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Henry David Thoreau

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Beschreibung

Walden, de Henry David Thoreau, es una profunda reflexión sobre la naturaleza, la simplicidad, y la búsqueda de autenticidad en la vida humana. A través de su experiencia viviendo dos años en una cabaña junto al lago Walden, Thoreau cuestiona las normas sociales y económicas de su época, invitando a un regreso a lo esencial y a una conexión más íntima con el entorno natural. La obra aborda temas como la autoconciencia, la autosuficiencia y la crítica a los excesos de la vida moderna, explorando la relación entre el individuo y la sociedad. Desde su publicación, Walden ha sido reconocido como un texto fundamental del trascendentalismo y un manifiesto en favor de la vida sencilla y consciente. Su narrativa reflexiva y poética, unida a observaciones precisas sobre la naturaleza y la condición humana, ha inspirado a generaciones a cuestionar las prioridades impuestas por la sociedad. La obra sigue siendo relevante por su capacidad de conectar los dilemas personales con cuestiones universales, como el propósito, el consumo y la sostenibilidad. La relevancia duradera de Walden radica en su invitación a reevaluar el significado de la verdadera riqueza y la libertad. Thoreau anima a los lectores a considerar el impacto de sus elecciones y a buscar un equilibrio entre sus aspiraciones personales y el respeto por el mundo natural, ofreciendo una perspectiva atemporal sobre la interdependencia entre humanidad y naturaleza.

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Henry David Thoreau

WALDEN

Sumario

PRESENTACIÓN

WALDEN O LA VIDA EN LOS BOSQUES

Economía

Dónde Viví y Para Qué

Lectura

Sonidos

Soledad

Visitantes

Mi Campo de Judías

La Villa de Concord

Las Lagunas

La Granja Baker

Leyes Superiores

Vecinos Animales

Instalación

Animales de Invierno

La Laguna en Invierno

Primavera

Conclusión

PRESENTACIÓN

Henry David Thoreau

1817 – 1862

Henry David Thoreau fue un ensayista, poeta y filósofo estadounidense, mejor conocido por sus obras que exploran la naturaleza, la desobediencia civil y la simplicidad de la vida. Nacido en Concord, Massachusetts, Thoreau se convirtió en una figura central del movimiento trascendentalista, enfatizando la conexión espiritual entre la humanidad y el mundo natural. Sus escritos, particularmente Walden y "Desobediencia Civil", han tenido un impacto profundo y duradero en la literatura, la filosofía y el activismo social.

Primera Vida y Educación

Thoreau nació en una familia modesta y creció en Concord, una ciudad que influiría profundamente en su vida y obra. Estudió en el Colegio de Harvard, donde desarrolló intereses en literatura, filosofía y ciencias naturales. Después de graduarse en 1837, Thoreau desempeñó diversas ocupaciones, incluyendo la enseñanza, la topografía y la fabricación de lápices, mientras dedicaba gran parte de su tiempo a escribir y explorar la naturaleza.

La exposición temprana de Thoreau a las ideas trascendentalistas se produjo a través de su estrecha amistad con Ralph Waldo Emerson, quien se convirtió en su mentor. La filosofía de Emerson sobre el individualismo y la importancia espiritual de la naturaleza resonó profundamente en Thoreau y guió gran parte de su pensamiento y escritura.

Carrera y Contribuciones

La obra más celebrada de Thoreau, Walden (1854), es una reflexión sobre la vida sencilla en entornos naturales. Narra su experimento de autosuficiencia de dos años en el estanque Walden, cerca de Concord. El libro combina reflexiones filosóficas, observaciones agudas de la naturaleza y una crítica al materialismo, instando a los lectores a buscar significado y satisfacción a través de la simplicidad y una relación más estrecha con el mundo natural.

Otra obra pivotal, "Desobediencia Civil" (1849), surgió de la breve encarcelación de Thoreau por negarse a pagar un impuesto que protestaba contra la esclavitud y la Guerra México-Americana. En este ensayo, argumenta a favor del imperativo moral de resistir leyes y acciones gubernamentales injustas mediante la no conformidad pacífica. Esta obra inspiró a figuras globales como Mahatma Gandhi y Martin Luther King Jr., convirtiéndose en una piedra angular de los movimientos de resistencia no violenta.

Los escritos de Thoreau a menudo combinaban observaciones meticulosas del mundo natural con un examen filosófico del lugar de la humanidad dentro de él. Sus ensayos, incluyendo “Walking” y “The Maine Woods”, revelan su profunda conciencia ambiental y su creencia en el valor inherente de la naturaleza.

Impacto y Legado

Las ideas de Thoreau fueron radicales para su tiempo, abogando por la conservación ambiental, la libertad individual y la justicia social. Aunque no fue ampliamente reconocido durante su vida, sus obras ganaron prominencia en las décadas posteriores a su muerte. Hoy en día, es celebrado como un pionero del pensamiento ambiental y la defensa de los derechos civiles.

La influencia de Thoreau se extiende mucho más allá de la literatura. Su visión de la desobediencia civil moldeó la filosofía política moderna, mientras que su llamado a la simplicidad y la armonía con la naturaleza resuena fuertemente en las discusiones contemporáneas sobre sostenibilidad y ética ambiental.

Thoreau murió en 1862 a los 44 años debido a complicaciones de la tuberculosis. Aunque su vida fue relativamente corta, sus ideas han perdurado, inspirando a generaciones de pensadores, escritores y activistas. Sus obras continúan siendo estudiadas en todo el mundo, encarnando la relevancia perdurable de su búsqueda de la verdad, la justicia y una vida vivida deliberadamente.

A través de sus reflexiones sobre el individualismo, el mundo natural y el papel de la conciencia en la sociedad, Thoreau dejó una marca indeleble en la literatura y la filosofía. Su legado sigue siendo un recordatorio poderoso de la importancia de vivir de manera auténtica y responsable en un mundo complejo e interconectado.

Sobre la obra

Walden, de Henry David Thoreau, es una profunda reflexión sobre la naturaleza, la simplicidad, y la búsqueda de autenticidad en la vida humana. A través de su experiencia viviendo dos años en una cabaña junto al lago Walden, Thoreau cuestiona las normas sociales y económicas de su época, invitando a un regreso a lo esencial y a una conexión más íntima con el entorno natural. La obra aborda temas como la autoconciencia, la autosuficiencia y la crítica a los excesos de la vida moderna, explorando la relación entre el individuo y la sociedad.

Desde su publicación, Walden ha sido reconocido como un texto fundamental del trascendentalismo y un manifiesto en favor de la vida sencilla y consciente. Su narrativa reflexiva y poética, unida a observaciones precisas sobre la naturaleza y la condición humana, ha inspirado a generaciones a cuestionar las prioridades impuestas por la sociedad. La obra sigue siendo relevante por su capacidad de conectar los dilemas personales con cuestiones universales, como el propósito, el consumo y la sostenibilidad.

La relevancia duradera de Walden radica en su invitación a reevaluar el significado de la verdadera riqueza y la libertad. Thoreau anima a los lectores a considerar el impacto de sus elecciones y a buscar un equilibrio entre sus aspiraciones personales y el respeto por el mundo natural, ofreciendo una perspectiva atemporal sobre la interdependencia entre humanidad y naturaleza.

WALDEN

Economía

Cuando escribí las páginas que siguen, o más bien la mayoría de ellas, vivía solo en los bosques, a una milla del vecino más próximo, en una cabaña que construí yo mismo junto a la orilla de la laguna de Walden, en Concord, Massachusetts, al tiempo que me ganaba el sustento con la labor de mis manos. Allí viví dos años y dos meses. Heme aquí de nuevo en la civilización.

No impondría mis cosas a la atención de los lectores de no haber sido por las pesquisas, que algunos considerarán impertinentes, y yo no, dadas las circunstancias, llevadas a cabo por mis conciudadanos en cuanto a mi modo de vida. Algunos querían saber qué comía; otros, si me sentía solo, si tenía miedo y cosas parecidas. Los ha habido interesados en averiguar qué parte de mis ingresos dedicaba a fines benéficos; otros, que, dotados de abundante familia, deseaban conocer el número de niños pobres a mi cargo. Me excuso, pues, ante aquellos lectores poco interesados en mi persona, por tratar de dar respuesta a alguna de estas preguntas en las páginas que siguen. En la mayoría de libros, el yo o primera persona es omitido; en éste se conserva; en cuanto a egoísmo, esa es la principal diferencia. Es corriente olvidarse de que, a fin de cuentas, es siempre la primera persona la que habla. Y yo no diría tanto de mí si hubiera quien me conociera mejor. Desgraciadamente, me veo reducido a este tema por la parvedad de mi experiencia. Más aun, por mi parte requiero de cada escritor, primero o último, un sencillo y sincero relato de su vida, y no tan sólo lo que ha oído de la de otros; algo así como lo que participaría a los suyos desde tierras lejanas; pues, si ha vivido sinceramente, debe haber sido en un lugar alejado de aquí.

Puede que estas páginas vayan dirigidas en particular a estudiantes pobres. En lo que al resto de los lectores se refiere, que cada uno tome lo que halle a su gusto. Confío en que nadie busque lo que no hay y en que deje, a quien encuentre, que obtenga el mejor provecho.

Gustoso he de hablar de algo que no se relacione con los chinos o con los pobladores de las islas Sandwich, sino con vosotros, que leéis estas páginas y vivís en Nueva Inglaterra; algo acerca de vuestra situación y, en especial, de vuestro entorno, de vuestro mundo y ciudad, al margen de si es necesario o no que sea tan mala como resulta y de si cabe su mejora. Me he movido mucho por aquí y siempre, dondequiera que me haya encontrado, en talleres, oficinas y campos he tenido la sensación de que las gentes hacían penitencia de mil maneras extraordinarias. Lo que he oído acerca de los bramanes que, sentados, se exponían al calor de cuatro ruegos y miraban al sol o que se suspendían cabeza abajo sobre las llamas, cuando no optaban por otear los cielos por encima del hombro “hasta resultarles imposible el recuperar la posición normal, y de tal modo, que, por la torsión del cuello, sólo líquidos podían llegar a su estómago”, y aun de aquellos que se encadenaban de por vida al pie de un árbol o que, cual orugas, medían a rastras el ancho de varios imperios, si no les daba por erigirse a la pata coja en lo alto de un pilar, incluso estas formas de penitencia deliberada, pues, son apenas más increíbles y sorprendentes que las escenas de que soy testigo cada día. Los doce trabajos de Hércules eran insignificantes comparados con los que han echado sobre sí mis vecinos, pues aquéllos no eran sino una docena y tenían fin; pero jamás me ha sido dado ver que estos hombres dieran muerte o captura a monstruo alguno o que concluyeran una obra. No tienen un amigo como Iolas, que saje con hierro al rojo la cabeza de la hidra, a la que tan pronto le es cercenada una, surgen dos en su lugar. Veo jóvenes, conciudadanos míos, cuya desgracia estriba precisamente en haber heredado granjas, casas, corrales, ganado y aperos, pues es más fácil proveerse que despojarse de ellos. Más les habría valido nacer en campo abierto y ser criados por una loba, para conocer así, a las claras, la tierra a la que habían sido llamados a trabajar. ¿Quién los hizo siervos de la gleba? ¡A qué santo comer de sus sesenta acres, cuando el hombre ha sido condenado sólo a su porción de barro! ¿Por qué cavarse ya la fosa apenas nacidos? Tienen que dedicar su vida a sacar adelante todas estas cosas, tratando de no consumirse en el empeño.

¡Qué de pobres almas inmortales he visto sofocadas y exhaustas bajo esta carga, arrastrándose por el camino de la vida con un granero de veinticinco metros por quince a cuestas, sin tiempo de limpiar, siquiera por encima, sus augianos establos, y con cien acres para labranza, siega, pastos y aun bosque! Quienes nada tienen, y por no tener se hallan libres de pechar con tanto impedimento heredado, encuentran ya suficiente ardua la tarea de someter y cultivar su legado de carne.

Pero el hombre trabaja bajo engaño, y pronto abona la tierra con lo mejor de su persona. Por falaz destino, comúnmente llamado necesidad, se ocupa en acumular tesoros, como dice un viejo libro, que la polilla y la herrumbre echarán a perder y los ladrones saquearán. Que una vida así es de necios, lo comprenderá llegado a su final, si no antes. Se cuenta que Deucalion y Pirra hicieron hombres y mujeres lanzando piedras al azar por encima de sus cabezas:

Inde genus durum sumus, experiensque laborum,

Et documenta damns qua sumus origine nati,

que sonoramente traduce Raleigh como:

De ahí nuestro recio temple,

hecho al dolor y a la brega, y

prueba sobrada de nuestra roqueña estirpe.

Y en eso acaba, la obediencia ciega a un desatinado oráculo que hacía lanzar piedras sin reparar en donde caían.

La mayoría de los hombres, incluso en este país relativamente libre, se afanan tanto por los puros artificios e innecesarias labores de la vida, que no les queda tiempo para cosechar sus mejores frutos. De tanto trabajar, los dedos se les han vuelto torpes y demasiado temblorosos.

Realmente, el jornalero carece día tras día de respiro que dedicar a su integridad; no puede permitirse el lujo de trabar relación con los demás porque su trabajo se depreciaría en el mercado. No le cabe otra cosa que convertirse en máquina. ¿Cómo puede recordar su ignorancia — condición que le exige su crecimiento — quien tan a menudo tiene que usar de sus conocimientos? Debiéramos alimentarlo y vestirlo a Meces, gratuitamente, y reponerlo con nuestros cordiales antes de juzgarlo. Las mejores cualidades de nuestra naturaleza, al igual que la lozanía de las frutas, sólo pueden conservarse con delicadeza. Y no es ésta, ciertamente, la que aplicamos a nuestras relaciones con el prójimo. Algunos de vosotros, sabido es, sois pobres, os es difícil la vida, y aun en ocasiones, diríase que en la pugna con ella os falta incluso el aliento. No dudo de que algunos de los que me estáis leyendo sois incapaces de pagar las cenas que os habéis tomado o los zapatos y ropas que ajáis o habéis ajado ya del todo; tampoco, de que habéis acudido a esta página en tiempo prestado o hurtado, robando una hora a vuestros acreedores. Ante mi vista, que la experiencia ha agudizado, se delata claramente la miseria de vuestras vidas serviles, siempre en las últimas, tratando de entrar en negocios y salir de deudas, lodazal antiguo que ya los latinos llamaban aes alienum o cobre de otro porque algunas de sus monedas eran de este metal; y sin embargo, seguís viviendo y muriendo, para ser enterrados por el cobre ajeno; siempre prometiendo pagar, pagar mañana, y acabando hoy insolventes; tratando de ganar favores, de sumar clientes por industria o maña que no conlleve pena de cárcel, mintiendo, adulando, prometiendo, encerrándolos en una envoltura de cortesía o dispersándoos en etérea y vaporosa generosidad para persuadir a vuestro vecino de que os permita hacerle sus botas o su sombrero, su chaqueta o su coche, o para traerle sus compras; enfermando ya por contar con algo para un día aciago, algo que atesorar en una vieja cómoda o en una media oculta tras el yeso del tabique o, para más seguridad, en la pared de ladrillo, sin que importe dónde ni cuán mucho o cuán poco.

A veces me maravilla que podamos ser tan frívolos, me atrevo a decir; que presenciemos impertérritos este espectáculo indecoroso, bien que un tanto extraño a nosotros, de esa forma de servidumbre llamada esclavitud de los negros. ¡Y son tantos los amos astutos y arteros que someten así tanto al Norte como al Sur! Es difícil tener un capataz sureño; más, si aquél es del Norte; pero que uno se convierta en esclavizador de sí mismo es mucho peor aún. ¡Y habláis de lo divino en el hombre! ¡Mirad al carretero en la ruta, encaminándose al mercado de día o de noche! ¿Bulle algo divino en su interior? ¡Su deber más elevado consiste en abrevar y forrajear sus caballos! ¿Qué interés guarda el destino para él, comparado con los réditos de los embarques? ¿Acaso no trabaja para el Señor Importante? ¿Qué tiene de divino o de inmortal? ¡Mirad cómo se agacha, cómo escurre el bulto, vagamente temeroso durante todo el día, no siendo inmortal ni divino sino esclavo de la opinión en que se tiene por causa de sus propios actos!

Débil tirano es la opinión pública si se la compara con la que de sí guarda cada individuo en particular. No es sino lo que piensa el hombre de sí mismo lo que fragua su destino. Autoemancipación incluso en los confines más remotos de la fantasía y de la imaginación. ¿Qué Wilberforce podrá traérnosla? ¡Pensad también en esas damas que tejen tapetitos de tocador hasta el último de sus días por no revelar un interés excesivamente conspicuo en su destino! ¡Cómo si se pudiera matar el tiempo sin dañar la eternidad!

La mayoría de los hombres llevan una vida de queda desesperación.

Lo que se dice resignación no es más que desesperación confirmada. De la ciudad desesperada huyen al campo vacío de ilusiones, y han de consolarse con la bravura de los visones y las ratas almizcleras. Hasta los llamados juegos y diversiones de la Humanidad ocultan un desaliento tan constante como inconsciente. No cabe solaz en ellos porque éste viene sólo después del trabajo. Pero es señal de sabiduría no desesperar las cosas.

Cuando consideramos, para usar las palabras del Catecismo, cuál es el principal fin del hombre y qué necesidades y recursos verdaderos encierra la vida, diríase que los hombres, en efecto, viven así por elección deliberada, aunque crean en verdad que no les cabe otra opción.

Sin embargo, los espíritus alertas y sanos recuerdan que el sol acude cada día a su cita y que nunca es demasiado tarde para librarse de los prejuicios. Ninguna forma de pensar o hacer, por antigua que sea, puede ser tomada a pies juntillas. Lo que todo el mundo celebra o admite hoy en silencio puede revelarse falso mañana, mera nube pasajera que algunos creyeron portadora de fertilizadora agua para sus eriales. Lo que los viejos declaran que no se puede hacer, el joven prueba y lo consigue. Sea, pues, lo inveterado para aquellos, y la novedad para sus sucesores, pues verdad es que los primeros no supieron suficiente como para mantener siquiera un fuego, mientras que hoy alimentáis de leña una caldera y heos recorriendo el globo con la velocidad de las aves, y de un modo que, para usar del dicho antiguo, no soportaría una persona entrada en años. La vejez no es mejor maestra que la juventud, ni tanto así, pues es más lo que ha perdido que lo que le queda. Se podría dudar incluso de que por vivir, el más sabio de los hombres haya aprendido algo de verdadero valor. Prácticamente, el viejo carece de consejos para los jóvenes tan válidos corno pretende demostrar y se obliga a creer, pues sus experiencias han sido parciales y su vida, por particulares razones, un fracaso; pero puede asimismo que le quede aún algo de fe que desmienta este caudal vivido, y que ahora sólo sea menos joven de lo que fuera antes. Yo he vivido ya unos treinta años en este planeta y he de oír aún la primera sílaba de un consejo valioso o incluso serio de mis mayores. No me han dicho nada, y es probable que ello se deba a simple impotencia. He aquí la vida, un experimento que en su mayor parte no he abordado aún, y en nada me beneficia que otros lo hayan probado. Si poseo alguna experiencia que considero de valor, estoy seguro de que mis mentores no dijeron nada de ella.

Dice un agricultor: “No se puede vivir sólo de hortalizas porque poco es lo que se saca de ellas para hacer hueso”, y así, dedica religiosamente gran parte de su día a proporcionarle a su sistema la materia prima de aquéllos, mientras habla sin cesar tras de sus bueyes, que con huesos hechos de condumio vegetal tiran de él y de la pesada reja indiferentes a los obstáculos. Hay cosas verdaderamente necesarias para la vida en determinados círculos, los más desventurados y enfermos, que en otros se consideran de lujo, y aun en unos terceros no llegan a ser objeto siquiera de conocimiento.

Para algunos, el terreno todo de la vida humana parece haber sido recorrido ya por sus predecesores: alturas, valles y vericuetos dignos de interés. Según Evelyn, el sabio Salomón reglamentó incluso la distancia que debía mediar entre los árboles; y los pretores romanos habían determinado con qué frecuencia puede uno recoger las bellotas caídas en la parcela del vecino sin violar la ley, y qué proporción de aquéllas le correspondían entonces a éste. Hipócrates dictaminó a su vez la forma de cortarse las uñas: a ras de las yemas, ni más ni menos. Sin duda alguna, el tedio y el fastidio que se presume hayan agotado la variedad y goces de la vida son tan viejos como Adán. Pero la capacidad del hombre no ha sido medida aún, y es tan poco lo ensayado en este sentido, que no nos ha de caber juzgarlo por algunos precedentes. Cualesquiera que hayan sido tus fracasos hasta ahora

“¡No te aflijas, hijo mío, pues ¿quién te atribuirá lo que has dejado de hacer?!”. (Visnú Purana.)

Podríamos examinar nuestra vida por medio de mil simplísimos ensayos, como, por ejemplo, ante el hecho de que el mismo sol que madura mis legumbres ilumine al mismo tiempo un sistema de plantas como el nuestro. De haber pensado en ello, me habría evitado algunos errores. Pero no fue ésta la luz a la que yo las cultivé. ¡Las estrellas cierran la figura de maravillosos triángulos! ¡Qué de seres más diferentes y distantes entre sí contemplan la misma desde las numerosas mansiones del Universo! La Naturaleza y la vida humana son tan varias como diversa nuestra constitución. ¿Quién se atreverá a decir qué perspectivas ofrece la vida a otros? ¿Podría ocurrir milagro mayor que el de que nos fuera dado ver con ojos ajenos un instante? Tendríamos que poder vivir todas las edades del mundo en una hora, ¡qué digo!, ¡en todos los mundos de que han sido marco! ¡Historia, Poesía, Mitología! No sé de lectura que pudiere ser más asombrosa y didáctica que la de las experiencias ajenas. La mayor parte de lo que mis convecinos consideran bueno, en lo hondo de mi alma yo lo tengo por malo; y si de algo he de arrepentirme puede que sea de mi buen comportamiento. ¿Qué demonio tomó posesión de mí cuando me porté tan bien? Tú que has vivido setenta años, no sin honor de alguna clase, decir bien puedes lo más sabio que se te ocurra, que en mi interior resonará un eco irresistible que me invite precisamente a alejarme de ello. Una generación abandona las empresas de otra, como si de navíos encallados se tratara. Creo que podemos confiar sin reparo bastante más de lo que hacemos, y desechar tanta atención para con nosotros mismos como dediquemos honestamente a otras cosas. La Naturaleza se adapta igual de bien a nuestras debilidades que a nuestra fuerza; de ahí que la incesante ansiedad de algunos tome forma de incurable enfermedad. Exageramos la importancia de nuestro trabajo y, sin embargo, ¡cuánto no dejamos de hacer! ¿Qué ocurriría si cayésemos enfermos? ¡Qué vigilantes somos!, constantemente determinados a no vivir por la fe, si podemos evitarlo. Permanecemos alerta todo el día, para rezar nuestras plegarias con desgana por la noche antes de rendirnos a lo incierto. Así de estricta y sinceramente nos sentimos forzados a vivir, reverenciando nuestra vida y negando toda posibilidad de cambio. No hay otro camino, decimos, cuando en verdad hay tantos como radios cabe trazar desde un centro. Todo cambio se nos antoja un milagro a la vista, y este prodigio se sucede ininterrumpidamente a cada instante.

Confucio decía: “Saber que sabemos lo que sabemos y que ignoramos lo que no sabemos, éste es el verdadero conocimiento”. Preveo que cuando alguien haya reducido un hecho de su imaginación a hecho de su entendimiento, a la larga todos los hombres establecerán sus vidas sobre esta base.

Consideremos por un momento en qué consiste la mayor parte de esa inquietud y ansiedad a que me he referido antes, y en qué medida es necesario que nos veamos agobiados, o por lo menos afectados, por ellas. Ventajoso sería el vivir una vida primitiva y de logros cotidianos, aun inmersos en una civilización vertida hacia el exterior, aunque sólo fuere para ganar conocimiento real de nuestras necesidades básicas y de los métodos aplicados a su satisfacción; no menos conveniente sería proceder al estudio de los viejos dietarios mercantiles para saber qué se compraba y vendía comúnmente, qué almacenaban los puestos de comercio; en suma, cuáles eran los bienes de mayor y más perentorio consumo, pues tan verdad es que los progresos del tiempo han ejercido escasa influencia sobre las leyes que en esencia gobiernan la existencia del hombre como que nuestro esqueleto no se distingue, probablemente, del de nuestros antepasados.

Con las palabras necesario para la vida me refiero a lo que entre todo lo que el hombre obtiene con su esfuerzo ha sido de siempre, o por causa de inveterado uso, tan importante para la vida humana que son contados quienes por salvajismo, pobreza o filosofía se atreven a prescindir de ello. En este sentido, para muchas criaturas sólo hay una cosa verdaderamente necesaria: la Comida, que para el bisonte de la pradera se reduce a unas cuantas briznas de hierba y al agua con que se abreva, a no ser que busque asimismo el cobijo del bosque o la sombra de la montaña. Alimento y Refugio: he ahí las necesidades del bruto. En cuanto al hombre, en estas latitudes pueden ser distribuidas en los siguientes apartados: Alimento, Habitación, Vestimenta y Calor, pues a menos que nos hayamos provisto de éstos no estamos preparados para abordar con libertad y probabilidades de éxito los verdaderos problemas de la vida. El Hombre no sólo ha inventado casas, sino el vestido y la elaboración de sus alimentos; y es posible que por el descubrimiento casual del calor del fuego, y luego de sus aplicaciones prácticas, originalmente un lujo, haya surgido la necesidad actual de recogerse junto a él. También los perros y los gatos, vemos, han adquirido esta segunda naturaleza. Con casa y alimento apropiados conservamos nuestro calor interno, pero en exceso de aquéllos, es decir, cuando el calor en torno supera al interno, ¿acaso no nos achicharramos? El naturalista Darwin dice al respecto de los habitantes de la Tierra del Fuego, que cuando los miembros de su partida, bien vestidos y arrimados a las brasas, apenas si lograban librarse del frío, aquellos salvajes desnudos, más alejados, “mostraban la piel sudorosa de tanto ardor”.

De igual modo, el aborigen de Australia anda desnudo sin mayor problema, mientras que el europeo se estremece entre sus ropas. ¿No sería posible combinar la resistencia física de estos salvajes con las cualidades intelectuales del hombre civilizado? Dice Liebig que el cuerpo humano es una estufa, y el alimento el combustible que mantiene su fuego interno en los pulmones. Si hace frío comemos más; cuando no, menos. Y es que el calor animal es el resultado de una combustión lenta; la enfermedad y la muerte sobrevienen cuando aquella se acelera en demasía, como se extingue el fuego por falta de combustible o por un tiro defectuoso que le ahoga. Está claro que no debe confundirse el calor vital con el fuego; valga, no obstante, la analogía. De lo dicho parece desprenderse que la expresión vida animal es casi sinónimo de calor animal; pues si podemos considerar el Alimento como Combustible que mantiene el fuego de nuestro interior — y la leña y demás — , únicamente como medio para preparar aquél o para aumentar el calor corporal a modo de aditivo externo, el Cobijo y la Ropa sirven a su vez para retener el Calor así generado y absorbido. La gran necesidad para nuestros cuerpos consiste, pues, en conservarse en calor, en mantener esa vital combustión interna. ¡Y qué de cuidados vertemos no sólo en nuestro Alimento, Ropa y Refugio, sino en nuestro lecho, que no es sino nuestro ropaje nocturno, robando los nidos y plumas de las aves para prepararnos aun otro cobijo dentro del refugio, como hace el topo que dispone su yacija de hojas y hierbas en lo más hondo de su madriguera! El hombre pobre se suele quejar de que éste es un mundo frío, y al frío no menos físico que social culpamos directamente de gran parte de nuestras molestias. En algunos climas, el verano hace posible una vida elisíaca. Salvo para cocinar los alimentos, el combustible es innecesario; el sol es el fuego, y son muchos los frutos que maduran con sus rayos; los alimentos son más variados, y su obtención generalmente más fácil; y la ropa y la casa se necesitan muy poco o nada. Mi propia experiencia me hace ver que ahora, en este país, algunas cosas: un cuchillo, un hacha, una azada, una carretilla, etc., y para el estudioso una lámpara, recado de escribir y acceso a algunos libros cuentan junto a lo necesario y pueden ser obtenidos a precio irrisorio. No obstante, algunas personas mal avisadas se trasladan al otro lado del globo, a regiones bárbaras e insalubres, y se dedican al comercio durante diez o veinte años para poder vivir, es decir, para mantenerse cómodamente en calor, y al fin morir en Nueva Inglaterra. Y el caso es que los ricos ricos no sólo se conservan confortablemente abrigados, sino en demasía; como he apuntado antes, resultan “achicharrados”, á la mode claro está.

La mayoría de lujos y muchas de las llamadas comodidades de la vida no sólo no son indispensables, sino obstáculo cierto para la elevación de la humanidad. En lo que se refiere a estos lujos y comodidades, la vida de los más sabios ha sido siempre más sencilla y sobria que la de los pobres. Los antiguos filósofos chinos, hindúes, persas y griegos fueron una clase de gente jamás igualada en pobreza externa y riqueza interna. No es mucho lo que sabemos de ellos, pero es notable que sepamos tanto. Igual reza para con los más modernos reformadores y bienhechores de la raza. Nadie puede ser observador imparcial y certero de la raza humana, a menos que se encuentre en la ventajosa posición de lo que deberíamos llamar pobreza voluntaria. El fruto de una vida de lujo no es otro que éste, ya sea en la agricultura, en el comercio, en la literatura o en el arte. Hoy hay profesores de filosofía, pero no filósofos. Y sin embargo, es admirable enseñarla porque un tiempo no lo fue menos vivirla. Ser un filósofo no consiste meramente en tener pensamientos sutiles, ni siquiera en fundar una escuela, sino en amar la sabiduría hasta el punto de vivir conforme a sus dictados una vida sencilla, independiente, magnánima y confiada. Estriba en resolver algunos de los problemas de la vida, no sólo desde el punto de vista teórico sino también práctico. El éxito de los grandes eruditos y pensadores es como el de los cortesanos, distinto del que disfruta el Rey y aun el hombre cabal; aquéllos se suceden en su conformismo, para vivir prácticamente como lo hicieran sus padres, y no son en modo alguno progenitores de una raza más noble. Pero ¿por qué degeneran los hombres? ¿Qué hace que las familias se extingan? ¿Cuál es la naturaleza de esa abundancia que enerva y destruye las naciones? ¿Estamos seguros acaso de que no se ha introducido ya en nuestra vida? El filósofo va por delante de su época incluso en su forma externa de vivir. No se alimenta, cobija, viste y calienta como sus contemporáneos ¿Cómo se puede ser filósofo sin mantener el propio calor vital por métodos mejores que los del resto de los hombres?

Una vez que el hombre es calentado de las diversas formas que he descrito, ¿qué más desea? Seguramente, no más de lo que ya es suyo con creces: alimento en abundancia, mejores y más espléndidas casas, fuego incesante y más vivo, y otras cosas parecidas. Satisfechas estas necesidades, cabe otra alternativa, además de la obtención de lo superfluo: aventurarse en la vida, toda vez que ya ha dado comienzo a su vacación de haceres más humildes. La tierra se revela apropiada para la semilla puesto que ésta ha proyectado su raicilla hacia abajo y puede elevar ahora su tallo con confianza. ¿Para qué ha enraizado el hombre tan firmemente en la tierra, si no para elevarse hacia los cielos en igual medida? Pues las plantas más nobles son valoradas por el fruto que sacan al fin al aire y a la luz, lejos del suelo, y justamente no se las trata como a las comestibles más humildes que, aun siendo quizá bienales, son cultivadas sólo hasta que han completado su raíz, y a menudo se las rasa con este objeto, de manera que la mayoría de la gente no llega siquiera a conocerlas en flor.

Lejos de mi intención el prescribir reglas a los hombres de naturaleza fuerte y valiente, capaces de cuidar de sus asuntos doquiera se encuentren, y que acaso construyan y gasten con más magnificencia que los opulentos sin empobrecerse por ello y sin saber siquiera en qué (si en realidad hay personas tales como las he soñado); ni tampoco a aquellos que hallan ánimo e inspiración, precisamente, en el estado actual de las cosas, que acarician y miman con el fervor y entusiasmo de amantes — entre los cuales yo, en cierto modo, me incluyo — , ni estoy hablando para quienes cuentan con un buen empleo en cualquier circunstancia y son conscientes de ello; hablo, pues, para la gran masa de descontentos, que se quejan ociosamente de la dureza de su sino y de los tiempos que corren en vez de tratar de mejorarlos. Los hay que culpan enérgica y desconsoladamente a otros porque, dicen, cumplen con su deber. Y tengo también en mi mente a aquellos, al parecer pudientes, que en realidad pertenecen a una clase terriblemente empobrecida, que ha acumulado basura y que no sabe cómo hacer uso o deshacerse de ella, y que de esta forma ha fraguado sus propios grilletes de oro o plata.

Si me atreviera a contar cómo deseaba pasar mi vida años atrás, probablemente sorprendería a algunos de mis lectores, en cierto modo al corriente de su presente transcurrir, y sin duda asombraría a quienes ignoran todo de mí. Me limitaré a apuntar algunas de las empresas que he mimado.

En cualquier circunstancia, de noche o de día, siempre he tenido ansias de mejorar el momento y de hacerlo plenamente mío; de detenerme en la encrucijada de dos eternidades, el pasado y el futuro, que es precisamente el presente, y vivirlo al máximo. Me perdonaréis algunas oscuridades; pero es que mi oficio encierra más secretos que el de la mayoría de los hombres, y aunque aquéllos no son guardados deliberadamente, son inseparables por razón de su naturaleza. Gustoso diría cuanto sé de ella, y no verme obligado, pues, a escribir en mi puerta “PROHIBIDA LA ENTRADA”.

Tiempo ha perdí un sabueso, un caballo bayo y una paloma, y aún hoy sigo sus rastros. He hablado mucho de ellos y he repetido hasta la saciedad los nombres a que atendían y las huellas que dejaban. Uno o dos han oído el sabueso y la fuerte pisada del caballo y hasta han visto desaparecer a la paloma por detrás de una nube; parecían tan ansiosos por recobrarlos como si fueran ellos quienes los habían perdido. Para adelantarme no sólo a la salida del sol y al nacimiento del día sino, si fuera posible, ¡a la Naturaleza misma! ¡Cuántas mañanas, en verano e invierno, antes de que ninguno de mis convecinos empezara a preocuparse de sus tareas no he estado yo dedicado ya plenamente a las mías! Muchos han sido los que me han encontrado ya de vuelta: granjeros de camino a Boston con el alba, o leñadores que se dirigían al trabajo. Verdad es que nunca ayudé materialmente al sol en su salida, pero, no lo dudéis, habría sido de importancia mínima el estar presente tan sólo en el acto.

¡Cuántos días de otoño y de invierno he pasado en las afueras del pueblo tratando de recoger el mensaje del viento para transmitirlo sin dilación! Casi hundí en ello todo mi capital y de milagro no perdí la respiración en la empresa corriendo hacia él. Si hubiera concernido a alguno de los partidos políticos, podéis estar seguros de que habría aparecido en la Gazette sin demora. Otras veces, miraba desde el observatorio de algún árbol o roca, para poder dar la nueva de toda llegada o para esperar al atardecer en la cima de una colina, por si éste me traía algo con las sombras que iba depositando, que nunca fue mucho, y aun, como el maná, para disolverse de nuevo con el sol. Durante mucho tiempo fui reportero de un diario de escasa circulación, cuyo editor jamás consideró oportuno publicar la mayor parte de mis colaboraciones; de modo que, como es suerte frecuente entre escritores, sólo obtuve dolores por mis esfuerzos. Aunque, en este caso, esos fueron a su vez mi recompensa.

Largos años me vi investido, por decisión propia, del cargo de inspector de tormentas, de lluvia y de nieve, y cumplí fielmente con mi deber; fui también vigilante y mantenedor de caminos, si no de primer orden, de las sendas del bosque y de los que se entretejían por el campo, y cuidé de que permanecieran practicables durante todas las épocas del año con sus puentes para salvar las cañadas y en todo lugar donde la huella humana testimoniara su utilidad.

He cuidado del ganado salvaje de la villa, que por saltarse los cercados hace ardua la tarea del pastor fiel, y he atendido a los vericuetos y rincones menos frecuentados de la hacienda, aunque no siempre he sabido si era Joñas o Salomón quien laboraba en ella aquel día. ¡Qué me iba a mí en ello! He regado la encendida gayuba, el cerezo silvestre y el almez, el pino rojo y el fresno negro, las uvas blancas y la violeta amarilla, apagando su sed en tiempos de sequía. En suma, ésta fue mi tarea durante largo tiempo, y no lo digo por presumir, atendiendo fielmente a lo mío hasta que se hizo más y más evidente que mis convecinos no abrigaban la menor intención de adscribirme a la lista de funcionarios de la villa ni de ofrecerme una sinecura moderadamente retribuida. Mis cuentas, que puedo jurar haber tenido siempre al día, jamás han sido examinadas y mucho menos aceptadas, por no decir atendidas y liquidadas. Pero, francamente ¡ahí me las den todas!

No hace mucho, un indio errante fue a vender unas cestas a casa de un conocido abogado de mi pueblo. “¿Quiere usted comprar cestas?”, preguntó. “No, no queremos ninguna”, fue la respuesta. “¡Cómo!”, exclamó el indio mientras se dirigía hacia el portón. “¿Acaso pretende usted hacernos morir de hambre?”. Al ver que sus industriosos vecinos blancos estaban tan bien de fortuna — que al abogado le bastaba con pergeñar algunas argumentaciones para que, de modo mágico, atrajera junto a sí caudal y fama — se había dicho: “Voy a entrar en negocios, trenzaré cestas; es cosa que puedo hacer”. Creyó, así, que una vez confeccionadas aquéllas, él habría cumplido ya con su trabajo y sería entonces cuestión de que el blanco las comprara y cumpliera con el suyo. No se había parado a pensar en que había que hacerlas de tal manera que valiera la pena adquirirlas o, por lo menos, que el otro lo creyera así. También yo tejí un cesto de fina trama, pero no lo suficiente para despertar en nadie interés por él. Con todo, pensé que bien había valido mi tiempo, y en vez de discurrir cómo venderlo me preocupé más bien de cómo evitar la necesidad de tenerlo que vender. La vida que los hombres elogian y consideran lograda no es sino una de las posibles. ¿Por qué exagerar su importancia en detrimento de otras? Consciente, pues, de que mis conciudadanos no iban a ofrecerme un lugar en el juzgado ni curato o prebenda alguna, y de que, por tanto, a mí tocaba velar por lo propio, resolví volcar mi atención de forma más exclusiva en los bosques, donde era más conocido. Y decidí entrar en seguida en acción sin esperar a amasar antes el capital acostumbrado, sino con los escasos medios con que ya contaba. Mi propósito al ir a Walden Pond no tenía nada que ver con si allí se podía vivir a coste exiguo o elevado sino que obedecía más bien a mi deseo de solventar con el mínimo tropiezo algunos asuntos particulares; el verme privado de hacerlo por falta de un poco de sentido común, de ánimo emprendedor de talento comercial no parecía tan triste como tonto.

Siempre he tratado de adquirir hábitos comerciales sólidos, a todas luces indispensables. Si vuestros negocios son con el Celeste Imperio, una pequeña casa de contratación en la costa, en algún punto de Salem, por ejemplo, harán suficiente avío. Exportaréis artículos de producción nacional, sólo productos del lugar, mucho hielo, madera de pino y algo de granito, siempre en naves del país. Esos serán lances venturosos.

Hay que verificar todos los detalles en persona y ser a la vez piloto y capitán, propietario y asegurador; vender, comprar y llevar las cuentas; leer todas las cartas que se reciban y escribir o repasar cada una de las que se envíen; supervisar día y noche la descarga de mercancías importadas y estar en todos los puertos de atraque casi al mismo tiempo — pues, a menudo, el mejor flete será descargado en las riberas de Jersey — ; ser vigía uno mismo y otear incansablemente el horizonte, en comunicación constante con todo barco de arribada; mantener ininterrumpidamente el despacho de mercancías para suministro de mercado tan exorbitante como remoto; estar siempre informado del estado de la demanda, de las posibilidades de guerra y de paz en cualquier parte y prever la tendencia seguida por el comercio y la civilización, aprovechándose de los hallazgos de exploraciones previas y recurriendo a toda vía de reciente apertura y a las mejoras introducidas en las técnicas de navegación aunque, a este respecto, bueno es revisar cuidadosamente las cartas al uso, para mejor conocimiento de escollos y bajíos, de faros y señalizaciones, sin olvidarse en modo alguno de corregir las tablas de logaritmos pues, con frecuencia, por error de algún calculador, la nave se estrella contra una roca en vez de ir a descansar junto a muelle amigo — ése fue el misterioso destino de La Perouse — ; por tanto, hay que estar al corriente de la ciencia universal, de las vidas y hechos de todos los grandes descubridores y navegantes, aventureros y mercaderes, desde Hannón y los fenicios hasta nuestros días; por último, provechoso es hacer de vez en cuando balance de existencias para conocer exactamente en qué situación os encontráis. Eso de valorar pérdidas y ganancias, intereses mermas y rebajas, cuya precisa determinación requiere de conocimientos verdaderamente universales, es una labor que pone a prueba las facultades humanas.

He pensado que Walden Pond sería un buen lugar para hacer negocio, no sólo por el ferrocarril y el comercio del hielo sino por otras ventajas que acaso no sea de buena política divulgar; es un buen emplazamiento y una buena base. No hay marismas del Neva que reclamar, aunque en todas partes uno se ve siempre obligado a construir sobre sus propios pilares. Se dice que una crecida con hielo en el Neva, con viento del oeste, barrería San Petersburgo de la faz de la tierra.

Y bien, comoquiera que este negocio iba a emprenderse sin el acostumbrado capital de base, puede que no resulte nada fácil conjeturar de dónde iban a salir los medios necesarios, que, quiérase o no, son indispensables para este tipo de aventuras.

En lo que a la indumentaria se refiere, para llegar cuanto antes al aspecto práctico de la cuestión, diré que con más frecuencia nos dejamos llevar del gusto por la novedad y el qué dirán que por criterios de verdadera utilidad. Hagamos que quien ha de trabajar recuerde cuál es el objeto de la ropa: primero, la retención del calor vital, y segundo, en esta sociedad, el cubrir la desnudez; luego podrá juzgar cuánta labor necesaria o importante será capaz de llevar a cabo sin necesidad de aumentar su guardarropa. Los reyes o reinas, que acaso visten sus prendas una sola vez, bien que confeccionadas por un sastre o modista de la Corte, desconocen la comodidad que entraña el uso de vestido que sienta bien, y su posición no es mejor que la de los caballetes de madera en que se cuelga la ropa recién limpiada. Con él tiempo, nuestras prendas se parecen cada vez más a nosotros y revelan el carácter de su usuario, hasta el punto de que vacilamos en deshacernos de ellas, lo que al fin hacemos no sin resistencia y con la misma solemnidad y aparato que acompañaría el renunciar a nuestro propio cuerpo. Ningún hombre ha merecido merma alguna en mi estimación por llevar un remiendo; y, sin embargo, estoy seguro de que por lo común es mayor la ansiedad que causa el deseo de disponer de vestidos a la moda, o por lo menos limpios y sin parches, que de tener una conciencia cabal. Pero, aun si el roto no es zurcido, peor sea quizás el vicio de la imprevisión. Algunas veces he puesto a prueba a algunos de mis conocidos con preguntas como ésta: “¿Quién de vosotros podría llevar un remiendo sobre la rodilla o hasta un par de costuras de más?”. La mayoría han reaccionado como si en tal evento les fuera poco menos que el destino. Les sería mucho más fácil renquear por la villa con una pierna quebrada que con un pantalón roto. Y con frecuencia se da el caso de que si a las piernas de un caballero les sobreviniere un percance, éste sea susceptible de arreglo; pero si tal ocurriere con las perneras de su pantalón, no hay remedio ¡pues el hombre acepta no lo que es verdaderamente respetable sino lo respetado! Y así es como conocemos sólo unos pocos hombres, y una gran cantidad de chaquetas y calzones.

Vestid un espantapájaros con vuestro último traje y deteneos desnudos a su lado, ¿quién no saludaría antes al espantajo? Pasando el otro día por un maizal, muy cerca de una chaqueta y sombrero puestos sobre un palo, reconocí en ellos al dueño del lugar, quien se me antojó tan sólo un poco más gastado por la intemperie que cuando lo vi por última vez. He oído hablar también de un perro que ladraba a todo extraño que, vestido, se aproximase a la propiedad de su amo, pero que se mantenía fácilmente tranquilo en presencia de un merodeador desnudo. Sería interesante saber cuánto tiempo conservarían los hombres su rango relativo si fueran desprovistos de sus ropas. ¿Podríais, en tal caso, señalar de un grupo de personas civilizadas quiénes pertenecen a la clase más respetada? Dice la señora Pfeiffer que cuando en el curso de su viaje alrededor del mundo hubo llegado a la Rusia asiática, cerca ya de su país natal, sintió la necesidad de cambiar sus ropas de viaje por otras más apropiadas al acto de su presentación ante las autoridades, “pues ahora se encontraba en un país civilizado, donde la gente es juzgada por sus vestidos”. Incluso en nuestras democráticas ciudades de Nueva Inglaterra, la posesión accidental de fortuna y manifestación por vía de alarde de atavío y medios de transporte merecen aprobación y respeto casi universales. Pero aquellos que guardan semejante respeto, aun siendo muy numerosos, apenas son otra cosa que paganos necesitados de los buenos oficios de un misionero. Además, el vestido trajo el coser, trabajo que bien podríais llamar sin fin, por lo menos en cuanto se refiere a un vestido de mujer; no está terminado nunca.

El hombre que al fin ha encontrado algo que hacer no necesitará para ello disponer de un traje nuevo. Servirá el anterior, que polvoriento ha permanecido en la buhardilla durante tiempo indeterminado. Un par de zapatos viejos servirán al héroe más tiempo que a su criado — si acaso héroe alguno ha tenido jamás criado — ; los pies descalzos son más viejos que los zapatos y utilizables en igual medida.

Sólo quienes van a tertulias y conferencias legislativas necesitan nuevas levitas, y aun éstas de recambio tan frecuente como cambia el hombre embutido en ellas. Pero si mi chaqueta y mis pantalones, mi sombrero y mis zapatos son apropiados para asistir al culto de Dios, también servirán para otras cosas ¿no? ¿Quién ha visto jamás sus viejos avíos, su vieja chaqueta, realmente gastada, reducida a sus mínimos componentes y en forma tal que no fuera aún un acto de caridad dársela a un pobre muchacho, que acaso pueda cedérsela incluso a alguien todavía más mísero que él? — o ¿debiéramos decir más rico? — , ¿qué bien pudiere apañárselas con menos? Por eso digo: tened cuidado con aquellas empresas que requieren de nuevos vestidos en vez de nuevos usuarios. Si no hay hombre nuevo ¿cómo es posible ajustar la ropa nueva? Si os disponéis a abordar un nuevo empeño, hacedlo en vuestro traje viejo. Lo que todos los hombres desean no es algo que aprovechar sino algo que hacer, o más bien, que crear. Quizá no debiéramos adquirir un nuevo traje, por muy harapiento y sucio que fuera el viejo, hasta no habernos embarcado, empeñado o metido en algo, y de tal forma, que ello nos hiciera sentir como hombres nuevos dentro de aquél, y entonces, el conservarlo sería algo así como el guardar vino nuevo en botellas ya usadas. Nuestra época de muda, como la de los animales de pluma, ha de representar una fase crítica de nuestras vidas. El somormujo se retira a charcas solitarias para hacerlo, y la serpiente y la oruga, de igual modo, se aplican con trabajo y por expansión interna a desprenderse respectivamente de la piel y de su vermiforme envoltura. Y es que los vestidos no son sino nuestra cascara mortal o cutícula externa. De otra forma nos encontraremos navegando bajo pabellón falso, y, a la postre, quedaremos degradados inevitablemente, tanto ante nuestros ojos como frente a la opinión pública. Vestimos prenda sobre prenda como si creciéramos, como las plantas exógenas, por adición desde fuera. Nuestro vestido externo, con frecuencia delgado y de fantasía, es nuestra epidermis o falsa piel, que no participa de nuestra vida y que puede ser arrancada aquí y allá sin consecuencias fatales; nuestras prendas más gruesas, de uso constante, son nuestro tegumento celular o vaina interna; pero nuestra camisa es nuestro liber o corteza verdadera, que no puede ser eliminada más que a la fuerza y por arrancamiento letal. Creo que todas las razas usan en una estación u otra, algo equivalente a la camisa. Es bueno que el hombre vista con tanta sencillez que, en un momento dado, pueda colocar sus manos sobre sí mismo en la oscuridad, y que viva tan preparado y dispuesto, que si un enemigo tomare la ciudad, pueda, como el viejo filósofo, abandonarla sin más y con las manos vacías.

Cuando una prenda gruesa es, a todo efecto, tan buena como tres delgadas, y cabe obtener vestidos a precio apto para toda clientela: un chaquetón puede adquirirse por cinco dólares, y durará por lo menos igual número de años, unos pantalones de batalla por dos dólares, botas de cuero de vaca por un dólar y medio, un sombrero de verano por un cuarto de dólar y una gorra de verano por sesenta y dos centavos y medio — si no se hace en casa, mejor, y a coste nominal — ¿existe hombre alguno que, vestido así, con sus propias ganancias, no se haga acreedor a la reverencia del sabio?

Cuando pido una prenda de una forma determinada, mi costurera me dice con toda seriedad: “Ya no se hacen así”, sin acentuar ese se anónimo, como si citara una autoridad tan impersonal como la Parca; el caso es que suele serme difícil obtener lo que pido, sencillamente porque ella no concibe que yo pueda ser tan irreflexivo y que realmente la desee. Cuando oigo esta sentencia lapidaria quedo absorto por un momento en mis pensamientos, y vuelvo para mí sobre cada una de las palabras por separado en busca de su huidizo sentido, de la forma en que ese oráculo anónimo pueda hallarse relacionado conmigo en virtud de una consanguinidad más o menos próxima que, ciertamente, no alcanzo a descubrir, y de qué autoridad le cabe para inmiscuirse en un asunto que me concierne tan particularmente. Por último, inclinado me siento a responder, con igual misterio y ligereza, y sin denotar tampoco énfasis alguno, que “en efecto, últimamente ya no se hacían así, pero ahora vuelven a estar de moda”. ¿Qué objeto tiene que me tome medidas, si no atiende para nada a mi carácter, sino sólo a la anchura de mis hombros, como si yo no fuera otra cosa que una percha de que colgar la chaqueta? No veneramos a las Gracias ni a las Parcas, pero sí a la Moda. La mujer hila, teje y corta con autoridad plena. El jefe de los monos en París se pone una gorra de viajero y todos los monos de América hacen lo mismo. A veces dudo de que en este mundo se pueda obtener algo sencillo y honesto con ayuda de los hombres. Éstos tendrían que ser pasados antes por una prensa poderosa que eliminara de sus cabezas todo lo estereotipado, de manera que tardaran un tiempo en volver a las andadas, y aun toparíamos con alguno que, con todo, ocultaría aún una cresa, madurada de algún huevo allí depositado no se sabe cuándo — pues ni siquiera el fuego destruye esas cosas — y toda nuestra labor se habría perdido. Sin embargo, no olvidemos que algo de trigo egipcio llegó a nuestras manos en una momia.

De todas formas, no creo que pueda mantenerse fácilmente la afirmación de que el vestir, sea en este país o en otro, haya llegado a ser un arte. Hoy los hombres se dan maña para usar lo que les resulta asequible.

Como náufragos echan mano de lo que encuentran en la costa, y a prudente distancia, en el tiempo o en el espacio, se ríen recíprocamente de su respectiva guisa. Cada generación contempla con hilaridad los gustos pasados. Nos hace tanta gracia la forma de vestir de Enrique VIII o de la reina Isabel como si del rey y la reina de los caníbales se tratara. Todo vestido separado del hombre resulta lastimoso o grotesco. Sólo la mirada grave que se proyecta desde él o la vida sincera que palpita en su interior ponen freno a la risa y confieren a aquél verdadero carácter. Que el Arlequín sea presa de un cólico, y sus adornos tendrán que servirle también en ese estado. Cuando el soldado es herido por una bala de cañón, los harapos son tan apropiados como la púrpura.

El gusto infantil y bárbaro de algunos hombres y mujeres por las formas nuevas hace que vivan en constante agitación y que su vista se estrague tratando de averiguar en un cambiante caleidoscopio qué es lo más adecuado en materia de vestir para la generación del momento. Los fabricantes se han percatado, a su vez, de que este gusto es puro capricho. Entre dos modelos que apenas si se diferencian en unos hilos, ocurrirá que uno será prontamente vendido mientras el otro permanece ignorado en un estante, si bien al poco puede que sea éste el que se revele objeto de la mayor y más alocada demanda. En comparación, el tatuaje no es una costumbre tan bárbara como se dice; y no lo es, sencillamente, porque la impresión es intradérmica e inalterable. Me cuesta creer que nuestro sistema productivo sea el mejor para vestir a los hombres. La condición del obrero se está volviendo muy similar a la de su homólogo inglés, hecho del que no cabe maravillarse puesto que, por lo que me ha sido dado oír y observar, el objetivo principal no consiste en que la humanidad vaya honesta y adecuadamente vestida sino, evidentemente, en procurar el enriquecimiento de las empresas. A la larga, los hombres dan sólo en el blanco que les interesa. Por consiguiente, aunque al principio fallen, mejor sería que pusieran sus miras en algo elevado.

En cuanto a la habitación no negaré que se trata de una verdadera necesidad, aunque conocidos son los casos de hombres que se han pasado sin ella largo tiempo y en países más fríos que éste. Dice Samuel Laing que “en su vestido de piel y saco de igual material que se echa por encima de la cabeza y hombros, el lapón duerme noche tras noche encima de la nieve…

Y con una temperatura que extinguiría la vida de otros, arropados incluso con vestidos de lana”. Él los había visto dormir así aunque, añade: “No son más fuertes que los demás”. Pero, el hombre no vivió probablemente mucho tiempo en la tierra antes de descubrir cuan conveniente resultan la casa y las comodidades domésticas, con lo cual se hace más bien referencia a las que reporta la primera y no la familia; con todo, éstas deben ser sumamente parciales y aun ocasionales en aquellos climas donde la casa es inmediatamente asociada en nuestros pensamientos con el invierno o con la estación de las lluvias, mientras que durante dos terceras partes de año, salvo como parasol, resulta innecesaria. En nuestro clima y en verano, hubo un tiempo en que no representaba más que una forma de cobijo para pasar la noche. En las pictografías indias, un jacal simbolizaba una jornada de marcha, y una hilera de ellos, tallados o pintados en la corteza de un árbol, indicaba el número de pernoctas. El hombre no fue hecho tan membrudo y robusto sino para que tratara de estrechar su mundo y de amurallarse en un espacio que le fuera apropiado. Al principio estaba desnudo a la intemperie; pero, aun cuando ello fuera agradable en días serenos y cálidos, la estación lluviosa y el invierno, por no decir el sol tórrido, habrían marchitado quizá su raza en flor de no haberse apresurado a dar a su desnudez el vestido de una protectora casa. Dícese que Adán y Eva se sirvieron de la parra antes que de ninguna otra ropa. El hombre tenía necesidad de un hogar, de un lugar cálido y cómodo; primero, del calor físico; luego, del de los afectos.

Podemos imaginarnos un tiempo, en plena infancia de la raza humana, cuando algunos emprendedores mortales hallaron su primer refugio en un hueco entre las rocas. Todo niño recomienza en cierto modo el mundo y gusta de permanecer al aire libre incluso cuando llueve o hace frío. Juega a las casas y a los caballos de manera instintiva. ¿Quién no recuerda el interés con que, de joven, exploraba los declives rocosos que pudieren delatar la existencia de alguna cueva? Era el natural anhelo de aquella porción de nuestra ascendencia primitiva todavía viva en nosotros. De la cueva hemos pasado a los techos de hoja de palma, de troncos y ramas, de lienzo entretejido, de hierba y paja, de tablas y cascajos, de piedras y tejas. Al final, no sabemos ya lo que significa vivir al aire libre, y nuestras vidas se han vuelto domésticas en más sentidos de lo que creemos. Entre hogar y campo hay una gran distancia. Y quizá sería bueno que pasáramos más de nuestros días y noches sin que mediara obstáculo alguno entre nosotros y los cuerpos celestes, y que el poeta no hablara tanto bajo techado o que el santo no se acogiera con tanta frecuencia a su protección.

Las aves no cantan en las cuevas, ni las palomas cultivan su inocencia en los palomares.

Con todo, si alguien abriga la intención de construirse una vivienda, le importa ejercitar en el empeño cierta medida de sagacidad yanqui, para no verse más tarde en un taller, en un laberinto sin salida, en un museo, en una prisión, cuando no en un espléndido mausoleo. Considerad primero cuán mínimo puede ser vuestro refugio para cumplir con lo absolutamente necesario. Por aquí he visto a indios Penobscot que vivían en tiendas de un liviano material de algodón, mientras la nieve alcanzaba a su alrededor un par de palmos, y hasta pensé que se alegrarían de que subiera aun más para resguardarles del viento. Antes, cuando la faena de ganarme la vida honradamente, con libertad suficiente para dedicarme también a mis propios empeños, era un asunto que me atribulaba más que ahora — pues, lamentablemente me he vuelto un tanto duro — solía reparar en una gran caja de madera próxima a la vía del tren, de unos dos metros de largo por uno de ancho, donde los trabajadores guardaban sus herramientas por la noche; y se me ocurrió que todo aquel que pudiere hacerse con una semejante por un dólar, después de haberle practicado algunos agujeros de ventilación podría recogerse en ella cuando lloviera y por la noche para, una vez cerrada la tapa, gozar en plena libertad de sus sentimientos y de independencia en su espíritu. No me parecía la peor de las alternativas, y en modo alguno desestimable. Uno podría velar cuanto quisiera y ponerse en marcha tan pronto como se levantara, sin que casero o amo alguno le atosigara a causa de la renta. Más de uno, que no habría muerto de frío en una caja como esa, se ve agobiado hasta la muerte por tener que pagar la renta de otra, sólo que más grande y lujosa. No estoy bromeando. La economía es un tema que puede ser tratado con ligereza, pero que no puede ignorarse.