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En apenas 120 años, el cine y los medios de expresión derivados de él: la televisión, el vídeo, las imágenes digitales, se han convertido en la más formidable, masiva e influyente de las formas de comunicación inventadas por la humanidad a lo largo de su historia, además de en la base de unas industrias muy poderosas, y no sólo desde el punto de vista económico. Cualquier persona está hoy expuesta, desde su primera infancia, al influjo determinante de estos medios, sin embargo, el cine y su lenguaje siguen estando fuera del ámbito fundamental de la enseñanza. Los pocos acercamientos que se han hecho han estado centrados en el contenido de las películas, y no en las formas de expresión que proponían, no en su lenguaje, no en los elementos específicos de la comunicación audiovisual, y mucho menos en los posibles efectos sobre quienes contemplan sus creaciones. A través de esta obra el lector conocerá los procedimientos expresivos del cine y sus derivados, como forma de asegurar lo que llamaremos comprensión de los significados de cada obra concreta, condición imprescindible tanto para poder adoptar una actitud personal ante ella como para alcanzar un verdadero disfrute de la misma, más allá de la simple aceptación pasiva, el gusto superficial o el tan manido como engañoso entretenimiento.
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Juan Antonio PÉREZ MILLÁN
Cine, enseñanza y enseñanza del cine
De la autodefensa al disfrute
Director de la colección: José Gimeno Sacristán
EDICIONES MORATA, S. L.
Fundada por Javier Morata, Editor, en 1920
C/ Mejía Lequerica, 12. 28004 - MADRID
[email protected] - www.edmorata.es
Nota de la editorial
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COLECCIÓN RAZONES Y PROPUESTAS EDUCATIVAS
Director: José Gimeno Sacristán
Es una serie de obras de divulgación dirigida al profesorado, a quienes se inician en los estudios sobre la educación, así como a aquellas personas que, sin estar relacionadas profesionalmente con el ámbito educativo, tienen interés por uno de los sistemas que construyen el presente y determinan el futuro de las sociedades modernas.
La complejidad de la vida en el mundo actual dificulta la participación en las discusiones, en el planteamiento de iniciativas y en la toma de decisiones sobre temas y problemas que afectan a todos. La educación en una sociedad democrática —como actividad esencial de ésta, que implica a tantos sujetos y que concita sobre sí intereses tan diversos— corre el riesgo de ser sustraída del debate público por diversas razones. Una de ellas es la distancia que se establece entre las formas de ver, de entender y hasta de nombrar los problemas. Los lenguajes “expertos” se alejan inevitablemente, aunque más de lo deseable, del sentido común de la gran mayoría de la población; un distanciamiento que dificulta la posibilidad de establecer consensos sociales amplios para entender las realidades, dirimir los conflictos y apoyar la empresa colectiva que es el sistema educativo.
A través de lenguajes simplificados, pero sin renunciar al rigor, Razones y propuestas educativas quiere colaborar en la creación de un público interesado, cada vez más amplio, que debata razones y genere propuestas. Se van a ofrecer síntesis que recojan las diferentes tradiciones de pensamiento con estilos asequibles, tratando de sobrepasar las fronteras a la comprensión que establece el lenguaje especializado. Se abordarán temas y quehaceres esenciales en la práctica educativa, intentando romper el marco de la clasificación de los saberes para acercarse a quienes ven los problemas desde la práctica. Se recordarán tradiciones del pensamiento y del buen hacer que pueden contribuir a lograr una educación de calidad.
Esta colección, abierta a colaboraciones diversas, quiere hacer de la educación algo más transparente, ofreciendo argumentos a la reflexión personal para entender y dialogar sobre las funciones y las prácticas que asumen los sistemas educativos y sobre las esperanzas que “imaginamos” se podrían cumplir.
Títulos publicados
1. José GIMENO SACRISTÁN, La educación obligatoria: su sentido educativo y social, (3ª ed.).
2. Juan DELVAL, Aprender en la vida y en la escuela, (3ª ed.).
3. Francisco BELTRÁN y Ángel SAN MARTÍN, Diseñar la coherencia escolar, (2ª ed.).
4. Miguel Ángel SANTOS GUERRA, La escuela que aprende, (5ª ed.).
5. Luis GÓMEZ LLORENTE, Educación pública, (3ª ed.).
6. Juan Manuel ÁLVAREZ MÉNDEZ, Evaluar para conocer, examinar para excluir, (5ª ed.).
7. Jaume CARBONELL, La aventura de innovar, (5ª ed.).
8. Mariano FERNÁNDEZ ENGUITA, Educar en tiempos inciertos, (4ª ed.).
9. Jaume MARTÍNEZ BONAFÉ, Políticas del libro de texto escolar.
10. Antonio VIÑAO, Sistemas educativos, culturas escolares y reformas, (2ª ed.).
11. María Clemente LINUESA, Lectura y cultura escrita.
12. Juan Bautista MARTÍNEZ RODRÍGUEZ, Educación para la ciudadanía.
13. Jurjo TORRES SANTOMÉ, La desmotivación del profesorado.
14. Jaume CARBONELL y Antoni TORT, La educación y su representación en los medios.
15. Manuel de PUELLES BENÍTEZ, Problemas actuales de política educativa.
16. Susana CALVO y José GUTIÉRREZ, El espejismo de la Educación Ambiental.
17. Félix LÓPEZ SÁNCHEZ, Las emociones en la educación.
18. Rafael FEITO, Los retos de la participación escolar.
19. Carmen RODRÍGUEZ MARTÍNEZ, Género y cultura escolar.
20. Rosa VÁZQUEZ RECIO, La dirección de Centros: Gestión, ética y política.
21. Antonio VIÑAO, Religión en las aulas: Una materia controvertida.
22. Juan Antonio PÉREZ MILLÁN, Cine, enseñanza y enseñanza del cine.
© Juan Antonio PÉREZ MILLÁN
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© EDICIONES MORATA, S. L. (2014)
Mejía Lequerica, 12. 28004 - Madrid
Derechos reservados
ISBNpapel: 978-84-7112-786-0
ISBNebook: 978-84-7112-787-7
Compuesto por: M. C. Casco Simancas
Diseño de la cubierta: Equipo Táramo
Contenido
SOBRE EL AUTOR
INTRODUCCIÓN
CAPÍTULO PRIMERO. De la linterna mágica al teléfono móvil. Realidad y representación cinematográfica
1.1. Documental y ficción
1.2. Verdad, mentira y fascinación
1.3. La incorporación del sonido
1.4. El doblaje y sus consecuencias
1.5. El color y los grandes formatos
1.6. La televisión
1.7. Del cine y el vídeo domésticos a la Red
CAPÍTULO II. Los rudimentos de un lenguaje
2.1. Compartir códigos para poder comunicarse
2.2. El analfabetismo audiovisual
2.3. Desmontar la analogía
2.3.1. El espacio
2.3.2. El tiempo
2.3.3. El movimiento
2.3.4. El montaje
2.3.5. El sonido
CAPÍTULO III. Un método para el análisis crítico
3.1. Cronometraje
3.2. Separación de las bandas
3.3. Recuento de planos
3.4. Descripción del contenido visual
3.5. Elementos de montaje
3.6. Descripción del contenido sonoro
3.7. Recomposición argumental
3.8. Lectura de sentido
3.9. Análisis de motivaciones
3.10. Determinación del universo de valores
CAPÍTULO IV. Hacia una visión integral de la obra
4.1. Visionado en continuidad
4.2. Reconocimiento de signos
4.3. Determinación de la estructura
4.4. Lectura argumental
4.5. Contextualización
4.5.1. Conceptual
4.5.2. Histórica
4.5.3. Política
4.6. Información complementaria
4.6.1. Sobre las condiciones de producción
4.6.2. Sobre los autores
4.6.3. Sobre la historia del medio
4.6.4. Sobre las fuentes
4.6.5. Sobre la recepción crítica
4.7. Lectura de sentido
4.8. Contrastación
CAPÍTULO V. Las dificultades de la alfabetización audiovisual
5.1. Individuales
5.2. Profesionales
5.3. Institucionales
5.4. El problema fundamental
CAPÍTULO VI. Consideraciones finales
6.1. Sobre el cine
6.2. La televisión
6.3. La publicidad
6.4. Otras modalidades
6.5. Una situación de emergencia
ÍNDICE DE PELÍCULAS CITADAS
BIBLIOGRAFÍA SELECCIONADA EN ESPAÑOL
La civilización democrática se salvará únicamente
si hace del lenguaje de la imagen una provocación
a la reflexión crítica, no una invitación a la hipnosis.
UMBERTO ECO (Apocalípticos e integrados, 1965)
Sobre el autor
Juan Antonio PÉREZ MILLÁN (Algeciras, 1948). Crítico y escritor cinematográfico. Licenciado en Historia y Diplomado en Psicología. Actualmente director de la Filmoteca de Castilla y León desde su creación en 1990 y profesor de Lenguaje Audiovisual en la Facultad de Bellas Artes de la Universidad de Salamanca. Técnico Superior de Cultura del Ayuntamiento de Salamanca, creó en 1980 la Escuela Municipal de Cine de esa ciudad y fue director de la Casa Municipal de Cultura. Ha sido director general de Promoción Cultural de la Junta de Andalucía (1982), director de la Filmoteca Española (1983-1986), Consejero de Educación y Cultura de la Junta de Castilla y León (1986-1987) y ha formado parte del equipo de dirección de la Semana Internacional de Cine de Valladolid (Seminci), en calidad de editor de publicaciones, desde 1989 a 2005.
Empezó a publicar críticas de cine en los años setenta y en revistas como “Triunfo”, “La Calle” y “Tiempo de Historia” mientras dirigía la colección de libros de cine “Zoom” en la Editorial Sígueme, de Salamanca. Ha realizado numerosas traducciones de libros de cine, pedagogía, filosofía y literatura y entre sus obras figuran: Eisenstein: La huelga (Sigueme. Salamanca, 1978), Nikita Mikhalkov. En busca de la armonía (Seminci. Valladolid, 1988), Pilar miró, directora de cine (Seminci. Valladolid, 1992; ed. corregida y aumentada: Festival de Huesca y Ed. Caimán, 2007), Pasqualino de Santis. El resplandor en la penumbra (Seminci. Valladolid, 1993), La memoria de los sentimientos: Basilio Martín Patino y su obra audiovisual (Seminci. Valladolid, 2002), Jerzy Kawalerowicz. Un cineasta entre el poder y la gloria (Festival de Huesca, 2003), Breaking the Code. Películas que burlaron la censura en España (Junta de Castilla y León. Valladolid, 2007), Cien médicos en el cine de ayer y de hoy (Ed. Universidad de Salamanca, 2008) y Cien abogados en el cine de ayer y de hoy (Ed. Universidad de Salamanca, 2010), estos últimos en colaboración con Ernesto Pérez Morán.
Introducción
Hace ciento veinte años, si damos por buena la fecha del 28 de diciembre de 1895 —celebración de los inocentes por el calendario eclesiástico, en curiosa e involuntaria premonición— los hermanos Lumière realizaron en París la primera proyección pública con un aparato que llamaban cinematógrafo. Desde entonces, el cine y los medios de expresión de algún modo derivados de él —la televisión, el vídeo, las imágenes digitales— se han convertido en la más formidable, masiva e influyente de las formas de comunicación inventadas por la humanidad a lo largo de su historia, además de en la base de unas industrias muy poderosas, y no solo desde el punto de vista económico.
No hay en la actualidad esfera de la vida pública ni privada que escape a la influencia de esos medios, cuya evolución tanto técnica como expresiva ha sido, además, rápida y profunda. Sin necesidad de recurrir a encuestas u otro tipo de estudios generalmente interesados, cabe afirmar que cualquier persona está hoy expuesta, desde su primera infancia, al influjo determinante de unos medios que se caracterizan, ante todo, por su inmediatez, su eficacia comunicativa, su atractivo para quien los contempla y su capacidad de penetración en todos los niveles de la personalidad individual y de los comportamientos colectivos.
Sin embargo, salvo experiencias muy concretas, basadas generalmente en el voluntarismo de quienes las emprenden contra viento y marea o en el afán pasajeramente innovador de algún organismo aislado, el cine y su lenguaje siguen estando fuera del ámbito fundamental de la enseñanza. Tras muchos años de resistencia tenaz, relacionada seguramente con la suspicacia cuando no la abierta hostilidad de las distintas religiones frente al universo de las imágenes en movimiento —“estimuladoras de las bajas pasiones, de la imaginación”, “peligrosas”, “muestrario de malos ejemplos y conductas inmorales”, entre otras expresiones por el estilo, que no les impidieron aprender a utilizarlas pronto como forma de adoctrinamiento, allí donde tuvieron poder para ello—, la institución escolar permitió la entrada esporádica de algunas películas instructivas, acompañadas casi siempre por la oportuna explicación de un enseñante que ayudase al alumnado a extraer los valores positivos y neutralizar los aspectos perniciosos de lo expuesto en el argumento del filme en cuestión.
Incluso cuando algunos movimientos de renovación pedagógica batallaron en su momento en pro de la introducción de la imagen cinematográfica en la escuela, la mayoría de las veces sus voluntariosos logros se tradujeron en esa práctica consistente en comentar películas, en aplicar a determinadas materias curriculares los ejemplos positivos o negativos que podían extraerse de ellas, cuando no en emplearlas lisa y llanamente para ilustrar esos temas, dado que resultaban más atractivas, entretenidas y cómodas que las clásicas explicaciones verbales o apoyadas con imágenes fijas de distintos tipos. Por no hablar de la maniobra que consistió en admitir ciertas materias relacionadas con el cine y lo audiovisual a través de asignaturas optativas o bien transversales, que a la postre y en términos objetivos pareció más destinada a neutralizarlas que a afrontarlas con la seriedad necesaria.
Independientemente de la buena voluntad y los esfuerzos de quienes se dedicaron a ello con entusiasmo, se trataba casi siempre de acercarse al contenido de las películas en cuestión, no de modo sistemático a las formas de expresión que proponían, no a su lenguaje —vocablo que emplearemos aquí en su sentido más amplio, sin entrar en disquisiciones terminológicas—, no a los elementos específicos de la comunicación audiovisual, y mucho menos a los posibles efectos sobre quienes contemplan sus creaciones.
Dejando por el momento a un lado los motivos por los que tales esfuerzos han tenido que hacerse siempre a contracorriente, lo más llamativo es que tampoco había una demanda especial de ese tipo de conocimientos. Trataremos de explicar más adelante por qué nadie en nuestras sociedades actuales, inundadas por formas audiovisuales de comunicación —todas ellas hasta hace poco unidireccionales, por cierto—, se siente audiovisualmente analfabeto. Y no nos referimos, claro está, ni al manejo de datos —fechas, títulos, autores— que hoy están al alcance de cualquiera, ni al de ese peculiar vocabulario —travelling, flash-back, voz en off u over— que durante mucho tiempo constituyeron las dudosas señas de identidad de la llamada cinefilia. Hablamos del dominio de los procedimientos expresivos del cine y sus derivados, como forma de asegurar lo que llamaremos comprensión del significado o significados de cada obra concreta, que nos parece condición imprescindible tanto para poder adoptar una actitud personal ante ella como para alcanzar un verdadero disfrute de la misma, más allá de la simple aceptación pasiva, el gusto superficial o el tan manido como engañoso entretenimiento.
Porque creemos que el acceso a esos mecanismos es hoy absolutamente necesario para personas de cualquier edad que viven inmersas en un mundo de pantallas que vomitan constantemente todo tipo de mensajes palmarios o encubiertos, es por lo que nos proponemos hilvanar en estas páginas una serie de reflexiones sobre la comunicación cinematográfica y audiovisual. Unos apuntes que, partiendo de su desarrollo histórico a grandes rasgos y tratando de desentrañar sus características fundamentales, desemboquen en la propuesta de unos métodos de análisis, sencillos pero desde nuestro punto de vista eficaces, que puedan ayudar en esa tarea, sea cual sea el nivel en el que vaya a llevarse a cabo.
Ni que decir tiene que, después de muchos intentos fallidos y dadas las circunstancias actuales, no nos atrevemos a imaginar siquiera que los poderes públicos de nuestro país pudieran asumir de una vez la enseñanza del lenguaje audiovisual entre las materias que deberían integrar el equipamiento básico de cualquier ciudadano desde una edad muy temprana. Y decimos básico puesto que, antes todavía, éste se habrá visto expuesto ya, y de forma intensiva, a la influencia de la televisión, por ejemplo. Aparte de que hay motivos sobrados para dudar de que unas instituciones obsesionadas con la educación como simple engranaje de los sacrosantos conceptos de productividad y competitividad fuesen capaces de admitir unos planteamientos que llevan consigo, de modo inevitable, el aprendizaje y la práctica de unas actitudes sustancialmente críticas.
Al formular esas ideas, hemos intentado evitar toda pretensión teoricista y huir en lo posible de los tecnicismos. Una y otros han contribuido en gran medida a aumentar la brecha que separa a los creadores de imágenes y a sus espectadores, quizá porque quienes desde la crítica y otras instancias similares se han erigido en mediadores entre unos y otros han acabado convirtiéndose muchas veces más en obstáculos difíciles de superar por su hermetismo y subjetividad que en puentes capaces de facilitar la reflexión como un servicio colectivo.
Renunciando a los habituales aparatos de citas bibliográficas y referencias eruditas —al final del volumen figura una bibliografía cuya consulta y contrastación será sin duda de gran provecho—, intentamos dirigirnos, no al especialista, sino al profesional de cualquier rama y al particular aficionado al cine que quieran adentrarse en el mundo de las imágenes para su propio beneficio o para ayudar a otros. Y ofrecemos como único aval, que tampoco tiene por qué ser una garantía, varias experiencias que abarcan desde la puesta en marcha de una escuela municipal de cine infantil y juvenil, en la Salamanca de los primeros años ochenta, hasta un par de décadas de enseñanza de Lenguaje Audiovisual y Teoría de la Comunicación Audiovisual en la Facultad de Bellas Artes de esa Universidad, pasando por cuantas oportunidades de experimentar con cursos, cursillos, seminarios, cineclubes y prácticas muy diferentes se nos han presentado a lo largo de todo ese tiempo.
Lo que sigue es, pues, resultado de una trayectoria que no se traduce en autoridad alguna, sino solo en el deseo de ser útil, siquiera parcialmente, siquiera en forma de destello ocasional, a quienes deseen pensar por libre sobre esas imágenes que nos asaltan en nuestra vida cotidiana, haciéndonos disfrutar en muchas ocasiones pero condicionando también nuestras mentalidades y comportamientos quizá bastante más de lo que nos gustaría admitir. Habría que desterrar de una vez por todas el tópico de que “una imagen vale más que mil palabras”. Eso solo puede ser cierto para quien no sepa leer… o no quiera reflexionar a partir de las imágenes, limitándose a consumirlas de forma acrítica.
Al presentar estas ideas por escrito, debo dar las gracias a los profesores María Clemente Linuesa y José Gimeno Sacristán, director de la colección “Razones y propuestas educativas”, así como a Ediciones Morata, que me han dado la oportunidad de hacerlo, y a cuantas personas —familiares, amigos, maestros, alumnos, compañeras y compañeros de trabajo— han estado a mi lado y me han ayudado tanto en ese ya largo recorrido. Muy especialmente a Ernesto Pérez Morán, de cuya tesis doctoral, citada en la bibliografía, me he permito tomar, con su autorización, varias formulaciones esclarecedoras.
CAPÍTULO PRIMERO
De la linterna mágica al teléfono móvil. Realidad y representación cinematográfica
Cuando los Lumière en Francia —o los hermanos Skladanowsky en Alemania o Thomas A. Edison en Estados Unidos, que esa cuestión importa poco a efectos prácticos— pusieron a punto sus artilugios de rodaje y proyección, lo primero que hicieron fue colocarlos delante de algo real. Se trataba, en síntesis, de máquinas capaces de simultanear, mediante una manivela, el arrastre de una cinta de celuloide recubierta con una emulsión fotosensible, en la que se impresionan muchas imágenes fijas y sucesivas, con la acción de un obturador intermitente que al proyectarlas impide detectar el desplazamiento entre ellas, de modo que lo que se percibe como imagen en movimiento es una sucesión de imágenes fijas que adquieren en nuestro cerebro sensación de movimiento, sea por el fenómeno de la persistencia retiniana, por el llamado efecto phi o por cualquier otro de los descritos en Psicología a través de la llamada teoría de la Gestalt o de la Forma y escuelas similares.
Dicen las crónicas que los espectadores de aquellas primeras proyecciones se sintieron fascinados, ante todo por la sorpresa del hecho en sí, y después por la impresión de estar asistiendo a algo que no habían podido contemplar en realidad, al no haberse encontrado en el lugar y en el momento en que se produjo lo que ahora veían sobre una pantalla. Había nacido eso que años después se conocería como cine documental y que con el paso del tiempo y los avances tecnológicos iba a estar también en la base de los programas informativos de televisión y en la de las imágenes que hoy envían a través de la Red tanto profesionales de la noticia como aficionados que tuvieron la oportunidad de presenciar algún hecho que les pareció relevante.
Aunque algunos de los pioneros no fueron conscientes de ello, surgió así un nuevo tipo de espectáculo, capaz de congregar en una sala oscura a numeroso público dispuesto a pagar unas monedas por ver prácticamente cualquier cosa que se le ofreciera, espoleado por la curiosidad que despertaba el hecho pero también por el placer de contemplar lugares, personas y acontecimientos que hasta entonces no habían visto nunca. Estaba en marcha, de forma aún incipiente, el negocio del cine como industria.
Sería equivocado pensar, sin embargo, que ese nuevo espectáculo había brotado de la nada. Además de tener detrás una larga serie de experimentos técnicos de todo tipo, en campos como la óptica, la física recreativa, la cronofotografía, la estereoscopía y sus derivados, la mayoría de ellos orientados a la contemplación individual de imágenes llamativas, poseía un antecedente inmediato de carácter colectivo: la linterna mágica. Lo que andando el tiempo se llamaría proyector de diapositivas y más recientemente power-point, para entendernos. Un sistema de proyección de imágenes fijas sobre una pantalla plana, dotado de una fuente de luz encerrada en una cámara oscura, un juego de lentes que primero condensan esa luz y después la difunden, permitiendo lanzarla a cierta distancia, y un soporte en el que se instalan las imágenes, generalmente dibujadas o impresas sobre un cristal transparente.
Pronto, y a lo largo de los siglos XVIII y XIX (CERAM, 1965; FRUTOS, 1996 y 1999), los linternistas ambulantes empezaron a combinar el efecto de varias linternas, la distancia de éstas a la pantalla —usando la retroproyección—, el giro de una imagen sobre otra y muchos procedimientos ingeniosos más, en busca de la ansiada sensación de movimiento1, todavía rudimentaria, a la vez que completaban el espectáculo con su voz, con diversos instrumentos musicales y con ruidos que aumentasen el realismo de lo contemplado.
Esas sesiones, previamente anunciadas y de frecuencia más o menos periódica —las fiestas locales, algunas fechas señaladas de la vida ciudadana, etcétera— habían acostumbrado ya al público a acudir a una sala oscura para dejarse encantar por lo que allí se le ofrecía. Vistas de viajes, lugares o etnias exóticas, historias mínimas —dadas las limitaciones físicas y narrativas del procedimiento—, gags sencillos y ocurrentes, incluso demostraciones de fenómenos naturales y otras aplicaciones didácticas… No en vano entre los creadores de ese artilugio figura el jesuita Athanasius Kircher, que lo utilizó a partir de mediados del siglo XVII en sus clases magistrales del Centro de Estudios Superiores de Roma. En cualquier caso, el cinematógrafo supuso una novedad solo relativa en cuanto espectáculo público y colectivo.
Pero se daba ya entonces una dicotomía que precedió asimismo en más de dos siglos a otra que ha reaparecido en la actualidad y que conviene tener también en cuenta: las personas cultivadas, de clase media y alta, solían contemplar con desprecio aquella diversión de barraca de feria, considerándola vulgar y populachera; sin embargo, algunas de ellas se procuraban una linterna mágica para uso privado, de aspecto más refinado y diseño elegante —parecida a un quinqué, pero pedantemente llamada lampadoscopio—, con la que sorprender y divertir a sus amistades en veladas galantes, mostrándoles las últimas novedades en materia de imágenes, que solían llegarles de forma periódica, mediante suscripción servida por el propio fabricante del aparato.
Cuando hoy se debate sobre el futuro del cine como espectáculo colectivo, frente al auge de los home-cinemas o el individualismo de la pantalla del ordenador y otros artefactos, convendría recordar que antes incluso de su implantación como tal espectáculo existió esa misma distinción, basada entonces en diferencias de clase social.
Porque el desdén manifestado por las élites cultas hacia las sesiones populares tuvo su reflejo en numerosas expresiones de literatos, pensadores e intelectuales en general, que durante años mantuvieron una actitud combativa contra lo que consideraban basto y degradante para el gusto, la imaginación y hasta la moral de las multitudes, que pronto habían hecho del cine una de sus distracciones favoritas.
Ese fenómeno, cuyas proporciones nos asombran todavía hoy, provocó a su vez en los fabricantes de los nuevos productos llamados películas un afán de legitimarlas social y culturalmente, relacionando sus argumentos con temas o espectáculos ya reconocidos, filmando representaciones de obras de teatro respetables o adaptando al nuevo medio novelas y relatos de prestigio. Entre ellos, muchos de origen bíblico, situados por encima de toda sospecha y suficientemente conocidos para la mayoría de los espectadores, que sin embargo nunca había podido verlos con sensación de movimiento.
1.1. Documental y ficción
Si los pioneros habían empezado colocando su cámara ante la realidad, muy pronto la emplazaron también ante espectáculos preexistentes, escénicos y similares, como si fuese un espectador más, que los filmaba para que pudiesen contemplarlos quienes no habían asistido a ellos. Y algunos de esos pioneros, como Georges Méliès, por ejemplo, que procedía del mundo de la magia blanca y las variedades, comprendió enseguida que podía servirse del nuevo artilugio para mostrar en una pantalla trucos, escamoteos y otros efectos sorprendentes que era imposible realizar en vivo. Un terreno en el que alcanzaría también muy pronto brillantes resultados el aragonés Segundo de Chomón, entre otros animosos experimentadores.
Estaba surgiendo el cine de ficción, incorporando además componentes imaginativos que abrían horizontes insospechados al nuevo medio. No solo se podía ver con sensación de movimiento real lo que había ocurrido lejos de la presencia del espectador, sino también contar historias cada vez más complejas, inventadas expresamente y que incluían aspectos muy variados, desde lo más cotidiano hasta lo puramente imaginario, fantástico u onírico.
Esas dos líneas, la documental y la de ficción, iban a seguir trayectorias paralelas hasta hoy, entrecruzándose en numerosas ocasiones, prestándose recursos una a otra y, con demasiada frecuencia, confundiéndose voluntaria o involuntariamente, en perjuicio del espectador, que influido por una costumbre irreflexiva o equivocado por ciertas teorías que estuvieron muy en boga hace años, tiende a conceder más credibilidad a lo que se le presenta como documental que a la ficción sin más; con las graves consecuencias que más adelante veremos.
Pero detengámonos un momento en esa diferencia. No se puede discutir que el origen material de los documentales y de las películas de ficción es distinto. Para abreviar podríamos llamar documental a la obra surgida de la filmación de algo que seguiría existiendo aunque no lo filmáramos, y ficción a la que supone la creación de algo —decorados, personajes, situaciones, diálogos— expresamente para ser filmado, y que de lo contrario no existiría. O, como ha formulado con sintética nitidez PÉREZ MORÁN en la tesis citada (2011, pág. 19), por lo que se refiere a ese origen material, “hacer documental es poner una cámara delante de algo, y hacer ficción, poner algo delante de una cámara”.
Pues bien, a partir de esa diferencia evidente, todo lo demás es espectáculo, creación, con esos materiales de tan distinta procedencia, de un producto capaz de llegar a un espectador, atraer su atención, satisfacer su curiosidad, despertar en él ciertas emociones, transmitirle quizás unos conocimientos nuevos y, desde luego, una determinada visión de las cosas filmadas y del contexto al que pertenecen.
Algún ejemplo servirá para apuntalar tan tajantes afirmaciones: los famosos documentales de naturaleza, que alcanzaron su máxima expresión con los trabajos del comandante Jacques-Yves Cousteau, los de National Geographic y en España los de Félix Rodríguez de la Fuente, están sin duda tomados de la realidad. Los animales que aparecen en ellos no son actores y, aunque estuvieran domesticados, difícilmente podrían seguir las indicaciones de un guión. Pero, ¿algún espectador resistiría ante el televisor contemplando las parsimoniosas evoluciones de un delfín si, en vez de cincuenta minutos, el documental durase lo que realmente tarda ese animal en realizar las acciones que se nos muestran? O dicho de modo más brusco, ¿a alguien que se dispone a ver ese documental le interesa lo que hace un delfín a lo largo de toda su vida, que es sin duda aburridísimo para un espectador acostumbrado a ver imágenes con sensación de movimiento y un determinado ritmo selectivo?
Bastará recordar el experimento realizado por Andy Warhol en los años sesenta, colocando una cámara ante el Empire State Building de Nueva York y filmando durante ocho horas ininterrumpidas (Empire, 1964), para comprobar que, aparte de su excentricidad, el resultado solo puede tener interés para algunos teóricos y son contadas las personas que lo han soportado entero.
También los equipos de producción de esos documentales de los que hablábamos han captado de la realidad una gran cantidad de material en bruto, pero han construido con él —en eso reside su mayor mérito— un relato capaz de atraer la atención del espectador medio. Han antropomorfizado las acciones espontáneas del delfín, mediante esa operación llamada montaje y con la ayuda de una banda sonora explicativa, hasta hacer que un macho y una hembra que quizá no se hayan encontrado jamás, y que pueden haber vivido de hecho en océanos muy distantes, interpreten en la pantalla una tierna peripecia de cortejo que emocionará a quien la contempla tanto como alguna escena de una película con personajes humanos. Lo mismo puede decirse de la búsqueda de alimento, el cuidado de las crías y cualquier otro aspecto de su existencia, siempre que se nos presente con el carácter de síntesis y la cadencia adecuada para mantener nuestra atención.
Y no hay fraude en esas operaciones, que son auténticamente creativas aunque partan de imágenes captadas de la realidad. Hay, como en las películas de ficción, elaboración de un espectáculo, según unas convenciones establecidas y que el espectador acepta cómodamente, sin ir más allá. El fraude residiría en presentar esas imágenes asegurando o dando a entender que son reales, y no en el sentido hiperbólico que la gran industria del cine dio a la expresión “real como la vida misma”, a modo de aval máximo para sus productos de ficción, sino queriendo decir subrepticiamente que son verdaderas2. Si se piensa en las repercusiones de este planteamiento sobre las imágenes supuestamente reales que se nos proporcionan a diario en cualquier programa informativo de televisión, se comprenderá la magnitud del asunto.
Es ejemplar en este terreno el caso de Las Hurdes, tierra sin pan (1933), de Luis Buñuel, con la colaboración de Pierre Unik, Eli Lotar, Ramón Acín y Rafael Sánchez Ventura en distintos cometidos3. El cineasta no ocultó (GUBERN y HAMMOND, 2009. pág. 182) que había hecho interpretar a los habitantes de aquella comarca deprimida las actividades que desarrollaban en su vida real, tras ensayar cuidadosamente para que se ajustaran lo más posible a lo previsto. Es muy conocida la escena de la cabra: al saber que los hurdanos rara vez comían carne, solo cuando se despeñaba de los elevados riscos circundantes alguno de esos animales, Buñuel hizo que dispararan a uno de ellos desde fuera del encuadre, pero no le importó que se viera fugazmente, en el borde derecho de éste, el humo del disparo…
Aunque hubiera sido un descuido, producto de las penosas condiciones materiales en que se realizó el montaje, es que el plano siguiente muestra la caída vista desde arriba del risco, con lo que tenemos que deducir que se trata de tomas diferentes de dos cabras distintas, dado que la cámara no habría podido ocupar la segunda posición, que era donde debía de estar el animal.
Algo parecido ocurre con el burro muerto tras ser atacado por las abejas escapadas de la colmena que transportaba, o con el niño cuyo entierro se realiza aguas arriba de un arroyo, con la niña que llevaba tres días enferma abandonada en la calle y con tantos otros pasajes de la película, cuidadosamente reconstruidos. E insistimos en que no hay la menor voluntad de engaño en todo ello, entre otras razones porque el comentario sonoro, escrito tiempo después del primer montaje, está redactado en primera persona del plural, con lo que cuando un niño escribe en la pizarra de la escuela una frase tan chocante en ese contexto como “Respetad los bienes ajenos”, la voz se encarga de subrayar que lo hace, no por su propia iniciativa ni la del maestro, sino “a instancias nuestras”; es decir, de los autores del filme, que establecen así la necesaria distancia mediadora entre la realidad, su representación y el espectador que contempla ésta.
A pesar de todo eso, la primera versión francesa de la película se iniciaba con el rótulo “Un documentaire de Luis Bunuel” y Las Hurdes, tierra sin pan ha quedado para la posteridad como uno de los grandes hitos de ese género, cuando se trata de una reconstrucción inventada expresamente para transmitir la sensación de lo que era la vida en aquella zona. Y la confusión a que ello induce ha llevado, por ejemplo, a muchos habitantes de Las Hurdes a denostar al cineasta aragonés por la mala imagen que proyectó sobre la comarca, cuando todo indica que su intención fue precisamente denunciar el abandono en que se encontraba por parte del gobierno republicano del llamado bienio negro —que prohibió la difusión de la película alegando los mismos motivos— y más adelante, cuando en 1937 se redactó el rótulo final que exhibe hoy la copia recuperada por la Filmoteca Española, alertar contra el levantamiento militar de julio de 1936.
La clave del problema de fondo se manifiesta, y tendremos que volver sobre ello, en esa expresión que se ha introducido a sangre y fuego y desde hace décadas en la mentalidad de cualquier ciudadano, que ni siquiera se cuestiona su significado: eso que me muestran debe ser verdad “porque lo he visto con mis propios ojos”… Como si entre los propios ojos y la supuesta realidad que se le presenta no existieran el objetivo de una cámara, la elección —o aceptación obligada— de un punto de vista por quien la maneja, el tamaño del encuadre y de las personas y objetos que aparecen en él, la incalculable importancia de lo que queda fuera, también de forma voluntaria o involuntaria, y tantos otros elementos a los que nos iremos refiriendo poco a poco.
Para explicarlo, se ha dicho con sorna que si en la primera película conocida de los hermanos Lumière, Salida de los obreros de la fábrica Lumière (La sortie des usines Lumière, 1895), la cámara la hubieran tenido los trabajadores en vez del patrón, el resultado habría sido probablemente diferente4.
Pero la confusión, deliberada o no, entre lo real y lo representado no es el primer engaño que acepta de buen grado cualquier espectador de cine, televisión, vídeo, etcétera. Antes ha sido, como apuntábamos, la sensación de estar contemplando imágenes en movimiento, cuando cualquier persona sabe o puede saber fácilmente que son fijas pero proyectadas con una cadencia determinada (24 por segundo en el cine sonoro convencional, 25 en televisión y sus derivados) para engañar a nuestro imperfecto sentido de la vista y hacer que envíe señales equívocas al cerebro.
Hay más. Cuando cuentan las leyendas fundacionales que los asistentes a las primeras sesiones públicas se levantaban espantados de sus asientos al ver acercarse en la pantalla un tren a toda velocidad, tenemos que aceptar que, junto a su ingenuidad, estaban confiriendo sensación de profundidad, de lejanía y cercanía, además de materialidad, a unas luces y sombras proyectadas sobre una especie de sábana que al entrar en la sala habían podido comprobar que no tenía más de un milímetro de espesor y posiblemente estuviera adosada a la pared, con lo que no cabían trucos a ese respecto5.
Habría que pensar en ello cuando los fabricantes de películas actuales se empeñan en vendernos como la última novedad cualquier artefacto que se supone que aumenta el realismo de las imágenes, a costa de perjudicar nuestros sentidos con unas molestas anteojeras y unos ruidos ensordecedores. Pero tendremos que revisar antes otros avances técnicos mucho más útiles, como fueron la incorporación del sonido sincrónico, el color, los grandes formatos de pantalla, etcétera. Avances que, al mismo tiempo que añadían atractivo a los productos, ampliaban el abanico de posibilidades expresivas del medio e incrementaban la sensación de realidad para un espectador que desde el principio se había mostrado dispuesto a aceptar como real casi cualquier cosa que se le ofreciera en la pantalla, por rudimentarios que fuesen el procedimiento de proyección e incluso la calidad de las imágenes mismas.
El hecho de asignar profundidad —una forma de relieve, al fin y al cabo— a ese juego de luces y sombras sobre un plano responde en el fondo al mismo efecto que se producía en las grandes salas provistas de anfiteatro y con la cabina detrás de éste cuando algún gracioso