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Bienvenidos a la colección 3 libros para conocer, nuestra idea es ayudar a los lectores a aprender sobre temas fascinantes a través de tres libros imprescindibles y destacados. Estas obras cuidadosamente seleccionadas pueden ser de ficción, no ficción, documentos históricos o incluso biografías. Siempre seleccionaremos para ti tres grandes obras para instigar tu mente, esta vez el tema es: Premio Nobel de Literatura. • El crimen de Sylvestre Bonnard por Anatole France. • A fuerza de arrastrarse por José de Echegaray. • 7 Mejores Cuentos por Rabindranath Tagore Este es uno de los muchos libros de la colección 3 libros para conocer. Si te ha gustado este libro, busca los otros títulos de la colección, pues estamos convencidos de que alguno de los temas te gustará.
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Bienvenidos a la colección 3 libros para conocer, nuestra idea es ayudar a los lectores a aprender sobre temas fascinantes a través de tres libros imprescindibles y destacados. Estas obras cuidadosamente seleccionadas pueden ser de ficción, no ficción, documentos históricos o incluso biografías. Siempre seleccionaremos para ti tres grandes obras para instigar tu mente, esta vez el tema es: Premio Nobel de Literatura.
El crimen de Sylvestre Bonnard por Anatole France.
A fuerza de arrastrarse por José de Echegaray.
7 Mejores Cuentos por Rabindranath Tagore
Este es uno de los muchos libros de la colección 3 libros para conocer. Si te ha gustado este libro, busca los otros títulos de la colección, pues estamos convencidos de que alguno de los temas te gustará.
Anatole François Thibault (París, 16 de abril de 1844-Saint-Cyr-sur-Loire, 12 de octubre de 1924), conocido como Anatole France, fue un escritor francés. En 1921 le fue concedido el Premio Nobel de Literatura.
José Echegaray y Eizaguirre (Madrid, 19 de abril de 1832-ib., 14 de septiembre de 1916) fue un ingeniero, dramaturgo, político y matemático español, hermano del comediógrafo Miguel Echegaray. Obtuvo el Premio Nobel de Literatura en 1904.
Rabindranath Tagore,(Calcuta, 7 de mayo de 1861-ibíd., 7 de agosto de 1941), fue un poeta bengalí, poeta filósofo del movimiento Brahmo Samaj (posteriormente convertido al hinduismo), artista, dramaturgo, músico, novelista y autor de canciones que fue premiado con el Premio Nobel de Literatura en 1913.
Anatole France
Me había puesto las zapatillas y el batín. Enjugué mis ojos empañados por una lágrima que les arrancó el viento al cruzar el muelle.
Una lumbre llameante ardía en la chimenea de mi despacho; una tenue capa de hielo que cubría los cristales de las ventanas, formaba floraciones semejantes a hojas de helechos, y ocultaba a mi vista el Sena, sus puentes y el Louvre de los Valois.
Acerqué al fuego mi sillón y mi mesita para ocupar junto a la lumbre el sitio que Hamílcar se dignaba dejarme. Hamílcar, hecho una bola, dormía cerca de los morillos sobre un almohadón de pluma con el hocico entre las patas; una respiración acompasada hacía oscilar su pelo abundante y suave; al sentirme entreabrió los ojos y mostró sus pupilas de ágata bajo sus párpados entornados que cerró en seguida como si pensara: No es nadie: es mi amigo.
¡Hamílcar! —le dije mientras estiraba las piernas—. ¡Hamílcar, príncipe soñoliento de la ciudad de los libros!; ¡guardián nocturno! Tú defiendes contra los viles roedores los manuscritos y los impresos que el viejo sabio adquirió gracias a un modesto peculio y a un celo infatigable. En esta biblioteca silenciosa protegida por tus virtudes militares duermes con el abandono de una sultana, porque reúnes en tu persona el aspecto formidable de un guerrero tártaro y la gracia apacible de una mujer de Oriente. Heroico y voluptuoso Hamílcar, duermes en espera de la hora en que los ratones bailarán a la claridad de la luna ante los Acta sanctorum de los doctos bolandistas.
El principio de aquel discurso agradó a Hamílcar, el cual lo acompañó de un murmullo semejante al hervor de un puchero; pero como alcé la voz, Hamílcar agachó las orejas y arrugó la piel atigrada de su frente para darme a entender que era de mal gusto declamar así.
Hamílcar meditaba:
"Este hombre que tiene tantos libros habla sin decir nada, mientras que nuestra cocinera sólo pronuncia palabras llenas de sentido, substanciosas, ya con el anuncio de una comida, ya con la promesa de algún castigo. Se sabe lo que dice. Pero este viejo emite sonidos que no comprendo."
Así pensaba Hamílcar. Dejéle entregado a sus reflexiones y abrí un libro que leía con interés por ser un catálogo de manuscritos. No conozco lectura tan sencilla, tan atractiva y tan suave como la de un catálago. El que yo leía, redactado en 1824 por el señor Thompson, bibliotecario de sir Thomas Raleigh, peca, es cierto, por su brevedad excesiva, y no presenta ese género de exactitud que los archiveros de mi generación introdujeron al tratar de obras de diplomática y de paleografía; deja mucho que desear y mucho que adivinar. Acaso por esto me produce su lectura cierta impresión que en una naturaleza más imaginativa que la mía mereciera tal vez el nombre de ensueño. Me abandonaba dulcemente a la vaguedad de mis pensamientos, cuando mi criada me anunció con tono desapacible que el señor Coccoz deseaba hablarme.
En efecto: alguien entró detrás de ella en la biblioteca. Era un hombrecito, un infeliz hombrecito de rostro desmedrado; vestía una chaqueta de poco abrigo. Adelantóse y me saludó sonriente, pero estaba muy pálido, y a pesar de ser joven y afanoso aun, su aspecto era enfermizo. Al verle me produjo la impresión de una ardilla herida. Llevaba debajo del brazo un pañuelo verde que dejó sobre un sillón; luego desató las cuatro puntas del pañuelo para mostrarme algunos librotes amarillentos.
—Caballero —me dijo entonces—, no tengo el honor de ser conocido por usted. Soy corredor de libros, caballero. Trabajo para las principales casas de la capital, y por si me honra usted con su confianza, me tomo la libertad de ofrecerle algunas novedades.
¡Dios justo! ¡Dios clemente! ¡Qué novedades me ofrecía el homúnculo Coccoz! El primer volumen que me presentó fue la Historia de la Torre de Nesle con los amores de Margarita de Borgoña y el capitán Buridán.
—Es un libro histórico —me dijo amablemente—, un libro de historia verdadera.
—En ese caso —respondí— será muy aburrido, porque los libros históricos que no mienten resultan fastidiosos. Yo mismo publico libros verídicos, y si por su desgracia llevara usted uno de ellos de puerta en puerta, se expondría a conservarlo toda la vida en su pañuelo verde sin encontrar una cocinera bastante mal aconsejada para comprarlo.
—No lo dudo, señor —me respondió el hombrecito por pura complacencia.
Y entonces me ofreció los Amores de Abelardo y Eloísa; pero yo le hice comprender que a mi edad no me interesaban las historias amorosas.
Sin dejar de sonreír, me presentó un Tratado de juegos de sociedad: juegos de baraja, ajedrez, damas y dominó.
—¡Ay! —le dije—, si quiere usted recordarme las reglas del ajedrez, devuélvame a mi viejo amigo Bignan, con quien jugaba yo al ajedrez todas las noches antes de que las cinco academias le hubieran conducido solemnemente al cementerio; o bien haga descender hasta la frivolidad de los juegos humanos la grave inteligencia de Hamílcar, que ahora duerme sobre un almohadón y es actualmente el compañero único de mis veladas.
La sonrisa del hombrecito tornóse vaga y despavorida.
—He aquí —me dijo— una nueva colección de los entretenimientos de sociedad, chistes y retruécanos, con los procedimientos para convertir una rosa encarnada en blanca.
Le respondí que desde tiempo atrás yo estaba reñido con las rosas, y que respecto a los chistes me bastaban los que me permito hacer, sin darme cuenta, en el transcurso de mis trabajos científicos.
El homúnculo me ofreció su último libro con su última sonrisa, y estas palabras:
—Aquí tiene usted la Clave de los sueños, con la explicación de todo lo que se puede soñar: oro, ladrones, muerte, caídas desde lo alto de una torre. . . ¡Es muy completo! Yo había cogido las tenazas que oscilaban vivamente oprimidas por mis dedos, y respondí a mi visitador comercial:
—Sí, amigo mío; pero esos sueños y otros mil, alegres y trágicos se resumen en uno solo: el sueño de la vida. ¿Podré hallar en su librito amarillo la clave de semejante sueño?
—Sí señor —me respondió el homúnculo—. El libro es muy completo y nada caro; sólo cuesta un franco y veinticinco céntimos, caballero.
No prolongué mi entrevista con el vendedor ambulante.
No me atrevo a asegurar que haya repetido las frases antedichas como fueron pronunciadas; tal vez al escribirlas las he ampliado un poco. Es muy difícil respetar, ni siquiera en un diario, la verdad estricta. Pero si no fue así mi discurso, tal era mi pensamiento. Llamé a gritos a mi criada, porque no había campanillas en la estancia.
—Teresa —dije—. El señor Coccoz, a quien la ruego acompañe, posee un libro que quizá la interese: es la Clave de los sueños. Yo tendría sumo gusto en ofrecérselo. Mi criada respondió:
—Señor: cuando no se dispone de tiempo para soñar despierta, tampoco lo hay para soñar dormida. A Dios gracias, tengo bastante trabajo todo el día y tiempo suficiente para cumplir con mi obligación; de modo que puedo decir todas las noches: Señor, bendecid el descanso que voy a disfrutar. No sueño ni dormida ni despierta y no confundo mi colcha con el diablo, como le sucedió a una prima mía. Si me permite que le dé mi opinión, diré que aquí hay libros de sobra. Mi señor tiene miles y miles que le hacen perder el juicio, y a mí, con los dos que tengo, me basta: mi Devocionario y mi Cocinera burguesa.
Después de hablar así, mi criada ayudó al hombrecito a guardar sus libros en el pañuelo verde. El homúnculo Coccoz ya no sonreía. Sus facciones adquirieron tal expresión de sufrimiento que sentí haberme burlado de aquel hombre tan infeliz. Le llamé cuando ya se iba, le dije que recordaba haber visto entre sus volúmenes una Historia de Estela y Nemorin, y como los pastores y las pastoras me interesaban mucho compraría gustoso, a un precio razonable, la historia de tan perfectos enamorados.
—Le venderé a usted el libro que desea por un franco veinticinco, caballero— me respondió Coccoz, con el rostro radiante de júbilo—. Es histórico y le agradará mucho. Ahora ya sé qué clase de libros le gustan. Comprendo que es usted entendido. Mañana le traeré los Crímenes de los Papas. Es una obra hermosa. Le traeré la edición de lujo con láminas en colores.
Le rogué que no se molestara en volver y le despedí muy satisfecho. Cuando el pañuelo verde se hubo desvanecido en la obscuridad del pasillo con el vendedor ambulante, pregunté a mi criada de dónde cayó aquel miserable hombrezuelo.
—Esa es la palabra —me respondió—: nos ha caído del tejado, señor, donde vive con su mujer.
—¿Ha dicho usted que tiene mujer, Teresa? ¡Es prodigioso! ¡Las mujeres son unas criaturas muy extrañas! Debe ser una humilde mujercita.
—Yo no sé lo que es —me respondió Teresa—, pero me la encuentro todas las mañanas en la escalera, vestida con trajes de seda manchados de grasa. Tiene unos ojos muy brillantes, y me pregunto si esos ojos y esos trajes son propios de una mujer a quien han recibido por caridad; porque los han admitido en el desván, mientras componen el tejado, en atención a que el marido está enfermo y la mujer embarazada. La portera dice que esta mañana la tal mujer sintió dolores le parto, y que ya guarda cama a estas horas. ¡Para qué necesitarán un hijo esas gentes!
—Teresa —la respondí—, sin duda no lo necesitan para nada, pero la Naturaleza quiere que lo tengan y les ha hecho caer en su lazo. Hace falta una prudencia ejemplar para defenderse contra los engaños de la Naturaleza. ¡Compadezcamos y no critiquemos! En cuanto a los trajes de seda, no hay una mujer a quien no gusten; las hijas de Eva adoran el adorno. Y usted misma, Teresa, que es prudente y comedida, ¡cuánto alborota el día que le falta delantal blanco para servir la mesa! Pero dígame, ¿esos infelices tienen todo lo necesario en su desván?
—¿Cómo han de tenerlo, señor? El marido, a quien acaba usted de ver, era corredor de relojería, según me ha dicho la portera y no se sabe por qué ya no vende relojes. Ahora vende almanaques. Ese no es un oficio decente, y no creeré nunca que Dios bendice a un vendedor de almanaques. La mujer, dicho sea entre nosotros, me parece una inutilidad completa, una María sin gusto. La creo tan capaz de criar a un niño como yo de tocar la guitarra. No se sabe de dónde han venido, pero estoy cierta de que llegaron del país de la Frescura en el coche de la Miseria.
—Vengan de donde vengan, Teresa, son desgraciados y el desván está muy frío.
—¡Como que el techo se hundió por varias partes y la lluvia del cielo cae a chorros! No tienen muebles ni ropa. ¡El ebanista y el tejedor no trabajan, me parece, para los cristianos de esa cofradía!
—Todo esto es muy triste, Teresa, y ahí está una cristiana peor atendida que nuestro pagano Hamílcar.
¿Ella, qué dice?
—Señor, no hablo jamás con tales gentes; no sé lo que dice ni lo que canta; pero canta todo el santo día. La oigo desde la escalera cuando entro y cuando salgo.
—¡Está bien! El heredero de los Coccoz podrá decir, como el huevo de la adivinanza campesina: Mi madre me hizo cantando. Algo semejante le sucedió a Enrique IV. Cuando Juana de Albret sintió los dolores de parto, comenzó a entonar una vieja canción bearnesa:
Nuestra Señora del Puente,
socorred en esta horaa una humilde pecadorarogándole al Dios clementeque me libre de aflicción
¡y el nacido sea varón!
Sin duda es un disparate dar vida a seres desgraciados, pero todos los días ocurre, mi buena Teresa, y entre todos los filósofos del mundo no conseguirán reformar una costumbre tan sencilla. La señora Coccoz la ha seguido, y canta. ¡Está bien! Dígame, Teresa, ¿hoy, ha puesto usted puchero?
—Sí lo he puesto, señor y ya es hora de que vaya a espumarlo.
—Muy bien; pero no deje usted de sacar del puchero una buena taza de caldo que subirá luego a la señora Coccoz, nuestra hipervecina.
Mi criada iba a retirarse, cuando añadí con mucha oportunidad:
—Teresa, haga el favor de llamar inmediatamente a su amigo el mandadero, y dígale que coja en nuestra leñera una buena carga de leña, que subirá a la casa de los Coccoz. Sobre todo que no deje de poner en la carga un buen tronco. Respecto al homúnculus, la ruego que si vuelve le dé muy cortésmente con la puerta en las narices, para que no se me presente otra vez con sus libros de cubiertas amarillas.
Después de tomar tales disposiciones con el refinado egoísmo de un viejo solterón, proseguí la lectura de mi catálogo.
Cuánta sorpresa, cuánta emoción, cuánta alegría me hizo sentir la nota siguiente, que no puedo reproducir sin que mi mano se estremezca de gozo!:
"La leyenda dorada de Jacobo de Génova (Jacobo de Voragine), traducción francesa, en 4° menor."
"Este manuscrito del siglo XIV contiene, además de la traducción, bastante completa de la célebre obra de Jacobo de Voragine: 1° Las leyendas de los santos Ferreol, Ferrucio, Germán, Vicente y Droctoveo. Un poema acerca de la Milagrosa sepultura del señor San Germán de Auxerre. Esta traducción, estas leyendas y este poema son debidos al erudito Juan Toutmouillé."
"El manuscrito está en vitela; contiene un gran número de titulares ornamentadas y dos miniaturas primorosamente hechas, pero en muy mal estado de conservación; una representa la Purificación de la Virgen y otra la Coronación de Proserpina."
¡Qué hallazgo! Cubrióse mi frente de sudor, y un velo nubló mis ojos. Temblé, enrojecí; como no pude articular ni una palabra, un grito ronco fue la expresión de mi contento.
¡Qué tesoro! Durante cuarenta años había estudiado la Galia cristiana, y especialmente aquella gloriosa abadía de Saint-Germain-des-Près, de donde salieron los reyes monjes que fundaron nuestra dinastía nacional. A pesar de la culpable insuficiencia de la descripción, no dudé que aquel manuscrito era procedente de la gloriosa abadía. Todo me lo demostraba; las leyendas añadidas por el traductor se referían a la devota fundación del rey Childeberto; la leyenda de San Droctoveo era especialmente significativa, por ser la del primer abate que hubo en Saint-Germain-des-Près; el poema en versos octosílabos, referente a la sepultura de San Germán, me recordó la nave de la venerable basílica, que fue el ombligo de la Galia cristiana.
La leyenda dorada es de suyo una obra extensa e interesante. Jacobo de Voragine, definidor de la Orden de Santo Domingo y arzobispo de Génova, recopiló en el siglo XIII las tradiciones relativas a los santos católicos y formó un conjunto de tal riqueza que hizo exclamar en los monasterios y en los castillos: "¡Es la leyenda dorada!" La leyenda dorada es, sobre todo, opulenta en hagiografía italiana. Las Galias, las Alemanias e Inglaterra ocupan poco lugar. Voragine sólo vislumbra a través de una fría niebla los más famosos santos de Occidente. Por esto los traductores aquitanios, germanos y sajones cuidaron de añadir a su relato las vidas de sus santos nacionales.
He leído y coleccionado muchos manuscritos de La leyenda dorada; conozco los que describe mi sabio colega Paulino Paris en su hermoso Catálogo de los manuscritos de la Biblioteca del rey; particularmente, dos han fijado mi atención: uno es del siglo XIV, y contiene una traducción de Juan Belet; el otro del siglo XIII, reproduce la versión de Jacobo Vignay; ambos provienen de la casa de Colbert, y fueron colocados en los estantes de la gloriosa Colbertina por el bibliotecario Baluze, cuyo nombre no puedo pronunciar sin descubrirme, porque en el siglo de los gigantes de la erudición Baluze asombra con su grandeza. Conozco un códice muy curioso de la colección Bigot; conozco setenta y cuatro ediciones impresas, incluso la venerable abuela de todas, la gótica de Estrasburgo, que fue comenzada en 1471 y terminada en 1475; pero ninguno de esos manuscritos, ninguna de esas ediciones contiene las leyendas de los santos Ferreol, Ferrucio, Germán, Vicente y Droctoveo; ninguno lleva la firma de Juan Toutmouillé; ninguno, en fin, procede de la abadía de Saint-Germain-des-Près. Son todos, en comparación del manuscrito que describe Thompson, lo que una pajuela comparada a un lingote de oro. Yo veía con mis propios ojos, tenía en la mano un testimonio innegable de la existencia de aquel documento; pero ¿y el documento? Sir Thomas Raley habíase trasladado a la orilla del lago de Como, y allí acabó sus días, entre la mayor parte de sus nobles riquezas. ¿Qué se hicieron, después de la muerte de aquel insigne curioso? ¿Dónde se oculta el manuscrito de Juan Toutmouillé?
"¿Por qué —me dije—, por qué habré averiguado que ese precioso libro existe, si no he de poseerlo, ni siquiera he de verlo jamás? Iría a buscarlo en el corazón ardiente del África o entre los hielos del Polo, si supiese que allí estaba, ¡pero ignoro su paradero!, ignoro si está guardado por un celoso bibliómano en un armario de hierro con triple cerradura; ignoro si se enmohece en la guardilla de un ignorante. ¡Me estremezco ante la idea de que tal vez sus hojas arrancadas cubran los tarros de pepinillos de alguna señora hacendosa!"
Un calor sofocante moderaba mis pasos. Seguía los muros de los malecones del norte, y en la tibia sombra, los puestos de libros usados, de estampas y muebles antiguos, recreaban mi vista y hablaban a mi espíritu. Vagaba y revolvía libros; saboreaba algunos versos rimbobantes de un poeta de la pléyade y contemplaba luego una elegante mascarada de Wateau; fijaba los ojos en un montante, en una gorguera de acero, en un morrión. ¡Qué casco tan fuerte y qué coraza tan pesada señores! ¿La vestidura de un gigante? No; el caparazón de un insecto Los hombres de aquel tiempo iban armados como coleópteros; su debilidad era interior. Al contrario, ahora nuestra fuerza es interior, y nuestras almas bien armadas habitan cuerpos frágiles.
Descubro el retrato de una señora antigua; sonríe su rostro, borroso como una sombra, y se ve una mano enmitonada que sujeta sobre sus rodillas de raso a un perrito adornado con cintas. Aquella imagen me inspira una tristeza encantadora. ¡Los que no tengan en su alma un retrato borroso, podrán burlarse de mí!
Como los caballos que olfatean el establo, me apresuro al acercarme a mi domicilio. He aquí la colmena humana donde tengo mi celda para destilar la miel un poco áspera de la erudición. Subo pesadamente los peldaños de mi escalera. Unos cuantos escalones más y llego a mi puerta. Pero adivino, más bien que advierto, un vestido de seda que cruje al bajar. Me detengo y me aparto contra la barandilla. La mujer que baja, sin sombrero ni cofia, es joven, y canta; sus ojos y sus dientes brillan en la obscuridad, porque sonríe con la boca y con la mirada. No me cabe duda: es una vecina de lo más expansivo que se conoce. Lleva en los brazos un precioso niño, desnudo como el hijo de una diosa, y en el cuello del niño luce una medalla sujeta por una cadenita de plata. Advierto que la criatura se chupa los dedos y se fija en mí; abre mucho los ojos curioseando este viejo mundo, nuevo para él. Al mismo tiempo, la madre me contempla con expresión misteriosa y alegre; se detiene junto a mí, se pone colorada y acercándome su niño, que está muy gordito, me lo presenta. Los bracitos y el cuello de la criatura forman rodajitas, y los hoyuelos de su carne sonrosada ríen sin cesar.
La madre me lo muestra con orgullo.
—Caballero —me dice melodiosamente—, ¿verdad que mi niño es muy hermoso?
Le coge la mano, y se la pone sobre la boca, inclina luego hacia mí sus deditos sonrosados, y dice:
—Hijito mío: échale un beso a este señor, que es muy bueno; no quiere que los niños recién nacidos tengan frío. Échale un beso.
Oprime a su hijo contra su corazón y desaparece con la agilidad de una gata; se aleja en un pasillo que, a juzgar por lo que huele, conduce a una cocina. Yo entro en mi casa.
—Teresa, ¿quién será una mujer joven que he visto en la escalera y que lleva un precioso niño en brazos? Teresa me responde que es la señora Coccoz. Miro al techo como para buscar alguna luz que me aclare aquella obscura noticia. Teresa me recuerda al pobre vendedor ambulante que el año pasado me ofrecía libros mientras su mujer daba a luz.
—¿Y Coccoz? —pregunto.
Me responde mi criada que nunca le volveré a ver. Al pobrecito lo enterraron, sin que lo advirtiéramos, poco después del feliz parto de la señora Coccoz. Al enterarme de que su viuda vivía ya consolada, me tranquilizo.
—Pero, Teresa —pregunto—, ¿la señora Coccoz, no carece de nada en su desván?
—Muy cándido sería usted, señor —me responde mi criada—, si se preocupase de semejante persona. La ordenaron que desalojara el desván, cuyo techo está ya compuesto; pero sigue allí contra la voluntad del casero, del administrador, del portero y del escribano. Creo que los ha embrujado a todos. Dejará el desván cuando la convenga, señor, ¡y se irá en coche! Créame a mí.
Teresa reflexiona un momento y pronuncia luego esta sentencia:
"Una cara bonita es una maldición del cielo."
Aunque sé a punto fijo que Teresa nunca disfrutó del menor atractivo, ni siquiera en su juventud, inclino la cabeza para decirle con abominable intención:
—¡Cuidado, Teresa, porque no ignoro que en sus tiempos también tuvo usted una cara bonita!
No debe tentarse a ninguna criatura humana, ni siquiera a la de mayor santidad.
Teresa baja los ojos y responde:
—Sin ser lo que se llama una mujer bonita, no desagradaba, y si hubiese querido lograra lo que las demás.
—¿Y quién se atrevería a dudarlo? Pero cójame usted el sombrero y el bastón. Para recrearme, voy a leer algunas páginas de Moreri. Según me advierte mi olfato de viejo zorro, esta noche cenaremos una gallina cuyo guiso huele a gloria. Conságrela usted sus atenciones, hija mía, y compadézcase del prójimo, para que los demás la disculpen a usted y a su viejo amo.
Después de hablar así, desenmaraño las intrincadas ramas de una genealogía de príncipes.
He pasado el invierno a gusto de los sabios, in angello cun libello, y las golondrinas del muelle Malaquais me encuentran al regresar casi lo mismo que me dejaron. Quien vive poco, cambia poco, y no es vivir emplear los días en el estudio de textos antiguos.
Sin embargo, hoy me siento más empapado que de costumbre en esa vaga tristeza destilada por la vida. Mis funciones intelectuales (casi no me atrevo a confesármelo) se turbaron desde la crítica hora en que me fue revelada la existencia del manuscrito de Juan Toutmouillé.
Es extraño que unas cuantas hojas de pergamino viejo me hayan quitado la tranquilidad; pero nada es tan seguro. El pobre que vive sin ansias posee el mejor de los tesoros: se posee a sí mismo. El rico ambicioso es un miserable esclavo. Yo soy ese esclavo. Ni siquiera los placeres tranquilos, como hablar con un hombre de inteligencia fina y moderada o comer en compañía de un amigo, me hacen olvidar el manuscrito que tan indispensable me resulta desde que tuve noticia de su existencia. Me hace falta de día, me hace falta de noche, me hace falta cuando estoy alegre y cuando estoy triste, me hace falta para trabajar y para descansar.
¡Ahora recuerdo mis caprichos infantiles y disculpo los poderosos deseos de mi primera edad!
Veo nuevamente, con extraordinaria precisión, una muñeca que, cuando yo tenía ocho años, había en el escaparate de una tienda de la calle del Sena. Ignoro cómo llegué a encapricharme de aquella muñeca. Estaba orgulloso de ser un muchacho y despreciaba a las niñas; sólo esperaba con impaciencia el momento —llegado tiempo ha— en que una barba como un cepillo adornaría mi rostro. Jugaba a los soldados, y para dar de comer a mi caballo de máquina, destrozaba las plantas que mi pobre madre cultivaba en su balcón. ¡Todos mis juegos eran varoniles! Y sin embargo, se me antojó una muñeca. También los Hércules tienen sus debilidades. ¿Era siquiera bonita la muñeca por mí deseada? No. Me parece que la veo aún: tenía un rosetón en cada mejilla, unos brazos muy cortos y blanduchos, unas horribles manos de madera, y las piernas muy largas y muy separadas. Su vestido rameado estaba sujeto a la cintura por dos alfileres. ¡Todavía tengo presentes las cabezas negras de aquellos dos alfileres! Era una muñeca ordinaria, una muñeca de pobre. Recuerdo muy bien que, a pesar de ser muy niño, pues no había roto aún muchos pantalones, comprendí claramente que aquella muñeca carecía de gracia y de atractivos. ¡Qué ordinaria y qué vulgar era! Pero, a pesar de todo, quizá por eso mismo me gustaba. Sólo aquélla me gustaba. La quería. Mis soldados y mis tambores no lograban entretenerme. Ya no ponía en la boca de mi caballo de máquina ramas de heliotropo y de verónica. Aquella muñeca lo era todo para mí. Imaginé ardides salvajes para que Virginia, mi niñera, me pasara por delante de la tiendecita de la calle del Sena... Y al verme allí, apoyaba la nariz en el cristal, y era preciso que mi niñera me tirase de brazo, con estas razones: "Señorito Silvestre: es muy tarde, y su mamá le reñirá." El señorito Silvestre se reía entonces de los regaños y de los azotes; pero la niñera le levantaba como una pluma, y el señorito Silvestre cedía ante la fuerza. Desde entonces, con los años, se ha echado a perder y cede al temor. En aquella época nada temía.
Era muy desgraciado. Una vergüenza irreflexiva, pero irresistible, me impedía confesar a mi madre el objeto de mis amores. De ahí mis sufrimientos. Durante algunos días, la muñeca, sin cesar presente en mi memoria, bailaba ante mis ojos, me miraba fijamente, me tendía los brazos; adquiría en mi imaginación una especie de vida que la realzaba misteriosa y terriblemente; era cada vez más deseada y más deseable.
Al fin un día, que nunca olvidaré, mi niñera me llevó a casa de mi tío, el capitán Víctor, que me había convidado a almorzar. Admiraba yo mucho a mi tío el capitán, tanto por haber sido de los últimos que se batieron en Waterloo como por preparar él mismo en la mesa de mi madre los dientes de ajo que echaba luego en la ensalada de achicorias. Aquello me parecía hermoso. Mi tío Víctor me inspiraba también admiración por sus levitas galoneadas, y sobre todo por la costumbre que tenía de revolver y trastornar toda la casa en cuanto entraba en ella. No he podido averiguar cómo se arreglaba, pero afirmo que aun cuando se hallase mi tío Víctor entre veinte personas, era el más visible y el que hablaba más. Tengo motivos para suponer que mi excelente padre no compartía conmigo la admiración por el tío Víctor, el cual solía envenenarle con su pipa y para reprocharle su poca energía le daba, afectuosamente, fuertes puñetazos en el hombro. Mi madre, sin dejar por eso de tener con el capitán una indulgencia de hermana, le aconsejaba que no fuese tan aficionado a la bebida. Yo no participaba de las repugnancias ni de los reproches, y el tío Víctor me inspiraba el más puro entusiasmo. Por esto me sentí orgulloso al entrar en su cuartito de la calle Guénégaud. Su almuerzo, servido en un velador junto a la chimenea, se componía de embutidos y platos de dulce.
El capitán me hartó de pasteles y de vino, me refirió las numerosas injusticias de que le habían hecho víctima. Sobre todo se quejaba de los Borbones, y como no se preocupó nunca de decirme quiénes eran los Borbones, me imaginé, ignoro por qué razón, que los Borbones eran unos tratantes de caballos establecidos en Waterloo. El capitán, que sólo dejaba de hablar para servirme vino, acusó además a gran número de mocosos, de majaderos y de inútiles, a los cuales odiaba yo de todo corazón sin conocerlos. A los postres me pareció oír decir al capitán que mi padre era un hombre a quien llevaban del ramal, pero no estoy seguro de haberme enterado bien. Me zumbaban los oídos y el velador daba vueltas.
Mi tío se puso el uniforme, cogió su sombrero y nos fuimos a la calle, que me pareció completamente variada, como si hiciera mucho tiempo que no hubiese pasado por ella. Sin embargo, cuando estuvimos en la calle del Sena, la muñeca se ofreció de nuevo a mi memoria exaltándome de un modo extraordinario. Me ardía la frente, y tomé una resolución decisiva. Pasamos por delante de la tienda; estaba allí, en el escaparate, con sus mejillas coloradas, su vestido rameado y sus largas piernas.
—Tío —le dije venciendo mi cortedad—, ¿quiere comprarme esa muñeca?
—¡Comprar yo una muñeca a un muchacho! —exclamó mi tío con voz de trueno—. ¿Quieres deshonrarte? ¿Y es esa pepona la que prefieres? Te felicito, hijo mío. ¡Si sigues con tales aficiones, y a los veinte años tienes tan mal gustó como ahora, no lo pasarás muy bien, te lo advierto, y tus camaradas dirán que eres un grandísimo bobo! Pídeme un sable o un fusil, y te lo compraré, aunque sea con el último escudo de mi paga de retirado. ¡Pero comprarte una muñeca! ¡Rayos y truenos! ¡Consentir que te deshonres! ¡Eso, jamás! Si te viera jugar con una pepona como esa, hijo de mi hermana, no te reconocería como a mi sobrino.
Aquellas palabras oprimieron de tal modo mi corazón, que solamente la soberbia, una diabólica soberbia, contuvo mi llanto.
Mi tío se tranquilizó de pronto para insistir en sus juicios acerca de los Borbones; pero el peso de su indignación me oprimía y me hizo sentir una vergüenza inexplicable. Prometime resueltamente no deshonrarme y renuncié para siempre a la muñeca de mejillas coloradas. Aquel día conocí la austera dulzura del sacrificio.
Capitán: es cierto que en vida juraste como un pagano, fumaste como un suizo y bebiste como un campanero; pero debemos honrar tu memoria, no sólo porque fuiste un valiente, sino también porque revelaste a tu sobrino, muy niño aun, el sentimiento del heroísmo. El orgullo y la pureza te hicieron casi insoportable, ¡oh, tío Víctor!, pero un bravo corazón latía bajo los galones de tu uniforme. Llevabas, lo recuerdo, una rosa en el ojal. Aquella flor que ofrecíais gustoso a las muchachas, aquella flor abierta que se deshojaba siempre, era el símbolo de tu gloriosa juventud. No despreciabas el vino ni el tabaco, pero despreciabas la vida. No se podían aprender de ti, capitán, el buen sentido ni la delicadeza, pero a la edad en que la niñera me quitaba todavía los mocos, me diste un ejemplo de abnegación y de honor que nunca olvidaré.
Descansas hace ya tiempo en el Mont-Parnasse, bajo una humilde losa, con este epitafio:
AQUÍ YACEARISTIDES-VICTOR MALDENTCAPITÁN DE INFANTERÍACABALLERO DE LA LEGIÓN DE HONOR
Pero no era esa, capitán, la inscripción que reservabas a tus viejos huesos, que tanto se habían arrastrado por los campos de batalla y por las casas de placer. Apareció entre tus papeles un irónico y arrogante epitafio que, a pesar de ser tu última voluntad, no se atrevieron a ponerte sobre la tumba.
AQUÍ YACE UN BANDIDO DEL LOIRA
—Teresa, mañana llevaremos una corona de siemprevivas a la tumba del bandido del Loira.
Pero Teresa no estaba cerca de mí. ¿Cómo había de hallarse a mi lado en la glorieta de los Campos Elíseos? Allí, al final de la avenida, el Arco de Triunfo que lleva inscritos en sus bóvedas los nombres de los compañeros de armas del tío Víctor abre sobre el cielo su puerta gigantesca. Los árboles de la avenida despliegan sus primeras hojas, pálidas y tiernecitas aun, a la caricia del sol primaveral. Junto a mí los coches se dirigen al bosque de Bolonia. Prolongué mi paseo hasta aquella avenida mundana, y heme aquí parado, sin propósito alguno, ante un puesto de bizcochos y botellas de horchata cubiertas con un limón.
Allí un miserable niño andrajoso, de piel renegrida, contemplaba extasiado las suntuosas golosinas que no puede adquirir; demuestra su deseó con el impudor de la inocencia. Sus ojos redondos se clavan fijamente en un muñeco de bizcocho bastante grande: es un general, y se parece un poco al tío Víctor. Lo cojo, lo pago y se lo ofrezco al pobre niño, que no se atreve a tornarlo, porque instruido por una precoz experiencia no cree en la dicha. Mirándome con expresión perruna, parece decirme: No se burle usted de mí; es una crueldad.
—Vamos, hijo mío —le digo con ese tono brusco que me caracteriza—, cógelo y come puesto que, más feliz de lo que yo era a tu edad, puedes satisfacer tus caprichos sin deshonrarte.
Y tú, tío Víctor; tú, cuya varonil apostura me recuerda ese bizcocho: ven, sombra gloriosa, a hacerme olvidar mi nueva muñeca. Somos eternamente niños, y se nos antojan sin cesar nuevos juguetes.
El mismo día.
¡La familia Coccoz está unida en mi espíritu del modo más extraño al clérigo Juan Toutmouillé!
—Teresa —dije al hundirme en mi butaca—, cuénteme algo del niño Coccoz, si está bueno, si le han salido los dientes, y déme las zapatillas.
—Debe haberlos echado ya, señor —me respondió Teresa—, pero yo no se los he visto. En cuanto empezó la primavera, la madre desapareció con su hijo, sin recoger los muebles y las ropas. Han encontrado en su desván treinta y ocho tarros de pomada vacíos. Esto es absurdo. La última temporada que vivió aquí recibía muchas visitas, y como supondrá usted, no debe estar ahora en un convento de monjas. La sobrina dice que la ha visto en coche, por el bulevar. ¡Ya imaginaba yo que acabaría mal!
—Teresa —respondí—, esa pobre mujer no ha acabado ni bien ni mal; esperemos a que llegue el fin de su vida para juzgarla. Y procure usted no hablar mucho en la portería. Opino que la señora Coccoz, a quien vi una sola vez en la escalera, quiere mucho a su hijito, y su ternura merece ser muy respetada.
—Es verdad, señor; siempre cuidó mucho al niño. No había en todo el barrio una criatura mejor alimentada, mejor vestida y mejor criada. Todos los días de Dios le ponía un babero limpio, y le cantaba de la mañana a la noche canciones risueñas.
—Teresa, un poeta ha dicho: "El niño a quien su madre no ha sonreído, es indigno de la mesa de los dioses y del lecho de las diosas."
Al saber que enlosaban de nuevo la capilla de la Virgen de Saint-Germain-des-Près, me dirigí a la iglesia con la esperanza de encontrar algunas inscripciones descubiertas por los obreros. Efectivamente, no me equivoqué. El arquitecto me enseñó una piedra que había mandado arrimar a la pared. Arrodilléme para descifrar la inscripción grabada sobre aquella piedra, y en voz baja, en la semiobscuridad del viejo ábside, leí las siguientes palabras, que me emocionaron:
Aquí yace
J U A N T O U T M O U I L L E
monje de esta iglesia que mandó recubrir de plata la barbilla de San Vicente,
la de San Amado y el pie de los Inocentes. Fue mientras vivió un hombre prudente y sufrido.
Rogad por su alma.
Limpié suavemente con mi pañuelo el polvo de aquella losa; hubiera querido besarla.
"—¡Es él! ¡Es Juan Toutmouillé!" —exclamé.
Y en las altas bóvedas aquel nombre resonó con estrépito sobre mi cabeza.
El rostro mudo y grave del sacristán, que avanzaba hacia mí, me avergonzó y contuvo aquel entusiasmo; escapé entre los dos hisopos cruzados sobre mi pecho por dos ratas de iglesia rivales.
Sin embargo, era mi Juan Toutmouillé, ¡no había duda!, el traductor de la Leyenda dorada, el autor de la vida de los santos Germán, Vicente, Ferreol, Ferrucio y Droctoveo, como yo me lo había figurado monje de Saint-Germain-des-Près, y además de buen monje, muy piadoso y liberal. Mandó construir una barbilla de plata, una cabeza de plata y un pie de plata, para que los restos preciosos estuviesen encerrados en una envoltura incorruptible.
Pero ¿llegaré a conocer su obra, o este nuevo descubrimiento sólo servirá para aumentar mis preocupaciones?
Yo, que resulto agradable a veces, y tanteo la resistencia de todos los hombres; yo, que soy la alegría de los buenos y el terror de los malos; yo, que fomento y destruyo el error, desplegaré mis alas... No me recriminéis si en mi vuelo rápido paso por alto algunos años. . .
¿Quién habla así? Un anciano a quien conozco mucho: el Tiempo.
Shakespeare, al fin del tercer acto del Cuento de invierno, se detiene para dejar a la infantil Perdita que desarrolle su prudencia y su belleza; y cuando abre de nuevo la escena, presenta en ella al Tiempo como evocación del Coro antiguo, para dar noticias a los espectadores de los prolongados días que abrumaron la cabeza del celoso Leontes.
Suspendí ese diario, como Shakespeare la acción de su comedia, durante un largo intervalo, y como él hago intervenir al Tiempo para explicar mi silencio de ocho años. Hace, efectivamente, ocho años que no he escrito ni una sola línea en este cuaderno, y por desgracia no me veo precisado, cuando cojo la pluma de nuevo, a describir una Perdita, cuyos encantos y cuyos atractivos aumentaban con la edad. La juventud y la belleza son las fieles compañeras de los poetas. Estos fantasmas encantadores nos hacen una breve visita. No sabemos retenerlos. Si por un inconcebible capricho la sombra de alguna Perdita osara cruzar por mi cerebro, se marchitaría horriblemente entre montones de pergaminos resecos. ¡Felices los poetas! Sus cabellos blancos no espantan las sombras flotantes de las Helenas, de las Francescas, de las Julietas, de las Julias y de las Doroteas. En cambio, bastaría la nariz de Silvestre Bonnard para poner en fuga a todo el enjambre de grandes apasionadas.
Sin embargo he sentido la belleza como la sienten los otros, me ha emocionado el encanto misterioso que la incomprensible Naturaleza extiende sobre las formas animadas: una arcilla viviente me ha comunicado el estremecimiento propio de los amantes y de los poetas, pero nunca he sabido amar ni cantar. En mi espíritu, atiborrado de textos viejos y de viejas fórmulas encuentro de pronto, como se encuentra una miniatura en un desván, un rostro alegre con ojos brillantes.
Bonnard, amigo mío: eres un viejo loco. Más te valiera leer el catálogo que un librero de Florencia te ha enviado esta misma mañana. Es un catálogo de manuscritos, y te promete la descripción de algunas obras conservadas por algunos curiosos de Italia y de Sicilia. Esto es lo que te conviene y lo propio de tu edad.
Leo, y de pronto lanzo una exclamación. Hamílcar, que con los años ha adquirido una gravedad asombrosa me mira en actitud de reproche; parece preguntarme si es posible descansar en este mundo, puesto que a mi lado no lo consigue, aun cuando soy tan viejo como él.
En la alegría de mi descubrimiento necesito un confidente, y es al tranquilo Hamílcar a quien me dirijo con la efusión de un hombre feliz:
—No, Hamílcar, no; el descanso no es de este mundo, y la quietud a que aspiras es incompatible con los trabajos de la existencia. ¿Quién te ha dicho que somos viejos? Oye lo que leo en este catálogo y después dime si ha llegado la hora de descansar:
"La leyenda dorada de Jacobo de Voragine. Traducción francesa del siglo XIV, por el clérigo Juan Toutmouillé.
"Soberbio manuscrito adornado con dos miniaturas maravillosamente ejecutadas y en perfecto estado de conservación. Una representa la Purificación de la Virgen y otra la coronación de Proserpina.
"A continuación de la Leyenda dorada, se hallan las leyendas de los santos Ferreol, Ferrucio, Germán y Droctoveo, XXVIII páginas, y la Sepultura gloriosa del señor San Germán de Auxerre, XII páginas.
"Este precioso manuscrito, que formaba parte de la colección de sir Thomas Raleigh, lo posee en la actualidad el señor Miguel Ángel Polizzi, de Girgenti."
¿Has oído, Hamílcar? El manuscrito de Juan Toutmouillé está en Sicilia, en casa de Miguel Ángel Polizzi. ¡Ojalá este hombre sienta estimación por los sabios! Voy a escribirle.
Dicho y hecho. En mi carta, con un ruego al señor Polizzi para que me facilitara el manuscrito del clérigo Toutmouillé, le mencionaba los títulos por los cuales me atrevía a creerme digno de semejante favor.
Al mismo tiempo yo ponía a su disposición algunos textos inéditos que poseo y que no carecen de interés. Le suplicaba que me contestara pronto (e inscribía debajo de mi firma todos mis títulos honoríficos).
—¡Señor! ¡Señor! ¿Dónde va usted tan de prisa? —exclamó Teresa asustada, mientras bajaba de cuatro en cuatro los escalones, y corría detrás de mí con el sombrero en la mano. —Voy a echar una carta al correo, Teresa.
—Pero ¡Dios mío! ¿Por qué se ha de ir con la cabeza al aire, como un loco?
—Estoy loco, Teresa. ¿Quién no lo está? Déme el sombrero en seguida, que me voy.
—¿Y los guantes? ¿Y el paraguas?
Al pie de la escalera, aun la oía gritar y gemir.
Esperaba la respuesta del señor Miguel Ángel Polizzi con una impaciencia mal disimulada. Sentíame inquieto; hacía movimientos bruscos; abría y cerraba ruidosamente mis libros.
Un día empujé con el codo un tomo del Moreri, y se vino al suelo. Hamílcar, que se relamía, dejó de hacerlo de pronto, y con la pata sobre la oreja me miró con ojos ariscos. ¿Era esa vida tumultuosa la que podía esperarse bajo mi techo? ¿No habíamos convenido tácitamente en gozar de una existencia tranquila? Yo rompí el pacto.
—¡Pobre compañero mío! —le respondí—, ¡soy víctima de una pasión violenta que me sobresalta y me absorbe! Las pasiones son enemigas del sosiego, lo reconozco; pero sin ellas no habría industrias ni artes en el mundo; cada cual descansaría desnudo sobre su montón de estiércol; y tú, Hamílcar, no pasarías el día dormido sobre un almohadón de seda en la ciudad de los libros.
No expuse durante más tiempo a Hamílcar la teoría de las pasiones, porque mi criada me entregó una carta con sello de Nápoles. Decía:
"Ilustrísimo señor:
"Poseo, efectivamente, el incomparable manuscrito de La leyenda dorada, que no ha pasado inadvertido a su clara inteligencia. Serias razones se oponen imperiosa y tiránicamente a que me desprenda de él ni un solo día ni un solo minuto. Será para mí una satisfacción y un honor enseñárselo a usted en mi humilde casa de Girgenti abrillantada y embellecida por su presencia. Espero impaciente su visita y me atrevo a ofrecerme, señor académico, muy humilde y devoto servidor de usted,
MIGUEL ANGEL PALOZZINegociante en vinos y arqueólogode Girgenti (Sicilia).
Pues bien, iré a Sicilia.
Extremum hunc Arethusa, mihi conceda laborem.
Ya resuelto mi viaje y hechos los preparativos, sólo me faltaba advertírselo a mi criada. Confieso que me costó no pocas vacilaciones anunciarla mi partida,temeroso de sus requerimientos, sus burlas, sus reproches, sus lágrimas. Es una buena mujer, me decía; me tiene afecto; intentará convencerme, y bien sabe Dios que cuando quiere algo no escatima gestos, gritos, ni palabras. Llegado el momento pedirá auxilio a la portera, a la asistenta, a la colchonera y a los siete hijos del frutero; me rodearán; caerán todos de rodillas ante mí; su dolor y sus lágrimas les pondrán unos semblantes horribles, y cederé por no verlos. Tales eran las espantosas imágenes, las pesadillas febriles que el miedo amontonaba en mi imaginación. Sí, el miedo, el miedo fecundo, como dice el poeta, engendraba esos monstruos en mi cerebro. Porque, lo confieso, en estas páginas íntimas: mi criada me da miedo. No ignoro que sabe que soy débil, y esto me quita todo el valor en mis luchas con ella, luchas frecuentes en las que sucumbo de un modo inevitable.
Pero era preciso notificar a Teresa mi decisión. Entró en la biblioteca con un fajo de leña para encender un poco de lumbre, una llamarada, como dice. Las mañanas son frescas. La observaba yo por el rabillo del ojo mientras estaba acurrucada con la cabeza metida en la chimenea. No sé de dónde me vino el valor, pero no vacilé. Me puse a pasear de un extremo a otro de la estancia.
—A propósito —la dije con tono risueño y con esa fanfarronería propia de los cobardes—, a propósito, Teresa: me marcho a Sicilia.
Después de hablar esperé con mucha inquietud. Teresa no respondía. Su cabeza y su cofia continuaban hundidas en la chimenea, y nada en su persona, que yo observaba, reveló la más pequeña emoción. Metía astillas debajo de los leños; nada más.
Al fin pude ver su rostro, y su indiferencia, su tranquilidad me irritaron.
"Sin duda —me dije para mis adentros esta solterona no tiene corazón. Me deja partir sin decir palabra. ¿Tan poco significa para ella la ausencia de su viejo amo?"
—Vaya donde guste, señor —me dijo al fin—, pero vuelva usted a las seis en punto. Tenemos para comer un plato que no espera.
Contra calle vive, mange e lave a faccia.
"Comprendo, amigo mío; por tres céntimos puedo beber, comer y lavarme la cara, y todo esto con sólo adquirir una de las rajas de sandía que tienes sobre una mesa."
Pero, prejuicios occidentales me impidieron saborear con bastante candor tan sencilla voluptuosidad. ¿Cómo he de comer sandía? Gracias a que pueda tenerme derecho entre la multitud. ¡Qué noche tan alegre y ruidosa en Santa Lucía! Las frutas apiladas forman verdaderas montañas en las tiendas iluminadas por farolitos multicolores. En los anafres encendidos al aire libre, los calderos humean, y las frituras chisporrotean en las sartenes. El olor de pescado frito y de carne caliente me cosquillea en las narices y me hace estornudar. En aquel momento advierto que mi pañuelo no está en el bolsillo de mi levita. Me siento empujado, alzado y volteado en todas direcciones por el pueblo más alegre, más hablador, más vivo y más habilidoso que pueda imaginarse. De pronto una joven comadre, precisamente mientras admiro sus magníficos cabellos negros, me envía sin lastimarme —con un golpe de su hombro elástico y fuerte— tres pasos atrás, hasta los brazos de un hombre que come sus macaroni, y me recibe sonriente.
Ya estoy en Nápoles. Cómo he llegado hasta aquí, con algunos restos informes y mutilados de mi equipaje, no podría decirlo, por la sencilla razón de que yo mismo no lo sé. He viajado en un sobresalto perpetuo, y me parece que en esta ciudad tan clara tengo la facha de un murciélago al sol. ¡Esta noche es peor todavía! Para observar las costumbres populares me fui a la Strada di Porto, donde actualmente me hallo. En torno mío, grupos animados se apiñan ante los puestos de vituallas, y floto como un buque náufrago arrastrado por olas vivientes que cuando sumergen acarician aún. Porque este pueblo napolitano tiene en su vivacidad no sé qué de dulce y de halagüeño. No empujan, mecen, y creo que a fuerza de balancearme estas gentes acabarían por dormirme de pie. Admiro, al pisar los escalones de lava de la Strada, a esos esportilleros y a esos pescadores que hablan, cantan, fuman, gesticulan, se pelean y se abrazan con extraordinaria rapidez. Viven a un tiempo con todos los sentidos y, filósofos por naturaleza, comprenden sus deseos y la brevedad de la vida. Me acerco a una taberna muy bien alumbrada, y leo en la puerta este cuarteto en dialecto napolitano:
Amice, alliegre magnammo, e bevimmo;Nfin che n'ce stace noglio a la lucerna:¿Chi sa s'a l'autro munno n'ce vedimmo?¿Chi sa s'a l'autro munno n'ce taverna?(Comed, bebed alegres, sin medida;con el aceite brilla la linterna.¿Nos veremos acaso en la otra vida?En la otra vida ¿habrá alguna taberna?)