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El agente Conor Quinn estaba acostumbrado a cuidar de todo el mundo excepto de sí mismo. Cuando le encargaron custodiar a Olivia Farrell, se dio cuenta de que el que más necesitaba protección era él. Olivia Farrell estaba bajo la protección de la policía, pero ella creía que no necesitaba eso... Hasta que conoció al agente que iba a custodiarla, el sexy Conor Quinn, y se dio cuenta de que su vida no era lo único que estaba en peligro...
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Seitenzahl: 220
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Editado por Harlequin Ibérica.
Una división de HarperCollins Ibérica, S.A.
Avenida de Burgos, 8B - Planta 18
28036 Madrid
© 2012 Kate Hoffmann
© 2024 Harlequin Ibérica, una división de HarperCollins Ibérica, S.A.
La aventura del deseo, n.º 405- febrero 2024
Título original: The mighty quinns: Conor
Publicada originalmente por Harlequin Enterprises, Ltd.
Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial.
Esta edición ha sido publicada con autorización de Harlequin Books S.A.
Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares, y situaciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientos de negocios (comerciales), hechos o situaciones son pura coincidencia.
® Harlequin y logotipo Harlequin son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited.
® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia.
Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.
Imagen de cubierta utilizada con permiso de Dreamstime.com
I.S.B.N.: 9788411806848
Conversión ebook: MT Color & Diseño, S.L.
Créditos
Prólogo
Capítulo 1
Capítulo 2
Capítulo 3
Capítulo 4
Capítulo 5
Capítulo 6
Capítulo 7
Capítulo 8
Capítulo 9
Si te ha gustado este libro…
El viento aullaba y la lluvia caía a raudales en el exterior de una pequeña casa en la calle Kilgore, en el sur de Boston. El viento del nordeste llevaba azotando el vecindario desde hacía casi dos días. Los agradables rayos del sol de otoño habían dado paso a los primeros fríos del invierno.
Conor Quinn arropó con la raída manta a sus hermanos pequeños, que dormían los tres en una cama. Los gemelos, Sean y Brian, ya estaban medio dormidos, con los ojos nublados de agotamiento. Liam, que tenía solo tres años, yacía acurrucado entre ellos, con las oscuras pestañas ensombreciendo las rosadas mejillas.
Sin embargo, Dylan y Brendan no terminaban de dormirse. Estaban escuchando a su padre, Seamus Quinn, mientras este les contaba otro cuento. Eran más de las once y hacía tiempo que los niños deberían haber estado dormidos. Mientras Seamus estaba ausente, Conor se aseguraba de un modo muy estricto de que los niños se fueran a la cama a la misma hora cuando al día siguiente tenían colegio, pero Seamus, que pescaba peces espada, solo pasaba en casa una o dos semanas antes de volver a la mar durante meses. Como el invierno se acercaba, Seamus y la tripulación de su barco, El Poderoso Quinn, se marcharían al sur, siguiendo al pez espada a las cálidas aguas del Caribe.
—Esta es la historia de uno de nuestros antepasados, Eamon Quinn. Eamon era un tipo muy, muy listo.
Conor escuchaba el colorido cuento de Seamus, preguntándose si podía encontrar el momento adecuado para sacar a colación los fallos de Dylan en clase de Matemáticas o el hábito que tenía Brendan de robar caramelos en las tiendas, o el hecho de que Brian y Sean todavía tuvieran que ponerse algunas vacunas. No obstante, había algo que no podía dejarse pasar, aunque era un problema que su padre se negara a reconocer.
La señora Smalley, su vecina y la que cuidaba habitualmente de los pequeños, se tomaba un litro de vodka al día. Conor, muy preocupado por la seguridad de sus tres hermanos pequeños, sentía mucha ansiedad por encontrar otra persona para que vigilara a los pequeños mientras Dylan, Brendan y él estaban en el colegio. Los servicios sociales ya les habían hecho una visita por sorpresa, pero Conor se las había arreglado para que se marcharan alegando que la señora Smalley tenía alergia. Sin embargo, si los asistentes sociales se daban cuenta de que cuidaba a sus cinco hermanos casi solo, los mandarían a un orfanato.
—Un buen día, Eamon estaba pescando frente a la isla de las Sombras. Mientras pasaba a lo largo de la rocosa costa, vio a una hermosa joven de pie, cerca del agua, con su largo cabello flotando al viento. El corazón se le llenó de amor y el rostro se le iluminó, porque nunca había visto a una criatura más hermosa…
Conor tenía toda la seguridad del mundo de que podía mantener unida a su familia. Aunque solo tenía diez años, llevaba siendo madre y padre para aquellos niños desde hacía dos años. Como el problema que la señora Smalley tenía con la bebida iba en aumento, había aprendido a lavar la ropa, a hacer la compra y a ayudar a sus hermanos con sus deberes. Tenían una vida sencilla, complicada solo por las borracheras de la señora Smalley y las visitas poco frecuentes de Seamus.
El tiempo que Seamus no pasaba con sus hijos lo pasaba en la taberna, donde despilfarraba la parte que le correspondía de la venta del pescado, invitando a beber a completos desconocidos y apostando grandes cantidades. Al final de la semana, normalmente le daba a Conor solo lo suficiente para pagar los gastos de la casa de los meses siguientes, hasta que él volvía a entrar en puerto con otro cargamento de pez espada. Solo hacía unos días habían estado cenando pan de más de una semana y la sopa que habían sacado de unas latas abolladas. Sin embargo, aquella noche, habían tomado comida preparada de McDonald’s y Kentucky Fried Chicken.
—Eamon habló con la muchacha y, antes de que pasara mucho tiempo, estaba encantado. Todo el pueblo decía que iba siendo hora de que Eamon tomara una esposa, pero él nunca había encontrado a una mujer a la que pudiera amar… hasta aquel momento. Llevó su barco a la orilla, pero, cuando puso el pie en la tierra, la muchacha se convirtió en una bestia salvaje, tan fiera como un león, con el aliento de fuego y una cola llena de espinas. Agarró a Eamon entre sus poderosas mandíbulas e hizo añicos el barco con sus gigantescas garras…
Aunque no se podía decir que Seamus fuera un buen padre o un buen pescador, tenía un talento. El padre de Conor sabía contar historias, fascinantes cuentos irlandeses llenos de acción y aventuras. Aunque Seamus siempre colocaba a un antepasado suyo en el papel del héroe y a menudo combinaba elementos de tres o cuatro historias, Conor había empezado a reconocer trozos de los mitos y leyendas irlandesas que había leído en los libros que sacaba de la biblioteca pública.
Conor prefería las historias de lo sobrenatural, hadas y brujas, duendes y fantasmas. A Dylan, que tenía ocho años, le gustaban los cuentos de hechos heroicos y a Brendan, un año más joven, las historias de aventuras en tierras lejanas. A los gemelos Sean y Brian, de cinco años, y al pequeño Liam, no les importaba lo que Seamus les contara. Solo querían que su padre estuviera en casa y sentir las barriguitas llenas.
Conor se sentó al lado de Dylan y observó a su padre a la tenue luz de la lámpara. A veces, al escuchar el fuerte acento de Seamus, se imaginaba la lejana Irlanda. Cielos brumosos, campos verde esmeralda alineados con muros de piedra, el poni que su abuelo le regaló por su cumpleaños y la pequeña casa cerca del agua. Todos habían nacido allí, salvo Liam, que lo había hecho en aquella casita de Bantry Bay. Por aquel entonces, la vida había sido perfecta porque tenían a su padre y a su madre.
—Eamon sabía que tendría que utilizar todo su ingenio para engañar al dragón. Muchos pescadores habían sido capturados por aquel mismo monstruo y estaban prisioneros en una enorme cueva de la isla de las Sombras, pero Eamon no sería uno de ellos…
La carta que había llegado de Estados Unidos había sido el principio de los malos tiempos. El hermano de Seamus había emigrado a Boston cuando era un adolescente. Con fuerza y tesón, el tío Padriac había ahorrado lo suficiente trabajando en un transatlántico como para comprar su propio barco de pesca. Le había ofrecido a Seamus una parte de El Poderoso Quinn para poder salir de la vida de miseria que Irlanda le ofrecía. Por eso, se habían mudado al otro lado del mundo. Seamus, su hermosa esposa Fiona, embarazada de Liam, y los cinco muchachos.
Desde el principio, Conor había odiado el sur de Boston. Aunque la mitad de la población era de ascendencia irlandesa, se metían mucho con él por su acento. Al cabo de un mes, había aprendido a hablar con el tono neutro de los demás. Las ocasionales bromas tenían como resultado un ojo morado o un corte en el labio para el bromista. El colegio resultaba soportable, pero la vida doméstica se iba deteriorando día a día.
Lo que más recordaba eran las peleas, la furia soterrada, los largos silencios entre Fiona y Seamus… y la soledad de su madre por las interminables ausencias de su padre. Los suaves sollozos que escuchaba por la noche, tras la puerta de la habitación de su madre, lo herían hasta lo más hondo. Quería ir con ella, consolarla, pero cuando se acercaba a ella, las lágrimas desaparecían automáticamente y todo era perfecto.
Un día estaba allí, sonriéndole, y, al día siguiente, se marchó. Conor esperaba que volviera a casa por la mañana, como cuando Seamus volvía de la taberna justo cuando salía el sol. Sin embargo, su madre nunca regresó y, desde el día en que desapareció, Seamus no volvió a pronunciar su nombre. Las preguntas se respondían con pétreos silencios. Cuando los niños insistían, les decía que su madre había vuelto a Irlanda. Unos meses después, les confesó que había muerto en un accidente de automóvil. Sin embargo, Conor sospechaba que solo era una mentira para terminar con las preguntas, una venganza por la traición de su madre.
Conor se había jurado que nunca la olvidaría. Por las noches, se imaginaba su suave y oscuro cabello, su cálida sonrisa, el modo en que lo acariciaba mientras hablaba con él y el orgullo que veía en sus ojos cuando tenía buenas notas en el colegio. Los gemelos y Liam solo la recordaban vagamente. Los recuerdos de Dylan y Brendan estaban tergiversados por su pérdida, haciéndola parecer una persona irreal, como una princesa de cuento de hadas, vestida con un traje de oro.
—Debéis recordar esto —les advertía su padre, interrumpiendo así la ensoñación de Conor—. Como el sabio Eamon, que echó al dragón por el acantilado y salvó a muchos pescadores de un destino peor que la muerte, un hombre pierde la fuerza y el poder si se entrega a la debilidad del corazón. Amar a una mujer es lo único que puede destruir a uno de los poderosos Quinn.
—¡Yo soy un poderoso Quinn! —gritó Brendan, golpeándose en el pecho—. ¡Y nunca voy a dejar que una chica me bese!
—¡Shh! —susurró Conor—. Vas a despertar a Liam.
Seamus se echó a reír y golpeó suavemente la rodilla de Brendan.
—Eso es, muchacho. Pero tened esto muy en cuenta. Las mujeres solo nos traen desgracias a los Quinn.
—Papá, es hora de que nos vayamos a la cama —dijo Conor, cansado del mismo consejo de siempre—. Tenemos colegio.
Dylan y Brendan se pusieron a protestar e hicieron un gesto de desaprobación con los ojos. Sin embargo, Seamus sacudió el dedo.
—Conor tiene razón. Además, tengo mucha sed, tanta que solo me la podrá saciar una buena pinta de Guinness.
Tras revolverles el pelo, se levantó de la cama y se dirigió a la puerta. Conor salió corriendo detrás de él.
—Papá, tenemos que hablar. ¿No puedes quedarte en casa esta noche?
—Suenas como una vieja, Conor. No seas pesado. Podemos hablar por la mañana.
Con eso, Seamus agarró la chaqueta y se marchó, dejando a su hijo con nada más que una fuerte corriente de aire y un temblor por todo el cuerpo. Sintiéndose derrotado, Conor se volvió a meter en el dormitorio. Dylan y Brendan ya se habían metido en sus literas, por lo que Conor apagó la luz y se tumbó en un colchón que había en un rincón, tapándose bien con la manta para combatir el frío.
Estaba casi dormido cuando una vocecita surgió de la oscuridad.
—¿Cómo era, Conor? —preguntó Brendan, repitiendo la pregunta que llevaba haciéndole cada noche desde hacía unos meses.
—Cuéntanoslo otra vez —suplicó Dylan—. Háblanos de mamá…
Conor no estaba seguro de por qué de repente necesitaban saber cosas sobre ella. Tal vez sospechaban lo precaria que se había vuelto su vida y lo cerca que estaban de perderlo todo.
—Era muy buena y muy hermosa —dijo Conor—. Tenía el cabello oscuro, casi negro, como el nuestro. Y tenía unos ojos del color del mar, verdes, una mezcla de verde y azul.
—Me acuerdo del collar —murmuró Dylan—. Siempre llevaba un hermoso collar que relucía a la luz.
—Háblanos de su risa —dijo Brendan—. Me gusta esa historia…
—Cuéntanos lo de la barra de pan, cuando se la diste al perro de la señora Smalley y mamá te pilló. Me gusta esa…
Conor empezó a narrar su historia, haciendo que sus hermanos se durmieran con imágenes de su madre, la hermosa Fiona Quinn. Sin embargo, al contrario de las historias de su padre, Conor no tenía que embellecerla. Cada palabra que decía era la pura verdad. Aunque Conor sabía que sentir amor por una mujer causaba problemas a cualquier Quinn, no creía en la advertencia de su padre.
En un secreto rincón de su corazón, siempre amaría a su madre y sabía que aquello le haría fuerte.
El disparo surgió de ninguna parte, haciendo que el cristal del escaparate de Ford-Farrell saltara en mil pedazos. Al principio, Olivia Farrell pensó que una de las estanterías que tenía en el escaparate se había desplomado o que un jarrón de cristal se había caído de su estante. Sin embargo, se oyó un segundo disparo y la bala le pasó silbando muy cerca de la cabeza antes de incrustarse en la pared. Frenética, levantó la mirada y vio que los cristales caían muy cerca de un escritorio.
Su primer impulso fue lanzarse sobre el mueble para protegerlo, dado que se trataba de una rara pieza valorada en más de sesenta mil dólares. Sabía que el mueble no tendría prácticamente ningún valor para su distinguida clientela si la madera presentaba arañazos. No obstante, el sentido común se adueñó de ella y se escondió debajo de una chaise longue de estilo victoriano, que seguramente se beneficiaría de tener unos cuantos agujeros de bala.
—Maldita sea —murmuró, sin saber lo que hacer a continuación.
¿Debería echar a correr? ¿Debería esconderse? Lo que no podía hacer era devolver los disparos, porque no tenía pistola. Pensó en cerrar con llave la puerta principal, pero quienquiera que fuera quien estuviera disparando podría entrar por el agujero que se había hecho en el escaparate.
—¿Por qué no escuché? ¿Por qué no me marché?
Se puso a evaluar la distancia que había entre el lugar en el que se encontraba y la parte trasera de la tienda, pero ¿y si estaban esperándola en el callejón? No sabía si quien estaba intentando matarla estaba decidido a conseguirlo en aquel momento a cualquier precio o si decidiría volver a intentarlo en otra ocasión. Una vez más, habían fallado. Tal vez solo quisieran asustarla.
—Tengo que telefonear —murmuró, metiéndose la mano en el bolsillo para sacarse el teléfono móvil que siempre llevaba encima—. Nueve uno nueve.
Tras marcar el número, se puso inmediatamente a rezar. Tal vez lo mejor era que se hiciera la muerta en el caso de que irrumpieran en la tienda con la intención de terminar lo que habían empezado.
Mientras esperaba que la operadora contestara, las lágrimas se le agolpaban en los ojos y temblaba sin parar. Sin embargo, se negó a dejarse llevar por el miedo. Había aprendido a controlar sus emociones, a mantener una actitud tranquila, aunque aquello solo había sido con propósitos comerciales. Tal vez que le dispararan a través de la ventana era una buena excusa para sentir un poco de histeria.
Nada de aquello le habría ocurrido si hubiera mantenido la boca bien cerrada, si se hubiera limitado a darse la vuelta y a marcharse aquella noche, hacía unos meses. Se había asustado mucho. Había sentido miedo de que le arrebataran de las manos todo lo que tanto se había esforzado en conseguir.
Lo único que había hecho para violar la ley había sido inflar un poco las cifras en su declaración de la renta y no prestar atención al límite de velocidad en la autopista. En aquel momento, sus libros de cuentas estaban embargados, su pasado estaba siendo analizado, su socio estaba en la cárcel y su reputación estaba por los suelos. Era una testigo ocular en un juicio por asesinato y por blanqueo de dinero contra un hombre muy peligroso, un hombre que, evidentemente, quería matarla antes de que tuviera la oportunidad de contar su historia en un tribunal.
Olivia escuchó ansiosamente mientras la operadora le contestaba y entonces le contó rápidamente su situación y le dio una breve descripción de lo que había ocurrido. La operadora le pidió que siguiera al aparato y trató de tranquilizarla. Olivia siempre había oído que cuando alguien está a punto de morir, toda su vida le pasa en un momento por delante de los ojos. En lo único en lo que podía pensar en aquellos momentos era en lo mucho que odiaba sentirse tan vulnerable, tan dependiente de la ayuda de otra persona.
—Siga hablando conmigo, señorita —le decía la operadora.
—¿Y de qué puedo hablar? —preguntó ella, algo nerviosa.
Lo único que se le ocurría era lo rápidamente que le había cambiado la vida en muy poco tiempo. Hacía dos meses, se había encontrado en lo más alto. Entonces, era la anticuaria de más éxito de todo Boston. Viajaba por todo el país, buscando las mejores antigüedades para su tienda. Recientemente, la habían nombrado para el consejo de una de las más prestigiosas sociedades históricas de Boston. Incluso se decía que podrían pedirle que apareciera en un programa de televisión.
Todo aquello para una joven que había crecido en un barrio de clase trabajadora de Boston. Sin embargo, había superado sus humildes comienzos y se había creado una nueva identidad, maravillosa y excitante, repleta de viajes, fiestas y amigos influyentes. Y con seguridad económica. Solo había guardado una cosa de su niñez: el interés por cualquier cosa que tuviera cien años o más.
—Mis padres eran fanáticos de las antigüedades —murmuró por fin—. De niña, solían llevarme de subasta en subasta y se ganaban la vida con una pequeña tienda de objetos de segunda mano. Nunca sabíamos de dónde iba a venir la siguiente comida ni si conseguiríamos lo suficiente como para pagar el alquiler. Para una niña, aquella incertidumbre resultaba aterradora.
—No tenga miedo —dijo la operadora—. La policía está de camino.
—Cuando crecí, me hice una experta en los muebles del siglo XVIII y XIX de Nueva Inglaterra. Mis padres nunca tuvieron buen ojo para las buenas antigüedades y cuando yo acababa de salir del instituto, decidieron probar el negocio de la hostelería y compraron un pequeño restaurante en una salida de la interestatal en Jacksonville, Florida.
—La policía está a punto de llegar, señorita Farrell.
Olivia continuó hablando, ya que encontraba que el sonido de su voz aplacaba sus temores. Mientras pudiera hablar, seguía viva.
—Yo me quedé aquí para poder ir a la universidad. Tuve tres trabajos diferentes para poder conseguir dinero. Durante mi primer año en la universidad de Boston, pude pagar a duras penas mis clases y mi alquiler. Aquello fue algo que odié. Entonces, encontré mi primer tesoro, una silla Sheraton que compré por quince dólares en una tienda de segunda mano y que vendí por cuatro mil en una subasta.
Desde aquel momento, Olivia se había pagado sus estudios comprando y vendiendo antigüedades, Descubrió que tenía un ojo infalible para encontrar piezas valiosas en los sitios más improbables, como ventas en garajes particulares y pequeñas tiendas. Sabía distinguir una reproducción de una pieza original a cincuenta metros y se le daba muy bien el mundo de las subastas.
—Aunque me gradué en Arte en la universidad de Boston, yo pertenecía al mundo de las antigüedades. Alquilé mi primera tienda el año en que me gradué. Seis años después, formé una sociedad con uno de mis clientes, Kevin Ford, que era un hombre de dinero. Pensé que lo había conseguido. Compró una preciosa tienda en la calle Charles, al pie de Beacon Hill. ¿Cómo pude ser tan ingenua?
—La policía va a llegar aproximadamente en treinta segundos, señorita…
Olivia ya oía las sirenas, pero ni siquiera la policía podría sacarla del lío en que había convertido su vida. Ella sola tenía la culpa de todo aquello. Cuando Kevin compró el edificio, tuvo sus dudas. Aunque era rico, no tenía los millones necesarios para comprar aquella tienda tan grande en la calle Charles. Sin embargo, lo único que Olivia había sido capaz de ver había sido su siguiente escalón en su meteórico ascenso en la buena sociedad de Boston y todo el dinero que conseguiría.
Si hubiera confiado en lo que le decía su instinto, se habría dado cuenta de que la inagotable cartera de Kevin Ford estaba relacionada con el mundo de la delincuencia. Aquel hecho quedó demostrado la noche en que oyó una conversación entre Ford y uno de sus más importantes clientes, Red Keenan, un hombre del que Olivia había sabido más tarde que era un pez gordo de los bajos fondos y que, solo el año anterior, había ordenado un buen puñado de asesinatos.
Al volver a oír el sonido de cristales rotos, se sobresaltó y se preparó para lo peor. Sin embargo, una voz familiar la sacó de su angustia.
—¿Señorita Farrell? ¿Se encuentra bien?
Olivia sacó la cabeza de su escondite y vio al fiscal del distrito, Elliott Shulman, el hombre que se encargaba de la acusación en el caso de Red Keenan.
—Sigo viva…
—Esto es inaceptable —dijo el hombre, acercándose a ella para ayudarla a levantarse—. ¿Dónde está la protección policial que requerí?
—Siguen delante de mi piso…
—¿Quiere decir que salió de su casa sin decírselo?
Olivia asintió, avergonzándose de sí misma al oír el tono recriminatorio de aquellas palabras.
—Yo… solo necesitaba trabajar un poco. La tienda lleva cerrada casi dos meses, tengo facturas que pagar, antigüedades que vender… Si no me ocupo de mis clientes, se irán a otra parte.
Shulman la agarró por el codo y la condujo hasta la puerta principal.
—Bueno, ya ha visto de lo que Red Keenan es capaz, señorita Farrell. Tal vez ahora nos escuche y se tome sus amenazas en serio.
—Sigo sin comprender por qué iba a querer mi muerte —replicó ella, soltándose—. Kevin puede testificar. Yo solo los oí hablando. Y tampoco oí mucho.
—Como ya le he dicho antes, señorita Farrell, su socio no va a hablar. Usted es la única testigo que puede relacionarlos a los dos. Después de lo que ha pasado esta noche, vamos a tener que ocultarla en algún sitio seguro, fuera de la ciudad…
—Yo… no me puedo marchar. Mire todo este jaleo. ¿Quién va a reparar la ventana? No puedo dejar que la lluvia entre por ese escaparate. Estas antigüedades son muy valiosas. ¿Y mis clientes? ¡Este asunto podría arruinarme económicamente!
—Llamaremos a alguien para que arregle la ventana enseguida. Hasta entonces, dejaré una patrulla fuera. Usted va a venir conmigo a la comisaría hasta que encontremos un lugar seguro.
Olivia agarró su abrigo y su bolso y, de mala gana, siguió a Shulman hasta la puerta principal. Tal vez hubiera llegado el momento de esconderse. Solo faltaban un par de semanas para el juicio y, al menos, volvería a sentirse segura. Cuando salió a la acera, le entregó las llaves a un policía y le dio instrucciones sobre el código de seguridad. Luego, cerró los ojos y respiró profundamente.
—Prométame que me devolverá pronto mi vida —dijo, tratando de controlar el temblor que le atenazaba la voz.
—Haremos todo lo que podamos, señorita Farrell.
Conor Quinn sabía lo que significaba tener un mal día. Drogas, prostitutas, alcohol… aquella era su vida. Desde que trabajaba para la Brigada Antivicio del Departamento de Policía de Boston, no recordaba un día en que no le hubiera tocado saborear lo peor de la sociedad. Se metió la mano en el bolsillo para sacar su paquete de cigarrillos, su propio vicio, y recordó que lo había dejado hacía tres días.
Con una maldición, deslizó el vaso vacío sobre la barra e hizo un gesto al camarero. Seamus Quinn se acercó a él, secándose las manos con un paño. Su cabello oscuro se había vuelto gris y andaba con una ligera cojera, consecuencia de los años que había pasado partiéndose la espalda en la mar. Había dejado la pesca hacía algunos años. El barco estaba amarrado en el puerto, convertido en casa temporal para Brendan en las raras ocasiones en las que estaba en Boston. Seamus había conseguido comprar, con sus escasos ahorros, su bar favorito en el barrio donde vivían.
—¿Quieres otra pinta, Conor? —preguntó Seamus, con su fuerte acento irlandés.
—No. Empiezo mi servicio dentro de media hora, papá. Danny va a venir a recogerme aquí.
Seamus lo miró con astucia y le sirvió un refresco antes de servir a otro cliente. Conor observó cómo su padre servía la cerveza con maestría. Sin embargo, su padre no se molestó en preguntarle nada más. Aunque sus clientes se beneficiaban de los consejos de Seamus, ninguno de sus hijos había contado con la ayuda paterna para solucionar sus problemas. De hecho, había sido Conor el que diera consejo y disciplina a sus hermanos pequeños y lo seguía haciendo. Casi toda su vida, desde que tenía siete años, se había dedicado a mantener a su familia intacta y a evitar que sus hermanos cayeran en la delincuencia. Lo mismo que en aquellos momentos, solo que hacía lo mismo por medio millón de ciudadanos en vez de por cinco muchachos.
Miró a su alrededor para buscar algo que le quitara los acontecimientos del día de la cabeza. El bar de Seamus Quinn era famoso por tres cosas: por un ambiente auténticamente irlandés, por el mejor guisado irlandés de Boston y por la música irlandesa que se tocaba allí todas las noches. También por los seis hijos solteros que estaban siempre por el bar.