Annobón - Luis Leante - E-Book

Annobón E-Book

Luis Leante

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Beschreibung

Annobón es una fascinante mezcla de reportaje periodístico y ficción histórica que retrata la cara menos idílica de la colonización española en África y los mecanismos de la represión franquista en el Madrid de posguerra, y nos adentra en las vidas privadas de los personajes que se vieron atrapados en esos oscuros momentos históricos. La novela arranca con la investigación que un escritor lleva a cabo a raíz del hallazgo de un cadáver de mujer momificado en una localidad de Colliure, en el sur de Francia. A partir de esta noticia el narrador hace la reconstrucción de unos hechos casi desconocidos que ocurrieron en Madrid y Guinea en los años 30 y 40 del siglo pasado: la noche del 14 de noviembre de 1932 Restituto Castilla, sargento de la Guardia Civil, asesinó con una navaja barbera al Gobernador de Guinea cuando visitaba Annobón, una isla de 17 kilómetros cuadrados, a tres días de navegación de la capital, donde Castilla había fundado una comunidad utópica que se regía por los principios de la República. Una vez cumplida la condena, el abogado Pedraza se cruzará en su camino y la vida de ambos entrará en una vertiginosa sucesión de adversidades que afectará a todos los que están a su alrededor. Celos, dignidad, locura, mentiras y obsesiones en un triángulo amoroso en el que el miedo y el amor se confunden con frecuencia.

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Editado por HarperCollins Ibérica, S.A.

Núñez de Balboa, 56

28001 Madrid

 

Annobón

© 2017, Luis Leante

© 2017, para esta edición HarperCollins Ibérica, S.A.

 

Todos los derechos están reservados, incluidos los de reproducción total o parcial en cualquier formato o soporte.

Esta edición ha sido publicada con autorización de HarperCollins Ibérica, S.A.

Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares y situaciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientos comerciales, hechos o situaciones son pura coincidencia.

Diseño de cubierta: CalderónStudio

www.harpercollinsiberica.com

 

ISBN: 978-84-9139-065-7

 

Conversión ebook: MT Color & Diseño, S.L.

Índice

 

 

 

 

 

Portadilla

Créditos

Índice

Cita

El germen de esta historia

Capítulo I

Capítulo II

Ni reyes, ni tiranos

Capítulo 1

Capítulo 2

Capítulo 4

Capítulo 5

Capítulo 6

Capítulo 7

Capítulo 8

Capítulo 9

Capítulo 10

Capítulo 11

 

 

 

 

 

Por lo general, los paladines de la libertad de hoy son los dictadores de mañana.

PHILIP KERR

Si los muertos no resucitan

 

 

 

El germen de esta historia

I

 

 

 

 

 

Los nombres del capitán Alfonso Pedraza Ruiz y del sargento Restituto Castilla González no aparecerán nunca en los anales de la historia de España del siglo XX. El recuerdo de la aventura colonial del sargento Castilla y el atentado fallido del capitán Pedraza contra Franco se han desdibujado en la memoria individual y colectiva de la posguerra. Los nombres y las historias de Pedraza y de Castilla aparecen dispersos en informes militares, artículos de prensa, sumarios, cartas, diarios personales, documentos inéditos y testimonios orales. Con la suma de todo, hasta no hace mucho apenas se podía escribir un artículo de poca extensión. Y, en cualquier caso, resultaba difícil establecer la relación entre los dos personajes, que se conocieron en 1939 y nunca estuvieron juntos más de diez minutos seguidos en una sala de visitas y en un despacho de la prisión madrileña de Atocha.

La historia de Restituto Castilla se parece a grandes rasgos a la de otros militares, funcionarios o aventureros anónimos que marcharon a Guinea en la primera mitad del siglo XX en busca de fortuna o huyendo del infortunio. Y, sin embargo, es diferente porque el resultado de su aventura colonial marcó de una u otra forma la vida de personas que jamás pusieron un pie en África o que, en algún caso, ni siquiera llegaron a conocerlo.

Restituto Castilla González, sargento de la Guardia Civil, de treinta y cinco años en el momento de los hechos, fue condenado por asesinar en 1932 a Gustavo de Sostoa y Sthamer, gobernador general de los Territorios Españoles del Golfo de Guinea. El crimen fue celebrado en secreto por unos en la colonia y condenado abiertamente por otros en la Península, donde provocó desconcierto e indignación, en igual medida, entre políticos y militares. Desde que Gustavo de Sostoa fue nombrado gobernador de Guinea y desembarcó en la isla de Fernando Poo, su cruzada contra la corrupción, el esclavismo encubierto, los privilegios y los abusos de poder había generado malestar y recelo entre una parte de la población blanca, acostumbrada a gobernantes sin escrúpulos que adaptaban, interpretaban y cumplían las leyes de manera arbitraria, en beneficio propio y de sus adláteres, en un régimen cercano al clientelismo.

Según se puede leer en la prensa de la época, Gustavo Tomás María de los Dolores de Sostoa y Sthamer, de sesenta años en el momento de su muerte, soltero, hijo de padre español y madre alemana, educado en el colegio protestante El Porvenir, en Madrid, era un hombre «de gran temperamento y carácter singular», que pertenecía al cuerpo diplomático.

El señor Sostoa y Sthamer encontró la muerte el lunes catorce de noviembre de 1932 en Annobón, una isla de diecisiete kilómetros cuadrados, a tres días de navegación de Santa Isabel. En Annobón vivían entonces cuatrocientos sesenta y cinco hombres y setecientas setenta y cinco mujeres, todos africanos excepto tres misioneros claretianos, un practicante y el delegado del Gobierno —el sargento Castilla, cabo de la Guardia Colonial de facto—, que llevaba en la isla algo más de año y medio. El crimen se produjo en la plaza de la República del pequeño poblado de San Antonio de Palé, que había hecho construir el propio Castilla sobre la playa. La plaza tenía forma rectangular y estaba a unos veinte metros de la orilla del mar. Al anochecer, los nativos organizaron un baile tradicional, el balele,en honor a don Gustavo en su segunda visita a la isla. Cuando el sargento Castilla llegó al lugar, el balele ya había comenzado. El gobernador presidía el espectáculo sentado en una silla de campaña. Faltaban unos minutos para las nueve de la noche, según el sumario. El sargento Castilla se acercó al gobernador con unos papeles en la mano. Quería hablar con él, pero Gustavo de Sostoa le ordenó tajante que tratara cualquier asunto con su secretario. A pesar de la tensión, nadie le dio importancia a aquel desencuentro entre la máxima autoridad y su delegado. El sargento Castilla fingió que se retiraba. Se alejó unos metros, sacó su navaja de afeitar, se acercó al gobernador por detrás, con sigilo. Con la mano izquierda le agarró la cabeza y con la derecha le dio dos tajos certeros en el cuello. Los que estaban junto a Gustavo de Sostoa tardaron en darse cuenta de lo que había ocurrido. En la instrucción del juicio los testigos declararon lo mismo, que oyeron un crujido seco, como si se quebrara una rama; que pensaron que la silla del gobernador se había roto; que su secretario le tendió la mano al gobernador para que se levantara, pero su excelencia no se movió. Y en ese momento, el sargento Castilla comenzó a gritar para que la gente que se arremolinaba en torno al gobernador retrocediera. Gustavo de Sostoa, en el suelo y con el bastón de mando en la mano, no se movía. Según confirmaron más tarde los peritos forenses, en ese momento ya estaba muerto o inconsciente. El sargento Castilla sacó su pistola reglamentaria y disparó dos veces al suelo, contra el cuerpo del gobernador, e hizo un tercer disparo al aire. Y en ese instante la gente corrió en todas direcciones y la plaza quedó casi desierta. En medio de la confusión, el sargento comenzó a lanzar vítores y a gritar frases incoherentes. Según la declaración de los testigos, el massa Castilla gritó «Ni reyes, ni tiranos». El sargento, por su parte, declaró en el juicio que también había gritado «Viva la República», y que él era republicano de los pies a la cabeza. Pero el secretario del gobernador dijo que lo que gritó exactamente fue «Viva la República de Annobón». En lo que sí coincidieron los testigos y el acusado fue en que de inmediato Restituto Castilla clavó la rodilla en tierra y pidió perdón. Luego, el sargento se recompuso, se levantó y ordenó a la escolta del gobernador, formada por indígenas, que se subordinara y se pusiera inmediatamente a sus órdenes. Nadie lo obedeció; al contrario, los guardias corrieron a esconderse en las cabañas, se adentraron en el mar o se metieron debajo de algunos cayucos cercanos.

Castilla se dirigió entonces al edificio de la Delegación, donde convivía con la indígena llamada Mapudo Ballovera. En el trayecto, una cuesta empinada de quinientos pasos, se cruzó con un corneta al que obligó a acompañarlo y a iluminar con una lámpara mientras sacaba su mosquetón, dos cajas de munición, las cartucheras, el correaje, el cuchillo-bayoneta, un silbato, los leguis que utilizaba cuando se adentraba en el bosque y un botijo. En ese momento oyó un ruido en el exterior, cargó el mosquetón y salió a la puerta.

Según contó el padre Epifanio Doce al juez instructor, estaban rezando antes de irse a dormir, cuando un criado llegó a la misión gritando que habían disparado contra don Gustavo de Sostoa. El misionero, que no sabía si el gobernador estaba vivo o muerto, decidió entonces bajar a la playa por si necesitaba confesión o auxilio religioso. Al pasar por la puerta de la Delegación vio que el sargento Castilla le apuntaba con el mosquetón y le gritaba algo que no pudo entender. Inmediatamente el delegado disparó contra él, y el misionero echó a correr en dirección a la playa. Después de dispararle, el sargento Castilla se encaminó al bosque, pertrechado de mosquetón y botijo, dispuesto a resistir hasta que el barco del gobernador se marchara. Eso fue lo que le contó al juez. A pesar de su enemistad pública y manifiesta contra el padre Epifanio Doce y los otros claretianos, negó que tuviera intención de matarlo cuando le disparó al padre superior.

La noticia llegó a las ocho de la mañana del martes quince de noviembre a Santa Isabel. El radiograma que envió el secretario del gobernador desde el vapor Legazpi decía: «Asesinado ayer nueve horas noche Gobernador General por Sargento Restituto Castilla, quien redujo gente desarmada a tiros e internóse en el bosque […] trasladándose cadáver a bordo del que se hizo cargo Capitán ordenando embalsamamiento propósito conducirlo a ésa. Particípole autor hecho conocedor Isla puede resistir. Esperamos órdenes urgentes. SOLER».Inmediatamente se publicó un «Suelto Extraordinario» en la revista de los misioneros hijos del Inmaculado Corazón de María, La Guinea Española, en el que se anunciaba la noticia. Entre otras cosas decía: «Numeroso personal, así del elemento europeo como indígena, acudieron al Gobierno para enterarse de la noticia por sí mismo, no queriendo dar por seguro lo que se corría. Las banderas están todas a media hasta [sic] y la impresión en la ciudad es enorme, oficinas y comercio cerrados. La noticia circuló por la población como reguero de pólvora, produciendo una impresión difícil de reproducir. Éste es el tristísimo hecho, que ciertamente sumirá a la Colonia en patriótico sentimiento, al mismo tiempo que levantará en el espíritu de todo ciudadano la más viril protesta contra un tan horrible atentado».

A las once y cuarto de la mañana, trastornado por el cansancio, enfebrecido y en estado de delirio, Castilla salió del bosque mientras hacía sonar el silbato para anunciar que se entregaba. Venía únicamente con el botijo en la mano izquierda y un pañuelo blanco que agitaba con la derecha para hacer ver que se entregaba. El mosquetón y el cuchillo-bayoneta, según declaró al cabo Sanz, que encabezaba la patrulla a la que se entregó Castilla, habían quedado en el bosque, al pie de la palmera bajo la que había pasado la noche.

Además de una pistola Browning fabricada en Lieja, del calibre siete sesenta y cinco, al sargento Castilla le fueron intervenidas cuatro mil trescientas pesetas de los atrasos que cobró dos días antes; un billete de lotería de Navidad que le había comprado al cabo Sanz, con el número 19537; una libreta en la que había redactado a lápiz dos oficios dirigidos a las autoridades, donde confesaba el móvil que lo llevó a cometer el crimen; dos juegos de esposas, un alicate, una navajita, una navaja barbera marca Solingen con mango de caucho negro y un suavizador para la misma.

El cadáver del gobernador viajó durante tres días sobre la litera de un camarote del Legazpi, envuelto en una sábana e hinchado a consecuencia de los líquidos que le habían inyectado el médico y el practicante del barco: ácido fénico cristalizado, alcohol, glicerina neutra y seis litros de agua. En el camarote contiguo, esposado la mayor parte del tiempo, viajaba su asesino. Cuando el vapor-correo llegó a Santa Isabel, hacía horas que una multitud se agolpaba en el muelle para recibir a ambos. Mientras desembarcaban el cadáver del gobernador, las campanas de la catedral tocaban a muerto. Lo condujeron al palacio presidencial en medio del griterío de los niños, que se peleaban para estar en primera fila. Allí dos médicos lo esperaban para hacerle la autopsia y enviar los datos por radiograma a Madrid, donde esperaban la información. Los doctores concluyeron que las dos heridas de catorce y dieciocho centímetros de la región cervical eran mortales de necesidad y que los disparos que recibió fueron efectuados por la espalda a una distancia de cinco metros.

A las pocas horas, antes de conocer el resultado de la autopsia, varios oficiales y suboficiales del ejército brindaban en el casino de Santa Isabel por la muerte del gobernador. Se unieron a ellos unos cuantos funcionarios. Algunos habían acudido al puerto a recibir al Legazpi y asegurarse de que la noticia del crimen era cierta. En el casino se pronunciaron vítores al rey. Al parecer, nadie sabía que el asesino del gobernador era defensor acérrimo de los ideales republicanos, los mismos que defendía el señor Sostoa.

Mientras tanto, Castilla permanecía en el camarote del Legazpi, porque el único calabozo que había en la capital no reunía condiciones para encerrar al asesino del difunto gobernador. El sábado diecinueve de noviembre el juez instructor de Santa Isabel subió a bordo del Legazpi para tomarle declaración. En el primer momento Restituto Castilla aseguró que no recordaba nada de lo sucedido.

Cuatro días después, el Legazpi viajó de nuevo con el cadáver del gobernador y de su asesino en dirección a la Península. El siete de diciembre, a las seis de la tarde, hizo escala en Santa Cruz de Tenerife, donde Castilla fue entregado a la autoridad militar y encarcelado en el cuartel de San Carlos. Los únicos civiles a los que se les permitió acercarse a Castilla fueron un periodista y un fotógrafo del diario republicano de Tenerife La Tarde, que inmortalizó el momento en que el cabo de la Guardia Colonial era entregado por el capitán del vapor-correo a un teniente del Regimiento de Infantería n.º 37, cuyo nombre apareció confundido en el pie de foto con el del capitán del Legazpi.

El cadáver del gobernador continuó viaje hasta Cádiz, desde donde fue transportado en ferrocarril hasta Madrid. Fue enterrado con honores militares el once de diciembre de 1932 en la Necrópolis del Este, el actual cementerio de la Almudena. A su entierro acudieron autoridades políticas y militares, entre las que se encontraba el presidente de la República, Niceto Alcalá Zamora, con quien Gustavo de Sostoa había mantenido una relación personal desde hacía más de treinta años. Las noticias que se publicaron en la prensa a modo de crónicas resultaban contradictorias. Algunos medios hablaban de «crimen de carácter político». Para unos Castilla era un republicano que había actuado movido por un elevado sentido del honor y el deber; para otros era un reaccionario que se había rebelado contra la República por considerarla dañina para España y sus tradiciones. Unos y otros retrataban a Castilla como un hombre cegado por la ambición y el poder, una víctima de las enfermedades tropicales, de la soledad y del exceso de ocio que generaban un ambiente propicio para el «arrebato y desvarío mental». Unos lo definieron como comunista, otros como conservador, y la mayoría como un loco.

El recuerdo de Restituto Castilla se fue diluyendo en el tiempo, hasta su juicio en Gran Canaria en junio de 1934. Apenas los diarios ABC y La Vanguardia se interesaron ya por la noticia. Restituto Castilla González fue expulsado de la Guardia Civil y condenado a ocho años de prisión, de los que cumplió cuatro años y cinco meses en el penal del Puerto de Santa María. Se benefició de la amnistía política que el Gobierno del Frente Popular promulgó en febrero de 1936. Regresó a Madrid en el mes de marzo. Tres años después, cuando las tropas de Franco entraron en la capital, fue detenido y juzgado en consejo de guerra por adhesión a la rebelión militar y por pertenecer al Partido Comunista. Para entonces nadie sabía ya quién era Restituto Castilla, excepto el capitán que debía defenderlo en consejo de guerra, Alfonso Pedraza Ruiz, cuyo destino quedó marcado por aquel encuentro fortuito en las dependencias de la cárcel de Atocha.

Cuando al finalizar la guerra civil al capitán Pedraza le tocó defender a Restituto Castilla, la historia, la cara y el nombre del sargento no le resultaban en absoluto desconocidos. Alfonso Pedraza había seguido por la prensa, años atrás, las circunstancias de la muerte del gobernador de Guinea y de su presunto asesino, el sargento Castilla. En la fecha en que se produjo el crimen, noviembre de 1932, Alfonso Pedraza tenía veintinueve años y ejercía de abogado en su ciudad natal, León, a la vez que preparaba las oposiciones a judicatura. Estaba casado y tenía una hija de dos años. Pedraza apenas conocía nada de la Guinea Española, excepto algunas particularidades de la legislación colonial que había estudiado en la carrera de Derecho; pero la noticia de la muerte de Gustavo de Sostoa y Sthamer, de quien el suegro de Pedraza no tenía buen concepto, despertó inexplicablemente su curiosidad y su interés. Habría sido lógico suponer que la curiosidad de Pedraza por aquel crimen estuviera motivada por el cariz macabro del delito, o por los motivos por los que aquel sargento de la Guardia Civil había asesinado a sangre fría al gobernador. También habría sido posible que su interés estuviera en el aspecto técnico del proceso. En cambio, lo que parece más probable es que, al ver en la prensa la fotografía del presunto asesino, Alfonso Pedraza reconociera, o creyera reconocer, al hombre que miraba impasible a la cámara —ojos pequeños y muy vivos, ligeramente entornados, como si tratara de leer el pensamiento del fotógrafo—, y reviviera un incidente de juventud, en sus años de estudiante de Derecho en Madrid, cuando se libró in extremis de ingresar en los calabozos del cuartel de la Guardia Civil del paseo de Extremadura. Sea como sea, cuando Alfonso Pedraza desmanteló su casa de León para marcharse con su familia a Madrid, en el traslado se llevó con él la carpeta en la que había guardado los recortes de prensa del asesinato y del proceso judicial de Restituto Castilla.

Alfonso Pedraza había solicitado su incorporación al ejército al comienzo de la guerra, antes de que lo movilizaran, y en 1939 pidió su continuidad en el cuerpo jurídico, que le fue concedida con el grado de capitán. Pedraza, que hasta su entrada en el ejército había sido un hombre de leyes sin ambición más allá de su familia y de su trabajo, se hizo lamentablemente conocido a finales de 1941, cuando se le relacionó con un complot para asesinar a Francisco Franco. En el diario Arriba, en el número del sábado quince de noviembre de 1941, se puede leer:

 

El falangista Alfonso Pedraza Ruiz entró en el día de ayer, pasadas las 8 de la noche, en la iglesia madrileña de los Jerónimos con la intención de acabar con la vida del Generalísimo Francisco Franco, que se encontraba en el interior del templo asistiendo a un oficio religioso de carácter privado. Pedraza Ruiz, antiguo Capitán del Ejército Español expulsado por oscuras razones, se abalanzó cobardemente y con gran violencia sobre Su Excelencia el Jefe del Estado cuando éste se disponía a tomar la Comunión, al tiempo que gritaba fuera de sí consignas ininteligibles. Una mano intercesora y milagrosa salvó a nuestro Caudillo de una muerte segura y le concedió la lucidez y frialdad necesarias para pedirle a su asesino [sic] que le entregara el arma, que se le había encasquillado en el momento de disparar. El criminal, a pesar de la resistencia, fue reducido inmediatamente y desarmado por los presentes. El Jefe del Estado, que en ningún momento perdió la calma, no sufrió daño alguno.

 

El artículo, que no es mucho más largo, insiste a continuación en la condición de falangista de Alfonso Pedraza, y carga las tintas sobre algunos «elementos perniciosos que perviven ocultos en las filas de la Asociación fundada por el Mártir José Antonio Primo de Rivera». Por aquellas fechas, Falange Española de las JONS, o una parte de Falange, comenzaba a ser un problema para Franco en su intento de reconstruir el país, de manera que el aparato de propaganda del Régimen utilizó aquel intento de asesinato para denunciar la trama organizada por algunas personalidades falangistas, cuyo nombre se insinuaba sin mencionarse.

Aunque en las noticias que publicó la prensa de la época no se reflejan estos datos, hay que añadir que Alfonso Pedraza, falangista desde 1934, había estado casado con la única hija del general José María Pardo Andújar, amigo personal de Franco, cuyo nombre llevaba sonando desde el final de la guerra como candidato a ministro del Ejército.

Según reveló en 1998 el periodista Enrique Herrero en un reportaje de la revista Tiempo, que reproducía parte de la sentencia contra Alfonso Pedraza, el juicio sumarísimo de urgencia estuvo plagado de contradicciones e irregularidades. Incluso la información de la prensa tenía, en su opinión, un tufillo de propaganda que hacía pensar que las cosas no habían ocurrido exactamente como se contaron.

Probablemente lo único cierto de aquel oscuro asunto es que Alfonso Pedraza fue condenado a treinta años de prisión, de los que cumplió veinte. Cuando salió de la cárcel en 1961, Alfonso Pedraza era un hombre derrotado y enfermo, un anciano de cincuenta y ocho años. Nadie se acordaba de él ni recordaba aquel supuesto complot para matar a Franco en el que Pedraza participó como ejecutor. Únicamente a través de un libro de escasa tirada que publicó su hija en 1999, hubo un intento de rescatar y dignificar la figura de Alfonso Pedraza Ruiz, aunque en el libro no se menciona el atentado fallido contra Franco, como si no hubiera existido. Sin embargo, la hija de Pedraza le dedica un capítulo entero a un personaje «siniestro» que, según ella, fue decisivo en la caída en desgracia de su padre: el sargento de la Guardia Civil Restituto Castilla.

De la información que recabó para su artículo Enrique Herrero, se pueden deducir dos hechos que no encajan con la versión oficial. En primer lugar, Alfonso Pedraza Ruiz no pudo haber atentado contra Franco aquel catorce de noviembre de 1941 porque Franco, al parecer, estaba ese día en El Burgo de Osma. Y, en segundo lugar, el arma que le requisaron a Pedraza, según consta en el primer informe policial, no era una pistola, sino una navaja barbera de uso personal que Pedraza llevaba encima para degollar al general José María Pardo Andújar, que hasta la muerte de Pilar Pardo había sido su suegro.

Sin embargo, sí parece cierto que cuando Alfonso Pedraza se acercó a su víctima —es decir, a su suegro— con la intención de degollarlo, gritó algo que se interpretó en su día como una consigna. Y ese grito pudo ser, según contaron algunos testigos y se refleja en el sumario: «Ni reyes, ni tiranos».

II

 

 

 

 

 

En el verano de 2005 mi mujer y yo hicimos un viaje al sur de Francia con mi amigo Enrique Herrero y con Elodie Blain, su pareja por entonces. Pasamos unos días tranquilos en los Pirineos y, la segunda semana de agosto, nos acercamos a la localidad de Argelès-sur-Mer, donde Elodie había pasado las vacaciones de verano en su infancia. Nos habló con tanto entusiasmo de aquel pueblo y de sus playas que decidimos visitarlo y quedarnos un par de días antes de regresar a España.

Enrique y yo nos conocemos desde la adolescencia. En 2005 él trabajaba en el semanario Tiempo, después de haber pasado por varias redacciones con desigual fortuna. Elodie era fotógrafa y trabajaba entonces para una agencia española. Se conocieron cuatro años atrás, cuando National Geographic les encargó escribir e ilustrar un reportaje para la edición española; reportaje que nunca se publicó.

La primera mañana de nuestra estancia en Argelès desayunamos en un salón de té. Allí fue donde conocimos la noticia que tenía en vilo a los argelesiens desde hacía una semana. Cuando Elodie le preguntó a la dueña qué era aquello del «cadáver momificado» del que hablaba la prensa, la mujer puso sobre el velador tres ejemplares atrasados del diario local L’Independent. Lea, lea, le dijo, ¿quién se lo iba a imaginar? La noticia era en verdad espantosa: la semana anterior habían encontrado en Argelès el cadáver momificado de una mujer que llevaba muerta quince años en su casa. Elodie nos fue traduciendo los titulares y en un momento concreto, al ver una de las fotografías que publicaba el periódico, dijo inesperadamente: Putain, c’est pas possible! Luego le puso el periódico delante a Enrique. ¿Has visto esto? Sí, una fotografía, ¿qué pasa? Elodie insistió, ¿pero de verdad no la reconoces? En la foto aparecía un grupo de siete militares y un guardia civil que destacaba por el inconfundible tricornio. En el centro, adelantado ligeramente, el guardia civil llamaba la atención por su gesto altivo y su mirada viva, la cabeza alta, como desafiando a la cámara. En el pie de foto decía en francés: «El señor Restituto Castilla (en el centro), esposo de Teresa Martín y exgobernador de la Guinea Española». Elodie se levantó con ímpetu y le preguntó a la dueña del salón de té si podía llevarse aquella página del periódico. Todas, respondió la mujer, lléveselas todas si quiere. Tú y yo hemos visto esa foto antes, le dijo Elodie a Enrique cuando volvió a la mesa, no es posible que no la recuerdes. Pero Enrique no la oía ya, porque estaba concentrado en la página del periódico, y sus ojos saltaban de una línea a otra como si buscara algo escondido en un recodo de su memoria. Sí, por supuesto que la recuerdo, dijo al cabo de un rato, joder, esta foto es la que nos enseñó aquella mujer en Annobón. Exactamente, dijo Elodie. Enrique trataba de leer, pero lo hacía a trompicones porque el francés se le resistía. Déjame a mí, dijo Elodie y le quitó el periódico de las manos.

La reconstrucción de los hechos que hicimos entre los cuatro, sirviéndonos de la información que se publicó en L’Independent, fue la siguiente:

Una semana antes de nuestra llegada a Argelès, fue encontrado el cadáver de una mujer en estado de momificación en el número 7 de la rue Blanqui, vivienda que el vecindario creía abandonada. El hallazgo se produjo como consecuencia de la denuncia de una vecina por la filtración de agua que parecía provenir de la casa contigua. Cuando los gendarmes forzaron la puerta y entraron en la casa, encontraron en la alcoba del piso superior un cuerpo tendido sobre la cama. Todo estaba en orden en la casa. No había ventanas ni puertas forzadas, ni signos de que alguien hubiera registrado armarios o cajones. Casi desde el principio se descartó la hipótesis del robo y el asesinato. Entre la correspondencia que se había acumulado a lo largo de los años se halló una carta de la Tesorería de la Seguridad Social y otra de la Caja de Pensiones con fecha de 1997. Según los recibos y avisos, el agua de la vivienda fue cortada en 1991, y la luz un año más tarde; seguramente cuando la cuenta bancaria se quedó sin fondos y fue cerrada por falta de movimientos. Algunos vecinos contaron a los periodistas que creían haberle oído decir a la dueña hacía quince años que se marchaba de Argelès. Por eso no les extrañó ver la casa cerrada desde hacía tanto tiempo. Únicamente un vecino creía recordar vagamente que la mujer había venido a vivir a Argelès a principio de los años cuarenta. Según los documentos que encontró la Gendarmería en la vivienda, la mujer se llamaba Teresa Martín Martos, nacida en Gordoncillo, provincia de León, en 1907, nacionalizada francesa en 1951. Tenía una hija nacida en 1925 de su relación con Restituto Castilla González, con quien se casó en 1936; matrimonio civil que, según averiguamos ya en España, fue anulado al término de la guerra. En el periódico no se mencionaba —y por lo tanto nosotros no lo supimos hasta pasado un tiempo— que Teresa Martín había estado casada después con el capitán Alfonso Pedraza Ruiz, del que no había ni fotografías ni documentos en la vivienda de la rue Blanqui. Por el contrario, en una carpeta aparecieron el carnet militar y la cartilla de Restituto Castilla, fotografías, informes del Ministerio de Justicia y otros documentos públicos y privados, entre los que estaba el certificado de matrimonio civil del treinta y seis. El forense determinó que la muerte de Teresa Martín se había producido de manera natural en 1990, cuando tenía ochenta y tres años. En la prensa se publicó, como cuestión anecdótica, que la mujer que había aparecido momificada en su casa había sido la esposa de un gobernador de la colonia española de Guinea. Aquel dato inexacto, ilustrado por la fotografía de Restituto Castilla junto a siete militares, fue lo que provocó la sorpresa de Elodie. En realidad, Restituto Castilla no había sido gobernador de Guinea, sino delegado del Gobierno de una pequeña isla de unos mil habitantes, a comienzos de los años treinta.

Así que esta es la mujer del massa Castilla, dijo Enrique como si hablara solo, pero qué pequeño es el mundo. A Enrique le brillaban los ojos. Su olfato de periodista le había enseñado a reconocer una buena historia. Y aquella tenía la apariencia de serlo. Como he dicho, Elodie y Enrique se conocieron cuando les encargaron un reportaje para National Geographic. Oficialmente era un trabajo periodístico con toques científicos sobre especies endémicas de la remota isla de Annobón, pero lo cierto es que la finalidad última era sacar a la luz la degradación de la isla por el uso de Annobón como almacén de residuos químicos y radioactivos por parte de empresas internacionales. La isla estaba tomada por el ejército, y el acceso a los extranjeros, restringido. Annobón tiene un aeródromo que la une con la capital, pero no deja de ser un lugar aislado del resto del mundo. Elodie y Enrique se instalaron en una cabaña tradicional en el poblado de San Antonio de Palé. Día y noche estuvieron escoltados por soldados guineanos cuya misión era «protegerlos» de no se sabía qué peligros. Fingieron trabajar en el interior de la isla, en los escasos puntos que eran accesibles por tierra. Según nos contó Elodie, resultó imposible moverse con libertad ni siquiera dentro del poblado. El día antes de regresar a Malabo —la antigua Santa Isabel—, frustrados por la imposibilidad de realizar su trabajo, Elodie y Enrique recibieron una visita. Se trataba de un hombre al que habían visto alguna vez merodear por las proximidades de la cabaña. Tenía entre sesenta y setenta años —ahora sabemos que en aquellos días tenía exactamente sesenta y ocho—. Resultaba fácil reconocerlo porque sus rasgos faciales y el color de la piel se diferenciaban del resto de los annoboneses: su piel era más clara y su pelo más liso. El hombre se presentó a Elodie y a Enrique y les habló en un español mezclado con portugués. Se llamaba Restituto Castilla. Aquel hombre les explicó que se llamaba como su padre, el massa Castilla. Y luego los invitó a su casa para que conocieran a su madre. Elodie y Enrique le contaron que no podían moverse por el poblado sin permiso de los militares. El hombre sonrió y dijo: Nao hay problema, vena comigo, nao hay problema, yo sou o filio del massa Castilla e todo mundo sabe. Y, en efecto, cuando salieron de la cabaña con él, ninguno de los soldados hizo preguntas. Se limitaron a observar cómo los dos periodistas se alejaban detrás del hombre. La madre estaba sentada en una silla, de la que no podía levantarse sin ayuda, encorvada y casi ciega. Ahora sabemos que tenía ochenta y cinco años. Sin duda la anciana estaba esperando a los dos extranjeros. Cuando oyó la voz de su hijo, levantó la cabeza y dijo algo que Elodie no pudo entender. Su voz era apenas un hilo de aire ronco y roto. El hombre que se apellidaba Castilla le entregó a Enrique un sobre cerrado, una carta, en la que decía: «Massa Castilla, España». No había más datos. En el remite aparecía el nombre «Mapudo Ballovera». Después de una compleja explicación en aquel extraño idioma, Enrique y Elodie entendieron que pretendía que le hicieran llegar la carta a alguien que se apellidaba Castilla —su padre— y que vivía en España. No podían suponer que aquel hombre, en caso de que hubiera vivido aún en 2001, tendría ciento cuatro años. Enrique trató de explicar que si no le daban más datos era imposible encontrar al destinatario. Pero el tal Restituto Castilla siguió hablando como si aquello no fuera un inconveniente. Los invitó a sentarse, les ofreció comida y bebida, y contó una rocambolesca historia que no terminaron de entender. La escucharon con paciencia y se dejaron agasajar. Al cabo de un rato, Castilla se puso en pie y les mostró algo. Detrás de una cortina que dividía la estancia en dos, había un pequeño altar con velas, estampas de santos, figuritas talladas en madera, fotografías antiguas y recortes de periódico que amarilleaban. Sobre el altar había un botijo oscurecido por el paso del tiempo, un salacot, un mosquetón y varios objetos que cuatro años después Elodie no podía precisar ya. Delante había tres maletas de distinto tamaño, muy antiguas, de una piel acartonada. La madre de Castilla —ellos dedujeron de las explicaciones que se trataba de Mapudo Ballovera, la remitente de la carta— le pidió a su hijo que las abriera. Lo hizo con mucho cuidado, con devoción. En las maletas había ropa interior, algo parecido a un braguero, libretas, camisas, un par de botas y ropa militar antigua. También había cartas y fotografías. Castilla apenas tocó nada. Explicó con orgullo que aquello era de su padre y que estaba como él lo dejó hacía setenta años. Elodie pidió permiso para hacer algunas fotografías y Castilla asintió complacido. A Elodie no le cabía duda de que estaba ante un vestigio del dominio colonial, nada que ella no conociera ya: un hijo natural, una mujer que conservaba el recuerdo de un militar que pasó por allí en la primera mitad del siglo pasado. Lo que realmente la conmovió fue la veneración con que conservaban los objetos y la memoria de su dueño. Les echó un vistazo a los recortes de periódico y a las fotografías. En efecto, un tal Restituto Castilla, que había pasado por Annobón en los años treinta, fue juzgado por asesinar a alguien. Enrique tenía la carta en las manos y la miraba fijamente. Entonces dijo: Es posible que este hombre haya muerto. Restituto Castilla lo miró sorprendido por las palabras del forastero. Isso nao pode ser, a massa Castilla nao pode morer, respondió. Ni él ni Elodie se atrevieron a llevarle la contraria.

Elodie recordaba bien la fotografía, la misma que reproducía L´Independent, en la que se veía a un guardia civil rodeado de un reducido grupo de militares que posaban ante la cámara. Aquel encuentro inesperado con Restituto y su madre fue quizá la única anécdota reseñable del viaje a Annobón que, por lo demás, había resultado frustrante, según confesaron ambos. La carta que trajeron a España para entregar a un tal Restituto Castilla con domicilio desconocido estuvo durante años en casa de Enrique, hasta que llegó a mí. La carta en sí misma no tiene ningún interés. Está cargada de fórmulas ya en desuso que hoy resultan extravagantes: «Al recibo de la presente espero que estés bien, yo también…», y cosas por el estilo. Seguramente alguien la escribió por encargo, siguiendo el lenguaje epistolar de otra época.

El número 7 de la rue Blanqui era una casa de piedra de dos plantas con un arco de descarga de ladrillo, propio de la arquitectura tradicional de Argelès. Decidimos echar un vistazo por los alrededores. Una vecina nos contó que la difunta era una mujer que apenas se relacionaba con el vecindario, aunque vivió en la casa más de cuarenta años. Cuando desapareció, los vecinos pensaron que se había marchado a su país. En alguna ocasión había contado que tenía una hija en España y que pensaba ir a verla en cuanto tuviera oportunidad.

Verdaderamente la historia tenía un atractivo literario y periodístico irresistible. Y es justo decir que a Enrique le interesó desde el principio mucho más que a mí. No le resultó difícil dar con la primera pista del sargento Castilla. Enrique telefoneó desde Francia a un amigo documentalista y enseguida encontró el primer hilo para deshacer la madeja. Según supimos ya antes de volver a España, el sargento Restituto Castilla había degollado con una navaja barbera al gobernador de Guinea, llamado Gustavo de Sostoa y Sthamer. Incluso el nombre de la víctima resultaba literario. Pero lo que llamó la atención de Enrique no fue el nombre del gobernador, sino el detalle de la navaja barbera, y no tanto por lo macabro del crimen, sino porque enseguida lo asoció con un atentado fallido contra Franco en 1941, sobre el que Enrique había escrito un reportaje años atrás. Y todavía no sabía —no sabíamos— que los dos acontecimientos se habían producido el mismo día, el catorce de noviembre, pero con nueve años de diferencia. Y, además, los dos protagonistas se conocían.

Pasado el verano, Enrique me telefoneó para contarme lo que había averiguado, como si desde la última vez que nos habíamos visto hubieran pasado solo dos o tres días. Agárrate a la silla que voy a contarte algo, me dijo muy emocionado. Confieso que pensé que me iba a anunciar que se casaba con Elodie. ¿Sabes quién fue el abogado defensor de Restituto Castilla cuando lo acusaron de comunista después de la guerra civil? Yo no sabía de qué me estaba hablando. Me explicó apresuradamente que a Castilla lo detuvieron cuando las tropas de Franco entraron en Madrid, y lo sometieron a un consejo de guerra. Su defensor fue Alfonso Pedraza Ruiz, me dijo casi gritando, has oído bien, Alfonso Pedraza. Le dije que sí, que muy bien, pero que quién era aquel Alfonso Pedraza. Coño, el del atentado de Franco en el cuarenta y uno. Recompuse la historia tan rápido como pude. Ah, sí, el que quiso cortarle el cuello con una navaja de afeitar. Sí, ese, el mismo día aunque nueve años después de que Restituto Castilla hiciera lo propio, pero con éxito, con el gobernador de Guinea. Después añadió: Y lo mejor viene ahora. ¿Todavía hay más? Por supuesto que sí, esto no es más que el principio. Pues cuenta de una vez. Ahí va, Alfonso Pedraza estuvo casado con el cadáver momificado. ¿Cómo que estuvo casado con…? Pues que se casó con Teresa Martín. Yo no estaba seguro de haber entendido bien. Luego continuó: esa mujer primero se casó con un comunista y después con un falangista, y además está lo de la coincidencia del catorce de noviembre.

Durante un tiempo me fue llamando cada semana para ponerme al tanto de sus pesquisas. Yo entraba en la historia y salía de ella cada vez que hablábamos por teléfono o que Enrique me enviaba algún correo electrónico con lo que iba averiguando. Había dado con la pista judicial de Restituto Castilla González, nacido en 1897, sargento de la Guardia Civil que marchó voluntario a Guinea como Guardia Colonial con el grado de cabo. De allí pasó a la isla de Annobón como delegado del Gobierno, donde asesinó al gobernador de la Guinea Española. Está todo recogido en el proceso judicial, me dijo Enrique, en Las Palmas de Gran Canaria. Cuando me dijo que tenía previsto viajar a Las Palmas para leer el sumario, empecé a preocuparme.

Enrique no se daba cuenta de que la historia lo estaba apartando de la realidad. No recuerdo haberlo visto antes tan entregado para escribir un reportaje ni un artículo, si es que era eso lo que quería escribir. Supongo que él no era consciente de que la historia y el personaje, o los personajes, se le estaban yendo de las manos. El tiempo pasaba y no empezaba a escribir, aunque la documentación iba siendo cada vez más voluminosa.

Creo que llegué a olvidarme del sargento Castilla y del capitán Pedraza hasta que una llamada, al cabo de los meses, me sobresaltó de madrugada. Enrique me telefoneó para hablarme de Pilar Pedraza, la hija de Alfonso Pedraza y de su primera esposa. Y lo mejor viene ahora, dijo Enrique después de darme algunos datos sobre un libro que había escrito la hija de Pedraza, vive muy cerca de tu casa. ¿En Alicante?, pregunté. En El Campello, ¿te suena? Por supuesto que me sonaba. ¿Vas a pedirme que me acerque y hable con ella?, le dije. No es necesario, ya lo he hecho yo. Sentí la tentación de recordarle que ya hacía más de un año que llevaba enredado con aquel asunto, pero no lo hice para no enturbiar su ilusión. Me voy a tomar unas vacaciones para ir a verla, me dijo, ¿tenéis libre el dormitorio de las visitas? Por supuesto, le respondí. Lo que no me contó Enrique fue que aquellas vacaciones eran casi obligadas. Estaba a punto de perder el trabajo y yo ni siquiera lo sospechaba.

Cuando la conocimos en septiembre de 2006, Pilar Pedraza tenía setenta y seis años. Antes de jubilarse había sido catedrática de Historia en un instituto de bachillerato de León. En 1983 publicó un libro editado por el Instituto Leonés de Cultura que se tituló Malditos y olvidados. Uno de los capítulos de los «olvidados» estaba dedicado a su padre, y en la parte de los «malditos» incluyó a Restituto Castilla. De su lectura no se podía sacar ninguna conclusión determinante, pero hablaba con cierto desprecio —más bien con resentimiento— del sargento. El capítulo desentonaba en el conjunto de la obra, porque en algunos momentos perdía la imparcialidad, de manera que Castilla parecía un personaje de opereta. Por el contrario, se diría que el capítulo dedicado a su padre estaba escrito para reparar y dignificar la memoria del capitán Alfonso Pedraza.

Enrique y Elodie pasaron una semana de septiembre en nuestra casa de Alicante. Durante cinco días él y yo visitamos a Pilar Pedraza, cada tarde, en su casa de la playa de Muchavista. Era una mujer de aspecto frágil, de hablar mesurado, aunque en ocasiones tenía algún arrebato cuando se trataba de defender la memoria de su padre. Hablaba despacio, pensando mucho lo que iba a decir. A veces se quedaba con la mirada ausente, como si perdiera el hilo de lo que estaba contando, pero no era así. Yo iba de convidado de piedra, o más bien como técnico de sonido. Me limitaba a escuchar y a asegurarme de que no hubiera ningún contratiempo en la grabación mientras Enrique hacía las preguntas. Probablemente una de las sorpresas que más emocionó a Enrique a raíz de aquella entrevista fue la noticia de que la hija de Teresa Martín y Restituto Castilla vivía aún. Pilar Pedraza le facilitó a Enrique una dirección antigua, en la calle O’Donnell de Madrid. Aquello fue mucho más de lo que Enrique esperaba del encuentro.

A su regreso a Madrid, Enrique localizó sin dificultad a Cesárea Castilla, que seguía viviendo en la portería que empezó a regentar su marido al final de la guerra civil. La entrevistó en seis ocasiones. La mujer nació en Madrid en 1925. Cesárea vivía con un hijo soltero —así fue como ella lo presentó— que estaba a punto de jubilarse como portero de la finca. He escuchado muchas veces esas grabaciones a lo largo de los años. Todavía hoy me siguen impresionando.

Enrique siguió seis o siete meses más trabajando en un reportaje que todos, incluso él, estábamos seguros de que nunca escribiría. A principio de 2007 lo despidieron de la revista. Sobrellevó muy mal lo del paro, como era de esperar. Entró en una espiral peligrosa. Primero fue la depresión y después la crisis de pareja con Elodie. Se recuperó de lo primero pero no de lo segundo. Un buen día Elodie le dijo que se marchaba de casa. No hubo terceras personas, creo. Después de cinco años sin saber apenas nada de él, una noche me llamó para contarme que se casaba con la hija del dueño del concesionario de coches en el que llevaba varios meses trabajando como vendedor. Me llamaba para invitarnos a la boda.

Al regresar del viaje de novios, Enrique insistió en que fuéramos a Las Rozas a visitarlos. Por esa época ya era un desconocido para mí. Hablaba de motores, cilindradas y número de válvulas con un entusiasmo que no me trasmitía. La primera noche, cuando nos quedamos solos, empezó a hablarme de Cesárea Castilla. ¿Te sigue interesando aquella historia?, le pregunté. No, eso ya es cosa del pasado, me dijo. Entonces, ¿por qué me hablas de ese asunto? Enrique se puso en pie, me cogió del brazo y me obligó a levantarme y seguirlo. Subimos a la buhardilla. Me llevó a un rincón y me mostró una torre de archivadores alineados y rotulados con pegatinas. Ahí lo tienes, me dijo, llévatelo todo. Leí algunas etiquetas. Aquellos archivadores contenían la obsesión de Enrique de los últimos años, antes de quedarse sin trabajo. No lo he tirado porque pienso que algún día le puede interesar a alguien, por ejemplo a ti. ¿También tienes las grabaciones? Por supuesto, me respondió. Y hay algunas que no has oído aún. Abrió un archivo al azar y me mostró libretas, carpetas, cedés. Fueron casi dos años, me dijo como si necesitara excusarse, total para lo que ha servido. Pero disfrutaste, le dije. Sí, eso es verdad.

Regresamos a Alicante con el maletero lleno de archivadores. Lo dejé todo en mi estudio, a la espera de encontrarles un sitio mejor. Cuatro años después, aún seguían en el mismo sitio. A estas alturas conozco al dedillo cada documento. No creo que vuelva a abrir nunca más esos archivadores. No lo necesito. Ya sé casi todo lo que quería saber. Y lo que aún ignoro ha dejado de quitarme el sueño, aunque confieso que durante los últimos años me lo ha quitado. Esta es la historia que Enrique Herrero no pudo o no quiso escribir.

 

 

 

Ni reyes, ni tiranos

1

 

 

 

 

 

—¿Le importa que grabe esta conversación?

—Como usted prefiera.

—Si le parece bien, me gustaría que me repitiera su nombre completo.

—Pilar Pedraza Pardo.

—Hija de Alfonso Pedraza y Pilar Pardo, ¿verdad?

—Así es. A mí me decían Pilarcita para diferenciarme de mi madre.

—¿Dónde nació usted?

—En León.

—¿León capital?

—Sí, naturalmente. En la calle Ordoño. No se puede ser más de León.

—No voy a preguntarle el año.

—No me importa decirlo. Nací en 1930.

—Usted no quiere rebatir en su libro la falsedad mantenida durante años de que su padre, Alfonso Pedraza Ruiz, intentara matar a Franco. Únicamente lo menciona sin entrar en detalles. Se diría que pretende pasar de puntillas sobre esa cuestión.

—Así es.

—Sin embargo, podría haber rebatido esa teoría al parecer absurda.

—Naturalmente. Pero tenga en cuenta que el hecho de que mi padre quisiera o no matar a Franco es intrascendente a estas alturas. Además, no creo que eso le interese ya a nadie. Yo conozco la verdad y eso es suficiente. Ahondar en ese asunto me parecía morboso. Lo que pretendía con ese capítulo dedicado a mi padre era denunciar, si me permite decirlo así, la injusticia que se cometió con él. Y, sobre todo, reivindicar su figura en unos tiempos, me refiero al comienzo de los años ochenta, cuando se publicó el libro, en que mucha gente sacaba pecho y se ponía medallitas por sus hazañas gloriosas contra la dictadura. Con todos mis respetos, algunos de los que se condecoraron estaban en el exilio en la posguerra o se limitaban a imprimir octavillas que repartían clandestinamente entre ellos mismos. Otros, ni eso. Pero en esos años, y también después, hubo homenajes y reconocimientos para todos, incluso para los que no levantaron la voz ni asomaron la cabeza por miedo a perderla, cosa que yo nunca he criticado, faltaría más. Cada uno es dueño de actuar como mejor le parezca. Mi padre, sin embargo, que luchó para que se impusiera la justicia por encima de las ideologías, jamás presumió de nada, ni recibió ninguna condecoración, a pesar de que se pasó veinte años de su vida en las cárceles franquistas.

—Pero su padre era parte del Régimen, si me permite decirlo así.

—Eso no es del todo cierto.

—¿No era falangista?

—Aunque suene extraño, mi padre no fue falangista en sentido estricto, sino joseantoniano, que no es exactamente lo mismo para mí. ¿Me comprende?

—Me temo que no.

—Puede parecerle contradictorio, pero si me permite que se lo explique seguramente lo va a entender. ¿Le interesa oírlo?

—Por supuesto.

—Mi padre conoció a Primo de Rivera en Madrid, cuando los dos tenían dieciséis años. Coincidieron en la Facultad de Derecho; primero en el Preparatorio y luego en el viejo caserón de San Bernardo. Estoy hablando de 1919. Por esos años coincidió también allí con Ramón Serrano Suñer, que luego fue cuñado de Franco. Pero con él no tuvo la misma relación que con José Antonio. Con el tiempo, Ramón se casó con una de las mejores amigas de mi madre, Zita Polo, ¿sabe quién le digo?

—Sí, la cuñada de Franco.

—Exacto. Eso, naturalmente, fue algún tiempo después. A pesar de todo, mi padre y Serrano Suñer no se trataron tanto. Con Primo de Rivera, sí. No digo yo que fueran amigos íntimos, pero entre ellos siempre hubo un respeto muy grande y también admiración. José Antonio era una persona encantadora.

—¿Usted lo conoció?

—No, no. Cuando le mataron, yo tenía seis años y vivíamos en León. Todo lo que yo sé es porque mi padre siempre estuvo orgulloso de su relación con José Antonio y presumía de su amistad. Le mencionaba con mucha frecuencia en casa. A mi padre no le gustaban los uniformes, a pesar de que luego fue militar, ni le gustó el cariz que tomó Falange tras la detención de Primo de Rivera. Cuando le fusilaron en Alicante, mi padre vistió de luto un tiempo, hasta que mi abuelo le aconsejó que no lo hiciera. A mi abuelo no le hacían gracia los falangistas, esa es la verdad. Él era monárquico, aunque luego se dio cuenta de que mientras Franco viviera la monarquía no tenía sentido.

—Su abuelo fue el general Pardo Andújar.

—José María Pardo Andújar, sí. Yo le adoraba porque conmigo era muy bueno. Luego resultó que las cosas no eran como parecían y me llevé una decepción muy dolorosa. No sabe usted cuánto. No digo que yo no quisiera a mi abuelo, porque lo quise con locura; al menos en la infancia. Pero es verdad que el ser humano es capaz de lo mejor y de lo peor. Y él, más que ninguno.

—Sería conveniente que empezáramos por su padre.

Alfonso Pedraza Ruiz nació en León en 1903, un año antes de que la ciudad aprobara el Plan del Ensanche que iba a suponer el comienzo de la modernización. León no era entonces más que un centro comarcal que abastecía con su mercado a otras localidades. Las comunicaciones mineras del ferrocarril aún no se habían desarrollado como lo hicieron después. Precisamente su padre, el ingeniero Ernesto Pedraza, había llegado de Segovia contratado por Industrias y Ferrocarriles, S.A., que tenía la concesión para construir la línea entre Matallana y Minas del Alto Torío. La esposa, Concepción Ruiz, era una mujer de origen humilde de la que el ingeniero se enamoró cuando ella tenía diecisiete años y él no había terminado aún la carrera. Concepción Ruiz —empleada de la limpieza en el hotel donde se hospedó el ingeniero cuando viajó por primera vez a Alicante a la boda de un hermano— ejerció de padre y de madre durante la infancia de Alfonso y de sus dos hermanos, puesto que el ingeniero pasaba largas temporadas fuera. Cuando murió en 1931, Ernesto Pedraza era en cierta manera un desconocido para su hijo menor, que había tratado sin éxito de desentrañar la contradictoria personalidad —en palabras de quienes lo conocieron— de su progenitor. El dato es importante para comprender las, a su vez, aparentes contradicciones ideológicas que se produjeron a lo largo de la vida de Alfonso Pedraza.

Los dos hermanos mayores siguieron, o intentaron seguir, la carrera de ingeniería del padre con desigual suerte. El mayor, que se llamaba Ernesto como el progenitor, fue un estudiante ejemplar y un ingeniero de prestigio. El otro fue, en palabras de Alfonso Pedraza, un tarambana que dilapidó su vida y la salud de su hígado en tabernas y burdeles de Madrid en sus años de estudiante. Murió a los veinte años atropellado por un tranvía cerca del parque del Retiro, probablemente ebrio, aunque ese asunto fue tabú en la familia Pedraza-Ruiz. El mayor, Ernesto, murió en la guerra civil, en el bombardeo de la aviación italiana sobre el Mercado Central de Alicante en mayo de 1938. Vivía en El Campello, donde se había casado pocos años antes.

Cuando Alfonso Pedraza le confesó a su padre que no quería ser ingeniero, como al parecer todos daban por supuesto, el cabeza de familia le preguntó ¿entonces qué quieres ser? Quiero ser juez, respondió el hijo. Ernesto Pedraza lo miró de arriba abajo, por encima de sus lentes, y le dijo ¿estás seguro? Sí, lo estoy. El ingeniero dibujó un gesto de preocupación, entrelazó sus manos a la espalda y se volvió pensativo a la ventana. Al cabo de un rato dijo únicamente voy a pedirte una cosa, Alfonso, una sola, pero para mí es la más importante. Lo que usted me diga, padre, respondió el chico, que aún no había cumplido dieciséis años. Prométeme que no llevarás la vida que llevó tu hermano. No hacía falta que le diera más explicaciones. Alfonso Pedraza sabía bien de lo que hablaba su padre. El hermano había muerto hacía menos de un año, y las circunstancias del accidente y la vida que llevaba el chico estaban en la mente de la familia Pedraza-Ruiz, aunque apenas se hablara del asunto. Se lo juro, padre, respondió Alfonso Pedraza. Está bien, confío en ti, ahora cuéntaselo a tu madre, aunque seguro que le dará igual lo que hagas con tal de que su hijo sea feliz.

—Mi padre llegó a Madrid con dieciséis años, cargado de ilusiones, como era de esperar. Hablaba con entusiasmo de aquella época y de sus profesores. Seguramente exageraba, porque con la edad se olvidan las penalidades y se idealizan las cosas. Estudió el Preparatorio en el paraninfo del Instituto de San Isidro y fue alumno de Claudio Sánchez Albornoz. No me cabe duda de que aquellos años le dejaron una huella muy honda. Imagínese lo que suponía para un joven que venía de una ciudad de provincias como León. Tampoco vaya a pensar que Madrid era París, por supuesto. Pero más que otra cosa era la idea que se tenía entonces de la capital. Se hospedó en una pensión de la calle Toledo, al lado del instituto. Muchos de los estudiantes que llegaban de León pasaban por allí, porque la dueña era leonesa y trataba muy bien a sus paisanos. Y les daba muy bien de comer. Esa era, al parecer, la obsesión de mi abuela Concha, que el niño comiera bien. Pero, sobre todo, lo que mis abuelos temían era que su hijo pequeño se descarriara como le había sucedido a mi tío. A mi abuelo le preocupaba que mi padre no aprovechara el tiempo o que hubiera elegido mal la carrera. Mi padre vino con esa presión y ese miedo encima, y eso marcó su vida de estudiante. ¿Me entiende?

—Sí, por supuesto. Y supongo que haría todo lo posible para ser un estudiante ejemplar.

—Lo fue, sí. Pero también tuvo su etapa de crisis, como todos los estudiantes. A mí también me pasó cuando estaba en la universidad, aunque de otra manera. La pensión de la calle Toledo donde se hospedó estaba rodeada de tabernas y de librerías, y mi padre se aficionó a las dos cosas por distintos motivos.

—¿Y se pueden saber?

—Sí, quiero decir que las librerías le gustaban mucho, yo creo que de manera natural. No digo que mi padre fuera un intelectual, que no lo fue, pero los libros llenaron su vida desde la adolescencia, mucho antes de soñar con ser juez. Leía continuamente, les devoraba. Entre los recuerdos que con más cariño conservo de los años en que mi padre vivió con nosotras, me refiero con mi madre y conmigo, está la imagen de verle leyendo debajo de una lamparita que apenas daba luz, sentado en un rincón del salón, en una especie de éxtasis. Siempre de noche, porque él se pasaba el día fuera, absorbido por aquellos terribles consejos de guerra que le condujeron al abismo. Hacía una pequeña pila de libros al lado del sillón y les iba leyendo. Cuando traía uno nuevo a casa, le colocaba debajo de todos, y conforme iba terminando de leerles les dejaba en una balda. A mí me gustaba acercarme y averiguar cuánto había leído mi padre la noche anterior. A veces leía un libro de una sentada. Yo lo tomaba como una competición y a él le divertía mi interés. Había libros por toda la casa. Y allí estuvieron mucho tiempo, hasta que mi madre decidió meterles en cajas y guardarles en un trastero. Durante años pensé que les había regalado, o que les había quemado; con mi madre nunca podía estar segura. Pero cuando volví de Oviedo, ya con diecisiete años, les encontré todos en cajas. Y también la ropa de mi padre, los pañuelos, los trajes, los sombreros, todo perfectamente guardado en sus bolsas, con las bolas para la polilla y todo, como si él fuera a volver a casa en cualquier momento. Mi madre, al final de sus días, no estaba bien. Bueno, nunca estuvo bien del todo. Esas cosas las digo ahora, naturalmente, pero en su momento yo no me daba cuenta de nada. De algo sí, pero la mayoría de las cosas que ocurrían en mi casa no podía entenderlas. Disculpe que me vaya por las ramas.

—No se preocupe. Me interesa cualquier cosa que usted pueda o quiera contarme.

—¿Habla en serio? Ya es raro que a alguien le interese escuchar a una vieja en los tiempos que corren. Hoy todo el mundo habla y habla, y nadie escucha. Las cosas serían distintas si escucháramos más. Al menos nos ahorraríamos decir tantas tonterías. Otra vez me voy por las ramas, disculpe. ¿Por dónde iba?

—Me estaba hablando de la llegada de su padre a Madrid.

—Ah, sí, de las librerías y de las tabernas, de eso estaba hablándole. Es curioso. A veces ocurren cosas que, sin darnos cuenta en ese momento, nos marcan para toda la vida. ¿No está de acuerdo conmigo?

—Totalmente, aunque no sé exactamente por qué lo dice.

—Lo digo por lo de las tabernas. Y en concreto por un incidente del que mi padre no quiso hablarme mucho, pero que de alguna manera fue determinante para lo que ocurrió después. Me da miedo pensar que algo tan insignificante y casual pueda cambiar en algún momento la vida de cualquiera de nosotros. Pero tampoco estoy segura de que fuera así. Ya le digo que mi padre no contó mucho sobre este asunto. Lo contó una sola vez en las cartas que me escribió a lo largo de tantos años desde la cárcel. Pero cuando salió de prisión no quiso hablar más de aquello. Yo le pregunté algunas veces, pero decía que no se acordaba, que no estaba seguro de cómo habían pasado las cosas. Yo sí me acuerdo. Me acuerdo porque he leído muchas veces esa carta en concreto. En realidad, las he releído todas, porque las conservo.

—Cuénteme ese incidente.

—Bueno, a lo mejor no merece siquiera llamarse así. Juzgue usted mismo.