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El acogimiento familiar forma parte de un fenómeno social muy complejo que plantea grandes retos para las políticas sociales de protección a la infancia y la adolescencia. Se trata de la medida de protección prioritaria a la hora de atender a niños o adolescentes que han sido separados de sus padres o tutores legales. En consecuencia, es importante analizar los síntomas más comunes que aparecen en las familias de acogida para orientar el trabajo terapéutico y socioeducativo con ellas. En este libro participan autores con una larga trayectoria profesional en la clínica y el sistema de protección, que abordan desde una perspectiva interdisciplinar —pedagogía, psicoanálisis, educación o trabajo social— cuestiones como los nuevos roles familiares, el deseo de acoger, el encuentro entre los niños y las familias de acogida, la inscripción familiar o la separación. Sin rehuir, por otra parte, la reflexión en torno a los aspectos más críticos y revisables en el proceso de acompañamiento a las familias y los niños acogidos, así como las particularidades entre los acogimientos en familia extensa y en familia ajena.
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© 2019 Jordi Solé Blanch (coord.)
© 2019, de los autores
Corrección: Marta Beltrán Bahón
© De la imagen de cubierta: Jordi Solé
Derechos reservados para todas las ediciones en castellano
© De esta edición: Nuevos Emprendimientos Editoriales, 2019
Preimpresión: Editor Service, S.L.
http://www.editorservice.net
e-ISBN: 978-84-16737-63-5
La reproducción total o parcial de esta obra sin el consentimiento expreso de los titulares del copyright está prohibida al amparo de la legislación vigente.
Ned Ediciones
http://www.nedediciones.com
Índice
Introducción
1. Parentalidad y protección a la infancia
Jordi Solé Blanch
Introducción
El control de la parentalidad
Evaluar las situaciones de riesgo
Atender las necesidades de los niños
La acción social y educativa con las familias
Bibliografía
2. Familias del siglo xxi: nuevas subjetividades, nuevos vínculos
José Ramón Ubieto
Introducción
Cambios sociales y transformaciones familiares
Nuevos imperativos en la sociedad del rendimiento
Nuevos roles familiares
Los acogimientos familiares hoy
El acogimiento en familia extensa
¿Cómo operar con estas familias (extensas) de acogida?
Bibliografía
3. Acogimiento y síntoma
Susana Brignoni
El momento actual y la infancia
Antes de acoger
Acoger: ¿qué es?
Acoger el síntoma
Conclusión
Bibliografía
Bibliografía complementaria
4. Hacia una psicodinámica del acogimiento familiar
Beronika Gómez Vales
Introducción
El motivo del acogimiento
Renegación de la castración
Lo biológico
La oportunidad
Bibliografía
5. El trabajo social y educativo en los procesos de acogimiento familiar
Francesc Frigola Esteve y Jordi Solé Blanch
Introducción
Los padres de los niños y sus familias de origen. Situaciones que pueden conducir al desamparo
Los niños. Recorrido después de la declaración de desamparo
El acogimiento familiar: consideraciones previas
El trabajo de preparación para el acogimiento: estudio de las familias y del niño
La asignación de una familia a un niño. La preparación del acogimiento
La convivencia durante el acogimiento. El trabajo de seguimiento
La finalización del acogimiento
Bibliografía
6. Autoetnografía de una acogida familiar
Asun Pié Balaguer
Introducción
Un «encargo imposible»
Acoger a N.
Un acogimiento temporal
El retorno con la familia biológica
¿Un éxito del sistema de protección?
Las otras maternidades
A modo de cierre: la disociación como fundamento
Currículum autores
IntroducciónJordi Solé Blanch
El acogimiento familiar forma parte de un fenómeno social muy complejo que plantea grandes retos para las políticas sociales de protección a la infancia y la adolescencia. Por encima de cualquier otro, se encuentra la necesidad de evaluar el impacto que esta medida de protección pueda tener en el bienestar infantil.
Cuando se decreta el desamparo de un niño o adolescente, la separación de su familia de origen con el fin de protegerlo puede ser temporal, hasta que sus progenitores o tutores legales puedan volver a responsabilizarse de él, o definitiva, en caso de que se valore que no hay posibilidad de regreso con los mismos. Corresponde a los equipos profesionales competentes la evaluación de cada caso teniendo en cuenta el contexto global en el que se desarrolla la vida del niño —considerando, por tanto, los factores de riesgo, pero también los factores de protección—, y confiar en la capacidad del menor para conseguir un buen desarrollo a pesar de haber vivido experiencias traumáticas o condiciones de vida difíciles.
En nuestro país, el acogimiento residencial o en familia extensa se han convertido en los recursos sustitutivos mayoritarios cuando se declara el desamparo de un menor. Sin embargo, hace falta desarrollar políticas que fortalezcan el acogimiento en familia ajena y los acogimientos profesionalizados, modalidades de acogimiento que pueden ofrecer alternativas a niños y adolescentes que, de lo contrario, acaban residiendo en centros hasta la mayoría de edad. En este sentido, hay que llevar a cabo una profunda reflexión sobre el funcionamiento actual de los centros de protección. En algunas comunidades autónomas, ni tan siquiera se distinguen estos centros de los llamados «centros de reforma», destinados a menores que cumplen penas judiciales por la comisión de algún delito. Más allá de estas situaciones extremas, que urge corregir, es conocido el malestar creciente de muchos profesionales ante las dificultades que tienen que afrontar a la hora de atender a niños y adolescentes con situaciones personales y familiares muy complejas. Hay quien cuestiona, incluso, que los centros puedan llegar a garantizar la protección de los niños que acogen, sobre todo cuando deben hacerse cargo de una creciente población adolescente con conductas muy desordenadas que, en algunos casos, actúan su malestar mediante agresiones difíciles de contener. No son pocos los educadores que se sienten superados ante las situaciones de descontrol que se viven en algunos centros. Las bajas laborales y la alta movilidad de los profesionales —vinculadas también a la precariedad de las condiciones laborales y de contratación en un contexto de externalización masiva de los servicios de protección—, se están convirtiendo en un problema de primer orden para garantizar la sostenibilidad de los equipamientos. Se añade el hecho de que, en la actualidad, los centros acaban haciendo frente a fenómenos muy complejos que superan su capacidad de respuesta, tal y como se ha podido comprobar con la atención de los menores no acompañados procedentes de la inmigración, un colectivo que, en los últimos años, ha desbordado la capacidad de acogida de la Administración y que requiere ser atendido desde otros modelos de protección. A pesar de todo, si los proyectos educativos de los centros funcionan —y para ello hace falta un compromiso de la entidad pública competente que dote a las instituciones de medios y recursos suficientes, así como la implicación de los equipos educativos para sostener un modelo de acción educativa capaz de ofrecer una buena oferta pedagógica, fundamentada en el estudio y el saber compartido—, el acogimiento residencial es una medida protectora que hay que seguir preservando, sobre todo cuando no se pueden hacer efectivas las medidas de acogimiento familiar.
Todas estas medidas de protección nos recuerdan que hay niños y adolescentes que crecen en contextos familiares e institucionales muy diversos. El acogimiento familiar, más allá de ser una medida de protección, pone de manifiesto, además, la pluralidad de formas existentes hoy en día a la hora de vivir en familia. Los textos que se reúnen en este libro muestran bien esta pluralidad teniendo en cuenta la diversidad de fenómenos que se ponen en juego en cualquier proceso de acogimiento familiar. Sus autores, con una amplia experiencia en la atención clínica y asistencial en el ámbito de la infancia y la adolescencia, se orientan, tal y como se podrá comprobar, desde el psicoanálisis, la pedagogía y la educación social. El objetivo que nos ha llevado a impulsar esta publicación ha sido el de poner a dialogar estos oficios y disciplinas a fin de analizar la incidencia que tiene el acogimiento familiar en múltiples planos, no sólo para comprender sus efectos en la vida de las personas involucradas (niñas y niños acogidos, familias acogedoras extensas o ajenas, familias biológicas, etc.), sino también para revisar los modelos de trabajo de los equipos profesionales que realizan la evaluación y el seguimiento de estas medidas de protección.
El libro se inicia con un capítulo de Jordi Solé, coordinador de esta publicación, en el que se presentan los principios básicos del trabajo socioeducativo con las familias desde el sistema de protección a la infancia y la adolescencia. El objetivo de este capítulo es contextualizar el marco normativo y los modelos de trabajo que orientan la actuación de los profesionales a la hora de atender las situaciones de riesgo y decidir la separación de un niño o adolescente de su núcleo familiar si se valora que éste puede hallarse en una situación de desamparo. Es en este caso, como es sabido, cuando se aplica una medida de protección, priorizando el acogimiento familiar sobre el acogimiento institucional. El desarrollo de programas y servicios destinados a ofrecer el apoyo necesario para el ejercicio de la «parentalidad positiva» —tal y como recoge el marco normativo actual a escala europea y nacional—, debe hacer frente a diferentes paradojas que el autor va desgranando en su análisis sobre la doble función de control y ayuda que llevan a cabo los diferentes servicios y equipos especializados del sistema de protección. La aceptación de la pluralidad de las formas de vida y estilos educativos no exime la obligación de los padres y tutores legales de proporcionar a sus hijos la protección y orientación necesarias que les permita convertirse en adultos capaces de desarrollarse dentro de la sociedad. En este sentido, Solé muestra hasta qué punto la tensión entre la autonomía de las familias y la exigencia de responsabilización de sus comportamientos permanece siempre abierta, sujeta a la valoración de unos profesionales que deben dotarse de modelos de trabajo que no sucumban a la lógica de la aplicación acrítica de los protocolos a fin de hacer circular el saber; el suyo, mediante el trabajo interdisciplinar, y el de las propias familias.
En el segundo capítulo, José R. Ubieto analiza las transformaciones familiares actuales haciendo hincapié en la naturaleza de los lazos sociales, en unos momentos en los que la subjetividad de los niños y adolescentes, que tanta incertidumbre e inseguridad generan, se ve afectada por múltiples factores. La transformación actual de la familia está generando una fuerte desorientación en muchos padres. La pérdida de modelos obliga en consecuencia a redefinir los roles familiares desde otras lógicas. Sin duda, estos cambios inciden en las fórmulas familiares adoptivas y de acogida. José R. Ubieto se encarga de explorarlas en este trabajo, estableciendo un marco de análisis y comprensión a partir de algunas cuestiones clínicas que se retoman y amplían en los capítulos siguientes.
El tercer capítulo, escrito por Susana Brignoni, complementa y profundiza algunas de las cuestiones exploradas por José R. Ubieto en el capítulo anterior. La lectura que hacen ambos autores en torno a la familia, entendida desde el psicoanálisis, que es el marco teórico desde el que orientan su práctica profesional, nos recuerda que nos hallamos ante un hecho que no es natural ni biológicamente determinado. «Los miembros de la misma —nos dice Brignoni— son aquellos que cumplen una o diversas funciones y los lazos que los determinan tienen que ver con el amor, el deseo y el goce». Pensar la familia en estos términos, pues, permite a la autora analizar en profundidad un vínculo como el acogimiento y los síntomas que lo acompañan. Su trabajo, fundamentado en una larga experiencia como psicóloga en el Servicio de Atención a niños y adolescentes tutelados (SAR) de la Fundación Nou Barris (F9B) de Barcelona, nos muestra que el acto de acoger implica la necesidad de poder hacer una cierta filiación de esos síntomas. Brignoni expone en su capítulo algunos de los aspectos que más aparecen en su consulta y que, «por el hecho de su repetición, se constituyen en acontecimientos».
En la misma línea, Beronika Gómez plantea diferentes cuestiones que le permiten mostrar los procesos, siempre abiertos, de lo que podríamos denominar como la «psicodinámica del acogimiento familiar». Basándose en su experiencia como psicóloga de los servicios de Acogimiento Familiar, Adopciones Internacionales y coordinadora en el Centro de Atención a las Familias de INTRESS, articulado con la práctica clínica nos muestra «la complejidad de armar un conocimiento lo bastante extenso del material que tenemos entre manos» a la hora de trabajar con familias que se ofrecen a llevar a cabo un acogimiento familiar. Aspectos como la motivación de las familias acogedoras revelan la pretensión de una familia (de cada sujeto) al implicarse en un acogimiento. Su tratamiento nos permite, tal y como sostiene la autora, «discriminar si ser acogedor está al servicio del síntoma o nos habla de una aproximación al deseo». Mediante la presentación de breves viñetas, Beronika Gómez nos muestra, por ejemplo, hasta qué punto no es lo mismo presentarse con la intención de «acoger» que «ser acogedor», es decir, ocupar «un lugar de», cuya aspiración se torna imposible. ¿Qué es, pues, lo que hace que un acogimiento esté de un lado u otro?, ¿qué es, en definitiva, lo que lleva a una persona o familia a acoger? Éstas son algunas de las preguntas a las que, yendo más allá de la motivación y dando cuenta de diversos fenómenos psíquicos interpretados desde el psicoanálisis, la autora da respuesta a lo largo de su trabajo.
Francesc Frigola y Jordi Solé retoman en el quinto capítulo del libro algunos de los aspectos tratados por los autores anteriores para enmarcarlos en la práctica del trabajo social y educativo en los procesos de acompañamiento a familias acogedoras y niñas y niños acogidos. Escrito desde la experiencia directa como profesionales de un servicio de integración familiar y un equipo de atención a la infancia y la adolescencia del sistema de protección de Cataluña, su trabajo describe y analiza con detalle las fases que se suceden en la constitución de un acogimiento familiar. Para ello tienen en cuenta los aspectos comunes, pero también diferenciales, entre el acogimiento en familia extensa y el acogimiento en familia ajena, las dos modalidades de acogimiento más habituales a la espera que se desarrolle como se merece, en nuestro país, el acogimiento familiar especializado. Frigola y Solé ponen el acento en las situaciones afectivas que se activan en cualquier proceso de acogimiento. El objetivo del acompañamiento profesional, tal y como sostienen los autores, «es ayudar a los niños y a las familias a desarrollar aquellos recursos que favorezcan el establecimiento de un vínculo seguro y protector» en un contexto que requiere la aceptación mutua, siempre incierta y problemática, de sus protagonistas.
Finalmente, en el último capítulo recogemos el testimonio de una «madre de acogida». Contrarrestamos, así, el punto de vista académico y profesional que se ha desarrollado en los capítulos anteriores. Asun Pié, autora de este trabajo, quien es a su vez profesora en el Grado de Educación Social de la UOC, presenta una autoetnografía en torno a su experiencia como familia de acogida. Escrita sin esconder la herida por haber vivido un proceso de acogimiento familiar que interpreta con muchas fallas —también las propias—, pone al descubierto los vicios y carencias de un sistema de protección que no siempre garantiza el interés superior del niño. La posición de Pié es contundente: el sistema de protección a la infancia, en muchas ocasiones, produce sufrimiento. Su caso particular pretende denunciar algunas lógicas institucionales y modelos de trabajo que a menudo reproducen la negligencia o abandono del que han sido víctimas las niñas y niños bajo medidas de protección después de haber sido separados de sus familias.
Es probable que el marco normativo del propio sistema de protección exija a los profesionales un «encargo imposible»; esto es, ejercer una doble función de control y ayuda que genera un sinfín de incongruencias en unas intervenciones profesionales cuyos efectos no son siempre debidamente calibrados. El impacto del testimonio de Pié reside en el hecho de que ella, por su formación y experiencia profesional en el campo social, puede señalar la sinrazón de algunas decisiones profesionales que no siempre se toman —por múltiples motivos— con la debida serenidad, poniendo palabras al sufrimiento que muchas familias de acogida, niñas y niños protegidos y las propias familias biológicas no pueden expresar por el propio desamparo que, a veces, el mismo sistema de protección genera.
El capítulo de Pié nos recuerda la necesidad de seguir investigando. Nos faltan muchos testimonios como el de ella, como nos faltan también los de niños y niñas acogidos en familias o centros de acogida, así como los de las familias biológicas. La voz del mundo académico y profesional no puede silenciar la voz de las personas directamente concernidas en los procesos de acogimiento familiar. Sabemos, sin embargo, que cualquier actuación profesional debe orientarse por la lógica del caso por caso y la promoción de un trabajo en red e interdisciplinar.
El sistema de protección tiene mucho margen de mejora. El mundo profesional, así como aquellos que nos dedicamos a la formación de educadores y trabajadores sociales, psicólogos, pedagogos, etc., debemos revisar nuestros marcos teóricos y prácticas profesionales. A menudo hay un «mal bienintencionado» en nuestras actuaciones del que no siempre somos conscientes, sea por desconocimiento personal o por la propia sobrecarga de trabajo, presión asistencial y desborde de los servicios. Que no lo sea, al menos, por nuestra desidia o indolencia y acabemos acostumbrándonos a ello.
1. Parentalidad y protección a la infancia Jordi Solé Blanch
Introducción
La intervención familiar ha formado parte del trabajo social desde sus orígenes. Un texto de referencia de Mary Richmond (1995), pionera del trabajo social en los Estados Unidos y de la conceptualización del case work (trabajo de caso), ya defendía, a principios del siglo XX, la necesidad de tener en cuenta los núcleos familiares de los individuos a la hora de llevar a cabo cualquier acción social. Los argumentos que se esgrimían entonces se siguen defendiendo hoy en día: no se puede aislar a las personas de sus historias familiares. Así pues, desde el trabajo social siempre se ha entendido que la mejora de las capacidades de las personas debe apoyarse en las capacidades de las mismas familias.
En el campo de la protección a la infancia se ha extendido la idea de que el trabajo con las familias tiene que favorecer las competencias parentales. Lo recoge la misma legislación y las normativas que desarrollan los circuitos de atención social y prevención de las situaciones de riesgo en los diferentes ámbitos de la administración. De hecho, en el año 2006, el Comité de Ministros del Consejo de Europa estableció una recomendación, la Rec (2006)19, dirigida a los estados miembros, a fin de reconocer la importancia de la responsabilidad parental y, por lo tanto, el desarrollo de políticas de apoyo con el fin de «mejorar la calidad y las condiciones de la parentalidad en las sociedades europeas». El desarrollo de la «parentalidad positiva» aparece, desde entonces, como el ideal que tiene que permitir asegurar la atención de las necesidades de los niños en el equilibrio siempre frágil entre el respeto de sus derechos y la responsabilidad parental. Por este motivo, la parentalidad positiva se convierte también en el índice a partir del cual se juzgará la buena parentalidad.
Esta recomendación reconoce la diversidad de los tipos de parentalidad y de las situaciones parentales. Los padres son los responsables principales de sus hijos, pero conmina a los estados a intervenir en caso de que haya que proteger a un niño. Asimismo, todas las medidas que se lleven a cabo con este propósito deben promover —tal y como hemos dicho— el ejercicio de la parentalidad positiva, que se define como el conjunto de conductas parentales que favorecen el bienestar de los menores y facilitan su desarrollo integral desde una perspectiva de cuidado, afecto, protección, seguridad personal y no violencia.
Más allá de las medidas generales de política familiar, centradas sobre todo en las ayudas públicas y la fiscalidad, la conciliación de la vida laboral y familiar y la estructura de servicios de atención a la infancia, la Recomendación (2006)19 pone mucho énfasis en la necesidad de proporcionar a los padres el acceso a una serie de servicios y programas centrados en el contenido de las tareas y funciones parentales. Así, el desarrollo de servicios destinados a ofrecer el apoyo necesario para el ejercicio de la parentalidad positiva parte, en la actualidad, de dos principios fundamentales. Por un lado, la necesidad de reducir los factores de riesgo y potenciar los factores de protección y, por el otro, la necesidad de garantizar que padres e hijos sean considerados dueños de sus propias vidas.
El respeto a ambos principios intenta lograr cierto equilibrio entre la protección social a las familias y a los niños —teniendo en cuenta que los niños, según la Convención de las Naciones Unidas sobre los Derechos del Niño, del 20 de noviembre de 1989, son personas con derechos propios y no propiedad de los padres— y el derecho individual a poder mantener una forma de vida diversa y plural. Sin embargo, la aceptación de la pluralidad de las formas de vida no exime a los padres de la obligación de proporcionar a sus hijos la protección y orientación necesarias que les permita convertirse en adultos capaces de desarrollarse dentro de la sociedad.
La tensión entre la autonomía de las familias y la exigencia de responsabilización de sus comportamientos permanece siempre abierta. Ambos aspectos no siempre pueden mantenerse a la vez. Por este motivo, se impone la obligación de ejercer la acción tutelar cuando el grupo familiar no cumple con su función de satisfacer las necesidades del niño (Mayoral, 2009). Veremos qué criterios establece la legislación y cómo se lleva a cabo esta acción tutelar a lo largo de este capítulo. Nos parece necesario enmarcar el trabajo que se realiza desde el sistema de protección a la infancia y la adolescencia para situar algunos elementos que permitan entender, en los capítulos siguientes, la función de una medida protectora como el acogimiento familiar.
El control de la parentalidad
Jacques Donzelot, autor de La policía de las familias, un ensayo que tuvo mucha influencia en el campo de la sociología y el trabajo social a finales de los años 1970, demostró que la familia pasó de ser concebida como sujeto de gobierno en el Antiguo Régimen, a medio de gobierno con la democratización de las sociedades a partir del siglo XIX. Es importante dedicar un breve espacio a esta idea para entender el sentido de esta evolución teniendo en cuenta las cuestiones que hemos apuntado más arriba. Para empezar, recogemos una cita larga de una entrevista que César Rendueles y Sergio García (2017: 275-276) hicieron a este autor en la revista Cuadernos de Trabajo Social, en la cual Donzelot resume las claves de este tránsito:
Sujeto de gobierno es lo que era bajo el Antiguo Régimen, cuando el padre ejercía una autoridad tutelar sobre cada uno de sus miembros. Al tener hijos, cumplía con lo esencial de su deber, aportar nuevos sujetos al rey. Cumplir con este deber le otorgaba ciertos derechos, una autoridad legítima, cuando menos, sobre todos los miembros de su familia. Podía pedir al rey el encarcelamiento de éste o de aquéllos que amenazaran su honor. Con la democratización del poder central en el siglo XIX, este poder del padre era cada vez más sospechoso de arbitrariedad y de servir para deshacerse de bocas inútiles, ya sea dejando a sus hijos vagabundear con riesgo de sus vidas, ya sea colocándolos abusivamente en las estructuras de asistencia o de punición. La familia se puede ver incriminada por este derecho abusivo del padre; pero, a la vez, se encuentra valorada como un recurso a través de la madre, percibida como un relevo para las normas médicas y de higiene que aseguren una buena educación de los hijos.
La articulación de estas dos estrategias —incriminación y valorización— permite, por lo tanto, que la familia se convierta en un medio de gobierno, y le invita a combinar los consejos morales procedentes de la incriminación —aquellos que permitían escapar de la sospecha de negligencia culpable y de abandono— con las normas educativas y de higiene —asociadas a la valoración de la familia como un recurso—, pasando por el médico y el profesor. Cuando la familia asume bien este orden moral y los consejos de higiene, es como si la sociedad firmase con ella el contrato que la convierte en un recurso positivo. Aumenta su autonomía y la de sus miembros, por el bien de cada uno de ellos en particular y de la sociedad en general. Si no se preocupa por mantener su autonomía financiera a través del ahorro o si se muestra negligente con las normas sanitarias y educativas, perjudica a sus hijos y justifica que se les ponga bajo tutela, la pérdida de autoridad del padre y la asistencia educativa de la madre. Por lo tanto, esta amenaza de tutela es la que les recuerda a los padres las condiciones de su autonomía: el respeto del contrato que han suscrito con la sociedad cuando forman una familia. Se trata del respeto del contrato o de la tutela bajo la autoridad del juez y por medio de los trabajadores sociales y los psiquiatras.
Desde que el neoliberalismo domina la gestión de las relaciones sociales —sigue Donzelot—, esta doble línea de incriminación y valorización de la familia ha incorporado nuevos matices:
La incriminación reaparece con el auge de la temática acerca de «la dimisión de los padres». Es decir, una manera de retomar la crítica de la propensión de las familias a dejar a sus hijos a la aventura. Pero ahora ya no se trata de no haberles educado por un abuso flagrante de su poder, sino más bien por la incapacidad de ejercer este poder, por la renuncia ante la dificultad que representa, porque no están suficientemente reconocidos por sus hijos, los cuales preferirían frecuentar las bandas antes que su familia. La valorización de la familia también aflora, pero como si se disiparan un poco sus límites, puesto que se habla de «parentalidad» para designar un recurso tan insustituible como es el de la familia. Una manera de borrar la distinción entre padre y madre, pero también de ponerlos en el mismo plano que a los suegros, los abuelos, los homopadres, etcétera, y de incluirlos a todos ellos en las redes de escucha y apoyo para animar a los padres, de todo tipo, a recobrar la confianza y aconsejarles más que dictarles conductas basadas en normas precisas (Ibid., 276).
Estos cambios de actitud respecto a los padres suponen un punto de inflexión estructural en cuanto a las prácticas profesionales del trabajo social al reducir —aparentemente— su dimensión tutelar. Sólo hay que revisar la legislación más reciente en materia de protección a la infancia para observar cómo «toda decisión relativa a la familia debe tomarse buscando el acuerdo con quien detenta la autoridad parental (varón, mujer o ambos)» (Ibid., 276).1
Los principios rectores de la reforma de las instituciones de protección a la infancia y a la adolescencia que recoge la Ley 26/2015, de ámbito estatal, señalan, entre otras cosas, que hay que dar prioridad a las medidas consensuadas ante las impuestas. El establecimiento de un proyecto de intervención social y educativo familiar, que requiere el «compromiso socioeducativo» de los progenitores o titulares de la tutela —para expresarlo en los términos que recoge, por ejemplo, la Ley 14/2010, de 27 de mayo, de los Derechos y las Oportunidades en la Infancia y la Adolescencia, aprobada por el Parlamento de Cataluña—, tiene que contener la descripción y la acreditación de la situación de riesgo, su evaluación y la concreción de las medidas que se aplicarán desde los servicios intervinientes para la superación de la situación perjudicial. Este proyecto parte de un marco normativo previo que obliga a los poderes públicos a facilitar servicios accesibles de prevención, asesoramiento y acompañamiento en todas las áreas que afecten al desarrollo de los menores. Finalmente, en el supuesto que la entidad pública territorial asuma la guarda o tutela administrativa de un menor, la legislación establece el principio de la prioridad de la familia de origen, que obliga a la entidad pública a elaborar un plan individual de protección que debe incluir un programa de reintegración familiar, siempre que sea posible.
La dimensión tutelar, pues, no desaparece, sino que continúa ejerciendo su papel a través de esta dimensión contractual del compromiso socioeducativo, donde se establecen las medidas de unos planes de trabajo que tienen que ser consensuados, si bien los tutores o guardadores tienen la obligación de cumplir las acciones marcadas. Desde el mundo profesional, se afirma que obtener el consentimiento de los padres o tutores en las intervenciones que les afectan, así como el hecho de incorporarlos al proceso de toma de decisiones y hacerlos responsables del cumplimiento de los acuerdos adoptados, constituye un principio elemental de buena práctica profesional. Este hecho, no obstante, se enmarca en un contexto de control y autoridad que asumen los profesionales en el ejercicio de sus funciones. Mientras estos planes de trabajo recogen los acuerdos entre las partes, los compromisos adquiridos se convierten en elementos de control evaluables a fin de determinar la necesidad de incoar, si procede, un procedimiento de desamparo.
En caso de que se haya declarado una guarda provisional o el desamparo de un menor que comporte la retirada del núcleo familiar, los planes de trabajo ejercen, entonces, una doble función, que también encontramos en la intervención en las situaciones de riesgo. Por un lado, sirven para investigar las circunstancias que han generado la situación de desamparo y, por el otro, recogen las medidas que pueden hacer posible la reintegración familiar. Sea como fuere, y según la ley, «los progenitores, tutores, guardadores o acogedores, dentro de sus respectivas funciones, colaborarán activamente, según su capacidad, en la ejecución de las medidas indicadas en el referido proyecto» (Ley 26/2015: BOE Sec. I, 22). En caso de que no quieran colaborar en el proyecto, la administración pública competente puede declarar la situación de riesgo del menor. Teniendo en cuenta este marco normativo, y siguiendo de nuevo a Donzelot, nos hallamos en una situación en la que:
La voluntad declarada de que la dimensión contractual desempeñe su papel, de respetar la parte de autonomía de los padres por deficientes que sean a sus ojos en el desempeño de sus funciones, autoriza a los trabajadores sociales a ejercer una «suave» presión sobre ellos, haciendo ver cuánto desean valorar el papel de los padres y evitar, así, tener que recurrir a la dureza de las decisiones judiciales. De hecho, coloca a los padres en situación de aceptar las propuestas contractuales que se les hacen para no parecer como una gente brutal que rechaza deliberadamente una ayuda que, por otro lado, necesitan [...], en interés de sus hijos y en el suyo propio. Tal rigidez se vuelve entonces contra ellos y se justifica el recurso a la intervención judicial. La autoridad judicial sale de la sombra en la que la habíamos situado, como un remedio ante su mala voluntad, juzgada entonces como prueba de su necesidad y no como medida brutal y abusivamente negadora de los derechos de los padres. El contrato aparece, pues, como el modelo avanzado del complejo tutelar y no como una alternativa suya (Rendueles y García, 2017: 276-277).
Donzelot hace referencia a la intervención judicial porque la legislación francesa, en materia de protección a la infancia, deja en manos del juez la privación a la familia de su autoridad. En el Estado español, la instancia judicial interviene a través del Ministerio Fiscal, como vigilante superior de la actuación administrativa. Asimismo, corresponde al juez la resolución de los procesos de oposición a las resoluciones administrativas que se sigan respecto de un mismo menor de edad. La potestad para declarar el desamparo de un niño y asumir la guarda o la tutela administrativa recae, sin embargo, en la entidad pública competente, que depende de cada comunidad autónoma. Lo importante, aquí, es destacar el funcionamiento del complejo tutelar y la autoridad que se confiere a los servicios técnicos especializados a la hora de elevar una propuesta preceptiva a la entidad pública territorial para resolver cualquier situación de desamparo.
Evaluar las situaciones de riesgo
La intervención familiar se realiza siempre inmersa en una compleja trama relacional entre profesionales, familias, menores e instituciones públicas. Asimismo, contempla un doble ámbito de actuación, con funciones diferenciadas pero relacionadas entre sí. Por un lado, situaríamos las medidas genéricas de apoyo familiar, llevadas a cabo desde varios dispositivos, instituciones y programas; por el otro, encontraríamos el ámbito de la atención y protección a la infancia y la adolescencia en situaciones de riesgo social, realizadas desde equipos y servicios especializados.
En el primer ámbito, los profesionales de la intervención familiar trabajan en una gran variedad de programas de prevención, promoción y apoyo, ejerciendo funciones de orientación y capacitación familiar que, sin excluir la detección, la identificación y el estudio de situaciones de riesgo, tienen como objetivo la promoción de la autodeterminación de la unidad familiar y de sus miembros, respetando los derechos, las opciones, las necesidades y los valores de autonomía moral y de formas de vida. En el segundo ámbito, vinculado a los dispositivos de protección infantil en situaciones de riesgo y desamparo, el respeto a esta autonomía moral y a estas formas de vida encuentra un límite cuando está en juego el bienestar del menor.
La legislación vigente no establece una separación clara y tajante entre las situaciones de riesgo y las de desamparo, si bien se preocupa de establecer una serie de indicadores.2 A pesar del establecimiento de estos indicadores, la diferencia entre la situación de riesgo y la situación de desamparo se basa en la gravedad del caso y la necesidad o no de separar el niño o adolescente de su núcleo familiar. Siguiendo a Mayoral (2011: 73), podríamos decir que:
La diferencia entre situaciones de riesgo y desamparo es de intensidad. Intensidad en la afectación del bienestar o calidad de vida básicos del niño o adolescente (perjuicio o limitación del bienestar en la situación de riesgo y «carencia de elementos básicos» en la situación de desamparo) e intensidad en la necesidad de adoptar medidas más drásticas (separación o no) para garantizar este bienestar o calidad de vida básicos.
Esta diferencia es la que acaba matizando la contundencia e intensidad de la intervención de los poderes públicos, que tienen que poder valorar, conjuntamente, los efectos de estos indicadores con los factores de protección. La graduación en niveles diferentes, según la naturaleza e intensidad de la situación de riesgo y la desprotección a la cual pueda estar sometido un niño o adolescente, permite establecer una diferenciación entre el contenido de la intervención y las medidas de apoyo, así como el equipo o nivel competente que tiene que asumir la referencia de la intervención o el procedimiento administrativo que se haya podido abrir.
En cuanto a las situaciones de riesgo, que son siempre las más numerosas, la intervención se dirige hacia los núcleos familiares a fin de enderezar estos indicadores para preservar el mantenimiento del menor en las familias de origen. En las situaciones de desamparo, la intervención de la entidad pública puede concretarse con la asunción de la tutela del menor, que implica la suspensión de la patria potestad o tutela ordinaria y el establecimiento de medidas de protección familiares y estables priorizando, en estos supuestos, el acogimiento familiar ante el acogimiento institucional. En este caso, la entidad pública tiene que ofrecer a la familia, si ésta lo acepta, todo tipo de apoyos para que el menor pueda volver. Siguiendo a Lozano (2015: 129):
Efectivamente, el ordenamiento jurídico confirma en múltiples normas el principio general del supremo interés del menor sobre cualquier otro interés legítimo. Pero se trata de un concepto jurídico-ético indeterminado: se exige al profesional que tenga los conocimientos, las capacidades y la autoridad para valorar qué es mejor para el niño o el adolescente en situaciones de riesgo, pero también que sepa delimitar la difusa línea entre la separación del menor de su familia y el respeto por la moral familiar, el derecho a la vida familiar y la patria potestad; o responder ante la voluntad, no siempre clara ni correctamente expresada del menor, que quizás no tiene suficiente capacidad, información y experiencia para entender las alternativas que se le plantean [...].
Ante la complejidad de la toma de decisiones, los profesionales tienen que construir modelos de trabajo que indiquen y movilicen la direccionalidad y los objetivos de su práctica profesional (Núñez y otros, 2010), y lo tienen que hacer teniendo en cuenta el marco legal vigente que, en el ámbito de la protección a la infancia y la adolescencia, establece, tal y como hemos visto más arriba, la necesidad de apoyar la parentalidad y el mantenimiento en las familias de origen, siempre que no se atente contra el interés superior del menor.
Es importante situar la configuración de este marco normativo teniendo en cuenta la trayectoria que ha seguido el recorrido histórico del sistema de protección a la infancia y la adolescencia. Si éste se había desarrollado fundamentalmente a través de medidas de protección que implicaban la asunción de la tutela o la guarda por parte de las entidades públicas, los desarrollos teóricos en torno a la teoría del vínculo (Bowlby, 1993) abrieron un debate muy importante sobre el impacto de estas medidas, hasta el punto de que se acabó trasladando a los marcos normativos. En este sentido, los profesionales, así como el legislador, empezaron a aceptar que estas medidas podían causar problemas más grandes y un daño en los niños y adolescentes afectados, motivo por el cual se empezaron a priorizar las intervenciones familiares sobre las medidas de separación.
En el Estado español, el sistema de protección infantil sufrió un cambio profundo a partir del año 1987 con la entrada en vigor de la Ley 21/1987, de 11 de noviembre, por la cual se modificaban determinados artículos del Código Civil en materia de adopción, acogimiento familiar y otras formas de protección, y de la Ley de Enjuiciamiento Civil en materia de adopción