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El bienestar de un reino… a cambio de su felicidad Traicionada por uno de sus seres más queridos, Honoria Escalona debía enfrentarse ahora al único hombre capaz de llevar la estabilidad al mediterráneo reino de Mecjoria. Un hombre frío y duro, que una vez había sido su amigo: Alexei Sarova, el verdadero rey del país. Pero el tortuoso pasado de Alexei lo había convertido en un extraño. Culpaba de sus desgracias a la familia de Ria y, cuando él le ofreció su ayuda, puso una condición: que solo aceptaría el trono si ella se convertía en su reina y le daba un heredero.
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Seitenzahl: 182
Editado por HARLEQUIN IBÉRICA, S.A.
Núñez de Balboa, 56
28001 Madrid
© 2013 Kate Walker
© 2015 Harlequin Ibérica, S.A.
A cambio de su felicidad, n.º 2373 - marzo 2015
Título original: A Throne for the Taking
Publicada originalmente por Mills & Boon®, Ltd., Londres.
Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial. Esta edición ha sido publicada con autorización de Harlequin Books S.A.
Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares, y situaciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientos de negocios (comerciales), hechos o situaciones son pura coincidencia.
® Harlequin, Bianca y logotipo Harlequin son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited.
® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia. Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.
Imagen de cubierta utilizada con permiso de Harlequin Enterprises Limited.
Todos los derechos están reservados.
I.S.B.N.: 978-84-687-5776-6
Editor responsable: Luis Pugni
Conversión ebook: MT Color & Diseño, S.L.
Portadilla
Créditos
Índice
Capítulo 1
Capítulo 2
Capítulo 3
Capítulo 4
Capítulo 5
Capítulo 6
Capítulo 7
Capítulo 8
Capítulo 9
Capítulo 10
Capítulo 11
Capítulo 12
Capítulo 13
Capítulo 14
Si te ha gustado este libro…
Ya llegaba. Ria lo supo por el sonido de pasos en el corredor; pasos fuertes y enérgicos, pasos de caros zapatos de piel en el mármol del suelo.
Un hombre alto avanzaba con rapidez e impaciencia hacia la habitación donde le habían dicho a Ria que esperase. La habitación no se parecía mucho a lo que se había imaginado, pero nada de lo sucedido últimamente se parecía mucho a lo que se había imaginado, empezando por aquel hombre. Llevaban diez años sin verse. Y ahora se iban a ver en menos de treinta segundos.
Estaba tan nerviosa que no sabía qué hacer. Cambió de posición en el sillón; cruzó las piernas, se lo pensó mejor y las descruzó para tener los pies bien plantados en el suelo.
Aquel día, se había puesto un vestido azul y verde, con estampado de flores, y unos elegantes zapatos de vestir, de color negro. Alzó una mano y se apartó un inexistente mechón suelto de su cabello rubio oscuro. Sabía que su peinado estaba perfecto. Se lo había recogido en un tenso moño; precisamente, para que no se soltara ni un pelo. No quería dar una imagen de frivolidad o relajamiento.
Estaba tan obsesionada con ese asunto que, al principio, pensó que el vestido era demasiado informal para sus intenciones; pero se decidió por él porque era tan largo que unos pantalones no habrían cubierto sus piernas mucho mejor. Además, la chaqueta negra de lino añadía un toque de seriedad al conjunto.
La sala donde estaba era elegante y lujosa. En una de las paredes había una pequeña muestra de fotografías de edificios y paisajes, todas en blanco y negro, que le llamaron la atención. Eran magníficas, la clase de imágenes que habían dado fama y fortuna a Alexei Sarova. Pero a Ria le parecieron tristes; quizá, porque les faltaba el elemento humano, tan presente en su obra periodística. En ninguna de ellas había ninguna persona.
Justo entonces, los pasos se detuvieron. Ria distinguió un susurro de voces junto a la entrada y se empezó a poner nerviosa. A fin de cuentas, estaba allí por un motivo de la mayor importancia; le iba a dar un mensaje que podía evitar una guerra civil en su país.
–Tranquilízate –se dijo en voz alta–. Tienes que mantener el aplomo.
Cerró las manos sobre los brazos del sillón, para que le dejaran de temblar. Después, respiró hondo, soltó lentamente el aire y se quedó mirando el blanco techo, mientras se repetía que su nerviosismo era ridículo. Estaba acostumbrada a relacionarse con todo tipo de gente, desde jefes de Estado hasta ministros. Se lo habían enseñado desde niña, porque la familia Escalona tenía lazos con la familia real.
En otras circunstancias, aquella reunión le habría parecido rutinaria. Podía hablar de cualquier cosa; incluidas las exportaciones de su país y su minería, que había cobrado especial importancia desde que se había encontrado eruminium, un material recientemente descubierto, en las montañas de Trilesia. Aunque, en general, no hablaba de minas. Eso era asunto de su padre y, hasta hacía poco, de su primo segundo Felix, príncipe heredero de Mecjoria.
Sin embargo, aquella no era una reunión como tantas otras. En primer lugar, porque la libertad de su país y su propia libertad personal dependía de su resultado y, en segundo, porque Alexei Sarova no era un desconocido con quien pudiera mantener una conversación tan educada como estrictamente política.
La puerta se abrió un momento después. Alexei ordenó algo a la persona con quien estaba hablando en el pasillo y entró en la sala.
Había llegado el momento de la verdad.
En cuanto lo vio, Ria se quedó sin aire. Por primera vez en mucho tiempo, se sintió vulnerable y perdida. Incluso echó de menos al guardaespaldas que la había acompañado durante toda su vida.
Por desgracia, ya no tenía guardaespaldas. Era una de las muchas cosas que le habían quitado a ella y a su familia tras el inesperado fallecimiento de Felix y el escándalo sobre las actividades pasadas de su padre. Las cosas habían cambiado mucho, y tan deprisa que ni siquiera había tenido ocasión de reflexionar sobre sus posibles consecuencias.
–Buenas tardes.
La voz de Alexei sonó tan firme como severa. Ria, que estaba de espaldas a la entrada, se dijo que tenía que darse la vuelta y mirarlo a los ojos, pero no se pudo mover.
–Señorita…
Ria hizo un esfuerzo y se giró. Sabía que Alexei se había convertido en un hombre impresionante. Había visto muchas fotografías suyas en los periódicos, pero en persona era sencillamente abrumador. Alto, de hombros anchos y ojos tan negros como su pelo, llevaba un traje gris y una chaqueta que le daban aspecto de hombre de negocios. No se parecía nada al chico rebelde que había conocido diez años atrás.
–Buenas tardes –acertó a decir, tensa–. Supongo que eres Alexei Sarova.
Él se quedó atónito al reconocer a Ria.
–¿Tú? –dijo con hostilidad.
Alexei hizo ademán de salir de la habitación, y Ria pensó que aquello iba a ser más difícil de lo que se había imaginado. No esperaba que la recibiera con los brazos abiertos, pero tampoco esperaba un rechazo tan absoluto.
–Por favor… –rogó–. Por favor, no te vayas.
–¿Que no me vaya?
Él la miró con frialdad durante unos segundos. Después, sacudió la cabeza lentamente y le dedicó una sonrisa tan helada que Ria se estremeció.
–Yo no me voy a ir –continuó Alexei–. Te vas a ir tú.
Ria maldijo su suerte. No esperaba que Alexei la reconociera tan deprisa. Diez años era mucho tiempo, y ella había dejado de ser una niña. En los diez años transcurridos, había dejado de ser una niña baja y más bien entrada en carnes y se había convertido en una mujer alta y esbelta a quien, además, se le había aclarado el pelo: ya no lo tenía castaño, sino rubio oscuro. Lamentablemente, la había reconocido. Y no la quería escuchar.
–No –declaró ella, sacudiendo la cabeza–. No me voy a ir.
Los ojos de Alexei brillaron con furia. Ria estuvo a punto de retroceder, pero se recordó que las duquesas no retrocedían; aunque hubieran perdido su posición social.
–¿No? –dijo él.
Ella guardó silencio.
–Te recuerdo que soy el propietario de este edificio, y que aquí puedo hacer lo que quiera. Si te ordeno que te vayas, te irás –continuó.
–¿No quieres saber por qué he venido?
Si Ria hubiera lanzado una piedra a una estatua, no habría conseguido menos. De hecho, su pregunta solo sirvió para que la mirada de Alexei se volviera más feroz; y su actitud, al menos en apariencia, más impasible.
–No, en absoluto –contestó él–. Solo quiero que te marches y no vuelvas.
En realidad, Alexei habría deseado otra cosa: que Ria no hubiera aparecido. Pero el mal ya estaba hecho. Y se sentía como un tigre enjaulado; no por las paredes de la habitación, sino por los recuerdos de una época muy difícil para él.
No esperaba volver a ver a nadie de Mecjoria, y mucho menos a ella. Se había esforzado mucho por prosperar y dar a su madre la vida que se merecía. Había tardado muchos años, pero lo había conseguido. Ahora tenía más dinero que cuando era príncipe, y no necesitaba que le recordaran su antigua conexión con la familia real de Mecjoria y con el propio país, del que ya no quería saber nada.
–¿Te vas a ir? ¿O tengo que llamar a seguridad? –la amenazó.
Ria frunció el ceño y le devolvió una mirada tan fría como la suya. Ya no era una mujer asustada, sino una aristócrata.
–¿Pretendes que me saquen tus matones? Discúlpame, pero no quedaría muy bien en los periódicos. ¿Qué dirá la gente cuando publiquen que un mujeriego de fama internacional se ha visto obligado a pedir ayuda para librarse de una pequeña mujer?
–¿Pequeña? No eres precisamente pequeña –replicó él, mirándola de arriba abajo–. Has crecido… mides unos quince centímetros más que la última vez que te vi.
Alexei pensó que había crecido en algo más que altura. Lo había notado cuando entró en la habitación, antes de reconocerla. Era una mujer verdaderamente impresionante, de piernas interminables, figura esbelta y piel como de porcelana. Ya no tenía la cara redondeada de aquella niña que tanto le divertía, sino un rostro de pómulos bien marcados y labios sensuales que enfatizaban la belleza de sus ojos verdes.
Al verla, la deseó con todas sus fuerzas. Pero el deseo estalló, convertido en frustración e incredulidad, cuando se dio cuenta de que estaba delante de Ria, que ya no era la amiga y confidente que había sido, sino la heredera del hombre y de la familia que los habían traicionado a su madre y a él y los habían expulsado del país.
–Bueno, estoy seguro de que la prensa se mostrará más interesada por el hecho de que expulsen a la gran duquesa Honoria Maria Escalona de la sede de Sarova International. Imagínate lo que dirán, las cosas que serán capaces de inventar.
–Ya no soy gran duquesa; bueno, ni grande ni pequeña, porque ya no soy duquesa en absoluto –dijo Ria.
–¿Cómo?
Él se quedó confundido durante unos segundos. Frunció el ceño y ladeó la cabeza como hacía en esas circunstancias cuando eran niños; o más bien, cuando ella era una niña, porque Alexei le sacaba seis años.
–Por favor, Lexei…
Ria no tenía intención de llamarlo de ese modo, no pretendía recuperar el nombre familiar y afectuoso de los viejos tiempos, pero se le escapó sin darse cuenta. Y, de inmediato, supo que había cometido un error. Lo notó en la tensión de su cuerpo, en el destello enfadado de sus ojos y en la súbita dureza de sus labios.
–No, no me interesa lo que tengas que decir. ¿Por qué me tendría que interesar? Tú y los tuyos nos traicionasteis a mi madre y a mí y nos condenasteis al exilio y el oprobio –declaró Alexei–. Mi pobre madre murió en esa situación. Y dudo que tú estés aquí por un asunto de vida o muerte.
–Bueno, yo…
Las palabras se le ahogaron en la garganta. Era evidente que las cosas no estaban saliendo como había previsto, pero lo tenía que intentar de todas formas.
Abrió su bolso, sacó una hoja de papel y se la enseñó.
–Esto es para ti –dijo.
Él se quedó mirando el documento, que llevaba un sello oficial.
–Sé que tu madre necesitaba pruebas que demostraran la legalidad de su matrimonio –continuó Ria.
Alexei se había quedado inmóvil como una estatua, y Ria pensó que no era de extrañar. Si hubiera sido posible, habría preferido que el documento le llegara por manos que no fueran las suyas; pero se había presentado voluntaria, a pesar de las sospechas de los ministros, porque el Gobierno de Mecjoria no sabía toda la verdad. Una verdad tan terrible que Ria no se había atrevido a compartirla con nadie.
–Tu madre no podía demostrar nada si no conseguía pruebas documentales –prosiguió–. Pruebas de que el antiguo rey había dado permiso a tu padre para que se casara con ella.
Alexei se preguntó por qué le recordaba un suceso que conocía de sobra. Toda su vida estaba marcada por el escándalo del matrimonio de sus progenitores, que se había declarado ilegal. Tras su separación, su madre se lo llevó a Inglaterra y su padre se quedó en Mecjoria. Más tarde, su padre cayó gravemente enfermo y su madre decidió volver al país, para estar con él. Por entonces, Alexei ya tenía diecisiete años.
Sin embargo, su estancia en Mecjoria no duró mucho. La vieja aristocracia los miraba con desprecio; en parte, porque la actitud rebelde de Alexei los escandalizaba y, en parte, porque no los consideraban de los suyos. Cuando su padre falleció, se quedaron tan solos que nadie salió en su defensa al hacerse pública la conspiración que Ria acababa de descubrir. Una conspiración que les costó el exilio.
–Pues bien, aquí están las pruebas.
Él alcanzó el papel, le echó un vistazo por encima y lo dejó en la mesa, sin prestarle más atención.
–¿Y qué? –dijo.
Ella lo miró con perplejidad.
–¿Es que no sabes lo que significa?
Alexei no dijo nada. Ria comprendió que era perfectamente consciente de la importancia del documento, aunque su reacción no fuera la que ella se había imaginado.
–Es lo que necesitabas –le explicó–. Esto lo cambia todo. Significa que el matrimonio de tus padres era legítimo, que tú eres un hijo legítimo.
–¿Y crees que eso te da derecho a venir? ¿A hablar conmigo después de diez largos años? –preguntó él.
Las palabras de Alexei sonaron tan amargas que ella se estremeció; especialmente, porque se merecía su desprecio. Al fin y al cabo, se había escudado tras la supuesta ilegitimidad del matrimonio de sus padres para negarle su ayuda. Ria no sabía entonces la verdad, pero le había dado la espalda en cualquier caso. Y se la había dado por una razón que no era precisamente digna. Por celos.
Aún recordaba sus palabras:
«Es una mujer, Ria. Una mujer».
Se sintió tan despechada que no se atuvo a razones. Se negó a aceptar que ella seguía siendo una niña y que, en consecuencia, no podía dar a Alexei lo que él necesitaba. En su enfado, se convirtió en el instrumento perfecto de su propio padre, que la manipuló con mentiras para sus propios fines.
–No –contestó ella–. No creo que eso me dé derecho a venir.
–Entonces, ¿por qué has venido?
–Porque me ha parecido lo correcto.
–¿Lo correcto? –preguntó él con ironía–. Pues déjame decirte que llegas demasiado tarde. La verdad ya no puede ayudar a mi madre. Y, por mi parte, me da igual lo que piensen de mí en Mecjoria. Pero gracias de todas formas.
Por el tono de voz de Alexei, Ria supo que no le estaba agradecido en modo alguno. Sin embargo, aquel documento tenía repercusiones que iban mucho más allá de lo estrictamente personal; repercusiones que podían ser muy importantes para su país.
–Lo siento mucho, Alexei –se disculpó Ria, cambiando de estrategia–. Siento haberme comportado como lo hice.
Él se encogió de hombros.
–Han pasado diez años desde entonces. Ya no tiene ninguna importancia –dijo–. Mi vida está aquí. No quiero saber nada del país que decidió que mi madre y yo no éramos dignos de vivir en él.
–Pero…
Ria prefirió no decir nada más. Había demasiadas cosas en juego, y era evidente que Alexei no estaba preparado para escucharlas. Si daba un paso en falso, si hablaba antes de tiempo, la expulsaría para siempre de su vida y no tendría una segunda oportunidad.
–Márchate, por favor. De lo contrario, me veré obligado a llamar a los guardias y se enterará la prensa. Aunque, ahora que lo pienso, podría ser conveniente para mí, les podría contar una historia de lo más interesante.
Ria se preguntó si la estaba amenazando de verdad y, en tal caso, si ella se podía permitir el lujo de un escándalo. Desde un punto de vista personal, empeoraría el estado de su madre y la devolvería a las garras de su padre. Desde un punto de vista político, podía significar el fracaso de su misión.
No tenía más remedio que ganarse la confianza de Alexei. Pero sus posibilidades parecían cada vez más escasas.
–Honoria… –dijo él en tono de advertencia.
Ria no se movió.
Alexei la miró con intensidad y, tras dedicarle una burlona reverencia, añadió:
–Sal de aquí, duquesa.
Ella se giró hacia la puerta abierta, pero no dio ni un paso. No se podía ir. No sin haber hablado con él.
Ria pensó en lo que Alexei le había dicho minutos antes: «Dudo que estés aquí por un asunto de vida o muerte». Su ironía estaba completamente desencaminada. El difunto rey Felix había sido un hombre mezquino, pero todos lo recordarían como a la mejor de las personas si Ivan llegaba a acceder al trono.
Ella lo sabía mejor que nadie. Llevaba diez años sin ver a Alexei, pero había mantenido el contacto con su primo Ivan y lo conocía a fondo. De ser un niño brutal, que torturaba a los animales, había pasado a ser un hombre implacable, egoísta, agresivo y extraordinariamente peligroso para el país.
Por desgracia, solo había una persona que se pudiera interponer en su camino: Alexei. Y no quería saber nada de Mecjoria.
–Por favor, escúchame. ¡Te lo ruego!
Él sonrió con crueldad.
–¿Por favor? Vaya, ni siquiera sabía que fueras capaz de pronunciar esas dos palabras –se burló.
–Yo…
–Muy bien –la interrumpió con dureza–. ¿De qué se trata?
–No sé si querrás saberlo.
Alexei se apoyó en la pared y se cruzó de brazos.
–Has conseguido despertar mi curiosidad. Me encantaría saber qué es tan importante como para que la gran Honoria Escalona se rebaje a pedir algo por favor.
–¿Lo dices en serio?
–Por supuesto –respondió él con sorna–. Me divierte que la tortilla se haya dado la vuelta. Creo recordar que, en cierta ocasión, te pedí algo… te lo pedí como tú me lo estás pidiendo a mí, pero me negaste tu ayuda.
Ella no lo había olvidado. Alexei le había pedido que los ayudara a su madre y a él; que intercediera ante su padre para que, por lo menos, les dejara algún lugar donde vivir, una de las muchas propiedades que les había confiscado, dejándolos sin techo y en la ruina. Pero Ria no sabía que la madre de Alexei estaba muy enferma, ni comprendía el alcance de las maquinaciones de su padre, de cuyo lado se puso.
–Cometí un error –se disculpó.
Ria siempre había sabido que su padre era un hombre implacable y ambicioso, pero no creía que fuera capaz de mentir y manipular hasta el extremo de condenar a una mujer inocente y a su hijo. Cuando le dijo que los expulsaba por el bien del país, lo creyó. Cuando le dijo que la relación de la madre de Alexei con uno de los miembros más jóvenes de la familia real era un problema de Estado, pensó que decía la verdad.
Y ahora, diez años después, había descubierto que su padre la había engañado y manipulado de la peor manera.
–¿Qué ocurre, cariño? –ironizó Alexei–. ¿Te incomoda la situación?
Ria contempló el destello cruel de sus ojos y supo que estaba disfrutando. Se estaba vengando de ella; se estaba cobrando un pequeño precio por lo que le había hecho en el pasado. Y lo comprendió perfectamente.
–Rogar no es divertido, ¿verdad? –prosiguió él–. Especialmente, cuando te ves obligado a rogar a una persona a quien no querrías ver en toda tu vida.
Ella guardó silencio mientras él la miraba desde la raíz de su cabello inusitadamente recogido hasta la punta de sus zapatos, tan limpios que brillaban. Seguía apoyado en la pared, con los brazos cruzados sobre su imponente pecho. Parecía un depredador ante su presa; un depredador sin prisa, dispuesto a esperar.
–Yo lo sé muy bien, Ria. He estado en esa misma situación. Te rogué, te supliqué, me humillé ante ti… y me fui con las manos vacías.
Ria era consciente de que tenía pocas posibilidades, pero decidió probar otra vez, con un argumento distinto.
–Mecjoria te necesita –dijo.
Alexei no se inmutó.
–De todas las cosas que podrías decir, esa es la que menos me interesa y la que menos efecto puede tener en mí. Pero adelante, intenta convencerme de lo contrario; puede que se te ocurra alguna forma de persuadirme…
Ria no era tan ingenua como para no ser consciente de la forma de persuasión a la que se refería, y no estaba dispuesta a rebajarse hasta ese extremo. Sacó fuerzas de flaqueza, alzó la barbilla y clavó sus ojos verdes en los negros de Alexei.
–No, gracias –replicó con frialdad.
Pensó que su padre habría estado orgulloso de ella. Su actitud era absolutamente digna de la gran duquesa Honoria Maria Escalona, de la hija del canciller. Pero después de lo que había descubierto sobre su padre, ni le interesaba su opinión ni le importaba su dichoso título nobiliario. Ya no quería ser la mujer que había sido.
–Tu tono aristocrático no te servirá de nada. Conmigo no –le advirtió él.
Ria se dijo que, de momento, no podía hacer nada salvo asumir su derrota y marcharse de allí. Él había ganado la batalla. Pero ganar una batalla no era ganar la guerra.
–Gracias por tu tiempo, Alexei.