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Deseo en el desierto. Las mujeres de todo el mundo suspiraron cuando el jeque Razi Al Maktabi declaró que sus días de conquistador habían terminado porque se debía a su país. Pero antes de sentarse en su trono del desierto, tenía tiempo para una última aventura. Y la cocinera Lucy Tennant, una joven llena de curvas, despertó su apetito. Lucy era tan experta en la cocina como inexperta en el dormitorio, y suponía un desafío al que Razi no podía resistirse. Sin embargo, aquella aventura de una noche amenazó con convertirse en el escándalo del siglo cuando ella se presentó en el palacio del desierto con todo su equipaje, todo su orgullo y un embarazo. Amo y señor del desierto. El rey Raid Al Maktabi era el amo y señor del ancho e inhóspito desierto; pero cuando vio a la sexy polizona que había abordado su velero, decidió divertirse un poco a su costa.Raid daba por sentado que Antonia Ruggiero era una niña mimada y acostumbrada al lujo; sin embargo, estaba en su barco y él daba las órdenes allí. La puso a fregar la cubierta y, pocas horas después, ya la tenía bajo sus sábanas.Las cosas fueron distintas cuando llegaron a tierra firme. En Sinnebar, el deber reclamaba a Raid. Pero un inesperado embarazo iba a cambiarlo todo.
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Seitenzahl: 336
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Editado por Harlequin Ibérica.
Una división de HarperCollins Ibérica, S.A.
Núñez de Balboa, 56
28001 Madrid
© 2010 Susan Stephens
Deseo en el desierto, n.º 291 - junio 2020
Título original: Ruling Sheikh, Unruly Mistress
© 2010 Susan Stephens
Amo y señor del desierto
Título original: Master of the Desert
© 2019 Harlequin Ibérica, una división de HarperCollins Ibérica, S.A.
Publicada originalmente por Harlequin Enterprises, Ltd.
Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial. Esta edición ha sido publicada con autorización de Harlequin Books S.A.
Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares, y situaciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientos de negocios (comerciales), hechos o situaciones son pura coincidencia.
® Harlequin y logotipo Harlequin son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited.
® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia. Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.
Imagen de cubierta utilizada con permiso de Dreamstime.com
I.S.B.N.: 978-84-1348-391-7
Conversión ebook: MT Color & Diseño, S.L.
Créditos
Deseo en el desierto
Prólogo
Capítulo 1
Capítulo 2
Capítulo 3
Capítulo 4
Capítulo 5
Capítulo 6
Capítulo 7
Capítulo 8
Capítulo 9
Capítulo 10
Capítulo 11
Capítulo 12
Capítulo 13
Capítulo 14
Capítulo 15
Capítulo 16
Capítulo 17
Capítulo 18
Epílogo
Amo y señor del desierto
Capítulo 1
Capítulo 2
Capítulo 3
Capítulo 4
Capítulo 5
Capítulo 6
Capítulo 7
Capítulo 8
Capítulo 9
Capítulo 10
Capítulo 11
Capítulo 12
Capítulo 13
Capítulo 14
Capítulo 15
Capítulo 16
Capítulo 17
Epílogo
Si te ha gustado este libro…
Razi Al Maktabi guiñó un ojo a su secretaria, la única mujer que sabía cómo le gustaba el café, y le devolvió la revista que le acababa de quitar. En la publicación se afirmaba que su hermano y él eran más oscuros que la noche y dos veces más peligrosos.
Aún sonreía cuando entró en su despacho y cerró la puerta. Por lo visto, los medios de comunicación seguían empeñados en destrozar su imagen.
Se acercó al ventanal del ático, que ocupaba toda una pared, e hizo la primera llamada telefónica del día. Mientras esperaba respuesta, contempló la línea gris metálica del Támesis. Al otro lado del río se alzaba el Parlamento; a su espalda, la elegante sede de Maktabi Communications, la empresa que él había convertido en una corporación de importancia internacional; y mucho más allá, a miles de kilómetros de distancia, le esperaba el trono de la isla de Sinnebar.
Pero antes de asumir las responsabilidades inherentes a la jefatura de su reino del desierto, tenía que asistir a una última reunión.
El teléfono seguía sonando en la mansión de lord Thomas Spencer Dayly, así que Razi tuvo tiempo de volver a pensar en el artículo de la revista. La periodista no se había equivocado al suponer que el jeque Raid Al Maktabi, hermano mayor de Razi, era un tipo verdaderamente duro. Su padre había llevado una juventud tan desenfrenada que había dejado hijos por todas partes, y en consecuencia, el trono de Raid tenía muchos pretendientes.
En parte, eso explicaba que Raid dirigiera las tierras continentales de Sinnebar con puño de hierro, hasta el punto de que sus súbditos más imaginativos le habían dedicado el sobrenombre de Espada de la Venganza. Pero el articulista había olvidado un detalle: que Razi era capaz de morir por el hermano que había hecho tolerable su infancia y que lo había apoyado para que gozara de sus mismos derechos en calidad de hijo legítimo.
–¿Qué tal te va? ¿La prensa te lo está poniendo difícil?
La cara de Razi se iluminó al oír la voz de Tom, su mejor amigo. Por su tono, tuvo la impresión de que se acababa de levantar de la cama.
–La prensa no me importa –respondió–. Ahora sólo quiero divertirme un poco antes de asumir el cargo.
El ambiente entre el ático de Londres y la mansión de Gloucestershire se llenó de tensión. Los dos sabían que el cargo que esperaba a Razi era muy importante. Cuando se convirtiera en jeque de la isla de Sinnebar, tendría que dedicar todo su tiempo y su esfuerzo al bienestar de sus ciudadanos.
–No te preocupes por mí, Tom –continuó Razi–. Ardo en deseos de asumir esa responsabilidad.
–Lo sé, lo sé…
Tom también tenía un lado serio, pero aquel día sólo quería animar a su amigo.
–No puedo echar un vistazo a un periódico sin encontrar tu horrible cara –bromeó–. De hecho, ya me han traído la prensa del día…
Razi sonrió y pensó que, indudablemente, se la había llevado su mayordomo.
–Mira, aquí tengo un ejemplo –siguió Tom–. Se preguntan si un príncipe tan mujeriego como tú sabrá dirigir la isla de Sinnebar con tanta eficacia como lo ha hecho con Maktabi Comunications.
–Ya lo he leído, Tom –dijo Razi con humor.
–También dicen que eres un peligro para las mujeres…
–Mi verdadera pasión son los negocios –lo interrumpió.
–Ya. ¿Y las mujeres? –insistió su amigo.
–Ahora estoy de vacaciones –ironizó.
Tom soltó una carcajada.
–Seguro que serán unas vacaciones muy cortas. La autora del artículo viene a decir que Raid y tú sois dos pájaros de cuidado.
–Sí, y su afirmación me encanta –admitió Razi, sonriendo–. Equivale a afirmar que mi hermano y yo somos dos guerreros y amantes sin parangón.
–Dime una cosa, Razi… ¿esa mujer habla por experiencia propia?
–No sé qué decirte. Tendré que hacer memoria para recordar si he estado con una mujer tan audaz como para tomar notas mientras hacíamos el amor.
Tom soltó una carcajada y siguió leyendo.
–También dice que tienes una mirada inolvidable, un cuerpo impresionante y un estilo único con la ropa.
Razi sólo se consideraba una mezcla normal entre un hombre de Oriente Próximo y una mujer inglesa, pero sabía que sus rasgos llamaban la atención. El cabello negro y la piel morena de sus ancestros beduinos contrastaban con los labios y los ojos de color esmeralda de la cortesana que había embrujado a su padre y lo había abandonado a él.
Pero ése era otro tema. Razi lo había superado y no tenía interés alguno por mirar atrás ni por vengarse de su madre en carne ajena. De hecho, adoraba a las mujeres. Las adoraba a pesar de que muchas le habían tendido trampas para echarle el lazo y casarse con él.
Tom ya había empezado a leerle el contenido de otro artículo cuando Razi lo interrumpió otra vez.
–Bueno, ya basta. ¿Vas a venir a esquiar conmigo? ¿O no?
Como imaginaba, Tom reaccionó con entusiasmo. Maktabi Communications tenía una pequeña empresa de esquí que Razi mantenía por placer aunque no resultaba muy rentable. Todos los años iban a un lugar distinto, tanto para divertirse como para desconcertar a la prensa; y aquel año tenía un motivo añadido: quería celebrar la vida, la lealtad y la amistad con un último viaje a las montañas antes de asumir el deber de dirigir un país.
–Razi, tendrás que ponerte una bolsa en la cabeza si quieres que las damas te dejen en paz…
–Contigo y con el resto de los chicos seremos tantos que podré confundirme entre la multitud –bromeó.
–¿Lo dices en serio?
–Por supuesto. Será un viaje sólo para hombres –aseguró Razi–. No habrá una sola mujer a la vista.
–Estando tú presente, me resulta difícil de creer. ¿Cómo te las vas a arreglar para mantenerlas lejos? –preguntó.
–Ah, eso es cosa tuya, Tom –dijo a su amigo, con quien había estado en el colegio y en el Ejército–. Siempre has sido mi primera elección como lugarteniente. Tendrás que cuidarme las espaldas.
–¿Y si sufres un ataque frontal?
Razi sonrió al pensar en un mundo lleno de mujeres bellas a las que podía adorar.
–En ese caso, Tom, espera a mi señal.
Lucy Tennant agarraba la lista de huéspedes con tanta fuerza que los nudillos se le habían quedado blancos.
–¿Qué ocurre? –le preguntó Fiona, una de sus compañeras de trabajo–. Cualquiera diría que va a venir gente complicada…
–No, no son especialmente complicados.
Lucy miró las llamas del fuego que había encendido y se preguntó cómo era posible que la vida cambiara tan deprisa. Unos minutos antes, se sentía en la cumbre del universo; pero ahora estaba enormemente preocupada.
Acababa de recibir una carta y la lista que tenía en la mano. En la carta se le informaba de que sus jefes y sus compañeros del complejo hotelero la habían elegido mejor empleada de la empresa; todo un honor, por lo que significaba y porque era la primera vez que ganaba algo. Desgraciadamente, su confianza en sí misma se hundió en cuanto leyó el contenido de la lista.
Sólo era una nota con las preferencias de los huéspedes para la semana. Decía así:
Tom Spencer Dayly: nada en concreto.
Sheridan Dalgleath: Gachas con sal y mucho whisky de malta. Toda la carne que se le sirva debe ser de Aberdeen Angus.
William Montefori: Sólo pasta fresca. No seca, por favor.
Theo Constantine: Champán de calidad en grandes cantidades.
El otro:
Fue la última frase lo que la llenó de inquietud. Sobre todo, porque la nota incluía un anexo donde se mencionaba que el grupo viajaría con dos guardaespaldas, uno de los cuales, Omar Farouk, se alojaría en el último piso del complejo, mientras que el otro, Abu Bakr, dormiría en el pequeño dormitorio situado frente a la sala de esquí.
Las medidas de seguridad eran tan poco habituales que Lucy llegó a la conclusión de que debía de ser gente muy importante.
Sin embargo, intentó tranquilizarse y se dijo que no era la primera vez que se encontraba en esa situación. Todas las semanas, la dirección le enviaba una lista con las necesidades de los clientes que iban a llegar; y todas las semanas se ponía nerviosa porque quería estar a la altura de sus expectativas y, a ser posible, superarlas.
Volvió a leer la lista. Era concisa y clara, lo que en circunstancias normales le habría calmado. Pero nunca se había sentido tan inquieta.
Se recordó que se encontraba en uno de los complejos hoteleros más lujosos del mundo y que ella estaba acostumbrada a tratar con ricos y con las personas que los acompañaban en sus desplazamientos. De hecho, aquel grupo tenía exigencias bastante razonables en comparación con otros. Y la experiencia le decía que, siendo un grupo de hombres, se marcharían inmediatamente a esquiar y sólo los vería durante las comidas.
Lo único que esperaban eran grandes cantidades de comida, agua caliente, toallas limpias y bebida de sobra para cuando volvieran a sus alojamientos. Además, Lucy tenía hermanos y sabía tratar a los hombres, así que tardó poco en recobrar la calma.
Echó otro vistazo a la lista. La ausencia del último nombre parecía indicar que el cliente prefería mantener el anonimato; pero fueran cuales fueran sus motivos para ello, se dijo que no era asunto suyo.
Se echó un mechón de cabello rubio hacia atrás y cayó en la cuenta de que lo que realmente la inquietaba era el apunte del final de la página:
Lucy, sabemos que tú eres la persona más adecuada para encargarse de ese grupo.
Lucy conocía bien a sus jefes y sabía lo que querían decir; la habían elegido a ella porque no sólo era una gran profesional que se enorgullecía de trabajar en un establecimiento tan prestigioso, sino porque sabía tratar a los clientes difíciles. Pero a pesar de ello, tenía la sensación de que le ocultaban algo.
Sacudió la cabeza y pensó que había llegado el momento de ponerse a trabajar. Como Fiona dedicaba gran parte de su horario a su vida social, Lucy siempre tenía trabajo de sobra. Sin embargo, el día había amanecido despejado y la luz de la mañana resultaba tentadora.
Se acercó a la ventana, apartó la cortina y contempló el exterior. Era un día demasiado bonito para desperdiciarlo entre cuatro paredes, pero no tenía más remedio. Además, el trabajo siempre había sido lo más importante para ella. Y trabajar allí, en las montañas, con todo ese silencio, ese espacio y ese aire libre, era un placer.
El complejo hotelero estaba en una localidad francesa donde todo el mundo parecía felizmente emparejado, así que Lucy sentía punzadas de soledad con cierta frecuencia. Pero ella sabía que su destino consistía en contemplar la vida desde lejos; una mujer rellenita, tímida y bastante normal no podía llegar a nada en un mundo de personas glamurosas y seguras, de cuerpos impresionantes que aprovechaban al máximo, y no sólo cuando esquiaban.
Hasta entonces, siempre se había contentado con cocinar para ellos y facilitarles la existencia. En el fondo de su corazón albergaba la esperanza de que algún día apareciera su príncipe azul, pero tenía el humor suficiente como para recordarse que, si finalmente aparecía, ella pasaría desapercibida entre tantas bellezas altas y morenas.
–Hasta luego…
La puerta se cerró de golpe. Unos segundos después, Lucy vio a través del cristal que Fiona se alejaba con su última conquista.
Se alejó de la ventana y pensó que el precioso paisaje de montañas nevadas y picos graníticos sólo era una especie de sueño. Lo que ella valoraba de verdad era la camaradería de sus compañeros y la felicidad de los clientes que daban un propósito a su vida. Todo lo que echaba de menos en su ruidosa, pobre y sucia ciudad natal, estaba allí.
Aún no podía creer que la pequeña Lucy, como sus hermanos la llamaban, hubiera llegado tan lejos como para ser la encargada de una de las principales empresas hoteleras de la localidad alpina de Val d’Isere
Antes de ir a Francia, Lucy había estado trabajando en un lujoso restaurante de Inglaterra, donde aprendió la profesión y aumentó de categoría hasta conseguir una carta de recomendación del director, monsieur Roulet. Trabajar para clientes tan exigentes era bastante difícil, pero su trabajo le encantaba porque suponía un desafío permanente y porque le había ofrecido la oportunidad de librarse de su familia.
Los seis hermanos de Lucy eran tan grandes profesionales que sus padres nunca le habían prestado atención a ella. De hecho, su confianza en sí misma se había hundido por completo el día en que su madre le confesó que no sabían qué hacer con una chica que sólo sabía cocinar. Lo dijo como si cocinar fuera una profesión degradante para una mujer, e incluso añadió que sería mejor que se quedara en casa y que no intentara vivir por su cuenta, porque no llegaría a ninguna parte.
En ese momento, Lucy supo que se debía ir.
Al pensar en ello, sonrió; sabía que hasta su propia madre apreciaría la ironía de que ahora gozara del respeto de personas importantes. Además, se alegraba de haberse marchado de casa; gracias a ello, se había liberado de las expectativas de su familia y se había encontrado a sí misma. Si cocinar para otros era su forma de marcar la diferencia en la vida, no necesitaba nada más.
Lucy no había hecho nada inesperado hasta que se marchó de casa con intención de cocinar y lavar cacharros mientras fuera necesario. Sin embargo, monsieur Roulet se había quedado tan complacido con su trabajo que ella fue la primera sorprendida cuando el chef la incluyó en uno de sus cursillos de formación y cuando, posteriormente, le dio una carta de recomendación personal y le dijo que saliera del país y viera un poco de mundo.
Como no quería decepcionar al hombre que la había apoyado, se le ocurrió el audaz plan de organizar una cena de la directora de uno de los complejos hoteleros más famosos del mundo. La mujer quedó encantada con la originalidad de su planteamiento y la contrató.
Aquella misma noche, Lucy volvió a casa e intentó dar la buena noticia a sus padres, pero sólo tenían oídos para sus hermanos y no le dieron la menor oportunidad. Ni siquiera estuvo segura de que hubieran notado su presencia.
Pero ya estaba harta de pensar en el pasado. Si no empezaba a trabajar, perdería el empleo.
Fiona se había marchado pronto, lo que significaba que había camas por hacer y suelos por barrer y por fregar, pero al menos, la comida ya estaba preparada.
De no haber sido por la última frase de la lista de huéspedes, por ese enigmático «el otro» que tanto le inquietaba, el día que tenía por delante le habría parecido perfecto.
A fin de cuentas, hacía lo que le gustaba hacer.
Razi cerró el puño sobre la carta. Había llegado en un helicóptero que despegó de Ginebra y aterrizó en Val d’Isere, y cuando terminó de leerla, deseó agarrar por el cuello a los miembros de la vieja guardia de la isla de Sinnebar y mandarlos al infierno. Pero no podía hacer eso sin cancelar su viaje.
Estaba tan alterado que ni siquiera se fijó en el impresionante paisaje de picos cubiertos de nieve. Pretendían que se casara con una prima a quien no conocía, y Razi sabía por qué: lo querían casado porque su objetivo no era el trono de la isla de Sinnebar, sino el trono continental, el de Raid. Sin embargo, no iba a permitir que se salieran con la suya. Jamás conseguirían que se alzara contra su hermano.
Lleno de ira, abrió el paquete que acompañaba a la carta. Contenía la fotografía de su prima Leila, una joven de mirada triste y cabello largo y oscuro. Aunque era verdaderamente preciosa, no sintió nada en absoluto. Fue como contemplar un cuadro hermoso y admirar su perfección, pero sin tener el menor deseo de colgarlo en la pared.
–Pobre Leila –murmuró.
Por su mirada, le pareció obvio que la joven era consciente de ser un simple instrumento en manos de unos familiares sin escrúpulos.
Devolvió la fotografía a la caja y la dejó en el asiento. Definitivamente, no permitiría que el consejo de ancianos le eligiera una esposa. Cuando se casara, se casaría con una joven de su elección; con una joven tan elegante, tan inteligente y tan refinada que, en comparación con ella, las estrellas de Hollywood parecerían burdas.
Era un desastre. Todo se le había caído. El suelo estaba lleno de champán y había canapés por todas partes. Uno de los hombres se restregaba el pantalón, intentando limpiarse, y el enigmático desconocido la miró y frunció el ceño.
Ni el cursillo de formación con uno de los chefs más maniáticos del gremio la había preparado para afrontar su primer encuentro con «el otro». Aquel hombre alto, moreno, serio y lleno de energía, había logrado con una simple mirada que se sintiera el ser más vil y más inútil del universo.
Los ojos de Lucy se llenaron de lágrimas al pensar que aquel error le podía costar el empleo.
Lo había planeado todo a conciencia; incluso se había levantado a las cuatro de la mañana para llegar pronto al chalet del complejo donde se iban a alojar.
No había dejado nada a la improvisación. Había preparado una comida capaz de satisfacer a los paladares más exigentes del mundo, había encendido el fuego en la chimenea, había decorado todo el lugar con ramos de flores y, además, el entarimado del suelo estaba tan limpio que se habría podido comer en él.
Pero los hombres que estaban en el sofá la miraban con distintos grados de sorpresa por su ineptitud, y el que permanecía en las sombras, el que le había llamado la atención desde que salió de la cocina, parecía a punto de dedicarle una reprobación.
Se preguntó cómo era posible que un hombre en penumbra pudiera emitir tanta luz; cómo era posible que sus ojos fueran tan verdes; cómo era posible que fuera tan atractivo como para eclipsar a sus cuatro acompañantes, extraordinariamente guapos.
Apartó la vista de él e intentó recobrar el aplomo. Conseguir su empleo le había costado mucho; no lo iba a perder por un simple error.
–Discúlpenme, caballeros. Si me lo permiten, lo limpiaré todo.
El hombre que estaba en las sombras se acercó y dijo:
–¿No cree que primero deberíamos presentarnos?
En su voz no había calidez alguna. Aquello no era una invitación, sino una orden.
–Sí, por supuesto… –respondió, nerviosa.
Cuando volvió a mirarlo se quedó helada. Por encima de sus vaqueros, de su camisa azul y de sus brazos fuertes, había una cara perfecta, una cara tan bella que la podría haber mirado durante horas.
Tenía el cabello rizado y negro, con un brillo azul, que acariciaba unos pómulos que parecían esculpidos en piedra y una frente orgullosa y de aspecto suave.
Era sencillamente delicioso.
Todo un hombre de voz ronca, como de chocolate amargo, con una boca pensada para besar.
Lucy supo de inmediato que no sólo era el huésped más importante, sino también el líder del grupo. La posibilidad de perder o mantener el empleo estaba en sus manos.
Aún seguía en silencio cuando el más amable de todos, un hombre llamado Tom, intervino en su ayuda.
–Os presento a Lucy –dijo.
Y después de presentarla, dio un paso atrás.
Tom decidió intervenir al darse cuenta de que aquella joven ruborizada y nerviosa no sería capaz de salir del apuro sin ayuda. Su seguridad se había derrumbado como los canapés y como el champán que empapaba el suelo y los pantalones de William Montefiori.
–No se preocupe por mis pantalones –murmuró William con amabilidad–. Me cambiaré de ropa. No pasa nada.
Desgraciadamente, Razi no era tan paciente como los demás. Ya estaba marcando el número de teléfono de su chef personal.
–Permítame que la ayude –dijo Theo con una sonrisa de lobo.
Theo le quitó el paño a Lucy y empezó a secar el champán.
–Por todos los diablos… –protestó Razi.
Razi conocía bien a sus amigos y sabía que ni Tom ni Theo habían usado un paño en toda su vida. Si se molestaban en ayudar a la chica, era porque tenían intención de seducirla. Y en cuanto a ella, seguía tan alterada que no era capaz de reaccionar.
–¿Cómo has dicho que se llamaba? –le preguntó a Tom.
–Lucy –le susurró su amigo al oído–. Lucy Tennant. Será la encargada del chalet donde nos alojamos y nuestra cocinera.
–Ah, Lucy…
Lucy estaba aterrorizada. Además del miedo a perder el empleo, sus hormonas se habían desequilibrado de un modo asombroso.
–Encantada de conocerlo, señor.
Razi pensó que tenía una voz bonita y musical y que su mirada era firme. Pero también pensó que ni su voz ni su mirada excusaban la ineptitud.
–Lucy ha ganado el premio a la mejor empleada del hotel –explicó Tom.
–Gracias por la información –dijo Razi.
Razi comprendía que su amigo quisiera echar una mano a la joven, pero aquéllas eran sus últimas vacaciones antes de asumir el cargo en la isla de Sinnebar y quería que todo saliera bien. Estaba más que dispuesto a llamar a sus propios empleados para que la sustituyeran con efecto inmediato.
–¿Y usted es… ? –preguntó ella.
Razi miró a Tom en busca de inspiración.
–¿Mac? –dijo Tom, encogiéndose hombros.
–Mac –repitió la chica con timidez.
Razi estrechó la mano a Lucy. Su mano era tan firme como su mirada, aunque la retiró con rapidez.
El informe que le habían entregado decía que era una mujer segura, tranquila, inteligente y organizada que hablaba varios idiomas y cocinaba como un chef de primera categoría. Sobre los dos últimos detalles, no tenía prueba alguna; pero empezaba a dudar de los demás.
Y entonces, ella lo sorprendió.
–Permítame que me vuelva a disculpar –dijo–. Espero que este incidente no les estropee el disfrute de la comida que he preparado.
–En absoluto –intervino Tom.
Razi la miró con desconfianza, pero notó que había un olor muy apetecible en el ambiente y preguntó:
–¿Qué hay de menú?
Los ojos de Lucy se iluminaron.
–De primer plato, sopa de cebolla con parmesano; de segundo, pechuga de pato a la naranja; y de postre, tarta de chocolate y helado.
–Excelente –dijo Tom.
El resto de los hombres la miraron con simpatía, dispuestos a olvidar el accidente con el champán y los canapés. Hasta Razi se mostró dispuesto a concederle el beneficio de la duda; si era una buena cocinera, tendría sus bendiciones.
–Tom –dijo, sin apartar la mirada de los ojos turquesa de Lucy–, ¿tendrías la amabilidad de llamar a la dirección del complejo?
Lucy se quedó helada. Estaba segura de que la iban a despedir. Pero Razi tomó una decisión que sorprendió incluso a él mismo.
–Diles que no necesitaremos más empleados en el chalet –continuó–. Sin embargo, Lucy tendrá que quedarse… Abu y Omar se encargarán de cualquier cosa que necesitemos.
El alivio inicial de Lucy se convirtió en pánico al oír que tendría que quedarse con ellos. Razi se dio cuenta y la tranquilizó.
–No se preocupe. Con nosotros estará a salvo –afirmó–. Hemos venido a esquiar; nos verá muy poco.
Si hubieran estado en la isla de Sinnebar, Razi habría aprovechado ese momento para decir a Lucy que se podía retirar; pero no estaban en la isla de Sinnebar y, por otra parte, la situación exigía cierto grado de tolerancia. A fin de cuentas, compartir alojamiento en un chalet pequeño no era lo mismo que vivir en un palacio.
Además, era evidente que Lucy se había esforzado por lograr que se sintieran cómodos; en las mesas había flores y fruta fresca, y se había tomado la molestia de llevarles libros y hasta un par de barajas de cartas. Definitivamente, merecía una oportunidad.
Al ver que seguía estando incómoda, preguntó:
–¿Quiere que llame a Omar o a Abu para que la ayuden?
–Oh, no… –dijo ella, mostrándole una sonrisa radiante–. No soy una cocinera especialmente maniática, pero la cocina del chalet es bastante pequeña y nos estorbaríamos los unos a los otros.
–Por no mencionar que prefiere hacer las cosas a su modo, ¿verdad? –bromeó.
Razi notó su aroma a flores y se sintió extrañamente atraído por ella.
–Bueno, es verdad que adoro mi trabajo y que no me gusta que la gente interfiera en él.
–Vaya, no me había dado cuenta –dijo él con una sonrisa–. No se preocupe; me aseguraré de que se mantengan lejos de usted.
–Me está tomando el pelo…
–¿Eso crees?
Lucy se ruborizó.
–Siento mucho lo que ha pasado antes…
–Olvídelo. Empezaremos de nuevo, como si no hubiera pasado nada –declaró para animarla–. Además, hay cinco hombres hambrientos que están esperando su comida.
Lucy parpadeó con desconcierto y miró al resto de los hombres. Por su expresión, fue evidente que se había olvidado de ellos.
Pero Razi lo comprendió de sobra. No en vano, él también se había olvidado de los demás.
Lucy empezó a preparar otra bandeja de canapés, algo rápido y delicioso para abrir el apetito. Pero se llevó una buena sorpresa cuando Mac se presentó en la cocina.
El espacio era pequeño y él lo ocupaba en su práctica totalidad. Se puso tan nerviosa que tuvo que agarrar la bandeja con fuerza para disimular el temblor de sus manos.
–No se moleste en calentar los canapés.
Lucy habló con la seguridad que siempre tenía en su profesión de cocinera, pero que echaba de menos en otras facetas de su vida. De hecho, ni siquiera se sentía capaz de sostener la mirada de aquel hombre.
–No es ninguna molestia. Sólo tengo que meterlos un minuto en el horno. Y le prometo que sabrán mucho mejor… ¿Puede apartarse un momento?
Razi se apartó.
Sin embargo, hizo algo más que apartarse. Antes de que Lucy lo pudiera evitar, le quitó un canapé de la bandeja y se lo llevó a la boca.
–Está muy bueno. ¿Y dice que sabrán mejor cuando estén calientes? –preguntó, encantado.
–Sí, por supuesto que sí –le aseguró.
Lucy sintió un deseo extrañamente intenso de satisfacerle. La visión de sus cejas arqueadas, en aprobación sincera del sabor de los canapés, le emocionó más que diez premios a su capacidad culinaria. Además, estaba muy aliviada; sabía que si no se lo ganaba, sus amigos y él se marcharían.
–¿Cómo los ha hecho? –preguntó, mirándola fijamente.
–¿Quiere la receta?
Razi le dedicó una sonrisa devastadora.
–Claro. Se la daré a alguno de mis chefs para que me los prepare.
–Es una simple bruschetta con queso de cabra, una rodajita de higo fresco y una gota de miel –respondió–. Y le aseguro que sabe mejor cuando está caliente.
–Como casi todo… –le susurró al oído.
Él se marchó entonces y Lucy se quedó completamente atónita.
No estaba acostumbrada a ese tipo de juegos. Mac había logrado excitarla con una simple frase. Era un seductor y ella, una cocinera sin refinamiento y sin experiencia alguna en ese tipo de situaciones. Nunca coqueteaba con los huéspedes, ni era habitual que los huéspedes coquetearan con ella.
Se enfrentaba a un jugador, a un hombre de una división muy superior a la suya. Si quería sobrevivir a la semana que tenía por delante, tendría que atenerse escrupulosamente a lo que sabía hacer: cocinar.
Sólo llevaba unos minutos allí y ya sufría una frustración sexual que había empeorado al notar los pequeños detalles del carácter de Lucy, desde su precisión hasta su pulcritud, pasando por su templanza. Y el último de todos, la templanza, era un desafío para él.
Se dijo que no debía fijarse en ella y se intentó concentrar en sus amigos, cuya discusión sobre cuestiones bursátiles le habría interesado en otras circunstancias. Sin embargo, por algún motivo que ni él mismo alcanzaba a comprender, su atención volvió a Lucy en cuanto apareció en el salón con la bandeja; probablemente, porque tenía unas manos delicadas, pero de dedos fuertes y flexibles, que avivaron su imaginación.
Lucy le gustaba. Era obvio.
En ese momento, uno de sus amigos le dijo algo y él respondió de forma automática. Después, miró a Lucy a los ojos y ella se volvió a ruborizar.
Se sintió aliviado al comprobar su talento para la cocina. Las curvas voluptuosas de Lucy le agradaban tanto que no quería tener que reemplazarla por alguna criatura delgaducha decidida a conquistar a otro hombre.
Justo entonces, Lucy se ofreció a llevarles un poco de queso, por si se habían quedado con hambre, y todos gimieron. Razi se excitó un poco más.
–Siento haberme excedido con la comida –se disculpó.
–Puede que se haya excedido, pero ha sido una comida magnífica –dijo Razi.
La cara de Lucy se iluminó.
–En tal caso, ¿les parece bien que mañana sigamos con la comida mediterránea? –preguntó con inocencia–. Aunque si prefieren otra cosa…
Razi la miró a los ojos y declaró:
–La decisión es suya, Lucy. Estamos en sus manos.
Las mejillas le ardían de rubor.
Lucy no sabía lo que le estaba pasando. Hasta aquella noche, su vida había sido relativamente fácil; mantenía las distancias con los huéspedes y permanecía en un segundo plano. Pero eso había cambiado. De repente, era incapaz de apartar la vista de ese hombre. Y un simple comentario inocente, el de dejar la decisión en sus manos, había bastado para que deseara sus caricias.
Se conocía bien y no se engañaba con esperanzas absurdas. No era refinada, no era especialmente atractiva y se quedaba demasiado a menudo sin palabras. Sin embargo, tenía tantos pensamientos lascivos como cualquiera; pensamientos que iban mucho más allá de ofrecer queso a aquel huésped.
–Es una cocinera excelente, Lucy –dijo Tom.
–Gracias…
–Nos sirva lo que nos sirva, estará bien –continuó él–. En cuanto a mí, le puedo asegurar que disfrutaré de cada bocado y que…
–Todos lo disfrutaremos –lo interrumpió Razi, con un tono seco que sorprendió a Lucy.
–Mañana les serviré tres clases distintas de canapés –afirmó ella, intentando llevar la conversación a terrenos menos peligrosos–. Y les prometo que, esta vez, no se me caerán al suelo.
Los hombres rieron. Razi incluido.
Ella también rió, pero su risa sonó algo tensa. El hombre que se hacía llamar Mac estaba tan cerca de ella que su cuerpo reaccionó con una pasión desconcertante. Los pezones se le endurecieron y sintió un calor tan intenso entre las piernas que tuvo miedo de que él se diera cuenta.
Su excitación la descentró hasta el punto de que no notó que el resto de los hombres se levantaron uno a uno y se marcharon, dejándola a solas con él.
–¿Tres tipos distintos de canapés? –preguntó–. Suena muy bien, pero ¿seguro que no será un problema?
Su voz la mantenía en una especie de trance. Y la seguridad de Lucy, que había sobrevivido a duras penas durante la comida, se hundió.
–No, no será ningún problema –acertó a responder–. Pero si desea alguna otra cosa, dígamelo; estoy segura de que podré satisfacer sus deseos.
Lucy sólo se refería a la comida. Él, cambio, interpretó algo más.
–Sí, yo también estoy seguro.
Lucy no podía creer que Mac tuviera unos ojos tan verdes y brillantes y una sonrisa tan seductora.
Al día siguiente, mientras les servía la comida, pensó que ella era la mujer menos adecuada de la Tierra para tratar a un hombre como él. Además de ser extraordinariamente atractivo, irradiaba energía sexual. Si se le acercaba demasiado, la quemaba. Y Lucy sólo tenía que acercarse a un espejo y mirarse para saber que nunca se sentiría atraído por ella.
–¿Quiere que la ayude a retirar los platos?
–No –respondió, incómoda.
Aquella noche quería terminar tan deprisa como fuera posible, porque tenía una cita. El honor del complejo hotelero estaba en juego. Sus compañeros de trabajo aseguraban que ella era la única que lo podía hacer.
–¿Sigue alguna rutina en particular?
–¿Cómo?
–Le preguntaba si tiene alguna rutina con estas cosas…
–No, ninguna en concreto. Sólo enjuagar los platos y meterlos en el lavavajillas –respondió.
–En tal caso, adelante –dijo él, con ironía–. No me interpondré en su camino.
Lucy todavía estaba boquiabierta cuando uno de los amigos de Mac asomó la cabeza por la puerta y dijo:
–Vamos a dar una vuelta por la ciudad.
Ella suspiró, aliviada.
–De acuerdo. Adelantaos vosotros; yo iré más tarde –aseguró Mac, sin romper el contacto visual con Lucy.
Su alivio había durado muy poco. Al parecer, se iba a quedar con ella.
Quería quedarse con Lucy. Quería saber por qué tenía tanta prisa por marcharse y por qué, después de servirles otra comida fantástica, se volvía a comportar con inseguridad. Lucy era una profesional excelente y lo sabía. Su nerviosismo debía de tener un motivo diferente.
–¿No quiere ir a la ciudad con sus amigos?
–Sí, pero no tengo ninguna prisa.
Razi no estaba obligado a darle explicaciones; al fin y al cabo, el complejo hotelero era suyo. Pero si se hubiera visto en la obligación de hacerlo, habría dicho que no quería que ella saliera corriendo en cuanto él desapareciera. Lo último que deseaba era que la sustituyeran por alguna buscona sedienta de sexo.
Pero eso era sólo una parte de la verdad. En realidad, aquella chica tranquila, eficaz y tímida se había ganado su atención. Razi quería ayudarla a mejorar su confianza en sí misma. Y, sí, también quería que gritara de placer cuando perdiera el control en la cama.
Lucy no estaba acostumbrada a sufrir un escrutinio tan constante. Comprendía que él quisiera asegurarse de que sabía hacer su trabajo y estar a la altura de las circunstancias, pero su actitud le parecía extraña de todas formas. Evidentemente, era un hombre poderoso. Si no hubiera estado satisfecho con su trabajo, sólo tendría que haber llamado a la dirección del hotel y haber pedido que la sustituyeran.
Apartó la vista y clavó la mirada en los platos; pero no sirvió de nada, porque aquellos ojos de color esmeralda permanecieron en su pensamiento. La estaba volviendo loca y no sabía qué hacer.
–¿Lucy?
–¿Sí?
–Parece… distraída.
–¿Distraída? –dijo con una risa nerviosa–. No, no… sólo estaba pensando en la cena de esta noche.
–¿Le gusta el uniforme que lleva? –preguntó, admirando su cuerpo.
Lucy intentó mantener la calma. Sabía que el uniforme no le quedaba tan bien como a Fiona, pero por otra parte era bastante conservador y se sentía segura con él.
–Sí, claro que me gusta. Hace que me sienta… en mi sitio.
Él frunció el ceño. Ella se dio la vuelta para no verlo, se quitó el delantal y lo colgó detrás de la puerta.
Unos segundos después apareció Tom, quien insistió en que su amigo los acompañara a la ciudad.
–Está bien, os acompañaré. Le diré a Omar que se quede, por si Lucy necesita algo.
Lucy pensó que la presencia del guardaespaldas sólo contribuiría a empeorar las cosas. Ya había tenido bastante con su jefe; dos hombres serían demasiado.
–No es necesario. Puede irse con ustedes –afirmó–. Si necesito ayuda, llamaré a mis compañeros del complejo.
–En tal caso, hasta luego.
–Adiós…
Los hombres se marcharon y Lucy se dejó caer en la silla más cercana. Estaba temblando. Se sentía como si hubiera corrido una maratón. Y en cierta forma, así era; acababa de correr la carrera más importante de su vida y había logrado mantener su empleo. Pero eso podía cambiar en cualquier momento.
Sacudió la cabeza y pensó que tenía que trabajar. Sus ensoñaciones no la ayudarían a fregar los suelos ni a batir los huevos para meterlos en el frigorífico y tenerlos preparados para la cena.
Mientras rompía huevos en un bol, pensó en los huéspedes del chalet. Tom, Sheridan y William llevaban anillos con el escudo de familias aristocráticas de Inglaterra. Theo era la única excepción, porque Mac llevaba uno con un escudo que ella no reconocía: un león y una cimitarra.
Fuera de donde fuera, Lucy imaginó un desierto con un campamento beduino junto a un oasis, en una de cuyas jaimas habría dos amantes que hacían el amor una y otra vez.
Por supuesto, Mac era uno de los dos amantes. Y ella, la otra.
–¿Está batiendo ese huevo? ¿O matándolo?
Lucy se sobresaltó al oír su voz y sentir que le agarraba la mano para que dejara de batir en el bol.
No se había dado cuenta de que había vuelto.
–¿Qué le ha hecho ese pobre huevo? –preguntó, mirándola a los ojos.
–Nada, nada en absoluto. Es que me he asustado al verlo…
–¿Le parece mal que haya vuelto? No me dirá que esto tiene un horario de visitas –se burló.
–No, en absoluto –acertó a decir.
Él sonrió y le soltó la mano.
–No esté tan preocupada. No he venido para vigilarla.
Lucy se acarició la mano que le acababa de soltar.
–¿Qué estaba haciendo? –continuó él.
Ella miró a su alrededor, nerviosa, como intentando encontrar una respuesta.
–Yo… Estaba preparando una tarta para esta noche.
–Ah, una tarta…
–Pensé que se había marchado con Tom… ¿lo está esperando afuera?
–¿Y si lo está? –contraatacó él.
Lucy hizo un esfuerzo por calmarse.
–¿Me podría pasar el molde de tartas?
Él lo alcanzó y se lo acercó, pero no soltó el molde.
–¿Lucy?
Lucy parpadeó y apartó la mirada.
–Si le apetece un pedazo de la tarta que ya está preparada, siéntese a la mesa y yo…
–¿Me lo servirá? –dijo con picardía, soltando el molde.
–Le cortaré un pedazo –puntualizó.
Lucy alcanzó un cuchillo para cortarle el pedazo prometido, pero él sacudió la cabeza y dijo, antes de salir de la cocina:
–No, gracias. He cambiado de opinión.
Ella se quedó sola, pero él permaneció en sus pensamientos, afectándola de un modo tan intenso y cálido que pensó que seguramente estaba prohibido en varios países.
Lo deseaba. Y comprobar la lista de ingredientes para la comida siguiente no le fue de ninguna ayuda.