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En este lúcido ensayo sobre el pensamiento y la persona de Hannah Arendt, Marie Luise Knott indaga en las estrategias que esta filósofa utilizó para lograr la libertad intelectual en el contexto histórico que vivió. Según Knott, en el corazón mismo de su controvertida teoría sobre la banalidad del mal subyace una visión del mundo muy distinta a la de sus contemporáneos, que nadie antes se había atrevido a explorar. En su esfuerzo por trascender los viejos patrones filosóficos y culturales que habían degenerado en el horror y mostrado su esterilidad, Arendt se dispuso a "desaprenderlos" para poder ver las cosas desde una perspectiva totalmente renovada y conquistar así nuevos terrenos de libertad. Para ello recorrió nuevos caminos de pensamiento que Knott analiza en cuatro acciones: reír, traducir, perdonar y dramatizar.
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Marie Luise Knott
Desaprender
Caminos del pensamientode Hannah Arendt
Traducción deRaúl Gabás
Herder
Título original: Verlernen. Denkwege bei Hannah Arendt
Traducción: Raúl Gabás
Diseño de portada: Gabriel Nunes
Edición digital: José Toribio Barba
© 2011, Mattes & Seitz Berlin Verlag, Berlín
© 2016, Herder Editorial, S.L., Barcelona
ISBN DIGITAL: 978-84-254-3754-0
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Herder
www.herdereditorial.com
ÍNDICE
Agradecimientos
Prólogo
Reír: cómo el espíritu de pronto toma otra dirección
La confianza en los hombres
El libro de Hannah
Eichmann y la ironía jovial
La aspiración pulmonar del pensamiento
Las contracciones saludables del diafragma
Acción sin imagen
Una risa tiene consecuencias
Traducir: el «singular rodeo»
Primeros hilos hacia la nueva vida pública
Una fiesta de la contaminación
La muchacha extranjera
Una metamorfosis múltiple
«¡Qué suerte que hayas venido!»
Olvidar el perdón: sobre la lucha desesperada por conseguir un concepto de la realidad
Carrera de un concepto
El dilema de posguerra
El lienzo blanco
1950. ¡Sin piedad!
1953. Una vez comunista, no siempre comunista
1958. Libertad y cambio de opinión
1961. La alianza
Benno von Wiese
Dramatizar: el mundo como escenario, el texto como espacio
Decir cosas nuevas
«Citar es citarse»
Fuera de quicio
Personare
El cuarto de estar
Hacer una prueba
Apéndice: diferencias transatlánticas
Obras citadas
Agradecimientos
A Christina von Braun, Barbara Hahn y Wolfgang Heuer por los estímulos que he recibido en conversaciones y disputas; a Barbara Dröscher, Ursula Ludz, Volker März, Michaela Ott, Katharina Raabe, Tatjana Tömmel, Brunhilde Wehinger, Yfaat Weiss, Georg Witte y Zoltan Szankay (†), por el impulso y las numerosas referencias que han acompañado al nacimiento y la elaboración de los ensayos. Mi especial gratitud a Sigrid Ruschmeier, por sus consejos y su ayuda incondicional.
Prólogo
Cuando se haya roto este desamparo
como el hielo por la larga grieta
se hablará de toda esa gesta
como cuando de muerte negra hablo;
los niños en la pradera
construyen un espantajo,
les gusta quemar por aflicción
y hacen luz del antiguo horror.
GOTTFRIED KELLER
Después de conocer a Hannah Arendt en Nueva York, la escritora Ingeborg Bachmann, escribió: «Nunca he dudado de que tenía que haber alguien como usted, pero ahora usted existe realmente y durará siempre mi alegría por este motivo». Había entre ambas una afinidad espiritual. «Qué bonita la última novela con su gran amor», dijo Hannah Arendt ante Uwe Johnson después de la muerte de Bachmann.
En el relato Tres caminos hacia el mar, la protagonista, la traductora Elisabeth Matrei, propone no tres caminos, sino muchos en el intento de llegar al mar de la niñez, a la belleza, al sosiego y a la reconquista de un mundo familiar (que ha perecido). Pero ella constata: las generaciones ya no se dan la mano. Los caminos de la infancia han pasado. Hay que explorar de nuevo todos los caminos, que son recorridos por mor del camino. Así sucede también con el amor, el motivo secreto de toda partida en Bachmann. El amor inflama, independientemente de su viabilidad, y no se agota ni siquiera en el fracaso.
Los caminos de pensamiento en la obra de Hannah Arendt, esbozados en los capítulos siguientes, se parecen a tales exploraciones. A todos ellos les precede el choque del siglo XX, el de que con el nacionalsocialismo estaba en obra una fuerza que amenazaba transformar por completo la esencia del hombre. Arendt citaba al escritor W.H. Auden: «Todas las palabas como paz y amor, el sano hablar afirmativo, se han ensuciado, han sido profanadas, se han convertido en un horrible chillido mecánico». En el lenguaje el nacionalsocialismo había intentado forzar a los hombres a que entraran en el propio sistema «lógico» monocausal, con sus férreas imágenes lingüísticas; los hombres habían de ser encadenados en la asignación de significaciones construidas de manera totalitaria. Todo hablar de lo bueno, bello y verdadero (peace and love) había sido degradado y profanado, había dejado paso al griterío maquinal del terror. ¿Cómo se puede salir de semejante perplejidad y llegar a poseer un lenguaje propio para lo visto y oído, lo acontecido y lo hecho? En Gottfried Keller encuentra la teórica una imagen para el desamparo y la necesidad de «desarraigarse» de lo conocido en lo desconocido, pues ella creía que los poetas saben decirlo mejor que nosotros: «Les gusta quemar por aflicción y hacen luz del antiguo horror».
En cada uno de los cuatro capítulos —reír, traducir, perdonar y dramatizar— se pregunta cómo Hannah Arendt despertó «agrado desde el sufrimiento y luz desde el antiguo horror», y se esbozan caminos acerca de cómo logró ir más allá de los callejones sin salida de las vigentes y tradicionales representaciones del mundo y del hombre. Los caminos son abordados como lo que son: caminos del bosque que de pronto acaban. Estos caminos no buscan una nueva escuela, sino que están dispuestos para cultivar el bosque, para la recuperación del mundo amenazado. Walter Benjamin lo formula así: «Pocas veces nos hacemos una idea de cuánta libertad se requiere para expresar de la mejor manera posible el más pequeño pensamiento propio». Desde su punto de vista, todo aprisionamiento en el contenido roba al autor un trozo de su habilidad lingüística y con ello, podríamos añadir, un trozo de su mundo.
Este libro trata de las expediciones a partir de tal «aprisionamiento» y de los territorios de libertad así alcanzados. Los caminos de pensamiento esbozados necesitan la poesía, que, con su «desnudez y carácter directo», irrumpe en el lenguaje analítico y hace que este se abra; Arendt rechaza aquellos instrumentos de comprensión que se han mostrado embotados u «obtusos». Deja que se pierdan. Muchas cosas tienen que soltarse de sus lazos, han de cuestionarse y deben conquistarse de nuevo. Estas acciones de «desaprendizaje», nacidas del choque y del trastorno, son expediciones del pensamiento. En la risa se interrumpe la indignación paralizante por el encuentro con el fenómeno de Adolf Eichmann; por la traducción activa, como movimiento del pensamiento, el sufrimiento de la emigración y de la condición extraña recibe un giro hacia una «despreocupación del paria», que, por no estar implicado en igual medida que los nativos en las realidades sociales del país de acogida, puede fantasear en la lejanía con una mirada más libre. En el «desaprender mediante el perdón», en una especie de parte por el todo, se trata de la lucha desesperada por deshacerse de imágenes y conceptos cuyo sentido y significación transmitidos impiden pensar; y por medio de la «dramatización» el texto mismo puede convertirse en escenario. Así los hombres, que están bajo la amenaza de convertirse en marionetas de lo social, obtienen lugares seguros para revelar su «singularidad personal».
Las investigaciones sobre los escritos y la importancia de la teórica política Hannah Arendt reproducían hasta hace pocos años de un modo marginal lo que me movía en 1986 cuando edité por primera vez el libro de ensayos Zur Zeit. Me conmovían entonces los resultados de su pensamiento, y aún más la manifiesta capacidad de Arendt para dejarse estremecer y confundir libremente por la realidad tal como le salía al paso. El lenguaje poderoso de sus escritos daba aliento al pensamiento, que quizá procedía de la tensión singular entre distancia frente a la sociedad (paria) y «deber» de mezclarse (ciudadano). Su renuncia a la filosofía en 1933 («Nunca volveré a tocar una historia intelectual»), que parecía tan definitiva, la desconfianza fundada frente a todo lo pensado y sabido, que no había podido hacer frente a la realidad, se articuló en sus textos y despertó mi interés. Aquí había una que buscaba un nuevo pacto del lenguaje con la vida. Sus textos trataban de que todos los sucesos y hechos, por su mera existencia, plantearan exigencias a nuestra entrega pensante, aun cuando ella sabía que en la vida cotidiana no siempre disponemos de tiempo, fuerza y ganas para responder a esta exigencia, demorarnos en ella y reflexionar sobre ella.
No podemos imponernos y tampoco podemos aprender el «desaprender» que recorre este libro, a diferencia del «olvidar» al que había hecho referencia Barbara Hahn en Leidenschaften, Menschen und Bücher[Pasiones, hombres y libros]. Los cuatro caminos de pensamiento esbozados no brotan de ningún plan, sino que reaccionan al choque de lo meramente fáctico, y, como acción —reír, traducir, perdonar y dramatizar—, mantienen abierto al abismo surgido por el choque, y nos mantienen en movimiento frente al abismo.
Entre los nuevos impulsos en la recepción del pensamiento de Hannah Arendt, que han hecho notar más el aliento mencionado en las lecturas de su obra, hemos de mencionar en primer lugar la publicación del Diario, y además los libros, los ensayos y las obras colectivas de Barbara Hahn, Wolfgang Heuer, Ingeborg Nordmann y Thomas Wild. La colaboración intensa con Barbara Hahn en el marco de la exposición organizada en común el año 2006, así como el inesperado material que encontramos, han entrado a formar parte de esta investigación.1
En el fondo del libro hay una experiencia: los libros de Arendt no se agotan, más bien se desarrollan con cada lectura nueva. En la medida en que, según se sospecha, nuestro presente se aleja de los impulsos originarios de la época y de los primigenios impulsos de pensamiento, se pone de manifiesto que la obra de Arendt tiene que decir otras cosas nuevas por completo. Manteniéndonos en la imagen, cada generación tiene preparado un «nuevo agrado y luz», el placer de la acción y el asesoramiento, así como un «diáfano» acopio de preguntas e imágenes. La fuerza de las imágenes y los conceptos crea un lugar seguro en el que el lector se siente acogido también en el propio desconcierto y puede enzarzarse en procesos esenciales de pensamiento.
ReírCómo el espíritu de pronto toma otra dirección
Quien oye los discursos
que de tu casa salen, se ríe;
pero quien te ve, echa mano al cuchillo.
BERTOLT BRECHT
En 1963, después de aparecer su reportaje sobre Eichmann, Hannah Arendt fue atacada con dureza en todo el mundo; es más, fue «excomulgada» del judaísmo (Amos Elon). Los desencadenantes de esta risa fueron los protocolos de la toma de declaración a Adolf Eichmann, anterior teniente coronel de las fuerzas de asalto de las SS que, como director de la ponencia del nacionalsocialismo sobre «Asuntos judíos, asuntos de limpieza», había organizado las deportaciones a los campos de destrucción. Eichmann, después de la guerra, había vivido en Argentina con una identidad falsa, hasta que en 1960 el servicio secreto de Israel lo secuestró y lo condujo a Jerusalén, donde fue sometido a juicio «por crimen contra el pueblo judío» y «crimen contra la humanidad». En los preludios del proceso había sido descrito como «perversa personalidad sádica» y «antisemita fanático»; según se decía, en él iba unido «el insaciable instinto de muerte» con «una inflexible fidelidad al deber». Y precisamente a este agente nazi, tal como estaba sentado en la vitrina, le daba Hannah Arendt en su relato sobre el proceso el calificativo de «bufón», que por sí mismo no había obtenido sentido ni orientación en su vida. Las acciones le parecían monstruosas, pero el actor le daba la impresión de un hombre demasiado normal y perteneciente al término medio. Arendt lo describía así:
Eichmann no era Yago, ni Macbeth, y nada habría estado más lejos de él que decidirse con Ricardo III a ser un malvado. Fuera de la disposición extraordinaria a hacer todo lo que podía ser útil a su medro, no tenía ningún móvil; y tampoco ese celo era en sí criminal; sin duda él no habría matado a ningún superior para ocupar su lugar. Manteniéndonos en el lenguaje cotidiano, nunca se hizo una idea de lo que propiamente estaba cometiendo.2
Arendt viajó muy gustosa a Jerusalén en 1961, por encargo de la revista The New Yorker, para informar sobre el proceso contra Adolf Eichmann. En el tiempo en que comenzaban a prescribir en Alemania los delitos de los nacionalsocialistas se acumularon muchas preguntas candentes: ¿cómo podían enfocarse en el plano jurídico las acciones de Eichmann? ¿Cómo podían abordarse en el juicio si propiamente no había ningún castigo adecuado? Por otro lado: ¿por qué tantos reos habían quedado sin castigo? ¿Qué instituciones estaban dispuestas a perseguir esas acciones y cuáles estaban legitimadas para hacerlo? A la postre, en la República Federal de Alemania antiguos nazis ocupaban la mayoría de las altas instancias judiciales. ¿Podía un tribunal israelita juzgar sobre acciones que se habían producido antes de la fundación del Estado, y ni siquiera habían ocurrido en el actual territorio estatal, aunque los delitos se hubieran cometido contra el pueblo judío?
A esto se añadía que Hannah Arendt solo conocía los procesos de Nuremberg por la prensa y por relatos de amigos y conocidos que en 1945 habían tomado parte en el tribunal militar internacional. Quería estar presente físicamente en un proceso contra un agente nazi. Le gustaba estar ante una persona así.
La Hannah Arendt que en 1961 viajaba a Jerusalén no era una desconocida. Se trataba de una ciudadana estadounidense y de una defensora de los derechos cívicos, que criticaba la sociedad israelita no secular con dos tipos de ciudadanos; ella era una antigua alemana que se había sustraído a la destrucción planificada, que esperaba en Eichmann lo monstruoso y encontró en él lo «maquinal»; era una judía que en la guerra había abogado por una armada de todos los judíos contra Hitler, y que en el proceso se indignó por las preguntas del fiscal del Estado a los sobrevivientes. Para Arendt era «cruel y necia» su pregunta: «¿Por qué no os habéis rebelado?»; cruel porque esta pregunta situaba de nuevo a los testigos ante la impotencia experimentada, y necia porque en el proceso la pregunta y la respuesta afirmaban que la historia tuvo que transcurrir así y no pudo desarrollarse de otro modo.
El informe de Hannah Arendt sobre el proceso de Eichmann, que apareció en 1963 como serie en TheNew Yorker y poco tiempo después como libro, era un escándalo; un escándalo que no se reducía a los círculos judíos. Hannah criticó la dirección judía del proceso, pero aplaudió la pena de muerte. Se le acusó de «trivializar» los crímenes de los nazis. Muchos se indignaron, pues esas acciones no eran «banales». Distintos representantes judíos se sentían especialmente heridos por las siguientes palabras, citadas por numerosos críticos:
Toda la verdad estaba en que, en el pueblo judío, si este hubiese estado realmente desorganizado y sin guía, habría habido caos y mucha miseria, pero el número total de las víctimas apenas habría ascendido a cuatro millones y medio o seis millones de personas.3
Según el ataque de Gershom Scholem, con ello Arendt suponía que hubo una participación judía en la matanza de los judíos.4
No podemos tratar aquí las diferencias y tergiversaciones en ambas partes de la controversia, como tampoco podemos abordar la pregunta de si de hecho el libro produjo tal excitación porque constituía una «agresión contra “mentiras” de la vida» (Jaspers). También ha de quedar abierta la pregunta de si las declaraciones de Eichmann en Israel fueron una escenificación de su propia persona, con tal habilidad que Arendt se dejó engañar por ella. Dejamos sin tratar, asimismo, la cuestión de si en la situación de entonces los representantes judíos tenían de hecho otras posibilidades de acción, como suponía Arendt. Ella, experta en teoría de la acción política, se ocupaba en su informe de la amenazada capacidad de acción. Se preguntaba si en una situación totalitaria hay momentos en que no actuar se convierte en actuación. Y, por otra parte, hemos de preguntar: con base en las experiencias descritas en el proceso, ¿hay que reflexionar de nuevo acerca de si, después de 1941, una disolución de los órganos de representación judía, o sea, una dispersión (rebelde) de la dirección del pueblo judío, habría impedido algo?5
Hoy, en el año 2010, aún más que en el estado de ánimo de 1963, es cosa manifiesta en qué medida Arendt se preocupó del destino de Israel. «Yo daba vueltas al pensamiento de una segunda divisa: “¿en qué medida está mal protegido Israel? Falsos amigos vigilan sus puertas desde fuera, y en el interior reinan la extravagancia y el temor”, recordando a Heine,El rabino de Bacharach. ¿Qué opina usted?», escribió el 6 de abril de 1964 a Klaus Piper.6 Frente a esto, Arendt formuló la hipótesis de que durante la guerra «solo habría ayudado una “normalización” de la posición judía, o sea, una declaración fáctica de la guerra, la creación de una armada judía con palestinos judíos y otros carentes de Estado en todo el mundo, y el reconocimiento del pueblo judío como nación beligerante».7 En cambio, un Estado que sin cesar hacía declarar a sus testigos que ellos no habrían podido disponer y ejecutar nada, ponía en tela de juicio la facultad fundamental del hombre para actuar. Arendt veía amenazada en la persona de Eichmann esta facultad de una manera por completo distinta:
Quiero tratar el tema de Eichmann porque lo conozco. Y en primer lugar voy a decir lo siguiente: mire usted la colaboración, cuando muchos actúan juntos surge el poder. Mientras estamos solos, somos impotentes, con independencia de cuán fuertes seamos. Ese sentimiento de poder, que surge en la acción conjunta, en sí no es malo en absoluto, es humano en general. Y tampoco es bueno. Es neutral sin más. Se trata de algo que constituye un fenómeno, un fenómeno universalmente humano, que ha de describirse como tal. En esta acción hay un manifiesto sentimiento de agrado. No quiero llenar el texto de citas, durante horas podría aducir citas de la revolución americana. Y diría que la auténtica perversión de la acción es el funcionar, que en este funcionar todavía está presente el sentimiento de agrado, pero que en él está ausente lo que se da en la acción, también en la acción conjunta, a saber: que deliberamos juntos, llegamos a determinadas decisiones, asumimos la responsabilidad y reflexionamos sobre lo que hacemos. Tiene usted aquí el puro punto muerto. Y el agrado por ese puro funcionar, esta complacencia, era muy evidente en Eichmann.8
El peligro aquí expresado del «agrado en el funcionamiento» no se había evidenciado a la mayoría de los lectores de Eichmann en Jerusalén. Arendt fue atacada entonces con dureza ante todo por su tono irónico. En su «reportaje» describía a Eichmann según la impresión que había tenido de él: como un asesino de masas «sin motivo», que mataba porque «eso formaba parte de su carrera».9El conocimiento de que los criminales nazis eran hombres provocaba una confusión tremenda. El Eichmann con el que Hannah Arendt se encontró en el proceso no correspondía a ninguna de sus representaciones. Él la irritaba y ella se dejó irritar. Se encontró con un hombre que en las declaraciones afirmaba con solemnidad no haber tenido nunca intenciones malas y asesinas, con un jefe de las SS y un organizador del asesinato de los judíos que, sin duda, «lamentaba» no haber podido terminar la tarea que le habían encomendado, la de matar a once millones de judíos, pero que en tono de charla decía que no los odiaba, que había leído El Estado judío de Theodor Herzl y desde entonces tenía corazón para los judíos, que él había creído siempre en la «necesidad» de un Estado judío. En un pasaje del informe sobre Eichmann escribía: «Ya lo tenemos de nuevo, él, Eichmann, realizará el sueño de Herzl, congregará a los “dispersos” y les deparará una patria».10 Naturalmente, Arendt no tomaba en serio ese vocabulario sionista, aplicado a un hombre que era responsable en grado sumo del intento de aniquilación de los judíos. Ella, en lugar de enmudecer, solo trataba de formular la vaciedad y el absurdo que se había encontrado en la persona de Eichmann.
Donde el horror era más negro y la confusión más profunda, ella caía en la «ironía jovial», que, según contaba una vez Joachim Fest, consideraba como «mi más bella herencia alemana o, más propiamente, berlinesa». Antiguos amigos le volvieron la espalda. Gershom Scholem había dicho: «Quisiera limitarme a expresar que su exposición de Eichmann como un convertido del sionismo solo es pensable en alguien como usted, que tiene un resentimiento muy profundo hacia todo lo que se relaciona con el sionismo»;11 y Arendt contestó:
Naturalmente, yo nunca he hecho de Eichmann un «sionista». Si usted no ha entendido la ironía de esta frase, que además habla con claridad de manera indirecta, es decir, tal como Eichmann mismo se representaba, entonces no veo qué sentido tiene hablar con usted.12
La ironía es un medio para poner a distancia lo vivido, para poder reflexionar sobre ello. La ironía protege del pánico y de agresiones fuertes, que serían puros obstáculos a la hora de juzgar.
Detrás del tono del libro sobre Eichmann se esconde además un reír muy concreto, acerca del cual Arendt contaba una vez que este le sobrevino al leer el protocolo de la toma de declaraciones:
He leído sus declaraciones a la policía, 3 600 páginas, y las he leído con mucha atención. No sé cuántas veces he reído, ¡con risa estrepitosa! La gente me toma a mal esta reacción. No puedo hacer nada contra esto. Y sé que probablemente reiría todavía tres minutos antes de una muerte segura.13
A manera de prueba había tomado por verdadero lo que ella veía y lo que Eichmann expresaba: meros clichés, cuya «irreflexión» la conmovía en tal medida, que ella comenzó a llorar. Y esto indignó al mundo judío y a otras personas.
La confianza en los hombres
Filósofos, poetas e investigadores narran una y otra vez que los conocimientos más importantes de su vida han llegado a ellos en forma de una intuición súbita. El conocimiento de la «banalidad del mal» por parte de Arendt, que en definitiva anunciaba un período nuevo por completo de la obra de su vida, se debía en alto grado a un reír, a su reír por la «irreflexión» de Eichmann. ¿Qué lleva consigo este reír de Hannah Arendt?
Reír, el reír espontáneo, es una reacción que escapa a la comprensión conceptual y que, en medio de las cosas forzosas de este mundo y de todas las costumbres sociales amarradas con firmeza, proporciona un momento de libertad y de soberanía. La risa, que se produce sobre todo en la convivencia, también tiene la capacidad de esclarecer momentos sombríos de la vida; puede «desatar» a los hombres: «El amigo de los oprimidos necesitará siempre la gran confianza en los hombres que nos enseña la risa».14El reír «enseña» algo que en 1942, en el apogeo de la guerra, no podía tenerse seriamente, es decir, apelando al sentido y a la razón. La risa mantiene dispuesta la confianza en el hombre, la confianza en la fuerza de resistencia de lo humano contra la ideología y el terror, contra el oscurantismo, la opresión, el dogmatismo y el despotismo. «Notemos solamente de pasada» cómo Walter Benjamin, el maestro de Arendt en aporías de la vida, sabía que «para el pensamiento no hay mejor arranque que la risa. Y en especial la conmoción del diafragma ofrece al pensamiento mejores oportunidades que la del alma».15
En 1943, o sea, en la época de las noticias de terror procedentes de Europa, Arendt reflexionaba de nuevo sobre esta fuerza liberadora de la risa, que trasciende la realidad. La ocasión para tal reflexión es un artículo sobre Franz Kafka, el escritor del miedo. Implícitamente contra la tesis de que Kafka previó el nacionalsocialismo, ella escribió que sin duda «ninguna fantasía puede entrar en concurrencia» con la realidad de los sucesos actuales.16 A su juicio, las historias de Kafka han dejado atrás el desconcierto de los vivos, y sus figuras, que no tienen el tiempo y la posibilidad para formar propiedades individuales, son todas constructos de gigantescas exageraciones cómicas, las cuales son tan «indescriptiblemente divertidas», que casi consuelan a uno más allá de todas las experiencias en la vida. Pues «la risa de Kafka es una expresión inmediata de aquella libertad y despreocupación humana que entiende que el hombre es más que su fracaso», ya por el mero hecho de que él puede imaginarse algo que supera lo real. En la risa rebasamos la realidad que podemos captar racionalmente. Pero ¿hacia dónde?
La sabiduría infantil y la fantasía literaria tienen la capacidad de cambiar de sitio las cosas. Algo semejante puede hacer también la risa, tal como Arendt constata cuando escribe que en (otro) mundo evocado por la risa los poderes misteriosos de la realidad, adecuadamente descritos por Kafka, carecen de poder, aunque solo sea en ese momento de la risa. Por lo tanto, desde su punto de vista, en la ficción de Kafka la risa es la respuesta del hombre sabedor de que, aun cuando él, como todos los hombres, se dirija a la muerte, no es ni tiene que ser ninguna ruedecilla en el engranaje, ningún medio auxiliar para el cumplimiento de leyes extrañas. En el momento de la risa el hombre y lo humano mismo pueden ser lo más fuerte en tiempos de oscuridad. Estamos en 1943.
Ese mismo año apareció en una revista judeo-americana el ensayo We Refugees[Nosotros los refugiados], un tratado redactado con amarga ironía desde la primera página. Apenas hay una imagen que cuente de manera tan sucinta las dislocaciones y la pérdida de realidad en los refugiados como la historia de un solitario perro pechón, que en su preocupación fantasea con su pasada grandeza: «Entonces, cuando era todavía un mastín del Pirineo…». También la crítica de Arendt a las propias esperanzas pasadas de asimilación es amarga e incisiva:
Nuestra confianza es de hecho admirable, aun cuando esta constatación proceda de nosotros mismos. Pues a la postre ahora se ha dado a conocer la historia de nuestra lucha. Hemos perdido nuestro hogar y con ello la familiaridad de la vida cotidiana. Hemos perdido nuestra profesión, y así hemos sacrificado la confianza de ser útiles de algún modo en este mundo. Hemos perdido nuestra lengua y, con ella, la naturalidad de nuestras reacciones, la sencillez de nuestros gestos y la expresión espontánea de nuestros sentimientos. Hemos dejado a nuestros familiares en los guetos polacos, nuestros mejores amigos han sido asesinados en campos de concentración, y esto significa el derrumbamiento de nuestro mundo privado.
No obstante, inmediatamente después de nuestro rescate, y la mayoría de nosotros tuvieron que ser rescatados varias veces, hemos empezado una nueva vida e intentado seguir con tanta exactitud como fuera posible todos los buenos consejos que nuestros salvadores tenían preparados para nosotros. Se nos decía que habíamos de olvidar, y lo hacíamos con una rapidez superior a lo que nadie pudiera imaginarse. En tono muy amistoso nos dejaron en claro que el nuevo país se convertiría en la nueva patria; y, después de cuatro semanas en Francia o seis en Estados Unidos, alegábamos que éramos franceses o estadounidenses. Los más optimistas entre nosotros en general fueron tan lejos que afirmaron haber pasado toda su vida anterior en una especie de exilio inconsciente, y que por primera vez gracias a su nueva vida habían aprendido lo que significa tener un hogar genuino.17