Almas apasionadas - Julianne Maclean - E-Book

Almas apasionadas E-Book

Julianne MacLean

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Beschreibung

Era un asunto muy arriesgado. La guardaespaldas Jocelyn MacKenzie sabía perfectamente que no debía mezclar los negocios con el placer, sobre todo si su misión era proteger al guapísimo doctor Donovan Knight. Iba a necesitar todas sus fuerzas para resistirse a la sexy mirada de aquellos ojos verdes, pero más le valía no dejarse distraer por el bien de su cliente... y de su propio corazón. ¿En qué estaría pensando Donovan cuando decidió contratar como guardaespaldas a aquella belleza? En cuanto la vio registrar su apartamento en busca de pistas, Donovan deseó convencerla de que dejara a un lado los negocios...

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Editado por HARLEQUIN IBÉRICA, S.A.

Núñez de Balboa, 56

28001 Madrid

© 2003 Julianne MacLean

© 2015 Harlequin Ibérica, S.A.

Almas apasionadas, n.º 1267 - mayo 2015

Título original: Sleeping with the Playboy

Publicada originalmente por Silhouette© Books.

Publicada en español en 2004

Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial. Esta edición ha sido publicada con autorización de Harlequin Books S.A.

Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares, y situaciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientos de negocios (comerciales), hechos o situaciones son pura coincidencia.

® Harlequin, Harlequin Deseo y logotipo Harlequin son marcas registradas propiedad de Harlequin Enterprises Limited.

® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia. Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.

Imagen de cubierta utilizada con permiso de Dreamstime.com

I.S.B.N.: 978-84-687-6262-3

Editor responsable: Luis Pugni

Conversión ebook: MT Color & Diseño, S.L.

Índice

Portadilla

Créditos

Índice

Capítulo Uno

Capítulo Dos

Capítulo Tres

Capítulo Cuatro

Capítulo Cinco

Capítulo Seis

Capítulo Siete

Capítulo Ocho

Capítulo Nueve

Capítulo Diez

Capítulo Once

Capítulo Doce

Capítulo Uno

Una vez más Jocelyn Mackenzie irrumpía en la vida de alguien. Salió con el doctor Reeves del elegante ascensor de paneles de caoba y cruzó el vestíbulo de marfil en dirección a las dobles puertas del lujoso ático. Miró asombrada la hermosa araña de cristal sobre su cabeza de la escultura moderna de acero apoyada en una de las paredes.

Y eso que ella estaba acostumbrada a los áticos de lujo y a las mansiones. En realidad, casi siempre desempeñaba su trabajo de guardaespaldas en lugares de ese tipo, más que nada, porque una persona media no se podría permitir sus servicios.

Sin embargo, Jocelyn Mackencie tenía sus propias razones para no llevar un estilo de vida tan suntuoso.

El doctor Reeves llamó a la puerta. Jocelyn esperó con las manos juntas detrás de la espalda junto a él, llena de curiosidad. Se preguntaba cómo aparecería su posible futuro cliente. ¿Abriría sin preguntar quién era o miraría antes por la mirilla?

El picaporte giró y la puerta se abrió sin más. Tendría que advertirle a su cliente de lo peligroso que era hacer eso.

Antes de que pudiera reaccionar, Jocelyn se encontró delante de un señor vestido de esmoquin, alto, guapo, de cabellos dorados. Llevaba la camisa blanquísima y almidonada, con los botones superiores desabrochados, y del cuello le colgaba la pajarita que llevaba aún sin hacer. Delgado pero fuerte, y lleno de seguridad en sí mismo, con el toque justo de arrogancia y sex-appeal, resultaba peligrosamente atractivo. Era del tipo de hombre que salía en la portada de las revistas, el tipo de hombre que hacía que su corazón se detuviese y se le subiera a la garganta. Sin darse cuenta, dio un paso hacia atrás.

¡Dios Santo! ¿Qué le había pasado? ¡Estaba en una visita de trabajo!

Hizo lo posible por reprimir sus instintos femeninos y aferrarse a su instinto profesional. Seguro que aquel acaudalado doctor tenía ya suficientes mujeres enamoradas y obsesionadas con él. De hecho, la posibilidad de que el problema se tratara de un caso típico de acoso de ese tipo era lo primero que debía considerar.

La mirada de ojos verdes de aquel hombre se tornó cálida al reconocer al doctor Reeves, para enseguida detenerse en Jocelyn.

–Mark, ¿qué haces aquí? –preguntó sin apartar la vista de Jocelyn.

Su voz sonaba tranquila, pero sensual. La manera en la que miraba a Jocelyn era como una advertencia: le gustaba flirtear.

¿Y por qué no? Seguramente muchas mujeres caerían rendidas a sus pies solo por conseguir, aunque fuera por un momento, ser el objeto de aquella indómita mirada.

«Es un cliente, Jocelyn, no deberías ni pensar esas cosas»

–Pasen.

El doctor Reeves dejó pasar antes a Jocelyn. La alfombra persa amortiguó el sonido de sus mocasines. Miró extasiada a su alrededor: suelos de mármol, columnas griegas, techos altos. Se oía música clásica ambiental y la luz era tenue y relajante. En la mesa de centro había una copa de vino tinto y un libro entreabierto.

Había otra enorme araña de cristal en el centro del vestíbulo. Jocelyn extendió la mano.

–Doctor Knight, soy Jocelyn Mackenzie.

–Encantado de conocerla –dijo él estrechando la mano de Jocelyn después de unos segundos de vacilación–. ¿De qué se trata? –añadió mirando a su amigo el doctor Reeves.

Jocelyn se volvió hacia el doctor Reeves. El hombre que la había contratado para ser escolta del doctor Knight titubeó durante unos segundos.

–¿No nos esperaba? –preguntó Jocelyn al doctor Reeves.

–¿Debería? –intervino el doctor Knight.

Jocelyn sintió que se enojaba por momentos. No le gustaba que la engañaran. No le gustaba trabajar para gente que no la necesitara desesperadamente. Creía que el doctor Knight estaba deseando que ella comenzara a trabajar para él. El doctor Reeves le había explicado que alguien había entrado con violencia en el ático unas noches antes y al día siguiente había aparecido una carta amenazante.

Maldita sea, incluso había hecho sus estudios preliminares del garaje y del hospital donde trabajaba el doctor Knight.

–Espere, déjeme explicarlo.

–¿Explicar el qué? –replicó su jefe.

–Él espera una respuesta, doctor Reeves, y la verdad es que yo también.

–¿Qué demonios está pasando aquí?

–Calmaos los dos. Donovan, quería que la conocieras antes de decir que no.

–¿Decir que no a qué?

Observó a Jocelyn de pies a cabeza. Llevaba una blusa blanquísima con americana marrón y mocasines de piel.

–¿Quién es usted? –preguntó por fin.

–Me han contratado para ser su guardaespaldas, doctor Knight, pero fue porque yo creía que usted quería uno.

–¿Guardaespaldas? Mark, no tenías ningún derecho…

–Tenía todo el derecho. Eres mi socio y no estoy dispuesto a perderte y tener que atender a todos los pacientes yo solo mientras tu estás herido… o muerto. Tendría que trabajar veinticuatro horas al día y esa no es la forma en la que yo quisiera atender mi consulta… Además –añadió poniéndose rojo–, estoy preocupado por ti.

Los dos hombres se quedaron callados, como si no supieran qué más decir.

–Debería marcharme –dijo Jocelyn–. Ustedes pueden hablar del tema y llamarme cuando hayan decidido algo. Aunque no puedo garantizarles que estaré disponible.

Se dirigió hacia la puerta deseando haber aceptado la oferta del congresista Jenkins en vez de aquella.

–Señorita Mackenzie, espere, por favor –la detuvo el doctor Reeves sujetándola por un brazo.

Jocelyn miró la mano del doctor y le lanzó una mirada amenazante. Él la soltó en el acto.

–El doctor Knight necesita sus servicios igual que sus pacientes lo necesitan a él. Chicago no se puede permitir perder su mejor cirujano cardiovascular y yo no me puedo permitir perder a un amigo.

–Es decisión de él, no suya –dijo Jocelyn–. Yo necesito la cooperación de mis clientes. Tienen que querer de buen grado y por voluntad propia trabajar conmigo y tomarse en serio la situación. Sin ese tipo de acuerdo mutuo, me largo.

Intentó de nuevo irse y el doctor Reeves la siguió hasta el rellano de la escalera.

–Por favor, se lo ruego –dijo el doctor Reeves–. Quédese y eche un vistazo. Mire a ver qué puede hacer por él.

–¿Por qué es usted el que me ruega que me quede, y no él?

El doctor Knight observaba lo que ocurría con aspecto tranquilo desde el vestíbulo.

–Puedo convencerlo –dijo el doctor Reeves dirigiéndose a su amigo con aire desesperado–. Donovan, la necesitas. No puedes arriesgarte de esta manera. Tus pacientes te necesitan. Este ático necesita un sistema de vigilancia. La policía no tiene tiempo de prestarle a tu caso la atención que precisa y ya estoy harto de perder el sueño preocupado por ti.

–Cambiaré las cerraduras.

–Eso no es suficiente. Si el atacante se lo propone, volverá. Además… –añadió bajando la voz–. Piensa en el centro de terapia. Estás a punto de conseguirlo y significa mucho para ti. No podrás concentrarte como es debido en eso si tienes que estar vigilando a tu alrededor todo el tiempo.

Se hizo un largo silencio. A Jocelyn le pareció que el doctor Reeves había tocado un punto sensible con esa historia del centro de terapia.

–Por favor, señorita Mackenzie, no se vaya –insistió Reeves.

–Debería haber discutido todo esto con el doctor Knight antes de hacerme venir aquí a perder el tiempo. Tengo una larga lista de espera de personas que necesitan mi ayuda y la quieren y esto no es…

–¿Cómo de larga es esa lista de espera? –intervino el doctor Knight.

Dio unos pasos hacia delante y se quedó parado en el umbral, apoyado en el marco de la puerta. Jocelyn y el doctor Reeves lo miraron. Podía detener el curso de una conversación simplemente interviniendo en ella. Jocelyn lo estudió concienzudamente. Deseaba fervientemente saber lo que pensaba.

Dios, ¡qué guapo era!

–Bastante larga.

–Así que es muy buena.

–Es la mejor –replicó Reeves–. Antes trabajaba para el Servicio Secreto. Su lista de referencias es kilométrica. Realmente impresionante, Donovan.

El doctor Knight cruzó el umbral de la puerta y avanzó hacia ella. Todos sus sentidos entraron en situación de alerta. De nuevo se mostraba muy sensual. Parecía ser algo muy natural en él, algo inconsciente. Quizá por eso le resultaba amenazante.

–¿Por qué dejó el Servicio Secreto? –preguntó él–. No la despedirían, ¿verdad?

–Claro que no –repuso ella ofendida–. Se gana más dinero así.

El dinero era algo que realmente necesitaba en esos momentos.

–Supongo que sabrá como usar esa pistola –dijo señalando el arma que ella llevaba dentro de la chaqueta.

–Podría hacerle caer sobre su trasero con ella, doctor Knight, sin tan siquiera apretar el gatillo.

Él guardó silencio. Era su turno de observar concienzudamente.

Sonó el timbre del ascensor y las puertas se abrieron. Nadie se movió. El doctor Knight la miraba esperando a ver qué hacía. Por unos momentos, los tres se quedaron quietos mientras el ascensor esperaba. Finalmente, las puertas se cerraron y los botones iluminados se apagaron.

El doctor Reeves respiró con alivio.

–Me gustaría ver primero cómo trabaja –dijo Knight–. Entonces decidiré si quiero sus servicios.

Jocelyn levantó una ceja, casi riendo.

–Me temo que va a ser al revés, doctor Knight. Yo hago las preguntas y yo decido si acepto trabajar con usted.

Para su sorpresa, Knight sonrió al doctor Reeves.

–¿De verdad que has comprobado sus referencias?

–Por supuesto.

–Bien, porque creo que me gusta.

–Me lo figuraba –dijo el doctor Reeves suspirando.

Jocelyn se sentó en un sillón blanco y mullido.

–Así que usted cree, doctor Knight, que el intruso tenía una llave.

–Sí. Él ya estaba dentro cuando regresé de la ópera hace tres noches, y la puerta estaba cerrada con llave como es habitual. Seguramente, quería que yo pensara que todo estaba normal, para tener el elemento sorpresa de su parte.

El doctor cruzó las piernas y le dio un trago a su copa de vino. Jocelyn tuvo que resistirse a mirar el fuerte muslo que se adivinaba bajo los pantalones del esmoquin.

–Puede ser –dijo ella mientras anotaba todos los detalles en su agenda electrónica.

–Llámeme Donovan.

Jocelyn no levantó la vista. Se limitó a asentir.

–¿Se hizo entonces esa cicatriz de los nudillos?

Donovan se miró la pequeña marca, que no tenía más de un centímetro de larga.

–Es usted muy observadora, señorita Mackencie. Sí, recibí algunos golpes antes de que él dejara de buscar lo que fuera que buscaba y se largara.

–¿Qué cree usted que buscaba?

–La policía determinó que el móvil era el robo –contestó él encogiéndose de hombros–. Dijeron que es muy fácil hacerse con una llave y hacerle una copia en cuestión de segundos. Muchas veces me las dejo en el laboratorio en el bolsillo de la bata cuando voy a comer algo, y las pierdo bastante a menudo.

–Le pasa a todo el mundo –intervino amablemente el doctor Reeves.

Jocelyn no sonrió.

–A mí no. Y si acepto el caso, doctor Knight, lo primero que tendré que hacer es trabajar con usted para corregir esa mala costumbre.

–¿Nunca ha perdido usted sus llaves? –preguntó Donovan frunciendo el cejo.

–Nunca desde que estaba en el instituto.

–¿Nunca se ha dejado el bolso en algún sitio, o se ha olvidado una tarjeta de crédito en la tienda?

–No.

–Debes usted de ser una persona muy meticulosa –dijo Donovan poniendo su copa en el hierro forjado que rodeaba la mesa.

–Soy una persona que valora la seguridad.

–Por eso elegiría este trabajo.

La miró inquisitivamente y ella se dio cuenta de que el quería saber más de ella que las razones para elegir una profesión.

Jocelyn se encogió de hombros. No pensaba contarle nada sobre su vida. Tenía sus razones. Había convertido en norma no divulgar asuntos personales que pudieran generar una excesiva familiaridad con sus clientes. Ella era quien hacía las preguntas.

–El doctor Reeves me ha contado que al día siguiente recibió usted una carta con amenazas.

–Sí. La tiene la policía. Decía: «Mereces morir».

–¿Tiene usted enemigos, doctor Knight?

–Donovan. No, que yo sepa.

–¿Hay pendiente alguna demanda por negligencia o error médico contra usted?

–No.

–¿Está seguro de que su atacante fue un hombre? Porque me ha contado que llevaba unas gafas de esquí.

–Estoy seguro. ¿Por qué? Parece que no se lo cree.

Sin prestarle ninguna atención, Jocelyn siguió tomando notas en su Palm Pilot.

–Me gusta hacer todas las preguntas posibles, doctor Knight.

–Llámeme Donovan –insistió él–. ¿Tiene algo en contra de los nombres de pila?

Ella levantó la vista de la agenda y lo miró. Su rostro era perfecto.

–No tengo nada en contra de los nombres de pila, doctor Knight, ¿acaso tiene usted algo en contra de los apellidos?

Él mantuvo la mirada unos momentos. Después, la tensión de su rostro desapareció y sonrió. Su sonrisa era la más sensual y sexy que había visto en su vida. Sus ojos centelleaban e irradiaban un carisma casi tangible.

A Jocelyn le recorrió las venas una oleada de calor. Apretó la mandíbula y se esforzó por alejar de sí esa sensación tan molesta. ¿Qué demonios le pasaba? Era una profesional, y muy buena.

Él dio otro sorbo a su copa.

Jocelyn desvió su atención al socio de Donovan, porque no podía soportar ni un segundo más aquellos ojos verde aceituna observándola, dejándola desarmada. No quería sentirse como un libro abierto. No le gustaba que sus hormonas se comportaran como si estuviera aún en el instituto. Su experiencia de la vida le debía de haber enseñado a ser más fuerte.

–Doctor Reeves, ¿conoce a alguien que pudiera querer hacer daño al doctor Knight?

Reeves negó con la cabeza.

–Podría haber sido cualquiera. Donovan tiene muchas amistades… femeninas.

Jocelyn asintió con la cabeza.

–Quizás se trate del amante o marido celoso de alguna de esas… amistades. ¿Alguna vez ha recibido amenazas de esas características? –preguntó dirigiéndose a Knight.

–¡Eh! Un momento. No tengo tantas «amistades», y menos de las que tienen maridos o amantes, celosos o no. Mark, me estas haciendo quedar como un adicto al sexo o algo así.

–No, no, no es eso –repuso Reeves–. Solo quiero asegurarme de que consideramos todas las posibilidades.

–No lo estoy juzgando, doctor Knight –interrumpió Jocelyn–. A decir verdad –añadió en tono profesional–, no me importa si es usted un adicto al sexo, un gigoló, o si hace striptease los fines de semana. Solo quiero saber quién podría querer irrumpir en su casa para evitar que vuelva a ocurrir. Ahora agradecería que contestara con sinceridad a mis preguntas y que dejara de preocuparse por lo que yo opine de usted.

Donovan se inclinó sobre ella con un gesto divertido.

–Creo sinceramente que a usted no le importa, y aunque resulte extraño, eso es lo que hace que quiera contratarla.

¿Qué quería decir con eso?

–Has elegido bien, Mark –dijo mirando a su amigo–. Aunque yo no te he pedido ayuda.

–Sabía que entrarías en razón –contestó Reeves.

–Me gustaría que empezara inmediatamente, señorita Mackencie –dijo Donovan poniéndose en pie–. Esta misma noche.

Jocelyn levantó la ceja una vez más.

–Cuando empiezo a trabajar, si es que decido empezar, es decisión mía. Echaré un vistazo a la casa, haré algunas preguntas más y solo entonces, pensaré en aceptar su caso. Así que será mejor que se siente tranquilamente y se ponga a pensar en todas las mujeres con las que ha estado en los últimos seis meses. Entonces hablaremos del adelanto que deberá pagar por mis servicios.

El doctor Knight sonrió y se sentó tranquilamente.

Era la mujer más fría y grosera con la que se había encontrado desde que terminó Medicina hacía diez años. Y era completamente irresistible.

Cuando Mark se fue, Donovan siguió a Jocelyn al dormitorio. Ella examinó la puerta de la terraza; intentó meter el dedo en el hueco que había entre la puerta y su marco.

–Hay que reforzar esta puerta. Aquí no debería haber más de dos milímetros. Como está ahora, cualquiera podría meter una barra para hacer palanca y abrirla. Y debería haber más luz en la terraza… ¿Es irrompible? –añadió dándole un golpecito al cristal.

Él asintió. Escuchaba atentamente todos sus comentarios y sugerencias, mientras pensaba que hacía mucho que una mujer lo hablaba con semejante desinterés.

Por su profesión y por su dinero, buena parte del cual era heredado de sus padres, las mujeres siempre le dedicaban sus mejores sonrisas, le reían exageradamente sus chistes y se vestían provocativamente para él. Las mujeres que conocía eran predecibles. Siempre lo miraban como queriendo decir: «yo podría ser la futura señora Knight». Últimamente se estaba cansando un poco de ese tipo de vida social.

Pero Jocelyn Mackencie era diferente. Llevaba un sencillo traje sastre marrón con zapatos planos y apenas llevaba maquillaje. Y no lo necesitaba. Su rostro tenía una belleza natural, de mejillas sonrosadas, labios gruesos y brillantes y unos enormes ojos oscuros que podían llevar a un hombre a su perdición.

No coqueteaba con él, apenas parecía fijarse en él. Estaba más interesada en registrar hasta el último rincón del ático, en encontrar los fallos de seguridad y en ver cómo arreglarlos. No quería llamar su atención. No le importaba ofenderlo. La verdad es que era toda una novedad.

–Dígame, señorita Mackenzie, desde el punto de vista de la seguridad, ¿está muy mal mi ático?

Ella miraba muy seria a su alrededor: la enorme cama de caoba con el edredón de plumas color crema, las fotografías en blanco y negro de la pared. Miró la cómoda. En lo alto estaba su cartera abierta, el dinero suelto se había salido y estaba esparcido por todas partes.

–Siempre se pueden mejorar cosas –contestó en el mismo tono desinteresado.

Se dirigió a la puerta y probó el picaporte.

–No está siendo muy precisa. ¿Va a transformarme o no?

–Yo no transformo a la gente –replicó mientras seguía observando la puerta.

–Pero usted dijo que iba a corregir mis malas costumbres, y creo que eso me va a gustar.

–Costumbres como la de dejar las llaves en cualquier parte. Si usted se deja el asiento del váter levantado es asunto suyo.

Se dirigió hacia la cocina y él la siguió. Ella observó los electrodomésticos de acero inoxidable y los armarios en blanco. El doctor Knight hubiera dado cualquier cosa por saber lo que pensaba.

–¿Tiene personal de servicio?

–Sí, tengo un ama de llaves que viene todas las mañanas.

Jocelyn regresó por el pasillo hasta el vestíbulo. Era menuda, pero transmitía una enorme fuerza. El doctor se preguntó cómo sería su vida personal. No llevaba anillo de casada. Su instinto masculino se regocijó.

–Primero de todo, trabajemos juntos o no, le recomendaría que actualizara su sistema de alarmas. El que tiene es de hace quince años, un verdadero dinosaurio.

–De acuerdo.

–Y luego, necesita usarlo. La mitad de la gente que lo instala no se molesta en introducir los códigos y terminan dejándolo inactivo.

–Me temo que soy uno de los que hace eso –dijo Donovan sonriendo.

–Lo suponía –dijo mientras miraba la mirilla de la puerta–. ¿Desea usted vigilancia las veinticuatro horas o simplemente mejorar la seguridad de su hogar?

–Creo que Mark tenía pensado lo de las veinticuatro horas de vigilancia…

–Le he preguntado que es lo que usted desea, doctor Knight.

Él pensó en el bate de béisbol que guardaba debajo de la cama, y en cómo se había pasado seis horas la noche anterior mirando al pecho. No había conciliado el sueño hasta la hora del almuerzo. Entonces se imaginó a aquella escolta a tiempo completo en camisón… si es que usaba. Quizá con un salto de cama… rojo…

Jocelyn regresó al salón. Señaló el libro que estaba abierto en la mesa de centro.

–Triatlón –leyó levantando una ceja.

–Parece sorprendida.

–Esperaba que fuera algo de arte o de historia o algo por el estilo.

Se arrodilló encima del sofá para examinar las ventanas. El doctor Knight observaba su reflejo en el cristal de la ventana. Al tratar de alcanzar los pestillos, la chaqueta se levantó, lo que le permitió admirar sus bien torneados glúteos. Se sorprendió a sí mismo fantaseando sobre sus ropa interior. Seguro que era blanca. Probablemente de algodón. Quizá de seda…

–No me interesa demasiado ni el arte ni la historia –dijo distraídamente viéndola volver al suelo y recomponerse la ropa.

Ella lo ignoró. Cuando pasó junto a él, percibió el olor de sus negros y largos cabellos.

Unos minutos más tarde, estaban de vuelta en el vestíbulo. Ella sacó una tarjeta de negocios del bolsillo del pecho de su chaqueta.

–Usted necesita ayuda –dijo entregándole la tarjeta.

Él se quedó mirando aquel papel un momento y la acompañó hasta el ascensor.

–Espere. ¿Quiere esto decir que acepta el trabajo?

–Sí –contestó ella pulsando el botón del ascensor.

–Pero… ¿cuándo va a empezar?

Sonó el timbre del ascensor y las puertas se abrieron.

–Inmediatamente.

–Pero… ¿cómo lo hacemos? Si va a ser mi escolta, ¿no debería quedarse? ¿Adónde va?

Mientras apretaba el botón para bajar, una sonrisa irónica cruzó sus labios.

–Me han gustado esas almohadas de plumas del cuarto de invitados. Voy a por mi cepillo de dientes.

La puerta se cerró en las narices de Donovan. Se quedó parado en el rellano con la tarjeta en la mano. Se sentía eufórico y sorprendido de ver que aquella fría y reservada guardaespaldas tuviera sentido del humor.

Las cosas se iban a poner muy interesantes.

Capítulo Dos

Jocelyn se agarró al pasamanos de bronce del ascensor, echó la cabeza para atrás y se golpeó en el panel de caoba.

¿Qué demonios la había inducido a hacer un comentario tan estúpido y tan sugerente? Era una profesional, y tenía una merecida reputación por su seriedad y por su actitud casi masculina. Con ellas se había ganado el respeto en su profesión. Nunca sonreía a los clientes, a menos que hicieran una broma y hubiera que reír por educación. Pero nunca antes había sido ella la que dijera algo de broma, y menos de contenido sexual.