Erhalten Sie Zugang zu diesem und mehr als 300000 Büchern ab EUR 5,99 monatlich.
«Bienvenido al desierto de lo real», pronunciaba Morfeo en la película Matrix (1999) para mostrarle a Neo un nuevo paisaje que surgía. Dos décadas después, la aparición de la realidad virtual inmersiva ha dado un giro radical a nuestra existencia. El uso de las tecnologías se ha normalizado hasta el punto de asegurar una vida digital a partir de la conexión múltiple y permanente. Sin embargo, el metaverso abre grandes oportunidades, al mismo tiempo que supone ciertas incógnitas sobre lo presencial y lo virtual, las condiciones técnicas y sociales, las consecuencias económicas, políticas y psicológicas de los avances tecnológicos. Las transformaciones en curso obligan a repensar la presencialidad y el cuerpo en un nuevo contexto donde cobran otro valor. ¿Estamos preparados para vivir, trabajar y divertirnos en el mundo virtual? ¿Es mejor tener un encuentro online con los avatares de nuestros amigos en lugar de pasar el rato con ellos en un bar? ¿Preferimos ver una imagen gigante de nuestro artista favorito en la pantalla que verlo en vivo en un concierto? ¿Cómo afectará la brecha entre quienes pueden escapar a ese metaverso y los que no?
Sie lesen das E-Book in den Legimi-Apps auf:
Seitenzahl: 274
Das E-Book (TTS) können Sie hören im Abo „Legimi Premium” in Legimi-Apps auf:
¿Bienvenido Metaverso?
Presencia, cuerpo y avatares en la era digital
© José R. Ubieto y Liliana Arroyo Moliner, 2022
Diseño de cubierta: Juan Pablo Venditti
Derechos reservados para todas las ediciones en castellano
© Ned ediciones, 2022
Primera edición: septiembre, 2022
Preimpresión: Moelmo SCP
www.moelmo.com
eISBN: 978-84-18273-81-0
La reproducción total o parcial de esta obra sin el consentimiento expreso de los titulares del copyright está prohibida al amparo de la legislación vigente.
Ned Ediciones
www.nedediciones.com
A los futuros avatares que habitemos, para que nunca olvidemos el valor de la presencia
Índice
Agradecimientos
Introducción
La idolatría del yo
Las ilusiones del metaverso
El paradigma «neuro»: chips corporales
Capitalismo de vigilancia: ¿criptoencadenados?
La presencia atenta: cuerpos y atención
La conversación y los lazos sociales
El porvenir de la presencia: educación, trabajo y salud
Ideas fuerza y conclusiones
Bibliografía
Agradecimientos
En primer lugar, queremos dar las gracias a todas las personas (amigos, colegas, familia y pacientes) con las que hemos tenido la oportunidad de compartir ideas, preocupaciones y reflexiones sobre los cambios a los que estamos asistiendo. Sus testimonios nos han resultado claves para formular las hipótesis de trabajo y entender un poco mejor el mundo en el que vivimos.
Agradecemos también al editor Alfredo Landman su confianza en nuestra propuesta y los medios que ha puesto a nuestra disposición para realizarla.
Finalmente, un agradecimiento muy especial para Lourdes Aramburu, Ramon Almirall, Albert Cañigueral, Jordi Jubany, Janira Planes, David Pino y Elisabet Rosselló, cuyas aportaciones y comentarios de lectura han sido muy importantes para la realización de este libro.
Introducción
El verdadero problema de la humanidad es el siguiente: tenemos emociones del paleolítico, instituciones medievales y tecnología propia de un dios. Y eso es terriblemente peligroso.
Edward Wilson, entomólogo y biólogo
Los seres humanos, en su condición de seres hablantes y creadores de ficciones y utopías, siempre han ideado mundos mejores que los liberasen de las ataduras y miserias del suyo. Platón, a través del mito de la caverna, infundió en sus personajes la creencia de que aquello que observaban, en su oscuridad, era el mundo real, sin darse cuenta de que eran solo las apariencias de las sombras de los objetos que se reflejaban en su muro/pantalla. Ese metaverso particular les servía de refugio ante el mundo real, al que rechazaban ir, a pesar de los beneficios superiores que les esperaban. Christine de Pizan (1405) ideó La ciudad de las damas, regida por la igualdad, como un alegato y un universo alternativo al mundo misógino que proclamaban los sabios de la época. Alicia en el país de las maravillas, de Lewis Carroll; Tlön, Uqbar, Orbis Tertius, de Borges, y Las Crónicas de Narnia, de C. S. Lewis son otras ficciones literarias que atraviesan el espejo pantalla para ir, con sus avatares, más allá del universo real.
Tras la crisis y el declive de la ideología humanista, surgen las distopías que ponen de relieve las características de una sociedad marcada por las tres ces: complejidad, caos y contradicción, frente a las cuales solo cabe la imaginación y la invención. William Gibson, el primero en formular el término «ciberespacio», publica en 1984 la novela Neuromante, donde definió la iconografía de la ciencia ficción moderna, anticipando un futuro intrigantemente familiar en el que por primera vez se planteaba que buena parte de nuestra vida cotidiana transcurriría en el espacio inmaterial de la red. Neil Stephenson le sigue en 1992 con Snow Crash, la novela que ha dado lugar al término metaverso y en la que un futuro apocalíptico de sujetos precarios coexiste con un espacio más allá (Meta) del universo real donde habitan avatares con otros poderes. Estas distopías literarias se plantean como un simulador de escenarios adversos que hay que evitar. Junto a ellas se va desarrollando el transhumanismo, ideología que persigue la desintegración de la biología humana en aras de una vida digital en la nube, donde los humanos aumentados sueñan con la perfección para ir más allá y devenir transhumanos.
Fruto de estos antecedentes, surge Second Life (2003), la primera experiencia de una plataforma virtual que trata de recrear ese metaverso. Se constata, ya de entrada, que el fuego que alumbra e ilumina esta nueva pantalla es la magia del consumo, iniciada en los años sesenta en Estados Unidos y Europa occidental. Como describe Baudrillard (2009), los ciudadanos parecían indígenas, en sus cerradas islas, que veían caer una lluvia de objetos encantados desde el cielo. Para quienes moraban en el suelo, la explosión del consumo era un espectáculo, que tenía su principal medio en la pantalla de la televisión. La diferencia entre aquel primer experimento de Second Life y el metaverso actual reside en la aparición y la popularización de las criptomonedas. La posibilidad de generar valor e intercambiarlo virtualmente ha catapultado el interés de empresas de numerosos sectores en la generación de estos nuevos espacios virtuales e inmersivos.
Hoy, unas décadas después, y tras el encantamiento que estuvo en el impulso original del consumo de masas, llevamos varios lustros de cierta desilusión. Aquello mágico y extraordinario —estanterías repletas de objetos diversos— se ha convertido en cotidiano, especialmente para las generaciones que ya han nacido en la sociedad de la opulencia, como la denomina Galbraith. A esta maduración desencantada del consumo, los productores y las marcas han reaccionado inyectando continuas dosis de espectacularización del consumo. Se intenta convertirlo en un espectáculo, tanto cuando se proponen nuevas «experiencias de compra y de consumo» como cuando se convocan días especiales (Black Friday, Cyber Day, etcétera). Con la globalización y las llamadas de atención sobre el cambio climático, esta fuente de desencanto ha ido en aumento. De acuerdo con el principio de que el consumo genera víctimas, han sido las sucesivas crisis recientes las que han erigido un muro contra los encantos del consumo. A la crisis económica del 2008 le sucedió la pandémica y, ahora, la crisis de suministros, por efecto tanto de la propia pandemia como del emergente mapa geopolítico. Las luces del metaverso permiten recuperar cierto encanto, si bien, hasta la fecha, lo único que tenemos es un mixto entre la simulación (ya operativa en los videojuegos) y algunas chispas de realidad aumentada.
No cabe la menor duda de que estas novedades virtuales han cambiado ya —y lo harán mucho más— el significado y el valor de la presencia, tal como la hemos conocido en el mundo predigital. El pasado 19 de marzo la diseñadora e investigadora brasileña Rita Wu se casó con el también brasileño André Mertens, especialista en innovación digital en su país. Fue la primera boda en el metaverso (Decentraland). Los invitados recibieron, como recuerdo, unos NFT (tokens no fungibles), y todos ellos, incluidos los novios, bailaron y bebieron solos en su casa, cada uno en su ordenador, con los visores de realidad virtual. Al estar registrada en forma de un contrato inteligente (smart contract, basado en tecnología blockchain), la boda tiene plena validez legal, como si hubiera sucedido en un juzgado físico. La revista de ámbito mundial Elle, nacida en 1945, ha creado el proyecto «Belleza en el metaverso», de la mano de la agencia de modelos The Digitals, y ya ha publicado una portada, protagonizada por dos modelos digitales: Shudu y Dagny. La primera de las dos (@shudu.gram) tiene incluso su propio perfil en Instagram, donde se la define como «la primera supermodelo digital» y cuenta con más de 230.000 seguidores, que van en aumento. Sigue la estela de la primera influencer digital, creada por una agencia de Los Ángeles, Miquela (@lilmiquela en Instagram, con tres millones de seguidores).
La lista de novedades es larga; todas muestran que ya no podemos considerar esos universos paralelos como distantes y separados. Nos conviene más pensar en ellos con la ayuda de la banda de Möbius, esa superficie con una sola cara y un solo borde, de tal manera que uno comienza a pasear por el exterior y sin darse cuenta termina en el interior. Muchos artistas, como Escher, la han usado y explorado en sus creaciones. Incluso Mark Zuckerberg ha hecho una versión propia (logo del infinito) para su renombrada compañía Meta, en el momento de impulsar su proyecto del metaverso y atajar algunas dudas sobre la reputación de su imperio, tras las filtraciones de documentación interna comprometedora de la mano de la alertadora Frances Haughen.
Lo que viene aportará avances que debemos acoger; lo virtual ofrecerá a muchas personas, especialmente a aquellas que se enfrentan a una soledad no deseada (por edad, enfermedad u otras vulnerabilidades), algunas nuevas formas de la presencia que alivien parte de su malestar. Laika, por ejemplo, es un prototipo de perro digital que actualmente está en fase de pruebas, utiliza comandos de voz basados en IA (inteligencia artificial) y es capaz de escuchar a los usuarios, pero no los puede ver y, por el momento, no tiene habilitada la detección de emociones y gestos. La compañía que los fabrica promete interacciones realistas mediante la comunicación para que en el futuro se le puedan añadir otras características visuales y táctiles. Además, cada perro contará con unas características físicas y psicológicas individuales, diferenciadas mediante colores, marcas, pelaje y otros rasgos de su personalidad. Cada uno de estos perros revelará, asimismo, diversos niveles de inteligencia, alegría, curiosidad, amabilidad, adaptabilidad, afecto y energía.1 Se une a otros muchos ingenios de la robótica social asistencial, cada vez más presentes en nuestra vida y de los que hablaremos más adelante.
La educación, el trabajo, la salud, la creación artística, los lazos sociales, la investigación, la sexualidad... Todo ello se está ya modificando y diversificando con nuevas formas de hacernos presentes, y algunas, qué duda cabe, son esperanzadoras porque nos acercan y nos libran de ciertas ataduras y de rutinas obsoletas. Podemos conciliar mejor nuestra vida laboral y personal; avanzar en prácticas colaborativas, antes impensables; mejorar los aprendizajes gracias a las simulaciones virtuales; iniciar nuevos lazos en un mundo donde los encuentros espontáneos no son fáciles, o asegurar algunos cuidados asistenciales más continuados.
Como ocurre en cada nueva disrupción tecnológica, esos avances también se acompañan de algunos riesgos, que no podemos pasar por alto y sobre los que nos conviene mantener una mirada abierta y crítica para ir configurando esa transformación de manera colectiva y no dejarla en manos de intereses meramente lucrativos, cuyo fin —como ya hemos tenido múltiples ocasiones de verificar— es el negocio y no el bien común, dos objetivos incompatibles ante la ausencia de criterios éticos y sociales ajustados. Como escribió el filósofo Paul Virilio, quien inventa el avión inventa también el accidente de avión.
La ilusión de sustituir nuestro mundo real por el metaverso es eso: una ilusión que, sin duda, mueve montañas financieras (en la actualidad, todas las grandes empresas invierten en esos proyectos) y genera enormes expectativas entre sus potenciales usuarios (ya se calcula que en 2026 todos pasaremos al menos una hora en el metaverso). Pero, al mismo tiempo, surgen también las decepciones y los interrogantes: ¿realmente preferiremos tener un encuentro online con los avatares de nuestros amigos en lugar de pasar el rato con ellos personalmente en un bar? ¿Preferiremos ver una imagen gigante de nuestro artista favorito en la pantalla que verlo en vivo en un concierto? ¿Qué ocurrirá con aquellos colectivos que todavía no tienen acceso a conexión o a dispositivos con suficiente capacidad para hacer una simple videollamada? ¿Cómo afectará la brecha entre quienes pueden escapar a ese metaverso y los que no? De momento, esta nueva forma de presencia inmersiva tiene un target selectivo: se dirige principalmente a los hombres (64%), a las grandes marcas (60%) y a las generaciones Z (56%) y Millennial (52%), todos ellos segmentos entusiastas de lo digital. Para el resto, el entusiasmo es inexistente o desconocido, ya que, hoy por hoy, el metaverso no deja de ser una extensión de lo que han estado haciendo los videojuegos, y es poco probable que la gente quiera realizar digitalmente todas sus tareas diarias habituales.
Junto a este nuevo universo virtual (RV: realidad virtual), constatamos también avances en las neurociencias —con sus chips corporales— y en la inteligencia artificial (IA) que nos prometen cuidarnos y prevenir las contingencias del futuro. Así, en esta lógica algorítmica, la vida puede llegar a plantearse como una resolución racional y lógica de problemas, aumentando (RA: realidad aumentada) nuestras capacidades y extendiendo (RE: realidad extendida) nuestro potencial como seres humanos e híbridos, incluso más allá de la vida biológica. Hoy ya es posible que un avatar prolongue nuestra existencia una vez muertos. Esta otra versión de ti puede encarnarse en un avatar y hacerse presente evolucionando junto con la tecnología de IA por tiempo ilimitado. «Digamos que mueres o que alguien muere —explica el promotor de Life Forever—. Con la misma cantidad de datos que recopilamos sobre ti, con la progresión de la IA, podemos recrearte cada vez mejor con el tiempo». A principios de 2021, Microsoft ya registró una patente para crear un chatbot a partir de conversaciones, vídeos y otros elementos de la huella digital de cualquier persona, viva o fallecida. Se generó un intenso debate acerca de la aceptabilidad de poder «conversar» con personas cuya presencia física había perecido.
Sabemos que toda nueva tecnología incluye una parte destructiva y una ausencia de rumbo que, con el tiempo y con los ajustes necesarios, se reequilibra. En palabras del arqueólogo y experto en transformación digital Genís Roca, cualquier revolución tecnológica requiere de un movimiento social que la corrija. Pasó primero con la escritura, alterando la memoria oral vigente hasta el momento. Platón, en el diálogo Fedro, alertaba de que la escritura iba a reducir el saber de la civilización, hasta entonces ligado a la transmisión oral. Cualquier juicio moral sobre una nueva tecnología recubre, por tanto, el hecho de que nosotros no estamos ya en esa novedad, que ese no es ya nuestro modo de goce antiguo. La llamada brecha digital no solo es una cuestión de edad o de desigualdad social —que también—, sino que implica una transformación del modo de goce vinculado siempre al objeto tecnológico, sea cual sea. Cabe diferenciar la brecha de acceso (a dispositivos y/o conectividad) de la brecha de aprovechamiento, que plantea la capacidad individual para usar las herramientas digitales a conveniencia y con conocimiento de causa.
Para los más jóvenes, esta nueva realidad virtual es una extensión del mundo analógico en el que pasan horas, se entretienen, pero también viven su vida, hacen sus preguntas, buscan su inscripción digital para sentirse acompañados.2 Habitan tanto los espacios presenciales como los digitales sin contraponer lo real a lo virtual. No se trata, por tanto, de satanizar las novedades, sino de seguir a Heidegger (1994), que nos orienta bien con su concepto de serenidad (Gelassenheit) para posicionarnos frente a las novedades tecnológicas. Cuando analiza el mundo técnico, de manera crítica, constata sus virtudes y sus límites. Propone entonces una fórmula que incluye el sí y el no al mismo tiempo. No se trata, dice, de rechazar el entonces radiante progreso científico, sino de «dar el sí a la ineludible utilización de los objetos técnicos, y podemos a la vez decir no en cuanto les prohibimos que exclusivamente nos planteen exigencias, nos deformen, nos confundan y por último nos devasten». Añade, además, que la serenidad ante las cosas acompaña a la apertura al misterio, virtudes que solo podrían surgir de «un pensamiento asiduo y vigoroso», capaz de abrir nuevos horizontes al ser. Aceptar las novedades, pero sin renunciar a nuestros principios: sea la privacidad, el respeto o el gusto por la curiosidad y la sorpresa o el encuentro cara a cara.
Esta conversación que hemos mantenido trata de analizar cómo estas nuevas propuestas digitales afectan a la presencia y cómo a su vez las nuevas formas de la presencia digital dan un nuevo valor a la analógica, inventando una fórmula híbrida, entre la presencia y lo virtual, que nos acompañará en las próximas décadas y cuyo porvenir, como decía el escritor Eduardo Galeano, «es posible imaginarlo y no solo aceptarlo».
1. The Digital Pets Company: Virtual Dogs for the Metaverse.
2. I. Megías, J. C. Ballesteros y E. Rodríguez (2022), Entre la añoranza y la incomprensión. La adolescencia del siglo xxi desde las percepciones del mundo adulto, Centro Reina Sofía sobre Adolescencia y Juventud, Fundación FAD Juventud, Madrid. Disponible en Internet.
La idolatría del yo
Los padecimientos son enormes, pero hay que ser fuerte, que haber nacido poeta, y yo me he dado cuenta de que soy poeta. No es en modo alguno culpa mía. Nos equivocamos al decir: yo pienso: deberíamos decir me piensan. — Perdón por el juego de palabras. YO es otro.
Arthur Rimbaud, «Carta a Georges Izambard»
José R. Ubieto: Si te parece, podríamos empezar hablando de esa pasión de los sujetos contemporáneos por estar presentes en las redes sociales (RRSS) y en las plataformas digitales, como ahora los metaversos. ¿Qué crees que les motiva?
Liliana Arroyo: Creo que principalmente hay dos elementos, relacionados con las dos necesidades básicas que explotan las redes sociales: una es tener una identidad, poder ser y ser vistos; la otra, el sentido de pertenencia. Se trata de un espacio en el que puedes construir tu identidad a distancia. Para la manufactura hay disponibles un sinfín de herramientas que resultan atractivas y accesibles. En el mismo lugar donde tienes tu taller de identidad, puedes extenderla al conjunto de la sociedad, mostrarla y recibir muestras de validación social de forma prácticamente inmediata. Es pura creación e interacción, lo que alimenta tanto la necesidad de ser como la de pertenecer.
J. R. U.: O sea que podríamos decir que Internet es mucho más que un lugar de entretenimiento, como se considera a veces, o un almacén inmenso que contiene información. Es una realidad —paralela a la analógica— que implica la constitución de una nueva comunidad, en este caso global, y para habitarla hay que inscribirse, tener una suerte de padrón digital, que no se reduce a nuestra IP del ordenador. Debemos darnos a conocer para que los demás nos reconozcan y nos proporcionen un lugar. Porque es verdad que uno quiere que lo miren, pero también desea hacerse visible. La red es ya el nombre que hoy damos a un otro que se ofrece como interlocutor en nuestra vida: allí donde estaba el Padre —como referente patriarcal— ahora está el iPad (i-Padre) en su versión multiplicada. Las RRSS son lugares donde cada vez más personas dirigen preguntas y buscan respuestas a preguntas clave que nos atraviesan a lo largo de nuestra vida: ¿qué soy yo en el deseo del otro?, ¿qué valor tengo?, ¿qué lugar ocupo para él y en la comunidad? (Ubieto, 2019). La red, cada vez más, se ofrece como ese interlocutor al cual uno se dirige para preguntarle incluso cuestiones dramáticas, como hemos visto algunos casos de adolescentes que preguntan en los foros de autolesiones o anorexia si vale la pena vivir, por ejemplo. Y por la propia lógica algorítmica de la cámara de eco (recibes aquello mismo que emites), a veces encuentran respuestas que confirman sus ideas de que no vale la pena vivir, lo que les empuja al acto suicida.
Fear Of Missing Out: el temor a perderse algo
L. A.: Creo que has apuntado también un elemento muy interesante, que es el de la comunidad, y eso liga con el FOMO. Las redes son una comunidad de comunidades, en el sentido de que cada persona puede encontrar su comunidad —o varias— de acuerdo con sus distintas facetas e intereses. A veces podemos incluso utilizar esta «supercomunidad» como oráculo, como una llamada al eco de la montaña en busca de respuestas. También se convierte en un escaparate, un escaparate de vidas, de formas de estar en el mundo, de formas de expresarse... En este escaparate, obviamente, dispones de muchos elementos, que los demás cuelgan, con los que poder compararte. Y el FOMO —sigla de Fear Of Missing Out— significa ese miedo a estar perdiéndote algo, a estar eligiendo mal. Y lejos de definiciones técnicas, yo diría que la mejor definición de FOMO que me han dado nunca es la de un chico de 23 años que entrevisté para mi primer libro. Él me decía: «Mira, FOMO es que te estás tomando un café en una terraza con tus amigos, abres el móvil y ves que alguien está de viaje y piensas: ¿qué hago tomando un café? Tendría que estar de viaje. FOMO también es que estás de viaje en un lugar paradisíaco, abres el móvil y ves en las redes que alguien está de fiesta. Alguien ha salido. Y piensas: tendría que estar de fiesta. Pero es que FOMO también es estar de fiesta y ver que alguien está en el sofá de su casa con la manta y piensas: ¿qué hago aquí si al final yo lo que quiero es estar en el sofá de casa con la manta?». Por tanto, las oportunidades de compararte con otros planes, con otras vidas, con otras formas de estar y de generar esta especie de microenvidias, son múltiples. Y si no te pasa con el primer contenido te pasará con el segundo, con el tercero, con el cuarto o con todos ellos. El FOMO no se inventa con el mundo digital —siempre ha estado ahí—, pero ahora tenemos muchas más oportunidades de ver aquello que nos estamos perdiendo.
J. R. U.: Podríamos, entonces, añadir al elemento identitario y de pertenencia a la comunidad (Arroyo, 2020) un aspecto muy importante que tú ahora señalas: toda esta conexión requiere del cuerpo, más allá de las imágenes o las palabras. Para Freud (1981), el cuerpo es un lugar de satisfacción pulsional, en el sentido de que no solo miramos y buscamos esa inscripción en la comunidad, sino que el hecho mismo de mirar, escuchar o exhibirnos ya implica —en su hacer mismo— una satisfacción que tiene su sede en el cuerpo, en lo que Freud llamaba las zonas erógenas y los objetos del goce, como la voz o la mirada. De la misma manera, gozamos también con la acumulación de todo tipo de objetos que devoramos y retenemos en las redes: fotos, imágenes, audios. Una joven paciente me explica que puede pasar horas en las stories del Insta solo mirando a las otras chicas. Es evidente que se busca a sí misma en la mirada de esas otras chicas que le «proporcionan» un cuerpo, una imagen que no tiene de entrada. Hay, pues, una doble satisfacción en nuestra presencia en las redes: el reconocimiento que viene del otro y el goce que experimentamos en el cuerpo. Eso se aviene bien con el medio digital, ideado en clave de consumo ilimitado: información, ocio, sexo, imágenes... Ese interés es cada vez más precoz: en Estados Unidos, la mitad de los niños con edades comprendidas entre los 9 y los 12 años usan Roblox (plataforma virtual en 3D y una de las entradas al metaverso) al menos una vez a la semana, haciendo de todo, desde distraerse con juegos y ver conciertos hasta simplemente pasar el rato con los amigos.
L. A.: Exacto, y los contenidos funcionan como anzuelo, como una mera excusa para atraer esas necesidades pulsionales que comentabas. Y además, podemos incidir en cómo se activan las emociones a través de estos contenidos que consumimos y en cómo nos impactan en el ámbito de los neurotransmisores y los mecanismos de recompensa. En estos casos, es importante distinguir el tipo de uso. Hace un momento hablabas del voyerista y el exhibicionista; pues bien, está demostrado que las consecuencias del consumo activo y del consumo pasivo son distintas. El consumo activo sería aquel en el que estás creando, aportando, nutriendo esos vínculos, esas conexiones; de alguna forma, estás contribuyendo a esa comunidad de comunidades. Cuando estás en el modo voyerista es cuando el FOMO puede aflorar mucho más y alimentar el descontento con tu propia vida.
J. R. U.: Podríamos decir que desde el punto de vista del cuerpo nunca hay pasividad: ser visto por el otro es ya una satisfacción que supone que antes nos hemos mostrado. Es lo mismo que ocurre con algunas perversiones, como el sadismo y el masoquismo; para ser un buen masoquista hay que ser muy activo, en el sentido de que uno tiene que crear las condiciones y la escena. Algunas personas explican que apenas usan las RRSS, que «solo miran» el Insta o los vídeos de TikTok, pero ese mirar es una actividad, sin duda. De hecho, si algo nos inquieta es el vacío que a veces experimentamos, el horror al tiempo libre, a los tiempos muertos que pasamos cuando estamos solos, cuando viajamos o esperamos. Frente a ello, surge la hiperactividad que nos empuja a rellenarlo con objetos de consumo, preferentemente gadgets, cuyas pantallas funcionan como esa nueva superficie pulsional donde satisfacernos (Miller, 2008). Quizás podríamos pensar en esa pasión tan actual del «Yo también estuve allí» —participar en eventos «donde pasan cosas que todo el mundo cuenta»— como el correlato analógico del FOMO digital al que te referías. Poder dar cuenta de nuestra presencia en esos eventos nos otorga una consistencia —ilusoria— como yoes que están «vivos y presentes» en el mundo, a pesar de que aquí la subjetividad queda disuelta en la multitud porque al final solo importa el número global. ¿Dónde está, pues, nuestro beneficio singular, más allá del reconocimiento virtual y efímero de esa presencia? Parece que de lo que se trata en esos encuentros masivos —además del reconocimiento— es de la satisfacción que cada uno encuentra mirando, siendo visto, escuchando, hablando, gritando, insultando, peleándose, bebiendo, saltando... El efecto multitud nos produce la ilusión de que la satisfacción será máxima, sin pérdida, que juntos alcanzaremos el clímax. Lo cierto es que la experiencia de satisfacción —en cualquier terreno— es siempre autoerótica: cada persona goza con su cuerpo y eso no garantiza un final feliz. Por eso, las multitudes tienen futuro, incluso en épocas de pandemia. Mantienen la ilusión de gozar juntos como si fueran un solo cuerpo, sin nada que pueda limitarlos.
Presentarse como víctimas
J. R. U.: Hay, como novedad, una cuestión que podríamos comentar y que llama la atención como otra modalidad de inscribirse en las RRSS: hacerlo a partir de la aportación de un testimonio sobre alguna desgracia que nos ha sucedido y que nos convierte en víctimas. Puede ser una agresión, un accidente, una enfermedad, un despido, un abuso administrativo... De esta manera, esperamos que esa pérdida sufrida tenga algún tipo de reconocimiento simbólico que nos sirva como indemnización y sobre todo como «mérito» para nuestra inscripción en la comunidad virtual. ¿Cómo te parece que se incorpora esta cuestión a las RRSS?
L. A.: Creo que responde a dos elementos: el apoyo y el postureo. El primero es más ancestral: la necesidad de apoyo y acompañamiento en momentos de pérdida, de desorientación, de dolor y demás. Como seres sociales necesitamos sentir el calor, aunque sea de personas desconocidas o semiconocidas, aunque solo interactuemos con ellas digitalmente. Por otro lado, hubo un momento en que las redes eran un espacio de presión social, casi asfixiante, que perseguía el anhelo de mostrar vidas felices. Es lo que se conoce vulgarmente como postureo, y ha ido mutando con el tiempo. Lo vemos en la trayectoria de algunos influencers: en un momento determinado, empezaron a mostrar vulnerabilidad, su cara humana, en cierto modo como un intento de aportar fragilidad a esas vidas perfectas en las que también hay grietas, también hay momentos de dolor. Uno de los primeros fue El Rubius, que anunció en 2018 su salida temporal de YouTube por ansiedad, cuando era el más seguido de España y uno de los más potentes a nivel mundial. Afortunadamente, se abrió un debate sobre la presión productiva y creativa de estas figuras, pero también sobre cómo las redes se convertían en un espacio en el que la presión social por mostrar una vida idílica o solamente los momentos brillantes y entusiásticos de la vida se estaba convirtiendo en una especie de violencia dulce. Es lo que conocemos vulgarmente como postureo.
J. R. U.: Es decir, que parece haber unos efectos reactivos de la propia lógica de las redes. Cuando todo se presenta con la buena forma, de esa manera «disneyficada», de repente se produce un efecto inquietante de anonimato. La gente se pierde en esa multitud tan armónica y homogénea, y necesita algo más propio, más singular: recuperar, dentro de ese anonimato global, su singularidad. Y quizás la desgracia sea eso: una manera de mostrar las flaquezas de cada uno. Aquello que a cada persona, en un momento determinado, le deja una huella o la marca: una pérdida, un trauma, cualquier evento. Es como reintegrar al anonimato de las redes sociales —ese efecto que nos disuelve con su «todos iguales»— una pequeña diferencia propia.
He recordado el caso de Carolina, una muchacha que pasa muchas horas en las RRSS, donde tiene un relativo éxito con sus vídeos y es señalada por sus amigas y muchos seguidores como una persona excepcional, que «sabe hacer» con la moda y el maquillaje. La admiran por ese don y le suponen una vida privada feliz. Ella, en cambio —a raíz de una conversación con una amiga que se lo soltó a la cara, poniendo en cuestión la «identidad pública» que tenía en la red—, se siente una impostora que copia ideas de aquí y de allá, las maquilla y ni siquiera está muy segura de que todo ese montaje, al que está alienada, sea lo que quiere de verdad. Siempre se sintió «poco mirada» en su familia, donde solo había ojos para el hermano pequeño, delicado de salud y objeto permanente de atención y vigilancia por parte de sus padres. Este caso nos enseña que esa supuesta identidad que uno alcanzaría al creerse (para sí) lo que uno es para los otros, la perspectiva que supone que los otros tienen de él, no deja de ser una ilusión, un espejismo del yo que desconoce lo más propio y singular que cada uno tenemos (Miller, 2011). Esa identidad tiene algo de delirio porque está construida al precio de pasar por alto lo más íntimo y, por eso, reprimido. Hoy se habla ya de «identidad soberana propia», que significa que cada uno es propietario de los datos que produce o pone en línea. Es «soberano» porque puede elegir compartir ciertos elementos de esos datos solo hasta el punto que se requiere, y no más, para alcanzar el fin deseado. Pero el mismo Jack Dorsey tuiteó recientemente que no cree que la Web3 aumente el poder de los usuarios de la manera que muchos predicen, ya que simplemente quitará ese poder al gobierno y lo pondrá en manos de los capitalistas de riesgo que invierten en blockchain, o de grandes empresas tecnológicas como Meta.
La idolatría del yo y el cuerpo
L. A.: Creo que las redes sociales son un espacio en el que se fomenta la idolatría del yo. No deja de ser lo que Ervin Goffman —autor de un libro titulado La presentación de la persona en la vida cotidiana— llamaba un espacio donde representar el yo de los pasados años cincuenta y sesenta. Él decía que vivimos en una especie de teatro, sin que eso tenga un carácter peyorativo. Es la idea de lo performático, de las identidades cambiantes, sensibles al contexto y al «público» que tenemos enfrente. Es como que las redes sociales nos ofrecen un escenario fantástico ya preparado, con el micro ahí esperándonos, con el altavoz, con el público sentado y los focos encendidos. Al final —lo comentábamos al inicio—, las redes tienen mucho que ver con la necesidad de «ser» y «pertenecer». La idolatría del yo es una forma de construir la identidad y también de experimentarla. Por eso, lo virtual resulta atractivo como espacio donde existir de forma fluida y dinámica: en función de los interlocutores que tengamos en mente cuando colgamos un contenido, cuando decidimos cómo mostrarnos, incidiremos en una faceta o en otra. Y, de hecho, hubo un elemento interesante cuando empezaron las redes.
Volviendo a la idea de comunidad de comunidades que comentábamos, hasta el momento, o en el plano analógico, conocíamos una faceta de cada persona: como hija, madre, compañera de trabajo o compañera de estudio. Pero, en las redes sociales, resulta que los contextos, de alguna forma, colapsan y de repente descubres que las personas son poliédricas. Las redes quizás han dejado entrever que tu amigo más tímido, ese que no habla en ninguna cena, tiene un sentido del humor impresionante y es fabuloso haciendo memes. En definitiva, la idolatría del yo es como la otra cara de la moneda. La red social se encarga de explotar esa mirada hacia el yo, esa casi sacralización del ego. Incluso el «yo», la propia narrativa compuesta por esos contenidos que, publicación a publicación, van construyendo la identidad. Como consecuencia, alimentan cierta sacralización del momento. Parece que ahí se desarrolla una paradoja: al tiempo que las redes pueden resultar alienantes, también nos hacen estar mucho más presentes en el aquí y el ahora. Para capturar el instante tomamos más conciencia del momento en el que el sol se está poniendo, ese rayo de luz... Sí que creo que podemos considerar las redes sociales como una especie de altar donde exhibimos el cuerpo y las experiencias que ese cuerpo está viviendo.
J. R. U.: