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En su última colección de relatos, Joyce Carol Oates ahonda en las vidas de niñas y mujeres vulnerables: unas se convierten en víctimas mientras otras se ven incitadas por un profundo malestar emocional a cometer actos violentos contra los demás. En Desmembrado, el relato que da título al libro, una niña precoz de once años, llamada Jill, se sube al Chevrolet azul celeste de un pariente de la familia, un hombre atractivo y misterioso, que la conducirá a un destino incierto e imposible de olvidar; en «El pasadizo», finalista del premio Edgar al mejor relato breve, una viuda regresa de manera obsesiva a la casa que antaño compartía con su marido, hasta que una invitación a entrar por parte de los nuevos propietarios adquiere visos amenazadores; en «La chica ahogada», una estudiante universitaria se obsesiona con el caso de una mujer que murió ahogada o fue asesinada. Todos ellos son relatos sobrecogedores, Joyce Carol Oates consigue inquietarnos con sus historias construidas en el territorio del miedo. La crítica ha dicho «Oates, que tiene el don de adivinar el pensamiento, escribe relatos de terror psicológico sobre mentes gravemente perturbadas… Cuesta mucho apartar la vista de la página.» The New York Times Book Review «Pocos escritores son capaces de iluminar como ella los recovecos más perturbadores de la mente. Oates nos pone su sedosa soga al cuello y la estrecha.» Seattle Times «Este libro contiene relatos que noquean, historias que provocan una inquietud que raya en la perversidad, pero que tal y como están contados necesitas leer y saber qué va a pasar, qué nos va a pasar.» Eric Gras, El Periódico Mediterráneo
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Portada
Desmembrado
Desmembrado
y otras historias
de misterio y suspense
joyce carol oates
Traducción de Patricia Antón
Título original: Dismember
Copyright ©2017 by The Ontario Review, Inc.
Published by arrangement with The Mysterious Press, an imprint of Grove Atlantic, Inc., New York, NY, USA
© de la traducción: Patricia Antón, 2018
© de esta edición: Gatopardo ediciones, 2018
Rambla de Catalunya, 131, 1º-1ª
08008 Barcelona (España)
www.gatopardoediciones.es
Primera edición: febrero 2018
Diseño de la colección y cubierta: Rosa Lladó
Imagen de la cubierta: Niebla en cerro Caracol, Concepción (Chile)
Fotografía de Luis Enrique Fritz
Imagen de interior: Get Lit 2013. Fotografía de SpokaneFocus CC BY 2.0
Imagen de la solapa: © Dustin Cohen
eISBN: 978-84-17109-28-8
Impreso en España
Queda rigurosamente prohibida, dentro de los límites establecidos por la ley, la reproducción parcial o total de esta obra por cualquier medio o procedimiento, ya sea electrónico o mecánico, el tratamiento informático, el alquiler o cualquier otra forma de cesión de la obra, sin la autorización previa y por escrito de los titulares del copyright. Diríjase a CEDRO (Centro Español de Derechos Reprográficos, www.cedro.org) si necesita fotocopiar o escanear algún fragmento de esta obra.
Joyce Carol Oates firmando libros en el festival
literario Get Lit!, 2013.
Índice
Portada
Presentación
Desmembrado
El pasadizo
Desengaño
La chica ahogada
Situaciones
La garza azulada
¡Bienvenidos al vuelo entre amigos!
Agradecimientos
Joyce Carol Oates
Otros títulos publicados en Gatopardo
Para Henri Cole
Desmembrado
i
Cuéntanos lo que sabes. Lo que recuerdes.
Me he subido al tejado del viejo granero de mi abuelo. Noto la chapa caliente contra las piernas desnudas, contra los muslos. Éste es un sitio prohibido. El tejado inclinado, las planchas de cinc mal ensambladas y ardientes bajo el sol.
Ya no soy tan pequeña como para andar encaramándome al tejado del granero. Dejamos de hacer eso cuando estábamos en segundo de secundaria.
Te olvidas. Deja de interesarte. Hay otras cosas que hacer.
Sientes desprecio por las cosas que hacías de niña, incluso las prohibidas, cuando tienes unos años más.
Él conduce su Chevrolet por Iron Road. Es de un azul cielo radiante y con embellecedores cromados que destellan como si fueran ojos que parpadean. En su interior, tapicería de color crema. Hay manchas en el asiento de atrás que él ha tratado de quitar con algo que huele fuerte como el queroseno, de modo que las cuatro ventanillas están bajadas para que se vaya el mal olor.
Está fumando un cigarrillo. El humo envuelve su preciosa cara alargada que parece la de una muñeca. Saca el brazo izquierdo por la ventanilla abierta. Al frente, el asfalto de la carretera de dos carriles refulge bajo el calor como un espejismo en el desierto.
De Iron Road pasamos a Mill Pond Road, que en su mayor parte es un camino de grava y tierra. Pastos, maizales, bosques. Casas de labranza, edificios agrícolas. Silos. El Chevy azul cielo reduce la marcha, el conductor frunce el ceño detrás de las gafas como un cazador sin prisa, que se toma su tiempo.
Según dicen, Rowan Billiet es el primo (medio primo) de mi madre.
Según dice mi padre, por lo que a él concierne, Rowan Billiet no es pariente nuestro, en absoluto.
Lo que sin duda no es verdad es que Rowan Billiet sea mi tío. No es el hermano pequeño ni de mi padre ni de mi madre, así que no puede ser mi tío. Pero, al igual que otras falsedades publicadas en los periódicos locales, eso se repetiría hasta que todos llegaron a creerlo (erróneamente), y décadas después se recordaría de esa forma imprecisa en que rememoramos sueños terribles que se han desvanecido hasta tornarse recuerdos como gotas de agua sobre el papel pintado de la pared.
«Aquel joven tío tuyo, cómo se llamaba…»
«Aquel tan guapo que siempre conducía coches lujosos…»
Toma el desvío a Cattaraugus Creek Road, que es nuestra calle. ¿Está Rowan Billiet paseándose tranquilamente por la accidentada campiña al norte de Strykersville, sin destino alguno en particular? ¿Limitándose a comprobar adónde lo lleva su Chevy azul cielo?
Como si anduviese en busca de agua con una varilla de zahorí. Más o menos así.
Rowan tiene parientes repartidos por todo el condado de Beechum. Ni uno de ellos es un pariente cercano, ni uno es lo que se consideraría «familia».
Rowan aparece en sus casas, sólo para saludar. A veces, Rowan se queda únicamente unos minutos, porque se da cuenta de que no es un buen momento, o quizá la persona a la que ha ido a visitar no está en casa. A veces, Rowan se queda más rato, por ejemplo si lo invitan a cenar.
En nuestra casa, a Rowan nunca lo invitan a cenar. La razón parece ser (eso he deducido) que mi padre lo odia.
¡Por qué iba alguien a odiar a Rowan Billiet! En su Chevy, que huele a queroseno y a tabaco, sonríe para sí ante semejante idea. Tararea al son de la música en la radio del coche, lo bastante alta para que se oiga sobre el ruido del viento que entra por las ventanillas abiertas. «Tac, tac», tamborilea con sus dedos finos sobre el volante.
Tiene dedos de chica, dice la gente de Rowan Billiet.
Tiene cara de muñeca, se dice de Rowan Billiet.
Vaya, si uno no puede tomarse en serio ni su nombre: Rowan Billiet.
Entre primero y segundo de secundaria dio la sensación de que pasaran varios años y no uno solo.
Habíamos crecido jugando entre la chatarra de coches, camiones y tractores que había en el solar junto a la casa de mi tío. Mason, el hermano (hermanastro) mayor de mi padre, que era dueño de una gasolinera y un taller de reparación de coches en Cattaraugus Creek Road, a un kilómetro y medio de nuestra casa.
De la casa de labranza en la que vivíamos con los padres (adoptivos) de mi madre, que en realidad (un dato del que tardé décadas en enterarme) no eran unos desconocidos para sus padres biológicos, sino el hermano y la cuñada de uno de ellos.
Todo eso había pasado tiempo atrás, antes de que yo naciera. No tenía la menor idea de ello ni tendría el menor interés en muchos años, hasta llegar al menos a la edad de mi madre, en el momento en que Rowan Billiet apareció de manera especial en mi vida en 1961.
El depósito de chatarra de mi tío también era un sitio prohibido. No querían que fuéramos allí. Era fácil hacerse daño. Y si eras una niña era especialmente fácil, nos advertían.
Nuestras rodillas desnudas llenas de arañazos y sangrando. En mis piernas, hilillos de sangre que brotaban de los cortes que me habían causado los trozos de vidrio al colarme por la ventanilla rota de un coche «siniestro total» en un accidente sobre el que la gente todavía murmuraba por toda Cattaraugus Creek Road. Me emocionaba ser la más pequeña de los cinco que andábamos jugando por ahí (tres niñas y dos niños, que eran nuestros hermanos pequeños) y la única capaz de colarme en un espacio tanestrecho y retorcido, y, luego, cuando mi madre me vio se quedó mirándome un momento hasta que se dio cuenta de que lo de mis piernas eran sólo arañazos y de que la sangre brillante podía limpiarse fácilmente.
«¡Ay, Dios mío! Qué susto me has dado, Jill…»
En el depósito de chatarra de mi tío había una vieja carraca de grúa, con un gancho gigantesco y cubierto de óxido como si fuera sangre. Daba miedo ver ese gancho e imaginar, de algún modo, esa cosa tan grande enganchándose en carne humana…
Cuéntanos qué recuerdas, Jill.
Cualquier cosa que recuerdes.
Tómate tu tiempo. Intenta no alterarte. Ahora ya ha pasado todo, ya no corres ningún peligro.
Está diciendo que hay algo que quiere enseñarme.
Me llama «Jilly». Es su manera especial de pronunciar mi nombre, los demás no lo dicen así.
Ven, Jilly. Sólo un pequeño paseo hasta el puente y de vuelta.
Rowan Billiet siempre se te acercaba demasiado. Y sonreía mordiéndose el labio inferior.
Me parece que no puedo. Ahora mismo no.
¿Por qué ahora mismo no? Ahora mismo es el mejor momento, hostia.
Eso me hace soltar una risita. Nadie les habla a las niñas de mi edad como lo hace Rowan Billiet cuando no hay adultos delante.
Me río como si unos dedos fuertes y rápidos me estuvieran haciendo cosquillas. Es angustioso y emocionante, y hace que mi corazón palpite más deprisa, aunque no de felicidad.
Rowan Billiet no es un chico del instituto pero tampoco es viejo como mi padre y mis tíos. Describirlo costaría un montón. Te hace reír. Te hace reír de una forma rara, como si no supieras por qué te ríes, y no querrías que un adulto te oyera y te preguntara por qué te ríes y qué es tan divertido.
Mis amigas que han visto a Rowan Billiet dicen que parece un Elvis Presley más bajo y con el pelo más claro. Es muy guapo, con el pelo rubio arena y fino como seda de algodoncillo que le cae en una onda en la frente, las cejas de color arena y un bigotito como una oruga de color arena sobre el labio superior.
El bigotito como una oruga se mueve sobre su labio cuando habla y cuando sonríe. Cuando lo veo me estremezco.
No sé cómo contestarle a Rowan Billiet cuando dice esas palabras, de modo que me lo repite, despacio y con paciencia: Hay algo en el riachuelo, debajo del puente. Algo que arrastró la corriente y se quedó ahí varado, en las rocas. Te vas a caer de espaldas cuando lo veas, Jilly.
«Te vas a caer de espaldas.» Es una cosa rara que le he oído decir a la gente, y que me desconcierta un poco pero me hace sonreír.
Y Rowan sonríe aún más, tironeándome de la muñeca.
Rowan puede cogerme la muñeca con tan sólo el índice y el pulgar.
Lo que vas a ver, Jilly, tiene que quedar entre tú y yo. Si se lo cuentas a los demás, no lo entenderán.
Sacudo la cabeza para decirle que creo que no.
Venga, vamos, nadie se va a enterar.
Mi madre sí se enterará…
¿Cómo va a enterarse Irene si tú no se lo cuentas? Además, parece que no hay nadie en casa.
La forma en que Rowan dice «Irene» me indica que conoce a mi madre de un modo en que a mí no me es posible conocerla, y que en lo que sabe de ella hay familiaridad y desprecio.
No quiero decirle a Rowan «Mamá sólo ha ido a la compra a Ransomville, volverá en cualquier momento». No quiero que Rowan sepa que no hay ningún adulto en casa en este momento, excepto mi abuela, que se pasa el día entero entre la cocina y su habitación (en el piso de abajo y con las cortinas echadas) y ni se dará cuenta de que el Chevy azul cielo está aparcado a medio camino de la vía de grava compactada por la que se accede a la casa. Además, si viera a Rowan Billiet creería que es uno de los amigos del instituto de mi hermano.
Después, yo pensaría: «Sabía que debía venir cuando mamá hubiera salido. Cuando papá no estuviera en casa».
Entre semana, es raro que mi madre salga de casa a la hora que sea, pero es habitual que mi padre se haya ido a trabajar a la fábrica de radiadores de la General Motors en Strykersville.
Rowan frunce el ceño como si se esforzara mucho en no perder la paciencia. En darme otra oportunidad.
Es un secreto, ¿sabes, Jilly?
Si se lo cuentas a alguien no va a entenderlo.
Si se lo cuentas a alguien no volveré a llevarte nunca más a dar una vuelta en mi Chevy.
Rowan Billiet jamás me ha llevado a dar una vuelta en su Chevy, de modo que estará (posiblemente) confundiéndome con otra primita suya.
¿Qué? ¿Te vienes?
No digo que sí. Pero tampoco digo que no.
Noto una oleada de calor en la cara cuando Rowan me hunde el dedo índice en la muñeca.
Todo lo que va a ocurrir no ha empezado todavía. Rowan Billiet se levanta las gafas oscuras de aviador y me recorre con sus ojos muy brillantes entornados bajo el sol.
Venga, Jilly. Sube.
Deja que cierre yo esa puta puerta para que no quede medio abierta.
Cuéntanos lo que recuerdes. Cuándo empezó todo.
… Si hubo un momento en que empezaste a pensar que ahí pasaba algo. Que algo no iba bien.
¿O ni siquiera pensaste eso? ¿Eras demasiado pequeña y te sentías muy intimidada por él? ¿Cuál de las dos cosas fue?
Ir en el Chevy azul cielo me parece emocionante.
Desde el principio, Rowan me ve con buenos ojos.
Más adelante se sabría que el Chevy azul cielo de Rowan se lo había regalado un amigo (de Port Oriskany) o que a lo mejor se lo había vendido tan barato que había sido prácticamente un regalo. Lo mismo pasaba con el reloj de aspecto caro que Rowan llevaba en la muñeca izquierda y que le quedaba muy suelto incluso con la correa ajustada al máximo, de modo que no costaba imaginar que había pertenecido a un hombre mucho más robusto.
Mi padre diría que por qué demonios iba alguien a darle lo que fuera a Rowan Billiet, por el amor de Dios. La mera idea parecía enfurecerlo, como también les pasaba a otros hombres como él, que todo lo que tenían se lo debían a su trabajo y a quienes rara vez les regalaban algo más que corbatas, calcetines, cinturones y jerséis ligeramente deformes tejidos a mano por mujeres de la familia.
En una ocasión en que mi padre habló indignado de Rowan Billiet, mi madre le dijo que no tuviera tan mala baba, que el «pobre» Rowan lo había pasado muy mal, sin una familia propiamente dicha.
Rowan debería darte lástima, no provocar tu odio.
Mi madre, en cierto sentido, se sentía culpable por Rowan Billiet. Porque la familia de ella no había hecho nada por él cuando era niño y (eso era confuso para mí, como todas las cosas que habían pasado antes de que naciera), porque sus padres se habían separado y vivían en sitios distintos, y cuando Rowan era sólo un bebé se lo pasaban como una pelota, o quizá ninguno de ellos lo quería mucho. Y luego su madre murió, o tal vez no había muerto sino que la habían matado, la estranguló un tipo con el que se había enrollado, de modo que los ancianos abuelos de mi madre se habían llevado a Rowan a vivir con ellos, pero eso se acabó también al cabo de unos años.
Había abandonado los estudios a los dieciséis. Se metió en líos, lo suspendieron en todas las asignaturas, o quizá simplemente lo dejó porque odiaba la escuela y que le dijeran lo que debía hacer. No era un caso raro, pues muchos hijos de labradores no acababan la escuela, pero Rowan Billiet no era un hijo de labrador, él no tenía familia campesina y no heredaría ninguna casa de labranza en el condado de Beechum.
Contaban que Rowan Billiet había aprendido a «apañárselas por sí mismo», y lo decían con una especie de aprobación a regañadientes, pero siempre como si hubiera algo más que añadir que se guardaban para sí cuando podían oírles los niños.
Mi padre no siempre bajaba la voz aunque hubiese niños presentes. Cuando sentía ira o desdén. Como cuando le dijo a mi madre: «¡Joder! Menudo marica está hecho, que no lo pille merodeando por aquí».
Y mi madre protestó: «¡Eso es ridículo! Y de lo más desagradable. Por qué dices una cosa así, si ni siquiera es cierto…».
Mientras salía de la casa, mi padre soltó una áspera risotada como si mi madre hubiera dicho algo muy estúpido que no merecía una respuesta.
Marica. No sabíamos (todavía) qué significaba marica, pero sí entendíamos que era una palabra fea que las niñas nunca pronunciarían. Tampoco parecía una palabra que fueran a utilizar nuestras madres.
En cambio, era una palabra que utilizaban exclusivamente los hombres y los chicos mayores con la intención de expresar desprecio, asco, reproche y una especie de diversión incrédula. Y lo que tenía de especial marica es que iba dirigida tan sólo (como advertimos, sorprendidas) a otro varón.
«Ajá, te vas a caer de espaldas con esto.»
En el puente, Rowan Billiet me coge de la muñeca para guiarme por el escarpado sendero que lleva hasta el riachuelo. Me agarra la muñeca con el índice y el pulgar lo bastante fuerte para dejarme una marca roja en ella.
Sólo es un gesto cariñoso, pienso. Como el de mi abuelo cuando me hunde los dedos callosos en el pelo y se supone que no debo encogerme ni gemir porque con eso heriría sus sentimientos.
Bajo el puente hay un gran rectángulo oscuro en el agua, que es la sombra del propio puente que se ondula como si estuviera viva y respirara. En el agua poco profunda, junto a la orilla, hay montones de piedras, pero también cascotes de hormigón y barras de hierro oxidadas, y es hacia esa dirección por donde Rowan me lleva para ver algo que al principio me parecen prendas de ropa o harapos o una cosa lanuda que se mece lentamente. A menos que cierre los ojos (algo que Rowan no me permitiría hacer) no hay otro sitio adonde mirar.
¿Lo ves? ¿A que es genial? Mira qué tamaño.
Rowan suelta un silbido por lo bajo. Yo no comprendo lo que estoy viendo. Mis ojos parpadean y se llenan de lágrimas. Y qué olor tan fuerte, que sube en cálidas oleadas, como el calor de una rejilla de ventilación en el suelo, y que hace que me maree.
Rowan está diciendo que imagina que lo tiraron al agua río arriba. Hay una emoción en su voz que no había oído antes.
Y que flotó hasta aquí y quedó varado en las rocas. Es genial, ¿a que sí?
¿Sabes qué quiere decir exanguinado? Privado de toda la sangre.
Eso es lo que ha pasado aquí. Como un cerdo puesto boca abajo, o un pollo. Desangrado.
¿Y has visto que está hecho pedazos? Mira, puedo moverlos. La cabeza está separada del cuerpo… Esto lo hice yo.
Sólo por divertirme, por mamonear un poco con mi cuchillo japo de acero al carbono.
¡Eh, por el amor de Dios! Nadie va a hacerte daño a ti.
Es un cuchillo estupendo. Me costó doce dólares. Acero al carbono hecho en Japón.
¿Quieres cogerlo? ¿No?
Lo usé así, como un serrucho, para cortar las vértebras.
¿Sabes qué son las vértebras, Jilly? Como las de tu columna.
Esto es tu columna, ¿has visto? Y aquí arriba también. Tu cuello también es tu columna.
Los dedos de Rowan están en mi nuca. Al principio la sensación es como un cosquilleo. Y luego me aprieta el cuello para hacerme saber que puede apretar mucho más fuerte si quiere.
Me está explicando, con excitación: Es como esas autopsias que hacen en la morgue. Ya sabes, las autopsias con un cuerpo humano que ves en las películas.
Desmembrado…, como un pollo cortado en pedazos, pero con un cuchillo especial.
Mira, he traído mi cámara. He tomado algunas fotos sensacionales. Pero no podía hacerme una foto a mí mismo.
Toma, coge mi cámara, Jilly, y hazme una foto justo aquí, en esta roca.
¿Sabes cómo funciona? Tienes que apretar este botón.
Mira a través de esa lente pequeñita, y luego aprieta el botón.
No te hagas la tonta, eres una niñita lista de cojones. Todo el mundo lo dice.
¡Eh, por Dios!… Ten cuidado.
(La cámara ha estado a punto de escurrírseme de los dedos y caer al río, de tanto que tiemblo.)
Rowan me arranca la cámara de las manos, maldiciendo.
Entonces ve mi cara de muerta de miedo y se ríe.
Ve cómo tengo arcadas, cómo me ahogo. Toso y escupo un líquido blanco y espumoso que me cae en la pechera de la blusa, mientras Rowan Billiet niega con la cabeza y se ríe.
¿Qué era eso que viste en el río?, me preguntan.
Qué era lo que Rowan Billiet me había llevado a ver y a tomarle fotos.
¿Un animal que se había ahogado? ¿Al que habían matado… a tiros?
¿El cuerpo de un perro? ¿De un ciervo? ¿De una oveja?
En mi vida hay cosas que no tienen nombre. Si cierro los ojos puedo verlas con claridad, pero siguen sin tener nombre.
Esperan pacientemente a que yo diga algo. No son agentes de policía (eso me han dicho), sino asistentes sociales de los servicios de familia e infancia del condado de Beechum quienes me están interrogando con la autorización de mis padres (eso me han dicho). Noto que me tienen lástima porque no cuesta mucho darse cuenta de que tengo el cerebro de un mosquito, o que la timidez o lo que ha ocurrido me afectan tanto que es como si tuviera el cerebro de un mosquito.
Oigo a uno decirles a los demás en voz baja: Quizá simplemente no lo sabe. Quizá nunca vio nada sino que lo imaginó. Y es posible que le estemos dando ciertas ideas, al hacerle estas preguntas…
ii
«Te vas a caer de espaldas.»
Me dijo eso más de una vez. Me lo dijo muchas veces.
«Te vas a caer de espaldas cuando veas esto, Jilly.»
Me guiñaba el ojo como si fuera una broma que compartíamos. (¿Qué broma compartíamos?)
Pero caerse de espaldas no es algo bueno. A nadie le apetece darse un trastazo.
¿O significa que no será un trastazo real?
Pero es algo bien raro que decir, pienso.
Y, años después, sigo sin saberlo: ¿Por qué va a creer alguien que es buena cosa caerse de espaldas?
Ya decía yo que ibas a caerte de espaldas, Jilly.
Y no finjas que no lo has hecho.
Apuesto a que te gustaría usar mi cuchillo japo de acero al carbono, ¿eh? Seguro que sí.
La próxima vez, quizá lo harás.
Quizá con algo vivo, para oírlo chillar.
Cuando subimos de nuevo a la carretera y al coche azul cielo, aún estoy temblando. Mis rodillas están a punto de flaquear. Siento un zumbido en la cabeza. El mal olor en las fosas nasales. Rowan me regaña, dice que si voy a vomitar no me quiere en su coche, que ya puedo volverme andando a casa.
Parece furioso conmigo, pero luego se ablanda. Me guiña el ojo y se ríe y dice que no pasa nada porque soy sólo una cría y no puedo evitarlo.
Me siento un poco mareada y aturdida, pero también emocionada. Lo que he visto no me ha quedado grabado del todo. Me resulta fácil no verlo, cerrar los ojos con fuerza y desear que toda esa fealdad desaparezca.
Y pienso que este secreto que Rowan Billiet ha compartido conmigo me vuelve especial, aunque no pueda alardear de él ante mis amigas y mis primas y nadie vaya a saberlo nunca.
¡Jilly! Esto va a hacerte caer de espaldas.
En la guantera del Chevy azul cielo que huele a queroseno y a tabaco hay unas revistas que Rowan Billiet dice tener escondidas salvo para pasajeros especiales.
Rowan Billiet me enseña unas revistas baratas. Se las ha dado un amigo (de Port Oriskany) al que espera que yo conozca algún día. Un amigo que es coronel (creo que es eso lo que Rowan dice) y que quiere conocerme.
¿Por qué iba a querer alguien conocerme a mí? Eso me hace reír, hasta ese punto me parece tonto, improbable y aterrador.
¡Por qué iba a querer un hombre adulto como un «coronel» conocer a una cría de once años!
Porque le he hablado de ti, Jilly. Porque le dije que eres mi sobrina favorita, y adivina qué dijo el coronel…, pues que él no tiene ninguna sobrina, coño.
Rowan pasa, despacio, las páginas de la revista. Las que están arrugadas las alisa sobre el asiento del coche, entre ambos. Expedientes policiales, El verdadero detective, Confesiones verídicas, Un raudal de miedo, Los más buscados por el FBI. Rowan se muerde el labio con los dientes pequeños y amarillentos. Sus ojos como cuentas brillantes están clavados en mí mientras observo parpadeando los rostros en las revistas, los cuerpos en las revistas, distintos de los que haya visto nunca en las revistas que nos llegan a casa o en la televisión. Son rostros magullados y ensangrentados con los ojos cerrados. Son cuerpos a los que les han quitado o desgarrado la ropa. Cuerpos desfigurados, deformes y mutilados, pero está claro que son cuerpos de mujeres a los que les han hecho cosas terribles.
Hay chicas malas, Jilly. Que son carne de cañón, que se buscan problemas.
Y si una chica se busca problemas…, ¡pues los acaba teniendo!
¿Habías visto alguna vez algo parecido, Jilly?
Si pudiera hablar, le diría que no.
¿Crees que tendrás alguna vez el mismo aspecto que ella, Jilly? ¿Cuando hayas crecido del todo?
Si pudiera hablar, le diría que no.
Está más llenita de arriba que Irene, ¿verdad? Pero Irene tiene un buen culo, nada gordo.
No me gustan las hembras gordas. Hay algo asqueroso en un culo gordo cuando se sientan sobre él y se… expande, digamos.
Qué pena lo que le hicieron a ésta, ¿eh? ¿Sabes cómo se llama esto? ¿Aquí, donde la cortó el cuchillo?
Se llama «pezón», Jilly.
Tú también los tienes, sólo que pequeñitos.
Cuando seas mayor se volverán más grandes. Mucho más grandes.
Y si alguien los pellizca… así, se ponen duros.
Rowan sólo juega conmigo, se burla. Finjo creer que es así. Aparto sus manos de mi pecho, soltando risitas aunque sus pellizcos me hacen daño.
Me duelen las comisuras de los párpados y los ojos se me llenan de lágrimas, así que no veo qué hay en la página que ha pasado ahora Rowan.
A ésta la llamaban la Dalia Negra. La muy putilla recibió su merecido.
Era un poco bizca, ¿a que sí? Menuda guarra.
Los dedos de Rowan me agarran la mano. El índice y el pulgar de Rowan me aferran la muñeca y tiran de mi mano para llevarla entre sus piernas, que están abiertas con las rodillas separadas.
Así, Jilly. No te hagas la tonta, que eres una niña lista de cojones, Jilly.
La respiración de Rowan se vuelve rápida y entrecortada como si hubiera estado corriendo.
Rowan se ha quitado las gafas oscuras de aviador. Sus ojos brillan como esquirlas de cristal. Tiene la cara resbaladiza de sudor y la piel de un extraño color pálido como la manteca. Por cómo respira, parece que le duela hacerlo.
Rowan suelta un grito que es como el de un animal pequeño y herido. Pone los ojos en blanco y un hilillo de saliva le cae de la boca.
Después, Rowan dice: Si le cuentas algo de esto a alguien, Jilly, tu madre sabrá que eres una niña mala, muy mala. Tu padre te zurrará en ese culito tan mono que tienes.
Rowan Billiet decía que su mala suerte se debía a haber nacido en el condado de Beechum, en Nueva York. En Los Ángeles habría tenido la oportunidad de hacer carrera en la música pop, en el cine, en la televisión.
En Los Ángeles podían descubrirte en un drugstore, por ejemplo. En Strykersville podías pasarte la vida esperando y que no te pasara ni una sola cosa buena.
Había enviado una reluciente fotografía de sí mismo al Dick Clark Show identificándose como un estudiante de instituto de diecisiete años con «experiencia en el baile», pero nunca le habían contestado.
Tenía esa mala suerte, decía Rowan. La de haber nacido en el condado de Beechum, donde hay mil veces más vacas que gente.
Como desafío a su entorno, ¡Rowan Billiet siempre iba bien vestido! No se parecía en nada a los chicos y los hombres que conocíamos.
Rowan Billiet no era trabajador manual ni peón. Ni siquiera utilizaba las manos, no se ensuciaba las manos como otros chicos y hombres.
A diferencia de ellos, Rowan Billiet prefería llevar camisas blancas recién planchadas, de manga corta en verano. A veces, una pajarita de topos. Un cinturón con la hebilla plateada o dorada.
Sus (cortas) piernas iban enfundadas en pantalones de pinzas o en otros oscuros y más de vestir, siempre bien planchados. Nunca llevaba tejanos ni pantalones de peto; no eran para Rowan Billiet!
Siempre andaba cambiando de empleo. En cuanto empezaba en un trabajo se sentía inquieto, se aburría.
Empleado en un drugstore, dependiente en una zapatería, taquillero en el autocine Starlite. Ayudante de camarero en la pizzería de Enzio. En el pícnic de bomberos voluntarios de Ransomville, en julio, habían contratado a Rowan Billiet para cantar números de bingo a través de un micrófono con una voz melosa de locutor de radio: «Damas y caballeros, ¡BINGO!». En su mayoría eran empleos en los que se requería tener buen aspecto, nada que fuera a ensuciar las manos o la ropa de Rowan ni a despeinar su cabello, que llevaba arreglado en un tupé como Elvis Presley.
A Rowan le gustaba alardear de que los había dejado antes de que lo despidieran. Se rumoreaba que se había «agenciado» productos o dinero suelto, pero a Rowan Billiet no lo habían arrestado nunca, que nadie supiera, y mi madre insistía en que no había robado un céntimo en toda su vida, en que tenía demasiada dignidad.
Llegado el momento de la muerte de Rowan, los periódicos publicarían que no había constancia de ningún arresto a partir de su mayoría de edad, sólo multas de tráfico y una citación.
El último empleo de Rowan fue de «conductor personal» (chófer) de un hombre llamado Cornel Steadman, que vivía en Strykersville. La gente entendió mal el nombre del jefe de Rowan y lo llamaba «el Coronel».
Debía de ser el único chófer en la historia del condado de Beechum, se burlaba la gente. Para ese cargo, Rowan llevaba camisa blanca y pajarita, pantalón de vestir y una elegante gorra con visera verde oscuro. Conducía un reluciente Cadillac Seville negro para el Coronel, que unas veces iba sentado en el asiento de atrás del vehículo y otras en el delantero junto a Rowan Billiet.
En la calle Mayor de Strykersville se veía con frecuencia a ambos hombres a bordo del Cadillac Seville. El Coronel miraba al frente como George Washington al cruzar el río Delaware el día de Navidad de 1776 (en la biblioteca de nuestra escuela pendía una reproducción del cuadro) y a su lado Rowan Billiet, con su atuendo de chófer y la gorra con visera verde, sonriendo de oreja a oreja y aferrado al volante.
El automóvil largo y negro con sus relucientes cromados era una visión impresionante desde la acera, pero algunos (como mi padre) aseguraban que no se trataba de un Cadillac nuevo y decían que debía de tener, por lo menos, diez años.
Me plantearían la cuestión más de una vez: ¿me había llevado Rowan Billiet en el Cadillac en alguna ocasión? ¿Había ido en el Cadillac con Rowan Billiet y el Coronel? ¿Me había tocado alguna vez cualquiera de los dos?
Ponían un énfasis especial en esa palabra, tocado. Para que supiera que significaba más de lo que parecía significar y que tenía que pensarme con mucho cuidado mi respuesta a una pregunta así.
No, les digo.
Niego con la cabeza para que no haya confusión posible: No.
De hecho, yo nunca había llegado a ver al Coronel. Cuando Rowan Billiet lo conoció, se había olvidado de mí y se había olvidado de mi madre, que era su (media) prima; ya no tenía tiempo para ninguna de las dos.
Y tampoco había visto nunca el reluciente Cadillac Seville negro. Así que me sorprende que, por lo visto, sea capaz de recordar con claridad ese precioso coche.
Cierro los ojos y ahí está, con Rowan Billiet sentado muy tieso con su camisa blanca, su pajarita y sus gafas de sol de aviador y sonriéndome como si me disparara una flecha al corazón.
¡Jilly! Asegúrate de que esa puta puerta quede bien cerrada.
¿Adónde te llevaba Rowan Billiet con su coche?
¿Qué clase de cosas te decía Rowan Billiet?
¿Te hacía regalos Rowan Billiet? ¿O dinero?
¿Te enseñaba imágenes Rowan Billiet? ¿Fotografías?
¿Te enseñó Rowan Billiet alguno de sus cuchillos?
Desmembrado era una palabra que no habíamos oído nunca. Esa palabra no se le decía a ningún niño.
¿Qué edad tenía la primera vez que oí la palabra desmembrado? Tuvo que ser después del día en que vino mi padre y se me llevó de la escuela. Pero cuando intento recordarlo es como una pizarra que se haya borrado.
Estás a punto de descifrar las palabras o las cifras bajo los manchones del borrador. Lo intentas una y otra vez hasta que te lloran los ojos por el esfuerzo, pero finalmente no puedes hacerlo.
Me recoge con su Chevy azul cielo en la parada de los autobuses Greyhound de Ferry Street, en Strykersville, una tarde lluviosa en la que ha cambiado el tiempo. Es la víspera de Halloween, que ese año caerá en viernes.
A las cinco y cuarto de la tarde ya está casi oscuro. Pesadas nubes de lluvia del color de un moretón han estado amontonándose en el cielo durante todo el día. Le he dicho a mi madre que después del colegio me quedo al entrenamiento de baloncesto, y que cogeré el siguiente autobús (el de las seis) para volver a casa.
Ahora soy algo mayor, estoy en primero de secundaria en la escuela para chicos de doce a catorce años de Strykersville. No me acuerdo de cómo lo organizamos, pero en el otoño de este año pasa a menudo: Rowan Billiet me recoge en la parada de autobús y me lleva a las afueras de la ciudad cuando me he quedado para alguna actividad extraescolar (eso cree mi madre).
Justo al salir de la ciudad hay un Dairy Queen en el que te atienden en el coche y en el que Rowan pide batidos, helados con fruta y cucuruchos. Y más allá, en la Nacional 31, hay una taberna que se llama The Pines y que huele a cerveza, tabaco y galletas saladas rancias, y también a algo ligeramente agrio y húmedo.
Es como entrar en una cueva. Desde el aparcamiento de gravilla hasta el interior de la taberna, donde Rowan Billiet le dice al camarero: «¡Hola! Una Bud para mí y una Coca-Cola para mi sobrinita».
A Rowan le encanta vaciarse los bolsillos sobre la barra. Entre tintineos, su calderilla se mezcla con las llaves del coche.
Lo bueno de eso es que Rowan me da monedas para la máquina de discos.
Pero hoy Rowan no se ha parado en el Dairy Queen ni en The Pines. Ni ha parado a tomar una copa en el Iroquois Grill & Bolera, cuyo propietario es un viejo amigo (según Rowan) de su padre.
Lo que ha hecho ha sido seguir conduciendo hasta cruzar el límite entre el condado de Beechum y el de Monroe a través de un paraje montañoso, con las praderas y los campos ahora cuarteados y resecos con los rastrojos del maíz.
Toma el desvío hacia el centro comercial de Monroe. Lo han abierto hace poco y tiene más tiendas de las que uno podría imaginar y un aparcamiento del tamaño de un campo de fútbol.
Rowan conduce ahora despacio. Y mientras conduce, me habla. Y mientras me habla, tamborilea con los dedos en el volante con un ritmo entrecortado. No sé exactamente qué me está diciendo, pero me gusta mucho que me llame Jilly, que es un nombre por el que nadie más me llama.
Niños pequeños con máscaras y disfraces son escoltados por sus madres hacia la entrada del centro comercial. Esta noche debe de haber una fiesta de Halloween.
Es la Noche del Diablo, cuando los adolescentes sin supervisión pueden cometer travesuras serias.
Rowan frena y el coche da pequeñas sacudidas como hipos. Avanza a menos de diez kilómetros por hora a través del aparcamiento casi vacío. En un gesto de educación, apaga las luces y deja sólo las de posición.
No todos los niños disfrazados van con adultos, por lo visto. Algunos parecen ir acompañados por niños mayores, hermanas o hermanos que los llevan de la mano.
Rowan detiene el coche por completo. Tiene una sorpresa para mí, que saca de la guantera: un antifaz de satén negro para que me lo ponga en la cara. Y Rowan tiene uno igual para él.
¡Póntelo, Jilly!
La goma se me engancha en el pelo cuando me ajusto el antifaz en la cara. Los agujeros para los ojos no acaban de encajar bien. La tela de satén es más rígida de lo que parecía.
Pero me gusta ese antifaz, me gusta llevarlo, y miro mi reflejo en el espejo retrovisor, que Rowan ha girado para que me vea.
Muy sexy, ¿eh, Jilly?
El antifaz de satén negro de Rowan lo hace parecer el Demonio en un dibujo animado. Se muerde el labio inferior con una sonrisita húmeda y maliciosa.
Vuelve a circular por el aparcamiento, despacio. Rowan lo llama rastrear.
Como se rastrean los peces, si eres pescador.
Pero es una imagen muy fea, la de un pez que ha mordido el anzuelo. Cuando el pescador saca del agua de un tirón al pez que se agita y le arranca el anzuelo de la boca llena de sangre.
Los ojos del pez se vuelven saltones y las agallas se abren y cierran en su desesperación por respirar.
Cae una llovizna helada. Resulta decepcionante en la víspera de Halloween.
Rowan dice: Mira, Jilly.
Son dos chicas de mi edad. Pero no las conozco. El centro comercial está a kilómetros de Strykersville y en otro distrito escolar.
Las chicas sólo van mínimamente vestidas para Halloween. La más gordita de las dos lleva un chal de crepé negro con el dibujo de una telaraña sobre unos pantalones negros y sedosos que parecen de pijama. La otra lleva un atuendo glamuroso y barato, que incluye una boa de «piel de zorro», y un maquillaje exagerado. Ambas niñas llevan brillantes lentejuelas en el pelo y zapatos de tacón alto que las hacen caminar con torpeza, y pintalabios rojo vivo que les da un resplandor poco natural a sus bocas.
No son muy guapas, estoy pensando yo. Me pregunto por qué no llevan antifaces.
Rowan silba entre dientes y siento una punzada de celos. ¿Qué tienen de especial esas dos?
Rowan me da un codazo. Pregúntales si quieren que las llevemos.
¿Porque está lloviendo? Pero si llueve muy poco…
¡Jilly! Te he dicho que se lo preguntes.
No me parece bien. Digo que no con la cabeza.
Sólo tienes que asomarte por la ventanilla. Y preguntarles si quieren que las llevemos. Diles que tu padre las llevará a donde quieran ir…
Tu padre. Esas palabras de labios de Rowan me resultan excitantes.
Pero me da miedo hacer esto. O me resisto a hacerlo, porque estoy pensando: «Esto no está bien. No».
Y sin embargo, creo que odio a esas chicas. Son mayores que yo, probablemente tendrán catorce o quince. Son más maduras que yo y Rowan las encuentra sexys, estoy segura.
Siento una punzada de rabia hacia esas chicas. Justo cuando Rowan está a punto de alejarse, bajo la ventanilla y las llamo con una voz alegre y ronca: ¡Hola! ¿Queréis que os llevemos?
Las chicas se vuelven para mirarme. Y al Chevy azul cielo y a Rowan Billiet al volante y con la cara medio oculta por el antifaz de satén negro.
Me da miedo, y me excita, imaginar qué estarán viendo esas chicas cuando nos miran. Cuando me miran a mí, con mi antifaz de satén negro.
¡Está lloviendo! ¡Subid! Mi padre os llevará a donde queráis…
Me tiembla la voz. Incluso con el antifaz, las chicas pueden ver algo en mi cara, algo que las hace negar con la cabeza y sonreír con nerviosismo. ¡No, gracias!
¿Seguro? No supone ningún problema, exclama Rowan por encima de mi cabeza.
Su voz suena simpática. La voz de un papá simpático.
Pero las chicas están seguras de que no quieren subirse al Chevy azul cielo que conduce el hombre sonriente del antifaz de satén negro.