Culturas del diagnóstico - Svend Brinkmann - E-Book

Culturas del diagnóstico E-Book

Svend Brinkmann

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Numerosos estudios afirman que, cada año, alrededor de un cuarto de la población que vive en países occidentales sufrirá, al menos, un trastorno mental diagnosticable. ¿Dónde situar el origen del alarmante aumento de diagnósticos relacionados con la salud mental? ¿Es este fruto de los avances de la psiquiatría y sus progresos o, más bien, se debe a las condiciones de la vida contemporánea, que construye nuevas patologías sociales? Brinkmann presenta un análisis fascinante de una cultura, la nuestra, caracterizada por la obsesión de aplicar un lenguaje clínico en la relación con uno mismo y con el otro olvidando que las manifestaciones del sufrimiento no siempre caben en ese marco. Así, las preocupaciones existenciales, morales o políticas quedan reducidas a rígidos desórdenes psiquiátricos, a riesgo de perder de vista las fuerzas históricas y sociales que impulsan y afectan nuestras vidas. Contra la patologización de la vida cotidiana, este libro apuesta por la comprensión de la angustia y el sufrimiento desde el análisis filosófico, el lenguaje religioso, moral y político que, lejos del estrechamiento diagnóstico, representan otros recursos discursivos para entender las dolencias del vivir.

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Culturas del diagnóstico

Svend Brinkmann

CULTURAS DEL DIAGNÓSTICO

UNA APROXIMACIÓN CULTURAL A LA PATOLOGIZACIÓN DE LA VIDA MODERNA

Título original en inglés: Diagnostic Cultures. A Cultural Approach to the Pathologization of Modern Life

© 2016 Svend Brinkmann

All Rights Reserved. Authorised translation from the English language edition published by Routledge, a member of the Taylor & Francis Group.

© De la traducción: Jorge Luis Flores

De la corrección: Cristopher Morales Bonilla

Derechos reservados para todas las ediciones en castellano

© Ned ediciones, 2024

Primera edición: marzo, 2024

Preimpresión: Moelmo SCPwww.moelmo.com

eISBN: 978-84-19407-30-6

La reproducción total o parcial de esta obra sin el consentimiento expreso de los titulares del copyright está prohibida al amparo de la legislación vigente.

Ned Edicioneswww.nedediciones.com

Índice

Listado de esquemas

Agradecimientos

Introducción

1. Introducción al concepto de culturas del diagnóstico

2. Los diagnósticos psiquiátricos como objetos epistémicos

3. Lenguajes del sufrimiento

4. Los diagnósticos psiquiátricos como mediadores semióticos

5. «Haz más, siéntete mejor, vive más»: ser objeto de la psiquiatría

6. Interpretar las epidemias

7. Hacia una comprensión global del trastorno mental

8. Conclusiones generales

Lista de referencias

Listado de esquemas

1.1 Tres aspectos de la vida sociocultural

2.1 Problemas en las prácticas sociales: los aspectos de tener, hacer y ser

7.1 Los mediadores constituyentes del fenómeno TDAH

Agradecimientos

Quiero agradecer a Anders Petersen, Ester Holte Kofod, Mikka Nielsen, Mette Rønberg, Andreas Kjær, Rolf Lyneborg Lund y a Rasmus Birk, quienes de diversas formas han sido colaboradores cercanos en el proyecto de investigación «Cultura diagnóstica» que sirve de trasfondo para los análisis del presente libro. He presentado y discutido la mayor parte de las ideas contenidas en el libro con estos excelentes investigadores y les estoy agradecido por sus comentarios y críticas. Algunos de ellos leyeron el manuscrito completo y ofrecieron un feedback muy valioso. También me gustaría agradecerle a Jan Valsiner por compartir conmigo sus reflexiones en torno a la psicología cultural y por ser receptivo a mis ideas sobre cómo desarrollar una teoría de los desórdenes mentales a partir de esta línea de pensamiento. Estoy sumamente agradecido al Consejo Danés para la Investigación Independiente por haber elegido financiar nuestro trabajo sobre culturas del diagnóstico (Grant no. 12-125597), lo cual me permitió no solo llevar a cabo más investigación empírica y teórica, que de otra manera no habría podido hacer (y a su vez emplear a excelentes estudiantes de doctorado), sino que me hizo posible viajar al King’s College de Londres y pasar tiempo en esa institución (gracias a Nikolas Rose por recibirme). Más aún, quiero agradecer a Neil Jordan de Ashgate por haberse interesado en mis ideas desde el principio y por haberme animado a desarrollarlas para escribir este libro. También le debo mi gratitud a muchos reseñistas y a los editores de artículos y capítulos de libros que he escrito durante la preparación del presente manuscrito. Muchos de los capítulos se basan en (o reciclan) material que ya había publicado previamente en distintas versiones:

Brinkmann, S. (en prensa), «Towards a cultural psychology of mental disorder: The case of ADHD», en Culture & Psychology.

Brinkmann, S. (2014), «Languages of suffering», en Theory & Psychology, 24(5), págs. 630-648.

Brinkmann, S. (2014), «Psychiatric diagnoses as semiotic mediators: The case of ADHD», en Nordic Psychology, 66(2), págs. 121-134.

Brinkmann, S. (2013), «The pathologization of morality», en K. Keohane & A. Petersen (eds.), The Social Pathologies of Contemporary Civilization, Ashgate, Farnham.

Brinkmann, S. (2012), «The mind as skills and dispositions: On normativity and mediation», en Integrative Psychological and Behavioral Science, 46(1), págs. 78-89.

Brinkmann, S. (2011), «Towards an expansive hybrid psychology: Integrating theories of the mediated mind», en Integrative Psychological and Behavioral Science, 45(1), págs. 1-20.

Brinkmann, S. (2005), «Human kinds and looping effects in psychology: Foucauldian and hermeneutic perspectives», en Theory & Psychology, 15(6), págs. 769-791.

Introducción

Cuando hablamos sobre nuestros problemas, los diagnósticos psiquiátricos como la depresión, ansiedad, autismo y TDAH se han vuelto omnipresentes: operan como poderosas categorías en los sistemas sociales y de salud de nuestros estados de bienestar modernos, y han permeado en los medios masivos y en la cultura popular. Los conceptos de enfermedad y trastorno —y los diagnósticos con los cuales designamos nuestros problemas— ya no son solamente conceptos médicos, biológicos y psicológicos, sino también entidades burocráticas, sociales y administrativas (Rosenberg, 2007: 5). McGann incluso llega a la conclusión de que «los diagnósticos se han vuelto parte de cómo nos entendemos a nosotros mismos, a los otros y al mundo» (McGann, 2011: 343). El propósito de este libro es describir y analizar este fenómeno, al cual me refiero como el desarrollo de las culturas del diagnóstico.

En las culturas del diagnóstico hay ingentes cantidades de dinero involucradas. El costo global de las enfermedades mentales se estima en 2.5 billones de dólares estadounidenses; un número que, se estima, crecerá hasta alcanzar los 6 billones de dólares en el 2030 (Kincaid y Sullivan, 2014: 1). Muchos estudios calculan que alrededor del 25 por ciento de la población de los países occidentales sufrirá por lo menos un trastorno mental diagnosticable a lo largo de un año (Kessler, 2010). Cuando se toma en cuenta la duración de la vida, la prevalencia suele situarse alrededor del 50 por ciento. De acuerdo con muchos psiquiatras, esto demuestra que su disciplina ha progresado hasta alcanzar finalmente el grado necesario para ser capaz de diagnosticar y tratar las enfermedades mentales que siempre han estado presentes. Quizás, en lo tocante a ciertos desórdenes, haya más gente enferma que antes, pero, de acuerdo con este argumento, la diferencia entre el tiempo pasado y el actual es que ahora podemos, finalmente, identificar a los afectados por una enfermedad o un trastorno. Algunos sociólogos opinan lo contrario: que estas cifras son prueba de que la vida moderna crea nuevas epidemias de patologías sociales. En realidad, mucha más gente que antes sufre trastornos mentales porque vivimos en tiempos trastornados. La alta incidencia es un signo de que algo está profundamente mal en nuestra cultura. La gente en Occidente rara vez muere en la actualidad a causa de pobreza material, hambruna o condiciones de trabajo físico deplorables —como en la época de Karl Marx—, pero está sufriendo diversos desórdenes mentales que van desde la depresión y la ansiedad hasta desórdenes alimenticios y condiciones bipolares, debido a las circunstancias terribles y alienantes de la vida social.

Sin descartar por completo estas interpretaciones, en este libro sostengo que algo más fundamental ha estado pasando en los últimos años: el desarrollo de lo que llamo «culturas del diagnóstico». El concepto de culturas del diagnóstico se refiere a las numerosas maneras en que la gente —pacientes, profesionales y casi todos los demás— usa categorías psiquiátricas para interpretar, regular y mediar diversas formas de autocomprensión y actividad.

En las culturas religiosas del pasado, eran en particular los conceptos religiosos aquellos que mediaban las relaciones de las personas consigo mismas y con los demás, y eran ideas religiosas las que la gente utilizaba para darle significado al sufrimiento que experimentaban. Aunque la religión está lejos de desaparecer en nuestra sociedad postsecular (McLennan, 2010), ahora lo más común es que se invoque a la psiquiatría y a sus diagnósticos para explicar los problemas que la gente experimenta. En ese sentido, sigo el camino emprendido por Bowker y Star, quienes, en su clásico estudio en torno a cómo funcionan las clasificaciones en la sociedad, señalaron que «la clasificación se ha convertido en una herramienta directa para mediar el sufrimiento humano» (Bowker y Star, 2000: 26). El concepto de culturas del diagnóstico busca arrojar luz sobre las muchas formas en que los diagnósticos median el sufrimiento humano, y es importante usar el concepto de culturas en plural, ya que esto sucede de modos muy diferentes en ámbitos sociales distintos.

En este libro pretendo enfocarme específicamente en los diagnósticos psiquiátricos entendidos como clasificaciones, y mi meta es analizar cómo las culturas del diagnóstico se manifiestan en la sociedad en su totalidad, llevándonos a esta situación en que, cada vez más, interpretamos nuestro sufrimiento a la luz de conceptos psiquiátricos y terminología diagnóstica. Digo «interpretamos» porque las culturas del diagnóstico no son predicadas únicamente por médicos y otros profesionales pertenecientes al «sistema». Ya no podemos simplemente acusar a psiquiatras de promover la «medicación desde arriba» (¡con el argumento de que son los médicos y «el sistema» quienes nos enferman!), como se hiciera en el movimiento antipsiquiatría de los 70; ahora, son los pacientes y los ciudadanos mismos quienes están exigiendo «la patologización desde abajo» (McGann, 2011), a través de la búsqueda de diagnósticos que sirvan como explicaciones para muchos de los problemas de la vida. La cuestión es que reconocer el surgimiento de las culturas del diagnóstico como un aspecto ampliamente difundido y omnipresente de la vida contemporánea debería llevarnos a discutir la oposición entre la postura psiquiátrica (¡al fin podemos ubicar a los enfermos!) y la sociológica (¡una sociedad trastornada nos enferma!) con una mirada fresca. No es que dichas posturas estén equivocadas per se (de hecho, ambas pueden tener más de una pizca de verdad), sino que puede que ambas se estén enfocando en aspectos superficiales de un fenómeno histórico y un cambio en nuestra idea misma del sufrimiento humano.

Este libro se propone analizar y explicar distintos aspectos de las culturas del diagnóstico contemporáneas. Basándose en un análisis psicológico cultural —que se nutre de la sociología y de los estudios culturales— y usando al TDAH en la población adulta como su caso de estudio ejemplar, explica por qué, en una era individualizada y secular, se siente la necesidad de explicar nuestro sufrimiento, incomodidad y problemas en términos psiquiátricos. Lo que es más importante, también se plantea qué pasaría de continuar patologizando el sufrimiento humano; es decir, si continuamos tratando el sufrimiento en términos de enfermedad o trastorno, nos arriesgamos a perder otros recursos fundamentales de autocomprensión. Preocupaciones de índole existencial, política y moral suelen hoy transformarse fácilmente en desórdenes psiquiátricos individuales, y así, nos arriesgamos a perder de vista las fuerzas sociales e históricas mayores que afectan a nuestras vidas. Esto tiene consecuencias graves en nuestra facultad para actuar con el fin de ayudar a la gente a lidiar con sus problemas. Nuestras acciones están cada vez más basadas en diagnósticos, lo que a su vez puede llevar a individualizar y descontextualizar los problemas de las personas.

Además de describir, analizar y criticar el fenómeno de las culturas del diagnóstico, este libro ofrece un análisis filosófico del sufrimiento y de los problemas, desórdenes y enfermedades psiquiátricas, y aboga por un enfoque no reduccionista que haga énfasis en la idea de que el sufrimiento puede ser mucho más que un problema de salud mental. Debería también entenderse en términos políticos, morales y existenciales. Deberíamos evitar estrechar nuestra concepción del sufrimiento como algo que puede ser formulado como una serie de «síntomas» en una lista de control. Deberíamos, en muchos casos, oponernos a la patologización actual de la vida humana, pero ello precisa que, de antemano, comprendamos las culturas del diagnóstico de forma sociológica, y asimismo requiere conceptualizaciones del dolor alternativas que trasciendan el entendimiento diagnóstico.

Este libro no se limita a describir las culturas del diagnóstico, sino que tiene la ambición de contribuir a la teoría social actual integrando el marco teórico de la psicología cultural (por ejemplo, Valsiner, 2007; 2014). Aunque suele hablarse de la psicología cultural como una rama de la psicología, en realidad es un tipo de ciencia social interdisciplinaria (similar a la ciencia cognitiva o a la neurociencia) que teoriza la acción, el pensamiento y el sentir humanos como elementos mediados semióticamente en las prácticas sociales. En la versión formulada en este libro, la psicología cultural integra sobre todo la psicología social con la historia y con la teoría social y cultural. Pienso que este tipo de integración es necesaria para poder captar tanto las formas en que los procesos sociales afectan la manera que tienen los individuos de sufrir y pensar en la enfermedad mental, como la forma en que los problemas y malestares experimentados por los seres humanos dan forma a dichos procesos sociales. Para poder entender las culturas del diagnóstico de la sociedad contemporánea, y el sufrimiento humano de manera más general, necesitamos comprender cómo la vida personal está entretejida con la cultural; es decir, cómo los seres humanos son al mismo tiempo individualmente sociales y socialmente individuales (Valsiner, 2014: 53). El proyecto científico de la psicología cultural es justamente analizar esta relación, y se distingue de otras perspectivas relacionadas (tales como los paradigmas de estructuración o el interaccionismo simbólico, por ejemplo) por su visión de las personas como unidades irreductibles de la vida social (Harré, 1983). Volveré sobre ese punto, pero por ahora expondré algunos de los objetivos centrales de este libro:

1. Trazar las culturas del diagnóstico emergentes en la sociedad contemporánea y hacerse la siguiente pregunta: ¿de qué forma los diagnósticos psiquiátricos afectan a la sociedad moderna y a la gente que vive en la actualidad?

2. Analizar el impacto de las culturas del diagnóstico en nuestra comprensión de diversos problemas humanos y en nuestros métodos para lidiar con ellos: ¿cómo usan sus diagnósticos los individuos que son diagnosticados (o que crecientemente se ven a sí mismos a través de la lente de las categorías diagnósticas)?

3. Formular una perspectiva psicológica cultural (que integre la psicología social, la sociología y los estudios culturales) que sea aplicable a fenómenos clínicos (como el TDAH): ¿cómo interactúan los problemas personales con tendencias sociales mayores, y cómo se puede estudiar esto?

4. Cuestionar críticamente la distinción entre naturaleza y cultura, biología y ciencias sociales, la cual se revela cada día más incapaz de ayudarnos a explicar el sufrimiento que la gente siente en sus vidas actualmente: si la mayoría de los desórdenes mentales diagnosticados representan nudos de problemas biológicos, psicológicos y sociales manifestándose en la vida de personas que actúan y sufren, entonces ¿cómo deberían tratarse los desórdenes mentales (en la teoría y en la práctica)?

A continuación, se describe el contenido de cada capítulo en detalle:

El capítulo 1 se centra en el concepto de cultura diagnóstica propiamente y guía al lector a través de las culturas del diagnóstico de las sociedades occidentales contemporáneas. Demuestra cómo los diagnósticos psiquiátricos afectan muchos rincones de la esfera social, desde la educación y el trabajo hasta la vida privada. La cuestión principal es que progresivamente nos están instruyendo para interpretar nuestros problemas y nuestro sufrimiento usando un lenguaje diagnóstico. Este capítulo también desarrolla un enfoque psicológico cultural apropiado para analizar las culturas del diagnóstico. Mientras que los diagnósticos psiquiátricos se han discutido ampliamente en los últimos años, especialmente desde la publicación del DSM-5 (Manual diagnóstico y estadístico de los trastornos mentales, quinta edición) en 2013 (véase, por ejemplo, Cooper, 2014), existen pocos trabajos con perspectivas culturales que estudien el impacto de la psiquiatría y sus diagnósticos en los individuos y en la sociedad. Para poder hacer un trabajo así, necesitamos comprender a las personas como seres culturales, visión que los psicólogos culturales pueden ofrecer. Hacia el final del capítulo se bosquejan algunas de las líneas críticas elaboradas en contra de las ideas psiquiátricas, dando así el trasfondo necesario para el análisis que viene a continuación.

Partiendo de tres dimensiones diferentes de los diagnósticos (denominadas las dimensiones del tener, del ser y del hacer), el capítulo 2 ofrece una introducción a los diagnósticos psiquiátricos como objetos epistémicos, es decir, como objetos del conocimiento. ¿Los desórdenes mentales genuinos son auténticos «objetos» preexistentes que alguien puede o no tener con relativa independencia de las categorías diagnósticas? ¿O podría ser que los desórdenes emerjan en el mundo al mismo tiempo que las categorías que los señalan? ¿Estamos forzados a elegir entre el esencialismo (la idea de que los diagnósticos hacen referencia a objetos de una enfermedad específica preexistente) y el construccionismo social (la idea de que los diagnósticos construyen las enfermedades y los desórdenes)? ¿O podemos formular una tercera opción? La respuesta que demos a estas preguntas depende de la concepción que se tenga de los diagnósticos como objetos epistémicos, es decir, objetos del conocimiento científico y de intervención. Aquí introduzco el influyente postulado de Ian Hacking sobre el efecto bucle entre las categorías y lo categorizado, y hago una exposición sociológica de la forma en que un problema es asumido como un trastorno psiquiátrico.

En el capítulo 3, sostengo que el lenguaje diagnóstico (con sus efectos potencialmente patologizantes) es tan solo uno entre muchos lenguajes del sufrimiento que están disponibles para los seres humanos cuando tratan de darle sentido a sus aflicciones. Si bien el lenguaje diagnóstico ha obtenido una cierta hegemonía en la sociedad moderna, el lenguaje religioso, existencial, moral y político siguen formando parte de nuestro vocabulario y de alguna forma siguen siendo necesarios para comprender diversos avatares del sufrimiento y el malestar humano. Por ello, este capítulo busca ofrecer una alternativa al estrechamiento diagnóstico de nuestro entendimiento propio, señalando otros recursos discursivos para la interpretación de nuestro sufrimiento.

En la psicología cultural, la mediación semiótica se refiere al uso que las personas hacen de los signos para regular sus pensamientos, palabras y emociones. Basándose en el trabajo de campo con adultos diagnosticados con TDAH, el cuarto capítulo destaca tres funciones específicas que los diagnósticos psiquiátricos cumplen actualmente como mediadores semióticos en la vida de los diagnosticados: (1) una función explicativa en relación con los problemas experimentados (incluso si el diagnóstico es una descripción de los síntomas, suele usarse para explicar esos mismos síntomas), (2) una función autoafirmante (en el sentido de que un diagnóstico ofrece un marco que permite interpretar numerosos fenómenos como «síntomas»), y (3) una función abdicativa de la responsabilidad (con la posibilidad de medicalizar ciertos aspectos de la vida moral). La legitimidad de cada una de estas funciones se somete a discusión, lo que en sí mismo podría aumentar la angustia sentida por los adultos que han sido categorizados por un diagnóstico controvertido como el de TDAH.

«Haz más, siéntete mejor, vive más» es el eslogan de GlaxoSmith­Kline, una de las farmacéuticas más prominentes del mundo. Partiendo de la idea de que la publicidad es «la poesía del capitalismo» cuyo efecto se extiende a cada rincón de la vida cultural, el capítulo 5 intenta hacer una descripción del tipo de sujeto imaginado o presupuesto como ideal en una cultura diagnóstica (y por un eslogan como este). Hacer más (¿sin importar qué?), sentirse mejor (¿sin importar por qué?) y vivir más (¿sin importar el cómo?) son todos indicadores cuantitativos que van de la mano con el enfoque diagnóstico de los problemas humanos. El ser diagnosticado se convierte en una entidad cuantitativa, vaciada de significado cualitativo, lo que, sin embargo, ha sido señalado por psicólogos culturales (y especialmente por el filósofo Charles Taylor) como algo central para la autocomprensión del ser humano. Se aduce que, posiblemente, este empuje hacia una condición de persona cuantificada intenta crear una especie de solidez en una era que, por otro lado, Zygmunt Bauman ha llamado «modernidad líquida».

El capítulo 6 delimita y presenta algunas de las interpretaciones más influyentes de las actuales «epidemias» de desórdenes mentales en nuestras culturas del diagnóstico. ¿Hay más gente enferma por culpa de nuestra sociedad moderna? ¿Han estado siempre enfermos, pero solo ahora tenemos la capacidad de verlo gracias a los avances científicos? ¿Están las grandes farmacéuticas detrás de los diagnósticos? Aventuro que, aunque todas estas interpretaciones pueden ser legítimas en algunos casos, hay otras dos que son más relevantes: por un lado, la «psiquiatrización» cultural-histórica del sufrimiento, y por el otro las transformaciones en las prácticas de los diagnósticos.

Lo que comúnmente se critica como patologización injustificada se presenta de maneras diversas en la actualidad (por ejemplo, como patologización de uno mismo, pero también como estigmatización). En este capítulo se defiende que «la patologización generalizada» es un problema muy grave por muchas razones: desequilibra los recursos disponibles para el tratamiento, puede tener el efecto paradójico de aumentar la vulnerabilidad de los individuos, individualiza sistemáticamente los problemas sociales (resultando, por ende, en soluciones individualizadas como las pastillas o la terapia) y nos pone en riesgo de empobrecer la comprensión de nosotros mismos.

Con el fin de enriquecer la discusión en torno a la expansión actual de los diagnósticos psiquiátricos, pienso que debemos entender mejor la naturaleza de los desórdenes mentales y las patologías psiquiátricas. ¿Qué son? Es una pregunta que tradicionalmente ha sido difícil de responder. El capítulo 7 comienza dando un panorama de las definiciones disponibles formuladas por investigadores y disciplinas preeminentes (Boorse, Wakefield, neurociencia, fenomenología, nominalismo), y luego propone que el concepto de trastorno o enfermedad mental no se sostiene por condiciones necesarias y suficientes, sino por lo que Wittgenstein llamó «parecidos de familia». A partir de esto, el capítulo formula un enfoque del concepto de trastorno mental desde una perspectiva psicológica cultural. Se argumenta que la psicología cultural tiene el potencial de desarrollar un entendimiento comprehensivo del trastorno mental que combine una conciencia de mente y cuerpo con normas y prácticas socioculturales sin reducir el trastorno mental a ninguna de las partes. En ese sentido, la propuesta podría encontrar un punto medio entre los modelos esencialistas de la psicopatología, por un lado, y los del construccionismo social radical, por el otro, precisamente por poner a la persona (y no al cerebro o a la mente) en el centro de la teoría. Se recurre de nuevo al TDAH en adultos como ejemplo, pero la teoría expuesta tiene ambiciones más generales.

El último capítulo sintetiza y mira hacia el futuro: ¿nos estamos acercando al fin de la patologización, ya que progresivamente nos estamos volviendo incapaces de encontrar más áreas de patología en las culturas del diagnóstico? ¿O será que el futuro (con el uso cada vez más normalizado de los escaneos cerebrales y de las pruebas genéticas) vendrá solamente a expandir aún más las culturas del diagnóstico, produciendo estos incluso antes de que los síntomas aparezcan, y tomando como base el cálculo de riesgos y las vulnerabilidades genéticas?

1. Introducción al concepto de culturas del diagnóstico

Este capítulo tiene dos propósitos: por un lado, daré una introducción al concepto de «culturas del diagnóstico» propiamente, el cual será analizado a lo largo de todo el libro, y por el otro, formularé el enfoque teórico que se usará para analizar tal fenómeno. Dicho enfoque es la psicología cultural.

Vivir en las culturas del diagnóstico

De cierta forma, identificar el fenómeno de las culturas del diagnóstico debería ser fácil ya que vivimos (y al referirme a nosotros incluyo a todos aquellos en el hemisferio imaginario que llamamos Occidente, pero también a aquellos en cualquier otra parte del planeta) en, y convivimos con, estas culturas en prácticamente todas las áreas de la vida social, cada vez que alguien experimenta un problema o actúa de una forma que se considera anormal. Los diagnósticos psiquiátricos formales no han existido por tanto tiempo como pueda suponerse. La primera edición del manual diagnóstico publicada por la Asociación de Psiquiatría Americana, titulado DSM,1 no apareció hasta 1952, y aunque, por supuesto los términos de diagnosis ya se utilizaban antes de esta fecha, fue solo durante la segunda mitad del siglo xx que los diagnósticos psiquiátricos realmente salieron de las prácticas de las clínicas y los hospitales, y se introdujeron en escuelas, organizaciones de bienestar social y familias. Hoy en día, la mayoría de nosotros podemos usar términos diagnósticos como depresión, ansiedad, bipolar, TDAH, TEPT y TOC, así como semidiagnósticos como estrés cuando hablamos de los problemas que nosotros o nuestros hijos enfrentamos en la vida diaria. Leemos libros de autoayuda sobre cómo manejar diversos malestares psicológicos que, tal vez, podrían ser diagnosticados, y consumimos novelas y series de televisión (por ejemplo: Los Soprano) en donde los héroes o villanos sufren trastornos diagnosticables. Al consultar nuestros diarios, nos enfrentamos cotidianamente con estadísticas atemorizantes que nos dicen, por ejemplo, que la OMS prevé que la depresión se convertirá en la segunda causa de discapacidad a nivel global en el 2020, nos enteramos de que una cuarta parte de la población sufre alguna enfermedad mental en el transcurso de un año, y somos testigos de cómo más y más personas reciben recetas para medicarse contra los síntomas de la depresión, la ansiedad y el TDAH, adultos y niños por igual. Incluso en Dinamarca —supuestamente la nación más feliz del mundo— más del ocho por ciento de la población consume antidepresivos, y en algunos grupos de edad (especialmente entre adultos mayores), el número es considerablemente superior.

En aquello que llamo culturas del diagnóstico, los diagnósticos psiquiátricos son utilizados por los profesionales de la salud y por la población civil con una gran variedad de fines. La terminología psiquiátrica se ha democratizado y ha viajado desde las clínicas y los libros de texto médicos hasta la cultura popular (véase el ejemplo en el Cuadro 1.1).

Cuadro 1.1 ¿Loco o normal? Diagnósticos psiquiátricos como entretenimiento

En 2012, la Corporación Danesa de Radiodifusión transmitió el documental «¿Loco o normal?».2 La premisa era desafiar los prejuicios de la audiencia acerca de los enfermos mentales, mostrándoles que estas personas son, en casi todos los aspectos «iguales que tú y yo». El programa tenía un formato entretenido, similar a un concurso de preguntas y respuestas, y el presentador era un afamado «doctor de la TV»: tres expertos (un psiquiatra, un psicólogo y una enfermera psiquiátrica) eran confrontados con un grupo de diez personas a las que nunca habían conocido y de estas, cinco tenían diagnósticos psiquiátricos distintos (esquizofrenia, desorden alimenticio, TOC, fobia social y depresión bipolar). Conforme los episodios avanzaban, los expertos debían empatar los diagnósticos con cinco de los participantes. La audiencia también podía intervenir votando por internet, intentando adivinar cuál de los participantes tenía una enfermedad mental. Con el fin de ayudar a los expertos y a los televidentes en el juego, los participantes tenían que enfrentarse a una serie de pruebas que, supuestamente, revelarían algunas pistas sobre quién estaba enfermo y quién sano. Por ejemplo: debían hacer comedia stand-up en vivo frente a una audiencia (bajo la suposición de que esto sería difícil para alguien con fobia social), y hacer una limpieza de una granja animal (revelando, tal vez, al afectado por TOC). Finalmente —y aparentemente en concordancia con las intenciones del programa— los expertos nopudieron adivinar quiénes estaban enfermos, ni qué diagnóstico pertenecía a quién. Por su parte, los televidentes tuvieron un desempeño igualmente pobre en el juego.

¿Qué revela un programa como este sobre nuestras culturas del diagnóstico y nuestra compleja actitud hacia los enfermos mentales en la actualidad? En principio, puede hacerse la observación de que un programa como este habría sido impensable (al menos en Dinamarca) hace apenas unos años. Los diagnósticos psiquiátricos no eran visibilizados públicamente y no habrían sido el centro de atención en un programa de entretenimiento popular en televisión. Al menos superficialmente, esto indica que los problemas psiquiátricos ya no son el tabú que fueron y que se ha reducido la estigmatización proveniente de estos diagnósticos. Más aun, y de forma más sutil, el programa acusa una serie de paradojas inherentes a la lógica de las culturas del diagnóstico del siglo xxi. Por ejemplo, un discurso de peso que el programa de televisión replica, defiende que los problemas psiquiátricos son, como suele decirse, enfermedades «iguales que las enfermedades somáticas». En principio, no hay diferencias entre los problemas somáticos y los psiquiátricos, y ambos deberían ser iguales ante los sistemas de salud del estado de bienestar.3 Al mismo tiempo, la lógica subrepticia del programa parecería contradecir este discurso de «igualdad de enfermedades». Esto resulta evidente cuando uno imagina un programa similar con gente afectada por enfermedades somáticas. ¿Podría televisarse un programa donde los participantes deban pasar pruebas que resaltarían sus síntomas? La probabilidad es muy baja. Imaginemos una persona con osteoporosis forzada a jugar hockey, por ejemplo, o a pacientes con diabetes comiendo montones de dulces. Por algún motivo, el hecho de que personas con trastornos mentales tuvieran que llevar a cabo actividades orientadas a evidenciar sus enfermedades no provocó la indignación del público (de hecho, todo lo contrario). Así, se revelan los puntos de vista contradictorios sobre los problemas psiquiátricos que tenemos en nuestras culturas del diagnóstico: por un lado, estos son «iguales que las enfermedades somáticas», pero por otro, claramente pensamos en ellos como algo distinto.

En relación con esto, vale la pena resaltar que las personas con diagnósticos fueron presentadas como «sanas» en el momento en que se grabó el programa. Por motivos éticos, es razonable, por supuesto, que se incluyeran solamente a personas que no fueran excesivamente vulnerables, además de servir como protección contra las pruebas del programa; no obstante, sabiendo esto, no resulta tan sorprendente que tanto los expertos como los televidentes fueran incapaces de adivinar quiénes eran los afectados por diversos trastornos mentales. De forma similar, en el libro que servía de complemento al programa de televisión, podemos leer que Kristine (diagnosticada con TOC) «está curada», y se refiere a sus problemas restantes como «malos hábitos que cualquiera puede tener» (Kyhn, 2012: 46). Una vez más, comparemos esta situación con una enfermedad somática: si alguien ha sufrido alguna vez una fractura o le han diagnosticado un tumor, pero se ha recuperado, nadie esperaría que alguien (ni siquiera un experto) pudiera adivinar acertadamente lo que ha ocurrido. Así que, aunque el programa quiere transmitir el mensaje de que «ellos» son «justo como nosotros», paradójicamente parece concluir implícitamente que «una vez que se es un paciente psiquiátrico, se es un paciente psiquiátrico para siempre», incluso si los síntomas han desaparecido. La premisa del programa era que debería ser posible adivinar los trastornos aun cuando los (antiguos) pacientes estuvieran ahora libres de síntomas, de manera que, al contrario a lo que seguramente eran sus buenas intenciones, el programa vino a reforzar el discurso de la cronicidad de los problemas psiquiátricos. De nuevo vemos la lógica contradictoria que opera en las culturas del diagnóstico: por un lado, definimos e identificamos los trastornos mentales con base en síntomas (un tema al que volveré varias veces en el libro), pero, por el otro, nos aferramos a la creencia de que dichos trastornos, de alguna manera, podrían persistir cuando los síntomas ya no se manifiestan.

Unos años después, en 2014, el programa continuó con dos nuevos episodios titulados «¿Loco o normal? En la entrevista de trabajo». En este caso, en lugar de expertos en salud mental, eran tres gerentes de negocios los que entrevistaban a pacientes psiquiátricos infiltrados en un grupo de personas que se presentaban para un puesto de trabajo, y se les preguntaba a quién de entre los participantes les gustaría ofrecer trabajo. Curiosamente, los gerentes fueron en general positivos en sus comentarios sobre las personas con diagnósticos y el ganador fue, de hecho, un paciente psiquiátrico. Esta segunda serie, que ahora abordaba los diagnósticos y la vida laboral, demuestra otro aspecto paradójico de las culturas del diagnóstico: por un lado, sin duda es positivo que las personas diagnosticadas sean consideradas «como nosotros» (frase que servía de eslogan para la campaña nacional ligada al programa con el fin de concienciar al público sobre los trastornos psiquiátricos) hasta el punto de que expertos y líderes de negocios sean incapaces de reconocer a los pacientes entre cualquier grupo de personas. Podríamos ver esto como una prueba de que «ellos» son de hecho «como nosotros». Sin embargo, ellos son aún «ellos» y paradójicamente son identificados y excluidos por la etiqueta del diagnóstico. Por otro lado, el argumento o la prueba de su condición de personas iguales a las demás puede usarse fácilmente en su contra y convertirse en un argumento para decir que, si son «justo como nosotros», ¿por qué necesitan beneficios especiales por parte del estado de bienestar como pensiones y otras ventajas acordadas por la sociedad? El libro complementario hace la pregunta directamente: «Si los tres expertos son incapaces de adivinar quién de entre los diez participantes sufre un trastorno, entonces ¿cómo diablos se supone que el resto de nosotros deberíamos adivinarlo?» (Kyhn, 2012: 9). En un sentido ético, puede ser bueno que los televidentes descubran que los pacientes psiquiátricos son personas agradables sin problemas dramáticos, pero el inconveniente que puede provenir de ello es que podría volverse difícil para los propios pacientes explicar sus malestares y legitimar su necesidad de ayuda. Esto apunta a un dilema más grande concerniente a los diagnósticos psiquiátricos que se hará evidente de distintas formas a lo largo del libro: los diagnósticos pueden estigmatizar y patologizar (y por lo tanto ser algo que deberíamos evitar), pero a la vez la clasificación que ofrecen puede conllevar algunas ventajas en los estados de bienestar de las culturas del diagnóstico, lo cual explica por qué algunas personas buscan activamente ser diagnosticadas.

El cuadro 1.1 expone el uso de los diagnósticos psiquiátricos en el entretenimiento, o, quizá más precisamente, para el «entretenimiento educativo», transmitido por un canal de la televisión pública respetado en Dinamarca, y es un ejemplo de cómo los diagnósticos se conciben en la cultura contemporánea. En este breve ejemplo hemos visto ya varias paradojas que pueden emerger cuando se habla de diagnósticos psiquiátricos hoy en día: (1) a través de los diagnósticos, los problemas psiquiátricos se tratan como problemas médicos, y sin embargo no son exactamente eso; (2) a través de los diagnósticos, los problemas psiquiátricos se equiparan con síntomas manifiestos y a veces con síntomas transitorios, y, sin embargo, los diagnósticos tienden a reforzar la cronicidad; (3) a través de los diagnósticos, los problemas psiquiátricos se muestran como algo que «no es especial» ya que muchos de nosotros podríamos ser diagnosticados en cualquier momento. Sin embargo, normalizar los trastornos puede causar dificultades para las personas si ello provoca que sus problemas no se consideren suficientemente serios. Sin duda, hay muchas paradojas inherentes a las culturas del diagnóstico, lo que ya de por sí podría agravar el sufrimiento que sienten aquellos que viven en estas culturas y son diagnosticados. No es de sorprender que sea más fácil explicar un problema a nosotros mismos y a los demás si este puede observarse físicamente, como una fractura o un tumor.

Expandir los diagnósticos

El objetivo del término «culturas del diagnóstico» es llamar la atención sobre la propagación del vocabulario diagnóstico y sus prácticas sociales asociadas con nuevas áreas de la vida sociocultural. Pero también, más concretamente, busca señalar el creciente número de personas que «viven bajo la descripción» de un diagnóstico (Martin, 2007). En el presente, vemos una expansión diagnóstica en (al menos) dos formas: en muchos países, son cada vez más las personas que reciben un diagnóstico psiquiátrico, además de que se formulan y proponen continuamente nuevos diagnósticos, algunos de los cuales terminan entrando en los manuales oficiales (el CIE y el DSM), mientras que otros se mantienen en los márgenes de la práctica médica. En 1952, cuando apareció el DSM-I, había 106 diagnósticos en un manual de 130 páginas. En 1994, con el DSM-IV, el número de diagnósticos aumentó a 297 en un manual de 886 páginas (Williams, 2009). Y ahora que el DSM-54se ha publicado, encontramos 15 diagnósticos nuevos (incluyendo el trastorno por acumulación y el síndrome de abstinencia de cannabis), así como la eliminación de algunos otros (el síndrome de Asperger sería el más llamativo). El número de diagnósticos oficiales, por lo tanto, aumentó dramáticamente durante la segunda mitad del siglo xx, aunque en la actualidad parece que está remitiendo.

En su reciente libro sobre el DSM-5, Rachel Cooper ha concluido que, a pesar de los cambios, «lo más espectacular del DSM-5 es su similitud con el DSM-IV» (Cooper, 2014: 60). Es especialmente espectacular cuando se toma en cuenta el ingente esfuerzo que se empleó en discutir y reconstruir el sistema diagnóstico. En principio, durante el desarrollo del DSM-5, la ambición era la de propiciar un cambio de paradigma equivalente al que ocurrió con la transición entre el DSM-II y el DSM-III en 1980. La transición que se dio en 1980 implicó un cambio de un enfoque de diagnóstico etiológico, en el cual el doctor empleaba un método holístico que tomaba en cuenta toda la biografía del paciente, basándose en buena medida en la teoría psicoanalítica, a un enfoque de diagnóstico totalmente basado en los síntomas en el DSM-III. Horwitz se refiere simplemente a esto como una transición en donde la psiquiatría etiológica fue reemplazada por la «psiquiatría diagnóstica» (Horwitz, 2002). A partir del DSM-II se llegaba a un diagnóstico (y todavía es así) contando los síntomas que se presentaban a lo largo de un periodo de tiempo (por ejemplo, dos semanas). Se creía que el cambio al DSM-5 traería consigo un cambio similar, en esta ocasión alejándose del enfoque categórico, donde uno tiene o no tiene un trastorno mental según el número y severidad de síntomas que manifieste, en favor de un enfoque dimensional, donde todos ocupan un sitio dentro de un continuum. No obstante, el esfuerzo para elaborar un sistema dimensional fracasó y, en su lugar, se reorganizaron los capítulos del manual. Las similitudes entre ambas ediciones del DSM —la IV y la 5— tiene como consecuencia que muchas de las críticas que se le hicieron al DSM-IV (por ejemplo, aquellas de Kutchins y Kirk, 1997) todavía se aplican al DSM-5, e irónicamente, ahora son defendidas por alguien como Allen Frances, quien tuvo un rol central en la creación del DSM-IV (Frances, 2013). (Frances fue el presidente del equipo de trabajo que creó el DSM-IV).

Además del aumento en el número de personas diagnosticadas y en el número de diagnósticos que es posible hacer, de acuerdo con algunos estudios existe un tercer tipo de aumento: el número de personas que debería recibir un diagnóstico psiquiátrico y no lo ha hecho. Este es el problema conocido de las enfermedades infradiagnosticadas, el cual coexiste con las acusaciones de enfermedades sobrediagnósticadas. Estrictamente hablando, es verdad que ambas tendencias pueden ocurrir simultáneamente si se da el caso de que gente enferma no es diagnosticada mientras que gente sana es diagnosticada. A la diferencia que existe entre el número de gente que recibe un diagnóstico y el número de gente que debería recibir un diagnóstico se le llama «brecha de tratamiento», ya que un diagnóstico psiquiátrico es, en muchos casos, el pasaporte necesario para obtener acceso al tratamiento. Según algunos cálculos fidedignos, la brecha de tratamiento para la mayoría de los trastornos mentales es mayor al 50 por ciento (y para algunos, como el abuso de sustancias, es mucho más alto), lo cual quiere decir que más de la mitad de la gente que sufre algún trastorno mental no recibe tratamiento (Kohn, Saxena, Levav y Saraceno, 2004). Organizaciones de pacientes, investigadores, profesionales y la industria médica pueden referirse a la brecha de tratamiento para sostener el argumento de que «se necesita hacer más» para identificar a los enfermos mentales y darles tratamiento. Los diagnósticos son centrales en este punto, puesto que es a través de ellos que se define qué es una enfermedad mental y cómo debe identificarse.

Un buen ejemplo del discurso en torno a la expansión de los diagnósticos puede hallarse en la página web de la Organización Mundial de la Salud,5 donde se dice lo siguiente:

La tasa de prevalencia durante la vida de cualquier tipo de trastorno psicológico es más alta de lo que antes se pensaba, además de que está creciendo en algunos grupos de edades y afecta a casi la mitad de la población.

A pesar de ser comunes, las enfermedades mentales son infradiagnosticadas por los médicos. Menos de la mitad de aquellos que cumplen con los criterios para ser considerados como afectados por un trastorno mental son diagnosticados por los doctores.

Asimismo, los pacientes se muestran renuentes a buscar ayuda profesional. Solo 2 de cada 5 personas que experimenta fluctuaciones en el estado de ánimo, ansiedad o trastorno de abuso de sustancias busca ayuda durante el año en que el trastorno comenzó.

Sin duda este es un mensaje alarmante: la tasa de prevalencia de cualquier trastorno psicológico es más alta de lo que pensábamos y está aumentando, ¡afectando a casi la mitad de nosotros en todo el mundo! Los trastornos siguen siendo infradiagnosticados (brecha de tratamiento) en parte porque la gente no busca ayuda cuando sufre. Aparentemente, las tasas de prevalencia se aceptan sin cuestionamiento y la OMS ni siquiera considera la posibilidad de que una razón posible que puede tener una persona para no buscar ayuda es porque no siente que tenga un problema psiquiátrico, incluso cuando su problema cumple con los criterios diagnósticos de un trastorno mental. Sobra decir que otra posibilidad es que haya gente que no recibe ayuda porque no hay ayuda disponible (o porque es demasiado costosa ahí donde viven), pero la cuestión es que muy probablemente existe una gran variedad de razones que impiden el tratamiento para lo que se presupone que es un trastorno mental.

La expansión de los diagnósticos se ve en todo el mundo, pero este libro es casi exclusivamente sobre lo que llamamos Occidente, donde se presume que la mitad de la población sufre al menos un trastorno mental a lo largo de su vida, y aproximadamente un cuarto de esa población lo sufre a lo largo de un año (Wittchen y Jacobi, 2005). En Occidente hay ciertas ideas muy fijas en torno a qué cuenta y qué no como un trastorno mental, de acuerdo con aquello que se especifica en los manuales, y aunque el DSM (en particular) influye en las formas locales en que se entienden los problemas mentales alrededor del mundo (Watters, 2010), aún hay diferencias y excepciones curiosas. Una excepción así se produjo en junio de 2014, en Nigeria, cuando Mubarak Bala fue obligado a ir a tratamiento psiquiátrico por un caso de ateísmo. Su falta de fe en Dios fue interpretada como un trastorno mental, probablemente un efecto de la esquizofrenia, y fue recluido contra su voluntad en un pabellón psiquiátrico. Afortunadamente ya ha sido liberado, pero según se dice sigue en peligro por sus creencias (o falta de ellas) que fueron patologizadas por médicos locales.6 Este caso es un ejemplo extremo de cuánto puede variar aquello que se considera un trastorno mental y de cómo la psiquiatría y el contexto cultural y político están entrelazados. Para los occidentales es fácil notar este fenómeno cuando se encuentran con un caso extremo en Nigeria, pero es mucho más difícil darse cuenta de ello dentro de nuestras propias culturas del diagnóstico, sobre todo si consideramos la forma en que nuestras conceptualizaciones actuales de los trastornos mentales están siendo naturalizadas por medio de las categorías diagnósticas. En otras palabras: para nosotros, los occidentales, pensar en los trastornos mentales, más allá de lo dado por las categorías diagnósticas, se ha vuelto difícil. Esto quiere decir que el discurso psiquiátrico-diagnóstico todavía no es hegemónico, e incluso aquellos que son conscientes de los efectos negativos de la diagnosis —aquellos que defienden, citando a Rachel Cooper, que la diagnosis «sugiere que el origen de un problema debería buscarse en el individuo y [...] tiende a extirpar el problema del ámbito político o ético» (Cooper, 2014: 4)—, suelen permanecer encerrados en el lenguaje diagnóstico al referirse a los problemas señalados por los diagnósticos, como, por ejemplo, la pregunta de si nos deprime la patologización de la tristeza.

Hasta aquí, espero haber ofrecido suficientes ejemplos para aclarar lo que quiero decir en este libro cuando hablo de las culturas del diagnóstico de nuestra sociedad contemporánea. Es importante usar el término «culturas» en plural puesto que no hay una comprensión monolítica acordada sobre el trastorno mental provista por los diagnósticos, y tampoco hay una forma única de usar el lenguaje diagnóstico. Las categorías diagnósticas se utilizan de muchas maneras por parte de los pacientes, los padres, los maestros, los gerentes, los terapeutas, los médicos, los psiquiatras, los psicólogos, los investigadores, los funcionarios públicos, los trabajadores sociales, etc. Además, dentro de estos distintos grupos también hay mucha heterogeneidad en cuanto a los diagnósticos: hay grupos de pacientes que luchan por el derecho a ser diagnosticados (reconocidos) y otros que luchan contra la diagnosis (ser patologizados). ¿Cómo decidir en qué caso hablamos de un reconocimiento justo del sufrimiento por medio de la diagnosis y en qué otro se trata de una patologización ilegítima de comportamientos excéntricos o anormales? No es una tarea sencilla y no es algo que este libro pueda resolver definitivamente. La tarea es, más bien, develar la situación social a través del concepto de culturas del diagnóstico, elaborando un esquema de las formas en que los diagnósticos operan en la vida personal de la gente y en la escala social.

Recientemente, Nikolas Rose ha resumido las funciones sociales de los diagnósticos en (lo que yo llamo) nuestras culturas del diagnóstico (adaptado de Rose, 2013), dando una muestra de cuánto puede variar la forma en que operan los diagnósticos:

1. Un diagnóstico es un prerrequisito para considerar a un individuo apto para el tratamiento; sin el diagnóstico de una enfermedad, normalmente no hay razón para tratar a la persona.

2. En sistemas basados en seguros, es un requisito para la cobertura financiera del costo del tratamiento.

3. Para aquellos que son empleados, puede ser un requisito para justificar una ausencia en el trabajo.

4. Para aquellos que están desempleados, puede ser un requisito para acceder a prestaciones sociales.

5. Para hospitales y establecimientos médicos, es un elemento central del historial de los pacientes, que suele incidir en la distribución de fondos por parte de aquellos que se encargan de los servicios destinados a atender diversas enfermedades.

6. Para los abogados, puede ser un requisito para la reclusión y tratamiento involuntarios.

7. En el sistema educativo, un diagnóstico puede servir de fundamento para asignar alguna oferta educativa especial.

8. Para los epidemiólogos, las categorías diagnósticas son la base para sus cálculos y predicciones, los cuales están fundados en evaluaciones de incidencia y prevalencia.

9. Para aquellos funcionarios que se encargan de la planificación de los servicios, dichos cálculos y predicciones son la materia prima de su trabajo.