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El fotógrafo Liam Quinn no podía creer que le fueran a pagar por espiar a una sospechosa de desfalco. No tardó en darse cuenta de que alguien le había tendido una trampa a aquella mujer y estaba seguro de que era completamente inocente... Las cosas no le podían ir peor a Eleanor Thorpe: no conseguía encontrar empleo, acababan de abandonarla una vez más y ahora parecía que alguien quería verla muerta. Sin embargo, el sol comenzó a brillar con la aparición de Liam Quinn.
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Seitenzahl: 241
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Editado por Harlequin Ibérica.
Una división de HarperCollins Ibérica, S.A.
Avenida de Burgos, 8B - Planta 18
28036 Madrid
© 2003 Kate Hoffmann
© 2024 Harlequin Ibérica, una división de HarperCollins Ibérica, S.A.
Cuando brilla el sol, n.º 408- marzo 2024
Título original: The mighty quinns: Brian
Publicada originalmente por Harlequin Enterprises, Ltd.
Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial.
Esta edición ha sido publicada con autorización de Harlequin Books S.A.
Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares, y situaciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientos de negocios (comerciales), hechos o situaciones son pura coincidencia.
® Harlequin y logotipo Harlequin son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited.
® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia.
Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.
Imagen de cubierta utilizada con permiso de Dreamstime.com
I.S.B.N.: 9788411806879
Conversión ebook: MT Color & Diseño, S.L.
Créditos
Prólogo
Capítulo 1
Capítulo 2
Capítulo 3
Capítulo 4
Capítulo 5
Capítulo 6
Capítulo 7
Capítulo 8
Capítulo 9
Epílogo
Si te ha gustado este libro…
Los tres chicos, encorvados bajo la ventana del recibidor, asomaron la vista entre las cortinas.
—¿Qué hacemos? —susurró Liam—. No podemos dejarla entrar.
—Contesta a la puerta —le ordenó su hermano Brian—. Tenemos que fingir que todo está bien.
—Se marchará —les dijo Sean a los dos—. Es mejor esperar —añadió. Era el hermano gemelo de Brian y nunca estaban de acuerdo entre los dos.
—No —susurró Liam—. No se va a ir. Esta vez no.
Sintió un nudo en el estómago y contuvo la respiración. Tanto él como sus cinco hermanos llevaban suficiente tiempo enfrentándose a trabajadoras sociales como para saber el aspecto que tenían. Esta llevaba un abrigo gris, casi del mismo color que la nieve sucia que se derretía a cada lado de la calle. Pero era esa expresión tenaz y el maletín a rebosar lo que de veras la delataba.
—Contesta la maldita puerta —espetó Brian—. Dile que estás enfermo y que papá está echándose la siesta.
Liam se giró hacia los gemelos, ambos mayores que él. Su voto era el decisivo, circunstancia muy difícil para un niño de diez años.
—¿Y qué pasa si quiere hablar con él, genio?
—Pues la convences de que no se le puede molestar —contestó Brian—. Dile que tiene una gripe muy contagiosa… y que está tosiendo y estornudando… y el médico le ha dicho que tiene que dormir. Vamos, Li, puedes hacerlo —Brian le dio una palmada de ánimo en un hombro.
Un nuevo golpe de timbre sobresaltó a Liam. Los trabajadores sociales llevaban amenazándolos toda la vida. Siempre agazapados en la sombra, esperando saltar encima para separar a la familia, eran como los míticos dragones de las historias que su padre contaba sobre los audaces antepasados Quinn.
El invierno era la peor época para los ataques de los dragones. En invierno no podían escudarse en ningún padre presuntamente responsable. A finales de octubre, Seamus Quinn zarpaba en el El Poderoso Quinn hacía el Caribe, en busca de aguas cálidas donde pescar peces espada. Dado que no regresaría hasta principios de abril, todavía les faltaban unas cuantas semanas por su cuenta.
Liam no tenía una familia perfecta, pero no le quedaba más remedio que conformarse. Aunque sus hermanos mayores recordaban un tiempo en que todo iba mejor, él no había conocido otra cosa. Conor, Dylan, Brendan y los gemelos, Sean y Brian, habían nacido los cinco en Irlanda, país que para Liam no era más que una isla en un mapa. Pero, según decían, Irlanda había sido un país lleno de magia, misterio y días felices.
Liam había intentado imaginar cómo sería tener una familia normal, un padre que volviera a casa cada noche y una madre que les hiciera la comida y les contara cuentos. Pero todo eso había terminado para cuando Liam llegó al mundo. Su padre, Seamus, había llevado a su esposa y sus cinco hijos a Estados Unidos antes de que él naciese. Había comprado el barco pesquero del tío Padriac y se dedicaba a faenar lejos de Boston durante semanas, meses seguidos en ocasiones.
Liam había sido el primer miembro de la familia Quinn que había nacido en Estados Unidos. Siempre se había sentido culpable de haber podido ser la causa de los problemas de su familia. Había reconstruido información suficiente de las conversaciones susurradas entre sus hermanos para saber que todo se había estropeado al nacer él. Su padre había empezado a beber y a apostar, su madre se encerraba a menudo a llorar y, cuando estaban juntos, no hacían otra cosa que discutir.
Y luego se había muerto. Conor tenía entonces ocho años, suficiente para recordarla. Dylan, con seis años, apenas se acordaba de ella y Brendan, con cinco, no conservaba más que alguna imagen muy vaga. En cuanto a los gemelos, de tres años en aquel entonces, no podían sino imaginarse a la bella mujer morena que les había cantado nanas y los arropaba en la cama.
—Fiona —murmuró Liam, pronunciando el nombre como un conjuro contra el diablo. Si estuviese allí, no estaría asustado. Ella también era una Quinn y sería suficientemente fuerte para vencer al dragón que esperaba en el porche—. Parece que se marcha.
La trabajadora social se giró, empezó a bajar los escalones, pero de pronto volvió a la puerta y esa vez la golpeó con el puño.
—Sé que está ahí —gritó—. Señor Quinn, si no me deja pasar, tendré que dar parte a la policía. Sus tres hijos pequeños no han ido al colegio hoy. Han vuelto a hacer novillos.
Liam no entendía por qué tenían que entrometerse. Sus hermanos y él se las arreglaban bien. Conor ya tenía diecisiete años y un trabajo a media jornada que ayudaba a pagar las facturas. Y Dylan y Brendan se ocupaban de las cosas de casa mientras su padre estaba fuera, y aceptaban algún que otro trabajillo cuando podían para contribuir al erario familiar. Y los gemelos, Sean y Brian, también hacían tareas del hogar.
Se las arreglaban bastante bien mientras no se metían en líos. Maldijo para sus adentros. Podía ser que saltarse las clases no hubiese sido la decisión más inteligente, pero los gemelos podían resultar muy persuasivos en ocasiones. Además, casi nunca lo invitaban a que compartiera sus aventuras, de modo que se había sentido halagado por la invitación.
Liam devolvió la atención al porche. Sabía el verdadero motivo por el que lo habían incluido en sus planes ese día. Les servía de excusa. Si Conor los pillaba, Sean y Brian lo convencerían para que mintiese a Conor, inventándose que le dolía el estómago o la cabeza y que los gemelos se habían ofrecido a hacerle compañía en casa.
—Llamará a la policía —murmuró Sean—. Derribarán la puerta y nos llevarán a rastras.
—Está bien, abriré —accedió Liam—. Pero me debéis una.
—Lo que tú digas —dijo Sean.
—Diez cromos de la colección de béisbol cada uno. Los que yo elija. Nada de repetidos.
—¡Ni hablar! —protestó Brian.
—Dale lo que quiera —insistió Sean—. Se librará de ella. Seguro que le creerá. La gente siempre cree a Liam.
Aunque indirecto, agradeció el halago. Era verdad que la gente parecía confiar en él y que sabía cómo engatusar a la mayoría de los adultos. ¿No era esa la razón por la que los gemelos se lo llevaban siempre con ellos cuando iban a la tienda de la esquina a robar caramelos? Si los atrapaban, Liam siempre suavizaba al dueño de la tienda para que los soltara.
—Seis cada uno —dijo Brian.
—Diez —insistió Liam—. Y tenéis que ayudarme con los ejercicios de Matemáticas y Lengua durante un mes. Y tenéis que hacer todo lo que quiera durante el resto del día —añadió. Sabía que estaba forzando la situación, pero eran tan pocas las veces que tenía algún tipo de poder en aquella familia…
—Ni hablar —se negó Brian.
—Trato hecho —afirmó Sean.
—¿Desde cuándo eres el jefe? —Brian le dio un empujón a Sean y, un segundo más tarde, este había tirado al suelo al primero y lo tenía inmovilizado, con una rodilla sobre su espalda—. Está bien, trato hecho.
—Vosotros meteos en el cuarto —dijo Liam entonces—. Cerrad las cortinas, meteos dentro de la cama y fingid que sois él. Puede que tenga que demostrar que está en casa. Y no ronquéis. Hacedlo en serio.
—Tú quítatela de encima y que se largue antes de que vuelvan a casa Conor, Dylan y Brendan. Como se enteren de que la hemos dejado entrar, nos matarán.
—Vosotros haced vuestra parte —insistió Liam, camino de la puerta—. Y yo haré la mía.
Cuando los gemelos se hubieron escondido, Liam espero unos segundos antes de abrir la puerta una rendija. Intentó parecer asustado.
—¿Qué quiere? Llamaré a la policía si no se marcha.
La mujer lo miró con expresión severa.
—Soy la señora Witchell, de los servicios sociales del condado. Me gustaría ver a tu padre, el señor Seamus Quinn.
—Está durmiendo —dijo Liam—. Y me ha dicho que no deje entrar a desconocidos.
—¿Qué haces en casa, que no estás en el colegio?
—Estoy malo. Tengo fiebre.
—Puedes dejarme pasar —la señora Witchell le enseñó el carné de trabajadora social—. No voy a hacerte daño. Solo quiero ayudar.
Liam cerró la puerta, luego agarró el abrigo de un montón de ropa que había frente al radiador. Salió de casa y cerró.
—No puedo dejar entrar a desconocidos, pero supongo que no pasa nada por hablar contigo afuera —dijo mientras se sentaba el escalón de arriba. Dio una palmadita a su lado instándola a que se sentara allí y la señora Witchell esbozó una sonrisa antes de hacerlo—. ¿Por qué quiere hablar con mi padre?
—Algunos de los vecinos están preocupados. Dicen que estáis solos. Que no han visto a tu padre desde el día de Acción de Gracias.
—Está aquí —contestó Liam—. Tiene un trabajo por la noche, así que de día está durmiendo.
—Eso no es lo que me cuentan —repuso ella—. Dicen que está fuera pescando.
—Pues se equivocan —Liam se encogió de hombros.
—Necesito hablar con tu padre, de verdad —insistió la mujer y Liam trató de que se le saltaran las lágrimas.
—Se enfadará conmigo si la dejo entrar —contestó cuando logró que le resbalara una por la mejilla—. Y si lo despiertas, se enfadará más todavía. ¿No puede llamarla él por teléfono? Le diré que la llame en cuanto se despierte.
—Me temo que no es suficiente.
Liam se paró a pensar el siguiente movimiento. Tenía la sensación de que no era fácil engatusar a la señora Witchell, pero también de que empezaba a ablandarse.
—¿Quiere una taza de café? Supongo que no pasará nada si espera dentro hasta que se despierte. Y así no se enfadará conmigo.
—Una idea estupenda.
Liam se puso de pie. Dejarla entrar era un riesgo, pero tenía que hacerle creer que no ocultaba nada. Le abrió la puerta, le cedió el paso y la mujer asintió con la cabeza, patentemente impresionada por sus buenos modales. Una vez dentro, Liam la ayudó a quitarse el abrigo y la condujo al salón. Por suerte, Conor y Dylan habían limpiado la casa la noche anterior. Aunque el mobiliario era viejo, la pieza parecía ordenada.
—Voy a prepararle el café —dijo antes de desaparecer camino de la cocina y poner la tetera al fuego. Luego fue de puntillas a la habitación de su padre. Notó, en la oscuridad, un bulto grande bajo las sábanas—. Seguid en la cama. Está dentro de casa —susurró.
—¿La has dejado pasar? —protestó Brian—. Sabía que no podíamos confiar en ti para esto. ¿Qué está haciendo?
—Le estoy preparando un café.
—Genial.
—Vosotros fingid que sois papá. La sacaré de casa lo antes que pueda —Liam cerró la puerta con sigilo. Al girarse, vio que la señora Witchell lo estaba mirando desde el final del pasillo—. Sigue dormido. Voy por su café.
La mujer lo siguió a la cocina y la examinó con atención. Al igual que el salón, era un poco antigua, pero estaba limpia.
—¿Quién cocina?
—Mi padre —dijo Liam mientras ponía una buena cucharada de café instantáneo en una taza—. Le encanta cocinar. Y es muy bueno.
—¿Y cuando está fuera pescando?
—Entonces nos cuida la señora Smalley. También cocina bien —contestó él, rezando por que la trabajadora social no insistiera en hablar con la señora Smalley. Aunque Seamus le pagaba un salario pequeño por hacer de canguro, no solía presentarse. Y cuando lo hacía, siempre estaba borracha. Conor le había dicho hacía mucho que no necesitaban su ayuda, aunque Seamus siguiera pagándole.
Cuando la tetera pitó, la quitó del fogón. Había visto a Conor preparar café cientos de veces, pues era lo que más bebían sus hermanos cuando tenían que quedarse estudiando hasta tarde. Agarró el bote del azúcar, echó otra cucharada en la taza y la llenó con agua caliente.
—¿Leche? —le preguntó Liam.
—No, así está bien —la señora Witchell sonrió cuando el chico le entregó la taza. Dio un sorbo y puso una mueca—. Está muy bueno… En fin, tengo que ir yéndome. Tengo otra cita en media hora. No me queda más remedio que hablar con tu padre —añadió tras dejar la taza de café.
—Pero no está despierto —contestó él en tono implorante.
La mujer lo miró un buen rato. Luego suspiró.
—Está bien. ¿Por qué no me dejas que entre un momento en su cuarto, solo para asegurarme de que está en casa? Luego te dejo mi tarjeta y le dices que me llame cuando se despierte.
Liam esbozó una sonrisa radiante. La clase de sonrisa que parecía gustar a todas las chicas del colegio.
—De acuerdo —aceptó encantado—. Pero tiene que prometerme que no hará ruido.
Luego le agarró una mano y la guió hasta la habitación. Abrió la puerta, la dejó entrar. El bulto de la cama respiraba con ligeros ronquidos, imitación perfecta de los gemelos. Liam sacó a la trabajadora social de la habitación al segundo y volvió a cerrar la puerta.
—Está bien —murmuró ella.
Cuando se despidió de la señora Witchell, apenas podía contener su alivio. Liam la miró bajar los escalones frontales y bajar por la acera hasta su coche. Solo entonces soltó un grito de victoria y, segundos después, Sean y Brian salieron de la habitación.
—¡Se ha ido!
—¡Sabía que podías hacerlo! —Sean agarró a Liam por la cintura y le dio un abrazo fuerte—. ¿Qué ha dicho?
—Que papá la tiene que llamar. Hoy —Liam le entregó la tarjeta. Luego se dirigió a Brian—. Ve por los cromos.
Los gemelos intercambiaron una mirada. Brian frunció el ceño.
—Hicimos un trato —reconoció Sean.
Liam se acomodó en el sofá y los gemelos regresaron con sus respectivos tacos. Fue pasándolos en silencio, considerando el valor de los que quería escoger.
—Hazme un chocolate —le pidió a Sean—. Y tú cuéntame una historia —le dijo a Brian.
—Paso —se negó Brian.
—Me lo has prometido. Si no cuentas una historia sobre los audaces Quinn, os quito el doble de cromos.
—Cuéntale una historia —le ordenó Sean.
—Cuéntasela tú —replicó Brian.
—Yo le voy a preparar el chocolate. Y a ti se te da mejor contar historias.
—Quiero la del chico de las piedras rosas.
—Érase una vez un niño que se llamaba Riagan Quinn —empezó Brian—. Era huérfano…
—Su padre había muerto en una batalla —interrumpió Liam.
—Y su madre se estaba muriendo y lo abandonó en el bosque —continuó Brian, molesto por la interrupción—. Nadie sabía su nombre, ni de dónde venía. Las hadas lo llamaron Riagan porque significaba «pequeño rey». Aunque el bosque estaba lleno de lobos, las hadas cuidaban de él y lo alimentaban con gotas de rocío de sus varitas.
—Gotas de rocío mágicas —añadió Liam.
—Sí, pero eso viene después. Esa parte no la tengo que contar todavía.
Liam se acurrucó en el sofá, mirando los cromos mientras oía la historia. Le encantaban las historias de los audaces Quinn. Sobre todo esa. Cuando su padre o alguno de los hermanos mayores decidía contar una historia, casi podía ver el paisaje de Irlanda. Brendan era el que mejor las contaba, seguido por su padre. Pero en las historias de su padre, las mujeres siempre eran el enemigo y Liam no estaba seguro de que eso le gustara.
—Un día, una pobre vagabunda iba por el bosque en busca de comida para su familia y se encontró con el niñito. Pero, ¿dónde estaban los padres del bebé?, se preguntó. Probablemente estarían haciendo lo mismo que ella, recogiendo comida en el bosque. Así que se sentó a esperarlos.
—Pero nunca volvieron porque Riagan no tenía padres.
—Sí los tenía. Lo que pasaba era que nadie sabía quiénes eran —contestó Brian.
—No los tenía. Era huérfano —dijo Liam.
—Si tan bien te la sabes, ¿por qué no la cuentas tú? —Brian miró el cromo que su hermano acababa de escoger—. Ese ni hablar.
—Cuando oscureció, la mujer empezó a asustarse —dijo Liam, instando a su hermano a que siguiera, sin soltar el cromo de los Boston Celtics.
—No podía dejar al bebé solo, porque los lobos se lo comerían —continuó Brian tras resignarse a perder el cromo—. Pero ella ya tenía siete niños a los que alimentar en casa. Se marchó, pero no podía olvidar la sonrisa tan dulce de Riagan y al final volvió por él y lo sacó del bosque. Las hadas lo vigilaban desde las sombras, contentas de que Riagan hubiese encontrado un hogar.
Justo entonces se abrió la puerta y Conor entró en casa. Se quitó el abrigo y miró con cara de sospecha a sus hermanos.
—¿Qué hacéis? Se supone que deberíais estar con los deberes.
—Me está contando una historia. De los audaces Quinn. Cuéntala tú. Brian no lo hace bien. Es la de Riagan y las piedras rosas —dijo Liam. Conor gruñó, pero no se negó. Casi nunca le negaba nada a su hermano Liam—. La vagabunda lo ha encontrado en el bosque y se lo ha llevado a casa. Vamos por ahí.
Conor se sentó entre Brian y Liam, extendió los brazos sobre el sofá. Echó la cabeza hacia atrás, cerró los ojos y empezó a narrar una de esas aventuras con las que pasaban las tardes juntos. Había muchísimas historias sobre los audaces Quinn para elegir, todas protagonizadas por algún antepasado lejano, todas emocionantes y heroicas.
—Riagan se integró en la nueva familia —dijo Conor—. Y en seguida les cambió la suerte. Todos los habitantes del pueblo iban a ver al bebé y se quedaban tan maravillados con él, que siempre dejaban algún alimento o ropa de regalo. Riagan creció y se convirtió en un joven cada vez más guapo. Y gracias a las gotas de rocío mágicas, tenía un pico de oro con el que conseguía convencer a cualquier persona de lo que se propusiese.
Liam se pegó al cuerpo de su hermano, más tranquilo tras el susto de la trabajadora social. Todo iría bien. Conor lo arreglaría.
—Entonces, un día el rey se murió y la Reina Comyna asumió el poder sobre los habitantes de Irlanda. Era codiciosa y quería poseer todas las cosas bellas y de valor, convencida de que debían reservarse a las personas de cuna noble. A diferencia del rey, que había sido generoso con los pobres, la reina no lo era. Fue por todo el reinado, despojando a sus súbditos de todos sus objetos de valor. Fue una época dura y mucha gente pasó hambre.
—Pero Riagan era muy listo —continuó Liam.
—Lo era. Un día, mientras estaba pescando en un río, vio que en el fondo había unas piedras rosas muy bonitas y suavizadas por la corriente. Las recogió y, al volver al pueblo, buscó a una mujer con fama de cotilla. Riagan le enseñó una de las piedras y le dijo que se la había dado un hada y que valía más que el oro.
De repente, Dylan y Brendan irrumpieron en casa, bromeando y riendo.
—¿Qué hacéis? —preguntó Dylan a ver sus cuatro hermanos en el sofá.
—Me está contando una historia —dijo Liam—. Sigue tú, Brendan.
De todos los Quinn, Brendan tenía un don especial con las palabras y, si Liam cerraba los ojos y solo escuchaba a su hermano, podía representarse la historia en su cabeza como si estuviera viendo una película.
Conor le dio el pie para que continuase:
—Por supuesto, el rumor sobre la piedra rosa se difundió en seguida por el reino y, unos días después, los soldados de la Reina Comyna aparecieron en casa de Riagan para exigirle las piedras rosas que había encontrado. Pero Riagan les dijo que el hada solo le había dado una.
Brendan se sentó en el suelo y estiró las piernas antes de seguir con la historia:
—Al día siguiente, Riagan sacó otra piedra de su escondite, se la llevó al pueblo y le dijo a la cotilla que el hada había vuelto a visitarlo. Esa vez, un mercader le pagó una suma considerable de dinero por la piedra; pero, como era de esperar, los soldados de la reina no tardaron en pedírsela. El tiempo pasaba y, una y otra vez, Riagan llevaba piedras mágicas al pueblo. Y siempre había un comerciante dispuesto a comprárselas, convencidos de que, si le interesaban a la reina, tenían que ser muy valiosas.
—Me encanta esta historia —murmuró Liam.
—Por fin, un día los soldados de la reina volvieron a la casa de Riagan y se lo llevaron al palacio —continuó Bren—. La Reina Comyna le ordenó que le entregara todas las piedras que poseía, pero Riagan le dijo que el hada solo le daba una piedra por visita, porque eran unas piedras con poderes mágicos. Si alguien llegaba a poseerlas todas, se le concedería cualquier cosa que deseara: salud, belleza, juventud, felicidad.
Liam se preguntó dónde podría encontrar un río en Boston. Lo único que sus hermanos y él necesitaban eran unas pocas piedras rosas. Podrían usarlas para proteger a la familia. Y para conseguir comida y pagar las facturas de la calefacción.
—El caso era que nadie del pueblo sabía cómo consiguió Riagan engañar a la reina con aquella historia, aunque se creó la leyenda de que había sido gracias a que tenía un pico de oro por las gotas de rocío mágicas de las varitas de las hadas. No solo eso: la mayoría pensaba que Riagan era un joven muy listo, ya que además de convencer a la reina de que las piedras tenían más valor que el oro o los diamantes, la convenció de que, si cambiaba todos sus bienes por las piedras que quedaban, multiplicaría su riqueza por cien.
—Y la princesa era tan codiciosa, que le ofreció todo lo que tenía —dijo Liam.
—Riagan fue a casa en busca de las piedras que quedaban y, de camino, tuvo que pasar por el bosque donde lo habían abandonado de bebé. Allí se le apareció un hada envuelto en un halo de luz.
—Riagan, has vuelto —interrumpió Dylan con voz chillona—. Has demostrado ser un joven amable e inteligente, pero ha llegado el momento de que te conviertas en un hombre y te conviertas en rey. Dale las piedras a Comyna y ella te entregará todo lo que posee. Acéptalo. Te pertenece por derecho, pero debes gobernar como el Rey Ailfrid, con generosidad y compasión.
Aquella era la parte en la que su padre se embarcaba en una perorata sobre lo traidoras que eran las mujeres, que eran avariciosas y no se podía confiar en ellas, y sobre cómo se había arruinado la vida Ailfrid por enamorarse de Comyna y no ver su lado perverso. Pero Conor y Brendan solían saltarse esos incisos.
—Así que Riagan ocupó el trono y, durante su reinado, el reino floreció —continuó Brendan—. Mientras tanto, en una casita situada en el bosque, la codiciosa Comyna pasaba los días contando las piedras rosas, consciente de que el joven con el pico de oro la había engañado. ¿Te ha gustado? —añadió tras finalizar, haciéndole una caricia a Liam en el pelo.
—Mucho —murmuró Liam sonriente—. Ahora me siento mejor.
—¿Qué te pasaba antes? —Conor frunció el ceño.
Liam notó que Sean estaba conteniendo la respiración y Brian le dio un codazo en el costado, rogándole en silencio que mantuviera la boca cerrada. Pero Conor era el único que podía protegerlos. Era el audaz Quinn y encontraría la forma de impedir que los dragones atacaran su casa.
—No hemos ido al colegio esta mañana —confesó Liam—. Y ha venido a visitarnos una trabajadora social.
Liam Quinn sintió un cosquilleo en la nariz al entrar en el desván, húmedo, polvoriento. Olía a madera vieja y las tablas del suelo crujían bajo sus pies. Un sofá ruinoso ocupaba una esquina y en la pared opuesta vio una pequeña chimenea, probablemente usada por algún criado antiguo de la casa. Las primeras tres plantas del edificio estaban en pleno proceso de reforma, convertidas en apartamentos, como había sucedido en tantos otros edificios de aquel viejo barrio de Boston. Pero el desván del ático conservaba huellas de un pasado diferente, de cuando las familias de inmigrantes irlandeses habían sustituido a los primeros habitantes del barrio.
Liam miró hacia las sombras, entre telarañas. Sabía que, en algún rincón oscuro, había murciélagos preparados para atacarlo. ¡Odiaba los murciélagos!
—¿No podía hacer un poco menos de frío?
—La suite presidencial del hotel Four Seasons no estaba libre —contestó Sean con ironía.
—Resulta que esta noche tenía una cita. Se suponía que había quedado en el pub con Cindy Wacheski a las diez.
—Se te van a acabar las mujeres de Boston —murmuró Sean.
—Por suerte, no hay día que no lleguen nuevas —dijo Liam—. Podría presentarte alguna. ¿Cuánto tiempo ha pasado desde la última? Pareces necesitado de sexo —añadió tras levantar la cámara que le colgaba del cuello, mirar a su hermano por el objetivo y disparar.
El flash iluminó el desván y Sean maldijo al tiempo que se cubría los ojos con una mano.
—¿Qué haces? ¡Cualquiera puede ver el flash desde la calle!
—Seguro que hay decenas de turistas contemplando este edificio. No me extrañaría que formase parte de las visitas guiadas de Boston —se burló Liam—. ¿No podías haber encontrado un sitio con calefacción?, ¿qué puede haber aquí que merezca la pena fotografiar?
—No es aquí. Es en la calle de enfrente. Mira.
Liam sacó el teleobjetivo de la funda y lo puso en lugar del que había en la cámara. Se acercó a la mugrienta ventana del desván y echó un vistazo a la calle. No advirtió nada especial. La acera de abajo estaba vacía y la calle, flanqueada de coches aparcados.
—Es un caso importante —dijo Sean—. Si te metes, te metes hasta el final. Nada de rajarse luego.
—Al menos podías fingir que me aprecias más —murmuró Liam—. Soy tu hermano y tu compañero de habitación. Pago la mitad del alquiler, limpio lo que ensucias y tomo nota de tus mensajes cuando estás fuera de la ciudad. No tengo por qué ayudarte en este caso. Ya tengo mi propio trabajo. ¿Y si el Globe me hace un encargo? Necesito estar disponible. ¿Viste la foto que me publicaron la semana pasada en la página tres de la sección de deportes?
—Te pagan una miseria. Y hace tres meses que no pagas el alquiler.
—Bueno, sí, estoy pasando una mala racha.
—Si me ayudas en este trabajo, dividiré mis honorarios a medias contigo.
Sean llevaba cuatro años trabajando intermitentemente como detective privado, desde que había dejado la academia de policía o, para ser exactos, desde que lo habían expulsado por insubordinación crónica. De los seis hermanos, Sean era el raro: tranquilo, reservado, muy celoso de su intimidad. Solo se sentía realmente a gusto con sus hermanos y la mitad de las veces estos no conseguían imaginar qué tendría en la cabeza; sobre todo, en el último año más o menos.
La mayoría de los casos consistía en seguir la pista a cónyuges adúlteros. Completaba sus ingresos sirviendo en el pub de su padre y, cuando necesitaba ayuda, acudía a su hermano pequeño. A Liam siempre le venía bien ganarse unos dólares extra.