Cuando todo se derrumba - Agus Morales - E-Book

Cuando todo se derrumba E-Book

Agus Morales

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Beschreibung

Un libro que te hará reflexionar sobre la crisis que estamos viviendo.

Lo que me llevó a escribir este libro no fue contar cómo se vivió el estado de alarma en España a causa de la covid-19 —aunque también—, tampoco fue describir el trabajo incansable de la gente que se volcó en la emergencia —aunque también—, tampoco fue la crítica a las autoridades —aunque también—, tampoco fue sensibilizar o crear conciencia o esas cosas que se acostumbran a decir —aunque supongo que también—, tampoco fue escribir sobre eso que llaman un momento histórico —aunque supongo que también—, sino la búsqueda de lo universal, la liquidación de las ficciones que nos separan. Por decencia o por xenofobia, creemos que no se puede comparar lo que pasa en un país en teoría rico como España con lo que pasa en un país pobre. No es verdad. La dimensión es otra: el número de muertos, el privilegio, la oportunidad para empezar de nuevo. Pero una emergencia sanitaria era esto. Sea cual sea tu lugar en el mundo, algo te supera, y necesitas ayuda: luego, con tu experiencia del dolor, también podrás ayudar a otros. Me parece que podemos entender tantas cosas de cómo funciona el mundo si entendemos eso primero. Por eso, en este libro, para contar lo que está cerca de mí, al lado de mi casa, me iré a contar de vez en cuando lo que está más lejos.

Agus Morales habla de la crisis actual desde una perspectiva global en lugar de centrarse en España.

SOBRE EL AUTOR

Agus Morales(El Prat de Llobregat, 1983) es periodista y escritor. Dirige Revista 5W y es colaborador de The New York Times, entre otros medios. Es autor de  No somos refugiados (Círculo de Tiza), el libro de no ficción recomendado del Festival Gabo 2017, que ha sido publicado en español, inglés, italiano, catalán y polaco. Ganó el premio Ortega y Gasset en 2019 con la crónica  Los muertos que me habitan. Fue corresponsal para la Agencia EFE en el Sur de Asia (2007-2012) y trabajó para Médicos Sin Fronteras siguiendo operaciones humanitarias en África y Oriente Medio durante tres años. Es licenciado en Periodismo y doctor en Lengua y Literatura por la Universitat Autònoma de Barcelona (UAB), con una tesis sobre la poesía última y la pintura de Rabindranath Tagore. Fue profesor asociado en la Facultad de Ciencias de la Comunicación de la UAB entre 2015 y 2017. Siempre navegando entre la literatura y el periodismo, ha escrito sobre la muerte de Osama bin Laden, la cultura india y la experiencia refugiada.

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Agus Morales

CUANDO

TODO

SE

DERRUMBA

Con fotos de Anna Surinyach

primera edición: marzo de 2021

© del texto, Agus Morales, 2021

Autor representado por The Ella Sher Literary Agency, www.ellasher.com

© de las imágenes, Anna Surinyach, 2021

© Libros del K.O., S.L.L., 2021

Calle Infanta Mercedes, 92, despacho 511

28020 - Madrid

isbn: 978-84-17678-65-4

código ibic: dnj

imagen de cubierta y fotografías de interior: Anna Surinyach

maquetación: María OʼShea

corrección: Melina Grinberg y Olga Sobrido

Para Nur

1. Primeros días

El día que se decretó el estado de alarma en España, Noemí y Gerard, una pareja de enfermeros, intentaban anular las vacaciones que habían planeado en las islas Azores. Hasta entonces no se habían tomado el coronavirus en serio. No era real, porque las cosas solo son reales cuando las vemos, las tocamos, las sentimos.

No tenían miedo.

Días atrás habían llegado muchos «casos probables» de covid-19 al hospital en el que trabajaban, el Germans Trias i Pujol, más conocido como Can Ruti. Todos negativos. Esa era la nueva forma de referirnos a las personas. Palabras a las que pronto nos acostumbramos: «caso», «negativo», «positivo». El 10 de marzo de 2020 llegó el primer «positivo» al hospital, situado en Badalona, a las afueras de Barcelona. Tres días después ya se habían llenado tres boxes de la uci con pacientes de covid-19. Noemí y Gerard se preocuparon, pero aún no eran conscientes de lo que se les venía encima. Pese a su juventud —26 y 27 años—, ya se habían acostumbrado al ritmo que impone la uci. No les gustaba la rutina de otras especialidades. Preferían la adrenalina de los cuidados intensivos: trabajar en el momento más crítico, en la emergencia, cuando la muerte está más cerca.

Justo aquellos días tenían planeado empezar sus vacaciones. No sabían si su vuelo a las islas Azores saldría en hora o si se anularía: era el momento en que todas las cosas que dábamos por descontado se empezaban a derrumbar. Les dijeron que tendrían que hacer una cuarentena de quince días al ir y al volver de las islas. Decidieron quedarse. No se habrían marchado igualmente, porque los «casos» en el país no dejaban de aumentar. Llamaron al hospital para ofrecerse a trabajar, para decir que ellos no se iban de vacaciones. Tardaron una semana en volver, durante la cual vieron el mundo arder —esas son las palabras que usan, «ver el mundo arder»— desde casa, con los grupos de WhatsApp de los compañeros y las noticias como única ventana al mundo, en esa burbuja típica del confinamiento a la que pronto nos acostumbramos. Cuando por fin volvieron, el 23 de marzo, el hospital estaba lleno de pacientes con covid-19. Todo se había derrumbado. Faltaba personal sanitario, material médico, conocimiento científico; sobraban nervios, desesperación, angustia. Un solo día de marzo lograba destruir el plan de trabajo del próximo mes, la próxima semana, el próximo día. Tenían una sensación de supervivencia. El único objetivo era llegar al día siguiente.

El primer día que Noemí Picazo se enfundó un traje de protección, sintió un agobio insoportable, habló consigo misma: tengo mucho calor, tengo mucho calor, entro en bucle, tengo mucho calor, solo puedo pensar en que tengo mucho calor, pero me queda mucho tiempo aquí dentro, relájate, respira, vamos a poner música porque si no esto no se aguanta, me ahogo, tengo calor, me va a dar algo, me caeré, no puedo respirar bien, me dijeron que respirara por la nariz pero lo hago por la boca.

Respira.

Respira.

Respira.

Hasta que respiró y venció a la angustia.

El día que se decretó el estado de alarma en España, la doctora Belen Garcés supo que la covid-19 no era una gripe. No por la orden del Gobierno, sino porque se había pasado la noche tratando en la uci a sus pacientes, que empeoraban en cuestión de horas. El coronavirus no era lo que le había explicado el colegio de médicos. No era lo que había visto en televisión. Era algo para lo que nadie estaba preparado.

—Mierda. Esto es real.

Salió del hospital por la mañana, con la angustia de las peores premoniciones. Intentó dormir mientras todo el país entraba oficialmente en confinamiento.

Al día siguiente, volvió a Can Ruti, el mismo hospital donde trabajaban Gerard y Noemí. Recuerda el domingo 15 de marzo como una vorágine. Las urgencias colapsadas, la uci llena de pacientes con coronavirus —desaparecieron los que sufrían otras enfermedades, los que habían tenido un accidente de tráfico—, el personal sanitario preguntándose cómo protegerse.

Los primeros muertos.

Belen —prefiere que escriba su nombre así, sin tilde— se ofreció para trabajar a jornada completa en la uci. Hasta entonces, la doctora, de 34 años, compatibilizaba su trabajo en el hospital Clínic de Barcelona coordinando la donación de tejidos con algunas guardias en Can Ruti. Ante la emergencia, se ofreció a entrar de forma permanente en los turnos de la uci en Can Ruti. Asumió el cargo de adjunta en la uci principal; asumió, además del cargo profesional, una responsabilidad moral que la torturaría hasta el final del estado de alarma. Meses en los que Belen y otros que no eran médicos tomaron decisiones difíciles. Meses en los que sintieron el peso de la historia sobre ellos, sin que pudieran exorcizar su dolor. Meses en los que jugaron a ser Dios.

Me lo repitieron tantas personas que no se conocían entre ellas: hemos tenido que jugar a ser Dios, nos han obligado a jugar a ser Dios, yo no puedo jugar a ser Dios.

En toda España se empezaron a montar nuevas ucis a toda velocidad. También en el hospital de Belen y Gerard y Noemí. Profesionales sanitarios de otros ámbitos —anestesiología, endocrinología, neurología, pediatría…— entraron en esas unidades para echar una mano. A la desesperada. Hicieron un máster acelerado de la especialidad intensivista. Porque la uci es una especialidad —como lo puede ser el periodismo de guerra—, y la mayoría de sanitarios no están acostumbrados a ella. Muchos no tenían los conocimientos necesarios. ¿Qué pasaría si a un locutor de radio deportiva lo enviaran a contar qué está pasando en Afganistán?

Al principio todo era descontrol. Son las imágenes que casi no vimos, porque no se permitió el acceso a la prensa, porque la censura es la primera cosa que se activa cuando todo se derrumba: gente amontonada en los pasillos de urgencias, sanitarios con bolsas de basura para protegerse de la peor epidemia del siglo xxi, enfado con los que mandan, trabajo infinito.

El sudor de Noemí y Gerard y Belen.

Miedo y soledad.

El día que se decretó el estado de alarma en España, el doctor Guillem Cuatrecasas recibió una llamada para acudir como voluntario al hospital de Igualada, uno de los principales focos del virus en Cataluña.

Cuatrecasas, de 49 años, había cerrado su consulta privada de endocrinología en la clínica Sagrada Familia de Barcelona el día anterior, con la certidumbre de que sería por al menos un tiempo. Sentía que había un clima «prebélico». Se ofreció al colegio de médicos para ayudar allí donde hiciera falta. Lo llamaron. El domingo día 15 de marzo a las cinco de la mañana partió hacia Igualada. No sabía qué se encontraría, solo llevaba un correo electrónico impreso del director del centro autorizándolo a que se desplazara. Igualada estaba bajo confinamiento perimetral tras un brote que se había propagado a gran velocidad en toda la Conca d’Òdena. El doctor se sorprendió al ver muchos camiones en la autopista incluso en aquel momento. Cruzó el cordón de los Mossos d’Esquadra a la entrada de Igualada. Todo desértico. El párking del hospital con las barreras levantadas. Unos cuantos coches aparcados.

Había muerte y enfermedad, pero el doctor se sentía satisfecho. Se sentía útil por ayudar a pacientes en un momento crítico, por crear un vínculo con ellos. Entre el personal sanitario había un ambiente de camaradería que es difícil que se repita: las riñas habituales entre medicina y enfermería, o entre las diferentes especialidades de medicina, habían dado paso a la colaboración, a la confirmación de que lo que el otro hace también es importante. Cuatrecasas miró a los ojos a enfermeros y enfermeras como no lo había hecho antes. Quizá también sucedió algo parecido al revés.

Cuatrecasas empezaba la jornada muy temprano, conducía hasta Igualada y acababa muerto de cansancio. Evitaba comer allí para no quitarse la mascarilla: lo hacía horas después en casa. Tras algo más de una semana en Igualada, volvió a Barcelona. La clínica Sagrada Familia —en la que tiene su consulta— le pidió ayuda para montar un equipo contra la covid-19 formado por su unidad de endocrinología. Aceptó. Cuando llegó a la clínica, un día por la tarde, y vio a sus compañeras, se horrorizó: iban con una bata normal, con una mascarilla quirúrgica, sin guantes, sin gorro. Pero ¿qué hacéis? Cuatrecasas se quedó hasta la medianoche con el equipo para dar las recomendaciones de protección que había aprendido en Igualada. Al acabar, una compañera lo llevó a casa en coche.

En aquel momento no había ningún circuito creado en la clínica. Su experiencia en Igualada le sirvió para ayudar a formar uno. Circuito: una palabra técnica, quizá abstracta, para referirse a un hospital. Pero hacer circuitos, separar zonas «limpias» de «sucias» —ausencia o presencia del virus— fue algo fundamental que salvó muchas vidas. Que podría haber salvado muchas más vidas, sobre todo en hospitales y residencias que tardaron en recibir una formación básica.

Creado el circuito, el equipo del doctor ya podía empezar a trabajar.

El día que se decretó el estado de alarma en España, el cirujano Esteban González Albiol, de 72 años, ya estaba enfermo.

El día anterior había visitado el hospital de Sant Pau, en Barcelona. Compañeros, hacedme caso, soy médico, conozco mi cuerpo, conozco la medicina, algo no va bien. González Albiol sabía que tenía el bicho. Tras una hora y media en Sant Pau, le dijeron que se fuera a casa. Que se tomara un paracetamol. El doctor se fue a casa indignado. Pensando que se habían negado a ingresarlo debido a su edad.

Pasó unos días en casa, hasta que se empezó a sentir peor. Llamó a su mutua y se fue a la clínica privada Sagrada Familia, donde trabaja desde hace muchos años, pese a lo cual en un principio había recurrido sin éxito al sistema público de salud. Entró en la clínica a pie. Lo atendió una doctora —y compañera— que enseguida se dio cuenta de que estaba mal. No se lo dijo. Le mintió para tranquilizarlo. Solo quiero mirar mejor esto, cómo respiras. No quería asustarlo. Lo ingresaron. Y ya no recuerda nada más: estuvo en planta unas horas y fue ingresado en la uci del hospital. Tiene visiones, pesadillas formadas a partir de la última película que vio: Ghost. Caballos blancos y fantasmas y la muerte que llega y figuras de fantasía que en realidad son las enfermeras que lo medican que le dan la vuelta para que respire mejor que le intentan salvar la vida pero quién es él Sam Wheat que se va quién es él Patrick Swayze que se va quién es él González Albiol que se va.

El día que se decretó el estado de alarma en España…

No. Basta. Esta vez no puedo contarlo así. No puedo escribir una crónica de lenguaje pulido, con los mecanismos narrativos bien engrasados, con la información bien dosificada. No puedo contar vidas de otros como si fueran un carrusel. Decir cuántos años tienen, hablar de sus profesiones, presentar sus historias de forma más o menos aséptica: con alguna escena que el lector pueda recordar, con alguna cita que sirva para fotografiarla y subirla a redes sociales. Pulsar la emoción, pero no abusar de ella.

Y esconderme.

¿Cuánto tiempo llevo haciendo lo mismo como periodista? Quiero dejar de mentir. O mejor: quiero dejar de no contarlo todo, que es una forma de mentir. Quiero contar lo que pasó durante aquellos tres meses desde el único punto de vista posible: el mío. No puedo hacer un relato coherente, con la estructura clásica de introducción, nudo y desenlace, porque todo lo que recuerdo son escenas, sensaciones, fragmentos —y, esta vez, yo también formaba parte de la noticia. Yo también me derrumbé, aunque nadie entre mis seres queridos o amigos cercanos falleciera. Nos derrumbamos todos, porque nos quedamos a solas. Fue un tiempo de soledad que solo puede explicarse desde la intimidad y el asombro, y no a partir de la rutina clásica periodística. Eso ya no alcanza. Tengo que contarlo desde mis adentros. No quiero hacer revelaciones escabrosas para llamar la atención, caer en las trampas del ego, embrutecerme con el exhibicionismo. Pero sí me gustaría renunciar a contar cómo vivieron la emergencia las personas con las que hablé, porque eso es casi imposible. Contaré cómo sentí que la vivieron. Cómo la sentí yo mismo. Cómo se sintió.

El día que se decretó el estado de alarma en España, yo estaba acojonado. Tenía dos tipos de miedo. El primero era el miedo común, democrático: el de ir al supermercado y contagiarme. Un miedo acrecentado por el hecho de que siempre he sido una persona muy aprensiva. Mis amigos de verdad lo saben. Los otros, los conocidos, se ríen cuando se enteran de que me desmayo con las jeringuillas. No se creen que alguien que cuenta lo que cuenta en sus libros y reportajes, alguien que en sus cabezas es «corresponsal de guerra» —algo que nunca he sido—, diga que es aprensivo.

El otro miedo que sentía durante los primeros días era más íntimo. Me provocaba un dolor localizado, intenso, ese dolor que prefieres callar, con la esperanza de que no se convierta en verdad. Tenía miedo a reportear. Durante mi carrera había cubierto los atentados de Bombay, el motín de la guardia de fronteras de Bangladés, la guerra afgana, la muerte de Osama bin Laden en Pakistán, las operaciones de rescate en el Mediterráneo, la situación de las personas desplazadas por la guerra en Sudán del Sur, República Centroafricana, Nigeria… Había estado —en tantos sitios— cuando todo se derrumba. Y ahora que todo se derrumba donde vivo, en Barcelona, ¿sería tan cobarde como para no contarlo? ¿Tendría la cara tan dura como para seguir viajando cuando todo esto acabe y, mientras no acaba, ignoraría lo que pasaba a mi alrededor? ¿Toda mi vida es una impostura? ¿Me interesa el sufrimiento ajeno pero no el propio, si es que esa diferenciación tiene sentido? ¿Qué tipo de hipocresía es esa?

Recuerdo las preguntas que me hacía al principio del estado de alarma y ahora me doy cuenta: eran preguntas retóricas, y de ahí mi terror, porque no había escapatoria. Ni mi compañera ni yo éramos personas de riesgo, no teníamos a nadie a nuestro alrededor que lo fuera, no teníamos hijos. Anna Surinyach —yo la llamo Surinyach, ella me llama Morales— y yo habíamos hecho muchas coberturas juntos. Ella es la editora gráfica de 5W, yo el director: teníamos nuestra propia revista, nadie nos podía decir qué hacer o no hacer. No había ninguna excusa. Y aunque la hubiera, sabía que me acabaría pateando todos los hospitales que pudiese, que me metería hasta el fondo. No quería, no tenía ganas, pero sabía que lo haría, porque soy periodista y porque, con las cosas que había cubierto, no reportear sobre la pandemia habría ameritado una jubilación anticipada. Estaba aterrorizado porque sabía que no me podría quedar en casa. Me hacía aquellas preguntas por pura autocomplacencia. No me sentía culpable, solo fingía sentirme culpable, porque quizá así me podía escapar del marrón. Pero sabía que el momento iba a llegar. Y que, cuando empezara a reportear, no iba a parar. Rezaba para que no llegara ese día.

A la vez lo deseaba.

Durante años había huido de una premonición apocalíptica. La intenté enterrar en mi inconsciente, la plasmé en una novela —el paso que precede a enterrar algo en el inconsciente—, la compartí con algunos amigos. ¿Qué pasaría si el ébola se propagara por el mundo entero? Había comprobado los estragos que podía causar aquel virus en Uganda en 2012, en Liberia en 2014, en Sierra Leona en 2015. Cuando salieron las primeras noticias de Wuhan, los recuerdos reaparecieron. Me negué a relacionarlo con aquellas crisis en África, pero poco a poco fui cediendo. Hasta que llegó el estado de alarma en España. Cada día, al despertarme, pensaba: el ébola sigue ahí. Pero no, no era el ébola, era el coronavirus. Esa extraña sensación: que algo que había vivido en tres países africanos ahora pasaba aquí. Que algo que había intentado transmitir —escribiendo, contándoselo a mis amigos— ahora era transmisible. ¿Qué era exactamente? ¿Un virus? No. La pura vacuidad. El vértigo del momento en que todo se derrumba.

Lo que me llevó a escribir este libro no fue contar cómo se vivió el estado de alarma en España —aunque también—, tampoco fue describir el trabajo incansable de la gente que se volcó en la emergencia —aunque también—, tampoco fue la crítica a las autoridades —aunque también—, tampoco fue sensibilizar o crear conciencia o esas cosas que se acostumbran a decir —aunque supongo que también—, tampoco fue escribir sobre eso que llaman un momento histórico —aunque supongo que también—, sino la búsqueda de lo universal, la liquidación de las ficciones que nos separan. Por decencia o por xenofobia, creemos que no se puede comparar lo que pasa en un país en teoría rico como España con lo que pasa en un país pobre. No es verdad. La dimensión es otra: el número de muertos, el privilegio, la oportunidad para empezar de nuevo. Pero una emergencia sanitaria era esto. Sea cual sea tu lugar en el mundo, algo te supera, y necesitas ayuda: luego, con tu experiencia del dolor, también podrás ayudar a otros. Me parece que podemos entender tantas cosas de cómo funciona el mundo si entendemos eso primero. Por eso, en este libro, para contar lo que está cerca de mí, al lado de mi casa, me iré a contar de vez en cuando lo que está más lejos.

Empezamos ahora. Para contar lo que fue el estado de alarma en España a causa del coronavirus, quiero recordar primero lo que viví en las epidemias de ébola en África.

2. Ébola

El doctor lo apunta todo en la pizarra. No quiere dejar a nadie atrás.

Paciente 1: «Mejorando».

Otro paciente: «Está débil, necesita ayuda para sentarse».

Otro: «Confundido, débil».

Otra paciente que ya no lo es: «Con el alta, pero cuidando de sus hijos».

Otro: «Mejor, ya ríe».

La pizarra está colgada en una tienda de campaña el 18 de octubre de 2014 en Monrovia, la capital de Liberia: una de las decenas de lonas que forman un hospital de 250 camas para contener la epidemia de ébola que está matando a miles de personas. Hace unas semanas era un descampado y ahora es un espacio salpicado de mallas agujereadas de plástico naranja que delimitan las zonas de peligro: médicas y enfermeros pisan la zona roja con botas, traje de protección y gafas aislantes para atender a los pacientes; psicólogas, limpiadores y responsables de mantenimiento pisan la zona amarilla, solo con botas, para que el hospital siga funcionando.

Todos los pacientes tienen miedo a morir. Casi la mitad de los que entren aquí no saldrán con vida.

A medida que el coronavirus se propagaba en el mundo y sobre todo en España, mis recuerdos sobre las epidemias de ébola que vi en Liberia, Sierra Leona y Uganda se intensificaron. ¿Era justa la comparación? Luché contra ella, no quería aceptarla. El ébola es un virus que se transmite a través de los fluidos corporales: sangre, sudor, secreciones. Nada que ver con el coronavirus, que es mucho más contagioso. El ébola tiene una tasa de letalidad de alrededor del 50 %, aunque en algunos brotes ha alcanzado el 90 %. Nada que ver con el coronavirus, con una tasa que varía según el país pero que en España, por ejemplo, ronda el 2,5 %: tiene más sentido pensar la covid-19 desde primos hermanos como el SARS. La peor epidemia de ébola de la historia mató a 11.310 personas y afectó sobre todo a tres países africanos: Liberia, Sierra Leona y Guinea. Nada que ver con el coronavirus: esto es una crisis global y aquello fue una epidemia regional que el resto del mundo ignoró porque estaba en África.

Un día de finales de febrero, la periodista Laura Rosel, que en aquel momento presentaba el Catalunya Nit, un programa de Catalunya Ràdio en el que a veces colaboraba, me invitó para hablar sobre la pandemia de covid-19 y relacionarla con el ébola. Me preparé algunas ideas, todas a la defensiva —pese a que yo mismo había sugerido el tema—, porque consideraba que eran situaciones dispares desde el punto de vista humanitario, geopolítico, económico. No quería banalizar con el dolor que había visto en África Occidental ni con una enfermedad, como el ébola, que sobre el papel era más mortífera —aunque la covid-19 mataría a muchas personas más—. Semanas después me di cuenta de que me equivoqué, de que debería haber sido más agresivo, de que tenía la obligación de hablar de forma más clara. No son tantas las personas que han visto grandes epidemias, el dolor que causan, el juego político que desatan, las sociedades que rompen. Esas personas tienen la obligación de compartir, con prudencia, su conocimiento. Una prudencia de la que abusé pero que no impidió que, cuando me preguntaron si el Mobile World Congress debía suspenderse, me remitiera a la Organización Mundial de la Salud (OMS) para decir que no. Primer error: no hablas de lo que sabes, aunque sea un poco, y hablas de lo que no sabes. Segundo error: hacer caso a la OMS, cuyo lamentable papel en la epidemia de ébola en África Occidental ya comprobaste de primera mano. Tercer error, el decisivo: menosprecias el coronavirus.

Siempre digo que lo que pasa en China es información local y lo que pasa en Barcelona o Madrid es información internacional. Que todo está conectado, a menudo a través de la desigualdad. Pero cuando una pandemia llegó a mi casa, me abracé a su singularidad. No la creí comparable a nada más. Quizá porque tenía miedo de que el sufrimiento que vi en otros lugares llegara ahora aquí.

Me di cuenta tarde: tanto las epidemias de ébola como la de covid-19 hacen preguntas que van a lo más hondo del ser humano. Son las mismas preguntas en Wuhan, Monrovia o Igualada.

La más importante: ¿Qué lugar ocupa la vida?

Qué lugar ocupa la vida en su relación con la producción y el consumo, con los regímenes autoritarios y la censura, con la pobreza y la explotación, con la libertad y la solidaridad.

En la pizarra del hospital de campaña de Liberia, al lado del estado de salud de los enfermos, había esta frase escrita: «Pedid a los pacientes más fuertes que ayuden a los más débiles». Enfundados en el asfixiante traje de protección, los trabajadores sanitarios solo podían pasar unos 45 minutos en la zona de riesgo, así que los pacientes debían ayudarse entre ellos. El que ya reía debía ofrecer agua al que estaba débil y confundido. El que estaba mejorando debía ayudar a sentarse al que no se podía ni levantar de la cama. El que estaba jodido debía ayudar al que estaba más jodido aún. Eran las reglas de la supervivencia colectiva.

Todos, sanos y enfermos, conscientes o no de ello, estaban apuntados en aquella pizarra. Igual que todos, sanos y enfermos, conscientes o no de ello, estuvimos apuntados en una pizarra de la covid-19 que nos pedía cooperación.

Hay otra pregunta que formulan las epidemias, una que pensé semanas después, y que fue el origen de este libro. ¿Qué pasa cuando todo se derrumba? O, al menos: ¿Qué pasa cuando tenemos la ilusión de que todo se derrumba? Me incomodaba que esa pregunta me acercara a la tesis belicista de la guerra contra el coronavirus, que el propio Pedro Sánchez adoptó. Porque en una guerra hay bandos en liza, hay dinámicas políticas y militares reconocibles, hay un mecanismo racional y brutal: el de la violencia ejercida contra el otro. Reunir esfuerzos para conseguir la paz en Siria, con los intereses de las grandes potencias en juego, es sobre el papel más difícil que reunirlos para frenar una pandemia, algo que debería interesar a todo el mundo. Comprar el marco bélico significa restar responsabilidad a los gobiernos en un momento en el que tienen la máxima responsabilidad para actuar y cooperar.

Es algo más hondo. Reconocí en esta crisis algo que se da en las guerras, pero también en las emergencias sanitarias y en las crisis sociales y en los golpes de Estado y en los atentados terroristas que causan conmoción y en los magnicidios y en nuestras vidas cuando se van a la mierda. El derrumbamiento. La salida de Matrix. La constatación de que algo terrible está aquí, de que lo que te podía proteger ha caído, de que la montaña de convenciones, protocolos y respuestas a la adversidad que conformaban lo cotidiano no son más que una ilusión. La historia del estado de alarma en España a causa del coronavirus es la historia de un derrumbamiento. Como tantos otros que me tocó ver. Porque entre marzo y junio vi cosas en mi casa que no había visto nunca, pero sobre todo reconocí tantas otras que ya había explicado y que nadie había leído.

Es raro contar algo que, a la vez, te asombra y se muestra reconocible.

La primera vez que fui a una epidemia de ébola fue en verano de 2012. Tras seis años trabajando como corresponsal para la Agencia EFE en la India y en Pakistán, había encontrado un puesto de trabajo «móvil» —Médicos Sin Fronteras lo llamaba así, y sin duda aquello logró seducirme— que garantizaba muchos viajes por Oriente Medio y África, y que me permitiría pasar algo de tiempo en casa, en Barcelona, pero no mucho.

Se había declarado una epidemia de ébola en el este de Uganda. Yo no había oído hablar nunca del ébola o de primos hermanos como la fiebre hemorrágica de Marburgo, pero la gente de Médicos Sin Fronteras conocía esos virus. Se decidió que los primeros en ir, en el mismo avión, seríamos la doctora Olimpia de la Rosa —la responsable médica de la operación humanitaria— y yo. En aquel brote se registraron 24 casos y hubo 17 muertos. Quizá poca gente lo recuerde: a Occidente tan solo llegaron algunas noticias de marchamo exótico de un virus letal que no parecía fuera de control.

Era el típico viaje que nunca quieres que se acabe. No quieres llegar. Quieres dilatar la espera. En el avión, Olimpia me hizo un máster sobre el virus y sobre qué debía hacer para protegerme. Que en resumen era: no toques nada, no toques a nadie, lávate las manos, cloro en las botas, cloro en todos lados. Cloro, cloro, cloro.

La primera lección antropológica era clara: el ébola era sinónimo de muerte. Todo lo que leía o lo que me explicaban conducía a eso. Su tasa de mortalidad era espeluznante, te obligaba a ponerte en guardia desde el principio. Por eso, pienso ahora, la covid-19 lo tuvo tan fácil para propagarse: porque pese a su potencial destructivo, se asoció, sigue asociándose en nuestras mentes, más a una gripe que a la muerte. Contraer el coronavirus no es una condena a muerte; contraer el ébola está mucho más cerca de serlo.

Kagadi era un pequeño pueblo en el este del país. Cuando llegamos, fuimos al hospital, donde ya había ingresadas varias personas con ébola. El hospital se transformó en cuestión de horas en un centro de tratamiento de ébola. Recuerdo el jardín con su césped inmaculado, un árbol, el silencio. No sabía qué fotografiar al principio: vecinos jugando a billar, algunos comercios que seguían abiertos. No pasaba nada, pero en el hospital pasaba de todo. Era lo que Martín Caparrós dijo que había pasado durante la pandemia de coronavirus: que por un lado se podía contar lo que pasaba en el centro de la tragedia y por el otro lo anodino del confinamiento, pero que en el medio no había nada. Y que eso era tan raro.

El presidente de Uganda era Yoweri Museveni. Sigue siéndolo. Lo es desde 1986: en todo este tiempo, ha eliminado a enemigos políticos y se ha perpetuado en el poder violentando las leyes. Durante la epidemia de ébola, que en un principio generó nerviosismo en su gobierno —no por las muertes, sino por las previsibles consecuencias políticas—, se presentó como el garante de la salud pública. Quería aparecer como el salvador —como los gobiernos que durante los primeros compases de la pandemia capitalizaron el dolor, como los colectivos que pensaron en el virus como una forma de confirmar sus prejuicios. En uno de sus discursos, Museveni pidió a la ciudadanía que no se diera la mano y que evitara la «promiscuidad», dado que el ébola también se transmite por vía sexual. Famoso por sus leyes contra el colectivo homosexual y por frases como «la boca es para comer, no para el sexo oral», Museveni no desaprovechó la oportunidad para deslizar sus mensajes de siempre.

Fue difícil convencer a mucha gente en Uganda de la verdad científica y de la necesidad de protegerse. Había quien atribuía la enfermedad a espíritus malignos. O a los equipos humanitarios que venían a contener la epidemia. Algo similar ocurrió con la epidemia de ébola en el este de la República Democrática del Congo que aún seguía activa cuando llegó la pandemia de covid-19, o con el brote de Marburgo en Angola de 2005. Ataques armados contra centros médicos. Lanzamiento de piedras. Negación de la realidad. No hacían falta grupos de WhatsApp para ello: los bulos corrían igual.

La de Uganda me pareció una epidemia con gran capacidad destructiva, aunque solo hubo 24 contagiados. Si fueran miles, ¿qué podría pasar? Nos habíamos asomado al abismo. Todo no fue mal, al contrario: todo podría haber ido mucho peor. Había millones de posibilidades, me decía, de que una epidemia de ébola descontrolada en cualquier rincón del mundo desembocara en tragedia. No me podía deshacer de ese pensamiento.

¿Cómo es posible que no pase algo peor?

La noticia de la epidemia en Uganda apareció con moderación en la prensa occidental: aquello del ébola, de su despiadada letalidad, tenía su potencial sensacionalista. Pero la epidemia se contuvo y todo se apagó. Se actuó rápido y bien.

Volví a casa eufórico. Porque los contagios se estaban reduciendo y porque por fin me sacaba de encima una tensión que era nueva para mí. Nunca me había sentido así. Sin tocar a nadie. Con miedo a que cualquier movimiento en falso supusiera una infección. Sabiéndome un cobarde. Satisfecho de ser un cobarde: de que mi meticulosidad y paranoia me pusieran fuera de peligro.

En los peores momentos de la pandemia, intenté recuperar esa austeridad. La de hacer las cosas justas, la de ahorrar movimientos y palabras, la de mantener la pureza. Conservar la salud, saberse libre del virus, es siempre una ilusión exquisita.

No hubo que esperar demasiado para que el ébola se convirtiera en una crisis humanitaria de primera magnitud. No mundial, pero sí africana. Llegué a Liberia de la mano de Médicos Sin Fronteras en octubre de 2014, justo en el pico de la peor epidemia de ébola de la historia. Tendría que haber llegado unos días antes, pero me angustié porque no había recibido suficiente información —o al menos eso consideraba yo— sobre la epidemia. Justo en aquellos días hubo un caso de ébola entre el equipo, y retrasé unos días mi partida, durante los cuales me moría de vergüenza. Pero no tenía escapatoria. Sabía que tenía que ir. Quería ir. Fue el mismo proceso mental por el que pasé cuando empezamos a cubrir la pandemia durante el estado de alarma en España.

Nos quedábamos en un hotel de cinco estrellas de Monrovia, al lado de la playa, que había sido abandonado debido a la epidemia de ébola. El propietario lo cedió. Una oenegé no debería aceptar nunca algo así, por la posición en la que se sitúa respecto a los demás, pero en aquel contexto era perfecto: había habitaciones de sobra para que todo el mundo durmiera solo, algo esencial para que no se propagara el virus, y se aprovechaba una estructura abandonada. El fin del mundo se podría rodar en un lugar así, me decía: un hotel de lujo con epidemiólogos discutiendo bajo las palmeras cómo vencer un virus mortífero.

Pero aquello no conseguía relajarme. ¿Qué pasaría si…? Si la muerte sigue avanzando, si los casos se disparan aún más, si la epidemia se propaga por el mundo entero… Nunca había tenido tanto miedo como en aquellos días. Ni en todos los atentados que cubrí en Pakistán, ni en una conferencia en Afganistán amenazada por los talibanes, ni en un hospital con cadáveres tirados por el suelo en Sudán del Sur, ni en las operaciones de rescate en el Mediterráneo. En Liberia había muertos cada día, pero aquello no se parecía a una guerra. Había un miedo sin lo mejor del miedo: la adrenalina.

Hay quien piensa que la vida tiene un valor diferente en diferentes culturas. O que la vida vale menos en una guerra, en una hambruna, en una epidemia. No lo he visto nunca. Se luchó igual por la vida en Liberia que en España. Un día me uní al equipo que recogía cadáveres en Monrovia.Iban a casas donde una persona había fallecido de ébola. La muerte es el momento de mayor carga vírica del ébola, y por eso aquella era una de las operaciones más peligrosas. Lo ideal era que los infectados fueran ingresados en hospitales, pero había gente que se negaba, y eso hacía que el equipotuviera que acudir allí. «Con el tiempo me he hecho fuerte», me decía B. Sunday Williams, el chico que se encargaba de rociar con cloro a todo el equipo para protegerlo. Llegamos a una casa y, tras enfundarse el traje de protección, entraron y sacaron un cadáver de una habitación donde había un andador de bebé. La mujer que estaba en casa no salió. Había silencio. Solo se oía su llanto, que rebotaba en las paredes del edificio.

Los funerales fueron un problema desde el principio. Hubo protestas contra el incineramiento de cadáveres, que era la práctica más segura. La comunidad islámica insistía en que los cuerpos debían ser lavados y enterrados. Se organizaron funerales con estrictas medidas de precaución. Pensé mucho en eso durante el estado de alarma en España: aquí no se hizo un esfuerzo real, con una enfermedad mucho menos letal, para que las familias hicieran el duelo. Detrás de eso había el miedo lógico a que se propagara el virus, pero también el reconocimiento de que la biología es más importante que la antropología, que entender el ser humano desde su relación con los demás es un lujo y no una necesidad. Fue una capitulación cultural.

Cuando la pandemia de coronavirus llegó a Europa, se habló también de que el virus afectaba a todo el mundo por igual, una idea alimentada por los positivos de los famosos, que causaron ese pánico popular de aquí no hay quien se libre. Pronto esa visión mudó y se construyó una especie de cartografía en países, provincias y ciudades que demostraba que las clases populares eran y serían las más perjudicadas: estaban obligadas a trabajar incluso durante los confinamientos, cogían el transporte público, vivían en grandes aglomeraciones.

El ébola no es tan contagioso como el coronavirus, y por eso las medidas de aislamiento no eran tan extremas: los países no se confinaban. Pero las medidas de higiene requeridas también hacían que los más expuestos fueran los pobres.