregón, no hacia Europa. El país está moviéndose en la misma dirección; y cabría decir que la humanidad progresa de este a oeste»10.
Sin embargo, pese a las muchas mujeres que viajaron como pioneras hacia horizontes lejanos, en el campo de la literatura de frontera dominaron las voces masculinas, con autores como David Crockett, Daniel Bryan, James Hall, William Cullen Bryant o James Fenimore Cooper. Susan L. Roberson ha sacado a la luz algunas crónicas femeninas fascinantes, como el diario que escribió Sarah Beavis en su traumática travesía por los Apalaches y el Misisipi a finales del siglo XVIII, donde la autora tuvo que afrontar experiencias terribles, como la falta prolongada de alimentos o el intento de su cuñado de comerse a sus hijos moribundos11. Pero se trata de formas de escritura privadas que en su momento no vieron la luz. Con toda la investigación reciente que existe sobre el tema, no he logrado encontrar más que un libro de viajes a territorios fronterizos publicado por una mujer anterior aVerano en los lagos: la muy interesante obra de Caroline KirklandA New Home. Who’ll Follow? Or, Glimpses of Western Life(1839) (Un nuevo hogar.¿Quién me seguirá?Esbozos de la vida en el Oeste). Realmente si Margaret Fuller no escribió su textoex nihilo, tampoco se puede decir que tuviera detrás una tradición literaria femenina en la que apoyarse y legitimar sus propios esfuerzos.
Verano en los lagostambién resultasui génerisen cuanto a cuestiones de factura poética. No tiene, por ejemplo, el tono sentimental que solía acompañar a muchas de las crónicas de autoras estadounidenses en viaje por Europa, tendentes a ofrecer, como escribiera Lydia H. Sigourney, «la rosa antes que la espina»12. Tampoco hallamos en él el acento condescendiente o abiertamente peyorativo que caracterizó algunas de las crónicas de escritores ingleses en suelo norteamericano, entre ellos Frances Trollope, Charles Dickens y Harriet Martineau. Se trata de una obra anómala y ecléctica, tanto en el tono como en la forma. Más introspectivo que descriptivo,Verano en los lagoses un popurrí genérico en el que encontramos poemas, reflexiones, relatos, digresiones y anécdotas. Culto en el estilo, son frecuentes las alusiones literarias y mitológicas, que dan la medida de la erudición de la autora al tiempo que ofrecen claves sobre su pensamiento humanista. Por contraste, el volumen apenas contiene indicaciones precisas de las rutas y lugares transitados. Aunque Margaret Fuller realizó algunas anotaciones en su diario durante el trayecto, estas no fueron tan detalladas como para saber luego cuántas millas recorrieron ni evocar al detalle lo que vieron cada día. Lo queVerano en los lagosofrece es, en palabras de su narradora, «la impresión poética» de vastas regiones y escenas. Si bien en las primeras páginas explica que esos bellos territorios le parecieron un inmenso «jardín», un edén repleto de promesas terrenales, el resto del texto también desvela que se trata de un paraíso ensombrecido por la enfermedad, la soledad, la codicia y la injusticia. En otras palabras, enVerano en los lagosel retrato de la flor no esconde la presencia de la espina.
El volumen está estructurado en siete capítulos, reflejo de las etapas más importantes que revistió la travesía. Comienza con una visita a las cataratas del Niágara, un destino que acababa de abrirse a la conquista turística y al que se podía acceder con relativa seguridad gracias a los recientes caminos13. Símbolo de la nueva Arcadia, Niágara, además, era el icono del paisaje sublime nacional y como tal estaba muy representado en narraciones, cuadros y estampas. Pero esa híperrepresentación había creado expectativas y la escritora se sintió frustrada ante su incapacidad de responder de manera espontánea a un entorno tan manido. La visita, además, fue decepcionante porque en lugar de los arcoíris que las ilustraciones prometían, se encontró con un cielo encapotado y al final del capítulo se pregunta qué debieron sentir los primeros exploradores cuando, libres de ideas preconcebidas, se encontraron cara a cara con semejante espectáculo. Ahogada su sensibilidad ante «la vista de tanta agua»14, la autora presenta detalles en el texto que sugieren que en Niágara, en lugar de sentirse energizada por una fuerza más allá de lo humano, se sintió atrapada y vulnerable. Le impresiona un águila real encadenada, como si la independiente Margaret se identificara con esa imagen de naturaleza salvaje domeñada. Otra imagen de opresión emerge en el momento en que se imagina que va a ser atacada por indios semidesnudos que se le acercan por la espalda, un elemento que reitera su imposibilidad de experimentar las cataratas sin interferencias culturalmente creadas. La imagen del aborigen asaltando hacha en alto a una mujer indefensa que Fuller involuntariamente evoca, como Christina Zwarg ha observado15, tiene gran parecido con el cuadroThe Death of Jane McCrea(La muerte de Jane McCrea), de John Vanderlyn (1804), una pintura enormemente popular que generó numerosas ilustraciones similares sobre el amerindio, representado como un violento salvaje. Aunque la escritora intenta zafarse de una proyección heredada, el «piel roja» que se cuela en su subconsciente anticipa un tema constante del libro: la huella del indio aborigen es indeleble en el paisaje americano, para alarma de los blancos, incluida la propia Margaret.
La siguiente etapa cubre el viaje a los Grandes Lagos, Chicago y las praderas del norte de Illinois, donde siente por fin que está tocando algo del Salvaje Oeste: navegando por el río St. Claire avista por primera vez un grupo de indígenas, que le parecen muy diferentes a los colonos blancos. Una parada en las islas de Manitou, al norte del Lago Michigan, para obtener combustible le proporcionó su primera impresión de un bosque virgen, en el que lamentablemente se habían talado sus árboles más altos y antiguos. No fue, sin embargo, ese asalto a la naturaleza lo que más la escandalizó, sino los grupos de recién llegados que se agrupaban en el muelle: gentes de mentes estrechas y ávidas de fortuna que a Margaret la dejaron consternada. En el trasbordador ya había advertido cómo con esos inmigrantes, los padres de una supuesta «nueva raza», también viajaban la avaricia y los prejuicios culturales. Para la idealista Margaret, que como buena trascendentalista aborrecía de los males del capitalismo, lo peor del Oeste no era la ausencia de iglesias y escuelas, tan lamentada por elstatus quode Nueva Inglaterra, sino la escasez de mentes soñadoras capaces de construir una sociedad más abierta y altruista. Como le escribiera a Emerson: «Los emigrantes que nos han acompañado, hordas de gentes vulgares y sórdidas, qué poco dignos parecen de estas majestuosas orillas, de estos espectaculares atardeceres, de estas noches de luna. ¿Es posible que de aquí pueda surgir una nueva raza que compense a la naturaleza de esta profanación de sus encantos?»16. Y enVerano en los Lagosreitera esos recelos, observando que en su paso por Chicago y los Grandes Lagos el fragor de los intereses materiales era tan ruidoso que la religión y la espiritualidad habían quedado casi olvidadas.
Una visión mucho más prometedora se presenta en su expedición por el norte de Illinois. Deambulando en una caravana durante dos semanas con Sarah y William Clarke por sendas de hierba en unas geografías escasamente pobladas, el viaje revistió el carácter de una idílica vacación estival. Sin guía de viaje ni mapas de la región —realmente en el límite de lo que era respetable para una joven de la élite de Massachusetts— vagaron en la primitiva tartana sin planes preconcebidos, totalmente libres, como le escribió a Emerson, «para andar a placer, para coger cada flor que nos plazca y para atravesar cada bosque que capte nuestra imaginación»17. Aunque al principio las ilimitadas praderas le parecieron monótonas, pronto aprendió a apreciar su belleza singular. El camino, además, deparaba sorpresas, como la pintoresca ruta por la región del río Rock, al oeste de Chicago, que en esa época se hallaba cuajada de flores. A Margaret, asimismo, le gustaba el lado montaraz de la aventura. Como ha documentado su biógrafo Charles Capper, se alimentaban de lo que pescaban en el río y cuando no podían pernoctar al aire libre, buscaban cualquier refugio. Aunque en una ocasión se hospedaron en la casa de un irlandés rico, la mayoría de los casos se trataba de humildes cabañas de troncos de madera, una oportunidad para conocer de primera mano cómo se las arreglaban esas familias de colonos sin los recursos de la civilización.
Los capítulos segundo y tercero cubren esa parte del trayecto, que incluye una incursión por la ruta de Black Hawk. La belleza del entorno la impactó, especialmente las caprichosas formas que sobre las rocas había dejado el Rock, o Sinnissippi, «aguas rocosas» en lenguaje de las tribus Sauk y Fox, un caudaloso afluente de unos cuatrocientos sesenta kilómetros de largo que serpentea por Illinois y desemboca en el Mississippi. Pero lo que más la impresionó fue la presencia de incontables huellas, muy frescas todavía, de la cultura aborigen. Habiéndose documentado sobre la historia de los indios en esa parte del país, la escritora evoca cómo a «esta hermosa región acudió Black Hawk con sus hombres para "pasar el verano", cuando motivó la guerra en la que acabó derrotado. No es de sorprender que no se resistiera el anhelo de volver en verano a ese hogar de la belleza, por imprudente que fuese querer satisfacerlo». Y en una carta a su hermano Richard desde Milwaukie se muestra más indignada y explícita: «Hace tan solo cinco años que los pobres indios fueron desposeídos de la belleza esplendorosa de esta región, que pocos parangones debe tener en el mundo. No es de extrañar que dieran su sangre tan pródigamente antes de dejarla escapar»18.
Margaret Fuller se refiere a la Guerra de Black Hawk, la última en librarse entre los indios y el ejército federal al este del Mississippi, en la que Black Hawk, o Halcón Negro, decidió resistir la orden de traslado forzoso dictada por el gobierno americano y plantar batalla19. Esta conflagración, según el historiador Cecil Eby uno de los capítulos más vergonzosos de la historia de los Estados Unidos20, tuvo como resultado la pérdida de bellísimos territorios donde las tribus Sauk y Fox habían convivido desde tiempos remotos. Pero no solo ellos: los Pottawatamies, los Winnebago y los Algonquin —una confederación de pueblos que agrupaba a los Kaskaskias, los Tamaroa y los Michigameas— tribus que habían habitado en los flancos del Sinnissippi y con quienes los blancos habían firmado tratado tras tratado donde se aseguraba el derecho a sus tierras tribales, fueron forzados a partir al oeste, a pie y sin comida, tal como recoge Black Hawk en su relato de vida. Nada de «tierra virgen», pues, como se decía en los lenguajes propagandísticos de la colonización. Lo que eufemísticamente se llamaba «la apertura hacia el oeste» había implicado una brutal deportación, y en el texto la escritora nos señala la violencia soterrada que el propio paisaje revela. «¡Qué felices deben de haber sido aquí los indios! No hace mucho los expulsaron, y el suelo, en la superficie y en lo hondo, está lleno de sus huellas». Los lugares, como explican los filósofos del espacio, retienen las huellas de lo que en ellos ha acontecido, sean sucesos triviales sean heridas profundas, como los paisajes que Fuller contempla, donde la vida de los pueblos nativos ha quedado reducida a objetos rotos de la cotidianidad, vestigios signados por la pérdida y el desgarro.
Tras una parada en Chicago, Margaret Fuller prosiguió viaje a Wisconsin. Los capítulos quinto y sexto recogen sus impresiones por unas geografías que en ese momento conformaban la parte más limítrofe y desconocida de los Estados Unidos. La gira, aunque carente del encanto bohemio que había tenido su aventura en carromato por Illinois, tuvo aspectos de marcado interés. Uno de ellos fue una estancia en Milwaukie, que da lugar a curiosas reflexiones sobre la emigración en esa parte del país. Asimismo hicieron incursiones a los lagos Silver, Pine y Nomabbin, y en la ribera del lago Silver se toparon con un campamento de Potawattamies errantes e indigentes que amablemente les cobijaron de una tormenta. Acurrucada en una de sus tiendas míseras y empapadas, entre mujeres tímidas que la apartaron de una niña enferma, la escritora pudo conocer de primera mano la marginación y las penurias del pueblo nativo-americano.
Otro hito de esta etapa, la última del periplo, fue una excursión a la muy celebrada isla de Mackinac, en el lago Hurón, casi frontera con el lago Michigan. Margaret había puesto especial empeño en visitarla pues sabía que unos cinco mil indios de las tribus Chippewa y Ottowa iban a reunirse allí esos días para recibir el pago anual que les hacía el gobierno estadounidense. Además, el lugar tenía un claro sabor a Lejano Oeste, pues no hacía mucho había sido punto estratégico para tramperos y traficantes de pieles. Dejando atrás a Sarah Clarke, que no se encontraba bien, tomó una barca que la depositó en Mackinac en plena noche y sin alojamiento previsto. Como la mayoría de las mujeres de su clase social, Margaret nunca había viajado sola y la búsqueda de hospedaje en compañía de dos marineros en la oscuridad le causó cierto nerviosismo. Pero pronto lo superó y en la isla de Mackinac pasó nueve extraordinarios días, observando y comunicándose como pudo con las mujeres indígenas. Estas experiencias, relatadas en el capítulo sexto, provocan algunos de sus comentarios más penetrantes y matizados sobre la cuestión de los aborígenes y sobre el estatus de las mujeres, tanto en la cultura angloamericana como amerindia.
El libro se cierra con una visita a Sault St. Marie, en la frontera canadiense, justo debajo del Lago Superior. El capítulo siete narra su viaje en vapor hasta esa «salvaje y libre región», enclave de los Ojibwa, y su descenso en canoa en compañía de dos guías indios por los rápidos de St. Marie. Ese mismo día regresó a la isla de Mackinac, donde intentó pasar el mayor tiempo posible con las tribus, que ya estaban en retirada. Al día siguiente ella y la ya recuperada Sarah hicieron una bajada memorable por los rápidos con el hijo de un jefe indio y dos amigos suyos quienes, según Margaret, se divirtieron de lo lindo exhibiendo sus dotes remadoras ante dos jóvenes blancas. Los últimos momentos en la isla los pasó con los aborígenes, antes de volver a Búfalo, y de allí, en ferrocarril vía Albany y Nueva York, hasta regresar a Boston.
En su narración de esta larga travesía destacan tres temas fuertemente interrelacionados. El primero de ellos es la colonización estadounidense, la apropiación y domesticación del Oeste por parte del hombre blanco. A este respecto Margaret Fuller se muestra contradictoria. Por una parte, la escritora ensalza el lado esperanzador que para tantas familias supuso la posibilidad de emprender una vida mejor, idea central de la construcción ideológica de Estados Unidos como tierra de oportunidades. Por otro, no le pasan desapercibidos la severidad de vida de los colonos, ni tampoco el violento expolio ecológico y humano que implicó la llegada masiva del hombre blanco. Es la vieja tensión entre promesa y hechos, entre ideales y realidades que está en la médula misma de la historia de los Estados Unidos.
La parte más optimista del libro es la que atañe a su viaje por las regiones del río Rock, que Margaret Fuller presenta como una especie de Edén, el Elíseo, un paraíso en la tierra. La estudiosa Annette Kolodny, al observar la discrepancia que existe entre el capítulo de Illinois y otras partes del libro, ha argumentado que en el florido Illinois la escritora se sintió como si regresara al jardín materno, un lugar de gran peso simbólico en su biografía. En un fragmento autobiográfico Margaret Fuller se refiere al jardín de su madre como el enclave más feliz de su infancia, un refugio donde era posible jugar y soñar, en contraposición al estudio paterno, donde su severo padre la obligaba a recitar en latín hasta altas horas de la noche, desde la corta edad de seis años. Para Kolodny, el trauma emocional que le causó su padre —que la autora nunca llegó a superar— está detrás de esta celebración incondicional de un paisaje bucólico y apacible, que la transportaba a un territorio idílico de su memoria21.
Hay, sin embargo, otras razones de índole sociocultural que pueden explicar este paréntesis dorado. CuandoVerano en los lagos