Canción de seducción - Identidad oculta - Secretos en la familia - Carole Mortimer - E-Book

Canción de seducción - Identidad oculta - Secretos en la familia E-Book

Carole Mortimer

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Beschreibung

Canción de seducción January Calendar era como la Cenicienta, siempre ayudando a sus hermanas y esperando al Príncipe Azul. Max Golding pensaba que January era demasiado fría con él, y estaba decidido a derretir su corazón de hielo. Sin embargo, January sospechaba que el millonario abogado quería arrebatarles la tierra de su familia, y que para ello deseaba llevársela a la cama. Pero Max era muy atractivo e irresistiblemente encantador. ¿Sería tan terrible si January no regresara a casa antes de medianoche… y se quedara con Max? Identidad oculta March Calendar era sexy y soltera, y quería seguir así. Era una mujer de carrera y no tenía tiempo para los hombres. ¡Y menos para uno que planeaba destruir el negocio de su familia! Will Davenport tal vez fuera el soltero más apetecible que March hubiera conocido, pero era también el más peligroso. Desde su primer encuentro, Will estaba fascinado por March. La deseaba por encima de todo, y haría lo que fuera por conseguirla. Por su parte, March no quería acostarse con el enemigo… aunque su corazón opinara lo contrario. Secretos en la familia May Calendar había pasado gran parte de su vida cuidando a sus hermanas y ayudando a llevar el negocio familiar... y ahora no estaba dispuesta a que nadie le arrebatara su casa. Sobre todo si se trataba del arrogante empresario Jude Marshall. Sin embargo, después de haber pasado desapercibida durante tanto tiempo, ¿cómo podría rechazar las invitaciones del encantador Jude? Pero May no podía permitir que nadie se acercara demasiado a ella por miedo a que se descubriera su secreto.

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Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra solo puede ser realizada con la autorización de sus titulares, salvo excepción prevista por la ley. Diríjase a CEDRO si necesita reproducir algún fragmento de esta obra.

www.conlicencia.com - Tels.: 91 702 19 70 / 93 272 04 47

 

 

Editado por Harlequin Ibérica.

Una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

Avenida de Burgos, 8B - Planta 18

28036 Madrid

 

© 2024 Harlequin Ibérica, una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

N.º 64 - abril 2024

 

© 2003 Carole Mortimer

Canción de seducción

Título original: His Cinderella Mistress

Publicada originalmente por Harlequin Enterprises, Ltd.

 

© 2003 Carole Mortimer

Identidad oculta

Título original: The Unwilling Mistress

Publicada originalmente por Harlequin Enterprises, Ltd.

 

© 2004 Carole Mortimer

Secretos en la familia

Título original: The Deserving Mistress

Publicada originalmente por Harlequin Enterprises, Ltd.

Estos títulos fueron publicados originalmente en español en 2004

 

Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial. Esta edición ha sido publicada con autorización de Harlequin Books S.A.

Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares, y situaciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientos de negocios (comerciales), hechos o situaciones son pura coincidencia.

® Harlequin y logotipo Harlequin son marcas registradas propiedad de Harlequin Enterprises Limited.

® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia. Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.

Imágenes de cubierta utilizadas con permiso de Dreamstime.com.

 

I.S.B.N.: 978-84-1062-818-2

Índice

 

Créditos

Canción de seducción

Capítulo 1

Capítulo 2

Capítulo 3

Capítulo 4

Capítulo 5

Capítulo 6

Capítulo 7

Capítulo 8

Capítulo 9

Capítulo 10

Capítulo 11

Capítulo 12

Capítulo 13

Capítulo 14

Identidad oculta

Capítulo 1

Capítulo 2

Capítulo 3

Capítulo 4

Capítulo 5

Capítulo 6

Capítulo 7

Capítulo 8

Capítulo 9

Capítulo 10

Capítulo 11

Capítulo 12

Capítulo 13

Capítulo 13

Capítulo 15

Secretos en la familia

Capítulo 1

Capítulo 2

Capítulo 3

Capítulo 4

Capítulo 5

Capítulo 6

Capítulo 7

Capítulo 8

Capítulo 9

Capítulo 10

Capítulo 11

Capítulo 12

Capítulo 13

Capítulo 14

Capítulo 15

Capítulo 16

Si te ha gustado este libro…

Capítulo 1

 

 

 

 

 

 

ME PERMITES que te invite a una copa?

Sentada en la barra bebiendo soda, disfrutando del merecido descanso tras una hora cantando, January se giró para rehusar la invitación amablemente. Hasta ver al hombre que se la hacía. Era él, el hombre que había estado sentado al fondo del bar del hotel mientras ella tocaba el piano y cantaba, el hombre que la miraba con tal intensidad, que era imposible no percatarse de su presencia.

Hubiera debido rechazar la invitación. Había aprendido a mantener las distancias con los clientes del prestigioso hotel, gente que estaba allí sólo de paso. Su hermana May le habría recomendado que se acordara de lo ocurrido en la granja el año anterior. Y January se acordaba. Demasiado bien. Y March le habría recordado que confiar en la gente sólo por la apariencia no traía más que problemas.

–Me encantaría, gracias –contestó January en cambio, aceptando la invitación con voz ronca.

El hombre inclinó cortésmente la cabeza y le pidió a John, el barman, una botella de champán. Luego le cedió el paso y la guió a su mesa en el rincón del lujoso bar adornado para Navidad.

La gente los miró al pasar. January vio los reflejos de ambos en uno de los espejos de las paredes. Ella alta y esbelta, con el vestido negro de noche que utilizaba para salir a escena y cantar, los cabellos castaños sueltos y los ojos de un verde grisáceo misterioso. Él, caminando con seguridad tras ella, alto, moreno y guapo, con un traje de etiqueta negro y camisa blanca inmaculada, la mirada profunda y los ojos de un azul cobalto indescifrables.

Eran aquellos ojos, de mirada intensa y atractiva, lo que había llamado la atención de January nada más empezar a cantar. Los mismos ojos que contemplaban en ese momento el balanceo de sus caderas al caminar.

January se sentó en uno de los sillones que rodeaban la pequeña mesa, y sólo entonces él tomó asiento frente a ella. Sin dejar de mirarla.

–¿Champán? –preguntó January minutos más tarde, cuando se hizo evidente que él no iba a hacer ningún esfuerzo por charlar, contentándose con mirarla.

–Al fin y al cabo es Noche Vieja –contestó él escueto.

Aquél era el fin de la conversación, comprendió January segundos más tarde al ver que él no añadía nada más. Quizá no hubiera debido aceptar la invitación.

–Sí, así es –comentó January.

John se acercó con dos copas y una botella de champán metida en una cubitera de hielo. Abrió la botella, miró a January con un gesto especulativo y se marchó. Sabía que ella jamás se acercaba a los clientes, y debía extrañarle que hiciera una excepción. También le extrañaba a ella.

–January –dijo ella decidida volviéndose al desconocido.

El hombre sonrió débilmente y se inclinó para servir las copas.

–Sí, enero suele seguir siempre a diciembre –contestó él.

–No, no era eso lo que pretendía decir –sacudió ella la cabeza sonriente–. Mi nombre es January.

–Ah –sonrió él–. Max.

No era precisamente un gran conversador, decidió January escrutando su rostro. Debía ser uno de esos hombres fuertes y silenciosos, un hombre que sólo abría la boca cuando tenía algo importante que decir.

–¿Diminutivo de Maximillian?

–De Maxim. Mi madre era una gran lectora, tengo entendido –añadió él con un gesto de mal humor.

–¿Es que no lo sabes? –preguntó ella abriendo inmensamente los ojos.

–No.

Evidentemente aquel tema era delicado.

–¿Estás aquí por asuntos de negocios, Max? –preguntó ella con curiosidad.

Después de todo era Noche Vieja, un momento que la mayor parte de la gente celebraba en familia.

–Algo así –asintió él tenso–. ¿Trabajas en el hotel todas las noches, o sólo en Noche Vieja?

–Trabajo las noches de los jueves, viernes y sábados.

–Y como hoy es viernes…

–Sí –confirmó January–. Escucha, me temo que tengo que volver a trabajar dentro de unos minutos…

–Te esperaré hasta que termines –asintió él.

Él no había bebido una gota de champán, sencillamente miraba a January con aquellos ojos profundos sin tan siquiera parpadear. Ella había aceptado la invitación dejándose llevar por un impulso, movida quizá por la curiosidad. Pero se arrepentía. Resultaba terriblemente incómodo que la observara de esa manera. January sacudió la cabeza y contestó:

–No, gracias.

Acto seguido sonrió, tratando de restarle importancia a sus palabras. Después de todo él era cliente del hotel, y ella no era más que una empleada.

–Por lo general termino a la una y media de la madrugada o las dos, según la gente que haya, pero esta noche, como es Noche Vieja, no termino hasta las tres.

Serían las cuatro de la madrugada cuando llegara a casa, y a esas horas estaría tan agotada y alterada que ni siquiera podría dormir. Así que esperaría a que se levantaran sus hermanas a eso de las seis de la madrugada. No es que fuera lo ideal, pero January sabía que tenía suerte de haber encontrado un empleo tan cerca de casa.

–Aun así esperaré –contestó Max.

January frunció el ceño perpleja. Ésa era precisamente la razón por la que siempre se había mostrado educada pero distante con los clientes del hotel. ¿Por qué había hecho una excepción con aquel hombre?

January sintió un escalofrío recorrerle la espalda. ¿De placer, o de aprensión? Él la observaba de arriba abajo con sus profundos ojos azules, deteniéndose en los hombros desnudos, en los pechos, en la cintura de avispa. Sentía casi como si la tocara con sus dedos largos y elegantes.

–Esperaré –repitió él en voz baja–. Después de todo, ¿qué más dan unas cuantas horas más? –añadió Max enigmáticamente.

Resultaba inquietante. Tanto, que January sintió un cosquilleo en el estómago. Recordaba las recientes noticias del periódico acerca de mujeres que habían sido atacadas últimamente durante la noche. Y no era porque aquel hombre, que evidentemente gozaba de una buena posición social y económica, pareciera el Asaltante Nocturno, tal y como lo llamaban por la televisión. Aunque, en realidad, ¿qué aspecto tenía un asaltante? Seguramente el verdadero asaltante tenía un aspecto normal y corriente de día, sólo de noche se convertía en un monstruo. Y ella no creía que…

–Dime, January… –preguntó Max inclinándose hacia delante y mirándola a los ojos con una expresión indescifrable–, ¿crees en el amor a primera vista?

Ante lo inesperado de la pregunta, January dejó la copa de champán sobre la mesa con movimientos deliberadamente lentos y cautos. ¿Adónde habían ido a parar las cortesías habituales entre personas que apenas se conocían?, ¿qué había sido de las preguntas típicas, como: «¿qué tal?», «¿a qué te dedicas cuando no tocas el piano?» ¿Cómo era posible pasar directamente a preguntar si creía en el amor a primera vista? La respuesta, indudablemente, era no. January adoptó un gesto burlón y contestó:

–En una palabra, no. Creo en la atracción sexual a primera vista, quizá. ¿Pero en el amor? Imposible, ¿no te parece?

–Era yo quien preguntaba –contestó él sin parpadear siquiera.

–Y yo te he dicho que no –dijo ella nerviosa, comenzando a enfadarse–. ¿Cómo puede nadie enamorarse de alguien al que ni siquiera conoce?, ¿qué pasa cuando descubre todas esas molestas costumbres que no conocía al principio? Como por ejemplo apretar el tubo de la pasta de dientes por en medio, dejar el periódico hecho un asco después de leerlo, andar descalzo…

–No hace falta que sigas, January –la interrumpió él seco, con un brillo cálido en la mirada de intenso azul–. ¿Me estás diciendo que tú haces todas esas cosas?

¿Era eso? Bueno, sí. Lo del tubo de la pasta de dientes ponía a March a cien. Y May siempre se estaba quejando del estado en que encontraba el periódico. Y en cuanto a lo de andar descalza… era algo que hacía desde que era pequeña, aunque fuera poco práctico en una granja. En una ocasión había caminado sobre un montón de madera y había acabado clavándose un clavo. E inmediatamente había tenido que acudir al hospital a ponerse la inyección contra el tétanos. En otra ocasión había pisado el carbón de una hoguera, y de nuevo había tenido que ir al hospital.

–Siempre me han asegurado que el amor es ciego para esas cosas –añadió Max al ver que ella callaba–. Después de todo nadie es absolutamente perfecto.

January tenía la sensación de que él sí lo era. Intuía que jamás apretaba el tubo de pasta de dientes por el centro, que jamás dejaba el periódico hecho un asco ni andaba descalzo. No, todo lo que hacía aquel hombre estaba bien meditado, cuidadosamente pensado y planeado. Sin tacha. Aunque quizá precisamente en eso radicara su fallo…

January no comprendía por qué daba tanta importancia a aquella pregunta. Sencillamente era ridículo sugerir que alguien pudiera enamorarse sólo por el aspecto.

–Puede ser, Max, pero a pesar de todo cientos de parejas se divorcian cada año alegando incompatibilidad de caracteres, debido al «comportamiento irracional» de uno de los dos –concluyó January.

–No creo que con eso se refieran a la forma de apretar el tubo de la pasta de dientes –sonrió Max esa vez calurosamente.

–No, probablemente –contestó ella encogiéndose de hombros–, pero a pesar de todo creo que he contestado a tu pregunta.

Lo que no acababa de comprender era por qué se la había hecho. No volvería a aceptar ninguna invitación de ningún cliente del hotel. Por atractivo y misterioso que resultara.

–Sí, así es. Y tengo que decirte, January, que es muy poco frecuente encontrar a una mujer con un punto de vista tan sincero acerca de lo que la gente prefiere llamar románticamente amor.

January lo miró cauta. No creía haber expresado con ello su opinión acerca del amor.

–¿Te parece?

–Sí, lo es –confirmó él–, pero…

–January, lamento interrumpirte –se disculpó John, el barman, acercándose a la mesa.

–En absoluto –contestó ella volviéndose hacia él aliviada–. ¿Ya es hora de volver a cantar? –añadió esperanzada.

–Me pareció conveniente venir a decirte que Meridew está otra vez de ronda por el bar –advirtió John refiriéndose al director del hotel, que acababa de entrar y miraba críticamente a su alrededor.

January no era una empleada del hotel estrictamente hablando, pero eso no impedía que Peter Meridew tuviera con ella unas palabras si lo creía conveniente. Ella no sabía cuál sería su actitud ante aquellas circunstancias porque jamás había tomado una copa con un cliente, pero quizá entrara dentro de lo que el director del hotel consideraba inadecuado. Fuera como fuera, necesitaba demasiado aquel empleo como para arriesgarlo por culpa de un hombre al que ni siquiera volvería a ver.

–Gracias, John –sonrió January volviéndose hacia Max–. Ahora sí que tengo que irme.

–¿Quieres que hable yo con él? –se ofreció Max.

–¿Con el director? ¡No, claro que no! –exclamó January molesta–. De todos modos es hora de volver a cantar.

–Esperaré aquí a que termines –asintió Max.

January abrió la boca para protestar por tercera vez, pero luego lo pensó mejor. ¿De qué serviría? Además, podía perfectamente escabullirse de aquel hombre en cuanto terminara su turno. Se puso en pie y añadió:

–Gracias por el champán.

–De nada –asintió él.

January fue consciente de su observadora mirada mientras cruzaba el bar en dirección al piano. Max no sabía nada de ella, sólo su nombre. Hubiera debido verla a las seis de la madrugada, cubierta de barro, vigilando el primer turno de ordeñar a las vacas de la mañana.

 

 

¿Qué diablos estaba haciendo?, se preguntó Max sin dejar de hacerse reproches. ¿Acaso trataba de ahuyentar a aquella mujer antes incluso de conocerla? O, más importante aún, antes de que ella tuviera oportunidad de conocerlo a él. Si era eso, el éxito estaba garantizado.

Max no quería en absoluto hacer aquel viaje de negocios. Hubiera preferido quedarse donde estaba hasta después de Año Nuevo. Hubiera preferido seguir flirteando, aunque sin éxito, con la actriz April Robine, una mujer al menos diez años mayor que él, que tenía treinta y siete, pero que aparentaba veinte menos.

Sin embargo su amigo y jefe había recalcado vehementemente que necesitaba terminar aquellas negociaciones cuanto antes, y al fin y al cabo era su trabajo. De nada servía que de hecho a Jude le importara tanto April Robine como a él, aunque probablemente él tuviera más suerte. Sí, conocía a April lo suficiente como para saber que Jude tendría más suerte. La conocía demasiado bien.

¿Y cómo iba él a saber que una sola noche en el bar del hotel en el que se hospedaba borraría a April por completo de su mente?, ¿cómo adivinar que una sola noche bastaría para borrar a cualquier mujer de su mente, que aquella noche conocería a la mujer que necesitaba poseer?

Bueno, sólo temporalmente. Para ser sinceros, no había una sola mujer en el mundo a la que Max deseara tener a su lado de modo permanente. Por preciosa que fuera. Y January era increíblemente preciosa.

Era perfecta. De la cabeza a los pies: de los cabellos de ébano a los delicados pies, calzados con aquellas ridículas sandalias. Tan perfecta que había sido incapaz de apartar los ojos de ella, tan perfecta que apenas había podido pronunciar palabra en su presencia. Excepto para preguntarle si creía en el amor a primera vista…

Y quedarse de piedra, aunque agradablemente sorprendido, al oír su respuesta. Lo cierto era que se había quedado de piedra desde el primer instante de verla. Se sentía como si le hubieran dado un puñetazo en el estómago. Sobre todo después de oír su voz sexy, de hablar con ella, de mirarla de cerca… ¡Y en cuanto a su cuerpo…! Quizá fuera mejor no pensar en la maravilla de su cuerpo en ese momento. Después de todo ni siquiera era medianoche, lo cual significaba que faltaban aún por lo menos tres horas para sacarla de allí.

Aquellas fueron las tres horas más largas de su vida, pensó Max mientras escuchaba a January cantar la última canción. No había tenido oportunidad de acercarse a ella al dar las campanadas de medianoche. Max había tenido que conformarse con observarla de lejos durante la cuenta atrás. January estaba rodeada de gente, en su mayoría hombres. Max hubiera querido darles a todos un puñetazo al verlos pedirle un beso por Año Nuevo.

Durante el siguiente descanso el director del hotel había reclamado la presencia de January. Los dos habían estado hablando amistosamente hasta que llegó la hora de January de volver al piano. Y mientras tanto Max seguía sentado en la misma mesa, mirándola frustrado. Cosa que ella no se había molestado siquiera en hacer.

¿Deliberadamente? No sería de extrañar, después de haberla abordado él de aquella manera. ¡Cómo se habría reído Jude, su jefe y amigo, de él! O mejor aún, habría tratado de flirtear con January. Pero lo mejor era no pensar en ello.

Por lo general a Max no le molestaba que Jude se interesara por la misma mujer que él. Sin embargo sabía que con January era diferente. Sin duda su larga amistad se habría puesto a prueba.

January tenía aspecto cansado cuando al fin terminó de cantar, observó Max acercándose a ella. Y no era que el cambio de horario no lo hubiera afectado a él, pero había dormido toda la tarde y a esas horas estaba desvelado.

–¿Adónde vas? –preguntó Max al verla darse la vuelta sin alzar siquiera la vista.

–A casa –repuso January.

–Te dije que te esperaría –le recordó él.

January hizo un gesto de mal humor dispuesta a protestar, pero al ver la expresión decidida de Max se encogió de hombros y contestó:

–Voy un momento a recoger mi bolso y mi abrigo.

–Iré contigo –dijo él resuelto.

–¿Al vestuario de señoras? –se burló ella.

–Bueno, te esperaré fuera.

–De acuerdo –repuso January evidentemente molesta ante tanta insistencia–. Dame unos minutos –añadió antes de desaparecer detrás de una puerta en la que había un cartel que decía «Sólo Empleados».

Max no sabía cuánto tiempo más podía esperar para estar a solas con ella. La paciencia jamás había sido una de sus virtudes. Pero los minutos fueron pasando sin el menor rastro de ella.

–¿Puedo ayudarlo? –preguntó el director del hotel, Peter Meridew, educadamente.

–¿Hay alguna otra salida de los vestuarios de empleados? –preguntó Max de mal humor.

El director volvió la vista a la puerta, alzó las cejas sorprendido y contestó:

–Sí, claro que la hay. Los vestuarios tienen otra puerta que da a un pasillo, pero… ¿puedo ayudarlo en algo?

–No, a menos que se llame usted January –musitó Max impaciente–, cosa imposible, por cierto.

Ella se había escabullido, estaba seguro. Sabía a ciencia cierta que se había marchado deliberadamente de los vestuarios por la otra puerta. ¿Pero por qué lo sorprendía? Su forma de abordarla horas antes le hacía parecer el típico hombre de negocios aburrido, siempre de viaje, ansioso por compartir la cama aquella noche. ¿Y no era eso lo que era? No, no lo era. Max sabía perfectamente que una sola noche con January no le bastaría. Y en cuanto consiguiera verla la convencería… quizá.

–¿Cómo dice? –preguntó el director del hotel, confuso ante sus murmullos–. ¿Es usted amigo de January?

Max respiró hondo recordando que Meridew había acaparado la atención de January durante el segundo descanso y la había hecho desaparecer de su lado durante el primero nada más presentarse en el bar. Aunque, después de todo, mañana sería otro día, se dijo. Y como casualmente sería sábado, al menos sabría dónde encontrarla.

–No, aún no –contestó Max enigmáticamente–. A propósito, quería felicitarlo por la eficiente gestión del hotel. Yo viajo mucho por negocios, y definitivamente éste es de los mejores hoteles que conozco.

El director del hotel hinchó el pecho orgulloso tal y como Max pretendía. Lo último que quería era ponerle las cosas difíciles a January en su trabajo.

–Es usted muy amable al decirlo.

–En absoluto, resulta refrescante hospedarse en un hotel tan bien gestionado.

–Si necesita mi ayuda durante su estancia aquí, por favor, no dude en llamarme personalmente –se despidió Peter Meridew.

Bien, al menos una persona salía de allí feliz, se dijo Max observándolo marcharse. No podía olvidar la forma en que January se había escabullido de él. Pero si creía que iba a conseguirlo una segunda vez, la esperaba una sorpresa. Una enorme sorpresa.

Capítulo 2

 

 

 

 

 

 

MAY, ¿qué diablos te pasa hoy? –preguntó January preocupada, mirando a su hermana mayor que había roto un plato al recoger la mesa.

May había estado muy callada durante la cena, apenas había intervenido en la conversación que habían mantenido March y January. Las tres hermanas se parecían mucho. Las tres eran altas, morenas, y de piel muy pálida. Lo que tenían más distinto eran los ojos. Los de May, que tenía veintisiete años, eran verdes. Los de March, de veintiséis, eran una mezcla de verde y gris, y los de January, de veinticinco, eran decididamente grises.

Al ser la mayor May había sido siempre la más tranquila, la más atemperada a la hora de enfrentarse a una emergencia.

–¿Sigues cansada aún después de la pantomima? –preguntó January.

May, que se pasaba la vida trabajando única y exclusivamente en la granja, había encontrado hacía varios años su solaz integrándose en el grupo de teatro local. Acababan de representar Aladino por Navidad, y May había hecho el papel principal. Resultaba cansado pero también divertido, con tanto ensayo.

–Ojalá fuera eso… –comentó May recogiendo los trozos de plato roto–. Hoy hemos recibido una visita.

January se puso tensa de inmediato. Sospechaba quién podía ser. Quizá hubiera resultado fácil escabullirse de Max una noche, pero él no era de los que se dejaban engañar una segunda vez. Era capaz incluso de averiguar su dirección….

–¿Recordáis la carta que recibimos antes de Navidad? –preguntó May–. Ésa de un abogado, en nombre de una empresa americana… Ésa en la que querían comprarnos la granja…

–¡Claro! ¡Maldita carta! –exclamó March–. De haber querido vender la granja, habríamos puesto un anuncio.

–Exacto –suspiró May dejándose caer en la silla–. Bien, pues ese abogado ha venido hoy en persona a vernos. O mejor dicho, a verme a mí, porque vosotras no estabais.

January, como era habitual cuando cantaba, había pasado la mayor parte del día durmiendo, y March había aprovechado la fiesta de Año Nuevo al máximo, teniendo en cuenta que trabajaba de nueve a cinco y de lunes a sábado. May era la única que dedicaba todo su tiempo a la granja. El arreglo no era maravilloso precisamente, pero los ingresos de la granja no daban para mantenerlas a las tres.

–Creí que era una broma –repuso January refiriéndose a la carta.

–Pues no creo que el abogado que ha venido hoy en persona pensara lo mismo –contestó May de mal humor–. De hecho ha ido más lejos aún. Me ha ofrecido una suma desorbitada por la granja.

January abrió la boca atónita, March tragó. Las tres se preguntaban por qué aquel abogado ofrecía una suma que, sin duda, la granja no valía.

–¿Pero qué pretende? –preguntó March.

–Aparte de que nos marchemos inmediatamente, nada –respondió May.

–¡Aparte de…! ¡Pero nosotras nacimos aquí! –exclamó January incrédula.

–¡Pero ésta es nuestra casa! –protestó a su vez March.

–Eso ya se lo he dicho yo, pero no pareció importarle –contestó May encogiéndose de hombros.

–Probablemente porque él vive en un apartamento de lujo –musitó March con disgusto–. No reconocería un hogar ni aunque lo tuviera delante de las narices. No lo invitarías a entrar, ¿verdad?

–No –negó May sacudiendo la cabeza–. Yo estaba fuera cuando llegó. Se presentó, expuso el motivo de su visita, y entonces yo decidí no invitarlo a entrar. Y desde luego su ropa de ejecutivo no era la más apropiada para visitar una granja en el mes de enero. Tenía los zapatos llenos de barro.

–¡Lo echaste de aquí con viento fresco, espero! –exclamó January.

–Mmm –asintió May–. Pero tengo la sensación de que volverá.

–¿Y qué crees que pretende? –siguió preguntando January.

–Es fácil –repuso March–. La empresa a la que representa ese abogado compró hace unos meses las tierras de los Hanworth para desarrollar no sé qué, y como nuestra granja está precisamente en medio… me imagino que somos un estorbo.

James Hanworth había muerto hacía seis meses sin dejar esposa ni herederos directos. Y sus parientes lejanos, evidentemente, habían decidido vender.

–¿Por qué no nos lo habías dicho antes? –preguntó May–. ¡No es de extrañar que quieran echarnos!

Sí, no era de extrañar, pensó January. Pero aquella granja había pertenecido a sus abuelos y luego a sus padres, y aunque a veces salir adelante resultaba difícil, vender no era una opción. Aquél era el único hogar que habían conocido jamás.

–Escuchad, ahora tengo que marcharme a trabajar –repuso January–. Hablaremos de esto durante el desayuno, ¿de acuerdo?

–De acuerdo –asintió May.

–Nadie puede obligarnos a vender –añadió January abrazando a su hermana mayor.

–No –suspiró May–, pero pueden hacérnoslo pasar mal.

–Depende de lo que pretendan –señaló March–. Trataré de enterarme mañana.

–No te metas en problemas –advirtió May con su habitual sentido maternal de protección.

Tras perder a su madre cuando eran muy pequeñas, y al ser la mayor, May había ejercido siempre el papel de madre. Y después de la muerte de su padre el año anterior se lo tomaba aún más en serio.

–Tranquila, May –sonrió March, que siempre había sido la más alegre de las tres.

–Hasta mañana –se despidió January sonriendo.

January subió las escaleras para arreglarse. Aquella noche decidió ponerse otro vestido negro hasta las rodillas de amplio escote y mangas largas terminadas en un puño ajustado a la muñeca. Resultaba extraño llevar aquella doble vida: por la mañana vestía vaqueros amplios, sudaderas, y botas para estar en la granja, y por la noche un vestido elegante para cantar. Parecía incompatible…

De camino al hotel January pensó en el problema de la granja. Evidentemente nadie podía obligarlas a vender, pero también era cierto que podían hacerles la vida imposible. Ellas gozaban del derecho de paso, además del derecho al agua. James Hanworth jamás les había puesto problemas, pero el nuevo propietario, sobre todo siendo una empresa, nada menos, podía no ser tan magnánimo. January estaba tan preocupada por el tema que ni siquiera pensó en Max hasta entrar en el bar y verlo allí, hablando con el barman. El local estaba casi vacío. Por alguna razón January había supuesto que Max se habría marchado. Erróneamente, según comprobaba.

–¡Ah, January! –exclamó Max volviéndose hacia ella con una sonrisa burlona.

January se dirigió directamente al piano para decidir qué música tocaría esa noche. Él se acercó a escasos centímetros y añadió:

–Creo que anoche hubo una confusión sobre el lugar exacto en el que debíamos encontrarnos, ¿no?

Max no creía nada de eso, sabía perfectamente que ella se había escabullido deliberadamente, pensó January.

–¿En serio? –preguntó ella alzando la cabeza y sintiendo un escalofrío recorrerle la espalda ante su atractiva presencia, tan cerca.

Realmente aquel tipo resultaba deslumbrante. Negarlo sería engañarse. Era su personalidad lo que le resultaba arrebatadora.

–Sí, prefiero creer eso –sonrió él–. Quizá esta noche lo hagamos mejor.

Trataba de aligerar la situación, de restarle importancia, se dijo January. Pero seguía siendo evidente que Max estaba decidido a pasar algo de tiempo a solas con ella…

–Quizá –contestó ella con naturalidad–. Si me disculpas… Tengo que comenzar la sesión –añadió January a modo de disculpa.

–Claro –contestó él sin ofenderse, apartándose para que pudiera sentarse en la banqueta del piano. Luego se inclinó sobre su oído y añadió–: Esta noche estás aún más guapa que ayer.

January tragó y alzó la cabeza. Su rostro seguía a escasos centímetros del de ella.

–Gracias.

Max se enderezó sin dejar de sonreír y añadió, admirado:

–¡Qué encanto!

–Sí, me gusta creerlo –contestó ella burlándose de su comentario anterior.

Max se echó a reír.

–Tendré una copa preparada para ti en el descanso. John me ha dicho que sueles beber soda.

–El descanso es para relajarme.

–Entonces no te obligaré a pronunciar palabra –prometió él.

Lo malo era que no hacía falta que él abriera la boca para que January estuviera tensa. Sólo el hecho de que la mirara de esa forma la ponía nerviosa.

–Estupendo.

–La última vez que accediste a una invitación mía te escabulliste por la puerta trasera –recordó él.

–Bueno, esta vez no lo haré –aseguró ella impaciente–. ¿De acuerdo?

–De acuerdo –asintió Max inclinando la cabeza–. A propósito… tienes la voz más sexy que he oído jamás. Tanto al hablar como al cantar –añadió él antes de marcharse.

 

 

Aquello había estado mucho mejor, se felicitó Max volviendo a sentarse en la barra. Sí, mucho mejor. Se había mostrado resuelto, pero de buen humor. Lo único que tenía que hacer era seguir así.

¡Seguir así! Nada más ver entrar a January con aquel vestido negro ceñido, mostrando las piernas y el escote, se le había cortado la respiración. Y no reaccionaba así ante una mujer desde la adolescencia. Pero había logrado calmarse, hablar con naturalidad. Aunque se le había escapado eso de la voz sexy. Sí, bien, pero había merecido la pena por ver sus preciosos ojos grises brillar.

A sus treinta y siete años Max había conocido a muchas mujeres bellas y había estado con unas cuantas de ellas, pero eran mujeres de mundo que no se ruborizaban por un halago. Resultaba refrescante saber que January no era tan sofisticada.

¿Cuántos años tendría?, se preguntó Max. Entre veinte y treinta, probablemente. Ni demasiado joven como para hacerlo sentirse culpable, ni demasiado mayor como para no ruborizarse.

–Es una chica fantástica, ¿verdad? –comentó el barman siguiendo la dirección de la vista de Max–. No es tan engreída como otras cantantes que han actuado aquí.

John debía saber muchas cosas acerca de ella. Pero Max prefería averiguarlas por sí mismo, indagar una a una cada una de sus características hasta conocerla por completo. Una vez más Max bendijo su suerte por el hecho de que Jude no estuviera allí ni fuera testigo de su interés por January. Sin duda su jefe se partiría de la risa, observándolo tan embelesado.

Sí, se partiría de risa. Aunque la sonrisa se le borraría del rostro de inmediato al conocer su fracaso en la negociación que lo había llevado de viaje allí, se dijo Max recordando la entrevista de aquella mañana. Había conocido a la mujer más cabezota, más tenaz…. Aunque él tampoco había cedido un ápice. Simplemente el asunto le llevaría más tiempo del que había supuesto. Pero tras conocer a January el retraso carecía de importancia. Sin embargo Max tenía la impresión de que January sería aún más difícil de convencer que la mujer a la que había ido a ver esa mañana a cuenta del negocio.

El bar comenzó a llenarse. Había un grupo de hombres jóvenes y ruidosos, obviamente reunidos en una fiesta exclusivamente masculina, y algunos de ellos observaban a January con admiración. Max conoció por primera vez los celos. Sólo él podía mirarla. Aunque la idea era ridícula, teniendo en cuenta la carrera de January de cantante. Sin embargo eso no evitaba que sintiera deseos de taparla con la chaqueta.

–Un whisky –pidió Max volviéndose hacia John serio–. Doble.

Uno de aquellos jóvenes se acercó a January para charlar entre canción y canción. John miró a Max extrañado, dejando el vaso de whisky a su lado y diciendo:

–January sabe cuidarse sola.

Vaya consuelo. Max deseaba cuidar de ella. ¡Cuidar de ella! Deseaba abrazarla, llevarla a su suite y hacerle el amor hasta quedar ambos exhaustos. Y volver a empezar.

January reía, parecía relajada en compañía de aquel joven. Pero para Max era sencillamente demasiado, así que cuando el joven se inclinó para besarla en los labios él atravesó el bar, lo agarró de la solapa y lo apartó de ella.

–¡Max! –exclamó January incrédula–. ¿Qué crees que estás haciendo?

–Te estaba molestando… –repuso Max.

–Josh es un amigo mío, Max –añadió ella tratando de obligarlo a soltarlo de la chaqueta–. Se casa con mi prima Sara el sábado que viene.

Quizá fuera así, pero aquél no era un beso correcto entre futuros primos.

–Estás montando una escena –continuó January.

Mucha gente los miraba con curiosidad, entre ellos los amigos de Josh. Probablemente dispuestos a acudir en su ayuda, pensó Max.

–Lo siento –musitó Max en dirección a Josh, soltándolo y poniéndole bien la chaqueta.

Peter Meridew, el director del hotel, observaba también la escena. January tenía razón, estaba montando una escena.

–Lamento sinceramente haberme excedido –añadió Max.

–No importa –aseguró John–. Me alegra pensar que alguien cuida de January.

–Pero a mí no me hace falta que…

–Te invito a una copa –dijo Max interrumpiendo a January.

Sabía muy bien lo que ella iba a decir: que no necesitaba que nadie la cuidara.

–January puede venir con nosotros luego, cuando termine de cantar –añadió Max desafiante.

January estaba más guapa que nunca cuando se enfadaba. Tenía los ojos grises brillantes, las mejillas sonrosadas contrastando con la piel blanca de magnolia. Hasta los labios parecían más rojos. Max deseaba besarla más que nunca.

–La boda es el sábado que viene, ¿no? –añadió Max.

–A las tres en punto –sonrió Josh–. Estás invitado si quieres acompañar a January.

–Pero…

–Estupendo, vamos al bar y hablamos de ello –sugirió Max interrumpiendo una vez más a January, pensando en que ella se iba a negar–. Ya te hemos entretenido demasiado –añadió en dirección a ella.

Estaba seguro de que January se había enfadado. De hecho la elección de la siguiente canción fue muy significativa: hablaba de «sobrevivir», de «ser independiente y cuidar de sí misma». Lo había echado todo a perder. Pegar un puñetazo a su futuro primo no resultaba precisamente divertido. Aún así Max alzó la copa en dirección a January cuando ella terminó la canción.

No resultaría fácil persuadirla de mantener una relación con él, pero Max jamás se había echado atrás en la vida. Además, si todo fallaba, siempre quedaba la posibilidad de asistir a la boda.

Capítulo 3

 

 

 

 

 

 

NO PUEDES venir conmigo a la boda –afirmó January resuelta, sentándose frente a Max una vez terminada la actuación.

Aceptaba aquella invitación a tomar una copa sólo para dejarle claro lo que pensaba de él.

–¿Por qué no? Josh me ha invitado, y creo que lo ha hecho con sinceridad.

–Sin duda, pero sencillamente no es posible.

Estaba enfadada con su futuro primo. Una cosa era besarla por una apuesta, y otra muy distinta invitar a su boda a un desconocido para acompañarla a ella.

–¿Por qué no es posible? Tengo la sensación de que pensabas ir sola –insistió Max.

–Pues te equivocas –afirmó January con cabezonería–. Voy con mi familia. Asistir acompañada de un hombre sería como anunciar un futuro compromiso. ¡Y eso es falso!

–Aún falta una semana, January, y en una semana pueden ocurrir muchas cosas –contestó él enigmáticamente.

–He dicho que no, Max –reiteró January firme–. Y lo digo en serio –añadió dando un sorbo de soda.

–Lo que tú digas. Has estado muy bien esta noche, January –contestó Max cambiando de tema–. A pesar del escandaloso beso.

–Era una apuesta, Max –suspiró January, demasiado cansada e irritada como para seguir discutiendo–. Una apuesta de una fiesta de solteros. Yo fui a la escuela con la mayor parte de ellos, y a todos les pareció muy divertido apostar a ver si Josh se atrevía a darme un beso.

De hecho Peter Meridew había llamado la atención aquella noche a todo el grupo de jóvenes por causar tanto bullicio, molestando al resto de clientes. Pero una cosa eran las quejas del director del hotel, y otra muy distinta las de Max, al que definitivamente no le había gustado nada el beso. ¿Pero qué le importaba a ella? Al fin y al cabo Max no era más que un cliente que pronto se marcharía. Y January no estaba dispuesta a que él dejara tras de sí un corazón roto.

Porque no admitir, al menos en su fuero interno, que su comportamiento ante el beso le había parecido altamente caballeroso sería como engañarse a sí misma. Sí, ciertamente aquella descripción podía resultar anticuada, pero para January no era de extrañar que las damas de otras épocas cayeran rendidas en brazos de su salvador. Y no dudaba ni por un momento que Max habría derribado a Josh y lo habría dejado en el suelo de no haber sido por su intervención.

–Es tarde –suspiró January volviendo la vista sonriente hacia John, que recogía para marcharse–. Tengo que marcharme.

No era tan tarde como el día anterior, pero estaba aún más cansada. ¿Más irritada, más emotiva? Quizá. Una cosa sí sabía: tenía que alejarse de Max cuanto antes. De otro modo se arriesgaba a ceder a esa emotividad.

Max inclinó la cabeza y la miró intensamente, como la noche anterior, preguntando:

–Pareces agotada, ¿quieres que te pida un taxi?

–No tendría mucho sentido –sonrió ella, a pesar de todo tentada–. Mañana por la noche no tengo que trabajar, así que tendría que venir aquí sólo para recoger el coche.

–Yo puedo recogerlo por ti –se ofreció Max–. Así podrías presentarme a tu familia.

–No, gracias –sonrió January levantándose de la silla y poniendo fin a la conversación.

Max se puso también en pie.

–No me importa, de verdad –aseguró él–. Además, John me ha contado antes que hay un asaltador nocturno por esta zona.

Ambos salieron del bar despidiéndose de John con un gesto de la cabeza. Max tenía razón. El Asaltador Nocturno había atacado a mujeres sólo en zonas rurales desiertas, pero aunque el aparcamiento del hotel no lo fuera sí era cierto que estaba vacío a esas horas.

–Sí, ha habido seis ataques en los últimos seis meses –confirmó January.

–¿Y a pesar de todo insistes en volver conduciendo sola a casa?

January asintió.

–Justo lo que pensaba –añadió él observando el gesto–. En ese caso me niego a permitir que salgas al aparcamiento sola.

–Está muy bien iluminado –aseguró ella.

–Aún así, no voy a subir a mi habitación mientras tú sales ahí sola –insistió él firme.

No habría servido de nada decirle que lo hacía por regla general tres noches a la semana. Todas las semanas. Y que volvería a hacerlo cuando él abandonara el hotel.

–Empiezas a hablar como mi hermana mayor May –bromeó January mientras Max le sostenía el abrigo.

–Pues no sé si eso me gusta.

–¿Sería de ayuda añadir que me siento muy unida a mis dos hermanas? –rió January.

–Puede –admitió Max–. Espera, deja que te ayude.

Ayudarla a ponerse el abrigo era un gesto caballeroso, pensó January. Pero rodearla con el brazo por los hombros mientras se dirigían al coche era algo muy distinto. Su proximidad la perturbaba. La alteraba. La excitaba.

January jamás había conocido a un hombre como Max. Su sofisticación, su seguridad en sí mismo, y su atractivo le resultaban irresistibles. Como poco. Tenía que admitirlo: aquel hombre la intrigaba. Muy a su pesar.

¿Intrigarla? Su corazón latía acelerado, su pulso galopaba, estaba toda ruborizada…

–No pretendía insultarte cuando te dije que hablabas como mi hermana –comentó January lanzándose a hablar para ocultar su confusión–. Sólo quería… era un comentario… cariñoso. Yo soy la más pequeña, así que mi hermana se ha pasado la vida dándome consejos. Incluso March adopta el papel de madre de vez en cuando, y se supone que es la más impulsiva de las tres.

–January, March, y May –repitió Max–. Tres meses del calendario.

–Sí, es fácil de explicar –dijo January deteniéndose al llegar al coche y comenzando a buscar las llaves en el bolso–. Ya ves…

–Lo único que veo en este momento, January, es a la mujer más bella sobre la que haya posado la mirada nunca –la interrumpió Max–. Es lo único que he visto durante las últimas treinta y seis horas.

January alzó la vista hacia él y se quedó inmóvil. Sentía que se ahogaba en las inciertas profundidades de sus ojos.

–¡January! –gimió él inclinando la cabeza para besarla.

Al mismo tiempo sus brazos se deslizaron por la cintura de ella hasta estrecharla contra sí. Ahogarse debía producir una sensación muy parecida a aquélla, se dijo January segundos más tarde en medio de una profunda ensoñación, tras la lucha inicial contra lo inevitable, antes de rendirse por completo a una fuerza de tal intensidad que era imposible de combatir.

No sabía nada de aquel hombre, sólo lo que él le había contado. Ni siquiera sabía su apellido, y sin embargo…

No podía seguir pensando, su mente era incapaz de articular juntas dos palabras con sentido. Sólo podía respirar y sentir a Max, sentir su cuerpo arder de deseo ante los besos de él. January alzó los brazos hasta sus hombros y se aferró a él. Una de sus manos comenzó a acariciar sus cabellos sedosos y espesos.

Max gimió, evidentemente de placer. Su boca comenzó a moverse salvajemente contra la de ella, profundizando en el beso. Su lengua saboreó el labio inferior de January antes de probar las profundidades de la boca.

January jamás se había sentido tan unida a otra persona. Se sentía como si fuera parte de Max y Max fuera parte de ella. Imposible decir dónde acababa el uno y comenzaba el otro. Era…

De pronto diminutas agujas heladas comenzaron a caer sobre su rostro. January abrió los ojos, confusa, parpadeó y alzó el rostro. Había comenzado a nevar.

Max se separó de ella de mala gana, pero la mantuvo firmemente abrazada por la cintura.

–Esto es casi tan efectivo como una ducha helada –murmuró él–. Y probablemente también sea lo mejor –añadió de mala gana–. Quiero que la primera vez que te haga el amor sea en un sitio un poco más… cómodo que el aparcamiento de un hotel.

¿La primera vez? Eso significaba no sólo que habría una primera, sino además que no sería la última. January se soltó suavemente de Max, se giró dándole la espalda para ocultar su confusión y comenzó a buscar en serio las llaves del coche en el bolso.

–January…

Max alargó una mano para tomarla de la barbilla y obligarla a mirarlo. Su mirada se tornó escrutadora al ver la palidez de su rostro.

–De verdad, tengo que marcharme, Max –dijo ella suspirando de alivio al encontrar por fin las llaves–. Es muy tarde.

–O muy pronto –la corrigió él–. Depende del punto de vista, ¿no crees? Quiero volver a verte, January. Mañana. ¿Quieres comer conmigo?

¿Se atrevería? Porque January no dudaba que si accedía a verlo se repetiría la escena del beso. Y la siguiente vez no habría vuelta atrás. Incluso en ese instante su cuerpo ardía deseoso de un contacto mayor con él.

¿Pero podía no volver a verlo? ¿Podía alejarse de él, de las nuevas emociones que acababa de conocer en sus brazos, y seguir adelante con su vida como si nada?, ¿podía, quería hacerlo?

–Comer juntos mañana estaría bien –accedió ella sin alzar la vista, tratando de ocultar el deseo que aún ardía en sus ojos y la consumía.

–Yo no diría sólo que estaría bien, pero supongo que tendré que conformarme. ¿Seguro que puedes conducir a casa con este tiempo? –preguntó Max alzando la vista al cielo y comprobando que nevaba con más fuerza.

¿Qué otra alternativa tenía?, ¿pasar la noche con él en la habitación del hotel? De ningún modo. Quizá respondiera apasionadamente a aquel hombre como jamás había respondido a ninguno, pero eso no significaba que fuera a caer en sus brazos a la primera oportunidad.

–Sí, todo irá bien. Estamos en el norte de Inglaterra, Max, aquí nieva a menudo. Si dejáramos que el clima dominara nuestras vidas jamás haríamos nada.

–Está bien –convino él de mala gana–. ¿Dónde nos encontramos mañana?

January subió al coche y alzó la vista hacia él.

–¿Qué te parece aquí, a las doce y media? Hay un pub a un par de kilómetros en donde sirven comidas estupendas los domingos

No quería que Peter Meridew la viera en el restaurante del hotel con un cliente. Max se acercó, impidiéndole cerrar la puerta, y asintió:

–De acuerdo. No cambiarás de opinión, ¿no?

De hecho January ya había cambiado de opinión. Unas cuantas veces.

–No, estaré aquí a las doce y media –prometió January con un escalofrío.

–Lo siento –murmuró Max dando un paso atrás para que pudiera cerrar la puerta.

–Deberías entrar –añadió January bajando la ventanilla–. Te estás calando.

Era una suerte que el coche arrancara a la primera.

–Prefiero esperar a que te vayas si no te importa –contestó Max–. Es lo menos que puedo hacer.

Era evidente que Max estaba acostumbrado a salirse con la suya, pero en aquella ocasión January no pudo evitar sonreír.

–Hasta mañana –se despidió ella.

January saludó a John al pasar a su lado. El barman también se dirigía a recoger su coche. Después aceleró y desapareció por la carretera desierta.

La hora de camino del hotel a casa no fue fácil. Lo peor de todo era el último tramo, un sendero comarcal para tractores que sólo llevaba a la granja. Estaba tensa, y no sólo por conducir con aquel tiempo. Estaba preocupada por Max, por su forma de reaccionar ante él. Sin embargo la tensión desapareció al contemplar las colinas nevadas. Todas aquellas tierras, hasta donde alcanzaba la vista, eran suyas y de sus hermanas. Quizá la vida allí fuera difícil a veces, con tanto trabajo mal recompensado y con tan mal tiempo. Pero todo era suyo. Y nadie podía cambiar eso.

 

 

January llegaba tarde a la cita. Diez minutos tarde, se dijo Max mirando una vez más el reloj mientras caminaba de un lado a otro por el vestíbulo del hotel. Max siempre había concedido mucha importancia a la puntualidad, y el retraso de January resultaba doblemente frustrante. En primer lugar porque aborrecía los retrasos, y en segundo lugar porque era posible que January ni siquiera apareciera. Y eso era lo peor.

Quizá la noche anterior también se hubiera precipitado con ella. Quizá no hubiera debido besarla tan apasionadamente. Pero había sido incapaz de controlarse nada más tomarla en sus brazos. De hecho habría querido hacer con ella mucho más que besarla.

El cuerpo de January era cálido y flexible, sus pechos se habían presionado contra el torso de él seductoramente, los muslos de ambos habían encajado. Max había necesitado toda su fuerza de voluntad para no tomarla en brazos y llevarla a su habitación del hotel. Una vez allí habría explorado cada centímetro de su deliciosa piel con las manos y con los labios.

Pero lo mejor era no pensar en ello. ¿No bastaba con una noche sin dormir? Primero por la preocupación por si ella llegaba a casa con aquel tiempo, y luego soñando despierto, hambriento de ella como jamás lo había estado en la vida. No recordaba haber deseado jamás tanto a una mujer. Y menos aún levantarse en medio de la noche para tomar una ducha helada.

Max volvió a mirar el reloj. Quince minutos tarde.

–Eh… ¡señor!, ¿señor Golding, no es así?

Max se dio la vuelta. La recepcionista lo llamaba.

–Tiene usted una llamada telefónica –añadió ella señalando el teléfono.

Debía ser Jude, ansioso por comprobar los progresos del negocio.

–¿Sí?

–¿Max? –preguntó January vacilante.

Max trató de relajarse, de no demostrar su ira. Pero falló.

–¿Dónde diablos estás?

–En ese preciso momento estoy en casa…

–¡Deberías estar aquí!

–Bueno, es que hasta hace un rato estaba en el coche, metida en una zanja –contestó January–. Max, lo siento. De verdad. Salí de casa con tiempo de sobra, pero el coche patinó con el hielo, perdí el control y… bueno, acabé al fondo de una zanja. Te he telefoneado en cuanto he podido…

–¿Estás herida? –la interrumpió Max preocupado y furioso consigo mismo por haber perdido los nervios.

–Sólo tengo un chichón en la cabeza, pero creo que el coche está destrozado…

–Olvídate del coche, es perfectamente reemplazable. Tú no –contestó Max.

–Bueno, puede que lo sea para ti, pero yo no tengo una posición económica tan desahogada –respondió January–. Pero no importa. No creo que pueda ir a comer contigo, pero si quieres podemos cenar. March dice que no va a usar su coche esta noche, así que me lo presta. Siempre y cuando prometa no acabar en otra zanja, claro.

–¿Y no sería más fácil que yo fuera a recogerte? –sugirió él–. Así, si alguien acaba en una zanja, seré yo.

–No, no es necesario.

–January, ¿quieres por favor olvidarte de esa absurda idea de que presentarme a tu familia es como anunciar un compromiso? –la interrumpió él impaciente–. Mira sólo el lado práctico del asunto, la seguridad. No quiero que…

–Max, esto no tiene nada que ver con lo que pueda pensar mi familia. Vivo en un lugar alejado, remoto, en lo alto de las colinas. Sería imposible explicarte cómo llegar hasta aquí. Quizá lo mejor fuera que ni siquiera nos viéramos. El tiempo está en contra, y…

–¡No! –la interrumpió Max resuelto–. No, January. Para mí no verte hoy no es una opción.

–Ni para mí –respondió ella en voz baja.

Tan baja, que Max ni siquiera estuvo seguro de haberla oído bien. Quizá simplemente lo hubiera imaginado.

–Está bien, cenaremos juntos. Aquí. A las siete y media –afirmó Max.

–Bien –accedió ella–. ¡Ah!, antes de que cuelgues, Max, ¿no crees que sería razonable que me dijeras tu apellido? Antes, al llamar por teléfono, he tenido que preguntarle a Patty si había por allí un hombre malhumorado, caminando de un lado a otro por el vestíbulo. Ha sido un poco violento.

Ni siquiera se le había ocurrido. Lo cierto era que él tampoco conocía el apellido de January. No le había parecido importante al principio. Y seguía sin serlo. Para él ella era January, la mujer a la que deseaba con tal fiereza que lo consumía. Aunque en realidad ella tenía razón…

–Golding –la informó él–. Maxim Patrick Golding.

Un silencio sepulcral siguió a aquella revelación. Un tenso, repentino e inesperado silencio.

–¿January?

–¿Has dicho Golding?

–Sí, eso he dicho –contestó él–. January…

–¿Tú eres M.P. Golding? –preguntó ella casi a gritos, incrédula.

Max se aferró al auricular. Algo ocurría. Algo terrible. Realmente terrible.

–Acabo de decírtelo –confirmó él.

¿Por qué repetía January sus iniciales de esa manera tan formal? Como si se tratara del autor de un libro o de…

–¡January!, ¿cuál es tu apellido?

–¿Con nombres como January, March, y May? ¡Seguro que puedes adivinarlo, señor Golding! ¡Si es que no lo sabías ya antes! ¡Adiós!

–¡January…!

Max se interrumpió al comprender que ella había colgado de golpe. Dejó el auricular y se puso pálido. January, March, y May: Enero, Marzo y Mayo. Todos meses del año. Del calendario. Calendar…

Era demasiada coincidencia. El hecho de que January tuviera dos hermanas y que los nombres de las tres fueran meses del calendario tenía que significar que… ella era una de las Calendar…

Capítulo 4

 

 

 

 

 

 

JANUARY, ¿adónde diablos vas? –exigió saber May siguiéndola fuera.

–A sacar mi coche de la zanja. ¡A qué, si no!

–Pero no corre prisa, es mejor esperar a que el tiempo mejore –protestó May mientras January se subía al tractor–. De todos modos dijiste que estaba destrozado…

Y probablemente lo estuviera, pero al menos había dejado de nevar, y necesitaba hacer algo. Tenía que hacer algo y dejar de pensar.

¡M.P. Golding! Había reconocido el nombre instantáneamente. Era el nombre del abogado que firmaba la carta que habían recibido antes de Navidad, la carta en la que Marshall Corporation se ofrecía para comprar la granja. El mismo abogado que se había presentado en casa el día anterior y había hablado con May. Aún no podía creerlo.

–El coche no puede quedarse ahí.

–Puede quedarse ahí un par de días, hasta que se derrita la nieve –insistió May.

–Me voy.

–January, ¿qué ocurre? –preguntó May preocupada–. Esta mañana, antes del accidente, estabas tan contenta. Quizá el golpe en la cabeza te haya afectado más de lo que creíamos. Deberías llamar al médico…

–No necesito un médico, May. Es sólo un chichón –añadió January tratando de calmarse–. Escucha, sólo voy a ver si puedo sacar el coche. Me vendrá bien un poco de aire fresco.

–¿No ibas a salir esta noche? –preguntó May poco convencida.

–Cambio de planes –contestó January–. Hace frío, entra en casa. Te prometo que no tardaré.

–Está bien –suspiró May–. Te prepararé una taza de té cuando vuelvas.

January suspiró aliviada. Necesitaba estar sola. Necesitaba pensar en lo ocurrido durante los dos últimos días, pensar en lo que había hecho exactamente el señor Golding. Porque, a pesar de lo que había dicho él segundos antes de colgar, le resultaba imposible creer que él no supiera desde el principio que ella era una de las Calendar, propietaria de la granja.

¿Era ésa la razón por la que había mostrado tanto interés por ella?, ¿se trataba de un miserable plan maquinado para dividir a las hermanas y conseguir así su objetivo? Ése era su peor temor. Porque la noche anterior, al besarse, January había comprendido que se estaba enamorando de Max, que quizá incluso estuviera ya enamorada.

Max era distinto a todos los hombres que había conocido. Tenía completa seguridad en sí mismo, era inteligente, sofisticado y rico. Y sencillamente ella se había enamorado. ¿Pero había tratado él de seducirla deliberadamente? Ésa era la pregunta que la consumía.

De una cosa sí estaba segura: Max no tardaría en presentarse en la granja. Lo cual era motivo suficiente para que ella desapareciera durante unos días. Cosa imposible, comprendió January nada más torcer en la curva y comprobar que otro coche le bloqueaba el paso. Y era Max Golding quien lo conducía.

January frenó bruscamente para evitar arrollarlo con el tractor. Max, obviamente, hizo lo mismo. January se quedó mirándolo horrorizada. Lo último que esperaba era que Max se presentara en la granja nada más colgar. Creía que tardaría al menos unas horas, que tendría tiempo de reflexionar. Pero al verlo salir del coche decidido comprendió cuánto se equivocaba. Max no llevaba el traje elegante y los zapatos que May había visto cubiertos de barro el día anterior. No, llevaba vaqueros, jersey grueso y botas. Evidentemente había aprendido la lección.

Él se acercó con rostro serio. Ella se aferró al volante. ¿Qué quería decirle?, ¿qué se dirían los dos? El ataque era la mejor defensa, recordó January bajando del tractor y alzando la cabeza desafiante.

–¡No lo sabía, January! –fue el primer comentario de él.

–¿No sabías qué, señor Golding? –preguntó ella con una sonrisa falsa–. ¿Que mi apellido es Calendar?, ¿que soy una de las tres hermanas propietarias de la granja que la empresa para la que trabajas quiere comprar? ¡Perdona que me cueste creerlo!

Y así era. Era demasiada coincidencia que Max resultara ser el abogado encargado de la compra de la granja, que fuera el hombre que había visitado a May el día anterior. El mismo hombre que trataba de persuadirlas para que vendieran.

Demasiada coincidencia también, dadas las circunstancias, que ellos dos se hubieran conocido por casualidad. Incluso concediendo que eso hubiera sido una cuestión de suerte, seguía resultando terriblemente difícil creer que él hubiera mostrado tanto interés por ella. A no ser que se debiera a que sabía quién era: una de las hermanas a las que tanto le estaba costando convencer para que vendieran la granja.

–No puedo evitar que creas lo que quieras. Sólo puedo repetirte que, sinceramente, hasta hace muy poco, no sabía cuál era tu apellido o quién eras.

–¿Qué estás haciendo aquí, señor Golding? Estoy convencida de que mi hermana May te ha dejado muy claro que no estamos interesadas en…

–¿Quieres dejar de llamarme señor Golding de ese modo despectivo? –protestó él irritado–. Antes me llamabas Max. Sigo siendo Max.

De ningún modo. Él había pasado a ser el enemigo. El enemigo en el que no se podía confiar. Peor aún, un embustero traicionero.

–Sí, tu hermana May me lo dejó bien claro ayer –continuó él impaciente–. Y ahora que conozco vuestro parentesco me doy cuenta del tremendo parecido, dejando a un lado el color de los ojos. Ayer, sencillamente, no buscaba ningún parecido cuando conocí a tu hermana.

–¿No? –preguntó ella incrédula–. Pues vas a llevarte una buena sorpresa cuando conozcas a March. Si es que la conoces. Somos como tres guisantes, según decía mi padre.

–Sólo he dicho que había cierto parecido, January. Tu aspecto, el timbre de tu voz… son completamente únicos –aseguró Max.

–Por supuesto –contestó January con una mueca, de mal humor–. Y ahora, si no te importa, ¿podrías quitar tu coche de en medio? Algunos tenemos trabajo que hacer.

–Ese chichón de la cabeza, ¿te lo has hecho con el coche? –preguntó él inspeccionándola de cerca.

–Sí –confirmó ella sin hacer caso–. Si giras por el sendero que hay detrás de tu coche…

–January, eso ahora no me interesa.

–Bueno, pues a mí no me interesa discutir de ninguna otra cosa contigo, ¡así que no hay nada más que decir! –exclamó ella volviendo al tractor.

Max la agarró del brazo antes de que pudiera subir y la hizo volverse hacia él.

–Yo sí tengo algo que decirte –afirmó él con ojos azules de fuego–. Lo primero, repetirte que no conocía tu relación con la granja…

–¡Y yo te repito que no te creo!

De pronto Max se quedó inmóvil, pálido.

–Yo no digo mentiras, January. ¿Has ido al médico a que te mire ese golpe de la cabeza?

–¡Cuidado, comienzas a hablar otra vez como mi hermana May!

–Si está tan preocupada por ti como yo, entonces creo que me cae bien –respondió Max.

–¡Me temo que el sentimiento no es mutuo! –exclamó January burlona, de mal humor.

–No pretendo ganar ningún concurso de popularidad, sólo quiero asegurarme de que estás bien.

–¡Si estoy enferma es de mirarte! –exclamó January soltándose por fin–. ¿Piensas mover tu coche, o tengo que dar la vuelta y meterme por en medio del campo?

January rogó en silencio por que él moviera el coche. Necesitaba escapar de él. Porque si no lo hacía, acabaría por echarse a llorar. En aquel momento su única defensa contra aquel hombre era su ira, pero no estaba segura de cuánto tiempo más podría durar.

 

 

Max la observó lleno de frustración. January era, sin ningún género de duda, la mujer más cabezota, más inflexible…

¿Más que él? Imposible. January estaba furiosa con él, lo creía un embustero. Nada de lo que hiciera o dijera ni en ese instante ni en un futuro próximo cambiaría su opinión acerca de él. Además, él también se sentía como si estuviera en una encrucijada. Para Max no mezclar los negocios con la vida privada siempre había sido una regla sagrada. De ese modo jamás se producían conflictos de intereses.

January Calendar… ¡De todas las mujeres hacia las que podía sentirse atraído tenía que ser precisamente una de las tres hermanas! La posibilidad de que se produjera una coincidencia como ésa era nula. Casi nula. El engañoso destino estaba jugando con él.

Y ése era el verdadero problema. Al enterarse de quién era ella se había quedado de piedra. Más que de piedra. En realidad, sencillamente, no sabía qué hacer. Cosa rara en él.

–¿Así que no quieres ir al médico?

–No –negó January.

Max apretó los labios y asintió.

–Y supongo que nuestra cita de esta noche también queda cancelada, ¿no?

–Supones bien –afirmó ella.

–Eso pensaba –murmuró él–. Entonces, ya que no tengo nada que hacer hoy y que casi estoy en la granja, creo que voy ir a ver otra vez a tus hermanas.

January abrió los ojos incrédula ante la sugerencia.

–¡Pierdes el tiempo!