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A causa de su atormentada vida, Thane tenía una insaciable necesidad de violencia, y eso le convertía en el asesino más temido de todos los cielos. Se regía por un solo código: la piedad no existía. Y, mientras concentraba toda su furia sobre su último y más reciente captor, supo que ninguna de sus batallas podía haberlo preparado para la visión de la esclava que lo rescató de las garras de su enemigo: una belleza que encendió el fuego de sus más profundos deseos. Elin Vale tenía heridas muy profundas, pero la atracción que sentía por el magnífico guerrero que la había liberado superaba todos sus límites. La inquebrantable decisión de Thane por protegerla hizo que Elin se enfrentara a sus mayores miedos y entrara en un mundo en el que la pasión era el poder, y la victoria era una arrebatadora rendición. "Gena Showalter es una apuesta ganadora, es una autora que siempre me hace disfrutar. La trama es completamente original y posee gran cantidad de giros que mantienen al lector enganchado a sus páginas. El ritmo de lectura es trepidante, toda la obra está poblada de acción a raudales, por lo que el lector nunca se aburre y sigue leyendo hasta el final." Cientos de miles de historias
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Seitenzahl: 521
Editado por HARLEQUIN IBÉRICA, S.A.
Núñez de Balboa, 56
28001 Madrid
© 2014 Gena Showalter
© 2015 Harlequin Ibérica, S.A.
Amanecer en llamas, n.º 76 - febrero 2015
Título original: Burning Dawn
Publicada originalmente por HQN™ Books
Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial. Esta edición ha sido publicada con autorización de Harlequin Books S.A.
Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares, y situaciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientos de negocios (comerciales), hechos o situaciones son pura coincidencia.
® Harlequin, HQN y logotipo Harlequin son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited.
® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia. Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.
Imagen de cubierta utilizada con permiso de Harlequin Enterprises Limited. Todos los derechos están reservados.
I.S.B.N.: 978-84-687-6057-5
Editor responsable: Luis Pugni
Conversión ebook: MT Color & Diseño
www.mtcolor.es
Portadilla
Créditos
Índice
Dedicatoria
Capítulo 1
Capítulo 2
Capítulo 3
Capítulo 4
Capítulo 5
Capítulo 6
Capítulo 7
Capítulo 8
Capítulo 9
Capítulo 10
Capítulo 11
Capítulo 12
Capítulo 13
Capítulo 14
Capítulo 15
Capítulo 16
Capítulo 17
Capítulo 18
Capítulo 19
Capítulo 20
Capítulo 21
Capítulo 22
Capítulo 23
Capítulo 24
Capítulo 25
Capítulo 26
Capítulo 27
Capítulo 28
Capítulo 29
Capítulo 30
Epílogo
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Para Jill Monroe. Eres asombrosa. Te mereces lo mejor. Por eso yo estoy tanto tiempo contigo. (Sí, he conseguido centrar toda la admiración en mí. Soy así de habilidosa).
Para Emily Ohanjanians. Tú siempre vas más allá del deber, y yo siempre te lo agradeceré.
Para Kathleen Oudit, Tara Scarcello, Glenn Mackay y Alan Davey. Me habéis dado la portada de mis sueños, de mis sueños más dulces y sexies. ¡Gracias!
Para Craig Swinwood, Loriana Sacilotto, Brent Lewis, Christina Clifford, Stacy Widdrington, Diana Wong, Ana Luxton, Amy Jones, Melissa Anthony, Erin Craig, Michelle Renaud, Margaret Marbury, Susan Swinwood, Natashya Wilson, Emily Martin, Don Lucey, Lisa Wray, Aideen O’Leary-Chung, Larissa Walker, Arista Guptar, Reka Rubin, Jayne Hoogenberk, Kate Studer y Chris Makimoto (y Emili O, por supuesto, ¡tú te llevas doble!). ¡Formáis un equipo magnífico, y soy muy afortunada por teneros conmigo!
Para Deidre Knight y Jia Gayles. Creo que vuestros apellidos son Trabajo Duro y Dedicación. ¡Gracias!
Él vivía para el sexo. Respiraba sexo. Comía sexo.
Él era sexo.
Tal vez aquel fuera su nombre.
No. Así no era como ella lo llamaba. Ella; su corazón. Su razón de ser.
Ella le rodeaba la cintura con las piernas, atrapaba su longitud dolorida en su cuerpo hambriento y decía:
—Mi esclavo me necesita más que el aire que respira, ¿verdad?
«Mi Esclavo». Sí. Ese era su nombre.
Mi Esclavo necesitaba a su mujer. La deseaba más que el agua para beber, y tenía que poseerla.
Solo ella podía saciarlo. No podía vivir sin su olor a humo y sueños… ummm. Ni sin su calor, parecido al del sol, ni sin sus feroces garras. Qué profundamente se le clavaban aquellas pequeñas dagas en el pecho. Y sus colmillos, que apenas asomaban por debajo de su labio… de qué manera tan deliciosa le mordían la vena del cuello.
Era perfecta, y solo cuando ella estaba con él y su cuerpo fuerte daba y recibía placer, conseguía satisfacer aquella hambre que lo corroía por dentro.
Tenía que poseerla…
Sin embargo, al mirar a su alrededor, se dio cuenta de que ella no estaba con él. Intentó levantarse de la cama, pero tenía las muñecas y los tobillos atados de nuevo. En aquella ocasión, las ataduras no eran una cuerda… el material era demasiado frío y demasiado duro. ¿Acero? No se molestó en mirar.
Problema. Solución. Mi Esclavo apretó los dientes y tiró con su considerable fuerza. La piel se le rasgó, los músculos se le desgarraron, los huesos se le partieron. Dolor. Libertad. Sonrió; su mujer estaba ahí fuera, y él iba a encontrarla muy pronto. Tenía que penetrar en su cuerpo, una y otra vez, y aplacar el hambre que sentía por ella.
Nadie ni nada podría detenerlo.
—Se ha soltado otra vez —gruñó alguien.
Elin Vale había estado en la laguna, lavando ropa y soñando con magdalenas de caramelo y brownies… y, oh, oh, con galletas de mantequilla de cacahuete. Salió del agua cálida, avanzando con dificultad, y notó que la hierba dura que cubría la orilla de aquel maravilloso oasis del Sahel le pinchaba en la palma de los pies. El sol abrasador bañaba las dunas doradas, y ella buscó refugio en la sombra de las palmeras. Allí corría una brisa suave, aunque polvorienta.
Por lo menos, había un aspecto positivo: podía darse un baño diario, y eso significaba que su piel pecosa siempre estaba brillante.
Ojalá pudiera conseguir el resto de sus metas con tanta facilidad. La primera, escapar de los guerreros fénix que la tenían cautiva. La segunda, ganar dinero. La tercera, abrir una pastelería. Allí vendería postres tan buenos como para causar orgasmos… Salvo las galletas de mantequilla de cacahuete, porque se las comería ella misma.
La vida sería maravillosa. Haría lo que quisiera y comería lo que quisiera. El único obstáculo era que aún no había conseguido su primera meta. Los fénix eran seres inmortales que tenían la capacidad de quedar reducidos a cenizas al morir, y resurgir de esas cenizas. Después de su resurrección, eran más fuertes que antes. Eran despiadados e, irónicamente, muy fríos. Disfrutaban saqueando y matando.
Elin había sufrido en persona su brutalidad, hacía un año, y los recuerdos todavía eran lo suficientemente vívidos como para que se desmoronara. Eran unos recuerdos que no podía contener: su padre, decapitado, y Bay, con el pecho atravesado por una espada, gimiendo de dolor en el suelo. Después, el silencio. Un silencio horrible.
Sintió náuseas.
—¡Atrapadlo!
Aquel grito frenético fue una distracción muy oportuna. Se agarró a aquella tabla de salvación y miró a su alrededor.
Vaya. Era magnífico.
Como, supuestamente, era una descarada irrespetuosa, se había pasado las dos últimas semanas metida en un agujero oscuro y húmedo, y no había podido ver al nuevo prisionero. Según todas las mujeres del pueblo, «merecía la pena perder un imperio entero con tal de poseerlo».
Y, por primera vez, estaba de acuerdo con sus carceleras. El esclavo inmortal de la princesa era un dios entre los hombres.
Caminaba por la arena apartando soldados como si fueran animales disecados, pese a que tenía los tobillos y las muñecas en carne viva.
Tenía una expresión oscura, terrorífica; Instintivamente, ella bajó la vista.
Oh, vaya. Tenía una enorme erección. No había manera de ocultarla bajo el taparrabos de cuero que llevaba.
Ella se quedó sin respiración al ver, a medida que se levantaba la tela, un brillo plateado. ¡Llevaba un piercing! En el extremo del miembro viril tenía una barra larga, de plata.
Le flaquearon las rodillas.
Sin embargo, tenía que contenerse. No podía seguir devorando al inmortal con los ojos, porque tener pensamientos lujuriosos con el esclavo de otra mujer era un crimen castigado con la muerte.
Por ese motivo iba a apartar la vista… dentro de un segundo. Solo necesitaba echarle un último vistazo. Medía unos dos metros y tenía una musculatura poderosa, como correspondía a un ángel guerrero de varios siglos de edad. Sin embargo, lo verdaderamente asombroso eran sus alas, cubiertas de plumas de color nácar, con reflejos dorados, luminosas, que se arqueaban detrás de sus hombros anchos y bronceados.
Sin embargo, según los susurros y las risitas que había oído sobre aquel esclavo, no era realmente un ángel, y llamarle así habría sido casi un insulto, puesto que los ángeles ocupaban un puesto inferior en el escalafón celestial. Él era un Enviado. Era un hijo adoptivo del Más Alto, el dirigente del reino más importante de los cielos.
Los Enviados eran exploradores expertos y asesinos implacables de demonios. Eran defensores de los débiles e indefensos. Eran sinceros hasta el extremo de la brutalidad. Y, sí, también eran impresionantes.
No obstante, aquel Enviado tenía otros rasgos diferentes: era un demente frío y calculador. Decían de él que se reía al matar a sus enemigos… y que se reía al matar a sus amigos.
Pero… eso no podía ser cierto. Era demasiado guapo como para ser tan cruel.
¿Un poco frívola?
¿Y qué? Las mentes se volvían muy benevolentes cuando los cuerpos estaban hambrientos.
Según los rumores, él formaba parte del Ejército de la Desgracia, una de las siete fuerzas de defensa del Más Alto. Seis de esos grupos eran admirados y respetados, pero el Ejército de la Desgracia, no. Estaba formado por unos veinte mercenarios salvajes e indomables, hombres y mujeres, que corrían el peligro de perder su hogar, sus alas y su inmortalidad si cometían otro crimen. En otras palabras, de ser expulsados de los cielos por su inaceptable comportamiento.
Y había más. El jefe directo de los Enviados, Germanus, que estaba directamente por debajo del Más Alto, había sido asesinado recientemente por los demonios. Sin embargo, antes de morir, controlaba a los Siete de la Elite, un grupo de siete hombres y mujeres que eran los más feroces de entre los feroces, y que a su vez comandaban a las siete fuerzas defensivas. Después de la muerte de Germanus, El Más Alto había nombrado en su lugar a Clerici, y aquel Clerici había reformulado algunas reglas.
Antes, estaba prohibido hacerle daño a nadie, salvo a los demonios. Sin embargo, Clerici había dictaminado que esa prohibición no debía observarse si algún Enviado estaba retenido en contra de su voluntad.
En ese caso, todos sus compañeros podían matar, y matar a cualquiera.
Así pues, en cuanto los compañeros del ejército de aquel Enviado averiguaran lo que le había sucedido, todos los habitantes del pueblo iban a darse un baño de sangre. Y, si de verdad los Enviados eran unos exploradores tan expertos, ese baño de sangre iba a ocurrir pronto.
«Tengo que largarme mucho antes».
—¡Mujer! —gritó el esclavo.
Su voz era más de humo que de sustancia y, sin embargo, aquella palabra tenía un tono de mandato, de expectación y de carnalidad animal.
Ella se estremeció de impaciencia.
«¿Se te ocurre reaccionar?», se preguntó con asombro. «Mejor sería que te cortaras la cabeza a ti misma; terminarías antes».
Aquel esclavo pertenecía a Kendra, la Viuda Alegre, princesa del clan Pájaro de Fuego. Lo había hecho adicto al veneno que producía su cuerpo, una sustancia que no resultaba mortal, pero que lo convertía en un ser desesperado por sus caricias. Y, después, había asegurado el trato engañándolo para que la matara.
Con Kendra, todo empezaba y terminaba en la muerte.
Poco después de exhalar su último aliento, ardió y se convirtió en ceniza, y volvió a resurgir. En aquel proceso, el vínculo entre señora y esclavo había terminado de forjarse.
Parecía que les había hecho lo mismo a sus seis maridos anteriores, y estaba haciéndoselo también al séptimo, que, afortunado de él, estaba fuera del campamento aquellos días. Porque, cuando ella se cansaba de un hombre, le cortaba el pecho, le sacaba el corazón y se lo comía, para asegurarse de que continuaba muerto.
Como castigo, el difunto rey Krull, el padre de Kendra, la había encadenado con las cadenas de los esclavos, para bloquear sus habilidades, y la había vendido en el mercado negro.
Elin no sabía cuándo se habían conocido Kendra y el Enviado. Solo sabía que él la había devuelto al campamento décadas más tarde, dejándola caer desde el cielo, y había desaparecido. Krull, pensando que, después de todo aquel tiempo, su hija se había reformado, le había quitado las cadenas y la había casado con uno de sus mejores comandantes, Ricker el Terminador de la Guerra.
Sin embargo, una vez que había recuperado todos sus poderes, Kendra había hecho que Ricker se volviera adicto a su veneno, y había obtenido permiso de su marido para salir del campamento y dar caza al Enviado.
La princesa era así de buena.
—¡Mujer! ¡Ahora!
Elin tuvo que contener un suspiro. Incluso con aquel tono de ira y frustración, la voz del Enviado le evocaba imágenes de fresas cubiertas de chocolate caliente. Ummm… Chocolate.
«Tal vez debiera ayudarlo».
Aquel pensamiento la sorprendió. No era demasiado valiente, y para ayudar al Enviado, tendría que arriesgar su propia vida. Sin embargo, si era capaz de liberarlo de las garras de la princesa, podría usarlo para escapar.
Elin repasó minuciosamente toda la información que había reunido durante su cautiverio, pero solo dio con unos cuantos métodos para liberarlo, y ninguno de ellos era especialmente útil. Podía matarlo, pero él no resucitaría. Podía matar a Kendra, pero la princesa sí resucitaría, y ella tendría una enemiga de por vida. Una vida que, seguramente, sería muy corta. Ella tampoco podía resucitar.
Era medio fénix, medio humana, pero no tenía habilidades sobrenaturales de ningún tipo. Y eso era un asco, porque allí, como en todas las colonias de inmortales, ser mestizo era una abominación. Un atentado contra la fuerza de la raza.
Ella sabía que era inmortal a medias, pero no sabía que la despreciaran tanto; siempre había vivido en una ignorancia feliz, hasta que un grupo de fénix le había tendido una emboscada a su madre, Renlay, hacía un año. Y todo porque su madre, que era una guerrera fénix, se había enamorado de su padre, un humano, y había abandonado a su clan para estar con él. Como castigo, sus perseguidores habían asesinado a su padre y al dulce e inocente Bay.
Tanta pérdida… Elin intentó no pensar en el nudo que se le había formado en la garganta.
A su madre y a ella las habían tomado prisioneras y, cuatro meses después, su madre había muerto definitivamente. La muerte les llegaba a todos los fénix, al final, aunque nadie se comiera su corazón. Ella se había quedado sola, sufriendo todo tipo de crueldades, luchando contra el dolor y la pena.
Oh, el dolor. Era un compañero constante, cruel, implacable, que oscurecía sus días y llenaba de llanto sus noches.
Las palizas y la degradación no eran tan terribles como la tortura de sus emociones. Ni siquiera aunque la trataran como a un perro y la obligaran a comer a gatas, y a hacer sus necesidades delante de un público que se reía de ella.
A Elin se le empañaron los ojos.
De una forma retorcida y enfermiza, casi agradecía los malos tratos. Después de todo, se los merecía. Sus padres y Bay eran fuertes y valientes. Ella era una cobarde, una débil.
¿Por qué había sobrevivido, y ellos habían muerto?
¿Por qué seguía viviendo?
«Como si no lo supieras».
Las últimas palabras de su madre le resonaron por la mente: «Haz lo que haga falta para sobrevivir, hija. Hazlo. Sobrevive. No permitas que mi sacrificio haya sido inútil».
—¡Mujer! Necesito. Ahora —gritó el Enviado, y la sacó de su ensimismamiento. Se estaba acercando al río… a ella…
Pronto pasaría de largo, y ella perdería la oportunidad…
¿Debería echar mano del fragmento de cristal que le había dado otro prisionero? Se lo había escondido en un pliegue del traje de cuero que llevaba, por si acaso los fénix decidían dejar de mirarla y empezar a tomarla. Tendría que hacer algo drástico para sacar de su obsesión al Enviado y conseguir que le prestara atención. Tal vez lo consiguiera haciéndole un corte… o tal vez no. Tal vez lo enfureciera y él le partiera el cuello de un solo giro de muñeca….
¿Debería arriesgarse al castigo? ¿A la muerte?
Tenía que tomar una decisión.
Un punto a favor: nunca iba a verse en mejor momento para escapar. Faltaban muchos en el campamento, porque el rey Ardeo, que había subido al trono después de la muerte de Krull, se había llevado a sus hombres de confianza a dar caza a Petra, la tía de Kendra, que había asesinado a Malta; Malta era la viuda de Krull, madre de Kendra y, durante muy poco tiempo, la más amada concubina de Ardeo.
Ardeo había tenido que esperar varios siglos para estar con Malta, y la había perdido tan solo dos días después, cuando Petra la había apuñalado por celos mientras dormía y, siguiendo el ejemplo de Kendra, se había comido su corazón.
Un punto en contra: ella no tenía ni una sola muestra de Frost, una nueva medicación para inmortales, la única sustancia capaz de servir de antídoto para el veneno de Kendra.
Otro punto a favor: tal vez pudiera conseguir un poco. Krull había comprado un puñado de cubitos justo después de que Kendra se casara con Ricker. Kendra los tenía guardados en un medallón que siempre llevaba al cuello. Si ella pudiera robar aquel medallón…
Y otro más: no tendría que preocuparse nunca más de Orson. Orson se había marchado con Ardeo, pero cuando volviera…
Elin se estremeció al recordar las palabras con las que se había despedido de ella:
—Te voy a tomar, mestiza, y de tal modo que no corramos peligro de engendrar otro mestizo como tú…
¡Perro asqueroso!
Un punto en contra: podía morir de una manera horrible.
El Enviado estaba casi delante de ella. En cualquier segundo…
Si su madre estuviera viva, le diría que lo intentara, pese a todo.
Bien. Lo intentaría.
Elin se movió con toda la rapidez que le permitieron sus reflejos. Sacó el trozo de cristal y le hizo un corte en el brazo al Enviado.
De su piel brotaron gotas de sangre roja y, al verlas, a ella le dieron náuseas. Se mareó, y sintió un dolor ardiente en el pecho, que le impedía respirar.
Pánico… el pánico iba a consumirla…
¡No! En aquel momento, no. Se concentró en sus objetivos: conseguir la libertad, ganar dinero y abrir una pastelería. Respiró profundamente, y el ataque de pánico pasó.
El Enviado se detuvo en seco.
«Es un esclavo, como yo, y es mi única esperanza. Puedo hacerlo. Por mi familia».
Él volvió la cabeza y la miró por encima del arco de su ala. Tenía el pelo rubio y rizado, y los rizos enmarcaban con inocencia la cara de un seductor nato… Un rostro exquisito, perfecto. Por desgracia, tenía los ojos tan cegados por el veneno de Kendra que resultaba imposible distinguir su color. Sus labios eran carnosos y, prácticamente, estaban pidiendo besos a gritos.
Alrededor del cuello tenía unas cicatrices gruesas, y Elin frunció el ceño. Las marcas de las heridas, por muy graves que hubieran sido, no permanecían en la piel de los inmortales. ¿Acaso alguien había intentado matarlo antes de que fuera lo suficientemente mayor como para regenerarse?
Incluso con aquella imperfección, era un ser bellísimo. Una fiesta para la vista. Una delicia para ser saboreada.
«Y, ahora, me falta el aire otra vez, porque me estoy ahogando de verdad en su masculinidad… y, ahora, en la pena y la culpabilidad… No había vuelto a desear a un hombre desde Bay, mi querido Bay, mi marido durante solo tres meses, y debería avergonzarme…».
—Mujer…
Aquella voz cargada de humo la tomó por sorpresa. «¿Qué demonios estoy haciendo? Vamos, Elin, concéntrate».
—¿Cómo te llamas? —le preguntó.
Con el ceño fruncido, el guerrero se volvió completamente hacia ella.
Elin pensó que llamar la atención de aquel Enviado había sido un error.
Su expresión era terrorífica y denotaba la peor de las intenciones. Elin tragó saliva y pensó que iba a matarla.
Sin embargo, él tomó un mechón de su pelo moreno entre los dedos. El color ofrecía un contraste delicioso contra el bronceado de la piel del Enviado. Su cara de furia se relajó un poco.
—Bonito.
A ella se le aceleró el corazón al notar que otro ser vivo la tocaba sin intención de hacerle daño. Era maravilloso…
Elin se dio cuenta de lo mucho que había anhelado cualquier muestra de cariño.
Alguien le gritó de lejos, y él bajó el brazo. Al instante, se dio la vuelta y siguió andando; ya la había olvidado. ¡No! Ella intentó agarrarlo del brazo, pero no pudo. Era demasiado grande, y tenía los músculos agarrotados a causa de la determinación. Pero… su piel era deliciosamente cálida y suave.
—Por favor… ¿cómo te llamas? —susurró—. Piensa.
Él se detuvo. Ladeó la cabeza, como si estuviera pensando en la respuesta, y dijo:
—Soy Mi Esclavo.
—No, no. ¿Cómo te llamas de verdad?
Cuanto antes diera con la respuesta, antes podría atravesar aquella niebla y salir de ella. Sin la ayuda de la medicación que, tal vez, ella no iba a poder robar.
—Mi Esclavo —repitió él, con enfado.
De acuerdo. Mensaje recibido. La conversación había terminado.
Se alejó, mientras un grupo de soldados fénix iba directamente hacia él, con intención de someterlo.
Él los apartó de un manotazo, con tanta facilidad como había apartado a los demás.
En la caza de su presa, echó abajo varias tiendas.
En la quinta, la infame Kendra estaba sentada ante un tocador, cepillándose la melena de color caoba. Puso los ojos en blanco, con exasperación, cuando el Enviado se le acercó.
—No tenías permiso para levantarte de la cama —dijo, mientras se ponía en pie, y lo fulminó con la mirada—. Por lo tanto, debes recibir un castigo… —se dio unos golpecitos en la barbilla con los dedos, y añadió—: Ya sé. Vas a pasar una noche entera lejos de mí.
«Oh, no. Eso no. Cualquier cosa, menos eso», pensó Elin con ironía.
Él gruñó, agarró a Kendra por la cintura, la giró y la tiró al colchón.
—Mi Esclavo desea a su mujer.
—¡Thane! —exclamó Kendra, que se puso de rodillas y lo miró con un brillo de excitación en los ojos—. Tampoco tenías permiso para tocarme. Si vuelves a hacerlo, tendré que negarte mi cuerpo durante una semana.
Thane. Se llamaba Thane. Un nombre tan seductor como él mismo.
Se colocó frente a su señora, con la respiración honda y acelerada, y con los puños apretados. Elin entendía su dilema: Quería obedecer las órdenes de la princesa, pero también quería, necesitaba, lo que solo podía darle ella.
—¿No tienes nada más que decir? Oh, cómo ha caído el poderoso —dijo Kendra, ronroneando, mientras le pasaba la yema del dedo por el pecho. Debía de haberse olvidado de que tenía público, o no le importaba—. Ojalá el que eras antes pudiera ver lo que eres ahora. Te darías cuenta de cuánto deseas a la mujer a la que abandonaste —explicó. Se quedó pensativa un instante, y añadió—: Estás de suerte. Puedo organizar una reunión.
Se quitó el medallón del cuello y dejó caer algunos copos de Frost en la yema de un dedo.
—Abre —dijo, y él obedeció.
El Enviado gruñó de placer cuando ella le frotó los copos contra la lengua.
Con una cantidad tan pequeña, tomaría conciencia de la situación en la que se encontraba, pero no podría negar la necesidad de su cuerpo. Habría hecho falta una cantidad de medicina mucho más grande para romper el vínculo entre esclavo y señora.
Elin lo observó con tensión. ¿Qué ocurriría cuando entendiera su realidad?
Pasaron varios minutos. Entonces, él echó hacia atrás la cabeza y rugió de rabia.
La medicina había funcionado. El Enviado acababa de darse cuenta de que se había convertido en alguien muy distinto.
Elin se tapó la boca para contener un grito de consternación.
—Exacto. Adoras a la mujer a la que desprecias —dijo Kendra y, con una sonrisa, se estiró sobre la cama—. He cambiado de opinión. Vas a tomarme, esclavo. Me vas a tomar ahora mismo, mientras tu mente me maldice.
—No —gruñó él, al mismo tiempo que, sin poder evitarlo, se acariciaba el miembro erecto.
—Claro que sí. Hazlo —dijo ella, y su tono de voz se endureció—: Ahora.
Él apretó los dientes y, mientras luchaba consigo mismo, le tiró de la camiseta ajustada y de los pantalones cortos.
¿Cómo trataría a una mujer cuando no estuviera bajo aquel hechizo? ¿Con ternura? ¿Le importaría que los demás lo miraran mientras mantenía relaciones sexuales? ¿O que su amante, en realidad, fuera de otro hombre?
—¿No te parece divertido? —ronroneó Kendra.
Elin nunca había visto a nadie irradiar tanta maldad.
¿Cómo habría llegado a convertirse en… aquello?
Bueno, en aquel momento eso no tenía importancia. Kendra era lo que era, como todos los demás.
Debía preocuparse por su propia supervivencia, así que bajó la cabeza. «No veas nada», pensó. «No digas nada».
—Te odio —le ladró Thane.
Kendra se echó a reír.
—¿De verdad? ¿Amándome tanto como me amas?
Crack.
Al oír aquel crujido, Elin alzó la cabeza. El guerrero acababa de hacer un agujero en el cabecero de la cama.
—Vamos, vamos. No hagas eso —dijo Kendra—. Has recibido una orden. Obedece.
Thane le dio la vuelta y le apretó la cara contra la almohada. ¿No quería mirarla, aunque estuviera tan desesperado por ella? Le separó las piernas con la rodilla, y Kendra soltó otra carcajada.
—Como a mí me gusta —dijo, para provocarlo, y miró hacia atrás con una sonrisa de petulancia.
Él volvió la cara hacia un lado, y Elin vio que su expresión era de disgusto y humillación. Entonces, ella sintió una avalancha de emociones: lástima por él, ira por el trato que estaba recibiendo, y una férrea determinación de salvarlo.
Al cuerno el instinto de supervivencia.
Entró en la tienda.
—Alto. Por favor, Thane, para.
Él se tomó el miembro y se dispuso a penetrar en el cuerpo de Kendra.
—¡Thane! —gritó ella, de nuevo. «¡Lucha contra el poder de Kendra! ¡No le des lo que quiere!».
Él se detuvo justo antes de que el daño estuviera hecho. Aquella resistencia a sus impulsos hizo que le vibrara todo el cuerpo.
—Por favor —repitió ella, y le posó la palma de la mano sobre el hombro—. No tienes por qué hacer esto.
Él tomó aire, y se le ensancharon las ventanas de la nariz. Entonces, se relamió, como si acabara de olisquear una comida más apetitosa.
¿Ella?
—¿Cómo te atreves a hablar con mi esclavo, humana? —preguntó Kendra, y le lanzó un zarpazo a Elin, con la intención de rasgarle el muslo. Sin embargo, Thane le agarró la muñeca a la princesa y le ahorró a Elin el corte de una arteria—. ¡Ay! —gimió Kendra—. Suéltame.
—No le hagas daño —gruñó él.
Al darse cuenta de que su princesa necesitaba protección, los guardias fénix atacaron a Thane. Apartaron a Elin de su lado de un empujón.
Al ver el ataque, a ella se le revolvió el estómago. Con un intenso mareo, se escapó de la batalla y se metió temblorosamente en el agua de la laguna. Se sumergió por completo, y juró que iba a quedarse bajo la superficie hasta que los pulmones se lo permitieran.
¡Cobarde!
Sí, era una cobarde. Sin embargo, no podía evitarlo. La violencia era su kriptonita, y si no se escondía para no ver lo que estaba ocurriendo, iba a desmoronarse.
Al menos, a Thane no iban a ejecutarlo. Cuando había llegado al campamento, todavía no estaba completamente obnubilado, y había matado a Krull, que no iba a volver nunca más.
Kendra sabía que iba a recibir un castigo por lo que le había hecho a Ricker, así que, para evitarlo, se había comido el corazón del viejo rey. Ardeo, entonces, se había hecho con el trono, y para agradecerle a Thane sus servicios, le había concedido la vida eterna entre los fénix. Como esclavo, sí, pero vivir era vivir.
Le ardían los pulmones…
Elin tuvo que salir a la superficie para tomar aire y, entre jadeos, vio que Thane y los guerreros habían desaparecido. Se enjugó el agua de los ojos y caminó dificultosamente hacia la orilla.
—¡Humana! —gritó Kendra—. Tú y yo tenemos que aclarar un asunto.
Oh, oh. Era hora de recibir una nueva paliza.
Rápidamente, Elin se concentró en su nuevo plan. «Soporta lo que tengas que soportar, recupérate y roba los cubos de Frost de ese medallón. Kendra tiene que dormir en algún momento».
Thane recuperaría la conciencia y lucharía. Y, en agradecimiento por su ayuda, la sacaría de allí. Por fin, ella podría empezar su nueva vida.
Nuevas cadenas. El mismo problema.
La misma solución.
Mi Esclavo tiró para liberarse, ignorando el dolor que le causaban aquellos tirones. Después, caminó hacia la salida de la tienda. Deseaba a su mujer con una desesperación que…
Se tambaleó. Por un momento, se distrajo. Frunció el ceño. Acababan de meterle algo pequeño, cuadrado y frío en la boca. Era dulce. Le gustaba. Y tenía un peso extraño sobre los hombros. ¿Por qué?
Se dio cuenta de que había una fémina aferrada a él, y que su pequeño cuerpo estaba apretado contra el suyo, y sus piernas, colgando sobre el suelo.
Nuevo problema.
Nueva solución. La agarró de la cintura y se dispuso a lanzarla por encima de su hombro. Sin embargo, su mente registró la dulzura de sus curvas y, rápidamente, cambió de opinión. Era delicada, como una pieza de porcelana que necesitaba protección.
No creía que nunca hubiera tenido en las manos nada tan precioso.
Con cuidado, la abrazó y la estrechó contra sí, utilizando el cuerpo como escudo contra el mundo. La protegería.
Ella tomó aire bruscamente, como si aquel abrazo la hubiera sorprendido.
—Te llamas Thane. Por favor, recuérdalo.
Su voz… Reconocía su voz. Era muy ronca, y tenía una entonación que había invadido sus sueños durante aquellas últimas seis noches, y que había encendido algo dentro de él… algo parecido a la ternura, algo que lo estimulaba y lo excitaba.
Una excitación incomprensible. Ella no era su mujer.
—Thane —repitió ella, con la voz temblorosa—. Te llamas Thane. Kendra ha triplicado tu dosis de veneno, así que necesito que te concentres en el frío que se está extendiendo por tu cuerpo. ¿Lo sientes? ¿Sientes el frío?
El frío… sí. Tenía una fina capa de hielo por dentro.
—Sí.
—Bien. Pues, ahora, concéntrate en mí —dijo ella—. Escucha lo que voy a decirte. Eres un Enviado. No estás aquí por tu propia voluntad. Estás drogado. La mujer a la que deseas te ha convertido en un prisionero de los fénix. Del clan del Pájaro de Fuego.
En algún rincón olvidado de su mente, aquellas palabras despertaron un gran interés. Enviado. Drogado. Prisionero. Fénix.
Las palabras provocaron distintas emociones. Enviado, anhelo. Drogado, confusión. Prisionero, rabia. Fénix, odio.
—… escuchando? Puedes liberarte, Thane. Hay una forma de conseguirlo.
El frío aumentó, y fue como si se encontrara de repente en una furiosa tormenta de invierno. La fémina continuó hablando todo el tiempo, y su voz carnalmente perfecta hizo que comenzara a flotar, más y más alto, y que, por fin, su cabeza asomara por encima de una capa de nubes negras.
Se llamaba Thane. Era un Enviado.
Estaba allí por una mujer. No, pensó. Estaba allí a causa de una mujer.
Kendra. Sí. Ese era su nombre.
Él despreciaba a Kendra, ¿verdad?
No, la deseaba. Solo a ella.
Pero… si eso era cierto, ¿por qué estaba abrazado a aquella otra fémina?
Aquella otra fémina tan tentadora… Pasó la nariz por su cuello e inhaló con fuerza.
—¿Qu… qué estás haciendo? —preguntó ella—. ¿Oliéndome? Me he bañado. Lo juro.
No había ni rastro de humo ni flores, solo olía a jabón y a cerezas. No olía como Kendra, y él se alegraba mucho.
Frotó la mejilla contra su piel. Era suave y cálida, pero no abrasaba, como la piel de Kendra. ¿Era mejor?
Sí, oh, sí.
Pasó la lengua por el pulso que le latía en el cuello. Sabía a miel, a una fruta de verano. No sabía como Kendra. Mucho mejor.
—Ya basta —gimió ella, y a él también le gustó eso. Quería oírlo una y otra vez—. Esto no va a ocurrir entre nosotros, guerrero. Vamos a salvarnos el uno al otro pero nada más.
Él solo oyó «va a ocurrir entre nosotros».
Y estaba de acuerdo.
La llevó hacia la cama, y la dejó sobre el colchón.
—Voy a tomarte —dijo.
—No, Thane —respondió ella, cautelosamente, y casi sin aliento.
Él flotaba cada vez más alto…
Al mirarla, se sintió como si estuviera viéndola por primera vez. Y tal vez fuera cierto. O, tal vez, su percepción de la realidad fuera cada vez más aguda a medida que iban aclarándose nuevas partes de su mente.
Sus amigos habrían dicho que era feúcha, pero, para él, era deslumbrante.
Tenía el pelo largo y oscuro como la medianoche. Era humana. Menuda. Moldeada delicadamente, como un camafeo. Tenía la piel pálida, quemada por el sol del desierto, y llena de pecas. Él podría recorrer todas aquellas pecas con la lengua. Era joven, tal vez de unos veinte años, y tenía unos enormes ojos grises que le recordaban a espejos ahumados. Podía mirarse en aquellos ojos, podía ver hasta su alma.
Aquella fémina tenía algo que le atraía, y una parte de sí mismo que él no conocía, una parte que siempre había permanecido escondida en un rincón, respondió. Era algo fuerte, vivo, exigente. Y le estaba diciendo: «Esta. Es esta. Tómala».
Vio que ella miraba su erección… y apartaba rápidamente la vista. La fémina se ruborizó, y eso le excitó y encendió un fuego nuevo en sus venas.
—Eh… si quieres librarte de Kendra, no puedes hacer el amor con ella. No es que hayas estado haciendo eso, precisamente… Bueno, solo digo que tienes que matarla.
Él pensó que iba a tener que actuar con mucho cuidado. Podría hacerle daño fácilmente a una humana tan frágil.
Entonces, su cerebro asimiló las palabras que ella había pronunciado, y él se detuvo. Matar… ¿a Kendra?
—Este es el mejor momento. Ella está dormida. Así es como pude robarle el Frost.
Más, y más alto…
Kendra… Su amigo Bjorn la había encontrado en el mercado de esclavos. Ella tenía unas cadenas de telaraña, irrompibles, cuando su amigo se la regaló.
Más alto aún. Bjorn. Thane sintió una punzada de dolor agudo en el pecho. Bjorn y Xerxes. Sus chicos. Sus únicos amigos. Habían luchado juntos contra los demonios, habían sufrido juntos. Habían compartido amantes, y se habían protegido los unos a los otros. Aquellos chicos eran como hermanos para él, y les confiaría incluso su vida. Los adoraba, y los necesitaba.
Y ellos sentían lo mismo por él. Seguramente, Bjorn se estaba culpando por lo que había ocurrido con la princesa.
No debería culparse. Thane había aceptado a Kendra en su cama porque a ella no le había importado que tuviera unos gustos sexuales tan peculiares… que horrorizaban a muchas otras. De hecho, ella le había rogado que le hiciera aquellas cosas horrendas. Sin embargo, también se había vuelto cada vez más posesiva y absorbente, y él había decidido dejarla.
Para castigarlo por su abandono, Kendra había intentado quemar su club, el Downfall. Él había conseguido impedírselo, y la había llevado con su gente. Se sentía feliz de haberse librado de ella.
Sin embargo, el padre de Kendra había roto sus cadenas y la había liberado, y ella había vuelto en busca de Thane, con todos sus poderes. Algunos fénix podían cambiar de apariencia con solo pensarlo, y Kendra era uno de ellos. Había ido en busca de Thane una y otra vez, siempre con una forma de mujer diferente. Y él la había tomado en todas las ocasiones. De ese modo, había desarrollado una fuerte adicción al veneno que producía el cuerpo de Kendra.
Entonces, ella le había revelado su engaño.
Él se había enfurecido y la había matado. Sin saberlo, de ese modo había forjado una especie de vínculo entre ellos, y le había concedido a Kendra su mayor deseo: su devoción ciega.
Al recordar todo aquello, Thane sintió una rabia incontrolable.
Ella lo había esclavizado. Había apresado su mente y su cuerpo.
Ella era el enemigo.
Ella debía morir.
«Está funcionando. Está empezando a entenderlo todo».
La alegría de Elin fue más dulce que la tarta de crema de plátano que Bay le hacía de vez en cuando.
—Si mato a la princesa —dijo Thane, entre dientes—, se fortalecerá aún más.
Elin se preguntó si debía levantarse, o no. Permanecer tendida en la cama mientras un guerrero con una gran erección la observaba desde arriba le parecía estúpido. Estaba en una posición muy vulnerable. Sin embargo, si hacía un solo movimiento equivocado, aquel guerrero en particular podría convertirse de nuevo en un cavernícola enloquecido.
Así pues, siguió en su sitio.
—Es cierto; Kendra se fortalecerá, pero su vínculo contigo no. Ese vínculo se romperá con su segunda muerte, y no volverá a formarse con su siguiente regeneración. Quedarás en libertad y, entonces, si quieres, podrías llevarme de vuelta a la civilización, y yo te estaría agradecida para siempre.
Él se quedó pensativo durante un momento.
—¿Estás seguro de que mis ataduras se romperán?
—Sí. Pero si notas que vuelves a caer bajo su influjo, tómate uno de estos.
Abrió la mano y le mostró dos cubitos de Frost.
Robarle a Kendra la medicina de su medallón había sido mucho más fácil de lo que ella había pensado. La fénix se había emborrachado tanto que había perdido el conocimiento, y no se había dado cuenta de que ella se acercaba de puntillas a su cama y toqueteaba el medallón.
Thane tomó ambos cubitos, se los metió en la boca y se los tragó.
«O cómetelos directamente, como prefieras».
La solapa de la tienda se abrió. El guardia que estaba de patrulla entró.
¡No! ¡Thane todavía no estaba preparado para una rebelión a gran escala!
—Eh —ladró el guardia—. Tú no puedes estar aquí.
Ella tuvo tanto miedo que se movió al otro extremo de la cama. El guardia la siguió, sin prestarle atención a Thane. Seguramente, suponía que estaba buscando a Kendra una vez más.
—Parece que a alguien le hace falta que le recuerden otra vez dónde está su sitio —dijo el guardia, y la agarró del antebrazo, con tanta fuerza que, seguramente, le había hecho hematomas. A ella se le escapó un gemido cuando él la puso en pie—. Te lo recordaré yo, con mucho gusto…
Thane agarró al guardia del cuello y le rompió la espina dorsal. Después, lo soltó, y el guardia cayó al suelo.
No hubo ningún charco de sangre, así que Elin no tuvo pánico. Solo exhaló un suspiro de alivio.
Parecía que, después de todo, Thane sí estaba listo para rebelarse.
—Gracias —le dijo ella.
Él tenía la respiración demasiado entrecortada como para responder; además, estaba completamente concentrado en la cama. Elin se retiró, y justo a tiempo. Tal vez él estuviera recordando todas las cosas horribles que le había obligado a hacer Kendra en aquel mismo colchón, o tal vez no, pero el Enviado perdió el control. Con un rugido, destrozó los barrotes del cabecero e hizo pedazos el colchón. Después, rasgó la lona de la tienda y desmontó toda la estructura.
Sin aquella barrera, el sol lo iluminó por completo. Las motas de polvo danzaban a su alrededor, como si estuvieran celebrando el comienzo de la venganza.
«Me he asociado con un demente».
Oh… Debía de haberlo dicho en voz alta, porque él la miró fijamente. La niebla había desaparecido de sus ojos, y Elin descubrió que eran de un azul eléctrico, bellísimos, y tan turbulentos que ella notó su fuerza hasta lo más profundo de su alma.
—Quédate aquí. Estarás a salvo —le dijo el Enviado—. No huyas. Te atraparía, y no creo que te gustaran las consecuencias.
Oh, no. ¿En qué lío se había metido?
—No-no me amenaces.
—No huyas —repitió él.
Se oyeron gritos, y él volvió la cara hacia la parte central del campamento. Se encaminó hacia allí mientras Elin lo observaba, con los ojos abiertos como platos y el corazón en un puño. El Enviado fue rompiéndole el cuello a todo aquel que osaba interponerse en su camino.
¿Estaba ocurriendo aquello de verdad?
Cuando Thane llegó a la tienda de Kendra, retiró con brutalidad la solapa. La princesa se había despertado, y estaba frente a un espejo de cuerpo entero, sin saber que su medallón se había quedado vacío. Al ver a su esclavo, sonrió.
—Parece que alguien disfruta demasiado de sus castigos, ¿no?
Él le agarró el cuello con una mano y la levantó del suelo. Comenzó a apretar con tanta fuerza que a ella se le salieron los ojos de las órbitas, y su piel se tornó azulada. Kendra le tiró de la muñeca, pero él se mantuvo firme.
Ella le dio un zarpazo en la cara, pero él se mantuvo firme.
—Vas a morir, y después vas a resucitar y, entonces, nos vamos a divertir mucho —dijo Thane—. ¿Me oyes? No te atrevas a negarme mi venganza quedándote en el mundo de los muertos. Si lo haces, te perseguiré en el infierno y te traeré a rastras.
Ella comenzó a sangrar por los ojos y por la nariz… y su cabeza cayó hacia un lado. Sus movimientos cesaron, y Thane la dejó caer al suelo.
Elin tuvo que controlar su pánico. Sangre… sangre… no demasiada, pero sí suficiente como para alterarla por completo.
«Cálmate… Ve a buscar un lugar tranquilo. Cualquier sitio, menos este».
Thane echó hacia atrás la cabeza y emitió un grito de guerra.
Los guerreros habían visto los cuerpos de sus compañeros, y se lanzaron contra Thane. Él estaba de espaldas, y no sabía que iban a derribarlo.
Elin gritó para avisarlo. Entonces, Thane se cuadró de hombros y movió las alas, tan largas, tan gloriosas, y se giró hacia los fénix. En una de sus manos apareció una espada de fuego y, en la otra, una daga.
Los fénix iban demasiado deprisa como para frenar y evitar el impacto.
Él fue diezmando sus filas metódicamente. Cayeron miembros y cabezas al suelo. Cayeron cuerpos. La sangre lo manchó todo.
Mareo. Náuseas. Calor.
«No grites. Por favor, no grites».
Elin había presenciado aquel tipo de devastación el día en que habían muerto su padre y su marido. El único motivo por el que los fénix habían respetado su vida era su madre. La bella Renlay había accedido a volver al campamento para criar; tenía que acostarse con aquellos que el rey designara para alumbrar guerreros durante el resto de su vida.
Los fénix se habían valido de Elin para obligar a su madre a obedecer.
Renlay se había quedado embarazada enseguida. Sin embargo, su hijo y ella habían muerto hacía cuatro meses, y ninguno de los dos se había regenerado.
Elin todavía no se había recuperado de la pérdida de su madre. Aquella herida estaba en carne viva.
Y, tal vez, nunca se recuperara.
Por fin tenía la oportunidad de vengarse, y debería disfrutar de ella. Sin embargo, no podía hacer otra cosa que llorar.
Vio volar un brazo por el aire, y un pie también. No pudo soportarlo más, y tuvo que agacharse a vomitar.
En un intento desesperado de acabar con Thane, el último soldado le lanzó una bola de fuego. Fue una estupidez, porque tal esfuerzo acabó con todas sus fuerzas.
Thane esquivó con facilidad el misil y decapitó al culpable de un solo movimiento. La sangre brotó de las arterias y venas cercenadas.
Elin vomitó de nuevo.
Al menos, la batalla ya había terminado. Había sido violenta y brutal, pero había terminado.
Thane se giró y la miró. Tenía una expresión exultante, y ella sintió miedo. ¿Aquel era el hombre a quien le había pedido que la acompañara de vuelta a la civilización?
Comenzó a retroceder, pero él le ordenó:
—Fémina, ven aquí.
Antes de que ella pudiera obedecer, puesto que no podía hacer otra cosa, otros dos Enviados se materializaron en el campamento, y captaron toda la atención de Thane.
Exploradores expertos y asesinos a sangre fría. Aquellos hombres eran tan altos como Thane, y tenían la misma musculatura. Resultaban igual de intimidantes que él, o quizá más aún. Le recordaron a unos lobos hambrientos.
Tenía que decidirse entre luchar o huir.
¿De verdad necesitaba pensarlo? ¡Huir! Sería muy difícil sobrevivir sola en el desierto, pero era mucho mejor que enfrentarse a un loco.
Con tanto sigilo como pudo, fue moviéndose hacia un lado, alejándose de los Enviados. Si llamaba su atención…
Con cuidado…
Otro par de centímetros…
Se quedó paralizada cuando Thane le apretó el hombro al tipo que estaba a su izquierda. El que tenía la piel como de bronce, con venas de oro, y los ojos de múltiples colores y una mirada violenta.
El de la derecha asintió, como si estuviera respondiendo a una pregunta formulada en silencio. Tenía el pelo blanco y la piel pálida, casi nívea, cubierta con infinidad de cicatrices diminutas. Además, tenía los ojos rojos y brillantes como un neón, como si acabara de salir de una pesadilla.
Reunió el poco valor que le quedaba… y se alejó un par de centímetros más. Los tres guerreros se giraron uno hacia el otro, formando un círculo privado que irradiaba emociones; unas emociones tan dulces que la dejaron asombrada. Alegría. Alivio. Dolor. Amor. Muchísimo amor. Y, pese a todo lo que había ocurrido, sus peores miedos se calmaron.
Sin decir una palabra, los tres Enviados se apartaron unos de otros, y desaparecieron.
Elin se giró, buscándolos, pero no vio a ninguno. Perfecto. Miró a su alrededor y comenzó a recoger lo que necesitaba: una cantimplora de agua, una manta y una bolsa para transportar la comida.
Neón volvió, como si se hubiera materializado del aire, y ella dio un respingo. Comenzó a formársele un grito en la garganta, pero se quedó allí atrapado.
Él levantó dos cadáveres del suelo, sin prestarle atención, y los lanzó en dirección a ella. Los muertos aterrizaron a sus pies, ensangrentados, y ella se echó a temblar.
Arco Iris apareció después, seguido por Thane, y los tres continuaron apilando cuerpos. Los muertos… la destrucción…
«No vomites. No vomites».
Elin debió de emitir un ruido, porque Neón le lanzó una mirada llena de intensidad. Ella jadeó, soltó el hatillo y retrocedió. Él la siguió, rodeando el montón de cadáveres, y Elin gritó por fin, sin poder evitarlo.
Entonces, unas manos fuertes le cubrieron las mejillas.
—Fémina.
La voz de Thane atravesó la barrera de pánico.
Ella pestañeó y se dio cuenta de que estaba bajo la mirada penetrante de unos ojos azules, duros como un diamante. Él era todo lo que veía. Y lo único que quería ver.
—Estás a salvo de mi ira. Ya te lo he dicho.
A salvo.
Sí. Elin respiró profundamente un par de veces. Sí, estaba a salvo. Él se lo había dicho, y los Enviados no podían mentir.
—Gra… gracias.
Él le acarició los pómulos con los pulgares y, de repente, todas las células de su cuerpo se sintieron atraídas por su magnetismo, y quisieron alcanzarlo, con desesperación, con hambre…
Ella no podía resistirse a aquel atractivo oscuro… era embriagador, innegable, inexorable. Era tan poderoso que Elin estuvo a punto de caer de rodillas.
«Lo siento muchísimo, Bay. Te prometí que te sería siempre fiel, y ahora estoy reaccionando así ante otro hombre. Soy una alimaña. No, soy peor que una alimaña».
Aunque lo único que deseaba era acurrucarse contra él, se obligó a alejarse de su contacto.
—Tienes dos opciones, fémina —le dijo él, con el ceño fruncido—: O vuelves con los humanos, y corres el riesgo de que te capturen y torturen los fénix, o vienes conmigo al tercer nivel de los cielos y te pones a trabajar en mi club, donde estarás protegida.
¿Trabajar para él? ¿Estar con él?
De repente, la determinación venció al miedo.
—¿Me pagarías? —preguntó.
Primer objetivo: escapar. Segundo objetivo: ganar dinero. Tal vez él le estuviera ofreciendo ambas cosas.
—Sí.
—¿Cuánto?
Él frunció el ceño aún más.
—Ya lo pensaremos.
No era una respuesta, precisamente.
—Yo… yo…
Elin no sabía qué hacer.
Él entrecerró los ojos.
—No importa. He decidido por ti. Vas a venir conmigo.
¿Cómo?
—Espera un momento, angelito.
—No soy un ángel —respondió él.
La agarró por la cintura y se la pasó a Neón.
—Llévatela tú.
Después, desapareció, terminando así la conversación.
Vaya, vaya. Siguiente parada, los cielos.
Ríos interminables de emoción atravesaban a Thane, y todos iban a desembocar a su corazón, entremezclándose, de modo que ya no podía distinguir uno de otro.
La noche anterior, se habían regenerado treinta y ocho prisioneros fénix; el primero de ellos había sido el más anciano y el más fuerte. Todavía faltaban dos por resucitar; tal vez ya hubieran alcanzado la muerte definitiva.
Kendra había sido la cuarta en regenerarse.
Thane los había llevado a todos, uno por uno, al patio que había delante de su club, y los había claveteado al suelo: las manos, los hombros, la pelvis, las rodillas y los tobillos. Había apoyado las cabezas de todos ellos en rocas, para asegurarse de que vieran sufrir a sus amigos.
Kendra estaba la primera de la fila.
Los fénix no iban a morir rápidamente. Eran hijos de los Griegos y, por tanto, inmortales. Pasarían hambre durante semanas, tal vez durante meses, y el sol quemaría su carne, y los cuervos les picarían los ojos y los órganos. Y, cuando, por fin, sucumbieran a la muerte, se regenerarían, y Thane comenzaría el proceso de nuevo.
Despiadado, sí. No le importaba en absoluto. Así, sus enemigos se lo pensarían dos veces antes de desafiarlo.
El problema era que aquello iba a enfadar a Zacharel, el líder del Ejército de la Desgracia. Su líder. También enfadaría a Clerici, el nuevo rey de los Enviados, y jefe de Zacharel. Thane estaba violando la ley de «No matar, a no ser que alguien caiga en manos del enemigo», porque no estaba actuando de aquel modo para proteger a los demás de lo que él había sufrido, sino para vengarse. Aquello también iba a ser una decepción para el Más Alto, el comandante de todos ellos.
Y pondría en peligro su futuro.
Ya estaba muy cerca de perder su última oportunidad, y si cometía un error grave, podía perder lo único que amaba.
A sus chicos.
«No puedo permitir que me separen de ellos».
Sin embargo, tampoco podía dejar marchar a los fénix. Quería que su sufrimiento borrara los odiosos recuerdos que le habían grabado en la mente.
Thane estaba sentado en uno de los extremos de su bañera, bajo un chorro de agua hirviendo. Estaba agarrado a los bordes de porcelana, con tanta fuerza, que la había agrietado. Tenía las rodillas flexionadas contra el pecho, y la cabeza apoyada en las rodillas. Era una postura de vergüenza. Una postura que él conocía bien.
Debería haberse recuperado ya. Para él, no eran extraños los conceptos del sexo y el bondage. Durante aquel último siglo, había hallado una deliciosa forma de consuelo al ver la carne pálida y femenina enrojecer con sus atenciones. Adoraba ver las muñecas y los tobillos tirando con desesperación de unas ataduras. Se deleitaba con el primer brillo de temor de los ojos de su amante… y sabiendo que, pronto, le seguirían las lágrimas.
¿Perturbado? Sí. Aunque también le gustaba ser quien recibiera aquel trato.
Seguramente, era algo peor que un perturbado, y no hacía falta investigar mucho para saber por qué. Los meses que había pasado en una prisión de los demonios… No. Alto. Su mente luchó para no continuar en aquella horrible dirección, y todos los músculos de su cuerpo se tensaron por el esfuerzo. Sin embargo, él se obligó a seguir recordando. El hecho de recordar mantenía sus más oscuras emociones vivas, cortantes, lacerantes.
Y a él le gustaba sangrar.
Recordó cómo aquellas garras le habían arrastrado hasta una celda húmeda y oscura, lo habían desnudado y lo habían atado a un altar. Recordó cómo ataban a Bjorn, que entonces era un desconocido, por encima de su cabeza, y como lo desollaban vivo. Y recordó el olor metálico de la sangre que goteaba sobre su cara, su pecho y sus piernas. Recordó a Xerxes, que también era un extraño, encadenado frente a ellos, violado repetidas veces.
Gruñó sin poder evitarlo, y dio un puñetazo en un lateral de la bañera. Dejó un agujero en la porcelana. Había un límite en lo que podía soportar.
El dolor de sus amigos.
Durante los días que pasó en aquella espantosa celda, a él nunca lo tocaron. Insultó y amenazó a los demonios, pero las criaturas se reían de él, en vez de temerlo. Suplicó, para intentar desviar la atención de los otros hombres, pero los demonios lo ignoraron.
Su frustración…
Su odio…
Su rabia…
Aquellos sentimientos nunca lo abandonaban. Y, al final, después de su huida, su satisfacción sexual quedó vinculada para siempre a las cosas que se le habían negado.
—He dejado a tu humana con las camareras.
La voz suave de Xerxes llegó desde el interior del baño, y lo reconfortó.
—Gracias.
Thane tenía algunas preguntas que hacerle a su preciosa e inesperada salvadora. ¿Cómo era posible que ella, una humana, estuviera viviendo con los fénix? ¿Cómo se llamaba? ¿Cuántos años tenía? ¿Su olor era tan bueno, tan limpio y tan dulce como él recordaba?
¿Le pertenecía a alguno de los guerreros que estaban clavados al suelo, fuera de su club, o a alguno de los soldados que habían salido de caza con el nuevo rey?
¿Y cómo había podido ayudarlo a él? Sus recuerdos eran imprecisos. ¿Por qué lo había ayudado?
En cuanto desapareciera aquella urgencia que sentía por tocarla, se acercaría a ella y le formularía aquellas preguntas.
Por el momento, sentía demasiada atracción por ella. Ella hacía que se sintiera protector, que sintiera ternura, y eso no le gustaba. Más bien, despreciaba aquellas emociones. Y, sin embargo, nunca había tenido un deseo sexual tan intenso. Estaba casi cegado por la necesidad de poseerla.
¿Por qué?
Ella no era su tipo. Sus últimas cien conquistas siempre habían sido féminas altas, delgadas, musculosas y fuertes. Aquella chica era delicada.
No tenía sentido.
Gruñó en voz baja. El instinto le pedía que destruyera aquello que no comprendía. Lo que no comprendía, no podía controlarlo, y el control era lo más importante para él.
Sin embargo, no iba a destruir a la chica. No quería destruirla, después de todo lo que ella había hecho por él.
Podría mandarla con el resto de los humanos, pero, entonces, no tendría ningún tipo de protección.
No.
Podría asustarla, y…
No. Ella gritaría.
Antes, los gritos de una fémina lo habrían excitado, pero… ¿ahora? No. Al oírla gritar a ella, solo había experimentado rabia.
Al menos, entendía por qué la chica tenía una voz tan ronca. En algún momento de su vida, había gritado tanto que se había dañado para siempre las cuerdas vocales.
—He puesto guardias en el patio —dijo Bjorn, sacándolo de su ensimismamiento. El guerrero había entrado en el baño y estaba detrás de Xerxes—. Ellos nos avisarán cuando muera alguien.
Aquellos hombres siempre lo apoyaban, siempre lo querían. Nunca lo juzgaban, ni le pedían detalles que él no quisiera dar. Nadie tenía unos amigos mejores.
No era de extrañar que estuviera dispuesto a morir por ellos.
—Gracias por venir a buscarme —les dijo.
—Siempre iremos a buscarte —dijo Xerxes. Se acercó a la bañera y cerró el grifo—. Oímos hablar de un Enviado que había hecho estragos en el campamento de los fénix, unas semanas antes, y estuvimos explorando la zona, buscándote. Sin embargo, ellos te escondieron muy bien. Si no nos hubieras dicho dónde estabas…
Todos los Enviados podían dirigir el pensamiento hacia la mente de sus compañeros. Así pues, en cuanto él había recuperado la conciencia y se había dado cuenta de dónde estaba, había usado aquella conexión mental para pedir ayuda.
—Bueno, sécate ya —dijo Bjorn—. Estás arrugado como una pasa.
Cuando Thane se puso en pie, Xerxes le dio una toalla.
Él se la puso alrededor de la cintura, y sintió una descarga de furia. Kendra le había obligado a vestirse con un taparrabos y a desfilar por delante de su gente, dejando que cualquiera pudiera tocarlo.
Y su gente lo había tocado.
—Que le quiten la túnica a Kendra —dijo—. Que la dejen en ropa interior.
Ojo por ojo. No iba a tener piedad.
Xerxes asintió.
—Enseguida voy a decírselo a los guardias.
Para distraerse de su mal humor, Thane observó la lujosa suite que había junto a su dormitorio. El aire estaba lleno de vapor de agua que ascendía hacia la cúpula. Del centro del techo colgaba una enorme araña de cristal, y todas las paredes eran de mármol blanco y dorado. Bajo unos enormes arcos había leones de alabastro. Aquellos arcos servían de puerta para un enorme armario en el que guardaba sus… juguetes. Había un espejo de marco dorado sobre el lavabo. En el marco había engastados rubíes, zafiros y esmeraldas.
Había diseñado aquella habitación para las mujeres con las que se acostaba. Y, sin embargo, nunca había permitido que ninguna mujer pasara allí. Ni siquiera Kendra.
¿Qué pensaría la humana de la decora…?
Atajó aquel pensamiento antes de que pudiera tentarlo. La opinión de la humana no tenía ninguna importancia.
Cuando entró al salón, se sentó en el sofá. Bjorn tomó una bandeja llena de galletas y panecillos, y se sentó a su izquierda. Xerxes le sirvió una copa de whiskey y ambrosía, y se la tendió. Después, se sentó a su derecha.
Thane aceptó el ofrecimiento de ambos con un asentimiento. Devoró la comida y apuró la copa de un solo trago.
—Seguro que tienes bastantes preguntas —dijo Xerxes.
—Muchas —dijo él. Sin embargo, quería empezar por la que más le torturaba—. ¿Cómo estás, Bjorn? Antes de que yo acabara en el campamento de los fénix, te vi desaparecer en un callejón.
Había ocurrido en una noche fatídica. Justo antes de que Kendra consiguiera esclavizar a Thane, sus amigos y él estaban luchando contra una nueva raza de demonios. Eran sombras que se deslizaban sigilosamente por el pavimento de cemento agrietado y sucio, impulsadas por su hambre de sufrimiento humano y de carne.
Bjorn había sufrido una herida, y de la herida había brotado una sustancia pegajosa y negra. Acto seguido, él se había desvanecido como por arte de magia.
Thane y Xerxes se habían puesto frenéticos, pero antes de que pudieran buscar a su amigo, Kendra había abierto los ojos y le había ordenado a Thane que se trasladara al campamento de los fénix.
Y él había obedecido sin poner objeciones.
«Oh, Kendra, las cosas que voy a hacerte…».
La princesa fénix tenía una nueva cadena de esclavitud alrededor de la cintura. Aquella atadura bloqueaba sus poderes, y Kendra estaba tan indefensa como él mismo había estado en su campamento.
—No puedo contaros lo que pasó, ni explicaros lo que me va a suceder en los próximos meses —dijo, finalmente, Bjorn, y Thane percibió un tono de sufrimiento en su voz—. Me han obligado a jurar que mantendría el secreto.
Thane se tragó una maldición. Los Enviados no podían romper sus promesas; era una imposibilidad física. Ni siquiera los degenerados como ellos podían hacerlo. Thane conocía a Bjorn, y sabía que su amigo nunca habría hecho un juramento a no ser porque sus seres queridos estuvieran en peligro.
Aquel era otro crimen que atribuirle a Kendra.
Si él hubiera estado presente, habría podido encontrar la forma de salvar a su amigo de aquel destino.
—Si puedo ayudarte en algo…
—Lo sé —dijo Bjorn, con tristeza—. Siempre lo sé.
«Tengo que hacer algo», pensó Thane. Cualquier cosa que afectara a la felicidad de su amigo le afectaba a él también.
—¿Y los demonios que mataron a Germanus? ¿Los han encontrado? —preguntó. Aquella era su segunda preocupación más importante. Antes de caer en las garras de Kendra, su deber y su mayor privilegio había sido dar caza a los demonios que habían decapitado al rey de los Enviados.
—No, por desgracia —respondió Xerxes.
Así pues, tenían mucho que hacer. Encontrar una solución para el problema de Bjorn. Encontrar a los demonios. Castigar a los fénix. Hablar con la humana.
Estaba deseando hacer aquello último, y eso le irritaba. No quería depender de nadie, nunca; pensó que, tal vez, lo mejor que podía hacer era evitarla y resignarse a que sus preguntas quedaran sin respuesta.
Aunque sintió una punzada de dolor, se obligó a asentir. La evitaría. Y sería fácil. En muy poco tiempo habría olvidado que ella estaba allí.
Con movimientos tensos, se inclinó sobre la bandeja y tomó otra galleta. Para que todos se animaran, dijo:
—No tengo que preguntar qué has estado haciendo tú durante mi ausencia, Xerxes. Claramente, has estado perdido sin mí.