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eLit 393 Una mujer sensata como Claire O´Connor jamás creería posible que el agua de un manantial pudiese hacer que un hombre se enamorara de una mujer que le ofreciera un trago. ¿Por qué entonces decidió marcharse de Chicago rumbo a una pequeña isla irlandesa? ¿Tan desesperada estaba por recuperar a su ex como para cruzar medio mundo detrás de un simple rumor? Pero cuando conoció a Will Donovan, el sexy dueño del hotel en el que estaba alojada, Claire se dio cuenta de que había algo mágico en aquella isla. Sólo la magia habría hecho que de pronto se planteara abandonar toda su vida y pasar unos meses disfrutando de los sensuales placeres que pudiera ofrecerle el irlandés...
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Seitenzahl: 251
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Editado por Harlequin Ibérica.
Una división de HarperCollins Ibérica, S.A.
Avenida de Burgos, 8B - Planta 18
28036 Madrid
© 2007 Peggy A. Hoffman
© 2023 Harlequin Ibérica, una división de HarperCollins Ibérica, S.A.
El elixir del amor, n.º 4 - octubre 2023
Título original: Doing Ireland!
Publicada originalmente por Harlequin Enterprises, Ltd.
Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial.
Esta edición ha sido publicada con autorización de Harlequin Books S.A.
Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares, y situaciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientos de negocios (comerciales), hechos o situaciones son pura coincidencia.
® Harlequin y logotipo Harlequin son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited.
® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia.
Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.
Imagen de cubierta utilizada con permiso de Dreamstime.com
I.S.B.N.: 9788411805599
Conversión ebook: MT Color & Diseño, S.L.
Créditos
Capítulo 1
Capítulo 2
Capítulo 3
Capítulo 4
Capítulo 5
Capítulo 6
Capítulo 7
Capítulo 8
Capítulo 9
Epílogo
Si te ha gustado este libro…
El barco se deslizaba por un mar picado, de aguas grises, salpicando el rostro de Claire O'Connor con un delicado rocío. Claire se apartó un mechón de pelo de los ojos y fijó la mirada en una isla que en la distancia parecía poco más que una protuberancia neblinosa sobre el mar.
La isla de Trall. Había salido de Chicago veinticuatro horas atrás, estaba a punto de llegar a su destino y comenzaba a darse cuenta de que aquélla era una misión imposible.
—Debo de estar loca —musitó para sí.
—¿Qué ocurre, muchacha?
Claire miró hacia Billy Boyle, el capitán del barco correo y forzó una sonrisa.
—Nada —respondió.
—Si te metes dentro, te mojarás menos.
—Estoy bien aquí —respondió Claire.
Quizá el frío y la humedad fueran exactamente lo que necesitaba para sacudirse aquella sensación. Habían pasado tantas cosas durante los últimos dos días que apenas había tenido tiempo de pensar. Se había quedado sin novio, sin trabajo y sin casa en sólo seis horas. Por eso había emprendido la búsqueda de las tres cosas en un acto de desesperación, un acto que la estaba llevando a una isla diminuta de la costa oeste de Irlanda.
—No suelen viajar muchas personas solas a Trall —dijo el capitán Billy—. Casi siempre llevamos a parejas. Es un destino muy romántico, ¿sabe?
Su abuela, Orla O'Connor, le había hablado de aquella isla y de su leyenda, pero Claire quería oírla de los labios de alguien más joven.
—¿Y eso por qué? —preguntó.
—Las parejas vienen esperando encontrar el manantial del Druida. Sale en todas las guías turísticas. Se dice que, si una pareja bebe de sus aguas, permanecerá unida de por vida. Pero si quiere saber mi opinión, creo que son tonterías.
—¿Usted sabe dónde está ese manantial?
—No, y debería haberlo buscado. He tenido tres esposas y ahora mismo no cuento con ninguna de ellas para calentarme la cama.
Claire volvió a prestar atención a la isla. Ella imaginaba que la situación del manantial aparecería indicada en todas las carreteras de la isla, que quizá incluso hasta hubiera un centro turístico. ¡Su abuela no le había dicho nada de que hubiera que buscarlo!
—¿Y alguien a quien usted conozca sabe dónde está?
El capitán Billy pareció pensarse la respuesta y después se encogió de hombros.
—Supongo que Sorcha Mulroony debería saberlo. Es una sacerdotisa druida. Sí, así es como se llama a sí misma. La verdad es que yo creo que está un poco chiflada. Pero le gusta considerarse la guardiana de la magia de la isla. Puede preguntárselo a ella, pero le cobrará un buen precio por sus servicios.
—¿Sus servicios?
—Adivinaciones, conjuros, hechizos, hace de todo. Yo compré una maldición el año pasado. Me costó cincuenta euros. Había un estúpido de Dingle que estaba intentando conseguir el contrato del barco de correo ofreciendo un precio más bajo que el mío. Sorcha maldijo su barco y se hundió en el puerto al día siguiente.
—¿Y no se le ha ocurrido pensar que a lo mejor hizo un agujero en el casco y que por eso se hundió?
—No me importa lo que hiciera. El caso es que ese imbécil no se está encargando de llevar el correo a Trall, ¿no?
—Supongo que tiene razón —contestó Claire con una sonrisa. Se arrebujó en la cazadora de pana mientras veía cómo iba creciendo poco a poco la isla en el horizonte—. ¿Y puede recomendarme algún alojamiento en Trall?
—En la parte norte del pueblo hay una posada muy agradable. Se llama Ivybrook. En esta época del año seguro que tiene habitaciones vacías. La lleva Will Donovan. Su familia ha vivido durante generaciones y generaciones en la isla. Y él es un hombre famoso.
—¿Famoso? ¿Famoso por qué?
—En Trall no nos gusta chismorrear sobre nuestros vecinos —Billy frunció el ceño—. Aunque quizá esto no sea chismorrear. Hace unos cuantos años, fue elegido el soltero más codiciado de Irlanda. Publicaron una fotografía suya en una revista.
—Interesante —comentó Claire.
—Su bisabuelo montó la posada. En aquella época era una mansión en la que venían a veranear británicos de dinero. Will dejó la isla para ir a estudiar a la universidad y pensamos que no lo volveríamos a ver. Pero hace tres años, regresó a Trall. Sus padres, Mick y Maeve Donovan, querían estar cerca de su hija y de sus nietos, así que se mudaron a Dublín. Y a Will parece gustarle la vida en la isla.
—A lo mejor debería haber llamado para reservar habitación.
—Hace tres días que no traigo turistas a la isla —dijo el capitán—, así que no creo que tenga ningún problema. Aunque a finales de semana, vendrá más gente para la celebración de Samhain.
—Para entonces ya me habré ido —contestó Claire—. Sólo pretendo quedarme un par de noches como mucho.
—Si no encuentra a Will en la posada, hay una llave en un macetero, al lado de la puerta.
—Si todo el mundo sabe dónde está esa llave, ¿por qué cierra con llave?
—Por culpa de Dickie O'Malley. Se ha comprado una granja en el sur del pueblo y no tiene agua caliente. Así que se dedica a ir buscando lugares en los que pueda darse un baño caliente y lo deja todo hecho un desastre. Además, antes de marcharse, procura beberse hasta la última gota de whisky que encuentra. Supongo que podría decirse que ésa es su tarjeta de visita. Y esto tampoco es un cotilleo, muchacha, sólo es un hecho.
Hicieron el resto del viaje en silencio, Claire sentada en la popa del barco, intentando distinguir detalles de la isla a medida que se acercaban. De pronto, sus razones para ir a Trall le parecían ridículas. Se había desplazado hasta allí con el fin de encontrar el manantial que le devolviera el amor de su novio.
La secuencia de acontecimientos que la habían llevado hasta Irlanda había quedado grabada de manera indeleble en su cerebro. El día anterior, se había levantando pensando que era un día como cualquier otro. Eric se había ido temprano a la oficina y, en vez de irse con él, Claire había decidido dormir un poco más e ir en tren. Pero a los pocos segundos de levantarse, había encontrado una nota en el espejo del cuarto de baño.
Lo nuestro ha terminado. Lo siento. Adiós.
Eric había estado un tanto taciturno durante el mes anterior, pero Claire pensaba que era porque estaba a punto de hacerle una propuesta de matrimonio, no de dar por terminada su relación, y menos después de haber encontrado un recibo de uno de los mejores joyeros de Chicago por valor de nueve mil dólares.
Se había vestido rápidamente, decidida a hablar con él en cuanto llegara a la oficina. Llevaban cuatro años trabajando en la misma agencia de publicidad y hacía tres que estaban juntos. Lo de la ruptura no podía ir en serio, se había dicho.
Pero al llegar al trabajo, se había encontrado un caos en la oficina. Al parecer, habían llamado a primera hora de la mañana para decir que una agencia de publicidad mayor había comprado la empresa. La mitad de los empleados se quedarían sin trabajo. No habían tardado en pedirle que se acercara al despacho del director creativo, donde la habían despedido oficialmente. Había sido entonces cuando se había enterado de que Eric había firmado la renuncia el día anterior. No quedaba un solo objeto personal en su despacho y nadie sabía dónde estaba.
Y cuando ya pensaba que las cosas no podían ir peor, al llegar a casa había encontrado un sobre en la puerta de su apartamento. En el interior había una carta en la que le comunicaban que iban a reformar el edificio y poner los pisos en venta y le ofrecían comprarlo a un precio inasequible para una publicista en paro.
Claire siempre había planificado minuciosamente su vida: había encontrado al hombre que creía perfecto para ella, tenía trabajo en la mejor agencia de publicidad de la ciudad y vivía en un apartamento situado en uno de los barrios más modernos de Chicago. Cuidaba su dieta y hacía ejercicio religiosamente cuatro días a la semana. Incluso realizaba trabajo voluntario en una escuela un día a la semana. ¿Cómo era posible entonces que su vida hubiera llegado al lamentable estado en el que se encontraba en tan poco tiempo?
«Las desgracias nunca vienen solas», le había dicho su abuela, y le había ofrecido la que parecía una solución sencilla. Lo primero que tenía que hacer era recuperar el amor de su novio. El resto iría resolviéndose poco a poco. Y cuando Claire le había preguntado por la manera de hacerlo, Orla ya tenía la respuesta: un viaje a la isla de Trall resolvería sus problemas.
—Y aquí estoy —musitó para sí.
El capitán maniobró con destreza en un muelle vacío. Cuando chocó contra los pilotes de madera, saltó del barco y aseguró las cuerdas. A continuación, ayudó a Claire a saltar al muelle. Unos segundos después, Claire tenía el equipaje a sus pies.
—El barco sale el lunes y el viernes a las doce. Puede regresar conmigo o hacerlo en el ferry, que hace tres viajes al día.
—¿Por dónde se va a la posada? —le preguntó Claire.
—Está a una milla de aquí por la carretera —le indicó Billy, señalando hacia el norte. Alzó la mirada hacia el cielo—. Y será mejor que se dé prisa. Parece que va a llover.
—¿No encontraré ningún taxi?
En aquella ocasión, Billy miró el reloj.
—Bueno, cuando se espera que llegue algún huésped, suele haber taxis esperando. Pero usted no ha anunciado su llegada, ¿verdad? Dougal Fraser es el taxista de la isla, pero ya son casi las cuatro. Me temo que a estas alturas se estará tomando la segunda pinta en el pub. El pub está justo allí, se llama Jolly Farmer.
—¿Y no podría llevarme usted?
—No, no, no. Eso sería meterme en el terreno de Dougal y a él no le haría ninguna gracia. Además, yo siempre dejo el coche en la península. En esta isla no hay ningún lugar a donde ir.
—¿Entonces tengo que recorrer una milla con el equipaje?
—Oh, estoy seguro de que en seguida aparecerá alguien y se ofrecerá a llevarla. Lo único que tiene que hacer es hacer algún gesto cuando vea pasar un coche. Vamos, le enseñaré el camino —se acercaron hasta el final del muelle y Billy señaló una casa blanca situada en una esquina de una calle empedrada—. Vaya por allí recto y pregunte por Dougal en el pub. Y corra, no se vaya a mojar.
La que en un principio era solamente una lluvia ligera comenzó a hacerse más fuerte cuando Claire llegó a la puerta del pub. Una vez allí, se secó los ojos y entró. Tardó algunos segundos en acostumbrarse a la penumbra del interior, pero cuando lo hizo, vio a un camarero y a dos clientes mirándola con curiosidad.
—Estoy buscando a Dougal Fraser —les explicó Claire.
Will Donovan echó otro montón de turba en la chimenea del salón de la posada y fijó la mirada en las llamas. La turba prendió, enviando una bienvenida ráfaga de calor al salón.
—Ponme otro whisky —musitó Sorcha, mirándole fijamente a través de su melena cobriza.
Will miró por encima del hombro y la vio acurrucada en el sofá, alargando hacia él un vaso de cristal y curvando los labios en una sonrisa que conocía demasiado bien. Era la misma sonrisa que había utilizado con gran éxito con muchos hombres; conseguía hechizarlos hasta dejarlos absolutamente indefensos ante sus encantos. Will ya se había convertido en su presa cuando había vuelto a la isla, tres años atrás. Durante aquel verano, se había entregado a una breve, pero apasionada aventura con Sorcha.
Aunque tras seis tempestuosos meses de relación, habían llegado a la conclusión de que eran mejores amigos que amantes. Sin embargo, hasta el año anterior, Sorcha continuaba estando convencida de que Will era el único hombre posible para ella. Incluso había utilizado todos sus poderes de druida para intentar convertir su vida en un infierno. De hecho, todavía pendían sobre Will dos de sus maldiciones.
—¿Por qué voy a tener que servirte un whisky? —preguntó Will mientras se sentaba en una butaca, en frente del sofá.
—Porque tú eres el anfitrión y yo la invitada.
—Te has invitado tú misma a cenar —le recordó Will.
—Por favor, ponme un whisky —lloriqueó Sorcha—, o te lanzaré una maldición.
Will agarró el vaso y se acercó a la mesita sobre la que tenía la licorera. Sirvió un par de dedos de whisky y regresó al sofá. Pero cuando Sorcha alargó la mano hacia el vaso, él lo apartó.
—Te daré el whisky si me haces un favor a cambio.
Sorcha se apartó el pelo de los ojos.
—Esto parece interesante. ¿Qué ha pasado? ¿Hace demasiado tiempo que no estás con nadie?
—No vamos a volver por ahí, Sorcha. Ya lo probamos y la cosa no funcionó.
—Lo sé, pero esta vez lo único que haremos será acostarnos. No tenemos por qué intentar sacar adelante ningún tipo de relación.
—Seamos honestos. Tú eres una devorahombres. Quieres que los hombres te idolatren y te satisfagan hasta convertirse en unos absolutos estúpidos. Y después los abandonas para ir a buscar a otro.
—¿Cómo puedes decir eso? Yo adoro a los hombres.
—Sí, a lo mejor hasta demasiado —dijo Will.
—Si vas a comenzar a insultarme, dame el whisky.
—No hasta que no hagas algo por mí.
—¿Qué es lo que quieres? Evidentemente, no mi cuerpo. Supongo que debería sentirme humillada, pero no es así. He llegado a considerarte como una especie de… ¿cómo lo diría?¿De hermano? Probablemente me sentiría culpable si volviera a acostarme contigo.
—Quiero que me quites la maldición.
Sorcha sonrió satisfecha.
—Pensaba que no creías en mis poderes.
—Y no creo en ellos.
—¿Cuál de ellas? —preguntó Sorcha.
Will gimió.
—¿Cuántas tengo?
—Dos, no tres… No, espera, cuando me ayudaste a arreglar el coche te quité una.
—¿Y cuáles son las que me quedan?
—Bueno, una que te condena a no conocer a ninguna otra mujer tan guapa y tan sexy como yo. Y la segunda tiene que ver con tu… con tus capacidades amatorias en el dormitorio —alzó lentamente el dedo índice.
Will frunció el ceño. Desde que habían terminado su relación, no había tenido mucha suerte con las mujeres, pero había sido capaz de actuar cuando había hecho falta. Había tenido tres relaciones serias en los últimos tres años y todas ellas habían terminado al cabo de unos meses. Entre relación y relación, había tenido algún encuentro ocasional con algunas amigas de Londres o Dublín. Viviendo en una isla, no eran muchas las oportunidades que se tenían de disfrutar del sexo sin ataduras.
—Por el espíritu de la amistad —dijo Will—, me gustaría que revocaras las dos maldiciones. Ahora mismo, y delante de mí.
Sorcha suspiró y le quitó el whisky de la mano.
—Muy bien.
Se bebió el whisky de un solo trago, se enderezó, cerró los ojos y se inclinó hacia delante, de manera que la melena cayera como una cortina sobre su rostro. Comenzó a balancearse lentamente, musitando una ristra de palabras en gaélico. Aunque Will tenía algunas nociones sobre aquella lengua, no comprendió lo que estaba diciendo. De pronto, Sorcha abrió los ojos.
—Estoy hambrienta —dijo—. Tengo que nutrirme para este trabajo —cerró los ojos y continuó recitando.
Will se acercó a la cocina y agarró una bolsa de patatas fritas. Cuando regresó al salón, Sorcha estaba tumbada en el sofá. Le tendió la bolsa y ella la abrió inmediatamente y se metió una patata en la boca.
—Dios mío, qué hambre tengo —musitó—. ¿Tienes algo de chocolate?
—Vamos a cenar dentro de una hora. ¿Ya has terminado?
Sorcha se metió otro par de patatas en la boca y asintió.
—Sí, acabo de liberarte completamente de la maldición —se interrumpió—. Bueno, no del todo. En realidad, he intentado contrarrestarla con otro hechizo, sólo algo que pueda permitirnos seguir siendo buenos amigos.
—Sorcha…
—Éste es un buen hechizo. La próxima mujer que conozcas, te deseará locamente y tendréis un apasionado encuentro sexual. Nada la detendrá a la hora de meterse en tu cama.
Una impaciente llamada a la puerta quebró el silencio del salón. Sorcha se echó a reír.
—¡Ah! El hechizo ha funcionado. ¡Es ella! Me pregunto quién podrá ser. Mmm, supongo que Eveleen Dooly no será muy mala en la cama. Y también está Mary Carlisle. No es joven, pero conserva el espíritu.
—Por lo menos Eveleen no me maldeciría —musitó Will—. Mientras abro a la puerta, tú dedícate a quitarme el hechizo.
—De acuerdo, pero no vayas muy deprisa. Me llevará algún tiempo.
Will se dirigió a grandes zancadas hasta el vestíbulo y esperó unos segundos antes de abrir la puerta. Cuando lo hizo, se encontró a una mujer empapada por la lluvia y con los pies llenos de barro.
—Ya era hora —musitó, con el pelo pegado a la cara—. Me he empapado hasta los huesos. Y no podía encontrar la llave. Se suponía que estaba debajo del macetero.
—Lo siento —respondió Will, alargando la mano hacia su equipaje—. Sorcha debe haber utilizado.. Bueno, no importa. Pase, por favor, y bienvenida.
Claire pasó al interior de la posada, dejando un rastro de barro sobre el parqué. Al mirar hacia atrás, se dio cuenta de lo que estaba haciendo, maldijo suavemente y se quitó los zapatos.
—No he podido encontrar un taxi. Se suponía que el taxista estaba en el pub, pero no, no estaba allí. Un granjero se ha ofrecido a traerme a caballo. Un buen ofrecimiento, porque, al parecer, las millas irlandesas son bastante más largas que las estadounidenses. He tardado una eternidad en llegar hasta aquí —recogió los zapatos. La ropa mojada comenzaba a hacer un charco a su alrededor—. Necesito una habitación.
Will la estudió con atención mientras se metía detrás del mostrador. Resultaba difícil describir el aspecto de aquella mujer. Se había puesto un pañuelo en la cabeza para protegerse de la lluvia y el pelo caía empapado y revuelto sobre sus ojos. Tenía una mejilla manchada de barro y la otra con restos de máscara de ojos.
Los vaqueros eran tan anchos y estaban tan mojados que resultaba difícil adivinar la forma de su silueta. Pero tenía unos pies bonitos, se dijo Will, y llevaba las uñas pintadas de color rosa intenso. Parecía joven, probablemente no tendría más de veinticinco o veintiséis años. Will la observó rebuscar en el bolso.
—¿Es usted estadounidense?
La joven se echó el pelo hacia atrás y Will pudo mirarla a los ojos por primera vez. Tenía gotitas de agua en las pestañas y cuando parpadeó, cayeron sobre sus mejillas sonrosadas.
—Perdone, ¿qué me ha preguntado?
—Que si es usted estadounidense —repitió Will suavemente, clavando la mirada en sus labios.
—Sí, ¿algún un problema?
Cuando alzó la mirada, Will se encontró frente a un par de chispeantes ojos turquesas. Ella le tendió una tarjeta de crédito.
—No, no, en absoluto —respondió mientras tomaba la tarjeta—. Era simple curiosidad. Me ha parecido que tenía acento… norteamericano.
A los labios de la recién llegada asomó una sonrisa.
—Probablemente porque lo soy —se estremeció y se frotó los brazos—. Bueno, ¿va a poder darme una habitación? Estoy deseando quitarme toda esta ropa y…
—Sí, por supuesto —dijo Will—. A mí también me gustaría quitarle… bueno, quiero decir, que estoy seguro de que estará mucho más cómoda si se quita esa ropa de encima —agarró la llave de la habitación más bonita del segundo piso—. Habitación número siete —le dijo.
Le tomó la mano y le plantó la llave en la palma. Tenía la piel húmeda y fría. Sin saber por qué, Will prolongó aquel contacto.
—La encontrará al final de las escaleras a la izquierda, al final del pasillo. Todas las habitaciones tienen cuarto de baño. ¿Por qué no sube y ya me encargo yo de llevarle los zapatos y el equipaje cuando estén secos?
—De acuerdo —contestó Claire y comenzó a subir las escaleras.
—¿Cómo se llama? —le preguntó Will.
—¿Qué? —preguntó ella, volviéndose.
—Necesito su nombre para registrarla.
—Está en la tarjeta —contestó—. O'Connor. Claire O'Connor, de Chicago.
—Bienvenida a la posada Ivybrook, señorita O'Connor. Yo soy Will Donovan.
Ella asintió y continuó subiendo lentamente las escaleras, con la ropa goteando a medida que avanzaba.
Cuando se volvió para ocuparse de su equipaje, Will descubrió a Sorcha apoyada contra el marco de la puerta del salón, con la bolsa de patatas fritas a la altura del pecho y masticando con expresión pensativa.
—Una estadounidense. Y bastante atractiva —musitó—. He oído decir que son salvajes en la cama.
—No me dedico a seducir a mis huéspedes. ¿No tienes ninguna poción que preparar? Vete a casa, Sorcha.
—Ha sido una pena lo de la maldición —musitó Sorcha—. Me temo que has abierto la puerta demasiado rápido. No he tenido oportunidad de quitarte el hechizo —sonrió y se metió una patata frita en la boca—. Y, definitivamente, merece la pena darse un par de revolcones con una chica como ésa, Will. Bueno, creo que ahora me voy —se acercó a Will y le arregló el pelo y el cuello de la camisa—. Acuérdate de usar preservativo. Apuesta siempre por el sexo seguro.
—Fuera —le ordenó Will.
Sorcha agarró el impermeable que había dejado colgando en el perchero del vestíbulo y se lo puso.
—Que te diviertas, Will. Ya me darás las gracias más adelante.
Will se metió a la cocina para buscar unos trapos y limpió después el barro que Claire O'Connor había dejado en el vestíbulo. Los zapatos estaban destrozados, pero le secaría las maletas y se las llevaría a su habitación.
Al subir, vio que la puerta estaba ligeramente entreabierta y llamó suavemente.
—¿Señorita O' Connor?
Nadie respondió. Will se asomó al interior y encontró la habitación vacía. Dejó las maletas al lado de la cama y se volvió de nuevo hacia la puerta. Y en el proceso, miró hacia el interior del cuarto de baño. Se quedó sin respiración. La puerta estaba suficientemente abierta como para permitirle ver a Claire tumbada en la bañera.
Lo último que él pretendía era violar su intimidad. Pero vio que se había quedado dormida con la cabeza apoyada en el borde de la bañera.
Se había apartado el pelo de la cara y a Will le impresionó la delicadeza de aquel perfil de nariz respingona y labios generosos. Se fijó en las pequeñas pecas que cubrían sus mejillas. Y su mirada descendió hacia los senos que sobresalían en el agua de la bañera.
El deseo elevó la temperatura de su cuerpo y tuvo que luchar contra el impulso de acercarse. Como propietario de la posada, tenía ciertas normas éticas que mantener y espiar a una huésped mientras estaba en la bañera no entraba dentro de lo aceptable. Pero, ¿y si Sorcha tenía razón?¿Qué ocurriría en el caso de que aquella mujer estuviera destinada a ser suya?
La chica se movió ligeramente, suspiró y se hundió un poco más en la bañera. Will retrocedió y agarró las maletas para dejarlas más cerca de la puerta. Cuando llegó al pasillo, tomó aire y se apoyó contra la pared. Si el agua desbordaba la bañera, tendría una razón para volver, pero de momento, se quedaría en el pasillo.
La imagen del cuerpo desnudo de Claire O'Connor continuaba dándole vueltas en la cabeza. Sintió cómo su miembro se endurecía al pensar en acariciarla, y gimió frustrado. Por supuesto, había pasado mucho tiempo desde la última vez. Y, de vez en cuando, se deleitaba imaginando que llegaba una huésped atractiva y sin inhibiciones e intentaba seducirle. Pero jamás había pensado en hacer realidad aquella fantasía.
Quizá Claire sólo se quedara una noche. O a lo mejor su novio o su prometido iba a reunirse al día siguiente con ella. Además, no creía que Sorcha Mulroony tuviera ni un ápice de poder. De modo que se limitaría a ser educado y hospitalario con Claire O'Connor. Y nada más.
El agua de la bañera se había quedado tibia para cuando Claire salió. Se envolvió en una toalla de algodón y entró en el dormitorio. Le habían dejado las maletas al lado de la puerta y, por un instante, se preguntó cómo habría entrado Will Donovan en su habitación sin que ella se diera cuenta.
Reprodujo mentalmente la imagen de aquel hombre y recordó cómo había reaccionado al mirarlo a los ojos. Por supuesto, había hombres atractivos en todo el planeta, pero, de alguna manera, el destino parecía haber bendecido la isla de Trall con un ejemplar particularmente notable. ¿Pero qué hacía uno de los solteros más codiciados de Irlanda viviendo allí?
Sonrió mientras se sentaba en el borde de la cama, envuelta en la toalla. En su trabajo, había estudiado miles de fotografías de hombres intentando averiguar qué era lo que hacía que un hombre apenas resultara atractivo y otro fuera devastadoramente sexy.
Will pertenecía a la última categoría. Sus facciones estaban perfectamente equilibradas. No, no era un hombre guapo, era un hombre maravilloso. Y no solamente por la nariz recta, la boca expresiva o aquellos ojos que eran una curiosa mezcla de verde y dorado. Era también su manera de vestir, aquel aspecto ligeramente desaliñado que hacía que no pareciera consciente del efecto que tenía en las mujeres.
No se había afeitado desde hacía dos o tres días y, en lo referente a peinarse, parecía preferir sus propias manos a un buen peine.
Claire sacó un frasco de loción hidratante de la maleta y apoyó el pie en el borde de la cama para empezar a aplicarse el producto en las piernas. Si se hubiera tratado de cualquier otro hombre, ni siquiera habría pensado en él. Al fin y al cabo, hacía sólo un día que su relación con Eric había terminado. Y ella había volado hasta allí para intentar salvar aquella relación.
Estaba en un país extranjero y, por supuesto, eso favorecía el que encontrara interesante a un tipo como Will Donovan. Quizá incluso un poco exótico. Aquel acento, el sonido de su nombre en los labios, la forma en la que había fijado la mirada en su boca y en sus ojos… Pero desear a otro hombre en aquel momento sería una pérdida de tiempo. Había ido hasta allí para salvar su relación con Eric. Al fin y al cabo, Eric y ella estaban hechos el uno para el otro.
Claire lo había sabido desde el primer momento. Durante toda su vida, había estado esperando que llegara el hombre perfecto. Incluso había hecho una lista de todos los atributos que debería encontrar en un hombre, y Eric cumplía hasta el último requisito.
La planificación y las listas detalladas habían sido una de las especialidades de Claire desde que era adolescente. Probablemente, cualquier psicólogo le diría que aquélla había sido su manera de enfrentarse a su caótica infancia. Había crecido en una casa diminuta con cinco hermanos mayores y unos padres que apenas controlaban a los chicos.
De modo que Claire buscaba refugio muchas veces en casa de su abuela, en la que todo estaba limpio y ordenado. Una casa en la que era posible hablar de asuntos importantes, como los planes que tenía para su vida. Su abuela la había animado a escribir un diario.
—Sólo cuando las escribes, las cosas se hacen realidad —le había dicho su abuela.
Más adelante, a medida que habían ido realizándose cada uno de sus sueños, Claire había ido poniéndoles una marca en el diario, indicando que ya estaban cumplidos.
Dejó el frasco de loción en la cama y se puso a deshacer el equipaje. Encontró las píldoras anticonceptivas en el bolsillo de unos pantalones y se metió una en la boca. Eric y ella volverían a estar juntos. No podía perder la fe en ello.
Al pasar por los ventanales de una de las paredes, la corriente la hizo estremecerse. Tomó una cerilla de la repisa de la chimenea y prendió el papel arrugado que habían dejado preparado bajo los troncos. El calor del fuego comenzó a caldear su piel y un intenso olor a madera quemada se extendió en el aire. Pero, al mismo tiempo, la habitación comenzó a llenarse de humo. Claire comprendió que no había abierto el tiro de la chimenea y buscó rápidamente un tirador o una palanca.
No encontró nada en la parte exterior de la chimenea y era imposible verla por dentro por culpa del humo. Corrió a la ventana, la abrió y se quitó la toalla en la que estaba envuelta para comenzar a ventilar la habitación.
Pero continuaba saliendo humo de la chimenea, así que comenzó a golpear el fuego con la toalla húmeda. Y ya casi había conseguido apagarlo cuando se activó la alarma.
Un segundo después, Will Donovan entraba en la habitación con un extintor en la mano. Claire soltó un grito mientras intentaba ocultar su cuerpo desnudo detrás de la toalla achicharrada.
—¿Qué demonios está pasando aquí? —con tres grandes zancadas, Will se acercó hasta la chimenea y apagó los restos del fuego con el extintor. Se volvió preocupado hacia ella—. ¿Está usted bien?
—Sí —contestó Claire—. Pero… ¿cómo se les ha ocurrido dejar la chimenea preparada sin abrir el tiro?
Will la miró fijamente, y comenzó a deslizar la mirada por su cuerpo. Claire apretó la toalla con fuerza contra su pecho.
—¿Cómo se le ocurre a alguien encender una chimenea sin comprobar antes si estaba el tiro abierto?
—Hacía… mucho frío —replicó ella.
—La ventana está abierta.
Cruzó la habitación y la cerró. Claire fue correteando hasta la pared más cercana para apoyarse contra ella. Will agarró la colcha de la cama y se la tendió. Vacilante, Claire dio un paso al frente. Will la cubrió con la colcha.
—Supongo que tendré que darle otra habitación —musitó mientras le frotaba delicadamente los brazos—. No puede dormir aquí.
—Lo siento —contestó ella, arriesgándose a mirarle.