Viaje al país de los profetas - Manuel Rojas - E-Book

Viaje al país de los profetas E-Book

Manuel Rojas

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Viaje al país de los profetas es el libro más desconocido de uno de los escritores más conocidos de Chile. Solo tuvo una edición, en septiembre de 1969, y ni siquiera se publicó en nuestro país, sino en Argentina. Nunca reeditado hasta ahora, es un testimonio entusiasta del Israel de los kibutz, en los que Manuel Rojas creyó ver, al menos parcialmente, la utopía alcanzada mediante el trabajo colectivo: «Una realización en pequeño del sueño de tantos». Lejano a cualquier forma de ortodoxia, el autor chileno llega a Oriente Próximo sin proponérselo. A fines de los sesenta, intercede por la situación de los judíos en la Unión Soviética junto a connotados escritores latinoamericanos —Jorge Luis Borges, José Revueltas, José Bianco, Enrique Espinoza, José Santos González Vera y muchos otros— que se reúnen en una conferencia celebrada en Santiago en julio de 1968. Invitado por la Embajada de Israel, Manuel Rojas viaja al año siguiente a ese país. De aquella experiencia surge uno de sus libros más singulares: una apología impetuosa, que contiene descripciones entrañables, plenas de humanidad, no exenta de juicios controvertidos. Viaje al país de los profetas es más que una crónica de su visita durante poco más de una semana a Israel. Es un testimonio razonado de su pensamiento político a esas alturas de su vida y, por sobre todo, una declaración vehemente acerca de su postura respecto del pueblo judío, el sionismo, la formación del Estado de Israel y el antisemitismo; temas que, en plena Guerra Fría, habían vuelto al primer plano del debate público mundial a partir de la Guerra de los Seis Días (1967), que reconfiguró hasta hoy la fisonomía del Medio Oriente.

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Rojas, Manuel

Viaje al país de los profetas/ Manuel Rojas

Santiago de Chile: Catalonia, 2023

116 pp. 15 x 23 cm

ISBN: 978-956-415-027-7

CIENCIA POLÍTICA320

Diseño de portada: Amalia Ruiz Jeria

Ilustración de portada: José Gurvich, «Kibutz», 1956.

Dirección editorial: Arturo Infante Reñasco 

Diagramación: Salgó Ltda.

Editorial Catalonia apoya la protección del derecho de autor y el copyright, ya que estimulan la creación y la diversidad en el ámbito de las ideas y el conocimiento, y son una manifestación de la libertad de expresión. Gracias por comprar una edición autorizada de este libro y por respetar el derecho de autor y copyright, al no reproducir, escanear ni distribuir ninguna parte de esta obra por ningún medio sin permiso. Al hacerlo ayuda a los autores y permite que se continúen publicando los libros de su interés. Todos los derechos reservados. Esta publicación no puede ser reproducida, en todo o en parte, ni registrada o transmitida por sistema alguno de recuperación de información. Si necesita hacerlo, tome contacto con Editorial Catalonia o con SADEL (Sociedad de Derechos de las Letras de Chile, http://www.sadel.cl)

ISBN: 978-956-415-027-7

ISBN digital: 978-956-415-028-4

RPI 2023-A-7488

© Manuel Rojas, 2023

Sucesión Manuel Rojas Sepúlveda

Llewellyn Jones 1212, Providencia

Santiago de Chile

www.manuelrojas.cl - [email protected]

© Catalonia Ltda., 2023

Santa Isabel 1235, Providencia

Santiago de Chile

www.catalonia.cl - @catalonialibros

Diagramación digital: ebooks [email protected]

Índice

«Quiero creer en ella»Pedro Pablo Guerrero

Viaje al país de los profetas

Un libro de Buber

Las ideas de Marx y de Engels

¿El marxismo es también una utopía?

Qué me decidió a viajar a Israel

Sueños para el futuro

A bordo de un jet

En el kibutz Ramót Menashé

El lago de Kinéret Safed

El kibutz Lojamei Haguetaot

A orillas del Jordán

Los Santos Lugares

Visita a Rejovot

En la Universidad Hebrea

Andando por Jerusalén

Visita a Belén

El Néguev, Beerseba y Jericó

Los dos Israel

Gente equivocada o mal informada

Diferencia entre los árabes y los judíos

Anexo

Discurso pronunciado en la Conferencia continental sobrela situación de los judíos en la Unión Soviética

Declaración de Santiago de Chile

Apuntes de discurso para una reunión sobre la paz en el Medio Oriente

«Quiero creer en ella»Pedro Pablo Guerrero

Viaje al país de los profetas es, tal vez, el libro más desconocido de uno de los escritores más conocidos en Chile. Solo tuvo una edición, en septiembre de 1969, y ni siquiera se publicó en nuestro país, sino en Argentina. El resto de la obra rojiana ha gozado de múltiples reimpresiones y ha sido objeto de antologías, estudios y traducciones, pero aquel ensayo de apenas 90 páginas nunca ha vuelto a circular desde la publicación que realizó Ediciones Zlotopioro1 en Buenos Aires.

En 1969, a los 73 años, Manuel Rojas era ya un escritor consagrado. Había recibido el Premio Nacional de Literatura en 1957, la crítica lo había incorporado al canon de la narrativa chilena y varios de sus cuentos y novelas (Lanchas en la bahía, La ciudad de los Césares y, sobre todo, Hijo de ladrón) formaban parte del plan de lecturas escolares, mientras que varios de sus libros circulaban en México, Argentina y otros países de América Latina.

Sus dos últimos trabajos, sin embargo, no eran obras de ficción, sino libros escritos a partir de viajes realizados por el continente americano: el volumen memorialístico Pasé por México un día (1965) y el conjunto de crónicas A pie por Chile (1967), ambos reeditados en fechas recientes por la misma editorial que ahora publica este ensayo-reportaje.

No hace falta resaltar aquí la importancia del viaje en la obra literaria de Rojas. Desde su primera colección de cuentos, Hombres del sur (1926), hasta su fundamental tetralogía novelesca Tiempo irremediable (1951-1971), se podría afirmar que la perspectiva narrativa del autor es inseparable de su existencia nómade. Sin embargo, Viaje al país de los profetas es más que una crónica de su visita durante poco más de una semana a Israel. Es un testimonio razonado de su pensamiento político a esas alturas de su vida y, por sobre todo, una declaración vehemente acerca de su postura respecto del pueblo judío, la formación del Estado de Israel y el antisemitismo; temas que, en plena Guerra Fría, habían vuelto al primer plano del debate público mundial a partir de la Guerra de los Seis Días (1967), que reconfiguró hasta el presente la fisonomía del Medio Oriente con el crecimiento del territorio de Israel a expensas del pueblo palestino y de las naciones árabes vecinas que participaron en el conflicto.

Al contrario de lo que muchos pueden suponer, «el país de los profetas», como lo llamaba, no era una preocupación nueva ni marginal en la vida de Manuel Rojas. Venía reflexionando sobre ella desde su juventud, a partir de su amistad con intelectuales y hombres de letras vinculados a esa cultura, en especial Samuel Glusberg (1898-1987), escritor nacido en Kishinev, Besarabia (actual Moldavia), que emigró a Buenos Aires huyendo de los pogromos. Fue en esta ciudad del Río de La Plata donde Rojas oyó hablar de él por primera vez. Corrían los años veinte, Glusberg había sido uno de los fundadores de la influyente revista Martín Fierro y publicaba tanto en su editorial como en su propia revista —ambas llamadas Babel—, a Horacio Quiroga, Leopoldo Lugones y a escritores de la generación más joven. En un artículo escrito para revista Ercilla, en 1964, Manuel Rojas recordaría que, cuando se vino a Chile y quiso publicar su primer libro —una colección de cuentos— se acordó de Glusberg y le escribió una carta para que lo editara. Sin embargo, este le respondió que solo le podía pagar con ejemplares, pues su negocio apenas lograba financiarse.2 Años más tarde, Glusberg se avecindó en Chile, donde adoptó el seudónimo de Enrique Espinoza y refundó Babel, «La mejor revista cultural que haya habido en Chile», según la opinión de Armando Uribe.3 La etapa chilena de la publicación, que se inicia en 1939, coincide con la derrota de la República española a manos del fascismo; la llegada al poder del Frente Popular, encabezado por Pedro Aguirre Cerda; el comienzo de la Segunda Guerra Mundial y el asesinato de León Trotski. Desde posturas de izquierda no estalinista, durante los 14 años que sobrevivió en tierras chilenas, Babel analizaría la situación mundial y el estado de la literatura captando a un notable grupo de colaboradores que escribían en sus páginas, siendo los más asiduos José Santos González Vera y Manuel Rojas, dos veteranos amigos y simpatizantes del anarquismo, a quienes se sumó desde el primer número, como diseñador, el afamado artista gráfico Mauricio Amster.

Rojas no menciona a Glusberg, ni a su alter ego literario Enrique Espinoza, en ninguna parte de Viaje al país de los profetas. Pero es fácil descubrir la presencia del amigo cuando recuerda que, en 1968, la Sociedad de Escritores de Chile propuso su nombre a la Embajada de Israel, junto al de otros cuatro autores chilenos, para visitar ese país. Confiesa que en un primer momento le resultaba difícil aceptar la invitación, pues se podía creer que era un premio a sus actuaciones públicas recientes. «Había presidido, poco tiempo antes —escribe Rojas—, una reunión de carácter internacional que terminó solicitando, respetuosamente, a la Unión Soviética, que concediera a los judíos rusos, considerados allá como una minoría, las mismas libertades culturales que concedía y concede a otras».

No da detalles, pero se refiere a la Conferencia latinoamericana de intelectuales sobre la situación de los judíos en la Unión Soviética, realizada en Santiago en julio de 1968, con el patrocinio del Comité Representativo de la Colectividad Israelita de Chile.4 Al encuentro asistieron escritores de la talla de Jorge Luis Borges —quien leyó el poema «Israel»—,5 el mexicano José Revueltas y una larga lista de autores, sobre todo argentinos, entre los que se contaban José Bianco y, por supuesto, Enrique Espinoza. La presencia chilena, en comparación, fue minoritaria: Carlos Morand, Carlos Vicuña Fuentes, Francisco Walker Linares, el exparlamentario radical Jacobo Schaulsohn y José Santos González Vera. Enviaron sus intervenciones Laín Diez y Armando Cassigoli.

En el libro, Manuel Rojas cuenta que, junto a Carlos Morand —omite u olvida que también los acompañó la escritora argentina Fryda Schultz de Mantovani—, fueron a entregar la declaración final de la conferencia a la Embajada de la Unión Soviética en Chile. Su secretario, sin embargo, se excusó de recibir el documento. Como deja en evidencia Rojas, aquella potencia mundial negaba que hubiera al interior de sus fronteras discriminación a los judíos; «pero ¿quién le cree a un Estado, aunque sea un Estado Socialista?», se pregunta el autor desde su escepticismo ácrata. «El único Estado que hasta este momento, y según firmemente creo, no miente, es el cubano, por lo menos Fidel Castro no miente», agrega Rojas. El escritor había ido a la isla, por primera vez, en 1966, como delegado chileno a la Conferencia Tricontinental, junto a Salvador Allende, para luego integrar el jurado del Premio Casa de las Américas en el género de novela. Faltaban todavía cinco años para que estallara el Caso Padilla.

¿Otro Estado más?

El autor de Viaje al país de los profetas está convencido de que los «comunistas oficialistas» están en contra de Israel siguiendo la línea marcada por la Unión Soviética, que apoya a los países árabes y les vende armas. La misma actitud advierte en el Partido Socialista. Rojas, que no pertenece a ningún partido y, por táctica, descree de lo que dicen, toma partido por Israel en el conflicto del Medio Oriente: «Siento que los judíos de Israel son razonadores y creadores, en tanto que los árabes aparecen como negativistas y destructores», escribe.

Es la primera de una serie de afirmaciones sumamente controvertidas que el autor hace en el libro. Imposible no hacerse cargo de ellas. Rojas siente —atención al verbo que escoge— que los árabes obstaculizan el derecho de un pueblo, perseguido a través de toda su historia, a construir un país. Pero no cualquier país, sino uno diferente, ni más ni menos que una utopía, tal como la entiende su «admirado» Martin Buber:

En la revelación, la visión de lo justo se consuma en la imagen de un tiempo perfecto: como escatología mesiánica; en la idea, la visión de lo justo se consuma en la imagen de un espacio perfecto: como utopía. Por su esencia, la primera trasciende lo social, se ocupa del hombre como creación y hasta de lo cósmico; la segunda permanece circunscrita por el ámbito de la sociedad, aunque a veces entraña en su imagen una transformación interna del hombre (Caminos de utopía).

Por temperamento, educación familiar y formación política, Manuel Rojas no puede creer en mesías. Se ha pasado la vida luchando contra el culto a la personalidad. La utopía, en cambio, le resulta concebible y aun deseable: cree en la forma profética que, según Buber, adopta en los sistemas de los socialistas utópicos, y que «hace depender la preparación de la redención, en cualquier momento dado y en proporciones imprevisibles, de la fuerza de resolución de todo hombre a quien se dirija». El filósofo judío-austriaco la contrapone a la forma apocalíptica —no olvidar que apocalipsis significa revelación— que toma en Marx, donde el proceso de redención social ha sido fijado desde la eternidad en todos sus detalles, como una ley histórica inexorable, de la cual los hombres serían meros instrumentos para su realización.

La forma profética que asumen los socialismos utópicos es prerrevolucionaria, tiene lugar en sociedades burguesas, todavía no redimidas por una revolución. El socialismo de Marx, en cambio, calificado por él mismo de científico, es posrevolucionario: supone derribar al Estado burgués, pero reemplazándolo por un Estado socialista y una dictadura del proletariado que sirve de puente entre la revolución y el establecimiento del socialismo. «Pero ¿quién ejerce esa dictadura?», se pregunta Rojas. «Los hombres, Stalin u otros», contesta. «¿Y cuánto tiempo durará eso?». El escritor busca la respuesta en el Lenin de El Estado y la revolución (1917), quien asegura que el Estado se extinguirá a medida que la inmensa mayoría de la sociedad tome las cosas en sus manos, se organice y controle todo.

¿Es esta una utopía profética o una utopía apocalíptica? —se pregunta Rojas— No lo sé, pero, por mi parte, creo en ella, quiero creer en ella, no porque alguna ciencia me demuestre que es exacta sino porque es una profunda y oscura aspiración de mi alma.

Quiero creer en ella, dice Rojas, en una formulación que recuerda el creer que se cree, de Gianni Vattimo. Un acto de fe. Laica, pero fe al fin y al cabo. Por eso, Rojas siente que los partidarios de esta utopía o experimento social son «razonadores y creadores» (los judíos), en tanto que sus enemigos son «negativistas y destructores». Así, al menos, se le aparecen; este es el verbo que usa. Toca que son árabes, pero cabe suponer que si hubieran sido de cualquier otro pueblo en guerra con ellos le parecerían lo mismo. El autor se mueve, hay que admitirlo, en el terreno de la adhesión y el rechazo; por ende, en el del estereotipo.

Rojas celebra en otro texto de Lenin el elogio que este hace de los «grandes rasgos universalmente progresistas de la cultura judía».6 Según el escritor chileno, «Los kibutznikim [colonos] son y quieren ser de estos últimos judíos, no de los que habló Marx». Contrapone así la visión de Lenin a la del filósofo alemán, para quien «el judío era solo un burgués», de acuerdo con las palabras de Rojas, aunque no remite a ningún texto concreto de Marx.7

Los kibutznikim, es decir, los fundadores de los kibutzim (plural de kibutz: colonia comunitaria) son los judíos en los que piensa Rojas al pensar en Israel. Hombres y mujeres que trabajan la tierra, comparten el fruto de su trabajo y la defienden, incluso con las armas. En su visita al kibutz Ramót Menashé, donde viven muchos judíos nacidos en Chile, el escritor tiene una inspirada reminiscencia:

Me acordaba a veces de los escritores y artistas chilenos que a principios de este siglo intentaron convertirse en esa clase de trabajadores. Influenciado por el escritor ruso León Tolstoi, Augusto D’Halmar, cuentista y novelista, hizo, con Fernando Santiván, también novelista y cuentista, y con Julio Ortiz de Zárate, pintor, un ensayo de colonia tolstoyana. Pretendieron establecerse en alguna parte del sur de Chile, pero, faltos de capital, hubieron de conformarse con asentarse en unas tierras que el poeta Manuel Magallanes Moure poseía en las cercanías de Santiago. El resultado fue negativo: D’Halmar quiso ser solamente el guía espiritual de la colonia, el inspirador; pero allí nadie necesitaba inspirador: lo que había que hacer era trabajar. D’Halmar se negó a hacerlo y el ensayo terminó. Es lo que no ocurre en el kibutz: la inspiración ya está dada y no la dio un hombre; la dan todos.

No es un líder ni un iluminado lo que necesita la utopía, sino el trabajo colectivo. Los profetas del país al que se refiere Rojas en el título de su libro son los del Antiguo Testamento, que ha leído y conoce bien, pero también los del Futuro Testamento, todavía en construcción.

Muchas personas, admite Rojas, entre ellas grandes amigos judíos, no comprenden por qué un judío debe irse a Israel. Uno de ellos, el médico Mauricio Weinstein —a quien le dedicó, junto con Daniel Schweitzer, su novela Punta de rieles— le dijo una vez, cuando en Chile no se hablaba mucho del sionismo: «¿Ir a Israel? ¿Para qué? ¿Para fundar un Estado igual a tantos otros? No lo comprendo. ¿Un Estado más? No».

Pero Rojas nunca pensó en un Estado como los demás. Siempre tuvo en mente una utopía. Israel no es un país socialista, cierto. Jamás ha declarado serlo, como sí lo han hecho Cuba, China y la Unión Soviética. Pero leyendo Caminos de utopía, de Buber, descubrió que había un cuarto país que intentaba acercarse a «una realización en pequeño del sueño de tantos», como anota Rojas.

Ya en 1928, en una columna titulada «Palestina», que publicó en Los Tiempos,8 Manuel Rojas había celebrado el aniversario de la Declaración Balfour (2 de noviembre de 1917), a través de la cual Inglaterra reconocía al pueblo judío el derecho de establecer un hogar nacional en Palestina, territorio que estaba entonces bajo el dominio del Gobierno de Su Majestad Británica. En su artículo, el escritor consideraba a los llamados jalutzim (pioneros), llegados principalmente de Rusia, como «gente de iniciativa, industriosos, tenaces, trabajadores, que durante muchos años han ayudado al engrandecimiento de naciones que no eran su patria», y confiaba en que harían de su tierra «una nación de primer orden».

Buber se refiere a estos jalutzim como una élite de precursores integrada, a la vez, por elementos de todas las clases del pueblo y situada más allá de ellas, que se da a sí misma, como forma de vida, la «aldea comunitaria», abarcando todos los matices de la escala: «desde la estructura social de la ayuda mutua hasta la comuna». Siguiendo al filósofo austriaco, Rojas valora las tres primeras olas de colonos, que llegan a Palestina entre 1882 y 1923. Se muestra crítico, en cambio, de la cuarta («pequeños burgueses que de buena gana se habrían ido a Estados Unidos si se les hubiese permitido entrar») y, sobre todo, de la quinta y de la sexta, integradas por judíos que huían de Alemania no por ideales, sino por el creciente terror antisemita desatado en Rusia, Polonia y Alemania.

No es de extrañar que, en 1936, Manuel Rojas hubiera publicado en revista Atenea una dura crítica del libro Tierra judía, de Joseph Kessel, traducido por Sergio Atria con el auspicio de la Federación Sionista de Chile. Este volumen de crónicas de viaje por Palestina del escritor francés nacido en Argentina le parece a Rojas de escaso valor literario, «como todos los libros de propaganda». ¿Qué irrita tanto al reseñador? El nuevo país aparece, en el libro de Kessel, como un campo de ensayos sin unidad moral, social, económica ni religiosa. El único lazo común de sus habitantes es el idioma y la aspiración de crear una patria propia, sin importarles la forma que deberá tener. «¿[Sus colonias] quedarán solo como ensayos o llegarán a convertirse en organismos definitivos? Mucho nos tememos que no y que desaparezcan absorbidas por el capitalismo», advierte Rojas. Sería un resultado frustrante, «una peregrinación inútil por el mundo», que no traería entre sus manos «nada nuevo, nada original, nada hermoso».

Idéntico reproche hará el escritor, 33 años después, a Moshé Dayán, el político y militar que, como ministro de Defensa, jugó un papel decisivo en el triunfo de Israel durante la Guerra de los Seis Días. En Viaje al país de los profetas, repasa las críticas del estratega israelita a los ideales de sus mayores, a quienes les dice que las consideraciones ideológicas son un «lujo» para un país en vías de desarrollo que se enfrenta a amenazas externas urgentes, al tiempo que llama a admitir el enriquecimiento de los inversionistas en capitales productivos y urge incorporar la tecnología al trabajo, pues es más barato que hacerlo por medio de los colonos o pioneros. «Dayán agregó que el destino de Israel era convertirse en una sociedad como todas», comenta Rojas. «¿Tanta lucha, tanto llanto judío, tanta sangre y tantos muertos, tanto trabajo, para terminar fundando un Estado como cualquier otro, un maldito Estado burgués que mañana o pasado mañana deberá derribar una revolución socialista?».

El 28 de abril de 1941, en plena Segunda Guerra Mundial, desde las páginas de Las Últimas Noticias, Rojas había realizado una dolorosa comparación entre la migración de las aves hacia el sur de Chile, provocada por la invasión de la corriente del Niño, y la noticia de que los judíos («Una parte de la flor y nata del mundo civilizado») están emigrando en masa desde Palestina debido a la inestable situación en el Mediterráneo Oriental. «Tal como las aves también muchos morirán, como otras veces, frente a quién sabe qué desoladas playas», se lamenta.

Al año siguiente, Rojas escribe en el mismo diario contra quienes culpan a los judíos del alza de los arriendos. «En Chile, con judíos o sin judíos, se ha especulado y se seguirá especulando con todo lo especulable. Desde que tengo recuerdo, la vida en Chile no ha hecho otra cosa que encarecer», se queja el columnista. «¿Por qué echarle la culpa, ahora, a los judíos recién llegados al país? Todo el mundo conoce a don Fulano de Tal, chileno, especulador; a don Zutano de Cual, español, especulador; a don Perengano de Taltal, italiano, especulador, y así de todas las nacionalidades».