De pasiones y otros fantasmas - María Paz Ruiz Gil - E-Book

De pasiones y otros fantasmas E-Book

María Paz Ruiz Gil

0,0

Beschreibung

Una novela de María Pasión, su alias como autora del libro de éxito Ligar es fácil si sabes cómo y Dating Coach exclusiva de Meetic España, María Paz Ruiz Gil es una de las nuevas voces narrativas de América Latina, clara exponente de la literatura posfeminista. Un ejecutivo saboreando una crisis vital, una artista plástica con habilidades sobrenaturales heredadas, y una niña muerta que maravilla por su pensamiento impredecible, son algunos de los personajes de esta novela. En ella se disecciona la vida de cada uno de los personajes, sus anhelos, su búsqueda del amor. De Pasiones y otros fantasmas es un mapa de historias que convergen, una radiografía sobre el poder de las relaciones de sangre, los deseos humanos, la muerte, y los mecanismos de contracción del poder, la libertad y el erotismo. Historias de amor y erotismo entre los personajes incapaces de tomar buenas decisiones por la influencia de su entorno.

Sie lesen das E-Book in den Legimi-Apps auf:

Android
iOS
von Legimi
zertifizierten E-Readern
Kindle™-E-Readern
(für ausgewählte Pakete)

Seitenzahl: 234

Das E-Book (TTS) können Sie hören im Abo „Legimi Premium” in Legimi-Apps auf:

Android
iOS
Bewertungen
0,0
0
0
0
0
0
Mehr Informationen
Mehr Informationen
Legimi prüft nicht, ob Rezensionen von Nutzern stammen, die den betreffenden Titel tatsächlich gekauft oder gelesen/gehört haben. Wir entfernen aber gefälschte Rezensionen.



De pasiones y otros fantasmas

María Paz Ruiz Gil

© María Paz Ruiz Gil, 2021

© Sobre la presente edición: Editorial Alt autores

Diseño y maquetación: © Sergio Verde (www.sergioverde.com)

Correción textos: Esther Carretero

ISBN:978-84-17400-72-9 

Para más información sobre la presente edición, contactar a:

Editorial Alt autores

Henao, 60. 48009 Bilbao (España)

CIF: B95888996

www.altautores.com

Índice
Capítulo uno
Capítulo dos
Capítulo tres
Capítulo cuatro
Capítulo cinco
Capítulo seis
Capítulo siete
Capítulo ocho
Capítulo nueve
Capítulo diez
Capítulo once
Capítulo doce
Capítulo trece
Capítulo catorce
Capítulo quince
Capítulo dieciséis
Capítulo diecisiete
Capítulo dieciocho
Capítulo diecinueve
Capítulo veinte

Capítulo uno

Había cumplido treinta y cinco años y no sabía si sentirse joven o viejo. Con esa ambigüedad confeccionaba sus días: unos atiborrados de experiencias que solo un cuerpo ebrio de locuras podía aguantar, y otros lentos, a medio vivir, pensando en la venta que se traía entre manos, enfermo de cansancio y enfilando resacas con soldaditos de Ibuprofeno para no perder su trabajo.

Para combatir esa tediosa vida que jugaba de lunes a jueves, Nacho adoraba la fiesta, se rendía ante los castigos y poderes del alcohol que le hacían ver a las mujeres más hermosas y divertidas de lo que eran; y a esas malditas noches en las que él mismo se transformaba en un cuerpo admirado del que estallaba una sonrisa con la que regaba encanto por esa boca con la que a todas, o a casi todas, enamoraba por horas.

La que no se creía el cuento era su madre, que a sus cincuenta y nueve años continuaba esperando que llegara el día en que su presumido hijo sentara la cabeza y, conseguido esto, de una buena vez decidiera casarse para empezar a encender cuanto antes la máquina de hacer hijos. Y mientras ese día llegaba —porque las madres por el mero hecho de haber fabricado a sus hijos muy internamente saben qué será de ellos—, Nacho gozaba de ser un matón de amores, un ladrón de sexo casual y un atareado coleccionista de orgasmos, afición que descubrió efectiva para calcinar los recuerdos y las montañas de amor convertido en fétido compost después de pasar tres años al lado de una mujer, una que lodejó contagiado de dolor, a la que despojó de su nombre y que cada dieciséis de marzo lo hacía llorar.

Todos los demás días, Nacho, que tenía calentita la máquina de reproducción, pero de momento forrada siempre en látex, insistía en complicárselos conociendo mujeres, arrebatándoles el cariño a mordiscos y bañándolas en besos tan excitantes como sus palabras de amor, usurpadas a Vallejo sin sus correspondientes comillas.

Era analista de banca de inversión y, según decían sus compañeros, de los mejores; un chico rápido y con una intuición de torero que le permitía entenderse con el riesgo para hacerle las mejores faenas, y así exprimir dinero con la venta de compañías sin preocuparse por la sangre que pudiera salpicar al desgarrarlas, fusionarlas o liquidarlas.

Los viernes, al terminar su jornada con los demás de su especie, gente que había empapelado su español con vocablos del inglés para enunciarlo todo y que le aburrían hasta el abatimiento, Nacho Corbacho salía disparado como una flecha hacia su casa, se arrancaba la corbata, se duchaba hasta que su pene olía a jabón y se iba a probar suerte en cualquier bar que estuviera a tono con sus deseos.Esa noche de noviembre lo que le apetecía era un bar en el que pudiera pescar a una chica como la que finalmente quedó enganchada a su anzuelo: Fini, una mujer de padre español y madre norteamericana, dueña de un estrafalario castellano que salía por unos dientes divorciados en los que se podía ver atascada la caña de pescar de Corbacho, y que convertían su escindida sonrisa en una provocación a los sentidos que, a coro, empinaron la fábrica de hijos de Nacho para hacerla suya.

Fini había entrado a ese bar para mejorar su español «de mierdo», pero ese viernes, y el sábado que le siguió, tras una convulsiva noche, lo único que ejercitó la rubia de cejas perfiladísimas fueron palabras obscenas del inglés gritadas una y otra vez con la misma cadencia que las más despernancadas actrices porno. Y a Corbacho le gustó confirmar que esas mujeres existían fuera de su portátil. Se divertía estudiando lo que unas y otras hacían durante los minutos de placer con él, por eso se aficionó al juego erótico que idearon un par de checas turnándose para dejarlo dos tallas más flaco; se deleitaba al recordar las irrepetibles poses que le enseñó una brasileña que no llevaba ropa interior; y soñaba con los azotes de melena de una que nunca le dijo su nombre y que en dos horas que les duró la cópula más animal no emitió el más leve sonido.

Todas saboteaban su mente con fragmentos de sexo. Y ese domingo, después de que Fini se despidiera en inglés con un par de uñas rotas, Nacho la incluyó en su memoria por sus edificantes lecciones de inglés y se dio cuenta de que nadie le había hecho sentir lo mismo que la innombrable, la misma que una vez desaparecida, hacía un año y medio, había convertido el sentimiento del amor en algo nauseabundo.

A Ignacio le habían dejado probar el amor a las carreras. Era una delirante combustión celular que no se extinguía cuando se agotaba la ginebra ni cuando consumía sin freno su último cigarrillo o, incluso, cuando la copia de Eva en su cama se empezaba a dormir y dejaba que su ajetreado pene pusiera su sábana de piel en señal de descanso. El amor era como estar enfermo y jodido porque creaba adicción, y el cuerpo cambiaba y la boca sonreía sin querer por horas en un hábito estúpido. El amor era como volver a ser niño y estar de cumpleaños todos los días.

Lo más difícil de entender de este amor fue admitir que una desconocida de sopetón se hubiera convertido en la criatura más relevante de su vida, en un ser caliente y apetecible, que sus extraños pies terminaran bajo sus mismas sábanas, su aliento en su boca, su pelo en la ducha y su ropa en las cuerdas del patio; y que todo este proceso fuese celebrado por dentro con creciente alegría, cada discusión apagada por besos largos de perdón... Y cada mañana le costaba creerse que todo esto le estuviera sucediendo a él.

A Nacho se le olvidaban con facilidad los nombres de las mujeres que llevaba a la cama y sabía que olvidar un nombre era una forma de convertirlo en silencio. Él se divertía proponiéndole a sus chicas que se dejaran llamar Victoria: algunas se lo permitían y otras pensaban que era una locura, pero en el ardor delsexo la mayoría se dejaba llamar de cualquier forma, y por lo mismo entraban en su teléfono móvil como Victoria_Padel, Victoria_Chile, Victoria_lunar_boca, o Victoria_MojitoyDiazepam.

Él sentía que su colección de mujeres era una debilidad heredada de su padre, el difunto Ulises Corbacho, un hombre que todos aseguraban que hasta su última hospitalización siguió siendo guapo y seductor y, por lo mismo, detestado por la fiebre de amores que contagió a las dos mujeres que se lo disputaron antes de que la muerte lo «cableara» por todos sus orificios.

La historia de Ulises Corbacho como galán comenzó muchos años atrás en su graduación como arquitecto a la que acudieron en manada sus familiares presenciando cómo una de las estudiantes, con el cartón en la mano, lo llamó maricón delante de todo el público. Ulises destapó al máximo sus ojos, pero no fue capaz de contestar ni una palabra porque su padre se precipitó hacia él y, ofendido en su orgullo Corbacho más genital, lo coloreó a bofetones y esa misma noche lo llevó de putas.

Y entre presionado y conmovido por lo que había escuchado, el tímido Ulises Corbacho consiguió su diploma como copulador con una mujer que, como una ilusión, desapareció de aquella casa de citas sin dejar ni su olor en los cajones de su ropa.

Desesperado al no encontrar a su prostituta y adicto al cigarrillo, el apuesto Ulises terminó por acceder a las artimañas de su madre para casarlo con Felisa Ballesteros, la hija de un banquero amigo de la familia. De aquella forzosa unión nació Nacho, quien tendió siempre a querer y admirar a su padre, aquel hombre que no había podido decidir nada en su vida y a mantener una relación de larga distancia con su madre, a quien le unía un trágico cariño vestido de pena.

En suma, la afición al sexo de Nacho derivaba tanto de Ulises como de Felisa, su exquisita madre con olor a laca de pelo, que cada dos días, en su llamada nocturna, alentaba a su hijo a que tuviera un bebé aunque fuera con una extranjera, «porque lo único que cuenta en esta vida son los hijos, de ellos no se puede uno divorciar y mucho menos pueden ser infieles a sus padres; ellos sí comparten la misma sangre, no como los esposos, que son un accidente tan azaroso y difícil de explicar como el mismo amor». A esa conclusión había llegado Felisa después de que su marido, Ulises, le confesara su histórico amor extraconyugal.

Y en ese rosario de sexo estéril, Nacho pasó de Fini a Rosana y después de la insaciable Rosana vinieron otras hasta que una noche de sábado, entre malas copas y cigarrillos de más, Nacho vio salir a una chica que al rozarlo para escapar del baño de hombres soltó una risotada que se le clavó dentro. Al cerrar la puerta Nacho pudo darse cuenta de que aquella chica de risa con aroma a fresas había olvidado su bolso en el lavamanos. Intentó atraparla, pero la muchacha se escabulló entre la gente y en cuanto cruzó por la puerta se metió en un taxi desvaneciéndose entre la luz mineral de la madrugada. Más de media hora tardó Corbacho en coger un taxi y al llegar a su casa abrió el bolso. La chica llevaba un llavero roto, una caja de chicles, un teléfono móvil destartalado y un documento de identidad que la presentaba como Virginia de Mayo, esto último hizo reír a Nacho antes de quedarse dormido.

A las ocho y diez de la mañana el móvil de aquel bolso empezó a sonar.

—¿Sí? —respondió Corbacho con voz de oso.

—Hola. Mira, soy Virginia, la dueña del móvil. ¿Quién eres?

—Soy Nacho. Tengo tu bolso también.

—¡Ya lo sé! Dime cuándo puedo pasar a recogerlo porque me he quedado sin llaves y no puedo entrar a casa.

—Puedes pasarte por la mía. No tenía pensado salir.

—Vale, Pancho, voy para allá.

Un cuarto de hora más tarde, la eufórica Virginia, con voz de no necesitar dormir nunca, llamaba de nuevo a Nacho desde un taxi porque había olvidado pedirle su dirección.

Los minutos que tardó el timbre en sonar fueron agónicos. Nacho los gastó en hacer la cama, lavarse los dientes, recoger los calzoncillos húmedos del tendedero, ponerse unos zapatos, darse cuenta que desentonaban con su ropa, y al final decidir recibirla descalzo. Una costumbre arriesgada que su madre hubiese tildadode pésima educación, pero que a él, como conquistador sin pudores, le había resultado infalible con su amplia cosecha de mujeres.

La mayoría de los hombres tienen los pies horribles, agarrotados, con penachos negros y peludos creciendo entre sus dedos, por no hablar de sus uñas que por lo general dan la impresión de haber sido cortadas por algún roedor, todas tan afiladas e irregulares que pareciera que cada una proviniese de hombres distintos. Pero los pies de Nacho no eran así, los tenía cuidadísimos, tersos como una bufanda de lana blanca y con las uñas redondas, perfectas, coronando sus dedos dibujados con primorosa simetría escultórica. Una lástima que al llegar Virginia con sus botas de mosquetero se los pisase hasta destrozarle el meñique. Nacho se quedó sin aire al tener de cerca a la chica electrizante, ahora más pálida de piel y con el pelo dos tonos más negro, oscuro como el universo.

Al recibir su bolso, la mujer le regaló la segunda de sus sonrisas y quizá la más desquiciante, porque mientras Virginia se movía con insólita comodidad por el apartamento revisando todo a golpe marcial de bota, Nacho empezó a sentir que su guarida se hacía más diminuta a cada paso que ella daba, y terminó por apoltronarse en el sofá cuando sintió que ese espacio le pertenecía más a la chica de Virginia de Mayo que a él mismo.

—Me gustan esas fotos —alcanzó a comentar la chica—, ¿son tuyas?Nacho, aplacando su agitada respiración, dudó si debía fingir una arteria de fotógrafo, pero prefirió decirle la verdad.

—Las fotos son de Fidel, un amigo. ¿Te apetece un té o un café?

—¡Vale! —respondió Virginia con la alegría de los que empiezan a disfrutar de un plan improvisado. El muchacho le calentaba las hormonas, pero apenas recibió su tacita verde de té, Virginia se lo tomó en tres sorbos.

—¿Se te ha olvidado otro bolso? —preguntó Nacho acercándose a ella con ojos de querer zampársela a bocados.

—¡Mis padres! ¿Hoy es 22, verdad?

—Sí. Domingo 22 —respondió Ignacio sin subir la mirada—. Juega el Manchester contra el Barcelona.

—Tengo que conducir tres horas para verlos. Hoy es la bendita comida del mes, la última se me olvidó y no sé si ya me habrán perdonado. Soy hija única, ¿sabes?

—No lo había notado —dijo Nacho.

—Bueno Nacho, más que encantada —lo despidió solo con un beso porque se produjo un tremendo chispazo al juntarse sus mejillas, y casi de un salto Virginia desapareció por el pasillo.

Nacho no podía mover su dedo del pie, pero no dudó en salir a tomar el aperitivo con su amigo Fidel; y cuando cojeó para comprar el periódico, y mientras siguió cojeando de bar en bar hasta terminar de ver el partido de fútbol casi borracho, se acordó de suextraña mosquetera, que iba a pasarse seis horas conduciendo para luchar contra sus olvidos.

—¿Pero no me dices nada?

—¿De qué? —le respondió Nacho a Fidel mientras intentaba zambullirse de nuevo en la conversación.

—Del trabajo que me han ofrecido.

—Ah. Pues si te pagan lo que te han dicho, hazlo. ¿Qué tiene de malo trabajar en una productora de porno?

—Ya te lo he dicho Nacho, no me apetece hacer carrera en ese mundo. ¿Te imaginas que aparece mi nombre y la gente empieza a saber que ando metido en esa industria?

—Nunca he visto que incluyan a los editores en los créditos finales en ese tipo de películas. Aparte, ¿quién se los va a leer? Esas pelis son como lo que comen los argentinos: el dulce de leche, con un poquito te basta. Si te preocupa mucho, pues cámbiate el nombre o ponte el de alguien a quien detestes.

—¡Por fin me das una idea cojonuda! ¿Qué tal anoche?

—Raro —respondió Nacho sin saber qué más decir—. Conocí a una despistada que terminó en casa esta mañana y que me tiene trastornado.

—¿Quién es?

—Tiene un nombre feísimo, se llama Virginia.Fidel empezó a reírse hasta que en el último minuto el Manchester empató y a los dos se les quedó cara de tontos; especialmente a Nacho, que no pudo ponerse de pie sin sentir dolor después de haber conocido a aquella mujer.

La chica de eléctrica sonrisa de fresas que sabía doblar el tiempo, hubiese podido tomarse tres tazas de té, comerse un par de pastelitos y hasta dedicarse a elegir alguna de las películas de Nacho antes de salir a buscar su coche destartalado por la velocidad, pero lo que descubrió en aquel apartamentito le anulaba su nerviosa voluntad por permanecer con ese encantador rescatador de bolsos. Virginia pudo oler los pensamientos de su cuerpo. Aspiró esos espirales de deseo por tocarla o por sentirla cerca y acostarse en su regazo de virgen posmoderna, pero no, algo le olió mal, a rancio, a engaño y a que estaba coqueteando con alguien que no andaba soltero. Sus ojos habían reparado en una mascarilla para rizos que había en el baño, no tardaron en ver aquella cajita de madera con pinta de joyero y en sospechar que las pastillas de algas que vio de refilón tenían toda la pinta de conjuro adelgazante pero, en cualquier caso, lo más insoportable vino al cerrar la puerta y encontrar que, en efecto, en su buzón del correo, Ignacio Corbacho aparecía acompañado por una tal Abril.

Virginia tardó más del doble de lo que solía en llegar al pueblo de sus padres porque los antojos la detuvieron: un poco de queso en una gasolinera, más tarde una caja de galletas, una ración de morcilla para matar el hambre y hasta cuatrocervezas se encargaron de hacerle más pesado el viaje, pero al final, y ya con el apetito escondido, entró en aquella casa oscura con olor a madera vieja y a cuadritos de punto de cruz vestidos con telarañas en la que creció y de la que huyó sin remordimiento tras anunciar que quería estudiar Bellas Artes.

Los padres de Virginia continuaban como dos cuadros, con la quietud hermosa de los viejos y la conversación anclada en los años anteriores, como si más que dos seres vivos fueran dos recuerdos. El cocido estaba bajo en sal, como desde el año 93 en el que algo por fin experimentó un cambio y los señores tuvieron que hacerle caso a la hipertensión.

En realidad, no eran tan viejos como parecían, pero la vida se había encargado de hacerles llover canas, de romperles la piel de pera amarilla con arrugas trazadas con cincel y, más que otra cosa, les había guardado los días de risas, juegos y paseos en un cofrecito que se les había perdido treinta años atrás.

—Estás muy flaca, hija —le dijo su padre.

—Peso lo mismo que hace diez años, papá.

—¿Y qué tal la exposición? ¿Se vendió algún cuadro? —susurró con voz parsimoniosa su madre.

—Dos, pero quizá sean tres —apuntó con orgullo Virginia—. La galerista me ha programado otra exposición para dentro de ocho meses. Me ha ido bien, y esta vez creo que sí os habría gustado.—No es que no nos guste lo que pintas —añadió el viejo tomándola de la mano—. Es que no lo entendemos. Tu madre directamente dice que tus pinturas están sin terminar, pero te apoya tanto como yo.

—Ya sabes que a mí me hubiese gustado que te quedaras con nosotros aquí en el pueblo. Muchas de tus amigas están trabajando: una está de maestra de escuela y la otra, la morenita, está encargada del vivero que abrieron en la carretera. Chicas normales no visten con esos trajes tan locos como los que llevas tú —sentenció la madre poniendo unos hojaldres en la mesa—, pero es que la ciudad es así: las manifestaciones, las tiendas, los bares, los novietes, los atentados y los inmigrantes... No hay tranquilidad como aquí. Pero bueno, así es nuestra vida, tenemos dos hijas y las dos decidieron irse de nuestro lado.

—¿Ya estamos otra vez? —dijo el padre golpeándose la frente.

—Deja papá, a mamá le viene bien hablar de eso.

—No es verdad, por el contrario, ahora anda hablando a todas horas de Virginia, que por cierto, cumplió treinta y cuatro años y no fuiste a verla al cementerio.

Virginia no necesitaba ir al cementerio a ponerle flores a su hermanita muerta. La veía y la sentía cada día. Sin embargo, por ironías del azar, el único lugar que su hermana muerta no visitaba, ni siquiera asomaba la cabeza, era la casa de sus padres. Allí no quedaban más que los vivos que, vistos desde lejos, mientras Virginia robaba frascos de mermelada de membrillo de su mamá, parecían dos almas inertes sufriendo por una desaparecida niña que seguía subiendo las escaleras sin jadeary que se mantenía en los mismos dieciséis kilos que pesaba antes de morir, sin necesidad de probar la comida.

Capítulo dos

Rosana no desistía. Buscaba a Nacho los domingos con la misma pasión de los miércoles y era incapaz de entender que el analista de banca no se desprendía del traje de oficina hasta que el viernes empezaba a mojarse con la tinta azul de la noche. La mujer se plantaba en las escaleras de su edificio con un paquete de cigarrillos light y aguantaba horas de frío e incomodidad hasta que por esa puerta asomaba el empleado estrella que la rechazaba con algo de culpa rebozada en deseo y que al final, después de suponer que no iba a ser posible hacerla desistir, le acababa dando media hora de placer con la condición de que no se quedara a dormir en su cama. Si incumplía el trato, le advertía, jamás volvería a darle sexo.

Rubia del tono 9.1, con los pechos grandes desde la pubertad y con un cuerpo modelado por privaciones, montones de productos y horas de ejercicio, Rosana se había matado por conseguir su figura de florero, su trasero en el que podía apoyarse en equilibrio un vasito de alcohol, y esos brazos delineados que la hacían parecer fuerte, pero que a Nacho jamás consiguieron engañarlo, pues intuía que Rosana sufría lo indecible y que su apariencia era una herramienta para descargar una tonelada de frustraciones y decepciones por haber perdido a su madre, de la que sabía solo cosas horribles.

La madre de Rosana no era una mala mujer, pero como mamá era una tragedia. A través de su generosa hermosura y su cérvix más que complaciente había conseguido casi todo en su vida: terminar el bachillerato regalando orgasmos,pillar el marido con el coche más caro que había visto y montar un novedoso imperio para cuidar el cuerpo con el que apiló una fortuna que le permitió sentirse exitosa hasta los cuarenta años. Su hija, que le deformó la silueta por casi dos años, era para ella un intento frustrado de «nenita clon». No solo había sacado la cara de pajarillo de su padre, con esos ojos aplastados y esa nariz de pico que tan tentada estuvo de mandar operar a la fuerza mientras dormía, sino que rehusó seguir sus consejos para modelar todo aquello que la disociaba del pájaro. Y entre la naturaleza, el reproche o el deseo de romper formas, la joven Rosana empezó a mostrar unos pechos grandísimos desde pequeña, pechos que colgaban como globos de leche y que cubría como podía con chaquetas y camisetas de artistas de rock, y empezó a acumular grasita de torso para abajo que la terminó redondeando entera, dándole una peculiar forma de caminar de pingüino que la acompañó siempre. A su padre las formas de Rosana le traían sin cuidado, él sentía que había heredado lo más importante: su gusto por aprender, por entender lo que otras ni con profesor entendían, y su capacidad para sorprender con sus preguntas.

Era curiosa. Tuvo la facilidad para hacer el único avión con hélice con peso inferior a 300 gramos que consiguió volar en su colegio, y se pudo dar el lujo de entrar en la facultad más prestigiosa de Estados Unidos para estudiar ingeniería mecánica, pero tres meses después de haber empezado el curso, su madre enfermó y, despojada de sus pechos duros de plástico y con una raja que le atravesaba el costado, se despidió de Rosanita con la condición de que cuidara de su padre y la promesa de que quemara su sobrepeso.

Lo cierto es que Rosana cumplió con la primera parte del trato a cabalidad. Se olvidó de hacer carrera en Estados Unidos y empezó a acompañar a su padre para que la soledad no lo devorara vivo. Pero aquel hombre experimentó un proceso de «frankeinsteinización» acelerado, su voz se le hundió en el cuerpo anestesiado, y sus escasos amigos dejaron de ir a visitarlo porque no concebían que el que fuera el mago de la industria farmacéutica terminara como un zombi hipnotizado frente a una caja de cenizas y tomando consomé de pollo, sin volver a tomar una decisión propia y viviendo de los beneficios de su compañía que otros, con menos acierto, dirigían.

Así que Rosana hizo lo que pudo por cumplir con la primera condición y congeló sus lágrimas cuando tuvo que empezar a pasear a su padre en una silla de ruedas. Vendió el gimnasio de su madre en el mejor momento y, cinco años después, se hizo cargo de la empresa de medicamentos paterna hasta que el cuerpo le aguantó. Aquella vida era un castigo sin premio, trabajaba sin descanso y por las noches llegaba fulminada para escuchar a su padre, ya senil y todavía enamorado de su difunta esposa que, si bien como madre nunca iba a pasar a la historia, como mujer sí marcó su territorio con el mejor pis.

A los cuarenta y un años, Rosana, hastiada de entregar su vida, su cerebro y sus horas de sueño a lo que llamaban familia, arrancó a llorar. No había saboreado más que veinte besos tristes, no había tenido un solo novio porque trabajabamucho y daba la sensación de que nunca se fijaba en el espejo. Toda ella era para los demás, convirtiéndose en esa obesa que fumaba sin parar y que bebía sola en su cuarto cuando se aproximaba su maldito cumpleaños.

Pero al cumplir cuarenta y dos años edad —la edad en la que su madre se convirtió en esas cenizas que alguien removía a diario esperando encontrar respuestas— Rosana tomó el primer paso para renovarse tanto que ni ella misma pudiera reconocerse. Invirtió parte de su dinero en despedazar todas las letras de la palabra «sobrepeso» en su vida y mandó al infierno a la compañía de su padre subastándosela a la competencia. Fue así como la báscula de Rosana conoció los 49 kilos, las estrías de haber perdido un montón de pellejo desaparecieron por medio de la cirugía plástica, entró con temor a la peluquería para ser tan rubia como la señora de la foto, y se dedicó a buscar dentro de su cuerpo las líneas perdidas de su madre hasta que, con el tiempo, alguno llegó a decir que alcanzó a superarla. La cara no se la tocó por su mala cicatrización, continuó con su pico de pajarito y aprendió a sacarle provecho al maquillaje para que sus ojos no parecieran dos bolitas sucias de plastilina. Y cuando el proceso de reconversión terminó, puso su cerebro en remojo dentro de un cuerpo soñado, y con esa acción condenó su bendecida cabeza a quedarse con las mismas preocupaciones de su madre, convencida de que podía llevar ambas vidas sin que su personalidad se fracturara.

Se sintió lista para su segunda relación sexual, pues la primera había sido un compendio de tirones dolorosos que le dejaron una inquietante duda de saberse lesbiana, pero mientras llegó el día de comprobarlo hizo uso y abuso de consoladores de grandes tallas y juguetitos sexuales que compraba siempre que viajaba a Londres.

De no conocer el tacto de los hombres a los cuarenta y dos, podría decirse que a los cuarenta y tres se había acostado con ciento y pico tíos menores que ella. Ofrecía con sensualidad sus pechos carnosos que caían como bolsas blancas y pesadas sobre sus costillas y le encantaba excitar a los hombres desde su cama haciendo muestras de todo lo que ella y sus consoladores habían aprendido a hacer en veintidós años de juego, aunque para eso necesitara muchas veces de algo de alcohol o incluso de cocaína. El trabajo se convirtió en su pasatiempo, y para tener un oficio que pudiera darle una ventaja a su carrera por capturar esa belleza que siempre la había esquivado, montó un centro de adelgazamiento y masajes con todos los lujos.

Y su padre, al ver que su hija le empezaba a recordar cada día más a esa madre de cenizas, mantenía ligeras dosis de felicidad al verla, pero era poco lo que Rosana pasaba por la residencia de ancianos cinco estrellas donde terminó recluido.