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Por huir de una mujer, terminó amando a otra. Vecina excéntrica, amiga leal y provocadora totalmente inocente, la pícara Elissa Dean era justo lo que Kingston Roper necesitaba para salir de un lío de faldas. Las intenciones de su cuñada no eran nada fraternales, y King tuvo que preparar una farsa para desanimarla. La dulce Elissa sería la ideal para sacarle del lío. Todo fue bien hasta que vio a Elissa en su cama. Entonces sintió que la sangre le hervía y que el deseo se apoderaba de él. Pero eso le planteaba una serie de interrogantes: ¿Deseaba a una mujer a la que no podía tocar? ¿Iba a tocar a una mujer a la que no se atrevía a amar?
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Seitenzahl: 195
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Editado por Harlequin Ibérica.
Una división de HarperCollins Ibérica, S.A.
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28036 Madrid
© 2003 Diana Palmer
© 2024 Harlequin Ibérica, una división de HarperCollins Ibérica, S.A.
Como buenos vecinos n.º 178 - noviembre 2024
Título original: Fit for a King
Publicada originalmente por Harlequin Enterprises, Ltd.
Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial.
Esta edición ha sido publicada con autorización de Harlequin Books S.A.
Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares, y situaciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientos de negocios (comerciales), hechos o situaciones son pura coincidencia.
® Harlequin, Harlequin Deseo y logotipo Harlequin son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited.
® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia.
Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.
Imagen de cubierta utilizada con permiso de Harlequin Enterprises Limited.
Todos los derechos están reservados.
I.S.B.N.: 9788410747104
Conversión ebook: MT Color & Diseño, S.L.
Créditos
Capítulo 1
Capítulo 2
Capítulo 3
Capítulo 4
Capítulo 5
Capítulo 6
Capítulo 7
Capítulo 8
Capítulo 9
Capítulo 10
Capítulo 11
Capítulo 12
Si te ha gustado este libro…
Elissa se sentía extraña en la gran cama de matrimonio, lo que por otra parte no era nada raro, teniendo en cuenta que no era la suya. Esa cama pertenecía a Kingston Roper, y de no haber sido por la amistad que los unía, ella nunca hubiera accedido a hacerle ese «pequeño favor». Su propia cama estaba en su casa de la playa, en la jamaicana Bahía de Montego, a solo unos metros de la gran villa de King.
Durante los últimos dos años, Elissa había pasado de ser simplemente una vecina molesta a convertirse en la única amiga de King. Y «amiga» era la palabra exacta; porque desde luego no eran amantes. Elissa Gloriana Dean, a pesar de todas sus excentricidades y aspecto desinhibido, era bastante inocente. Sus padres misioneros le habían dado una educación rígida y puritana, y ni siquiera su éxito en el sofisticado mundo de la moda le había servido para liberarse en un sentido físico.
Esa misma mañana, al llegar a la isla, no había encontrado a King en casa. De mala gana, se había puesto a trabajar en la nueva colección que preparaba, y hacía tan solo una hora que él la había llamado por teléfono con aquella extraña petición; luego, cuando accedió a ayudarlo, colgó sin dar explicación alguna. Elissa no podía imaginarse por qué quería que la encontrasen en su cama. Él no parecía estar saliendo con nadie. Pero quizá simplemente estuviera tratando de quitarse de encima a alguna pelmaza demostrándole que ya estaba ocupado. Aunque esa táctica no era propia de King; él solía decir lo que pensaba, y nunca se andaba con rodeos, ni siquiera con las personas que quería. Pero todas aquellas suposiciones no la iban a sacar de dudas. No le quedaba otro remedio que esperar a oír lo que King tendría que decir.
Se estiró voluptuosamente en la cama disfrutando del frío contacto de las sábanas de satén contra su piel. Se había puesto un erótico camisón de seda abierto hasta las caderas por ambas partes y escotado hasta el ombligo. Elissa admitía que esa atrevida prenda formaba parte de su yo oculto. Exteriormente podía ser bastante reprimida, pero en su cabeza jugaba con la idea de ser una mujer mundana y provocativa.
Solo con King podía destapar sin riesgos a esa otra mujer que llevaba dentro, porque él nunca se la había acercado físicamente; con King podía coquetear a sus anchas. Aunque era amable con la mayoría de los hombres, siempre tenía cuidado de no provocarlos. En el momento en que uno empezaba a confundir su amabilidad con algo menos inocente, ella se retiraba a su caparazón y destruía la fantasía. Una cosa era pretender ser sexy y otra muy distinta llevarlo hasta sus últimas consecuencias. Había tenido una experiencia bastante desagradable en su adolescencia que la había hecho una mujer extremadamente desconfiada en ese terreno.
Kingston Roper de vez en cuando podía ser un completo enigma, como en ese momento. Sabía que era un ocupado hombre de negocios, dedicado al petróleo y al gas además de tener otros intereses diversos. Había heredado la compañía familiar en un estado ruinoso y utilizando su habilidad para los negocios había hecho una fortuna. Desde luego, a su éxito había contribuido su hermanastro, aunque de una manera bastante involuntaria. El padrastro de King había repartido sus negocios entre los dos, y entre ellos se había creado una rivalidad que al final había resultado beneficiosa.
Aunque Elissa y King charlaban con frecuencia, lo cierto era que casi no hablaban de su vida privada y, consecuentemente, ella no sabía nada de su familia; o muy poco. Su hermanastro Bobby estaba casado y King había dicho algo sobre una visita de él y de su esposa. Pero durante esos días Elissa había tenido que volver a los Estados Unidos para supervisar la presentación de su última colección, y no los había visto.
Sonrió otra vez pensando en el éxito que había tenido esa colección, y que le iba a permitir pasar una larga temporada en Jamaica. En realidad, no había sido fácil; el mercado tardó mucho tiempo en aceptar su estilo, pero al fin las ventas se estaban disparando y sus problemas económicos habían desaparecido. La pequeña casita había sido un gran consuelo durante los dos últimos años; la había comprado durante unas vacaciones a precio de ganga y siempre que necesitaba descanso o inspiración dejaba la casa familiar de Miami y se refugiaba en la soleada Jamaica.
Cuando llegaba a su retiro en Jamaica se relajaba visitando a King, que últimamente casi parecía tener allí su residencia permanente. Pero el King de hacía dos años tenía poco que ver con el actual. Cuando lo conoció era un hombre huraño y retraído que solo pensaba en sus negocios. Pero gradualmente se había ido ablandando y tomando confianza, y ahora eran verdaderos amigos. Elissa sonrió y aguzó el oído para escuchar los ruidos que venían de la habitación contigua. Luego, al comprender que se trataba solo de Warchief murmurando incoherencias en su jaula, se relajó.
El gran loro del Amazonas era propiedad de Elissa, pero nunca se lo había llevado a los Estados Unidos. Warchief pertenecía a su isla tropical y Elissa lo quería demasiado para sacarlo de su ambiente. King también sentía especial debilidad por el loro, y siempre se lo quedaba cuando Elissa estaba ausente.
Con cierto orgullo, recordó que había sido Warchief el que los había puesto en contacto. Elissa había dejado su cuenta temblando para comprar el gran pájaro verde a su anterior dueño, que se había trasladado a un piso. Warchief definitivamente no era un pájaro de apartamento. Se pasaba el día entero vociferando y cuando estaba de buen humor le daba por hacer su perfecta imitación del grito de guerra de los indios.
Por aquel entonces, Elissa no sabía una palabra sobre pájaros, y menos sobre los loros del Amazonas. Había llevado a Warchief a su casa, y en pocos minutos, cuando intentó tapar la jaula descubrió por qué su anterior propietario estaba entusiasmado por la venta.
Cuando el loro empezó a imitar el sonido de una sirena de la policía Elissa se mordió los labios. ¿O era realmente la policía? ¿No sería que el vecino de la gran casa blanca se había hartado y llamado a la policía?
En ese momento, un autoritario golpe en la puerta principal la había sobresaltado.
—¡Calla, Warchief! —le había rogado al loro, consiguiendo solo que este redoblara sus gritos golpeando las barras de la jaula como un poseso.
Pero no fue la policía. Fue mucho peor. Era el hombre frío y duro que vivía en la mansión cerca de la playa. El individuo que parecía tan inexpugnable como una pared de piedra. Parecía furioso y Elissa se preguntó si conseguiría hacerle creer que no estaba en casa.
—¡Abra la puerta o lo hará la policía! —rugió una voz profunda.
Con un suspiro resignado Elissa le abrió. Él era un hombre alto y delgado, de aspecto peligroso; empezando por su oscuro pelo rizado y su camisa desabrochada, hasta los pantalones cortos que descubrían sus largas y musculosas piernas. Tenía un tórax que hubiera despertado pasiones en una mujer más liberada que Elissa. Era ancho y cubierto de una espesa mata de vello oscuro que se rizaba por debajo de la línea de su estrecha cintura. Su rostro parecía tallado en piedra: duro y masculino, con la nariz recta y los ojos profundos y oscuros. Olía a colonia de hombre, probablemente cara a juzgar por el Rolex que llevaba en la muñeca.
—¿Sí? —dijo con una sonrisa insegura.
—¿Qué demonios está pasando aquí? —preguntó él secamente.
Ella parpadeó.
—Le pido perdón.
—He oído gritos —dijo él mirándola fijamente con sus ojos negros como el azabache.
—Sí, bueno, eran gritos, pero…
—Compré mi casa precisamente por su entorno tranquilo y silencioso —la interrumpió sin miramientos—. Me gustan la paz y la tranquilidad, y he venido desde Oklahoma para conseguirla. No me gustan las fiestas.
—Oh, a mí tampoco —dijo Elissa seriamente.
En ese momento Warchief lanzó un alarido que hizo vibrar los cristales de las ventanas.
—¿Por qué grita esa mujer? ¿Qué clase de gente tiene con usted, señorita?
El hombre de Oklahoma la dirigió una helada mirada antes de entrar en la casa y empezar a buscar la fuente del grito.
Elissa suspiró y se recostó contra el quicio de la puerta mientras él entraba en el dormitorio y luego en la cocina, siempre murmurando algo sobre asesinatos sangrientos y la falta de consideración de los vecinos en esa parte de la isla.
Warchief empezó a reírse en una absurda parodia de la voz de un hombre y luego volvió a gritar.
El hombre había vuelto, con el ceño fruncido y las manos en las caderas. Y entonces su mirada encontró la jaula cubierta.
—¡Ayudaaaaa! —gimió Warchief en ese momento provocando la sorpresa del extraño.
—La fiesta salvaje —lo informó Elissa con calma—, está ahí dentro. Y «salvaje» es la palabra apropiada para lo que hay en esa jaula.
—¡Socorro! —gritó el loro—. ¡Sálvenme!
El hombre quitó la cubierta oscura y Warchief inmediatamente fijó su atención en él.
—¡Hola! —zumbó saltando desde la percha hasta la puerta de la jaula—. Soy un buen chico. ¿Quién eres tú?
El intruso parpadeó.
—Es un loro —murmuró para sí boquiabierto.
—Soy un buen chico —dijo Warchief empezando a reírse desaforadamente.
Como para demostrarlo, se puso cabeza abajo y ladeó la cabeza sin dejar de mirar al hombre.
—¡Qué lindo! —soltó de pronto.
«Lindo» no era exactamente la palabra que Elissa hubiera empleado, pero tenía que reconocer que ese maldito loro tenía buen gusto. Se tapó la boca con la mano para no soltar una carcajada.
Warchief extendió las plumas de la cola y, erizando la cresta, lanzó otro de sus silbidos. El hombre de Oklahoma levantó una ceja.
—¿Cómo le gustaría? —preguntó mirando a Elissa—. ¿Frito o asado?
—¡No puede hacer eso! —gimió ella de broma—. ¡Solo es un bebé!
En ese momento, el loro imitó el pitido de una locomotora.
—¡Calla! —gritó el hombre tapándose los oídos.
Elissa ahogó una risita.
—Es terrible, ¿no le parece? —preguntó risueña—. Ahora comprendo por qué su dueño quería deshacerse de él antes de mudarse a un apartamento.
El extraño miró la pila de revistas de pájaros que había sobre una mesita.
—¿Y bien? ¿Ya sabe lo que tiene que hacer cuando se pone a gritar?
—Desde luego —repuso Elissa irónicamente—. Hay que tapar la jaula. Siempre funciona. Los expertos garantizan que todas las veces doblará el volumen de sus gritos.
Él miró la portada de una revista.
—Este número es de hace tres años.
Elissa se encogió de hombros.
—Yo no tengo la culpa de que las revistas de pájaros no estén de moda en la isla. El propietario me las dio junto con la jaula.
Los ojos del hombre le dijeron muy claramente lo que pensaba de las revistas, de la jaula y del pájaro. Y de ella también.
—Grita un poco —se defendió ella, incómoda bajo su mirada—. Pero en el fondo es un buen pájaro. Incluso deja que lo acaricien —añadió, no muy convencida.
—¿Le importaría demostrármelo?
—No creo que sea necesario.
Pero al ver la mirada de su vecino, Elissa no tuvo más remedio que acercarse y extender una mano. El loro volvió a reírse y la golpeó ligeramente con el pico. Elissa retiró la mano apresuradamente.
—Bueno, a veces se deja acariciar —corrigió.
—¿Le importaría intentarlo otra vez? —preguntó él con los brazos cruzados sobre el ancho pecho.
Ella se puso las manos a la espalda.
—No, gracias. Tengo en gran estima mis diez dedos —murmuró.
—No lo dudo. Pero, ¿para qué demonios quiere un loro? —preguntó él sinceramente intrigado.
—Estaba sola —dijo Elissa con franqueza.
—¿Y por qué no se busca un amante? —preguntó él bruscamente.
Ella lo miró y en sus ojos vio un brillo travieso.
—Eso no es problema suyo —respondió secamente, escondiendo la intranquilidad que le habían producido sus palabras.
—Bueno, bueno —dijo él sonriendo.
En ese momento Warchief, sintiéndose relegado a un segundo plano, volvió a la carga con renovado ímpetu. El escándalo fue impresionante.
—¡Por Dios, chico! —exclamó el hombre.
—A lo mejor es una chica —comentó Elissa—. Parece que le gusta usted mucho.
El hombre miró al loro.
—No me gusta cómo me mira.
—El propietario me aseguró que no pica —dijo Elissa vacilando.
—Veremos.
El hombre metió la mano en la jaula y Warchief se acercó a investigar.
No era un pájaro con malas intenciones; simplemente le gustaba probar su fuerza. Pero el hombre de Oklahoma tenía unos dedos recios. Dejó a Warchief picotear durante un rato y luego le apretó el pico.
—¡No! —le dijo firmemente.
Entonces cogió la cubierta y tapó la jaula. Para sorpresa de Elissa, el loro guardó silencio.
—A los animales hay que dejarles claro quién es el amo —le dijo a Elissa—. Nunca retire la mano si empieza a picotearla; pero no le deje hacerlo fuerte.
—Sabe usted mucho de pájaros.
—Tuve una cacatúa. Se la regalé a un amigo porque no suelo estar mucho en casa.
—Es usted de oklahoma, ¿no fue eso lo que dijo? —preguntó Elissa con curiosidad.
—Sí.
—Yo soy de Florida. Diseño moda para una cadena de boutiques. Podría hacerle un traje de verano —añadió, examinándolo con ojo crítico.
El hombre la miró de hito en hito.
—Primero el loro y ahora esto. No sé lo que es peor señorita, si usted o la mujer que vivía aquí antes.
—¿La mujer a la que le compré la casa? —preguntó Elissa haciendo memoria—. ¿Qué pasaba con ella?
—Le gustaba tomar el sol desnuda cuando yo nadaba —murmuró él tristemente.
Elissa sonrió al acordarse de la mujer. Rondaba la cincuentena y era lo más parecido a un balón que había visto nunca.
—No tiene gracia —dijo él.
—Sí, la tiene —rio Elissa.
Pero él seguía sin sonreír. A pesar de sus breves comentarios del principio, no parecía ser un hombre con mucho sentido del humor.
—Todavía he de trabajar tres horas más antes de poder irme a dormir —dijo él secamente dándose la vuelta—. De ahora en adelante, cubra al loro con la manta cuando empiece a armar jaleo. Lo entenderá tarde o temprano. Y no lo tenga despierto hasta tarde. No es bueno para él. Los pájaros necesitan dormir doce horas por lo menos.
—Sí, señor. Gracias, señor. ¿Algo más, señor? —preguntó Elissa impertinentemente mientras lo acompañaba hacia la puerta.
Él se detuvo y le dirigió una mirada penetrante.
—¿Cuántos años tiene usted, jovencita? ¿Ha salido ya de la guardería?
—En realidad, ya he pedido plaza para el asilo de ancianos —replicó Elissa sonriendo—. Voy a cumplir los veintiséis. Apuesto que unos veinte menos que usted, ¿no?
Él parecía desconcertado, como si nunca nadie hubiera osado hablarle en aquel tono.
—Tengo treinta y nueve —dijo mecánicamente.
—Pues yo le echaría unos cuarenta y cinco —dijo Elissa estudiando su rostro duro y con ciertas arrugas—. También apostaría a que nunca se toma vacaciones y cuenta el dinero todas las noches. Tiene usted toda la pinta.
Las cejas del hombre se alzaron de nuevo.
—¿Rico y amargado quizá? —continuó Elissa.
—Soy rico pero no estoy amargado.
—Sí, lo está. Simplemente no se da cuenta. Pero no se preocupe. Ahora que me ha conocido lo salvaré de sí mismo. Será un hombre nuevo sin darse cuenta.
—Me gusto tal y como soy —dijo él concisamente—. Así que déjeme en paz. No quiero ser remodelado por nadie, y menos por una modista repipi.
—Soy diseñadora.
—No me engañe, señorita; no tiene edad suficiente.
El hombre le dio unos golpecitos en la cabeza, el primer indicio de buen humor que Elissa le descubría.
—Vete a la cama, criatura.
—Tenga cuidado de no tropezar con sus largas barbas, abuelo —le contestó Elissa mientras el hombre avanzaba hacia la puerta.
No se volvió, ni añadió una sola palabra de despedida. Simplemente continuó andando.
Y ese había sido el comienzo de una gran amistad. En los meses siguientes, Elissa había averiguado algunas cosas sobre su taciturno vecino, pero sobre todo había aprendido a conocerlo. Su nombre completo era Kingston, pero nadie lo llamaba King. Excepto Elissa. Pasaba la mayor parte de su tiempo dedicado a los negocios. Aunque viajaba con mucha frecuencia, en los últimos tiempos tenía su hogar en Jamaica, y solo las personas que realmente lo necesitaban sabían cómo ponerse en contacto con él allí. Era muy celoso de su intimidad y evitaba las fiestas de sociedad habituales en el círculo de americanos que vivían en la Bahía de Montego. Pasaba su poco tiempo libre paseando por la playa y aparentemente disfrutaba de su soledad. Durante años había llevado esa clase de vida y estaba a gusto. Pero tal y como ella había dicho, Elissa lo había salvado de sí mismo.
Aunque ella no solía fiarse de la mayoría de los hombres, instintivamente había confiado en King. Él parecía no tener el más mínimo interés por ella como mujer, y cuando las semanas pasaron sin que él intentara acercamiento alguno en ese sentido, Elissa empezó a sentirse completamente segura a su lado. Eso le permitía dar rienda suelta a su fantasía de parecer la mujer sofisticada y mundana que le hubiera gustado ser. Era una ilusión, desde luego, pero a King no parecía importarle su a veces descarado coqueteo. La trataba como a una jovencita traviesa, tomándole el pelo unas veces y consintiéndola otras. Y eso le agradaba a Elissa. Hacía tiempo que sabía que no encajaba en el mundo moderno. Ella no podía acostarse con un hombre simplemente porque estuviera de moda. Y como quiera que la mayoría de los hombres que había conocido habían esperado ese detalle por su parte, ella simplemente no los frecuentaba. Había habido un hombre importante para ella cuando tenía veinte años. Una auténtica joya, hasta que se lo presentó a sus padres. Nunca más lo volvió a ver.
Sin entrar en su concepto religioso de la vida, sus padres no eran muy corrientes por otros motivos. Su padre coleccionaba lagartos y su madre era un miembro destacado y activo en el departamento del sheriff. Eran gente rara. Estupendos pero raros. Hacía tiempo que había dejado de esperar comprensión por parte de sus amigos hacia sus padres; no podía imaginar uno solo que entendiera realmente a su familia. Así que era una buena cosa que hubiera decidido morir virgen.
Afortunadamente, King no tenía en mente nada que pusiera en peligro su decisión, y por eso era el compañero perfecto y en cierta medida una defensa contra los hombres mientras ella estuviera en la isla. Un refugio seguro. Y no solo eso, sino que él necesitaba ayuda para no convertirse en un ermitaño. ¿Y quién mejor que Elissa para despertarlo de su letargo?
Al principio se había conformado con dejarle pequeños mensajes, como por ejemplo: «Demasiada soledad conduce al aislamiento», o: «Tanto sol no es bueno para su salud». Elissa colocaba las notas en la puerta de su mansión, en el parabrisas de su coche, e incluso bajo la roca donde le gustaba sentarse y mirar la puesta de sol. Poco a poco, fue cambiando de táctica, haciéndose cada vez más osada. Le cocinaba platos y le dejaba flores en la puerta.
Cierta vez, él fue a verla para decirle que dejara de atosigarlo… y la encontró esperándolo con una comida especial. Esa fue la última gota que colmó el vaso, y finalmente él dejó de pretender que la ignoraba. Después de aquello, King iba a comer al menos una vez a la semana, y de cuando en cuando paseaban juntos por la playa.
El único enigma en él era su falta de vida amorosa. Era un hombre tremendamente atractivo y físicamente casi perfecto. A su edad, Elissa hubiera esperado que estuviese casado. Pero no lo estaba y era obvio que nunca lo había estado. Tenía citas ocasionales, pero Elissa nunca le había visto llevar a una mujer a su casa para pasar la noche. Incluso en su inocencia, Elissa sabía que era muy raro que un hombre como él pasara tanto tiempo solo. Pensaba en ello a menudo, y una vez reunió el coraje suficiente para preguntarle sobre ello abiertamente. Pero la expresión de King se había endurecido y había cambiado de tema. Ella no le había vuelto a preguntar.
Elissa volvió a estirarse perezosamente en la cama y miró el reloj. King debía estar a punto de llegar. Ella lo único que tenía que hacer era tumbarse y parecer que se acababa de despertar. No sabía por qué King quería dar esa impresión, ni a quién, pero una vez la había salvado de un marinero insistente, y ahora tenía que devolverle el favor.
Elissa oyó la puerta de entrada y voces que subían desde el vestíbulo. Reconoció la de King y durante un instante se imaginó que ella lo estaba esperando como si fuera su amante. El pensamiento no la asustó en absoluto; de hecho, su cuerpo empezó a reaccionar de forma rara y se asombró de sí misma.
Entonces, la puerta de la habitación se abrió y King apareció acompañado de la rubia más bonita que Elissa había visto jamás.
La joven tenía una mirada de deseo desesperado y la expresión de King no era muy diferente.
¿Quién sería esa mujer? ¿Y por qué quería King deshacerse de ella cuando se veía tan claramente atraído por la joven? Elissa estaba tan confundida que casi olvidó jugar su papel.
—Hola, cariño —dijo Elissa con voz de sueño.
Se estiró bajo las sábanas y bostezó delicadamente.
—Me he vuelto a quedar dormida —añadió con intención, y esperó la reacción de la rubia.