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Sobre la experiencia del Camino de Santiago de Compostela se ha escrito una multitud de obras con enfoques diferentes. Mientras la mayoría de las guías se dirige al caminante, la particularidad de la presente radica en que fue realizada por ciclistas. Por lo tanto describe otros aspectos, por el mero hecho de que en bicicleta de carretera no es posible seguir los senderos clásicos del peregrino. Sin embargo no deja de ser peregrinaje por eso. Se analizan las causas posibles del auge del Camino, y se proporciona una explicación histórica de la figura de Santiago, así como del advenimiento del Camino hasta la actualidad. Los consejos prácticos para el peregrino le serán útiles en su preparación de esta gran empresa. El viaje en bicicleta constó de cuatro etapas, cuya descripción se detalla en los capítulos siguientes. Lo distintivo de esta obra es que en ella se incluyen anécdotas, anotaciones y experiencias de otros peregrinos. Así se amplían la visión y las impresiones percibidas en el viaje. Quizás otro punto especial sea el que los protagonistas no solo se hospedaron en los albergues, sino también en hoteles y hasta en casas privadas, algo no relatado en otras descripciones del recorrido. Con el relato se espera animar y/o entusiasmar a otros viajeros a este emprendimiento. No se le esconden los posibles sufrimientos físicos que serán altamente recompensados por la satisfacción o hasta el orgullo de haberlos superado y aguantado. Todos nos sentimos como héroes, no solo al finalizar la totalidad del recorrido que uno se ha propuesto, sino día a día. Se trata de una experiencia enriquecedora que no desvanece en el recuerdo. A diferencia de este peregrinaje tan conocido, el segundo realizado en el Uruguay no llegó a institucionalizarse por falta de tradición y de posibilidades estructurales en el país. Pero es igualmente una experiencia fuertemente espiritual comparable a la de Santiago, aunque carezca de su valor histórico.
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El Camino a Santiago de Compostela
Motivo general para hacer el Camino
Santiago, el peregrino
Auge actual
Caminante versus ciclista
Recomendaciones prácticas para el peregrino
El viaje
Primera etapa
Segunda etapa
Tercera etapa
Cuarta etapa
Quinta etapa
Sexta etapa
Séptima etapa
Octava etapa
Novena etapa
Décima etapa
Undécima etapa
Duodécima etapa
Décimotercera etapa
Décimocuarta etapa
Décimoquinta etapa
El Camino al Interior
¿Por qué hicimos el Camino? ¿Y por qué en bicicleta?
Desde hacía ya muchos años mi marido Juan me comunicaba su ansiedad por emprender un peregrinaje a Santiago de Compostela. Aunque es ingeniero tiene pasión por la historia y la religión. Su formación humanística la adquirió en colegios de religiosos en su patria natal latinoamericana y la fue ampliando durante sus largos años de vida en Anatolia, por dar un ejemplo. Dedicó mucho tiempo al estudio del Medioevo europeo, especialmente a la época de las Cruzadas. Así llegó a preguntarse por qué los bizantinos, a pesar del apoyo recibido por el resto de la cristiandad, no habían sido capaces de impedir que el Medio Oriente, cuna del cristianismo, fuese ocupado por los turcos y que el islam se estableciera definitivamente allí; mientras en cambio España, prácticamente por sí misma, logró vencer al ocupante árabe, aunque le costara setecientos años de lucha o de Reconquista, hasta quedar finalmente depurada desde el punto de vista étnico y religioso, profesando únicamente la fe católica.
Así descubrió antagonismos entre sucesos históricos del Imperio Otomano y del reino de España: mientras Constantinopla, situada en el extremo este del continente europeo y constituyendo el último bastión cristiano frente a la península de Anatolia, fue tomada en 1453 por Mehmet II el Conquistador, es decir, el islam vence al cristianismo; por otro lado, en la península Ibérica, en el extremo oeste del mismo continente, casi en la misma fecha, ocurre lo contrario porque aquí es el cristianismo el que vence al islam: en 1492 Granada cae en manos de los Reyes Católicos, punto final de la Reconquista. En cambio, siglos más tarde ocurren hechos paralelos: en 1918, al término de la Primera Guerra Mundial, los Aliados despojan al imperio otomano de sus últimos territorios, reduciéndolo a la actual Turquía, mientras que, sólo dos décadas antes, en 1898, después de la guerra con los Estados Unidos, España pierde las colonias restantes de su antiguo poderío: Cuba, Filipinas y Puerto Rico.
A estas inquietudes intelectuales, a nosotros se nos sumaban costumbres de otra índole: todos los años, desde 1991, solíamos hacer una gira en bicicleta de una semana en Alemania. Junto con nuestros hijos, cada uno en su biciclo de ciudad, de entre tres y siete cambios, acostumbrábamos recorrer un total de 350 kilómetros. Rodábamos un promedio de 60 kilómetros diarios, parábamos a visitar los puntos de interés en las pequeñas ciudades sobre nuestra ruta y pernoctábamos en los hospedajes que nos salían al encuentro, por lo general hosterías muy agradables. En las mochilas atadas a las bicicletas transportábamos lo indispensable para el viaje. El grado de dificultad de estos caminos, eso sí, era bajo. Elegíamos siempre rutas fáciles, es decir, en lo plano. Evitábamos las regiones montañosas, especializándonos en el seguimiento de ríos, además, siempre en dirección hacia la desembocadura de estos, aprovechando el pequeño declive, al igual que las vías fluviales. Así bordeamos los ríos Weser, Altmühl, Danubio y Drau (en Austria) y además todo el Lago de Constanza.
El Camino a Santiago de Compostela, sin embargo, no tenía paradigma en nuestras experiencias pasadas. Peregrinar a Santiago sería el viaje más osado de todos los realizados hasta esa fecha. El trecho entre Roncesvalles y Santiago, comparado con los que habitualmente lográbamos recorrer, representa más del doble en distancia y en tiempo. Dos semanas pedaleando me parecían agotadoras y no me tentaban en lo más mínimo. Por consiguiente, el viaje no llegó a concretarse y recién después de una estadía de tres años en Buenos Aires, a comienzos del nuevo milenio, volvió a revivir la idea en el año 2000.
Comenzamos a buscar intensamente literatura acerca del peregrinaje. El material informativo enviado por la Oficina de Turismo de España nos mostró claramente las dificultades relacionadas con este emprendimiento: desde los Pirineos hasta la costa gallega, a lo largo de 800 km, se extiende una región montañosa con desniveles que llegan hasta unos 800 metros. Desde el pueblecito de Roncesvalles, a 960 m sobre el nivel del mar, situado en la frontera con Francia, hasta Santiago de Compostela a 260 m, casi al borde del Finisterre, del fin del mundo, tendremos que atravesar los montes de Oca, subiendo a Las Cruces de Fuente Carnero a 1135 m, luego pasaremos el monte Irago con el Puerto de La Cruz de Hierro a 1500 metros y superaremos el monte Cebreiro con el Alto del Poio a 1300 m, por nombrar los más difíciles. Por otro lado, en los llanos de Castilla y León, esta vez sin cuestas fatigantes, en un trecho de unos 150 kilómetros, entre Burgos y Astorga, la meseta no ofrece ningún resguardo contra el sol implacable del mediodía ni contra el viento helado de la mañana.
Ante estos impedimentos, mi comentario fue: “Es demasiado difícil para nosotros. A pie no me atrae ir, y para hacerlo en bicicleta nos falta entrenamiento.“
A mediados del 2000 Juan iba a cumplir 65 años y llegaba al final de su vida laboral. Vida errante, vida inquieta, vida de forastero, arreado por el mundo de proyecto en proyecto; nuestros diferentes domicilios habían marcado sobre el globo algo así como una sirga peregrina. A Juan le horrorizaba la idea de finalizar súbitamente la vida de trotamundos. Por eso, este plan no representaba simplemente un viaje más, sino un peregrinaje en el sentido estricto de la palabra. Hasta este momento, el lugar de destino impuesto por la compañía había tenido poca importancia, en cambio, esta vez se trataba de un peregrinaje religioso con un destino concreto. Más importante que la meta era el camino. Y Juan solía repetirme las palabras de Cristo a sus discípulos: “Quien quiera seguirme, que se desdiga a sí mismo, cargue su cruz y sígame” (Lucas 9, 23 y Mateo 16, 24). Es fácil comprender que emocionalmente esta asociación es más intensa en lugares con relación a la vida y obra del Señor.
El Camino de Santiago es el Camino de las Estrellas que comienza en el Mar del Norte, pasa por la tumba de Carlomagno en Aquisgrán, Alemania, y describe un arco por encima de la provincia de Navarra para llegar hasta la tumba del apóstol en Compostela. ¡Marchar acompañado por las estrellas de la Vía Láctea! ¿Qué otros motivos pueden inducir a recorrer esta ruta tan penosa? ¿Devoción, curiosidad, añoranza, nostalgia? Juan quizás esperaba que el camino le revelase respuestas a los interrogantes de nuestra vida, como el sentimiento de angustia, la incertidumbre del ser, lo perecedero del existir y la ilusión que se hace el hombre con su vida y con este mundo. Además a Juan siempre le ha gustado la aventura; caballero errante como el Quijote ¿o quizás, en busca del Grial como Parsifal? ¿Se imaginaba así este viaje?
Entremedio a Juan le habían detectado una necrosis en la cadera, lo que significaba una rotunda prohibición de largas marchas a pie. En cambio, la opción de la bicicleta no presentaba contraindicación médica.
Pero no era cuestión de emprender la ruta así no más. Esta meta necesitaba preparación. Juan comenzó a entrenarse con regularidad en un gimnasio y durante las seis últimas semanas anteriores al peregrinaje nos unimos a un club de ciclismo para hacer recorridos de entre cincuenta y noventa km en un día. Por otra parte, yo tuve que comprarme una bicicleta con 24 cambios, condición sine qua non para subir las cuantiosas colinas del camino.
La compra de la bicicleta no deja de tener su toque de magia. Como por mi bicicleta de marca, una Kettler, el vendedor solo me ofrece treinta euros en parte de pago por una nueva, me voy ofendidísima a buscar otra opción. Encuentro una KTM usada, liviana, con suspensión delantera, de hombre, es decir, de mayor estabilidad que las de mujer, por doscientos euros. Doy unas vueltas y, sin titubear más, me la llevo. A los pocos días, en una de esas giras en grupo, se me acerca un señor en su bicicleta y, después de mirar mi biciclo muy detenidamente, me pregunta:
— ¿No será esta mi bicicleta? — Bueno, señor—le contesto— mire, que yo he pagado por ella y poseo el comprobante en mi casa.
¡En qué lío me metí! —pensaba yo. —¿Será a fin de cuentas un objeto hurtado?
Pero, por suerte, se aclara el misterio. El ciclista me pregunta, si por casualidad he adquirido la bici en la tienda X, y yo le contesto afirmativamente. Pues resulta que él era — o más bien había sido — el dueño de mi KTM, la que había dejado en consigna en esa tienda. Así, en una ciudad de más de un millón de habitantes, por pura casualidad, el vendedor encuentra al comprador de su artículo, como a la aguja en el pajar. El exdueño se alegró mucho con esta novedad, ya que de esta manera se enteró de la venta de su bicicleta, información que el negociante había callado sigilosamente, al igual que la disponibilidad de su dinero…
Aparte de estas excursiones por los alrededores montañosos de Múnich para fortificar el cuerpo nos surtimos de literatura relacionada con los aspectos culturales del Camino para fortalecer también el entendimiento.
Preparados así física y psíquicamente, Juan y yo viajamos en avión a Madrid y el 23 de julio del 2000 en tren de allí a Pamplona y a continuación en taxi a Roncesvalles, siempre en compañía de nuestras bicicletas y sus rozagantes mochilas.
¿Santiago, quién era? Santiago, así se llama en castellano Sanct Jacobus, uno de los doce apóstoles de Jesucristo. Jacobus, nombre judío latinizado, en hebreo significa el que sujeta el talón, en sentido figurado el que expulsa, el que desaloja. El nombre Jacobo o Jacob también existe en nuestra lengua bajo la forma de Jaime, Iago y Diego. «Sanct Jacobus», pronunciado en latín y en voz alta, suena en español como «San Iago» o «San Diego». Así se produjo en español, como única lengua, la contracción del «san» con el nombre propio. En alemán se le llama Sankt Jakob, en inglés Saint James, en francés Saint Jacques y en italiano San Giacomo.
En el siglo IX, cuando Carlomagno era emperador del Sacro Imperio Romano Germánico y Alfonso II El Casto rey de Asturias, ocurre en Galicia un hecho que sacude las pasiones del mundo cristiano. En el lejano oeste europeo, ahí donde un pequeño reino lucha contra los asaltos de las huestes musulmanas, se ha encontrado el sepulcro de Santiago el Mayor. Esta tumba se convierte en corto tiempo en un centro de veneración y peregrinaje tan importante que llega a competir con Jerusalén y Roma. Tan es así que un escritor árabe de la época, Algazal, describe la iglesia de Santiago como la Caaba de los cristianos.
Apenas se tuvo noticia del descubrimiento acontecido en aquel reino español, en la Europa cristiana comenzaron a surgir relatos sobre la llegada de Santiago a la península ibérica, sobre su obra evangelizadora allí y sobre su regreso milagroso desde Judea a las costas de Galicia después del martirio sufrido en Tierra Santa. A medida que pasaba el tiempo y crecía el número de peregrinos, las leyendas fueron sufriendo cambios, recibieron añadidos y se decoraron con hechos milagrosos del Apóstol, ejecutados por él para el bien de los creyentes.
En el siglo doce, tres peregrinos — Aiméric Picaud, Olivier d’Iscans y su acompañante Gerberga, una flamenca — llevan a Compostela una copia del Liber Sancti Jacobi, también llamado Codex Calixtinus por contener un prólogo atribuido al Papa Calixto II. Este manuscrito, en exposición actualmente en el museo de la catedral de Santiago, contiene informaciones y textos de importancia para el peregrinaje:
obras litúrgicas en honor a Santiago
libro de los milagros
libro del traslado (del cadáver de Santiago desde Judea a las costas gallegas)
historia de Carlomagno y Rolando, también conocido como pseudo Turpín y
la guía del peregrino
Esta obra de cinco tomos va a contribuir contundentemente al auge del Camino, porque le brinda al peregrino informaciones para su largo viaje, de un año en algunos casos. Claro está que eran pocos los que en el Medioevo podían adquirir un libro, artículo de lujo extremadamente costoso en aquel entonces.
En el siglo trece, Jacobo de Vorágine, basándose en el Codex Calixtinus y en otras leyendas, escribe La leyenda áurea. El autor relata en su obra que, después de la muerte de Cristo, al pescador de Galilea apodado «Santiago el Mayor», hijo de Zebedeo y hermano de San Juan el Evangelista, le corresponde ir a evangelizar los pueblos paganos de las lejanas provincias romanas en Hispania. Años más tarde, frustrado por el fracaso de su misión, regresa a Jerusalén. Aquí predica nuevamente el evangelio, desatando el odio del pueblo judío. El Sumo Sacerdote subleva al pueblo y conduce a Santiago ante el rey de los judíos para que sea juzgado. En aquel tiempo reinaba en Judea Herodes Agripa, nieto de Herodes el Grande, responsable de la degollación de los niños inocentes, crimen con el que esperaba eliminar al que podría despojarlo del trono. Herodes Agripa condena a muerte a Santiago, imitando a su tío Herodes Antipas, Tetrarca de Galilea, tristemente célebre por haber juzgado a Cristo. Según la leyenda, Santiago fue decapitado el 25 de julio del año 44.
Dos de sus discípulos, Atanasio y Teodoro, rescatan el cadáver, lo trasladan al puerto de Haifa y en una simple barca atraviesan todo el Mediterráneo y llegan milagrosamente a Hispania, a las costas gallegas. En una piedra del atracadero del puerto de Iría Flavia amarran la embarcación con los restos del apóstol. En memoria de esta piedra se sustituyó el antiguo nombre del puerto por el de Padrón que significa piedra. Esta roca se exhibe aún hoy en día en la iglesia de la ciudad.
Las diferentes versiones de lo que sucedió con los restos mortales del Santo después de su llegada a Iría Flavia difieren entre sí. Una de ellas cuenta que los dos discípulos acudieron a la reina de la comarca a solicitar el permiso para dar una sepultura digna al mártir. La astuta reina, de pura maldad y por desprecio a la fe cristiana, intentó engañarlos, ofreciéndoles una carreta con toros bravíos, que les entregó como si fueran bueyes mansos. Pero ante carga tan sagrada, los toros salvajes se convirtieron en animalillos dóciles hasta que en un momento determinado detienen su marcha negándose a proseguir. Esta actitud fue interpretada como señal divina, que significaba que el Santo quería ser enterrado en ese lugar. La reina, estupefacta ante este prodigio, no vaciló un instante en convertirse al cristianismo y además mandó erigir un templo para dar acogida al cadáver del apóstol. Los dos discípulos continuaron su obra evangelizadora y a su muerte fueron enterrados al lado de Santiago. Hasta aquí La leyenda áurea.
Mientras el librepensador del siglo XXI reclama a gritos un comprobante histórico de tales hechos, es precisamente su carencia la que movía al hombre del Medioevo. Esta increíble leyenda aunada al conocimiento de los milagros realizados por Santiago concordaba con la fama del Santo y con la omnipotencia del Señor. También para el peregrino moderno, Santiago de Compostela ha conservado su trascendencia y los millones que se acercan a venerar al Apóstol son la prueba de que esta localidad sigue siendo un centro de devoción cristiana.
Aquí cabe preguntarse: ¿Por qué nació la leyenda de Santiago en el siglo IX y por qué en el reino de Asturias? ¿Por qué encontró el culto tanta aceptación y en tan corto tiempo que la afluencia de peregrinos en el siglo XII congestionaba el Camino? ¿Cómo había llegado el cadáver de Santiago a España? Hasta antes del siglo VII ninguna crónica menciona que Santiago haya estado en la península. Por el contrario, el Catálogo de los Apóstoles, que comenzó a difundirse a mediados del siglo VII, informa que Santiago había sido enterrado en Cesarea o en Marmarica, la primera situada en Palestina, la otra en la Cirenica, actualmente Libia.
Vale recordar que — al igual que en otras provincias del Imperio Romano — en Hispania, los Cristianos sufrieron persecuciones, especialmente en los tiempos de Valeriano y de Diocleciano. Más tarde, después de la caída de este Imperio, los pueblos bárbaros invadieron y saquearon la península que finalmente cayó bajo el dominio de los visigodos. Durante estos siglos de persecuciones y de invasiones, ¿íbase acaso perdiendo el conocimiento de la existencia del santuario como lo afirma la leyenda? Trescientos años más tarde, cuando Don Rodrigo — el último rey visigodo — fue derrotado por las huestes árabes en el año 710, la tumba del Apóstol, si alguna vez la hubo, había caído completamente en el olvido.
Don Rodrigo y sus partidarios se ven obligados a refugiarse en las montañas de Asturias donde comenzaron a organizar la resistencia. Por este tiempo se van a divulgar por primera vez los Comentarios al Apocalipsis del monje Beatus que describe cómo y cuándo Santiago el Mayor había estado predicando en España. Estos conocimientos vigorizan la esperanza de que Santiago no va a permitir que este pueblo caiga en manos de los infieles porque él mismo ha sido quien lo ha cristianizado. La señal divina que Asturias necesita urgentemente se la proporciona finalmente la estrella de Compostela.
Esta se presenta como una luz resplandeciente acompañada de cantos misteriosos descubiertos por un ermitaño y comunicados a Teodomiro, el obispo de Iría Flavia, quien ordena excavar en el sitio indicado, el de la actual Compostela. Pero en este lugar había habido antiguamente una población romana, Arcis Marmoricis, con sus baños, sus mausoleos y su cementerio. No es de extrañar, por lo tanto, que en el camposanto se haya encontrado un sepulcro de mármol (¡en un pueblo que lleva este material en su denominación!) con un cadáver que fue identificado como el del apóstol. El descubrimiento fue comunicado al rey Alfonso II El Casto, quien declaró patrón al santo y ordenó edificar un santuario en el lugar. Dicho sea de paso, el nombre Compostela se deriva de compostum y compostela que significa «cementerio» y no de campus stella, el «campo de la estrella» como afirman algunos.
No hay que olvidar el valor que ya poseían las reliquias de santos. ¡Aquí se trataba nada menos que de un apóstol del Señor! Consideremos también la idiosincrasia del Medioevo: en una representación pictórica, aquel que era dibujado más cercano a Cristo era el personaje de mayor importancia. ¡Y Santiago pertenecía junto con Pedro en Roma y Juan en Efesos al círculo de la más estricta intimidad de Cristo! Por consiguiente, Compostela, al poseer la reliquia completa de Santiago, pretende una sede apostólica dentro del cristianismo que, más adelante, Roma va a recelar, propagando los peregrinajes a Jerusalén, las famosas Cruzadas, para quitarle importancia a Santiago de Compostela y también para desviar ofrendas y legajos hacia Roma.
La iglesia en Santiago pronto va a resultar demasiado pequeña y será reemplazada por una mayor que a su vez será destruida por el rey moro Almanzor.
En la lucha del islam versus el cristianismo, el culto a Santiago tiene un efecto muy claro: trae consigo el auge del cristianismo en la Europa entera. A España misma le proporciona un instrumento de consolidación y unión contra el ocupante árabe. Sin esta veneración ¿se hubiera logrado la reconquista del territorio de manos del moro? Comenzando con Carlomagno y Roldán, a lo largo de los siglos, el nombre de Santiago atrajo a un sinnúmero de caballeros de toda Europa, combatientes por la causa española que mantuvieron abierto y libre el paso hacia el lugar de culto en Santiago de Compostela.
Aquí cabe mencionar el apodo que lleva Santiago, el caballero: «Matamoros». Durante la colonización de América se transformará en «Mataindios» y durante las guerras de la Independencia en «Mataespañoles». El sobrenombre tiene su origen en un suceso de la batalla de Clavijo en el año 844. Según la leyenda, el califa Abderramán II de Córdoba exige del rey Ramiro el tributo de cien doncellas. Este se las niega y se prepara al combate contra un enemigo muy superior en número de soldados. Sale prácticamente vencido del primer día de lucha, pero en la noche se le aparece Santiago en sueños haciéndole saber que luchará a su lado montado en su caballo blanco y lo hará vencer al moro. Ramiro comunica el sueño a sus súbditos y todos, llenos de fe y de fervor, se lanzan al combate y… ganan, naciendo así el grito de batalla: «¡Santiago!» Gracias a esta intervención milagrosa del Apóstol, él pasa a ser el caudillo de la Reconquista, protector de los cristianos y santo patrón en la lucha contra los infieles. De la misma forma, pero con la figura de Cristo, ya cinco siglos antes, Constantino había sabido motivar a sus soldados a luchar vigorosamente: «In hoc signo vinces» («con este signo vences») son las palabras que el futuro emperador romano de fe cristiana había mandado pintar a la vez que una cruz en su estandarte para el combate contra el emperador romano Majencio a principios del siglo IV. Aquí también el resultado fue una victoria.
Desde la batalla de Ramiro, una de las representaciones preferidas tanto en la pintura como en la escultura es la del Santiago Matamoros cabalgando un caballo blanco, desde cuya grupa el santo, blandiendo una cruz convertida en espada, arremata contra los moros que yacen muertos debajo de los cascos de su corcel. Santiago, claro está, jamás había matado a moro alguno, ya por el simple hecho de que había vivido en España en una época anterior a la presencia de los árabes en Hispania, pero en el arte la leyenda se impuso sobre los hechos históricos.
Desde luego no alcanzaba con que los caballeros europeos protegiesen esta franja deshabitada de 800 km de largo contra el ocupante moro; también había que poblar esta región montañosa. Los reyes encontraron una solución atractiva para francos, los franceses, a quienes otorgaron privilegios bajo la forma de exención de impuestos. En consecuencia fueron muchos los que se radicaron y practicaron sus diferentes oficios. En todos los pueblos del Camino existen reminiscencias de estos barrios francos. Los hispanos llegaron a tenerles gran envidia, pero sin lugar a duda fueron los extranjeros los que ocasionaron el auge económico del Camino, además de crear la base material para satisfacer las necesidades del peregrino.
Como a mediados del siglo XI se intensifica la peregrinación y Santiago se convierte en la capital religiosa de la cristiandad, Alfonso VI manda construir una nueva catedral, la actual, aparte de sus agregados y cambios posteriores.
Queda demostrada la importancia de Santiago por el hecho siguiente: en 1119 el papa Calixto II instituye para Santiago de Compostela el jubileo, que será ratificado en 1179. Por medio de este, el peregrino obtiene en Santiago la indulgencia plenaria, con confesión y comunión previas. Año compostelano es todo aquel en que el 25 de julio, día de la muerte de Santiago, cae en domingo. Esto ocurre cada 5, 6 y 11 años. ¿Y Roma? Esta ciudad obtiene el jubileo recién en 1300. ¡Más de 200 años más tarde! ¡Y además su jubileo se repite solo cada 25 años (en Jerusalén es aún más espaciado, cada 50 años)! En el correr de una vida humana era pues mucho más probable poder obtener el jubileo en Santiago que en Roma, simplemente porque Santiago proporcionaba más ocasiones.
Por consiguiente, los creyentes se ponen en marcha hacia ese lejano Santiago, a veces abandonando sus hogares por meses o un año, algunas veces para no regresar nunca — razón por la cual los precavidos hacían testamento antes de partir. Las penurias de esta marcha bajo calores y fríos, ante el peligro de asaltos y engaños han sido mencionadas múltiples veces. Pero una fe asentada era la causa por la cual el torrente de peregrinos nunca cesó por completo, aunque sí amainó en ciertas épocas.
Había mencionado la representación de Santiago como Matamoros. Pero en el arte tiene dos caras más: una es la del apóstol, a veces sedente, y la otra, quizás la más usual, la del Santiago peregrino. Esta, al igual que la del Matamoros, es totalmente incongruente con la historia porque él nunca fue peregrino, pero se le adjudican los atributos de sus seguidores: en su cabeza el sombrero de ala ancha como protección contra sol y lluvia, el cuerpo resguardado por lo que se llamará la pelerina (del francés «pélerine»), la capa ancha, luego el bordón, el bastón que sirve al caminante de apoyo y como defensa contra animales o asaltantes, colgado de él una calabaza donde llevar el agua para el camino y como adorno en sombrero y capa la vieira, una concha parecida a la Shell, típica de las costas gallegas. Parece que hasta hace unos treinta años esta concha sólo existía en Galicia, mientras ahora ya vive hasta en las costas del Canadá. Tan es así, que en otros idiomas lleva el nombre de Santiago: «coquille Saint Jacques» en francés, «Jakobsmuschel» en alemán. En todo caso, estos detalles de la indumentaria de Santiago son los propios del peregrino del Medioevo. Ocurre con Santiago una simbiosis con sus fieles, se aúna y asimila a ellos. Totalmente exento de altanería se convierte en uno de ellos. Este es un fenómeno único y es el que demuestra la cercanía de Santiago con los creyentes y en definitiva el amor, la confianza y la camaradería para con ellos. Son estas las razones por las cuales tantos acuden a él.
Así queda quizás explicado por qué Santiago tuvo esa gran atracción para el hombre de los siglos pasados. Hay que pensar también que Santiago no es lugar de cura de males físicos como lo es Lourdes y tampoco alivia las aflicciones como Kevelaer, la «consolatrix afflictorum». Hoy diríamos quizás que Santiago tenía un carisma especial.
En la actualidad, el Camino está viviendo un auge. En 1999, el año compostelano, grandes masas de gente se pusieron en movimiento hacia el santuario. Hay razones muy concretas para ello.
La primera es una publicación que aparece justo a tiempo para el año jacobeo de 1971. Se trata de una obra española «Santiago en España, Europa y América» que presenta una documentación excelente del Camino. Una década más tarde, en 1982, otro año jacobeo, Juan Pablo II se dirige al mundo con las palabras: «Europa, encuéntrate a ti misma, vuelve a tus orígenes». Y expone ¡que son los caminos a Santiago que llevaron a la unificación de Europa! Pocos años más tarde, en 1985, con motivo de la incorporación de España en la Unión Europea, se realiza en Gante la exposición «Santiago de Compostela, 1000 años de peregrinaje europeo». Y solo dos años después, el 23 de octubre de 1987, la Comunidad Europea declara los caminos a Santiago la primera ruta cultural, recomendando la protección de esta herencia histórica, literaria, musical y artística. A finales de los años 80, el quinto libro del Codex Calixtinus — la tradicional guía de los peregrinos — se traduce a los idiomas más importantes del planeta. En consecuencia hay una serie de congresos y seminarios en varios países. Además, las asociaciones jacobeas comienzan a organizarse nuevamente. En la literatura mundial tiene gran repercusión la publicación de El peregrino de Compostela