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El bombero Dylan Quinn había perfeccionado el arte de amar... y de dejar a sus conquistas. El día que rescató a aquella hermosa mujer, sería él el que acabaría ardiendo. Meggie Flanagan llevaba toda su vida enamorada de Dylan, pero él jamás se había fijado en ella. Sin embargo, ahora Meggie tenía la seguridad de que no iba a ocurrir lo mismo. Por fin tenía la oportunidad de vengarse. ¿La echaría él de su vida o... la metería en su cama?
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Editado por Harlequin Ibérica.
Una división de HarperCollins Ibérica, S.A.
Avenida de Burgos, 8B - Planta 18
28036 Madrid
© 2001 Peggy A. Hoffmann
© 2024 Harlequin Ibérica, una división de HarperCollins Ibérica, S.A.
La aventura de la venganza, n.º 402 - enero 2024
Título original: The Mighty Quinns:Brendan
Publicada originalmente por Harlequin Enterprises, Ltd.
Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial.
Esta edición ha sido publicada con autorización de Harlequin Books S.A.
Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares, y situaciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientos de negocios (comerciales), hechos o situaciones son pura coincidencia.
® Harlequin y logotipo Harlequin son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited.
® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia.
Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.
Imagen de cubierta utilizada con permiso de Dreamstime.com
I.S.B.N.: 9788411806817
Conversión ebook: MT Color & Diseño, S.L.
Créditos
Prólogo
Capítulo 1
Capítulo 2
Capítulo 3
Capítulo 4
Capítulo 5
Capítulo 6
Capítulo 7
Capítulo 8
Capítulo 9
Si te ha gustado este libro…
La nieve del invierno se había derretido ya. Desde el Atlántico, soplaba un viento húmedo y salado que envolvía la parte sur de Boston y la calle Kilgore. Dylan Quinn subió un poco más al árbol, abriéndose camino entre las ramas, que ya empezaban a llenarse de flores. Esas ramas apenas podrían sostener el peso de una ardilla y mucho menos el del chaval de once años. Pero Dylan solo pensaba que, si pudiera subir un poco más, podría ver el océano. Su padre volvía ese día a casa tras haber estado casi tres meses fuera.
El invierno siempre era un tiempo difícil para los seis chicos de la familia Quinn. Cuando el viento se volvía demasiado fuerte y frío en el Atlántico Norte, los peces espada se desplazaban al sur, buscando aguas más cálidas. Y, al igual que los demás pescadores, El Poderoso Quinn, el barco de su padre, seguía a los peces allá donde fueran. La llegada del invierno iba acompañada para Dylan del temor de que a su padre se le olvidara mandarles dinero. Y también se preguntaba si Conor sería capaz de mantener a la familia unida y alejada de los asistentes sociales.
—¿Puedes verlo?
Dylan miró hacia abajo para contestar a su hermano Brendan, que lo esperaba al pie del árbol. Llevaba un abrigo lleno de rotos y una gorra de lana de su padre. Al hablar, su aliento rodeó su cabeza en medio del aire helado. Como todos los Quinn, tenía el pelo prácticamente negro y los ojos de un color entre dorado y verde. Eran unos ojos tan extraños que le llamaban la atención a todo el mundo.
—Vete —le gritó Dylan.
Porque aunque Brendan y él eran más o menos de la misma edad, a Dylan últimamente le fastidiaba la presencia constante de su hermano. Después de todo, tenía once y Brendan solo diez. Su hermano pequeño no tenía por qué seguirlo a todas partes.
—Tú tenías que estar cuidando a Liam y los gemelos —protestó Brendan—. Si Conor viene y te encuentra aquí, te va a matar.
Su hermano mayor, Conor, los había dejado a los dos encargados de todo mientras él se iba a hacer la compra al mercado. Ya apenas les quedaba dinero y, si el padre no llegaba ese día, Conor se vería obligado a birlar cualquier cosa de la tienda para la comida del fin de semana. A diario, desayunaban y comían en la escuela, así que no había problema. Pero los fines de semana eran más complicados.
—¡Calla la boca, gusano! —gritó Dylan con el estómago revuelto por el hambre.
Odiaba la sensación de tener hambre y, cuando se hacía demasiado fuerte, trataba de pensar en el futuro. Le gustaba imaginarse cómo sería de mayor. Entonces tendría control sobre su propia vida y de lo primero que se ocuparía sería de tener los armarios de la cocina llenos de comida.
Al ver el dolor en los ojos de Brendan, se arrepintió de sus palabras. Siempre habían sido muy amigos, pero últimamente algo en su interior había cambiado. Sentía la necesidad de alejarse de él, de rebelarse contra todo. Quizá habría sido diferente si su madre se hubiera quedado. En ese caso, puede que vivieran en una casa acogedora, con ropa nueva y comida en la mesa todas las noches. Pero los sueños se terminaron seis años antes cuando Fiona Quinn se fue de la casa de la calle Kilgore para no volver jamás.
Todavía había huellas de ella en la casa. En las cortinas de encaje que en ese momento colgaban sin gracia delante de la ventana de la cocina y en las alfombras que había llevado desde la casa de Irlanda. Dylan no recordaba casi nada de Irlanda, de donde habían partido cuando él tenía cuatro años. Pero su padre, Seamus, seguía hablando de su tierra natal a menudo.
Dylan se tumbaba a veces en la cama, cerraba los ojos y trataba de recordar el pelo oscuro y el precioso rostro de su madre. Pero la imagen era siempre vaga y ambigua. Lo que sí recordaba era su voz, el acento irlandés con que pronunciaba cada palabra. Dylan quería sentirse seguro de nuevo, pero sabía que ella era la única persona que podía conseguir eso. Y se había ido… para siempre.
—Si te caes del árbol y te rompes la pierna, las brujas de los servicios sociales vendrán a por nosotros —le aseguró Brendan.
Dylan maldijo entre dientes y se bajó del árbol. Normalmente, Conor era el sensato y Brendan el que daba problemas.
Dylan dio un salto y aterrizó al lado de Brendan. Luego, dando un grito, agarró a su hermano por detrás y lo inmovilizó.
—No necesito tus consejos.
Lo soltó enseguida y ambos echaron a correr hacia la casa. Cuando entraron, se quitaron las botas llenas de barro y los abrigos. En comparación con el frío de fuera, la casa parecía casi caliente, pero Dylan sabía que a los pocos minutos el frío comenzaría a meterse en sus huesos y tendría que ponerse de nuevo el abrigo.
Fue hacia el salón, donde Conor había acondicionado un pequeño rincón con mantas y almohadas, cerca de la chimenea. Los seis dormían allí, juntos, durante casi todo el invierno. Dylan llegó al rincón y dio una patada al jersey de Sean.
—No dejes tus cosas aquí —gritó—. ¿Cuántas veces tengo que decírtelo? Puede saltar una chispa de la chimenea y saldremos todos ardiendo.
Dylan se sentó en el centro de la habitación y agarró el oso de peluche de Liam. Hizo como que bailaba con él delante de su hermano pequeño. Brendan sacó una baraja y comenzó a repartir cartas a los gemelos, Sean y Brian, y a él mismo. A pesar de que eran casi las cinco, nadie había mencionado que se acercaba la hora de la cena. Era mejor no pensar en ella y rezar para que su padre llegara pronto con los bolsillos repletos de dinero.
De pronto, la puerta de la entrada se abrió y todos se volvieron con la esperanza de que fuera Seamus Quinn. Pero fue Conor el que entró, con una sola bolsa de comida en la mano. Aunque el chaval tenía solo trece años, para Dylan era ya un hombre. Alto y fuerte, ganaba a todos los chicos de su edad e incluso a los mayores en cualquier deporte. Y pasara lo que pasara, Conor siempre estaba allí con ellos, silencioso, pero protegiéndolos.
El muchacho los miró, sonriendo.
—Papá llegará pronto y he traído la cena —sacó algo de la bolsa—. Espaguetis y palitos de pescado. Dylan, ¿por qué no les cuentas un cuento mientras yo lo caliento?
—Sí, sí —gritó Brian—. Cuéntanos un cuento de El Poderoso Quinn.
—Que lo cuente Brendan, lo hace mejor que yo.
—No, te toca a ti —protestó Conor—. Tú lo haces igual de bien que él.
Refunfuñando, Dylan se sentó en el suelo. Los gemelos se acercaron y Liam se sentó en su regazo y lo miró con los ojos muy abiertos. Los cuentos de Conor tenían elementos sobrenaturales: duendes, trols, gnomos y hadas. Los de Brendan sucedían en lugares lejanos y reinos mágicos. Los de Dylan contaban las hazañas de hombres nobles que robaban a los ricos para dárselo a los pobres o de valientes caballeros que rescataban doncellas.
A todos los hermanos les había tocado contar cuentos a sus hermanos pequeños. Lo habían heredado del padre. Seamus Quinn siempre estaba listo para contar alguna historia especial de los legendarios Quinn, sus antepasados, que tenían una sola regla: no sucumbir al amor de ninguna mujer. Porque Seamus creía que, si uno de los Quinn entregara su corazón a una dama, su fuerza lo abandonaría y se convertiría en una persona débil.
—Os voy a contar la historia de Odran Quinn y cómo luchó contra un gigante por salvar la vida de una bella princesa —comenzó Dylan.
Brendan se tumbó boca abajo, dispuesto a escuchar la historia. Su padre les había contado el cuento en numerosas ocasiones y Dylan sabía que si se equivocaba, lo corregirían enseguida.
—Ya sabéis la historia de cómo Finn envió a su hijo Odran Quinn a servir al gran rey de Tiranog. Odran era muy valiente y leal, de manera que el rey quería que viviera en su reino y lo ayudara a gobernar. Tiranog era un paraíso bajo el mar, donde los árboles estaban repletos de frutas y abundaban el vino y la comida. El rey envió a su hija más hermosa, la princesa Neve, a convencer a Odran de que fuera a verlo. Por supuesto, Odran no se enamoró de Neve, pero decidió acompañarla para conocer Tiranog.
—Así no es —gritó Conor desde la cocina.
—Sí que se enamoró de la princesa Neve. Ella era muy guapa y tenía una dote de oro y plata —añadió Brendan.
—Bueno, quizá le gustara un poco, pero no se enamoró de ella —replicó Dylan.
—Le dijo a su padre que era la mujer más guapa que había visto en su vida —añadió Brendan.
—¿Quién está contando la historia, tú o yo?
—Tú —contestó Liam.
—Así que Odran dejó con mucho dolor a su padre y se fue con la princesa Neve. Atravesaron muchos países y, cuando llegaron al mar, sus caballos cabalgaron por encima de las olas. Luego el mar se separó en dos y Odran Quinn se encontró en un maravilloso reino, lleno de sol, flores y castillos.
—¿Cuándo viene la parte del gigante? —quiso saber Liam.
Dylan le dio un beso.
—Muy pronto. Cuando iban hacia el castillo del padre de Neve, se encontraron con una fortaleza. Odran le preguntó a Neve quién vivía en ella y Neve le contestó: «Aquí vive una doncella. Fue capturada por un gigante, que la tiene prisionera, porque no quiere casarse con él». Dylan se detuvo y miró hacia la fortaleza. Entonces vio a la doncella en la ventana de la torre más alta. Le brillaba una lágrima en la mejilla y Odran decidió que debía salvarla.
Esa era la parte que más le gustaba a Dylan, porque cuando la contaba, se imaginaba a su madre sentada en la ventana. La veía con un precioso vestido, nuevo y limpio, y llevaba recogido su pelo oscuro en una trenza. De su cuello colgaba un collar de esmeraldas, rubíes y zafiros. En realidad, su madre había tenido un colgante así y él recordaba que siempre lo tocaba cuando estaba preocupada.
—El nombre del gigante era Fomor —lo interrumpió Sean—. Te has olvidado.
La imagen de la madre desapareció y Dylan miró de nuevo a sus hermanos.
—El gigante era tan alto como dos casas y sus piernas parecían dos robles —continuó—. Tenía una espada tan afilada como una hoja de afeitar.
—¡Háblanos de su pelo! —le suplicó Brian.
Dylan bajó la voz y se acercó a él.
—Era largo y negro, y estaba lleno de arañas y monstruos. La barba era muy rizada y le llegaba al suelo —los ojos de sus hermanos se abrieron horrorizados—. Y tenía la tripa enorme, porque cada día se comía tres niños o más. Con huesos y todo —cuando los hermanos estuvieron suficientemente asustados, Dylan se incorporó de nuevo—. Lucharon durante muchos días. El gigante utilizaba su fuerza y Odran su inteligencia. Al décimo día, Odran le dio un golpe mortal con su espada y el gigante cayó al suelo. La tierra tembló a muchos kilómetros y el gigante se quedó duro y frío como una piedra.
Sean aplaudió.
—¡Y luego le cortó la cabeza!
—Entonces, escaló la fortaleza y rescató a la prisionera —añadió Brian.
—Eso mismo —continuó Dylan—. Y luego…
La puerta de la entrada se abrió y todos se volvieron. Era Seamus Quinn.
—¿Dónde están mis niños?
Entre gritos de júbilo, Brian, Liam y Sean se levantaron y corrieron hacia él, olvidándose del cuento de Odran y Fomor. Brendan y Dylan se miraron y soltaron un suspiro de alivio y resignación. Aunque se alegraban de verlo, era evidente que Seamus se había parado a tomar una pinta de cerveza antes de llegar a casa. Aunque, por lo menos, había llegado.
—En todos tus cuentos, hay siempre un rescate —comentó Brendan.
—No es verdad —replicó Dylan, encogiéndose de hombros.
Pero sabía que sí lo era.
Porque cada vez que contaba un cuento, él se imaginaba a sí mismo como el caballero que arriesgaba su vida para salvar a los demás y luego ser ensalzado como un héroe. La princesa a la que había que rescatar siempre se parecía a su madre. Dylan se puso en pie para dar un beso a su padre. Algún día, él sería un héroe. Algún día, cuando fuera mayor, viajaría para rescatar a los que tuvieran problemas.
Y quizá, a pesar de las advertencias de su padre, habría una maravillosa damisela que se lo agradecería, amándolo para siempre.
La alarma sonó justo a las tres y diecisiete minutos. Dylan dejó de dar brillo al camión y alzó la vista. La mayoría de los hombres de la Compañía Ladder 14 y de la Engine 22 estaban arriba, relajándose después de la comida. Pero algunos ya estaban empezando a bajar. Dylan dejó a un lado el paño del polvo y fue hacia el cuarto donde tenía las botas, la chaqueta y el casco.
Una voz les habló por los altavoces y repitió varias veces la dirección del incendio. En cuanto Dylan oyó la dirección, se quedó quieto. ¡Pero si era muy cerca de donde estaban! Dylan salió de la nave y miró hacia la calle Boylston.
No se veía humo. Quizá el fuego no se hubiera descontrolado todavía. Lo que sería un alivio, ya que los edificios de las zonas antiguas de Boston estaban construidos muy cerca unos de otros y eso hacía difícil evitar que los incendios se extendieran.
La sirena comenzó a sonar y Dylan se volvió, haciéndole una seña a Ken Carmichael, el conductor del camión. Este salió de la nave y Dylan se subió en marcha a la parte delantera. Su corazón comenzó a latir a toda velocidad y sus sentidos se agudizaron, como siempre que salían a apagar un incendio.
Mientras se abrían paso entre el tráfico de la calle Boylston, Dylan recordó el momento en que había decidido hacerse bombero. Cuando era pequeño, él quería ser de mayor un Caballero de la Mesa Redonda o un Robin Hood moderno. Cuando terminó la escuela, ninguno de esos puestos estaban disponibles, pero en cualquier caso tenía claro que no le interesaba seguir estudiando una carrera. Su hermano mayor, Conor, acababa de ingresar en la academia de policía, así que Dylan decidió entrar en la de bomberos. Y en cuanto ingresó en ella, se sintió como en casa.
No se lo tomó como la escuela, en donde no le importaba faltar un día o dos. En la academia, había trabajado mucho para convertirse en el mejor de su clase, el más rápido, el más fuerte, el más inteligente y el más valiente. La Brigada de Bomberos de Boston tenía fama de ser una de las mejores del país.
Tiempo después, Dylan Quinn se había convertido en parte de su historia. Como bombero, tenía fama de ser prudente y valiente al mismo tiempo. El tipo de hombre en quien sus compañeros podían confiar.
En la historia del departamento solo había habido dos hombres que se habían hecho tenientes antes que él. Y sería capitán en pocos años, en cuanto se sacara el título en la escuela nocturna. Pero no era la gloria, ni la excitación, ni siquiera las mujeres bellas que se acercaban a los bomberos, lo que atraía a Dylan. Era más bien la idea de salvar la vida de alguien, de arrancar a un completo desconocido de las garras de la muerte y darle otra oportunidad.
Cuando el camión se detuvo en medio del tráfico, Dylan agarró el hacha y dio un salto. Comprobó la dirección y entonces vio un hilo de humo gris que salía de la puerta de una tienda. Un momento después, una mujer delgada con la cara sucia salió de ella.
—Gracias a Dios que han llegado. Dense prisa.
La mujer corrió al interior y Dylan fue tras ella.
—¡No entre!
Lo último que quería era que una ciudadana se pusiera deliberadamente en peligro. Aunque a primera vista el incendio no parecía peligroso, Dylan sabía que no había que fiarse nunca del fuego. El interior de la tienda estaba lleno de humo. Este no era más denso que el que había en el pub de su padre cualquier sábado por la noche, pero sabía que podía haber en cualquier momento una explosión. De pronto, notó un olor a goma quemada y comenzaron a picarle los ojos.
Encontró a la mujer detrás de una gran barra, dando golpes al fuego con una toalla medio chamuscada. La agarró de un brazo y la atrajo hacia sí.
—Señorita, tiene que marcharse. Deje que lo hagamos nosotros, o puede hacerse daño.
—¡No! —gritó la mujer, tratando de liberarse—. Hay que apagarlo antes de que pase algo grave.
Dylan miró por encima del hombro de la mujer y vio entrar a dos miembros de su equipo con extintores.
—Parece que viene de esa máquina. Rompedla y buscad el origen —ordenó.
Entonces tiró de la mujer y la tumbó en el suelo, a su lado.
—¿Romperla?
Al decir eso la mujer, los dos hombres se quedaron inmóviles.
A pesar del humo, Dylan pudo ver que era una mujer muy guapa. El pelo, de color castaño oscuro, le caía en ondas suaves alrededor de los hombros. Su perfil era perfecto y cada rasgo de su cara equilibrado. Tenía los ojos verdes y sus labios resultaban muy sensuales. Dylan sacudió la cabeza, como queriendo evitar verse atrapado por aquellos labios.
—Señorita, si no se va ahora mismo, voy a tener que llevarla yo a la fuerza —la avisó Dylan, mirándola de arriba abajo, desde su ajustado suéter, pasando por su minifalda de cuero, hasta sus botas altas—. Y dado el tamaño de su falda, supongo que no querrá que la cargue al hombro.
La mujer pareció ofenderse, tanto por su actitud dominante como por el comentario sobre su forma de vestir. Dylan la observó y vio que sus ojos verdes brillaban de indignación. Al aumentar el ritmo de su respiración, sus senos comenzaron a subir y bajar a un ritmo muy sensual.
—Esta es mi tienda —declaró—. Y no voy a dejar que lo rompan todo con sus hachas.
Dylan dijo algo entre dientes e hizo lo que había hecho cientos de veces. Se agachó, la agarró por las piernas y luego se la puso sobre el hombro.
—Volveré enseguida —les aseguró a sus compañeros.
La mujer gritó y pataleó, pero Dylan apenas se dio cuenta. En lugar de ello, se concentró en la forma de la pierna que tenía contra su oreja. La mujer tenía el cuerpo de una adolescente. Una vez había tenido que cargar con un hombre que pesaba casi cien kilos. Esa muchacha pesaría unos cincuenta y cuatro.
Cuando Dylan la sacó fuera, la dejó delicadamente al lado de uno de los camiones y luego tiró de la falda para abajo para restaurar su dignidad. Ella le apartó la mano, molesta.
—Quédese aquí —le ordenó él, apretando los dientes.
—¡No! —respondió ella, dirigiéndose hacia la puerta.
La muchacha pasó a su lado y Dylan corrió tras ella y la alcanzó ya dentro de la tienda. La agarró por la cintura y la atrajo hacia sí de un modo que le hizo olvidarse de los peligros del fuego y concentrarse en los peligros del cuerpo femenino.