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Aquí se relatan las experiencias con diferentes animales, caballos, gatos, perros, tortugas, cobayos, una oveja, un canario y un pato. Se nos muestra por un lado la inteligencia, el amor, la capacidad de sentimiento que los animales poseen al igual que los humanos, y por otro lado la amistad profunda que se entabla entre ellos y los humanos. Se describen encuentros, escenas, algunas alegres, otras con fin triste, pero todas dan prueba de la sensibilidad animal.
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De animales grandes
De animales de menor tamaño
Las historias de Pippi
El pato Ernesto
Voy a contarles de seres queridos, pero de aquellos pertenecientes al reino animal. Porque uno llega a amarlos como a los verdaderos amigos humanos, recibiendo alegría y sufrimiento de los unos al igual que de los otros.
Mi querida yegua Picaflor tuvo una potranca adorable. Al poco tiempo empecé a montar nuevamente a la madre y Palomita seguía detrás. Un comportamiento natural. La mamá, preocupada, a menudo volteaba la cabeza para observar a su progenitura. Otro comportamiento natural. En cambio menos natural me pareció la reacción de Paloma, al oír los relinchos desesperados de un caballo, Capitán, que acostumbraba pastar en su compañía: la potranca, muy curiosa, regresaba al galope hasta el alambrado para calmar al abandonado, pero al escuchar los llamados de su madre volvía hacia su paradero a paso acelerado. Capitán se sentía solo, añoraba la presencia de las dos amigas, y a Paloma le partía el corazón la soledad del camarada. No entendía por qué se le dejaba allí, mientras las dos partían. Era el compañero a diario, el viejo amigo, fiel, que no le hacía mal a nadie, al contrario, era seguramente como un tío para ella.
Ante las continuas idas y venidas de la hija, la madre se puso cada vez más nerviosa. Era imposible avanzar. Mi yegua tan mansa normalmente estaba descontrolada, desconocida, únicamente preocupada por el bienestar de su hija.
¿Por cuál solución opté? ¡Por darme por vencida, es decir, volver al portón, abrirlo para que el desesperado y ansioso tío pudiera reunirse a su familia caballuna y así todos contentos y felices, libres de toda preocupación, pudiéramos seguir el rumbo emprendido media hora atrás!
Un día estaba durmiendo la siesta, acostada en mi reposera en la sombra, boca abajo, cuando siento un mordisqueo en los pies desnudos.
“Seguro que no son hormigas”, me pasa por el cerebro, tampoco son ni moscas, ni otros insectos molestos.
Volteo la cabeza y ¿a quién veo a mi lado? A mi hermosa potranca que, a mi movimiento un tanto brusco, da un brinco y se va galopando. ¡Qué suerte tuve! ¡Porque muy bien hubiera podido arrancarme un pedazo de piel o unos dedos! Pero no sería la última vez que me despertarían los jóvenes dientes juguetones.
No solo mis pies amaba Paloma. En su curiosidad, al igual que un niño que descubre el mundo en su derredor, hincaba sus dientes en el cuero de una silla olvidada en el parque o probaba el gusto o la firmeza de la madera del banco recién pintado; a veces se quedaba parada a mi lado, mientras yo pintaba un artefacto, parecía querer ayudarme o al menos aprender el oficio de pintor, mientras yo, claro está, me sentía reconfortada y gozosa por la compañía de un ser tan querido; o se paraba al lado de mi esposo, pacientemente sentado a la espera de la salida de Venus para observarla por su telescopio, y ella como haciendo cola para no perderse esta oportunidad de ampliar sus conocimientos terrenales y celestiales.
La inteligencia del caballo la aprendí a medir en su verdadera magnitud recién años más tarde cuando mi otra joven yegua, Cenizas, estuvo herida. Estando en celo, se había llevado por delante el alambrado lindero con el campo vecino en el que se encontraba un padrillo. Esta fue la explicación que los expertos le dieron a su accidente.
Estábamos por salir en el auto cuando veo llegar hacia mí a Cenizas acompañada de su madre Paloma.
“¡Qué extraño!”, me dije. “A esta hora de la mañana no entran por lo general al parque. Recién a mediodía vienen a tomar agua en el bebedero.”
Y las comienzo a observar más detenidamente. ¡Ay, qué horror! Le veo a Cenizas un gran tajo en la pierna trasera. Todo ensangrentado y estamos en pleno verano, es decir, hay que actuar de inmediato, ponerle un espray antibichera que impedirá que las moscas pongan sus huevos carnívoros en la carne viva del animal. Cenizas, ya de tres años y domada, de mala gana se deja aplicar la medicina que representa un choque de frío en la herida caliente. Es evidente que las dos yeguas han llegado a la casa en busca de ayuda humana. Es de su conocimiento caballuno que los hombres no solo las utilizan, sino que también poseen objetos y artes con los cuales les alivian el dolor.
Esto apenas es el principio de un muy largo tratamiento, que incluye inyecciones de antibióticos, lavados de la herida con la manguera, luego con desinfectante y finalmente la puesta de la medicina antibichera. Durante el tratamiento, los otros caballos se mantienen en la cercanía, parecen ocupados en su pastoreo, pero es obvio que observan. Sí, muy calmos, como de reojo, tienen la mirada puesta en mí o en el peón. No se pierden un movimiento. Están en el aprendizaje. Se dicen seguramente, mañana, cuando a mí me pase algo semejante, me harán algo similar. Asimilan que no se le hace daño al animal, que el objetivo del humano es el bien, la cura. Esperan hasta que el tratamiento diario esté acabado y lentamente emprenden la retirada, todo el grupo, con Cenizas.
Después de un largo viaje, regreso a la chacra y encuentro a Cenizas con la herida abierta nuevamente. A pesar de que Cenizas no ha sido usada mucho en su corta vida, a pesar de que es medio potra aún, me acepta inmediatamente en el rol de enfermera. Me le acerco en pleno campo, le muestro como antaño el espray antibichera, se lo doy a oler, lo agito para que oiga su ruido conocido, le hablo de lo que le voy a hacer y ella, con esa confianza infinita en el poder curativo del ser humano, me da su pleno asentimiento a que opere en su cura. Es un viejo proceder para ella. ¿Le he hecho algún mal acaso? ¿No siente acaso la buena intención de mi parte? ¡Ese espray que huele, que hace ruido al echarlo, que es un toque de aire frío en la herida, es bienvenido, porque viene de manos seguramente bienhechoras en sus ojos!
Otro ejemplo para la misma postura del caballo, de esa confianza en el humano como su salvavidas, su enfermero y médico, la viví en otra ocasión con el Zorro. Este es un caballo con gran tendencia a pasar alambrados si están en estado regular o malo. Por eso hay que estarlo observando. Era el día de mi partida a Buenos Aires por Colonia en el Buquebus y por una de esas casualidades, partí con tiempo. Salí lentamente en el coche por el camino para poder despedirme del Zorro que ya había divisado en el campo. En realidad desde la casa, durante el día, ya lo había visto en ese potrero, pero ahora me llama la atención que sigue en el mismo lugar, exactamente en el mismo lugar. Allí está él, el cuello erguido, la cabeza con las orejas alertas, parece llamarme, sin dar un tono de sí, en la misma actitud en la que ya lo había advertido en la lejanía en la mañana. ¡Ay de mí! ¿Qué habrá pasado! No puedo llegar hasta el caballo con mis zapatitos citadinos y regreso rápidamente en coche a la casa, firmemente cerrada con llave, para buscar las botas que acabo de guardar. Regreso en el coche, bajo, me cambio el calzado, y atravieso el alambrado; en el apuro no puedo evitar algunos charcos, mientras me acerco al Zorro que sigue en la misma postura, la cabeza en alto, atento, a la espera. Está completamente entreverado entre los alambres, maniatado, incapacitado en sus movimientos. ¡Qué suerte que ha tenido de que yo lo haya visto! Es domingo y hasta el lunes en la madrugada nadie más hubiera pasado por aquí. Yo sola no soy capaz de liberarlo. Salgo en busca de ayuda. Unos minutos más tarde el Zorro está libre, pero tiene un gran corte en un tobillo. ¿Cuántas horas ha pasado en este estado? Se halla totalmente acalambrado. El suelo donde se encontraba está completamente revuelto, señal de que ha intentado larga e intensivamente librarse él solo. Vuelvo a casa, dejo mis botas y emprendo mi viaje nuevamente a Colonia. Suerte que en este día había resuelto salir temprano. ¡Pues entre medio no hay tiempo que perder!
El Zorro que en aquella oportunidad, inmovilizado como estaba, había intentado durante todo el día llamarme a su manera, simplemente dirigiéndome la mirada, tuvo que someterse a largas semanas de cuidado y tratamiento con ungüentos en su tobillo. Varios días más tarde, fui a visitarlo dentro del corral en el que se lo mantenía para facilitar su cura. Después de haberlo acariciado y haberle hablado, se me acerca mi primo con el que comienzo a charlar desde el corral, cuando siento un empujón de atrás y me doy vuelta medio indignada para constatar que se trata simplemente de mi Zorro ¡que considera que aún le corresponden más mimos! Lo acaricio mientras continúo mi conversación y él permanece tranquilo a mi lado en plena felicidad terrenal, tan celoso como un humano.
Con mucha paciencia, con un trabajo sacrificado en contra de vientos terribles, de sequías intermitentes, en combate continuo contra hormigas y otros insectos malignos, estábamos logrando la