Yo soy Espartaco - Kirk Douglas - E-Book

Yo soy Espartaco E-Book

Kirk Douglas

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Beschreibung

Más de cincuenta años después de la filmación de su epopeya Spartacus, Kirk Douglas revela el fascinante drama que tuvo lugar durante la realización de la legendaria película del gladiador. En una era políticamente convulsa, cuando los magnates de Hollywood rechazaban contratar mediante acusaciones de simpatías comunistas, Douglas escogió para escribir el guión a Dalton Trumbo, un guionista puesto en la lista negra, uno de los hombres que habían ido a prisión tras declarar ante el Comité de Actividades sobre sus afiliaciones políticas. Con su futuro financiero en juego, Douglas se sumergió en una producción tumultuosa. Como productor y como protagonista de la película, afrontó momentos explosivos con el joven director Stanley Kubrick y feroces luchas y negociaciones con personalidades como Laurence Olivier, Carlos Laughton, Peter Ustinov, y Lew Wasserman. Escrito con el corazón y tras una meticulosa investigación de sus propios archivos, Douglas, a la edad de noventa y siete, mira lúcidamente hacia atrás sobre las audaces decisiones que se vio obligado a tomar, entre las que cabe destacar su coraje moral al dar crédito público a Trumbo, una acción tan eficaz como arriesgada, pero que supuso el fin de la notoria lista negra de Hollywood.

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Prólogo de George Clooney

Título original: I am Spartacus! (2012)

© Del libro: Bryna Company

© De la traducción: Ricardo García Pérez

Edición en ebook: febrero de 2015

© De esta edición:

Capitán Swing Libros, S.L.

Rafael Finat 58, 2º4 - 28044 Madrid

Tlf: 630 022 531

www.capitanswinglibros.com

ISBN DIGITAL: 978-84-943676-5-6

A menos que se especifique de otro modo, todas las fotografías, realizadas por Dick Miller y William Reed (Globe Photos), se reproducen por cortesía de Universal Studios Lincensing LCC.

© Diseño gráfico: Filo Estudio www.filoestudio.com

Corrección ortotipográfica: Toni Montesinos

Maquetación ebook: Caurina Diseño Gráfico www.caurina.com

Queda prohibida, sin autorización escrita de los titulares del copyright, bajo las sanciones establecidas en las leyes, la reproducción total o parcial de esta obra por cualquier medio o procedimiento.

Contenido

Portadilla

Créditos

Autor

 

Prólogo

Introducción

I

II

III

IV

V

VI

VII

VIII

IX

X

XI

XII

Epílogo

Agradecimientos

Orson Welles

Galería de fotos

Kirk Douglas

(Ámsterdam (Nueva York), 1916)

Uno de los seis hijos de una familia de inmigrantes rusos, cambió su nombre por el de Isidore Demky en un primer momento, y más tarde sería conocido como Kirk Douglas. Tuvo que trabajar duro para acceder a sus primeros estudios en la St. Lawrence University y más tarde terminó ingresando en la American Academy of Dramatic Art, pagando sus estudios con las ganancias obtenidas en combates de lucha.

Su carrera artística comenzó sobre los escenarios teatrales de Broadway en 1941 hasta que la guerra interrumpe su ascenso (sirvió en la marina entre 1942-1943 y regresó a casa herido). A su regreso, mientras reemplazaba en una obra teatral a Richard Widmark en Broadway, Lauren Bacall se fijó en él y lo recomendó al productor Hal Walis. En 1946 rodó su primera película El extraño amor de Marta Ivers donde dio vida a un político alcohólico. Su primer éxito le llegó con la interpretación de un implacable boxeador en El ídolo de barro (1949). Sin embargo no será hasta la década de los cincuenta cuando se haga famoso entre el público. Luego vendrían títulos como Senderos de Gloria o Cautivos del mal, pero sus mejores películas las rodaría en 1960: Un extraño en mi vida y Espartaco. A partir de 1970 comienza a desarrollar una interesante carrera paralela como productor.

Prólogo

George Clooney

Se puede decir que hay una constante que define la naturaleza de una persona.

No se aprecia en cómo se actúa cuando las cosas son fáciles, sino en cómo se conduce esa persona cuando la situación es complicada.

Cualquiera puede ser atrevido y directo cuando no se juega mucho; pero cuando es tu medio de vida o tu propia vida lo que está en juego, o los de tu familia o tus amigos… en esos momentos es cuando se comprende la pasta de la que uno está hecho.

La pasta de la que está hecho Kirk Douglas es una materia absolutamente sólida. A diferencia de muchos personajes que vemos en las películas, no se moldeó liderando ninguna causa. Su sendero hacia la gloria discurre más bien paralelo al de personajes como Atticus Finch en Matar a un ruiseñor. Él no buscaba pelea… la pelea fue a buscarle a él… y al igual que Atticus, hizo lo que sabía que debía hacer, lo que era correcto.

Resulta difícil imaginar hoy día lo que supuso para mucha gente la losa del macartismo. Resulta difícil creer que se obligara a comparecer ante unos subcomités del senado estadounidense a unos ciudadanos leales y se les pidiera que revelaran el nombre de sus amigos si no querían ingresar en prisión. Ser juzgado en público sin tener capacidad para hacer frente a las acusaciones que se le imputan a uno… un montón de buenísimas personas atenazadas por esa losa.

Quienes se negaron a hacerlo, siguieron padeciendo enormemente después de que McCarthy hubiera clausurado sus sesiones… y, en ese sentido, mucho después incluso de que hubiera muerto.

Dalton Trumbo era uno de los guionistas más respetados de Hollywood… y tuvo que seguir escribiendo con seudónimo durante muchos años después de haber estado en la cárcel por negarse a incriminar a sus compañeros.

En diciembre de 2011, su nombre fue devuelto adonde siempre debió haber estado: el de guionista reconocido de la película Vacaciones en Roma.

Pero mucho antes de diciembre de 2011, Kirk Douglas dio un paso al frente en la oscuridad y, como productor y protagonista de Espartaco, la película de Stanley Kubrick, reconoció en los títulos de crédito la autoría de Dalton Trumbo por primera vez desde que se le hiciera comparecer ante el Comité de Actividades Anti-estadounidenses.1

Supongo que ahora parece una nimiedad, la de reconocer en los títulos de crédito de una película la autoría de un guionista de cuyo guion fue realmente responsable… pero en los libros de historia este hecho aparece señalado como el instante en que se puso fin a las listas negras de Hollywood.

Kirk Douglas es muchas cosas. Estrella de cine. Actor. Productor. Pero, en primer lugar y por encima de todo, es un hombre de una naturaleza extraordinaria. Esa naturaleza que se forja cuando hay mucho en juego. Esa naturaleza que siempre buscamos en los momentos más difíciles.

1 Traducimos así el nombre de este comité, por considerarlo más adecuado que «Comité de Actividades Antiamericanas», que es como habitualmente se traduce. Sus siglas en inglés son HCUA —House Committee on Un-American Activities—, pero en inglés se suelen transcribir HUAC. (N. del T.)

Introducción

Kirk Douglas

No se puede enseñar a otro lo que se aprende con el paso del tiempo. Solamente se puede vivir. Nunca se puede «saber con anterioridad lo que se sabrá después».

Cuando hoy, más de cincuenta años después de transcurridos los hechos, vuelvo la vista hacia Espartaco, me asombra que siquiera haya sucedido. Teníamos todo en contra: la política de la era de McCarthy, la rivalidad de otra película… todo.

Tengo 95 años. Cuando nací, quien ocupaba la Casa Blanca era Woodrow Wilson. A lo largo de mi vida he conocido dieciséis presidentes de Estados Unidos, dos guerras mundiales, la Gran Depresión y un puñado de crisis políticas que abarcan desde el escándalo de los sobornos por las explotaciones petroleras de Teapot Dome, pasando por el caso Watergate o el procesamiento de Bill Clinton por haber recibido servicios sexuales en la Casa Blanca.

En el momento de redactar estas líneas, Estados Unidos está dividido más profundamente que en cualquier otra época de mi vida. Desde su fundación, nuestro país ha atravesado muchos periodos de enfrentamiento interno. Como es natural, la división más grave se produjo con la Guerra Civil. En ella murieron más de medio millón de personas y estuvo a punto de suponer la desaparición de Estados Unidos. Sin embargo, de un modo u otro, siempre hemos sobrevivido.

Lo que me propongo contarles en este libro es cómo fue la producción de la película Espartaco durante otro periodo de enfrentamiento interno en la historia de nuestra nación. La década de 1950 fueron años de miedo y paranoia. En aquel entonces, el enemigo eran los comunistas. Ahora, el enemigo son los terroristas. Los nombres cambian, pero el miedo permanece. Los políticos exacerban aún más el miedo y los medios de comunicación lo explotan. Se benefician de mantenernos atemorizados.

El primer presidente estadounidense por quien voté fue Franklin Roosevelt. Él dijo: «De lo único que debemos tener miedo es del propio miedo».

No soy un activista político. Cuando en 1959 produje Espartaco estaba intentando hacer la mejor película que fuera capaz de producir, no tratando de realizar una declaración política. Reuní un reparto compuesto por algunos de los mejores actores que jamás habían aparecido en la pantalla: Laurence Olivier, Charles Laughton, Peter Ustinov, Jean Simmons y Tony Curtis. Contraté a un joven director con mucho talento al que había conocido. En aquella época todavía era en buena medida un desconocido para el público en general. Se llamaba Stanley Kubrick.

Que sean los demás quienes juzguen la película. Yo creo que se sustenta por sus propios méritos. Estoy orgulloso de ella.

Cuando hablo con mis nietos sobre la producción de Espartaco, a ellos les parece que les relato un cuento fantástico procedente de una época muy lejana: la década de 1950. Tienen razón. Sucedió hace mucho tiempo. Pero en un mundo en el que un hombre en Túnez es capaz de hacer estallar acontecimientos que derroquen al gobierno de Egipto, la historia de Espartaco adquiere hoy tanta relevancia como la que tenía hace cincuenta años… o hace dos mil años.

Un espíritu revolucionario recorre el planeta. ¿Es contagioso? Nos sorprende ver en ciudades estadounidenses a multitudes sin dirigente alguno concentradas, expresándose al unísono y poniendo en cuestión una estructura de poder que parece inexpugnable. Eso es lo que hizo Espartaco. Y decenas de millares de hombres unieron su voz a la suya. Juntos, todos eran Espartaco.

Cuando hice esta película yo era un hombre joven. He dicho muchas veces que si hubiera sido un poco mayor, tal vez jamás la hubiera acometido. Seguro que no habría contratado a Dalton Trumbo para que la firmara con su nombre. Él era una especie de pararrayos de la división del país. Después de haber pasado casi un año en la cárcel a causa de sus opiniones políticas seguía estando en la lista negra de los estudios de cine: la instrucción de «no contratar a determinadas personas» que llevaba vigente más de una década.

Hoy día todavía hay quien sigue tratando de justificar las listas negras. Dicen que eran necesarias para proteger a Estados Unidos. Dicen que las únicas personas que resultaron perjudicadas fueron nuestros enemigos.

Mienten. Hombres, mujeres y niños inocentes vieron arruinada su vida debido a esta catástrofe nacional.

Lo sé. Estuve allí. Vi cómo sucedía.

Ahora les hablaré de ello. Y de Espartaco, la película que hicimos en medio de toda aquella locura.

1 de enero de 2012

Dalton Trumbo era el guionista mejor pagado de Hollywood cuando en 1947 fue citado para que compareciera ante el Comité de Actividades Anti-estadounidenses.

Tres años después, se disponía a ingresar en una prisión federal por desacato al Congreso de Estados Unidos.

I

«De todas las ciudades y provincias

tenemos listas de los desleales.»

Laurence Olivier,

en el papel de Marco Licinio Craso

En la sala del comité de investigación del viejo complejo de edificios del Capitolio, el congresista J. Parnell Thomas, republicano por Nueva Jersey, pedía orden a golpe de maza en la sesión del Comité de Actividades Anti-estadounidenses (HUAC). Era el jueves 28 de octubre de 1947. Diez hombres, guionistas y directores de cine, habían sido convocados a comparecer ante el comité para prestar declaración sobre sus filiaciones políticas anteriores y presentes.

Nueve de ellos eran guionistas: Dalton Trumbo, Albert Maltz, Ring Lardner hijo, Lester Cole, Alvah Bessie, Herbert Biberman, John Howard Lawson, Samuel Ornitz y Adrian Scott. Uno era director: Edward Dmytryk.

Estos hombres, conocidos como «Los Diez de Hollywood», consideraban que la investigación del HUAC suponía intrínsecamente una violación de los derechos de libertad de expresión y libre asociación que les otorgaba la Primera Enmienda, contraria a los principios de la nación, y así se proponían expresarlo públicamente.

El primer testigo de aquel frío día de octubre fue Dalton Trumbo. Levantó la mano derecha y se le preguntó si juraba decir «la verdad, toda la verdad y nada más que la verdad, con la ayuda de Dios».

Trumbo respondió: «Lo juro». Pero enseguida quedó patente para cualquier estadounidense imparcial que la única «verdad» que deseaba escuchar el comité —del que formaba parte un congresista primerizo y desconocido llamado Richard M. Nixon— era cualquier cosa, cierta o no, que confirmara el veredicto predeterminado para esos diez hombres: culpable.

En aquella sala abarrotada estaban sentados inmediatamente detrás de Trumbo algunos miembros del Comité de la Primera Enmienda, un grupo de Hollywood fundado para apoyar a los testigos citados para comparecer.

De la delegación de estrellas de cine que viajó a Washington D.C. en un avión privado proporcionado por Howard Hughes formaban parte Humphrey Bogart y su joven esposa, Lauren Bacall, así como Gene Kelly, Danny Kaye, John Garfield y John Huston.

Yo conocía a Lauren Bacall de Nueva York. La primera vez que la vi fue un gélido día de invierno de 1940, cuando ambos éramos esforzados alumnos de la American Academy of Dramatic Arts. Ella solo tenía dieciséis años y acababa de ingresar en la academia. Y yo era un veterano, un «hombre mayor», con ya veintitrés años de edad. En aquella época ella era Betty Joan Perske. Para mí sigue siendo Betty.

Con la intransigente honestidad que la caracteriza hasta el día de hoy, Bacall expuso con rotundidad en su autobiografía lo que vio desarrollarse ante sí en aquella sala:

Cuando se les preguntó a testigos como […] Dalton Trumbo […] si eran miembros del Partido Comunista y se negaron a responder, sencillamente ejercieron los derechos que les garantiza la Constitución. Tampoco estaban dispuestos a contestar si eran miembros del Sindicato de Guionistas Cinematográficos. La afiliación política no era de la incumbencia de la comisión […] «Y mientras» Thomas seguía dándole alegremente al martillo. Todo aquello me parecía increíble; aquel idiota sentado allí arriba, tan orgulloso de su cargo, tenía la facultad de meter a aquellos hombres en la cárcel.2

En un tono atronador, J. Parnell Thomas arrojó el guante a todos y cada uno de los testigos que comparecieron ante el comité:

Presidente: ¡¿Está usted o ha estado afiliado al Partido Comunista?!

Sr. Trumbo: Creo que tengo derecho a ver las pruebas que tengan que sustenten esa pregunta.

Lo que el arrogante presidente no esperaba era interrogar a un testigo tan combativo y con tanta facilidad de palabra como Dalton Trumbo:

Presidente: Oh. ¿Le gustaría?

Sr. Trumbo: Sí.

Presidente: Pronto lo verá. [Golpeando con la maza.] El testigo puede retirarse. ¡Imposible!

Sr. Trumbo: ¡Este es el comienzo…

Presidente: [Sin dejar de golpear con la maza.] ¡Silencio!

Sr. Trumbo: … en Estados Unidos de un campo de concentración para guionistas!

Presidente: ¡Típicas tácticas comunistas! ¡Esa es la típica táctica de los comunistas! [Golpeando con la maza.]

El oficioso cabrón de Thomas aporreó la mesa con la maza y Dalton Trumbo fue sacado de la sala por la fuerza.

Pero las sesiones no eran ninguna broma. Dalton Trumbo y el resto de «Los Diez de Hollywood» perdieron literalmente la libertad. Todos acabarían en la cárcel por desacato al congreso estadounidense.

En aquel momento de mi vida yo todavía era un joven actor con mucho futuro. Junto a millones de estadounidenses, escuchaba en la radio los titulares de las sesiones. La televisión, que aún era un medio muy nuevo, no los recogía. De hecho, tan solo un mes antes me había comprado mi primer televisor para ver la Serie Mundial de béisbol la primera vez que se retransmitió por televisión. Los Dodgers de Brooklyn de Jackie Robinson jugaban contra los Yankees de Nueva York. Aun en aquella pantalla tan diminuta, no pude evitar quedar impresionado por la elegancia y el talento de aquel novato negro tan decisivo en todos los partidos.

Dos años después, Jackie Robinson también fue citado para comparecer ante el Comité de Actividades Anti-estadounidenses para declarar sobre su vinculación con el controvertido cantante Paul Robeson. Como es natural, no tenía ninguna. La única conexión que había entre ambos es que los dos eran negros, lo cual bastaba para J. Parnell Thomas. Era la época de la culpabilidad por asociación.

Yo no fui citado como testigo, ni se me pidió que me uniera a Bacall, Bogart y los demás, pues no tenía un «nombre» lo bastante significativo para que le importara a los periódicos.

En aquel momento todavía no había hecho más que una película: El extraño amor de Martha Ivers.

Mis recuerdos de aquella época llevan un título distinto: «La extraña vida de Kirk Douglas». Llegué a Hollywood en 1945, recién descendido del tren procedente de Nueva York, teniendo muy poca conciencia de las controversias políticas que estaban empezando a afectar al negocio del cine. No sabía nada del primer ciclo de sesiones del HUAC celebrado durante la guerra, mientras prestaba servicio militar en el extranjero, en la Marina. Tampoco tenía idea de que tanto Robert Rossen, el guionista de El extraño amor de Martha Ivers, como su director, Lewis Mileston, mantuvieran convicciones políticas que posteriormente les supusieran problemas.

¡Diablos! En ese momento lo único que yo sabía era que iba a Hollywood para protagonizar una película. Eso es todo lo que me dijeron antes de salir de Nueva York: Yo pensaba que había sido seleccionado para ser el galán romántico de la película, frente a Barbara Stanwyck.

Cuando bajé del tren en Los Ángeles, el representante del estudio me informó de inmediato de que quien iba a interpretar ese papel era el señor Van Heflin, no yo. Me habían escogido como tercera figura. Había atravesado todo el país estudiándome el papel equivocado.

Para mi primer día de rodaje, la Paramount envió una limusina para que me recogiera y me llevara al plató. Me quedé estupefacto. Fue muy emocionante para mí. Pero cuando el chófer se detuvo a pocos metros de aquellos portones de Melrose Avenue me quedé atónito al ver en la entrada unos piquetes irritadísimos.

Fue en ese mismo momento cuando me enteré de que en el estudio se estaba desarrollando una huelga. Era la más reciente —y resultaría ser la última— de una serie de huelgas por un conflicto en el que estaban implicados los principales estudios y la Asociación de Sindicatos de Estudios de Cine, izquierdista. Las organizaciones sindicales pedían al Sindicato de Actores de Cine [SAG] que apoyara la huelga. Pero el SAG, encabezado por George Murphy, su presidente, y por Ronald Reagan y George Montgomery, miembros de su ejecutiva, se negaban a cooperar. Animaban a los actores a traspasar las líneas trazadas por los piquetes.

Nadie se había molestado en contarme nada de esto antes de llegar allí. No fue hasta más adelante cuando me enteré, al menos, de los motivos de la huelga: defender los derechos de los escenógrafos y decoradores.

Uno de quienes formaban el piquete en la entrada de la Paramount era Robert Rossen. El chófer me indicó quién era: «Ese es Bob Rossen, el guionista».

Bajé la vista hacia el guion que descansaba a mi lado, en el asiento contiguo: llevaba el nombre de Rossen en la portada. Esa primera vez que le vi llevaba una pancarta de protesta.

En el interior del estudio recibí la siguiente impresión fuerte: mi director, Lewis «Milly» Milestone, ni siquiera se encontraba en el plató. Como muestra de apoyo a los huelguistas había salido a pasar el día en el restaurante Oblath’s, al otro lado de la calle. Un «director» suplente se ocuparía del rodaje de ese día.

La primera película de mi carrera y el director había salido literalmente a comer. Bienvenido a Hollywood, Kirk.

La situación era tan comprometida que el productor, Hal Wallis, decidió que yo durmiera en el estudio para no correr el riesgo de que no pudiera entrar todos los días. Dormí en mi camerino las noches siguientes, hasta que se desconvocó la huelga.

Dejando al margen toda la cuestión política, mi vida habría sido mucho más saludable si ese director, Lewis Milestone, no hubiera regresado jamás. Era un tipo agradable, pero creía que los actores debían hacer siempre exactamente lo que se les decía.

—Muy bien, Kirk, en esta escena creo que deberías aparecer fumando un cigarrillo.

—Pero, señor Milestone, yo no fumo.

—No importa, chico, aprenderás.

Cerré la boca e hice lo que se me decía. Inmediatamente después de terminar la escena, salí corriendo hacia mi camerino y vomité. Por desgracia, esa fue la única vez que me mareé fumando. Milestone tenía razón: aprendí. Dos cajetillas diarias durante cuarenta años. Gracias, Milly.

La película acabó perfectamente, si bien la señorita Stanwyck me ignoró las dos primeras semanas de rodaje. Recibí comentarios favorables como tercer actor protagonista y ella finalmente me dijo que había hecho un buen trabajo. A ella le dije que el cumplido llegaba «demasiado tarde». Yo era un poco gallito.

Dos años después, tanto Milestone como Rossen fueron citados por el Comité de Actividades Anti-estadounidenses, en la misma época en que comparecían «Los Diez de Hollywood». Lewis Mileston huyó a París. Robert Rossen reconoció ser miembro del Partido Comunista.

Ambos fueron incluidos en la lista negra.

En aquel momento no lo sabía, pero mi primera película había sido escrita por un comunista con carnet. Cuando ahora vuelvo la vista sobre aquellos días, veo que no podía importarme menos.

Siempre me he preguntado qué habría sucedido si yo hubiera llegado a Hollywood tan solo cinco años antes. ¿Me habría visto atrapado entre medias de aquellas disputas? Y, en ese caso, ¿habría llegado siquiera a hacer carrera?

Como es natural, mucha gente de Hollywood cooperó plenamente con las investigaciones del HUAC. Ronald Reagan fue un testigo colaborador. También lo fueron otros actores como Gary Cooper, Robert Montgomery, George Murphy y Adolphe Menjou.

Menjou declaró lo siguiente ante el comité: «Si las brujas son comunistas, yo soy un cazador de brujas. Soy un hostigador de rojos. Me gustaría verlos a todos de vuelta en Rusia».

Un detalle gracioso en relación con Adolphe Menjou: una década más tarde, cuando lo contraté para que hiciera un papel en Senderos de gloria, se alegró desmesuradamente al recibir el cheque de Bryna, mi productora. Supongo que nadie le dijo que se llamaba así por el nombre de mi madre, rusa.

El país estaba profundamente atemorizado y dividido, como en buena medida lo está hoy. El antisemitismo era todavía un ingrediente activo. El nombre de «Kirk Douglas» me consiguió trabajo como actor. Mi nombre real, «Issur Danielovitch», no me habría abierto las puertas. Los prejuicios raciales seguían siendo norma dominante. Aun cuando Jackie Robinson hubiera roto la barrera del color de la piel en el caso del béisbol, todavía faltaba un año para que el presidente Truman tomara la decisión de integrar a los negros en el ejército.

Pero, sobre todo, era la creciente histeria por el comunismo, el «Terror Rojo», lo que ensombrecía la vida de Estados Unidos de costa a costa. Muchos lo consideraban una amenaza auténtica. Otros pensaban que solo era una estrategia para sembrar el pánico. Pero nunca se alejaba de nuestra imaginación.

El mismo año que llegué a Hollywood, 1945, Gerald L. K. Smith, el demagogo religioso fundador del American First Party[Estadounidenses, Ante Todo], empezó a atacar públicamente a «los judíos rusos de Hollywood, con su espíritu extranjerizante».

Con grandes dosis de cinismo, Smith aunaba antisemitismo y miedo al comunismo bajo un mismo envoltorio. Todo aquel que fuera judío, todo aquel que fuera ruso, era un traidor.

¿Se refería también a mí? Yo era un judío con antepasados rusos. Mis padres emigraron a Estados Unidos desde Bielorrusia. Pero jamás se consideraron otra cosa que estadounidenses. Mi madre, que no sabía leer ni escribir en inglés, me enseñó a amar a este país igual que ella lo amaba. «Estados Unidos —decía con la voz invadida por el asombro—. ¡Qué país tan maravilloso!».

Yo me enrolé en la Marina después de los acontecimientos de Pearl Harbor y presté servicio en el Pacífico, muy orgulloso. Ahora llegaba ese tal Smith, un antisemita despiadado, a poner esencialmente en cuestión mi lealtad, así como el patriotismo de todo aquel trabajador de Hollywood que fuera de origen judío o ruso.

Un mes después de que Dalton Trumbo —quien, para que conste, no era judío— compareciera ante el Comité de Actividades Anti-estadounidenses, un grupo de varias docenas de ejecutivos de primer nivel y distribuidores del negocio del cine se reunió en privado durante dos días en el Hotel Waldorf-Astoria.

Cuando concluyeron aquellas reuniones a puerta cerrada, esos grandes hombres poderosos emitieron lo que acabó por conocerse como «la Declaración del Waldorf». Ese fue el principio de las listas negras de Hollywood. Su estipulación fundamental establecía lo siguiente:

Los miembros de la Association of Motion Picture Producers deploramos la conducta de «Los Diez de Hollywood», a quienes la Cámara de Representantes ha denunciado por desacato. En adelante, despediremos o suspenderemos de nuestra nómina sin compensación alguna a todos los comunistas y no volveremos a contratar a ninguno de los Diez hasta que sean absueltos o hayan purgado su desacato y declaren bajo juramento que no son comunistas.

¡Guau! Aquí tengo que tomarme un respiro y salir a tomar un poco el fresco. Cuando vuelvo a leer esas palabras, más de sesenta años después, siento ira, repulsión y una profunda tristeza.

De Los Diez de Hollywood, seis eran judíos. Lamento decir que la mayor parte de los hombres que suscribieron la Declaración del Waldorf también eran judíos.

¿Cómo es posible que unos judíos, que habían sido víctimas en sus propias carnes de millares de años de persecuciones, incluido el ejemplo más espantoso de miedo y genocidio que ha conocido el mundo, el Holocausto en Europa, justificaran perpetuar semejante clima de pánico en Estados Unidos?

La respuesta se puede encontrar en la propia pregunta. El miedo alimenta el miedo. A estos hombres, gentes como Jack Warner, Louis B. Mayer o Harry Cohn, les daba pánico que les arrebataran de un plumazo el poder que ejercían si se llegaba a poner en duda su lealtad a Estados Unidos.

Así que se volvieron superpatriotas. Y para demostrarse que eran sensatos, estaban más dispuestos que nadie a sacrificar la vida de otros, incluso de compatriotas judíos. Eran como el gobierno francés de Vichy, unos colaboracionistas que se aferraron a su influencia y sus cargos a costa de sus propios compatriotas.

Hollywood se había vuelto loco. Las cazas de brujas que Adolphe Menjou había cometido la estupidez de promover se propagaban por todo el país como un incendio desaforado. Al igual que la mayoría de los estadounidenses, yo contemplaba lo que sucedía y me sentía incapaz de detenerlo.

En el programa nacional de radio Hollywood Fights Back [Hollywood contraataca], Fredric March sintió que tenía los días contados:

¿A quién creen ustedes que persiguen en realidad? ¿Quién será el próximo? ¿Será a su pastor a quien indiquen qué puede decir en el púlpito? ¿Será a la maestra de la escuela de sus hijos a quien digan qué puede decir en clase? ¿Será a sus propios hijos? ¿Será a usted, que tendrá que mirar a su alrededor, presa de los nervios, antes de que pueda decir lo que esté pensando? ¿A quién persiguen? Persiguen algo más que a Hollywood. Esto afecta a todas y cada una de las ciudades y poblaciones estadounidenses.

Freddie March daba en el clavo. Veía aproximarse la tormenta. Tal vez fuera esa la razón por la que lo escogí para interpretar el papel del presidente de Estados Unidos cuando produje Siete días de mayo.

En los años posteriores a las sesiones, millares de vidas quedaron arruinadas. Se puso fin de un plumazo a infinidad de carreras profesionales, y no solo en Hollywood.

Casi tres años después de las sesiones del HUAC, en 1950, el Tribunal Supremo se negaba a admitir el recurso de Dalton Trumbo y el resto de «Los Diez de Hollywood». Permitió que se mantuvieran las condenas por desacato al Congreso estadounidense. Dalton empezó a cumplir una condena de diez meses en la penitenciaría federal de Ashland, en Kentucky. Su esposa y sus tres hijos pequeños se quedaron sin esposo o sin padre que los mantuviera.

Al mismo tiempo, en un giro que ningún guionista se habría atrevido a imaginar, aquel idiota y rimbombante presidente del comité, J. Parnell Thomas, fue condenado por complementar su sueldo con chanchullos. Y luego se embolsaba el dinero. En esencia, su defensa consistió en decir que «todo el mundo lo hacía».

Aquello no convenció al juez, que envió al ahora expresidente a la prisión federal de Danbury, en Connecticut. Ese era el lugar donde también cumplían sus condenas por desacato al Congreso estadounidense dos miembros de «Los Diez de Hollywood», Lester Cole y Ring Lardner hijo. Por irónico que resulte, se encontraron en la cárcel con el mismo hombre que los había metido allí.

Me he preguntado muchas veces qué le dirían al otrora todopoderoso congresista cuando se cruzaran con él en la cantina de la cárcel: «¿Me pasas la maza, por favor?».

Quizá la justicia sea ciega, pero a veces tiene un sentido del humor tremendo.

Joseph R. McCarthy, un lúgubre senador republicano de Wisconsin, se abalanzó sobre el vacío dejado por el encarcelamiento de J. Parnell Thomas. Empezó mintiendo cuando dijo que tenía numerosas «listas» de comunistas que se habían infiltrado en todos los ámbitos profesionales estadounidenses.

Cada vez más conocidos míos, incluido mi amigo Carl Foreman, el guionista, se veían envueltos en una situación que no dejó de volverse cada vez más fea y más amenazadora. Empezamos a llamarlo «macartismo»: una palabra nueva que el diccionario no necesitaba.

Igual que yo, Carl también era hijo de inmigrantes judíos rusos. Era un guionista brillante. Carl escribió el guion de dos de las películas que verdaderamente me consolidaron como actor: El ídolo de barro y El trompetista. Su hija, Amanda Foreman, también es una guionista magnífica. Ojalá él hubiera vivido suficiente para verla triunfar.

La película por la que más se recuerda a Foreman hoy día es Solo ante el peligro. No solo escribió el guion original, sino que también la coprodujo.

En 1951, justo en pleno rodaje de Solo ante el peligro, Carl recibió una citación para testificar ante el HUAC. Su negativa a revelar nombres supuso que su carrera en Estados Unidos quedara concluida de hecho. Huyó a Inglaterra antes de tener que padecer el mismo destino que Trumbo y los demás. Logró salir del país justo antes de que el Departamento de Estado le retirara el pasaporte.

Hedda Hopper, la experta en sembrar odios y cotilleos, atacó perversamente a Carl Foreman escribiendo en su columna que confiaba en que «aquí no se le vuelva a contratar jamás».

Hasta el productor liberal Stanley Kramer, uno de los mejores amigos y socio empresarial de Carl, eliminó de los créditos el nombre de Carl como productor de Solo ante el peligro. Tenía miedo de lo que pudiera costarle mantener su vinculación con él.

Unos cuantos años más tarde fui a ver a Carl con motivo de un viaje a Londres.

Charlamos unos minutos, pero me parecía que pasaba algo.

Finalmente, dijo:

—Está bien, Kirk.

Yo no tenía la menor idea de a qué se refería.

—¿Qué está bien, Carl?

—No pasa nada si no quieres comer conmigo. Lo entiendo.

«Dios mío —pensé—. Esto es lo que le pasa a alguien cuando cree que todos sus amigos le han dado la espalda.»

—Carl, soy yo, Kirk. Deja ya esa mierda. ¿Dónde quieres ir a comer?

Jamás he olvidado aquel breve encuentro con Carl Foreman. Sigue recordándome todo el dolor que causaron las listas negras. Amigos enfrentados entre sí. Matrimonios rotos. El de Carl se rompió. Se convirtió en un apátrida.

Varios años después, en una entrevista concedida al American Film Institute, Carl escribió estas conmovedoras palabras:

Durante el periodo llamado macartismo […] mi problema era que me sentía muy solo. No estaba del lado de nadie. En aquella época no era miembro del Partido Comunista, de modo que no quería posicionarme con ellos, pero evidentemente me resultaba impensable convertirme en un informador. Sabía que estaba muerto; solo quería morir plácidamente.

Algunos sí murieron.

Philip Loeb era profesor de interpretación en mis tiempos de estudiante en Nueva York. Era un profesor excelente; asistí a unas cuantas clases suyas. Cuando fueron a buscarlo, estaba empezando a despegar la carrera de Phil en la televisión, el nuevo medio.

En junio de 1950 una publicación titulada Red Channels: The Report of Communist Influence in Radio and Television [«Canales rojos: informe de la influencia comunista en la radio y la televisión»], incluyó el nombre de Philip Loeb en una lista de comunistas. Lo negó rotundamente, pero su declaración de inocencia no influyó en absoluto en General Foods, el patrocinador de su programa de televisión. Presionaron a la cadena para que lo despidiera. Lo despidieron.

Nunca más volvió a conseguir trabajo en la televisión. No pudo seguir manteniendo a su hijo, un chico con trastornos mentales de cuyos cuidados era responsable en solitario. Phil quedó sumido en una depresión profunda. En 1955 ingirió una sobredosis de barbitúricos.

Un lector escribió a The New York Times afirmando que «Philip Loeb falleció de una enfermedad llamada “lista negra”». Pese a que The New York Times publicó la carta, poco después los directivos dejaron su posición manifiestamente diáfana: «No vamos a contratar a sabiendas en los departamentos de noticias o editorial a ningún miembro del Partido Comunista […] porque no confiamos en su capacidad para informar de los hechos de los hechos de forma objetiva, ni para comentarlos de forma honesta».

Curiosamente, el mismo mes que Phil Loeb fue incluido en las listas negras, en junio de 1950, se desarrollaron sucesos similares en la vida de otros dos hombres.

Eran Dalton Trumbo y un novelista llamado Howard Fast.