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Eran jóvenes, bellas, viudas… y duquesas Rupert Stirling, duque de Stratton, llevaba desde hacía tiempo el apodo de "Diablo". Y se lo había ganado a pulso gracias a sus asombrosas hazañas dentro y fuera de la alcoba. Pandora Maybury, duquesa viuda de Wyndwood, era incapaz de cualquier osadía, aunque el turbio secreto que guardaba la hubiera convertido en objeto de escabrosas murmuraciones. Si la aristocracia londinense hubiera sabido lo inocente que era en realidad... Incluido Rupert que, tras rescatarla de una situación comprometida, parecía empeñado en comprometerla aún más…
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Seitenzahl: 294
Editado por HARLEQUIN IBÉRICA, S.A.
Núñez de Balboa, 56
28001 Madrid
© 2012 Carole Mortimer. Todos los derechos reservados.
BELLA Y PERVERSA, Nº 529 - junio 2013
Título original: Some Like it Wicked
Publicada originalmente por Harlequin Enterprises, Ltd.
Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial. Esta edición ha sido publicada con permiso de Harlequin Enterprises II BV.
Todos los personajes de este libro son ficticios. Cualquier parecido con alguna persona, viva o muerta, es pura coincidencia.
® Harlequin, Harlequin Internacional y logotipo Harlequin son marcas registradas por Harlequin Books S.A.
® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia. Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de patentes y Marcas y en otros países.
I.S.B.N.: 978-84-687-3110-0
Editor responsable: Luis Pugni
Conversión ebook: MT Color & Diseño
www.mtcolor.es
Highbury House, Londres, mayo de 1817
—Sonríe, Pandora. Estoy segura de que ni el Diablo ni Lucifer van a morderte. Por lo menos si tú no quieres... o eso espero.
Pandora, duquesa viuda de Wyndwood, no se sumó a la risa aterciopelada y sugerente de su amiga cuando se acercaron a los dos caballeros a los que Genevieve se había referido tan jocosamente. Sintió que su corazón comenzaba a latir más deprisa, que sus pechos subían y bajaban rápidamente mientras respiraba a toda prisa intentando calmar su nerviosismo y que las palmas de sus manos se humedecían dentro de los guantes de encaje.
No conocía personalmente a ninguno de aquellos dos caballeros, desde luego. Ambos superaban ya la treintena; ella, en cambio, solo tenía veinticuatro años y nunca había formado parte de la cohorte mundana que los envolvía cada vez que se dignaban a aparecer en sociedad. Aun así, los había reconocido al instante: eran lord Rupert Stirling, antes marqués de Devlin y ahora duque de Stratton, y su buen amigo lord Benedict Lucas, dos caballeros a los que durante la década anterior la buena sociedad londinense había dado en llamar «el Diablo y Lucifer» en virtud de sus escandalosas hazañas tanto fuera como dentro de la alcoba de numerosas damas.
Los mismos caballeros de los que, un momento antes, Genevieve había dado a entender que podían ser buenos candidatos para convertirse en sus amantes. A fin de cuentas, el año de luto por la muerte de sus respectivos maridos acababa de tocar a su fin.
—¿Pandora?
Ella sacudió la cabeza.
—Creo que no puedo tomar parte en esto, Genevieve.
Su amiga apretó ligeramente su brazo para infundirle ánimos.
—Querida, solo vamos a hablar con ellos. Debemos hacer de anfitrionas en nombre de Sophia mientras ella se enfrenta a la inesperada aparición del conde de Sherbourne —miró hacia el otro extremo del salón de baile, donde la dama en cuestión parecía estar enfrascada en una encendida conversación en voz baja con Dante Carfax, un calavera íntimo amigo del Diablo y de Lucifer. Igual que ellas, las tres viudas, eran ahora íntimas amigas...
Había sido pura coincidencia que Sophia Rowlands, duquesa de Clayborne, Genevieve Forster, duquesa de Woollerton, y Pandora Maybury, duquesa de Wyndwood, hubieran enviudado la primavera anterior en un plazo de escasas semanas. Las tres, pese a no conocerse previamente, habían formado al instante una suerte de alianza al concluir su año de luto, hacía un mes, unidas por su viudedad y su juventud.
Sin embargo, la sugerencia de Genevieve de que «tomaran las tres un amante, o varios, antes de que acabara la Temporada» había sumido a Pandora en un estado de confusión en lugar de infundirle esperanzas.
—Aun así...
—Este es nuestro baile, creo, Excelencia.
Pandora jamás habría pensado que se alegraría de ver a lord Richard Sugdon, un joven caballero al que encontraba desagradable tanto por su relamida apariencia como por las confianzas que se tomaba cada vez que coincidían. Le había sido imposible encontrar una excusa verosímil para negarse a bailar con él cuando Sugdon le había pedido que le reservara el primer vals de la velada, y sin embargo, de pronto, incluso la compañía de aquel lechuguino le parecía preferible a la de Rupert Stirling o Benedict Lucas, aquellos hombres peligrosísimos y arrolladores.
—No lo he olvidado, milord —dedicó a Genevieve una breve sonrisa de disculpa, apoyó ligeramente la mano sobre el brazo de lord Sugdon y dejó que la condujera a la pista de baile.
—Santo cielo, Dante, ¿cómo es que estás tan despeinado? —preguntó Rupert Stirling, duque de Stratton, al entrar en la biblioteca de Clayborne House algo más tarde, esa misma noche, y ver la apariencia desaliñada que presentaba uno de sus dos mejores amigos, de pie al otro lado del salón—. O quizá no debería preguntar... —añadió pensativamente al advertir un perfume de mujer en el aire.
—Quizá no —contestó ásperamente Dante Carfax, conde de Sherbourne—. Como supongo que tampoco hace falta que yo pregunte qué o, mejor dicho, quién se las está ingeniando para mantener a Benedict tan entretenido?
—Probablemente sería mejor que no lo hicieras —Rupert se rio con suavidad.
—¿Te apetece un coñac? —preguntó Dante, levantando la botella de la que acababa de servirse.
—¿Por qué no? —contestó Rupert mientras cerraba la puerta de la biblioteca a su espalda—. Hace tiempo que sospecho que mi madrastra conseguirá que me dé a la bebida, o bien al asesinato.
Pandora, que después de acabar el vals se había visto atrapada con lord Sugdon en un rincón del salón de baile y solo había conseguido escapar de su compañía unos minutos antes, cuando otro conocido había trabado conversación con él, no pudo evitar escuchar la conversación de los dos caballeros, estando como estaba en la terraza a la que daba la biblioteca.
—Entonces, que esta noche sea a la bebida —respondió Dante Carfax—. Sobre todo teniendo en cuenta que la duquesa ha tenido el detalle de dejar una botella de un coñac excelente y unos cigarros magníficos aquí, en la biblioteca, para disfrute de sus invitados.
Se oyó el tintineo de unos vasos al chocar y el del líquido al servirse.
—¡Ah, mucho mejor! —unos segundos después de tomar un trago del alcohol que tanto necesitaba, Diablo Stirling suspiró satisfecho.
—¿Se puede saber qué hacemos los tres aquí esta noche, Stratton? —preguntó con sorna su amigo al abrir de par en par las puertas de la terraza con intención de dejar salir el humo de sus habanos.
—En vista de tu apariencia, yo diría que tus motivos son obvios —comentó el otro caballero—. Y Benedict ha accedido amablemente a acompañarme cuando le he dicho que necesitaba pasar una noche alejado de la asfixiante compañía de mi querida madrastra.
Dante Carfax soltó una áspera risotada.
—Apuesto a que la bella Patricia no soporta que la llames así.
—Lo odia —repuso Stirling con amarga satisfacción—. Razón por la cual insisto en hacerlo constantemente.
«Diablo de nombre y diablo por vocación», pensó Pandora inopinadamente mientras permanecía inmóvil entre las sombras de la terraza, sin hacer ningún ruido por miedo a que los caballeros la descubrieran allí.
El aroma de sus cigarros, que salía por las puertas abiertas de la terraza, le recordó tiempos más felices. Una época en la que era más joven y más ingenua, en la que no parecía tener ninguna preocupación en el mundo cuando asistía a bailes como aquel en compañía de sus padres.
Una época en la que no habría sentido el impulso de huir a la terraza para que los ilustres invitados de Sophia no vieran que las groseras y humillantes insinuaciones de lord Sugdon la habían reducido a las lágrimas.
A la mayoría de aquellas personas no le importaba lo más mínimo que ella se sintiera insultada, desde luego. Muchas de ellas obviaban su existencia o no se molestaban en hablarle, ni mucho menos en preocuparse de si se veía constantemente acosada por las proposiciones de aquellos caballeros que se arriesgaban a frecuentar su escandalosa compañía.
En efecto, de no ser por la insistencia de Sophia y Genevieve en que también ella fuera recibida en cualquier velada a que asistieran sus amigas, estaba convencida de que se habría encontrado en el más absoluto ostracismo desde que un mes antes había osado presentarse de nuevo en sociedad.
—Una estratagema inútil, en realidad —añadió Rupert Stirling con fastidio—, puesto que la viuda de mi padre también ha venido al baile de la duquesa.
—Bueno, estoy seguro de que Sophia no ha...
—Descuida, Dante, no estoy culpando a tu querida Sophia...
—No es mi Sophia.
—¿No? Entonces, ¿me he equivocado? ¿El perfume que he notado al entrar en la habitación no era el suyo?
Se hizo un instante de silencio antes de que el otro caballero contestara de mala gana:
—No, no te has equivocado, pero Sophia sigue asegurando que pierdo el tiempo cortejándola.
Pandora se quedó estupefacta al oír aquello. ¿Sophia y Dante Carfax? No podía ser. Pero si Sophia no perdía ocasión de criticar al guapísimo y perdulario conde de Sherbourne...
—¿Tu problema no se resolvería en parte si tomaras esposa, Rupert? Al menos, si te casaras, la duquesa viuda no podría seguir viviendo abiertamente en tus casas, como ahora —sugirió Dante.
—No creas que no lo he pensado —respondió Stirling.
—¿Y?
—Y sin duda resolvería un problema, pero también traería otro.
—¿Y eso por qué?
—Porque entonces tendría que cargar el resto de mi vida con una esposa a la que ni querría ni desearía.
—Pues búscate una a la que al menos desees físicamente. Cada temporada debutan decenas de bellezas.
—Tengo treinta y dos años. Mis gustos ya no incluyen a muchachitas recién salidas del cuarto de los niños —el ir y venir de la voz de Rupert Stirling indicaba que estaba paseándose por la biblioteca, nervioso—. No me veo atado de por vida a una joven que no solo se ríe como una boba y habla por los codos, sino que no sabe absolutamente nada de lo que sucede en la cama —añadió con desdén.
—Quizá no deberías desdeñar esa ingenuidad tan a la ligera, Rupert.
—¿Y eso por qué?
—Bueno, en primer lugar nadie puede acusarte a ti de falta de destreza en la cama, lo cual sin duda te permitiría instruir a tu joven e ingenua esposa en cuanto a tus preferencias personales. Y en segundo lugar, casándote con una joven virgen te asegurarías al menos de que el futuro heredero del ducado fuera carne de tu carne.
—Lo cual no habría sido el caso, probablemente, si Patricia hubiera conseguido dar un vástago a mi padre. Por suerte no ha sido así, o yo ahora tendría que temer por mi vida mientras duermo —añadió con mordacidad el duque de Stratton.
Pandora se dio cuenta de que ya no se limitaba a guardar silencio entre las sombras de la terraza para que no advirtieran su presencia. En realidad, estaba escuchando impúdicamente lo que decían aquellos dos caballeros, a los que no le costaba imaginarse puesto que hacía apenas un rato que los había visto desde lejos.
Dante Carfax era alto y moreno, de ojos verdes y mirada traviesa. Su impecable traje de etiqueta se ajustaba a la perfección a sus hombros anchos y musculosos, a su vientre plano y sus largas y fuertes piernas.
Rupert Stirling era tan alto o incluso más que su amigo y su cabello rubio, peinado a la moda, se ensortijaba alrededor de sus orejas y caía provocativamente sobre su ingeniosa frente. Su traje negro y su camisa blanca como la nieve realzaban la anchura de sus espaldas, su estrecha cintura y sus piernas musculosas. Sus ojos grises tenían una mirada enigmática y cargada de aplomo y su bello y altivo rostro recordaba al de un ángel caído, con su nariz fina y aristocrática, sus pómulos altos y su boca sensual, capaz de sonreír con sorna o frío desprecio.
Un desprecio que en ese momento parecía dirigido hacia la mujer con la que su difunto padre se había casado cuatro años antes.
Pandora solo tenía veinte años en aquella época y llevaba poco tiempo casada, pero recordaba que la alta sociedad londinense se había quedado de piedra al saber que el séptimo duque de Stratton, viudo desde hacía largo tiempo y ya sexagenario, había decidido casarse en segundas nupcias con una joven que, según se rumoreaba con insistencia, había mantenido un idilio con su hijo, el joven marqués, antes de que este regresara a su regimiento para luchar contra Napoleón en las filas de Wellington.
Pandora sabía también que el nuevo duque y su madrastra vivían en la misma casa desde la muerte del padre de él, el año anterior. O en las mismas casas, mejor dicho, puesto que Rupert Stirling y la viuda de su padre habitaban invariablemente bajo el mismo techo, ya fuera en el campo o en la ciudad.
—Que yo recuerde, siempre has tenido motivos para temer por tu vida estando en la cama con esa mujer —comentó Dante con sorna, en respuesta al comentario anterior de su amigo.
Pandora sintió que sus mejillas se acaloraban al oír detalles tan íntimos de la relación de Rupert Stirling con la mujer que ahora era su madrastra viuda. Quizás había escuchado ya demasiado y debía regresar al salón de baile y presentarle sus excusas a Sophia antes de marcharse. Sí, seguramente sería lo mejor...
—La mitad de los hombres que hay aquí esta noche sigue a mi madrastra por el salón de baile con la lengua fuera —dijo el duque con desdén.
—¿Y la otra mitad?
—Parece andar jadeando tras una mujer rubia, más bien menuda, con un vestido morado...
—El vestido es violeta, si no me equivoco.
—¿Cómo dices?
—El vestido de Pandora Maybury es violeta, no morado —murmuró Dante Carfax.
Pandora, que ya se había vuelto hacia la casa con intención de dejar a los hombres a solas con su coñac, sus habanos y sus confidencias, se detuvo y notó que un escalofrío nervioso le corría por la espalda al oír mencionar su nombre.
—¿La viuda de Barnaby Maybury? —preguntó el duque.
—Exacto.
—Ah.
El poco color que había vuelto a las mejillas de Pandora durante los minutos que había pasado tomando el aire se esfumó cuando oyó resonar una inconfundible nota de desprecio en la voz del duque de Stratton.
Dante soltó una risa gutural.
—Sé que prefieres a las mujeres morenas de pelo, altas y de figura voluptuosa, Stratton.
—Y Pandora Maybury, menuda, delgada y rubia, no es, obviamente, ninguna de las tres cosas.
—Estoy seguro de que ni siquiera tú repararás en esos detalles en cuanto hayas visto la exquisita belleza de sus ojos.
—Dante, ¿no crees que, dadas las circunstancias, no deberías fijarte en la belleza de los ojos de otra mujer, ni en cualquier otra parte de su anatomía?
Su interlocutor se echó a reír.
—Desafío a cualquier hombre a no reparar en la belleza de los ojos de Pandora Maybury, sean cuales sean las circunstancias.
—Y, dime, ¿qué tienen de especial sus ojos?
—Que son exactamente del mismo color que el vestido que lleva esta noche. Como las violetas en primavera —añadió Dante con evidente admiración.
—¿Y no será que el deseo no correspondido que sientes desde hace tiempo por nuestra bella anfitriona ha acabado por trastornarte el juicio? —preguntó Rupert socarronamente.
—Eres la segunda persona que me dice eso esta noche —contestó su amigo—. Pero te aseguro que, en lo relativo a los ojos de Pandora Maybury, solo digo la verdad.
—¿Violetas? —preguntó el duque con escepticismo.
—Del color profundo y oscuro de las violetas en primavera —repuso Dante con firmeza—. Y rodeados por las pestañas más largas y sedosas que he visto en una mujer.
—Y sin duda son esos mismos ojos de color violeta y largas y sedosas pestañas los que consiguieron llevar a la muerte no a un hombre, sino a dos —comentó el duque en tono mordaz.
Pandora contuvo la respiración bruscamente y se dejó caer sobre el banco de hierro forjado que había junto a la pared de Clayborne House. Sabía desde hacía tiempo lo que se pensaba de ella en sociedad, pero nunca nadie había formulado abiertamente aquella acusación en su presencia. Solo que no estaba en presencia de sus acusadores; no era más que una espía oyendo infamias sobre sí misma.
—Creo que me marcho, ya que estás de tan mal humor —le dijo Dante a Rupert.
—Yo voy a quedarme aquí y a acabar mi coñac y mi habano antes de presentar mis excusas a nuestra anfitriona —contestó el duque.
Pandora estaba tan absorta en su aflicción que no escuchó lo que dijeron después, tan abrumada por los tristes recuerdos que había evocado en ella su conversación precedente que no pudo hacer otra cosa que dejarse embargar por la angustia, como le había sucedido a menudo durante el año anterior, desde que su marido y sir Thomas Stanley habían muerto innecesariamente, dando así ocasión a un escándalo del que se hablaría durante meses o incluso años.
—¡Ah, aquí está! —una voz conocida le llegó desde la oscuridad que la rodeaba—. Y sola, además —añadió lord Sugdon con satisfacción al salir a la tenue luz de las velas que se colaba por las cortinas de encaje de las ventanas de la biblioteca.
Pandora se levantó despacio y lo miró con recelo.
—Estaba a punto de entrar...
—Vamos, seguro que no —el joven lord Sugdon se acercó más aún—. Sería una pena desperdiciar el claro de luna. Y estando solos en la terraza... —añadió con una sonrisa sugerente, mientras miraba sus pechos, visibles por encima del amplio escote de su vestido.
—Aun así, creo que debo volver... ¡Lord Sugdon! —exclamó indignada cuando él la tomó bruscamente entre sus brazos—. ¡Suélteme inmediatamente!
Empujó su pecho, intentando escapar de sus fuertes brazos, que le rodeaban la cintura, pero él no hizo caso y bajó la cabeza con evidente intención de apoderarse de su boca. La sola idea de que sus labios carnosos y húmedos tocaran los suyos bastó para que a Pandora se le revolviera el estómago.
—No lo dices en serio.
—¡Desde luego que sí! —protestó Pandora con vehemencia, convencida de que si no escapaba de su abrazo no tardaría en desmayarse.
Lo cual, en vista de la expresión de lujuria que enturbiaba el semblante de lord Sugdon, no serviría de nada. En efecto, Sugdon parecía muy capaz de aprovecharse de ella mientras estuviera inconsciente en sus brazos.
—¡Pare inmediatamente, milord!
—Conque te gusta por las bravas, ¿eh, preciosa? —Sugdon sonrió, satisfecho—. Pues por mi parte no hay problema —soltó su cintura el tiempo justo para agarrar el escote del vestido y tirar de la delicada tela, que se rasgó, dejando al descubierto sus pechos cubiertos con la camisa—. Esto sí que es una buena vista —añadió, mirando fijamente sus pechos semidesnudos mientras se lamía los labios carnosos.
Pandora dejó escapar un sollozo estrangulado, consciente de que su vida, una vida ensombrecida por la infelicidad de esos últimos cuatro años, acababa de alcanzar un estado de degradación que ni siquiera habría podido imaginar antes de esa noche.
—¡Por favor, no lo haga! —suplicó, desesperada, mientras seguía forcejeando en vano para escapar de los brazos de lord Sugdon.
—Quieres que siga y lo sabes —tocó uno de sus pechos, clavándole dolorosamente los dedos en la carne tierna—. Llevas suplicándomelo toda la noche.
—¡Se equivoca usted, señor! —exclamó Pandora—. Por favor, déjeme...
—Eres tú quien va a hacerme un favor dentro de un momento, preciosa mía. Vaya, vaya —gruñó, enfadado, cuando Pandora golpeó con fuerza su pecho—. Vas a pagármelas por eso, pequeña...
—Opino, Sugdon, que cuando una dama dice que no con tanta vehemencia como lo está haciendo esta, conviene decantarse por la prudencia y aceptar que realmente está rehusando nuestras atenciones.
Pandora se tambaleó y cayó hacia atrás sobre el banco cuando lord Sugdon la soltó de pronto. Se hizo daño en la parte de atrás de las piernas al chocar con el banco metálico, pero no le importó. Se agarró con fuerza el vestido rasgado sobre los pechos y, pálida como una muerta, miró al otro lado de la terraza, donde había aparecido inesperadamente su salvador, lord Rupert Stirling, octavo duque de Stratton, más conocido entre la alta sociedad sencillamente como «el Diablo».
Rupert había estado disfrutando de lo que quedaba de su habano y su coñac, cuando su soledad se había visto bruscamente interrumpida por un ruido de voces en la terraza. Creyendo al principio que eran solo un hombre y una mujer enzarzados en una riña de enamorados, había preferido no hacer caso y seguir meditando acerca del desgraciado brete en el que se hallaba su vida. O séase, acerca de cómo afrontar sus problemas con Patricia Stirling, la esposa de su difunto padre.
Tener que pensar en ella bastaba para despertar su ira, aunque al mismo tiempo se diera cuenta de que no podía seguir viviendo así. Había que hacer algo, y pronto. Tenía que...
Fuera, en la terraza, el volumen de la conversación había subido hasta tal punto que le costaba pensar. Así pues, Rupert se había levantado y había cruzado la biblioteca camino de las puertas de la terraza, con intención de decir a la pareja en cuestión que se fuera a discutir a otra parte. Pero al instante se había dado cuenta de que no se trataba en absoluto de una riña de enamorados, sino de un caballero, al que reconoció de inmediato como el petimetre de lord Richard Sugdon, que intentaba forzar a una dama a la que Rupert no veía con claridad, rodeada como estaba por los brazos de Sugdon, pero que indudablemente se estaba resistiendo al asalto del joven lord, tanto física como verbalmente.
Una dama bajita, menuda y rubia que lucía un vestido de seda morado. Mejor dicho, violeta. Nada menos que Pandora Maybury, duquesa de Wyndwood, si Rupert no se equivocaba. Y rara vez se equivocaba.
—Vamos a ver, Devlin... —comenzó a protestar Sugdon airadamente.
—Ahora soy Su Excelencia el duque de Stratton —puntualizó Rupert en tono gélido, fijando en el joven sus ojos brillantes—. Y creo que ya he visto y oído suficiente para saber que está molestando a esta dama.
—Esta tiene de dama lo que yo de... —el insulto de Sugdon se interrumpió de pronto cuando Rupert lo agarró por la corbata y lo empujó contra la pared de ladrillo de la casa.
Satisfecho por tener una excusa para dar rienda suelta a sus frustraciones, Rupert bajó la cara hasta dejarla a escasos centímetros de la del joven.
—En primer lugar, la duquesa —le espetó suave y secamente— forma parte de la aristocracia y es, por tanto y sin lugar a dudas, una dama. En segundo lugar, salta a la vista que ha rechazado sus atenciones. ¿Hasta ahora, conformes? —el tono gélido y amenazante de su voz bastó para que Sugdon palideciera. Su nuez se movió nerviosamente, arriba y abajo, por su garganta.
—Sí.
Rupert apretó más aún su corbata.
—En tercer lugar, si vuelvo a verlo a diez pasos de Su Excelencia la duquesa, me aseguraré de que lo lamente de por vida. De hecho, creo que sería extremadamente beneficioso para su salud que dedicara los próximos días a resolver sus asuntos en la ciudad antes de retirarse a su casa de campo para pasar el resto de la Temporada.
—Yo...
—Y por último —prosiguió Rupert en aquel mismo tono de advertencia—, antes de marcharse debe disculparse ante la duquesa por su inaceptable conducta hacia ella.
El joven torció el gesto en una mueca de desdén.
—No tengo intención de disculparme delante de esa.
—Ahora mismo, Sugdon, antes de que olvide que estamos en presencia de una dama y decida darle una paliza de muerte —en efecto, esa noche estaba de tan mal humor que habría agradecido la oportunidad de desahogar con Sugdon sus turbulentas emociones.
—Lleva semanas exhibiendo sus encantos...
—¡Eso no es cierto! —exclamó escandalizada Pandora, que había escuchado el diálogo con creciente desaliento y que comprendió por la mirada de rencor que le dedicó lord Sugdon que este la consideraba del todo responsable de la humillación que estaba sufriendo a manos de Stratton.
Ignoraba cómo había llegado Sugdon a esa conclusión, cuando ella no había hecho absolutamente nada para dar pábulo a su escandalosa conducta, ni había llamado en su auxilio al duque de Stratton, pero así era. Reprimió un escalofrío de nerviosismo y volvió la cara para no ver la mirada de Sugdon, que parecía prometerle venganza.
—Preferiría que lo soltara usted, Excelencia, para poder perderlo de vista cuanto antes —suplicó con voz ronca, mirando al duque.
Rupert Stirling ni siquiera la miró.
—Primero debe pedirle disculpas.
Pandora lanzó otra mirada nerviosa a lord Sugdon, sabedora de que, aunque temiera las represalias inmediatas del duque, ella en cambio no le infundía ningún temor. De hecho, si las miradas mataran, habría caído fulminada sobre la terraza en ese mismo instante.
Lord Sugdon, no obstante, se irguió y dijo en tono cargado de resentimiento:
—Le pido disculpas, Excelencia.
Ella se humedeció los labios resecos antes de atreverse a hablar.
—Sus disculpas...
—No las acepta —la interrumpió el duque de Stratton, contestando al joven—. ¿Por qué se ha disculpado exactamente, Sugdon? —preguntó—. ¿Por su intolerable conducta de hace un momento hacia Su Excelencia la duquesa? ¿O acaso solo lamenta que le hayan sorprendido intentando propasarse con ella? —añadió con sagacidad.
Sugdon meneó la cabeza con vehemencia.
—No alcanzo a entender por qué arma usted tanto jaleo cuando todo el mundo sabe que esa mujer no es más que una oportunista en busca de otro hombre al que meter en su cama ahora que ha pasado su año de luto por la muerte de su marido. A no ser, claro, que su nuevo amante sea usted, Stratton, en cuyo caso le pido disculpas por haberme interpuesto en... —no llegó a decir nada más, pues el duque soltó de pronto su corbata, echó el brazo hacia atrás y le propinó un fuerte puñetazo en la mandíbula, de resultas del cual lord Sugdon cayó inconsciente al suelo.
—¡Excelencia! —Pandora se levantó y miró alarmada al joven tendido en el suelo.
Rupert miró por fin con los ojos entornados a Pandora Maybury, y su mirada se iluminó, llena de admiración, cuando reparó en que su escote desgarrado dejaba entrever unos pechos sorprendentemente voluptuosos bajo la fina tela de la camisa, y en que los pezones que adornaban sus areolas firmes y tensas mostraban un profundo y apetecible tono de rosa.
Las mejillas de Pandora adquirieron un tinte parecido cuando notó la dirección de su intensa mirada, y levantó de nuevo la mano para sujetar los bordes rasgados del vestido y ocultar a ojos de Stratton sus deliciosas turgencias.
Rupert siguió mirándola con los párpados entrecerrados. Se fijó en su cabello dorado, peinado a la moda, con los rizos recogidos en lo alto de la coronilla y varios mechones sueltos a la altura de las sienes y la nuca, y en su cara ovalada, pálida a la luz de la luna. Pero la joven estaba mirando a Sugdon postrado en el suelo, y sus pestañas bajadas le impidieron ver el esplendor de aquellos ojos violetas «exquisitamente bellos» de los que su amigo le había hablado poco antes con tanta elocuencia.
Ella se humedeció los labios carnosos con la punta de su lengua rosa, antes de decir con voz suavemente ronca:
—¿Qué hacemos con él?
Rupert enarcó las cejas oscuras y altivas.
—No tengo intención de hacer nada con él, señora. De hecho, pienso dejarlo exactamente donde está.
—Pero...
—Sin duda tendrá un ligero dolor de mandíbula cuando se despierte —añadió con satisfacción—. Pero, aparte de eso, no tiene más herida que la de su orgullo. A no ser, claro está, que Sugdon tuviera razón desde el principio y haya alentado usted esta conducta y lamente, por tanto, mi interferencia —la miró inquisitivamente.
Pandora sofocó un gemido de indignación y se puso aún más colorada.
—¿Cómo puede siquiera sugerir tal cosa?
Él encogió sus anchos hombros.
—Algunas mujeres prefieren un poco de... entusiasmo a la hora de hacer el amor.
—Le aseguro que yo no soy una de ellas —replicó indignada—. Ahora, si me disculpa...
—No puede volver a entrar con el vestido en ese estado —Rupert ni siquiera intentó disimular su impaciencia cuando comenzó a quitarse la levita negra—. Tenga, échese esto sobre los hombros —le tendió la chaqueta—. Iré a buscar su carruaje para que la lleve a casa.
Pandora procuró que sus dedos no tocaran los del duque al tomar la chaqueta y empezó a luchar por ponérsela sobre los hombros sin soltar el frente de su vestido.
—¡Por amor de Dios, mujer, déjeme! —el duque suspiró irritado, cruzó la terraza, le quitó la chaqueta y se la puso sobre los hombros, y Pandora se sintió a un tiempo envuelta por el calor de su cuerpo y por el aroma de su colonia, mezclado con el del habano que acababa de fumar—. Voy dentro a buscar el carruaje y a avisar a nuestra anfitriona de que ha tenido que marcharse debido a un dolor de cabeza —miró con desagrado a Sugdon, que comenzó a removerse con un gruñido de dolor—. Un dolor de cabeza espantoso.
Pandora bajó los párpados para no tropezarse con la penetrante mirada gris de Diablo Stirling.
—Yo... creo que aún no le he dado las gracias por su oportuna intervención, Excelencia. Le agradezco muchísimo que haya acudido en mi auxilio.
—¿Cuánto me lo agradece, me pregunto?
Ella levantó bruscamente los ojos al oír su tono especulativo.
—¿Cómo dice?
—Es igual —contestó enérgicamente al incorporarse—. Quizá convenga que entre usted en la biblioteca y que cierre con llave la puerta cuando yo salga. Así nadie la molestará antes de mi regreso —lanzó otra mirada cargada de frialdad al hombre tendido a sus pies, que iba recuperándose rápidamente.
Pandora se estremeció pese a estar envuelta en la chaqueta del duque, cuyo calor iba acompañado de un olor absolutamente viril: un perfume a colonia de sándalo y pino, a cigarros caros y a otra cosa que posiblemente era única y distintiva de Rupert Stirling. Un perfume tan reconfortante como turbador para los sentidos.
—Lo haré encantada —convino al entrar delante del duque en la biblioteca iluminada por las velas.
Su nerviosismo se disipó en parte al oír que Stirling cerraba las puertas con llave y echaba las cortinas. Pero, al disiparse la sensación de peligro inminente, comenzó a cobrar conciencia de lo que acababa de ocurrirle, de lo que podía haber sucedido si Rupert Stirling no hubiera acudido en su ayuda. Pese a ser un lechuguino, lord Sugdon era un hombre corpulento y mucho más fuerte que ella. Si el duque de Stratton no la hubiera socorrido, sin duda Sugdon habría llevado el asalto hasta su amargo final.
—Creo que será mejor que no se pare a pensar en lo que podría haber ocurrido —le aconsejó Rupert, al que no le había costado adivinar el motivo de su repentina palidez.
—¿Que no me pare a pensarlo? —preguntó, emocionada—. ¿Cómo no voy a pensarlo cuando de no ser por usted ese hombre podría haber...?
—¡Vaya por Dios, ahora se pone a llorar! —Rupert, que se sabía tan impotente como cualquier hombre ante una mujer llorosa, soltó un suave gruñido al ver cómo rebosaban las lágrimas por sus largas y sedosas pestañas antes de caer por sus mejillas delicadas y pálidas—. Recuerde que he llegado a tiempo, señora, y déjelo estar —le suplicó atropelladamente.
Aquellas largas y sedosas pestañas se alzaron, permitiéndole ver por fin los ojos «exquisitamente bellos» de Pandora. Unos ojos, pensó enseguida, que eran, en efecto, del color de las violetas más oscuras y aterciopeladas de la primavera. Unos ojos en los que un hombre (o dos, como mínimo, que él supiera) podía zozobrar hasta perder por completo la razón y ahogarse en sus seductoras profundidades de color violeta.
—Le pido disculpas por molestarlo con mis lágrimas, Excelencia —Pandora se esforzó visiblemente por contener el llanto mientras se enjugaba las mejillas con un pañuelo de blonda que había sacado del bolsito de lentejuelas colgado de su fina muñeca.
Rupert se había molestado, en efecto, y a decir verdad seguía estando molesto, pero por el efecto hipnótico que surtían sobre él aquellos ojos violetas, más que por las lágrimas que había vertido Pandora.
—Si tiene un ápice de sentido común, no intentará salir de la biblioteca hasta que yo vuelva de avisar al carruaje para que la lleve a casa.
Pandora no pudo menos de dar un respingo al advertir la inconfundible dureza que se adivinaba en el tono autoritario del duque, junto con la expresión de profunda irritación de su bello y aristocrático rostro. Stirling la miraba de pronto con condescendencia, desde lo alto de su altiva nariz, como si se arrepintiera de haber acudido en su auxilio. O quizá se trataba simplemente de que, tras haberla socorrido, estaba ansioso por librarse de aquella carga lo antes posible.
—Le aseguro que soy plenamente consciente del apuro en que me hallo, Excelencia —dijo ella con suavidad—. Pero ¿conviene que salga usted al pasillo sin su chaqueta? —sus ojos se desorbitaron cuando vio consternado que eso era lo que se proponía.
—Yo diría que no me queda otro remedio, teniendo en cuenta que, obviamente, en estos momentos le hace más falta a usted que a mí —lanzándole una última y breve mirada, el duque giró bruscamente sobre sus tacones, salió al pasillo y cerró la puerta con firmeza—. Eche la llave —dijo alzando la voz desde el otro lado.
Pandora se apresuró a obedecer. Después se ciñó la chaqueta de Rupert Stirling y se apoyó desmayadamente contra la puerta. Estaba ya un poco más tranquila, pero no se sentiría del todo segura hasta que estuviera muy lejos de Clayborne House y de la mayoría de sus ocupantes.
¿Incluido su salvador?
Sí, incluido el duque, se dijo. De pronto parecía incapaz de atajar sus temblores. Había visto algo en la mirada de Rupert Stirling cuando la había contemplado a la luz de las velas, hacía un momento, una expresión calculadora y puramente masculina en su semblante austero y aristocrático, como si se fijara en todo lo relativo a ella de un solo vistazo. Pero a aquella expresión había seguido su rápida salida de la biblioteca, lo cual sin duda indicaba que, tras haberla visto bien, tenía prisa por librarse de ella.
Sin duda el duque ya se habría marchado de la fiesta si su sentido de la responsabilidad no lo hubiera impelido a hacerse cargo de la situación.
Empezaron a temblarle las piernas al pensar de nuevo, horrorizada, en lo que había estado a punto de ocurrir minutos antes. En efecto, si Rupert Stirling no hubiera intervenido, estaba segura de que lord Sugdon habría conseguido lo que se proponía. Con o sin su consentimiento. Y, tratándose de lord Sugdon, habría sido indudablemente sin él.
Era muy consciente de lo que pensaba y decía la gente sobre ella, estaba al corriente de que todo el mundo creía que había engañado a su marido con sir Thomas Stanley y que por esa razón ambos caballeros se habían batido en duelo al amanecer y habían muerto como resultado de sus mutuos disparos.
Todo ello mentira, de principio a fin.
Pero la alta sociedad había decidido creer aquella infamia un año atrás, cuando Pandora había intentado defender su inocencia. Por desgracia, lo ocurrido esa noche demostraba que tampoco ahora dudaban de su culpabilidad.
De la conversación que había oído poco antes entre Rupert y Dante cabía deducir que ellos también habían oído y creían los rumores que tanto revuelo habían levantado un año antes.
Antes de su boda con Barnaby, hacía cuatro años, ella había sido la ingenua y confiada señorita Pandora Simpson, hija única de sir Walter Simpson, un terrateniente de Worcestershire venido a menos, muy versado en cultura griega, y de su esposa, lady Sarah.