Connal - Diana Palmer - E-Book
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Diana Palmer

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Beschreibung

Unos texanos altos y guapos... Eran duros y fuertes... y los hombres más guapos y dulces de Texas. Diana Palmer nos presenta a estos cowboys de leyenda que cautivarán tu corazón. Connal Tremayne vivía atormentado desde que perdió a su esposa en trágicas circunstancias. Al cumplirse el aniversario de aquella fecha, se emborrachó para ahogar los remordimientos de su conciencia, y Pepi Mathews, la hija de su jefe, trató de ayudarlo. Sin embargo, lo que no esperaba la joven al seguirlo a una cantina de una ciudad de México, era que la llevara a una capilla y le pidiera que se casara con él. Pepi le siguió el juego, segura de que el certificado de matrimonio no tendría validez en los Estados Unidos, pero al día siguiente, iba a descubrir que su unión era perfectamente legal...

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Editado por HARLEQUIN IBÉRICA, S.A.

Núñez de Balboa, 56

28001 Madrid

© 1990 Diana Palmer

© 2014 Harlequin Ibérica, S.A.

Connal, n.º 1423 - septiembre 2014

Título original: Connal

Publicada originalmente por Silhouette® Books.

Publicada en español en 2003

Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial. Esta edición ha sido publicada con autorización de Harlequin Books S.A.

Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares, y situaciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientos de negocios (comerciales), hechos o situaciones son pura coincidencia.

® Harlequin, Julia y logotipo Harlequin son marcas registradas propiedad de Harlequin Enterprises Limited.

® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia. Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.

Imagen de cubierta utilizada con permiso de Harlequin Enterprises Limited. Todos los derechos están reservados.

I.S.B.N.: 978-84-687-4639-5

Editor responsable: Luis Pugni

Conversión ebook: MT Color & Diseño

Capítulo 1

AUNQUE solía estar allí a esa hora del día, Penélope sabía que no lo encontraría en el establo ese día. Durante el resto del año, C.C. Tremayne siempre se adelantaba a sus hombres para alimentar a los animales, sobre todo desde que la sequía de las últimas semanas hubiera tornado los verdes pastos en hierba seca. Aquel había sido un fuerte revés para el padre de Penélope. Aun con la proximidad del río, el agua era un recurso muy escaso en aquella zona, y los pozos se secaban continuamente, dejando vacíos los tanques de agua.

El oeste de Texas solía ser bastante caluroso a mediados de septiembre, pero, esa tarde, se había levantado una ventisca, y hacía incluso algo de frío. Estaba empezando a oscurecer, y Penélope sabía que si no lograba encontrar a C.C. antes que su padre, las cosas se pondrían muy feas. Ben Mathews y su capataz ya habían tenido sus más y sus menos las últimas semanas, y Penélope no quería que hubiera un enfrentamiento entre ellos.

Penélope estaba segura de que C.C. estaba emborrachándose en algún lugar, porque era «esa fecha» otra vez. Solo Penélope sabía el significado que ese día del año tenía para C.C. Una vez había estado enfermo, con la gripe, y ella había estado cuidándolo. Había tenido una fiebre muy alta, y por su delirio se había enterado de cosas que de otro modo él jamás le habría contado. Claro que ella no le había dicho nada porque sabía que a C.C. no le gustaba que los demás supieran nada de su vida privada, ni siquiera la chica que estaba loca por él. C.C.... así era como lo llamaban todos en el rancho, porque nadie sabía cuál era el nombre tras esas iniciales.

Sin embargo, el amor de Penélope por C.C. no era un amor correspondido. No, él jamás le había dado muestra alguna de que sintiese algo por ella, pero Penélope no había podido evitar enamorarse de él como una tonta en cuanto pisó el rancho. Entonces ella solo tenía diecinueve años, y su padre lo había contratado como capataz, ya que se acababa de jubilar el hombre que había desempeñado el trabajo hasta ese momento. Había sido un auténtico flechazo. En el instante en que sus ojos se posaron sobre él, alto y atlético, moreno, y de mirada intensa, se enamoró perdidamente de él.

De eso hacía ya tres años, y sus sentimientos seguían siendo los mismos. Probablemente nunca dejaría de amarlo. En ese momento vio luz en el barracón de los peones, y contrajo el rostro disgustada. Tenía que ser C.C. quien estuviera allí, porque todos los hombres estaban fuera, en los pastos, conduciendo al ganado. Seguramente estaba bebiendo, como se temía. Si su padre lo encontraba emborrachándose lo echaría del rancho con cajas destempladas. El alcohol era algo que Ben Mathews no estaba dispuesto a tolerar en su rancho, ni siquiera en un hombre como C.C., a quien respetaba, y por quien sentía bastante simpatía.

Penélope apartó de su rostro un mechón castaño rojizo y se mordió el labio inferior. Se había recogido el cabello en una coleta con un lazo de terciopelo marrón claro a juego con sus ojos. No era muy bonita, y siempre había envidiado la esbeltez de sus amigas. Su médico de cabecera le decía que no le sobraba nada, que simplemente tenía la complexión propia de su sexo, y que lo antinatural eran las mujeres flacas como espinas de pescado, sin una curva, pero ella no se convencía. ¡Cómo le gustaría haberse parecido un poco a Edie, la elegante divorciada con la que solía salir C.C.! Edie era lo que los hombres llamaban «un bombón»: rubia, ojos azules, sofisticada...

Penélope se detuvo frente a la puerta del barracón, se frotó nerviosa las manos en los vaqueros, se arrebujó en su chaqueta de nailon para protegerse del frío viento y llamó con los nudillos.

—Lárgate —contestó una voz ronca desde dentro.

La joven reconoció el timbre del capataz y suspiró. Giró el picaporte con la mano enguantada y pasó al agradable calor del gran dormitorio común, con una fila de camas a lo largo de toda la pared. Al fondo estaba la cocina, donde los hombres podían prepararse algo de comer si lo deseaban, aunque casi ninguno de ellos pasaba demasiado tiempo allí. Todos los peones fijos estaban casados, por lo que allí solo se alojaban los trabajadores temporales que se contrataban en esa época, cuando había más actividad por el nacimiento de los terneros y la feria de ganado. Ese año tenían seis, pero se marcharían la semana siguiente, con lo que C.C. volvería a tener el barracón para él solo.

La joven lo encontró sentado en una silla, con las botas llenas de barro cruzadas sobre la mesa, el sombrero vaquero casi ocultándole los ojos, y las fuertes manos en torno a un vaso medio lleno de whiskey. Al verla entrar, levantó un poco el sombrero, la miró con sorna, y volvió a dejarlo caer.

—¿Qué diablos quieres? —le preguntó con brusquedad.

—Salvar tu miserable pellejo, si es que puedo —contestó ella en el mismo tono cortante.

Cerró de un portazo, se quitó la chaqueta, dejando al descubierto el jersey de angora blanco que llevaba debajo, y se fue directa a la cocina para hacerle un café bien cargado.

—¿Tratando de salvarme de nuevo, Pepi? —se rio él tras observarla sin interés—. ¿Por qué?

—Porque muero de amor por ti —masculló ella mientras ponía el café molido en el filtro. Era la verdad, pero lo había dicho de modo que sonara como si fuera mentira.

C.C., por supuesto, no la creyó, y soltó otra risotada.

—Seguro —dijo.

Apuró lo que quedaba en el vaso de un trago y extendió la mano hacia la botella, pero Pepi fue más rápida que él. La agarró por el cuello, y la vació por el fregadero antes de que él pudiera impedirlo. C.C. se había puesto de pie tambaleándose.

—¡Condenada chiquilla! —le gruñó mirando la botella, ya vacía, sobre la encimera—. ¡Era la última que me quedaba!

—Mejor, así no tendré que volverme loca buscando el resto —dijo ella mientras enchufaba la cafetera—. Siéntate. Te estoy haciendo café y te lo vas a tomar. Eso te aclarará la cabeza, porque si mi padre te encuentra así...

—Pero no ocurrirá, ¿verdad, cariño? —murmuró él, burlón, acercándose por detrás, tomándola por los hombros, y atrayéndola hacia sí—. Tú me protegerás, como siempre.

La joven tuvo que tragar saliva para ignorar el cosquilleo que le producía sentir el calor de su cuerpo.

—Algún día no llegaré a tiempo —suspiró—. Y entonces, ¿qué será de ti?

Él la hizo girarse, y la tomó de la barbilla, para que lo mirara a los ojos. La joven se estremeció.

—A nadie le he importado jamás... excepto a ti —murmuró él, poniéndose serio de repente—. Pero no estoy seguro de querer que una chiquilla me trate como si fuera mi madre.

—Ya no soy una chiquilla —protestó ella. Quiso retroceder un poco, porque su proximidad la estaba volviendo loca, pero su espalda chocó contra el aparador.

Una sonrisa divertida se había asomado a los labios de C.C., y sus dedos juguetearon con un mechón de la joven, poniéndola aún más nerviosa.

—¿Ah, no? ¿Cuántos años tienes ahora?

—Sabes muy bien que tengo veintidós años —contestó ella, intentando controlar el ligero temblor en su voz. Incluso alzó el rostro y lo miró directamente a los ojos, para que no notara hasta qué punto la turbaba.

—Para un hombre de treinta, como yo, eres una chiquilla —masculló él—. Y además, ¿por qué diablos te tomas tantas molestias por mí?

—Porque para mi padre eres un valor seguro. Cuando te contrató estábamos al borde de la quiebra —le respondió Pepi—, y gracias a tu buen hacer aún seguimos a flote. Pero, por mucha estima que te tenga, sigue odiando el alcohol.

—¿Por qué?

La joven se quedó callada un momento.

—Mi madre murió en un accidente de tráfico un año antes de que tú llegaras —le explicó—. Mi padre había estado bebiendo, y era él quien conducía.

En esas circunstancias ella habría esperado un «lo siento», pero C.C. no era un hombre convencional. Se quedó en silencio, y se volvió a sentar, observando cómo ella buscaba en el aparador una taza que no estuviera picada. Cuando hubo encontrado una, mientras vertía el café, Penélope giró la cabeza por encima del hombro y vio que C.C. se estaba frotando las sienes.

—¿Te duele la cabeza?

—No lo suficiente —masculló él.

La joven lo miró sin comprender, pero no hizo ninguna pregunta al respecto, y le puso la taza de café delante. C.C. se la llevó a los labios y tomó un sorbo, pero casi lo escupió por lo fuerte que estaba.

—¿Cuántas cucharadas de café le has echado? —dijo mirándola irritado.

—No te quejes —respondió ella sentándose frente a él—. Así te pondrás sobrio más rápido.

—Yo no quiero estar sobrio —le espetó él.

—Lo sé, pero yo no quiero que te despidan —contestó ella esbozando una media sonrisa—. Al fin y al cabo tú eres el único en el rancho que no me trata como si fuera una causa perdida.

C.C. escrutó su rostro en silencio.

—Bueno, de algún modo tengo que pagarte tu amabilidad. Como te he dicho, eres la única persona a la que le importo un poco.

—Eso no es cierto —le reprochó ella, sonriendo dulcemente a pesar de que le dolía lo que iba a decirle a continuación—. A Edie también le importas.

—Supongo que sí —respondió él encogiéndose de hombros y sonriendo levemente—. Nos entendemos bien, Edie y yo —murmuró con una mirada distante—. Es una mujer única.

«Seguro», se dijo Pepi molesta, «...única en la cama». C.C. se había bebido la mitad de la taza, y la joven hizo ademán de levantarse para ir a por la cafetera para servirle más, pero él la detuvo.

—No me hace falta —le dijo—. Me siento más entero... al menos físicamente —sacó un cigarrillo y lo encendió.

Penélope no podía decirle que sabía por qué se sentía tan mal, pero no podía apartar de su mente el recuerdo de sus palabras en medio de su delirio. Le daba tanta lástima saber lo atormentado que estaba aún por algo que había ocurrido años atrás y que no había sido su culpa... La fiebre lo había impulsado a contarle aquel día a Pepi cómo su esposa, embarazada, había muerto ahogada en unos rápidos un día que estaban haciendo rafting.

—Supongo que todos tenemos días malos —murmuró vagamente—. Bueno, si estás bien, creo que volveré a la casa para terminar de hacer la comida. Mi padre lleva varios días pidiéndome que le haga un pastel de manzana.

—La perfecta amita de casa —se burló él para picarla—. ¿No irás a hacer ese pastel porque viene a verte Brandon esta noche?

La joven se sonrojó sin saber por qué. Era cierto que iba a pasarse por su casa, pero por trabajo, y además, solo eran amigos.

—Brandon es nuestro veterinario, no mi novio.

—Pues no te vendría mal tener un novio —murmuró él mirándola de un modo extraño—. Si ya no eres una chiquilla como dices, buscarás algo más que simple camaradería en un hombre.

—No me hace falta que tú vengas a decirme lo que necesito —le espetó Pepi molesta, poniéndose de pie—. ¿Quieres saber lo que necesitas tú? Meter la cabeza en un cubo de agua fría y lavarte la boca con un enjuague bucal, no vaya a ser que aparezca mi padre.

—¿Alguna cosa más, hermana Mathews? —inquirió él sarcástico.

—Sí, deja de hacer esto cada año. La bebida no es la solución.

—Había olvidado que estaba hablando con una mujer muy docta —le dijo él en un tono cortante—. Apenas has salido del cascarón y ya pretendes conocer los motivos por los que la gente bebe.

—He vivido lo suficiente como para saber que los problemas no se arreglan huyendo de ellos —replicó Pepi sosteniéndole la mirada sin parpadear—. ¿Qué sentido tiene seguir viviendo en el pasado, permitiendo que te atormente? No pretendo especular sobre lo que te ocurriera —se apresuró a decir al ver que él la estaba mirando con un aire suspicaz—, pero puedo reconocer a un hombre atormentado cuando lo veo, porque mi padre ha vivido atormentado hasta hace muy poco por la muerte de mi madre. Deberías intentar vivir el presente, C.C., no es tan malo... —le dirigió una leve sonrisa—. Bueno, será mejor que me vaya —murmuró sintiéndose incómoda por si había dicho demasiado.

Sin embargo, C.C. no dijo nada, sino que se puso de pie y la ayudó a ponerse la chaqueta. Incluso la retuvo un instante contra sí, las manos en sus hombros y la barbilla apoyada en su cabeza.

—No malgastes tu compasión conmigo, Pepi —le dijo quedamente, con tal ternura en la voz que la joven cerró los ojos—. No me queda nada que ofrecer.

Penélope se apartó de él y se giró para mirarlo a los ojos.

—Tú eres mi amigo C.C. —le dijo—, y espero que tú también me consideres tu amiga. No espero más.

Él la miró largo rato, escrutándola, como si no estuviera muy convencido de que eso fuera cierto, y exhaló un profundo suspiro.

—Me alegra que pienses así, porque no querría herirte.

Fueron hasta la puerta y la joven la abrió, volviéndose a mirarlo un momento, y esbozando una breve sonrisa antes de salir, a pesar de que sentía que el corazón se le había roto en mil pedazos.

Cuando llegó a la casa su padre ya estaba esperándola.

—¿Dónde has estado, Pepi? —le preguntó sentado en su sillón—, es tarde.

—Por ahí, contando ovejas —contestó ella con guasa.

—¿Ovejas... o buscando a una oveja negra que responde al nombre de C.C.?

La joven frunció los labios. A su padre no se le escapaba una.

—Bueno, yo...

Su padre meneó la cabeza.

—Pepi, si lo pillo con una botella en la mano te juro que lo echaré de aquí, por muy buen capataz que sea... Él conoce las reglas y se le aplican como a cualquier otro.

—Estaba tomando un tentempié en el barracón —mintió Penélope—. Solo pasé por allí para preguntarle si iba a querer un poco de pastel de manzana.

—¿Qué? ¡Ese pastel de manzana te lo pedí yo!, ¡no pienso compartirlo con él! —gruñó Ben Mathews.

—Haré dos, viejo cascarrabias —repuso ella—. Además, ladras mucho, pero estoy segura de que no serías capaz de despedirlo, aunque tu orgullo te impida admitirlo —le dijo mientras se quitaba la chaqueta.

Ben encendió su pipa y la miró.

—Si no tienes cuidado, te romperá el corazón, Pepi —le dijo tras observarla un rato en silencio—. C.C. no es lo que aparenta ser.

—¿Qué quieres decir? —inquirió la joven mirándolo de reojo.

—Vamos, tú también lo sabes —murmuró él, girando la cabeza hacia la ventana—. Llegó aquí sin ningún pasado, sin referencias, sin papeles... Si le di el puesto fue solo porque me fié de mi instinto, y porque advertí enseguida su habilidad con los animales y las cifras. Pero ni yo soy cura, ni él es un cowboy cualquiera. Se ve a la legua que es un hombre elegante, con clase, y sus conocimientos financieros no son precisamente solo sumar y restar. Recuerda bien lo que te digo, hija, ese hombre es más de lo que aparenta.

—Bueno —concedió ella—, la verdad es que sí parece un poco fuera de lugar —el resto no podía contárselo, que sabía por qué C.C. se había empleado allí, en un rancho de poca monta en medio de ninguna parte. Las confidencias que le había hecho cuando estaba delirando por la fiebre le habían revelado mucho acerca de su pasado. Sí, provenía de una familia adinerada, y había sufrido una trágica pérdida, y seguramente no quería volver a dejar entrar a nadie en su vida, ni en su corazón, pero ella no podía evitar amarlo. Era demasiado tarde para advertencias.

—Por lo poco que sabemos podría ser incluso un convicto fugado —le dijo su padre tras dar una calada a su pipa.

—Lo dudo —repuso ella sonriendo—. Es demasiado honrado. ¿Recuerdas cuando se te cayó aquel cheque al portador por valor de cien dólares en el establo y C.C. te lo devolvió? Además, yo lo he visto un montón de veces ayudar a los demás hombres cuando están en apuros. Y puede que sea algo temperamental, sí, pero aunque a veces gruñe un poco y es algo duro con los peones, a ellos les parece incluso divertido. Y nunca le he visto perder el control.

—Bueno, eso es cierto —concedió su padre—, pero tal vez tenga sus razones para no perderlo, tal vez quiera pasar desapercibido.

Pepi meneó la cabeza incrédula. Si él supiera...

Capítulo 2

BRANDON Hale, el veterinario que se encargaba del ganado del rancho Mathews, era un joven pelirrojo y muy divertido. Pepi sentía una gran simpatía por él y, probablemente, si su corazón no se hubiera prendado de C.C., habría acabado casándose un día con él.

Justo en el momento en que Pepi y su padre estaban a punto de sentarse a la mesa, Brandon entró por la puerta de la cocina.

—¡Vaya!, ¡pastel de manzana! —exclamó al ver el delicioso postre que Penélope había preparado—. Hola, señor Mathews, ¿cómo está?

—Hambriento —respondió el viejo Ben—, así que no se te hagas ilusiones: ese pastel es todo mío, y no pienso compartirlo.

—No le conviene ser tacaño, señor Mathews —dijo el joven con picardía—. ¿Qué otro veterinario vendría a estas horas para hacerle la revisión a sus terneros nuevos, para tratar a su toro enfermo, y para poner todas esas vacunas? Están todos ocupados en los demás ranchos de la zona, y tendría que pagarles el doble.

—Oh, maldita sea, está bien —claudicó el padre de Pepi—. Vamos, siéntate —le dijo señalándole la silla a su lado—. Pero que sepas —le advirtió levantando el índice— que si sigues viniendo aquí por las noches sin un motivo de peso, tendrás que casarte con mi hija.

—Encantado —respondió el joven con descaro, guiñándole un ojo a ella—. Fija tú la fecha, Pepi.

—El seis de julio... dentro de veinte años —respondió ella riéndose despreocupada—. Me gustaría vivir un poco antes de casarme.

—¿Y qué has estado haciendo estos veintidós años? —le espetó su padre frunciendo los labios—. Quiero nietos, Pepi.

—Claro, como no eres tú el que los tiene que traer al mundo... —le contestó ella.

Cuando hubieron terminado de cenar, Brandon y su padre se pusieron en pie para ir a ver al toro enfermo.

—No suelo trabajar por las noches si puedo evitarlo —le dijo el veterinario a la joven antes de salir por la puerta, con una mirada seductora—, pero por un pastel de manzana como ese, sería capaz de venir a asistir a una vaca en un parto a las tres de la mañana.

—En ese caso lo recordaré —dijo ella sonriendo divertida.

—Eres un encanto, Pepi —le dijo él de repente—, y si quieres proponerme matrimonio... adelante, te prometo que no me haré de rogar demasiado.

—Vaya, muchas gracias —dijo ella echándose a reír—. Te pondré en mi larga lista de pretendientes.

Brandon se rio también.

—¿Te apetecería venir a ver una película el viernes por la noche? Podríamos ir a El Paso y cenar allí antes del cine.

—Estupendo —asintió la joven al instante. Brandon era una compañía muy agradable, y ella necesitaba alejarse del rancho, y de C.C., unas horas.

Brandon le dirigió una sonrisa y salió de la casa. Ben estaba esperándolo impaciente en medio del patio trasero.

—Seguramente no terminaré antes de medianoche —voceó el ranchero a su hija—, porque después de ver a ese toro quiero ir a revisar los libros de cuentas con Berry, así que no me esperes levantada.

—De acuerdo, que te diviertas —voceó ella.

Era una broma entre los dos, ya que Jack Berry, el hombre que le llevaba los libros de contabilidad a su padre, era increíblemente desastrado. Padre e hija habían hablado varias veces de contratar a una persona cualificada, pero Ben sentía cierta lástima por Berry, quien llevaba muchos años trabajando en el rancho para él, y a quien había encomendado esa tarea porque sus achaques ya le impedían hacer las demás labores. El buen corazón de su padre era la razón de que el rancho hubiera estado al borde de la quiebra, y sin la inestimable ayuda de C.C., sin duda habrían tenido que venderlo.

C.C.... Pepi casi se había olvidado de él. La verdad era que no parecía estar muy borracho cuando lo había encontrado en el barracón, y aquello era algo inusual, porque esa borrachera anual solía ser de lo más sonada. Lo mejor sería que fuese a ver cómo estaba antes de que su padre regresara.

Se puso de nuevo la chaqueta y los guantes y salió de la casa. Cuando llegó al barracón, se encontró allí a tres de los peones nuevos, pero no parecía haber rastro de C.C.

—Lo siento, no puedo decirle dónde fue porque él mismo no nos dijo nada cuando le preguntamos, señorita Mathews —se excusó uno de ellos—, pero por la dirección en la que se fue, yo diría que iba a Juárez.

—Oh, Dios... —suspiró la joven—. ¿Se llevó la camioneta, o su coche?

—Su coche, ese viejo Ford.

—Gracias.

Era una suerte que se hubiera sacado el carnet de conducir el año anterior, se dijo Pepi mientras arrancaba la camioneta para ir en su busca. Al llegar al control fronterizo, le preguntó a uno de los guardas si habían dejado pasar a un Ford blanco, y el hombre, tras dudar un momento, le contestó que sí. La joven le dio las gracias y cruzó al otro lado, y entró en la pequeña localidad mexicana de Juárez, donde estuvo dando vueltas, hasta que vio aparcado el coche de C.C. junto a una acera. Aparcó al lado y se bajó.

Estaba un poco nerviosa porque no estaba acostumbrada a salir de noche, y porque estaba segura de que el local donde hallaría al capataz no sería de los más recomendables para una chica sola que ni siquiera hablaba castellano. Además, le preocupaba que su padre entrara en su dormitorio y se encontrara con que no estaba en la cama. La puerta cerrada tal vez lo disuadiera, y si la llamaba pensaría que estaba dormida al no recibir respuesta, pero si se daba cuenta de que no estaba la camioneta, empezaría a sospechar. Cruzó los dedos por que eso no ocurriera. No quería que despidiera a C.C.

A una manzana de allí encontró una cantina, pero no estaba allí. Deambuló por las calles, entrando en los bares, y en uno de ellos, estuvo a punto de verse mezclada en un jaleo, cuando un tipo empezó a molestarla y otro salió en su defensa. Finalmente, sintiéndose derrotada y aún más preocupada, decidió regresar a casa, pero justo cuando caminaba hacia donde había dejada aparcada la camioneta, vio por la puerta abierta de la primera cantina a la que se había asomado a C.C. sentado en una mesa al fondo.

Entró y se dirigió rápidamente hacia él, pero cuando el capataz la vio, lejos de alegrarse, soltó un improperio, como si le fastidiase su insistencia. Pepi lo miró insegura. Había una mirada fría y peligrosa en sus ojos, y no le pareció que fuera a mostrarse tan dócil como horas atrás.

—Hola —murmuró la joven, cautelosa.

—Si has venido para llevarme de vuelta, olvídalo —le espetó él, mirándola con ojos inyectados en sangre. Había una botella medio vacía de tequila sobre la mesa, y un vaso vacío junto a ella—. No voy a ir contigo como un niño obediente.

—De acuerdo, pero aquí dentro hace calor —improvisó ella—. ¿Por qué no salimos fuera? Un poco de aire fresco te vendría bien.

—¿Eso crees? —le espetó C.C., riéndose con sarcasmo—. Estoy tan borracho que podría caerme redondo por ahí en medio. ¿Qué harías entonces? Oh, claro, olvido que eres un marimacho y montas a caballo y todo eso... Probablemente me cargarías sobre tus hombros y me arrastrarías hasta la frontera.

Penélope sintió una punzada de dolor en el pecho. Tal vez era esa la opinión que tenía de ella, que era poco femenina, un chicazo, pero a pesar de todo esbozó una sonrisa para que no creyera que la había herido.

—Podría intentarlo.

Él le lanzó una mirada desinteresada, como si lo aburriera.

—Mírate, esos pantalones vaqueros y esa camisa de cuadros, como si fueras un vaquero. Siempre te vistes igual que un hombre. ¿Seguro que hay un cuerpo de mujer ahí debajo? ¿Tienes piernas, o pechos?

—Tienes razón, estás demasiado borracho. Apuesto a que no puedes dar ni un paso —le respondió ella, ignorando sus puyas. Los camareros que atendían la barra estaban mirándolos con curiosidad. Tal vez así, picándolo, conseguiría sacarlo de allí.

—Por supuesto que puedo, niñata —le espetó él enfadado.

—Pues demuéstralo —lo desafió Pepi—. Vamos, veamos si eres capaz de llegar a la puerta sin darte de bruces contra el suelo.

C.C. masculló una ristra de improperios y se puso en pie, tambaleándose un poco. Sacó un billete de veinte del bolsillo y lo colocó sobre la barra.

—Quédese el cambio —le dijo al camarero.