Cuando suena la melodía - Kate Hoffmann - E-Book

Cuando suena la melodía E-Book

Kate Hoffmann

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Beschreibung

El reportero de investigación Brian Quinn iba tras la pista de un escándalo político, pero una persona se interponía en su camino: Lily Gallagher... la mujer con la que se había acostado la noche anterior. A Lily Gallagher se le daba muy bien sacar algo positivo de cualquier situación, pero incluso a ella le estaba resultando difícil comprender la increíble aventura de una noche que había tenido con el sexy Brian Quinn.

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Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra solo puede ser realizada con la autorización de sus titulares, salvo excepción prevista por la ley.

Diríjase a CEDRO si necesita reproducir algún fragmento de esta obra.

www.conlicencia.com - Tels.: 91 702 19 70 / 93 272 04 47

 

 

Editado por Harlequin Ibérica.

Una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

Avenida de Burgos 8B

Planta 18

28036 Madrid

 

© 2003 Lynne Graham

© 2024 Harlequin Ibérica, una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

Cuando suena la melodia, nº 414 - mayo 2024

Título original: The mighty quinns: Liam

Publicada originalmente por Harlequin Enterprises, Ltd.

 

Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial.

Esta edición ha sido publicada con autorización de Harlequin Books S.A.

Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares, y situaciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientos de negocios (comerciales), hechos o situaciones son pura coincidencia.

® Harlequin, Harlequin Deseo, Bianca, Jazmín, Julia y logotipo Harlequin son marcas registradas propiedad de Harlequin Enterprises Limited.

® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia.

Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.

Imagen de cubierta utilizada con permiso de Harlequin Enterprises Limited.

Todos los derechos están reservados.

 

I.S.B.N.: 9788410628403

 

Conversión ebook: MT Color & Diseño, S.L.

Índice

 

Créditos

Prólogo

Capítulo 1

Capítulo 2

Capítulo 3

Capítulo 4

Capítulo 5

Capítulo 6

Capítulo 7

Capítulo 8

Capítulo 9

Epílogo

Prólogo

 

 

 

 

 

El viento estrellaba la lluvia contra las ventanas de la casa de la calle Kilgore. La tormenta había empezado el día anterior con la fuerza de un huracán tropical y el frío de una ventisca de pleno invierno. Brian Quinn miraba la calle inundada desde la ventana de la habitación, en la segunda planta, con la frente pegada al cristal.

Sabía que El Poderoso Quinn era un barco seguro y que había soportado tormentas mucho peores que aquella, pero no podía evitar estar preocupado. Seamus Quinn era un capitán estupendo, no necesitaba que el guardacostas le pronosticara el tiempo. Lo presentía, lo olía en el aire y lo adivinaba en las nubes. Pero El Poderoso Quinn estaba tardando. Y Brian notaba la tensión de Conor, Dylan también estaba inquieto.

La pesca había sido mala durante el verano y El Poderoso Quinn se había visto obligado a prolongar la temporada y adentrarse más y más en el mar en busca de peces espada. Pero el tiempo se estaba volviendo imprevisible. Antes de partir, Conor había tratado de convencer a su padre para que se dirigiera al sur, tal como hacían tantos pescadores en otoño e invierno.

Aunque suponía dejar solos a los seis hermanos Quinn durante cinco o seis meses, Conor le había asegurado a Seamus que podría hacerse cargo de la casa mientras siguiera llegando dinero. Desde que su madre se había marchado, hacía siete años, se encargaba de todo. Conor cocinaba y limpiaba, ayudaba con los deberes escolares e imponía disciplina. También hacía lo posible por ocultar tal circunstancia a profesores, vecinos y quienquiera que considerase a Seamus un padre negligente. Mucha carga para un chico de catorce años.

Brian giró el cuello. Sean, su hermano gemelo, ya estaba en la cama, con la colcha subida hasta la barbilla y la nariz pegada a un cómic. Liam, el más pequeño de los Quinn, se había acurrucado junto a su hermano. Tenía siete años, había dejado de pedirle a Sean que le leyera el cómic y vocalizaba las palabras mientras lo leía él mismo en silencio.

—¡Brian! Echa un ojo a los cubos del pasillo —gritó Dylan desde la planta de abajo—. Vigila que no se llenen del todo.

Brian suspiró. Algún día tendrían dinero suficiente para arreglar las goteras del tejado, pintar el porche descascarillado y pagar la factura del teléfono antes de que lo desconectaran. Seamus siempre soñaba con regresar con el barco repleto de peces espada y pedir el precio más alto, pero Brian sabía que los sueños de su padre no solían hacerse realidad.

Aunque no hablaban sobre su afición a beber y hacer apuestas, Brian era consciente de que sus hermanos mayores hacían todo lo posible por evitar los despilfarros de su padre. Conor siempre iba a recibirlo al puerto para impedir que fuese al pub a emborracharse y pasarse la noche jugando al póquer. Y Dylan había aprendido a esconder el bote del dinero cuando Seamus estaba en casa, sabedor de que su padre se lo iría gastando.

—No va a venir esta noche —dijo Sean—. No atracará con este tiempo.

—¿Papá está bien? —preguntó Liam.

—Sí —murmuró Brian. Se alejó de la ventana, salió al pasillo y comprobó la hilera de cubos que Conor había dispuesto para combatir las goteras. Luego regresó al dormitorio, se metió en la cama y se cubrió con la colcha hasta el pecho. Si se dormía, al despertar habría amanecido, la tormenta habría terminado, su padre volvería y todo estaría bien—. Tienes los pies helados, Liam. No me toques, enano.

—Calla —dijo Liam antes de dirigirse al otro gemelo—. Anda, Sean, léeme un poco —insistió.

—Conor está subiendo —dijo Sean al oír el crujido de las escaleras—. Pídeselo a él.

Pero fue Brendan quien asomó la cabeza por la puerta.

—Con dice que apaguéis las luces. Mañana tenéis que ir al colegio.

—¿Papá vendrá mañana? —preguntó Liam.

—No lo sé, Li —Brendan se obligó a sonreír—. Pero seguro que vuelve pronto.

—¿Está bien? —Liam se incorporó y se apartó el pelo de los ojos—. Mi profe ha dicho que es una mala tormenta.

Brendan se sentó al borde de la cama, agarró los pies de Liam bajo la colcha y le hizo cosquillas.

—Claro que está bien. Con papá no hay tormentas que valgan —contestó, advirtiendo a Brian y Sean con la mirada para que no lo contradijeran.

—Es verdad —dijo Brian—. Cuando salí con papá el verano pasado, me dijo que había estado en una tormenta de olas de quince metros y un viento capaz de tirar a un hombre por la borda. La tormenta de ahora no es tan mala, Li.

—¿De cuántos metros son las olas? —preguntó Liam, más preocupado todavía.

—Nada, son olas pequeñas. Anda, hazme hueco y os cuento una historia —Brendan se acomodó entre Liam y Brian, recostándose contra el cabecero—. ¿Cuál queréis que os cuente?

Aquellas historias eran tradición en la familia Quinn y, cuando Seamus estaba en casa, les contaba una distinta casi todas las noches. Eran historias maravillosas sobre sus legendarios antepasados, los audaces Quinn, hombres valientes e inteligentes que siempre vencían al mal. Pero cuando las historias las contaba Seamus, nunca faltaban mujeres manipuladoras. Al principio, Brian no entendía por qué los Quinn desconfiaban tanto de las mujeres. Pero luego se dio cuenta de que las historias estaban pasadas por el filtro de Seamus, cuyas opiniones se basaban en el abandono de su esposa.

Aunque nunca pronunciaban su nombre en presencia del padre, Conor hablaba de ella de vez en cuando. Era guapa, de largo pelo negro y bonitos ojos verdes. A pesar de que se había marchado cuando Brian no tenía más de tres años, recordaba el mandil de flores rojas que se ponía por las mañanas.

—La de Odran y el gigante —dijo Sean.

—La de Murchadh Quinn, el marinero increíble —sugirió Liam.

—La de Eamon y la hechicera —pidió Brian. Aunque Brendan solo tenía once años, era el que mejor las contaba. Sabía envolverlas con imágenes nítidas y mucha acción, mucho mejores que cualquier libro o película.

—Me acabo de acordar de una historia que nos contó papá a Con, Dylan y a mí cuando éramos pequeños —dijo Brendan—. No creo que la hayáis oído. Es sobre Riddoc Quinn, el más listo de todos nuestros antepasados. De hecho, Riddoc Quinn lo sabía todo.

—Nadie puede saberlo todo —contestó Brian.

—Riddock sí. Porque era muy observador. No hablaba mucho, pero se fijaba en todo —Brendan se tocó una sien—. Y era muy inteligente. Como yo. Y un poco como Liam.

—¿Vas a contar la historia o no? —se impacientó Sean.

—Riddoc Quinn vivía en un pueblo pequeño de la costa irlandesa, en una casa de piedra sobre un acantilado —arrancó Brendan tras aclararse la voz—. Sus padres eran personas sencillas, que no sabían leer ni escribir, pero Riddock aprendió por su cuenta. Leyó todos los libros del pueblo y, cuando se los acabó, empezó a visitar los pueblos vecinos para tomar prestados más libros. Pero no le bastaba. Además, Riddock hablaba con todos los que pasaban por el pueblo, les preguntaba por sus viajes, ansioso por conocer el resto del mundo.

—¿Va a ser una de esas historias de las que se supone que tenemos que aprender algo? —murmuró Sean—. ¿Como que hay que estudiar y no faltar al colegio?

—No interrumpas o te toca a ti contar la historia —respondió Brendan—. Y debes de ser el que peor las cuenta en todo Southie.

—¡Sigue! —le pidió Liam.

—Riddoc y su familia vivían cerca de un gran hechicero llamado Aodhfin y Aodhfin tenía dos hijas: Maighdlin y Macha. Aodhfin les regalaba todo tipo de caprichos, les daba cualquier cosa que deseasen, era capaz de sacar de la nada vestidos preciosos. La bella Maighdlin se volvió egoísta y codiciosa. Su hermana Macha, en cambio, era sencilla y cándida. Maighdlin le exigía más y más regalos a su padre, dándose aires de princesa, mientras que Macha se concentró en sus estudios, aprendió latín y griego, leyó numerosos libros —continuó Brendan—. Aodhfin sabía que algún día tendría que decidir a cuál de las dos legar sus poderes mágicos. Aunque Maighdlin era avara y poco afectuosa, Aodhfin sabía que podía convertirse en una gran hechicera, quizá la mejor de los alrededores. Pero Macha tenía buen corazón y era generosa, la clase de persona que utilizaría sus poderes para hacer el bien. Dividido entre las dos hijas, el viejo hechicero pasó muchas noches en vela, ponderando su decisión. Pidió consejo a sus amigos, pero estos no se pronunciaban, por miedo a equivocarse y a sufrir las consecuencias más adelante. Un día, mientras paseaba por el bosque, Aodhfin se encontró a un campesino y le pidió su opinión. El campesino sonrió y le recomendó que le preguntara a Riddoc Quinn, pues él lo sabía todo y podría darle una respuesta.

—Seguro —dijo Liam—. Riddoc Quinn era el chico más listo de Irlanda.

—Pero no solo sabía lo que había aprendido en los libros. Comprendía a los demás, sus defectos y virtudes, pues había hablado con muchas personas en su búsqueda de conocimiento y había aprendido de todos ellos —prosiguió Brendan—. Así que Aodhfin hizo llamar a Riddoc Quinn para que fuese a su casa, un castillo oscuro en medio del bosque. El viejo hechicero no podía creerse que aquel chico harapiento fuese la persona que buscaba. «He oído que eres muy sabio», dijo el hechicero. Riddoc asintió con la cabeza. «Entonces dejaré la decisión en tus manos», dijo el hechicero. «Elige entre mis dos hijas cuál será una gran hechicera. Pero antes has de decirme cómo piensas decidirlo«. Riddoc se quedó pensando un buen rato. «Les haré tres pruebas», contestó. «Y deberán responder con sinceridad».

—¿Pruebas?, ¿como los dictados del colegio? Qué historia más tonta. Yo quiero la de Odran —protestó Sean.

—Es la forma más justa de decidir —contestó Brian.

—El día de las pruebas se acercaba y al hechicero le daba miedo que Riddoc no fuese la persona adecuada. Al fin y al cabo, no poseía poderes mágicos. Solo era un chico normal y corriente. Quizá fuese mejor recurrir a la magia, a una poción o un conjuro que lo ayudara a tomar la decisión. Para la primera prueba, Riddoc colocó tres objetos en una mesa: un rubí, una perla y una simple piedra alisada por el mar. Cuando les pidió que eligiesen la piedra más bella, Maighdlin no dudó en escoger el rubí, pues era la de más valor. Pero cuando le preguntó a Macha, eligió la piedra del mar.

—Macha es tonta —dijo Sean—. No puede ser hechicera.

—Eso creía el hechicero también —continuó Brendan—. ¿Cómo iba Macha a ser hechicera si ni siquiera era capaz de reconocer el valor de una joya? Pero Riddoc advirtió que Macha reconocía la belleza de las cosas sencillas. La siguiente prueba fue más difícil. Riddoc presentó tres hombres ante las chicas: un caballero apuesto, un comerciante adinerado y un monje. Le dio una bolsa de monedas de oro a Maighdlin y le pidió que se las diera al hombre que más las necesitaba. Pero Maighdlin no estaba dispuesta a dejarse engañar. Le dio un tercio al caballero para que la protegiese, un tercio al comerciante a cambio de una aventura de seda y otro al monje para que velara por su espíritu. Cuando Macha entró en la sala y se enfrentó a la misma elección, se quedó con las monedas de oro. «No puedo dar el dinero a ninguno de estos hombres, pues ninguno de ellos lo necesita», explicó. «El caballero está protegido por su linaje, el comerciante se gana la vida con los productos que vende. Y el monje ha hecho voto de pobreza. ¿Dónde está el campesino pobre que se ha quedado sin cosecha o la madre sin medios para alimentar a sus hijos?»

Brian se acurrucó en la cama, se cubrió con la colcha hasta la barbilla. Las ventanas seguían retemblando por el viento, pero, mientras oía la historia de Brendan, era como si el mundo real desapareciese. Podía imaginarse el castillo del hechicero, el bosque arbolado. Veía la casita de campo de Roddic junto al acantilado. Aunque había nacido en Irlanda, no recordaba nada del país. Pero en esos momentos lo sentía en las venas.

—El viejo hechicero suspiró. Macha era demasiado compasiva para manejar los poderes de la magia. Pero Riddoc supo que Macha era amable, generosa y comprensiva con los menos afortunados. Solo le quedaba por plantearles la última prueba. «Hacedme una pregunta», les dijo. «Sobre lo que deseéis saber más que ninguna otra cosa». Ambas permanecieron en silencio un buen rato. «¿Seré la hechicera más poderosa de Irlanda?», preguntó por fin Maighdlin. «¿Encontraré el amor verdadero?», quiso saber Macha. Lo cual demostró lo que Riddoc ya sabía: Macha tenía el corazón más puro. Entonces se giró hacia el hechicero y le dijo que debía concederle sus poderes a Macha.

—Qué empalagoso —murmuró Sean—. Supongo que ahora Riddoc la besará, se enamorarán y se casarán.

—Todavía no —dijo Brendan—. Porque antes de morir el hechicero, Maighdlin se llevó a Macha bosque adentro y la abandonó en medio de la espesura, convencida de que la devorarían los lobos o se moriría de hambre.

—¿Se murió? —preguntó Sean.

—No. Porque Riddoc ya había imaginado que Maighdlin intentaría hacerle daño. Vigilaba a Macha y seguía a las hermanas allá donde fueran. Y la rescató del bosque. La devolvió al castillo y le contó al hechicero la maldad de Maighdlin. Solo entonces supo el hechicero la respuesta a su pregunta. Ya podría morir tranquilo. Así que Macha se convirtió en hechicera. Y Riddoc en su consejero de más confianza.

—¿Y Maighdlin? —preguntó Brian.

—Se convirtió en una rana. Una rana resbaladiza con nariz morada.

Brian rio, Liam también soltó una risilla. Sean parpadeó confundido:

—¿No intentó convertir a Riddoc en sapo?

—No, era demasiado listo para permitírselo —contestó Brendan. Carraspeó y continuó con la historia—. Al cabo de un tiempo, Macha y Riddoc se casaron. Y tuvieron hijos, que tuvieron hijos, que tuvieron hijos. Pero ninguno de ellos necesitaron poderes mágicos, pues heredaron algo más valioso de su padre: una mente despierta y sed de conocimiento.

—¿Estás seguro de que Riddoc no tiró a Macha por el acantilado? —preguntó Sean—. Quizá se la llevó al bosque y le cortó la cabeza. Papá cuenta las historias de otra forma.

—Esta historia es mía, no de papá.

Brendan siempre contaba las historias de los audaces Quinn de otra forma, pensó Brian. En sus versiones, las mujeres no eran siempre las villanas.

—A mí me gusta como la has contado.

—Me alegro. Así que ya sabéis que descendemos de reyes y princesas, caballeros y damas, campesinos sencillos y hechiceras poderosas —Brendan se levantó de la cama y tapó con la colcha a los tres hermanos—. Hora de dormir. Es tarde —añadió justo antes de salir de la habitación y apagarles la luz.

Se quedaron a oscuras. Sean se dio la vuelta, tirando de las sábanas. Liam se volteó también, acurrucándose contra Brian en busca de calor y seguridad. Brian le pasó un brazo sobre la cabeza y se quedó mirando al techo. Seguía pensando en la historia de Riddoc Quinn. Le gustaba: el chico listo y la hechicera viviendo en el castillo del bosque.

—¿Crees que papá está bien? —preguntó Liam con timidez.

—Papá es un Quinn. Es como Riddoc. Es listo —murmuró Brian.

—Tengo miedo. ¿Qué pasa si no vuelve? Vendrán a casa y nos separarán. No volveremos a vernos —dijo con voz trémula, a punto de llorar.

—Conor no lo permitiría —dijo Brian al tiempo que acariciaba el pelo de su hermano pequeño—. Siempre estaremos juntos. No te preocupes, Li.

El chiquillo emitió un pequeño sollozo y se hizo un ovillo bajo la sábana. Brian cerró los ojos. Pero no consiguió conciliar el sueño. Cuando la casa se quedó en silencio, salió de la cama, agarró el abrigo de invierno y se lo puso para guarecerse del frío. Mientras pasaba por delante de la otra habitación, asomó la cabeza y vio a sus hermanos mayores tendidos en sus camas.

Las escaleras crujieron mientras bajaba. Cuando llegó al recibidor, se sentó frente al televisor portátil que Dylan había rescatado de un contenedor. Lo encendió, una figura con puntos de nieve iluminó la pieza. La antena apenas captaba la señal, Brian casi no veía al hombre del tiempo que estaba de pie frente al mapa.

—En directo Canal WBTN. La tormenta está empeorando. Las olas que golpean las costas de Nueva Inglaterra han obligado a desalojar sus casas a muchos habitantes. El barómetro sigue bajando, lo que significa que aún no hemos superado lo peor. Según informes, centenares de barcos se han soltado de sus amarras o han quedado destruidos. Muchos botes pesqueros también han sufrido accidentes, un golpe duro para un colectivo que ya ha pasado un verano desgraciado.

Brian se inclinó hacia adelante, tratando de estudiar el mapa, preguntándose en qué parte del Atlántico se encontraría su padre. Había trazado la ruta en el atlas del colegio, pero allí era muy fácil. Ya había montado en barco y sabía por experiencia que en el mar no era tan sencillo orientarse.

—Mientras tanto, los guardacostas no dejan de recibir llamadas de socorro de pescadores y marineros atrapados en el mar. El barco Selma B se hundió tras inundarse, pero un helicóptero logró rescatar a la tripulación. El Willow llegó a puerto hace unas horas, después de una intensa búsqueda de los guardacostas.

Brian sintió un nudo en el estómago. Todos sabían los peligros a los que se exponían los barcos pesqueros. Una vez el profesor de Brendan había dicho que la pesca comercial era la profesión más peligrosa de todas, mucho más peligrosa que conducir un coche de carreras o pilotar un avión. Nunca se había olvidado de esas palabras y, de pronto, le pesaban como si un bloque de cemento le oprimiese el pecho.

Miró al hombre de la pantalla. Si llegaba a ocurrirle algo a El Poderoso Quinn, él sería el primero en saberlo. Sabría si el barco se estaba hundiendo. Si Seamus estaba vivo o muerto. Como Riddoc Quinn, el hombre del tiempo lo sabía todo.

Brian apoyó la barbilla sobre las rodillas flexionadas, tembló, se negó a abandonarse al llanto.

—Algún día yo seré el primero en saberlo todo. Y entonces no tendré que volver a preocuparme.

Capítulo 1

 

 

 

 

 

La sala de prensa era el ejemplo perfecto de un caos controlado. Los fines de semana siempre eran una locura, con los empleados más jóvenes del canal trabajando mano con mano con los dinosaurios de la plantilla. Brian entró en su despacho. Se alisó la camisa; no solía llevar esmoquin y, cuando lo hacía, le resultaba muy incómodo.

Se miró al espejo. Lo cierto era que causaba sensación entre las mujeres. ¿Qué tenían los esmóquines y las pajaritas que hacían derretirse al género femenino? No tenían nada de especial. Eran como unos vaqueros gastados y una camiseta, ¿no?

Frunció el ceño. Lástima que no se tratara de un simple acto de sociedad. Aunque habría unas cuantas mujeres bellas en la fiesta de recaudación de fondos de esa noche, Brian asistía por asuntos de trabajo. Y él nunca mezclaba el placer con los negocios.

—Mírate.

Brian se giró hacia la izquierda y vio a Taneesha Gregory, apoyada contra una de las paredes del despacho, con una sonrisa ancha y los ojos chispeantes de buen humor. Taneesha era su cámara favorita, o la diosa de la cámara, como le gustaba llamarse. Descarada y valiente, a menudo se veía obligada a hacerse hueco a codazos entre una multitud de compañeros gráficos masculinos para conseguir la mejor foto, plantando la cámara frente a la cara del interrogado para cazar los matices expresivos de su reacción. En los casos de investigación difíciles, Taneesha era la colaboradora perfecta.

—No te rías —la advirtió Brian.

—Estás estupendo —dijo ella entre risas. Se acercó a ajustarle el nudo de la pajarita—. Pero me parece demasiado elegante para el noticiero de las once —añadió apuntando al esmoquin.

—No es para eso. El noticiero es mañana —contestó Brian—. Estoy trabajando en una historia.

—Espero que no me necesites para esa historia. Sabes que no me pongo…

—Vestidos —completó Brian—. Sí, lo sé. La última vez que te pusiste un vestido fue el día de tu boda.

—Exacto —Taneesha le sacudió una pequeña pelusa del hombro—. Y le he prometido a Ronald que me pondría un vestido en nuestras bodas de plata. Todavía faltan quince años.

—Tranquila —dijo él—. De momento solo tengo una pista. Richard Patterson, el explotador inmobiliario de nuestro querido barrio, celebra una fiesta de recaudación de fondos. Pienso colarme y echar un vistazo a los invitados.

—¿Todavía sigues con ese rollo? Como el jefe se entere de que estás detrás de Patterson, te cortará la cabeza. ¿O has olvidado el dinero que Patterson gasta en publicidad en nuestra cadena?

—Tiene seis restaurantes de comida rápida y una tienda de coches, que no representan más que una parte de su volumen comercial. Además, la política de la emisora establece que los departamentos de ventas y noticias son independientes.

—Eso dicen, pero WBTN no existiría sin el dinero de la publicidad. Y acabarías teniendo que retransmitir tu historia desde una azotea.

—Sé que tengo una historia —insistió Brian—. Lo presiento. Voy a acorralarlo y veré qué pasa. Total, ¿qué puede hacer? Estará rodeado de un montón de ricachones ansiosos por trepar un peldaño en la escala social. Tendrá que comportarse.

—¿Estás loco? Te echarán en cuanto…

—¿No crees que el público tiene derecho a saber qué pasa? Tres constructoras se pasan siete años de juicios para conseguir esos terrenos. Patterson llega y consigue el contrato en cuestión de semanas. Quiero saber cuánto ha pagado y quién se ha llevado el dinero.

—Esos tipos saben cubrirse las espaldas.

—Acuerdos inmobiliarios oscuros, negociaciones secretas y un montón de dinero pasando de unas manos a otras. Antes o después se relajarán y cometerán un fallo. Patterson consigue los contratos con demasiada facilidad. Mi cuñado Rafe Kendrick es contratista y hasta él está convencido de que Patterson no es trigo limpio.

—¿Eres consciente de que el dueño de este canal es un viejo amigo de Richard Patterson? Desde luego, es una buena manera de acabar en el paro.

—Me he convertido en el corresponsal de investigación con más audiencia de Boston en menos de un año —Brian rio—. No me van a despedir.

—Pero quizá no te ofrezcan los telediarios del fin de semana. Y sabes que el encargado del fin de semana será el que sustituirá a Bill cuando se jubile dentro de dos años.

Los rumores se sucedían desde hacía semanas, pero Brian trataba de no hacerles caso.

—¿Crees que quiero pasarme el resto de mi carrera sentado delante de una cámara leyendo noticias? —preguntó.

—Dar en cámara das de maravilla —respondió ella.

No debería haberle extrañado el comentario. Había subido rápidamente en el canal y, aunque quería creer que se debía a su calidad como periodista, sospechaba que tenía mucho que ver con su imagen. Las encuestas eran elocuentes: era el reportero con más tirón para las mujeres de entre veintiún y cuarenta y nueve años. Y tampoco eran malas sus cifras con el público masculino. A ellas les gustaba su físico y a ellos que fuese un hombre corriente de Southie. Los habitantes de Boston confiaban en que Brian Quinn les contaba la verdad.

—Puede que dé en cámara, pero me falta vocación para eso. Me pasa como a ti. Somos iguales. Nos gusta estar en la calle.

—Si no quieres el ascenso, ¿por qué trabajas tanto?

—Porque me gusta ser el primero en saber las cosas —Brian se encogió de hombros.

—¡Taneesha! Tenemos una alarma de incendio en Dorchester. Ve a cubrirlo.

Taneesha se giró e hizo una señal a uno de los periodistas jóvenes, que ya corría hacia la salida.

—Nos vamos —dijo y sonrió a Brian—. Cuando tengas la historia, no te olvides de tu diosa de la cámara favorita. Pondré el objetivo tan pegado a la nariz de Patterson que podremos leer lo que está pensando.

—Cuento contigo —contestó él justo antes de que Taneesha se diera la vuelta y echara a correr hacia el camión de prensa. Luego, abrió el cajón del escritorio y sacó una grabadora de mano. Mientras introducía una cinta nueva, pensó en las palabras de su compañera.

Sabía que la directiva tenía planes para él, que se estaba convirtiendo en la nueva cara de WBTN. Aunque había disfrutado de su ascenso meteórico, Brian sabía lo que quería y no era un trabajo en los estudios de televisión, por muy bueno que fuese el sueldo. Lo único que de verdad le importaba era contar buenas historias.

Al terminar la universidad, se había propuesto trabajar para la prensa escrita. Así que había hecho prácticas con un par de periódicos pequeños en Connecticut y Vermont. Pero había querido volver a Boston y, cuando le ofrecieron un puesto como redactor en plantilla para el canal WBTN, había aceptado sin dudarlo. Nunca había imaginado que subiría tan deprisa.

Brian se guardó la grabadora en la chaqueta y sacó del bolsillo de los pantalones las llaves del coche. Mientras caminaba hacia la salida, siguió dándole vueltas a la advertencia de Taneesha. Llevaba más de un año trabajando con ella y siempre había acertado en sus consejos, profesionales o personales. Pero el instinto le decía que, en contra de la opinión popular, su carrera no iba dirigida en esa dirección. Y él confiaba en su instinto.

No le importaba tener que dimitir en ese momento y volver a empezar de cero, encontrar un trabajo en un periódico decente y volver a abrirse camino. Pero tenía treinta años. A esa edad, se suponía que debía ir teniendo la vida en orden, las prioridades definidas. Claro que no había crecido en una familia convencional, lo que quizá era una buena excusa.

Vivir bajo el techo de la familia Quinn había enseñado a los seis hermanos a vivir el momento. Su padre, Seamus, casi nunca estaba en casa, pues su trabajo como pescador lo obligaba a pasar semanas seguidas enteras en el mar. Y la madre de Brian los había abandonado cuando este solo tenía tres años. Él y sus hermanos se habían criado por su cuenta, teniendo a Conor, el mayor de los hermanos, como auténtica figura paternal.

Todos se habían metido en más de un lío, pero él y su hermano, Sean, habían sido los más rebeldes. Se las habían arreglado para conseguir un buen historial de delitos menores, aunque, por suerte, Conor había empezado a trabajar como policía antes de que se metieran en mayores problemas. Los había metido en la cárcel tres días tras robar el coche de un vecino y los había obligado a pasarse las vacaciones de verano pintando la casa del tipo. El castigo había servido para que Sean y él decidieran que no merecía la pena seguir por ese camino.

Así que él había centrado sus energías en los estudios y había aceptado un trabajo a media jornada, cargando periódicos en los camiones del Globe. Y al finalizar el instituto, se había convertido en el segundo Quinn en matricularse en la universidad, después de su hermano Brendan. Tenía que escoger una carrera y, al ir a inscribirse, le había preguntado a una chica guapa que hacía cola delante de él qué iba a estudiar. Periodismo no había estado entre sus primeras opciones, pero había resultado ser un buen sitio para conocer chicas apasionadas. Y las clases habían resultado sorprendentemente interesantes; sobre todo, después de descubrir que se le daba bien contar historias.