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Corazón intrépido Un novio por Navidad Janie Brewster había ideado el plan perfecto para encandilar a Leo Hart: se convertiría en una mujer atrevida. Sin embargo parecía que lo único que había logrado la transformación era sacar aún más el mal genio de Leo. Pero quizás... solo quizás no fuera mal genio, sino pasión contenida lo que hizo que le brillaran los ojos de aquel modo cuando sus labios se juntaron bajo el muérdago. ¿Sería posible que Leo estuviera a punto de convertir a Janie en su prometida?
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Seitenzahl: 151
Editados por HARLEQUIN IBÉRICA, S.A.
Núñez de Balboa, 56
28001 Madrid
© 2002 Susan Kyle. Todos los derechos reservados.
CORAZÓN INTRÉPIDO, Nº 1354 - septiembre 2012
Título original: Lionhearted
Publicada originalmente por Silhouette Books
Publicada en español en 2003
Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial.
Esta edición ha sido publicada con permiso de Harlequin Enterprises II BV.
Todos los personajes de este libro son ficticios. Cualquier parecido con alguna persona, viva o muerta, es pura coincidencia.
® Harlequin, logotipo Harlequin y Julia son marcas registradas por Harlequin Books S.A.
® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia.
Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.
I.S.B.N.: 978-84-687-0832-4
Editor responsable: Luis Pugni
Conversión ebook: MT Color & Diseño
www.mtcolor.es
Leo Hart se sentía solo. Su último hermano soltero, Rey, se había casado hacía un año. Leo estaba solo con la asistenta, que iba dos veces por semana y amenazaba constantemente con jubilarse. Eso lo dejaría sin sus bizcochos, a no ser que fuera todos los días a desayunar a un restaurante y aquello era prácticamente imposible teniendo en cuenta su horario.
Se echó hacia atrás en la silla de su despacho, de aquel despacho que ya no compartía con nadie. Se alegraba por sus hermanos. Excepto Rey, la mayoría de ellos tenían ya hijos. Simon y Tira tenían dos niños. Cag y Tess, uno. Corrigan y Dorie, un niño y una niña. Leo se dio cuenta de que hacía tiempo que no tenía una relación. Estaban a finales de septiembre. Los rodeos acababan de terminar y había habido tanto trabajo en el rancho que no había tenido tiempo de salir ni una sola noche.
En ese momento, sonó el teléfono.
—¿Por qué no te vienes a cenar? —le preguntó Rey nada más descolgar.
—¿Te parece normal invitar a tu hermano a cenar en tu luna de miel? —sonrió Leo.
—Nos casamos hace casi un año —apuntó Rey.
—Por eso, todavía estáis de luna de miel —rio Leo.
—El trabajo no lo es todo. Es mucho mejor el amor.
—Qué te lo digan a ti, ¿verdad?
—Bueno, haz lo que quieras, pero la invitación está en pie. Ven cuando quieras, ¿de acuerdo?
—Gracias, lo tendré en cuenta.
—Bien.
Tras colgar, Leo se estiró. Junto con sus hermanos tenía cinco ranchos, pero era él quien se ocupaba de casi todo el trabajo físico con el ganado, como ponía de manifiesto su enorme cuerpo. A menudo se preguntaba si no trabajaba tanto para no pensar en otras cosas. De joven, las mujeres habían revoloteado a su alrededor y se había hecho de rogar para aceptar sus invitaciones, pero ahora, a los treinta y tantos, las aventuras de una noche no le satisfacían.
Había pensado pasar un fin de semana tranquilo en casa, pero Marilee Morgan, una amiga íntima de Janie Brewster, lo había convencido para que la acompañara a cenar a Houston y al ballet. A Leo no le hacía mucha gracia lo del ballet, pero Marilee le había explicado que no podía ir sola porque tenía el coche en el taller. Era una mujer guapa y sofisticada, pero Leo no quería nada con ella porque no quería que le fuera contando nada de su vida privada a Janie, que estaba patente e incómodamente enamorada de él.
Sabía que Marilee jamás le habría pedido que saliera con ella en Jacobsville, Texas, porque era un sitio pequeño y Janie se enteraría enseguida. A Leo le habría gustado hacerlo para que Janie se diera cuenta de que era un hombre libre, pero aquello no habría favorecido en absoluto su amistad con su padre, Fred Brewster.
Lo bueno que tenía salir con Marilee era que se libraba de ir a cenar a casa de los Brewster. Fred era uno de sus mejores amigos, además de ser su socio, y le encantaba su compañía, pero había dos elementos en su casa que detestaba: su hermana, Lydia, que era una cotilla pero que no vivía con ellos, y su hija Janie, que tenía veintiún años y era psicóloga. Había vuelto loco a Cag analizando sus preferencias alimenticias y Leo solía buscar excusas para no ir a casa de Fred si estaba ella.
No era fea. Tenía una cabellera castaña y larga y tenía buen cuerpo. Lo malo era que estaba enamorada de él y todo el mundo lo sabía. Leo no la tomaba en serio porque la conocía desde que tenía diez años y llevaba aparato dental. Era difícil olvidar esa imagen.
Además, no sabía cocinar. Su pollo calcinado era famoso en la ciudad, como sus bizcochos, que eran armas letales.
Al pensar en aquellos bizcochos, Leo descolgó el teléfono y llamó a Marilee.
—Hola, Leo —lo saludó encantada.
—¿A qué hora quieres que te recoja el sábado?
—No le dirás nada de esto a Janie, ¿verdad?
—Sabes que procuro verla lo menos posible —contestó Leo impaciente.
—Por si las moscas —bromeó Marilee preocupada—. Estaré lista a las seis.
—¿Y si me paso a las cinco y cenamos en Houston antes del ballet?
—¡Perfecto! Me apetece mucho. Hasta luego.
—Hasta luego.
Leo colgó y marcó el número de los Brewster.
Por desgracia, contestó Janie.
—Hola, Janie —le dijo con simpatía.
—Hola, Leo —saludó ella sin aire en los pulmones—. ¿Quieres hablar con papá?
—No, bueno, era solo para deciros que no voy a poder ir a cenar el sábado. Tengo una cita.
—Ya —dijo ella tras una pausa apenas perceptible.
—Perdón, pero ya había quedado hace tiempo —mintió Leo— y se me había olvidado cuando le dije que sí a tu padre. Dile que lo siento.
—Claro —contestó Janie—. Pásatelo bien.
Estaba rara.
—¿Pasa algo? —preguntó Leo dubitativo.
—¡No, claro que no! Hasta luego, Leo.
Janie Brewster colgó el teléfono y cerró los ojos completamente decepcionada. Llevaba toda la semana planeando el menú, practicando aquel pollo tierno y suculento y la crème brûlée porque sabía que era el postre preferido de Leo. Le había costado, pero incluso sabía utilizar el aparatito para poner el caramelo por encima. Todo el trabajo tirado a la basura.
Estaba segura de que Leo no tenía una cita de antes. Se la había buscado para no ir a cenar con ellos.
Se sentó junto a la mesa del pasillo, con el delantal y la cara llenos de harina. Desde luego, era todo menos la cita perfecta. Llevaba un año intentando que Leo se fijara en ella. Había flirteado con él abiertamente en la boda de Micah Steele y Callie Kirby hasta que lo había visto fruncir el ceño enfadado por haber agarrado al vuelo el ramo de novia. Se había muerto del corte ante su mirada reprobadora. Meses después, había intentado encandilarlo con sus virtudes, pero no había servido de nada. No sabía cocinar y, según su mejor amiga, Marilee, que le estaba ayudando a cazar a Leo, parecía un figurín. Marilee la aconsejaba mucho y le decía todo lo que a Leo no le gustaba de ella para que Janie lo fuera puliendo. Incluso estaba haciendo todo lo que podía para acostumbrarse a los caballos, al ganado, al polvo y al barro. Pero si no conseguía que Leo fuera a su casa para mostrarle sus nuevos conocimientos, ¿de qué le servía todo aquello?
—¿Quién era? —preguntó Hettie, la asistenta, desde lo alto de la escalera?—. ¿Era el señor Fred?
—No, era Leo. No puede venir el sábado a cenar. Tiene una cita.
—Oh —sonrió Hettie con simpatía—. No te preocupes, habrá otras cenas, cariño.
—Claro que sí —sonrió Janie levantándose—. Bueno, cocinaré para papá y para ti —añadió decepcionada.
—Leo no tiene obligación de venir el fin de semana porque tenga negocios con tu padre —le dijo con amabilidad—. Es un buen hombre, pero algo mayor para ti...
Janie no contestó. Sonrió y volvió a la cocina.
Leo se duchó, se afeitó, se vistió y se montó en el Lincoln negro que se acababa de comprar. Estaba listo para pasar una noche en la ciudad y, desde luego, no iba a echar nada de menos el pollo quemado de Janie.
Sin embargo, la conciencia le remordía un poco. Tal vez fuera por todas las cosas que Marilee le había dicho de Janie. La semana anterior le había estado contando lo que había dicho de él. Iba a tener que tener cuidado con lo que decía delante de Janie porque no quería que se hiciera falsas ilusiones. No le interesaba lo más mínimo. Era una cría.
Se miró en el espejo retrovisor. Su pelo era castaño con mechones rubios, tenía la frente ancha, la nariz ligeramente torcida y una boca grande de dientes perfectos. Comparado con la mayoría de sus hermanos era atractivo. Además, no le hacía falta ser guapo porque tenía dinero de sobra.
Sabía que a Marilee le parecía de lo más atractivo precisamente por su cuenta bancaria, pero era guapa y no le importaba sacarla por Houston y enseñarla, como los trofeos de pesca que llenaban su despacho. Un hombre tenía sus debilidades. Sin embargo, al pensar en la decepción de Janie al decirle que no iba a ir a cenar y en cómo se sentiría si supiera que su mejor amiga la estaba traicionando, sintió una punzada de remordimientos que no le gustó nada.
Se puso el cinturón y encendió el motor. Mientras avanzaba por la carretera, se dijo que no tenía motivos para sentirse culpable. Estaba soltero y nunca había hecho lo más mínimo para darle a entender a Janie Brewster que quería ser el hombre de su vida. Además, llevaba solo demasiado tiempo. Una velada cultural en Houston era lo que necesitaba para aliviar la soledad.
Leo no estaba de muy buen humor. Había sido una semana muy larga y ahora se encontraba teniendo que consolar a su vecino, Fred Brewster, que acababa de perder al toro de raza Salers que Leo quería comprarle. Aquel toro era hijo de un gran campeón y una de las compras prioritarias de Leo, que estaba tan triste como Fred.
—Ayer, estaba bien —dijo Fred secándose el sudor de la frente mientras ambos observaban al animal que estaba tumbado de lado sobre la hierba—. No me podía venir peor que se muriera ahora, en plena temporada de cría —dijo el hombre pasándose la mano por el pelo cano. Estaba pasando un mal momento económicamente, pero no se lo quería decir a Leo.
—Esto no me parece muy normal.¿Has despedido a alguien últimamente?
—Ya, yo he pensado lo mismo, pero hace más de dos años que no despido a nadie. No lo tenía asegurado, así que no me puedo comprar otro... todavía —añadió porque no quería que nadie supiera que estaba casi arruinado.
—Eso tiene arreglo. Tengo un toro Salers que compré hace dos años. Lo quería cambiar y comprar el tuyo, pero como eso ya no va a poder ser... mientras le busco sustituto, utilízalo tú durante la época de cría.
—Leo, no puedo aceptar eso —dijo Fred sabiendo lo que costaban aquellos servicios.
Leo levantó la mano y sonrió.
—Claro que puedes. Así, en primavera, yo elegiré el toro que más me guste de los que hayan nacido.
Fred se rio.
—Bueno, si es con esa condición, de acuerdo, pero me gustaría que alguien lo vigilara.
—No te preocupes. Tengo un par de vaqueros lesionados que no pueden salir con el ganado, así que pueden venir a vigilarlo.
—Nosotros nos encargaremos de darle de comer.
Leo se rio.
—Muy bien, pero ya sabes que uno de estos come por tres hombres.
—No importa... —se interrumpió al oír un ruido detrás de ellos.
Era su hija, Janie, cubierta de barro de pies a cabeza.
—Hola, papá. Hola, Leo. Buenos días —saludó la chica, que llevaba una silla de montar sobre el hombro.
—¿De dónde vienes? —le preguntó su padre mirándola con los ojos como platos, al igual que Leo.
—De montar un rato —contestó ella yendo hacia el porche.
—De montar un rato —murmuró Fred—. Primero le dio por dar de comer a los animales, luego por conducir al ganado, ahora por montar a caballo... No sé qué le pasa. Decía que se iba a ir a la universidad a hacer otro curso de psicología y, de repente, le da por decir que quiere aprender a llevar el rancho. No hay quién entienda a los hijos, ¿verdad?
Leo se rio.
—Yo de eso no tengo ni idea. Ni tengo ninguna intención de tenerla. Bueno, volviendo a lo del toro. Te lo traigo cuanto antes y, si tienes algún otro problema, me lo dices.
Fred sintió un gran alivio. Los Hart tenían cinco ranchos. Eran la familia con más influencias políticas y económicas de la zona. El préstamo de aquel animal le permitiría recuperarse. Leo era todo un caballero.
—Te lo agradezco mucho, Leo. No lo estamos pasando muy bien últimamente.
Leo se limitó a sonreír. Estaba encantado de poder ayudar a aquel hombre con el que llevaba años haciendo negocios.
Se preguntó por el extraño comportamiento de su hija. Antes, se ponía camisetas ajustadas y faldas cortas y esperaba a que él saliera del despacho de su padre para dirigirle miradas seductoras desde el salón. Bueno, seductoras... Janie no sabía ser seductora. No como su amiga Marilee Morgan, que tenía solo cuatro años más que ella, pero que podía dar lecciones a Mata Hari.
En cuanto se enterara de que había salido con su mejor amiga, Janie se olvidaría de él. Era demasiado joven para él y, cuanto antes lo supiera, mejor. Además, ¿de dónde salía ahora aquello del rancho? Lo que le faltaba, cubierta de barro... Lo único que le gustaba de ella era la forma tan elegante y sofisticada que tenía de vestir. ¡Cubierta de barro ya no había por dónde agarrarla!
Se despidió de Fred y se fue a su rancho dándole vueltas a por qué había muerto aquel toro de repente.
Janie se duchó mientras pensaba en el consejo de su amiga Marilee. «Leo me ha dicho que no le gustas porque no tienes ni idea de las cosas del rancho, que vas siempre demasiado bien vestida, demasiado chic y sofisticada. Además, no sabes cocinar».
Estaba claro: si quería que Leo se fijara en ella tenía que aprender a llevar el rancho y a cocinar.
Marilee y ella eran amigas y vecinas de toda la vida, así que confiaba en sus consejos. Su mejor amiga lo hacía todo por su bien. ¡Estaba dispuesta a no volver a la universidad aquel año con tal de demostrarle a Leo Hart que era capaz de convertirse en el tipo de mujer que a él le gustaba. ¡Se lo había tomado muy serio y lo iba a conseguir!
No le iba muy bien montando a caballo, pero, al fin y al cabo, su padre eran ranchero así que seguro que mejoraba con la práctica.
Siguió practicando. Una semana después, estaba en la cocina intentando hacer bizcochos, cuando se le cayó el paquete entero de harina al suelo y la cubrió por completo.
En ese momento, tuvo la suerte de que apareciera su padre con Leo.
—¿Janie? —dijo su padre mirándola con la boca abierta.
—¡Hola, papá! —sonrió ella—. Hola, Leo.
—¿Qué estás haciendo?
—Poner harina en un bote —mintió.
—¿Dónde está Hettie?
—Limpiando, creo.
Hettie estaba escondida en la habitación de Janie, intentando no reírse a carcajadas de los nulos intentos de la chica por cocinar mejor.
—¿Y la tía Lydia?
—Jugando al bridge con los Harrison.
—¡Si no es al bridge, es al golf! —exclamó su padre—. Pues a ver si viene porque tenemos que hablar de unas acciones.
Tenía que venderlas y las tenía a medias con su hermana. ¡Dónde estaría aquella maldita mujer!
—Dijo que no vendría hasta el sábado, papá —le recordó Janie.
Fred suspiró enfadado.
—Bueno, ven, Leo. Te las quiero enseñar a ver qué te parece a ti que debo hacer. ¡Maldito bridge! No puedo hacer nada sin Lydia.
Leo miró a Janie, pero no dijo nada. Siguió a su padre al despacho y se fue al cabo de un rato, pero por la puerta principal, no por la de la cocina...
Janie no se dio por vencida y siguió con su aprendizaje en el rancho. A la semana siguiente, el viejo John le enseñó cómo montar a un ternero. El animal la lanzó por los aires justo cuando Leo aparcaba su coche junto al establo.
No dijo nada. Solo se rio a carcajadas. Janie tampoco dijo nada. Tenía la boca llena de barro. Se levantó y se fue a la ducha directa. Una vez duchada, bajó a la cocina sin maquillarse. ¿Para qué? Si Leo no iba a estar. Se puso unos vaqueros y una camiseta de manga larga y no se puso zapatos.
—Verás como pises algo —le dijo Hettie, que estaba haciendo panecillos.
—Tengo los pies duros, no te preocupes —bromeó ella abrazándola por detrás.
Le encantaba cómo olía aquella mujer, a algodón recién lavado y harina. Llevaba con ellos desde que Janie tenía seis años y había sido de gran ayuda cuando se habían quedado ella y su padre solos tras la muerte de su madre.
—Ay, Hettie —suspiró—, ¿qué haríamos sin ti? —añadió cerrando los ojos.
—Largo de aquí, que sé lo que quieres hacer...
Demasiado tarde. Janie ya le había quitado el delantal y bailaba burlona ante ella mirándola divertida con sus grandes ojos verdes.
—¡O me pones el delantal u olvídate de los panecillos para esta noche! —le advirtió Hettie.
—De acuerdo, de acuerdo, solo era una broma —rio Janie poniéndoselo.
Mientras se lo anudaba, oyó que la puerta se abría a sus espaldas.
—¡Deja de enseñarle estas cosas! —le dijo Hettie al recién llegado.
—¿Quién, yo? —dio Leo con total inocencia.
Janie sintió que se le anudaban los dedos con los lazos del delantal y que el corazón le latía a mil por hora. No se había ido. ¡Y ella hecha un asco!
—Pon ese delantal en su sitio, Janie —bromeó él.
Janie lo miró mientras ataba la prenda.
—Mira quién fue a hablar. Tus asistentas siempre se quejan de que les desatas el delantal a la mínima ocasión. ¡Había una que incluso siempre tenía una escoba a mano!
—Sí, y acabó rompiéndomela en la cabeza. ¿Qué haces, Hettie?
—Panecillos —contestó la mujer—. Lo siento, no sé hacer bizcochos.
—Bueno, aquello no fue para tanto... —protestó él.