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La muerte de Rafael Larraz, un reputado periodista especializado en sucesos, hará que su hija descubra una novela inacabada entre sus pertenencias. La curiosidad la lleva a leerla, aunque pronto se da cuenta de que este manuscrito es mucho más que una simple obra de ficción. Dentro encontrará una serie de crímenes, hechos insólitos y escándalos de enormes proporciones. Mientras avanza la trama, descubrirá oscuros secretos que su padre había mantenido ocultos y que podrían haber sido la causa de su muerte. Su búsqueda la conduce a conectar estos antiguos crímenes con su propia historia familiar, revelando una red de robos, mafias e investigaciones policiales y periodísticas por la ciudad de Castellón que marcaron el destino de su familia durante décadas. Andreu Martín vuelve a Alrevés y nos ofrece un viaje con múltiples voces, contrapuntos y saltos temporales donde las líneas entre la realidad y la ficción se desdibujan. Ahora solo falta un último objetivo: descubrir el porqué
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Andreu Martín (Barcelona, 1949) es escritor especializado en novela negra y policíaca desde que en 1979 publicó Aprende y calla. En 1980 recibió el premio Círculo del Crimen por Prótesis. Posteriormente, ha escrito numerosas obras del género que han sido galardonadas, como Si es o no es (con el Deutsche Krimi Preis International a la mejor novela policíaca publicada en Alemania), Barcelona connection y El hombre de la navaja (las dos con premios Hammett), Bellísimas personas (que, además del Hammett, también obtuvo el premio Ateneo de Sevilla) o De todo corazón (premio Alfons el Magnànim).
Además, ha recibido el prestigioso premio Pepe Carvalho, en el festival BCNegra, que galardona toda una trayectoria. Ha escrito también género erótico y novela infantil, donde, juntamente con Jaume Ribera, ha creado el personaje de Flanagan, cuya primera novela, No pidas sardinas fuera de temporada, recibió el Premio Nacional de Literatura Juvenil.
En Alrevés ha publicado El Harén del Tibidabo (2018), Todos te recordarán (2019), La favorita del Harén (2020), Vais a decir que estoy loco (2021), La cuarta chica por la izquierda (2023) y Lo que solo les pasa a los demás (2024).
La muerte de Rafael Larraz, un reputado periodista especializado en sucesos, hará que su hija descubra una novela inacabada entre sus pertenencias. La curiosidad la lleva a leerla, aunque pronto se da cuenta de que este manuscrito es mucho más que una simple obra de ficción. Dentro encontrará una serie de crímenes, hechos insólitos y escándalos de enormes proporciones.
Mientras avanza la trama, descubrirá oscuros secretos que su padre había mantenido ocultos y que podrían haber sido la causa de su muerte. Su búsqueda la conduce a conectar estos antiguos crímenes con su propia historia familiar, revelando una red de robos, mafias e investigaciones policiales y periodísticas por la ciudad de Castellón que marcaron el destino de su familia durante décadas.
Andreu Martín vuelve a Alrevés y nos ofrece un viaje con múltiples voces, contrapuntos y saltos temporales donde las líneas entre la realidad y la ficción se desdibujan. Ahora solo falta un último objetivo: descubrir el porqué.
Dinero para los muertos
Andreu Martín, galardonado con el premio
Letras del Mediterráneo 2024, en la categoría de Novela Negra, otorgado por la Diputación de Castellón
ANDREU MARTÍN
Primera edición: noviembre de 2024
Para Josep Forment, siempre con nosotros
Publicado por:
EDITORIAL ALREVÉS, S.L.
C/ Torrent de l’Olla, 119, Local
08012 Barcelona
www.alreveseditorial.com
© 2024, Andreu Martín
© de la presente edición, 2024, Editorial Alrevés, S.L.
Printed in Spain
ISBN:978-84-10455-02-3
Producción del ePub: booqlab
Queda rigurosamente prohibida, sin la autorización por escrito de los titulares del «Copyright», la reproducción total o parcial de esta obra por cualquier medio o procedimiento mecánico o electrónico, actual o futuro, comprendiendo la reprografía y el tratamiento informático, y la distribución de ejemplares de esta edición mediante alquiler o préstamo públicos. La infracción de los derechos mencionados puede ser constitutiva de delito contra la propiedad intelectual (Art. 270 y siguientes del Código Penal). Diríjase a CEDRO (Centro Español de Derechos Reprográficos) si necesita fotocopiar o escanear algún fragmento de esta obra. Puede contactar con CEDRO a través de la web www.conlicencia.com o por teléfono en el 91 702 19 70 / 93 272 04 47.
Mis padres se separaron el año antes de que yo naciera.
Mi padre, el conocido periodista Rafael Larraz, se fue de casa a finales de 1998 y yo nací en mayo de 2000.
Cuando alguna vez le pregunté a mi madre, ella, siempre hermética, me dijo que son cosas que pasan, que las parejas se separan, pero, si hay hijos, no dejan de verse, y los lazos nunca se rompen del todo, y ninguno de los dos tenía pareja fija (mi padre era un tarambana) y algún día se encontraron y pasó lo que tenía que pasar.
Sin embargo, por lo que sé, después de la ruptura mi padre se fue a vivir a Castellón y, después, se trasladó a Argentina, donde estuvo viviendo cerca de un año, y luego se instaló en Madrid, y siempre me he preguntado en qué momento hubo un espacio de tiempo donde colocar eso que tenía que pasar y pasó.
Mi padre regresó a Barcelona cuando murió mamá, y yo y mis hermanos le cedimos la casa de siempre, aquel piso con pretensiones modernistas de la Gran Vía, junto al hotel Habana, donde en un tiempo lejano habíamos sido una familia más o menos convencional. Allí trasladó sus archivos, y montó unas estanterías metálicas horribles en cualquier rincón y en medio del pasillo para acumular todos los papeles y papeles y papeles que había reunido a lo largo de su vida.
A él nunca le pregunté, claro está. Siempre dimos por supuesto que era el infiel, el desleal, y resultaba sumamente incómodo hablar con él de nada que tuviera que ver con relaciones de pareja o con sexo.
Murió el pasado 15 de diciembre, a los sesenta y nueve.
Había vivido sus últimos años solo, nostálgico, cansado, deteriorado, aburrido, amargado y rezongón. Acababa de pasar un mal covid y, como secuelas, le habían quedado un profundo cansancio, pesadez en las piernas y una tendencia al mareo que le obligaba a recorrer el pasillo apoyándose en las paredes. Yo me trasladé a su casa para cuidarlo, pero era lo que se dice un mal enfermo. No aceptaba el apoyo de mi brazo y le irritaban mi actitud protectora, mis consejos o mis preguntas acerca de si necesitaba algo. No le gustaba que le hicieran sentirse minusválido. Se estaba sometiendo a una serie de revisiones médicas, y al día siguiente debíamos ir a la clínica para que le efectuaran una endoscopia y colonoscopia a la vez. Había pasado el día prácticamente en ayunas y laxándose para limpiar bien el intestino y dejarlo en perfecto estado de revista. Oí cómo se levantaba de madrugada, acuciado por la próstata, y cómo arrastraba las zapatillas hasta el baño. Me pregunté si sería conveniente ir a ayudarle. Sabía que estaba hambriento, débil y torpe y me preocupaba que pudiera caerse, como le había sucedido más de una vez. Oí cómo descargaba la cisterna y, a continuación, el ruido violento de su cuerpo al desplomarse. Ni un gemido, ni una petición de socorro. Solo el estrépito, el golpe de su cabeza contra algún sitio. Cuando llegué al baño, ya era demasiado tarde. Sangraba en abundancia, estaba muy quieto, no respiraba.
Fue un funeral multitudinario. Aunque últimamente estaba muy olvidado por todos, papá había sido periodista famoso, especializado en sucesos y tribunales, habitual de tertulias de radio y televisión, había trabajado en El Periódico de Barcelona y en el Mediterráneo de Castellón, y en El País cuando estuvo en Madrid, en Clarín durante su estancia en Buenos Aires, y luego en la Cadena SER y hasta había tenido un programa propio en Antena 3. Era amigo de policías, fiscales y jueces y se había hecho querer mucho dentro de la profesión. Me reencontré con mis hermanos, mayores que yo; Roger, que trabaja en un ministerio, en Madrid, y Marc, que ejerce de arquitecto urbanista municipal en Girona. No nos vemos casi nunca. Desde que murió mamá, ya nunca más hemos celebrado navidades ni cumpleaños. Éramos una de esas familias que por ateas rehuían cualquier celebración religiosa y, por izquierdosas, consideraban que era mucho más inteligente la seriedad y el mal humor que la alegría y las risas.
Volví al piso de la Gran Vía en enero, encargada por mis hermanos de hacer limpieza y seleccionar lo que pudiera tener algo de valor. La vivienda donde pasé mi infancia, con mi madre y mis hermanos, estaba repleta de libros y de periódicos antiguos que llenaban todas las estanterías del pasillo y de su estudio. Cientos de archivadores con noticias de prensa cuidadosamente guardadas por orden cronológico. Presumía de tener el archivo de crímenes más grande de España. Primero traté de hacer una selección, pensando en donar todo aquel material a alguna biblioteca o institución, pero me lo quitaron de la cabeza. Para poner aquello en orden se necesitaba un espacio inmenso y una cantidad de personal que nadie estaría dispuesto a contratar. Por lo demás, era un almacén de polvo y ácaros, así que, con gran dolor de mi corazón, decidí tirarlo todo al contenedor azul.
Me recuerdo plantada en medio de aquel piso caótico, saturado del olor de mi padre, que aún fumaba en pipa de vez en cuando, tan inútil todo sin su presencia taciturna. La butaca con el flexo estratégicamente colocado para poder leer cómodamente, el velador donde ponía su vaso de whisky mientras se sumergía en sus lecturas, la mesa junto al balcón donde desayunaba y analizaba el periódico a primera hora de la mañana, las pantuflas, el jersey olvidado en el respaldo de una silla por si refrescaba a media tarde…
Antes de irme, decidí echar una ojeada al ordenador.
Y entonces, en medio de la pantalla, retuvo mi atención un archivo titulado «Novela».
No tenía noticia de que mi padre estuviera escribiendo una novela. Alguna vez había comentado que podría escribir alguna con todo lo que sabía, pero nunca me dijo que se hubiera decidido a hacerlo.
Abrí el archivo de Word.
Se titulaba «El Butrón de la Magdalena 1999». Debajo del título, había añadido «Basada en hechos reales».
Empecé a leer:
No sé si lo que va a resultar a continuación es una novela negra —como fue mi primera intención— o el relato de la historia de amor más intensa que he protagonizado en mi vida.
Me detuve ahí.
¿1999?
¿«La historia de amor más intensa que he protagonizado en mi vida»?
Lo primero que se me ocurrió: ¿mi padre había protagonizado una intensa historia de amor en 1999 y yo había nacido en 2000?
Yo nunca me parecí a mi madre. Siempre he tenido que oír aquello de «¿A quién habrás salido tú?». ¿Puede ser que, en la expresión de mamá, al hacer ese comentario, se pudiera observar un cierto tono de rechazo, de despecho, de resignación?
Ya me vi hija de otra y, por algún motivo que todavía ahora no puedo entender, confiada a los brazos de mi madre, por piedad. La hija que siempre desearon y nunca tuvieron. Al fin y al cabo, hija de mi padre.
Bueno, no sé. Por eso me puse a investigar.
Leí todo el manuscrito, que me pareció incompleto y algo disperso, como si lo hubiera comenzado sin saber muy bien cómo iba a organizar el relato, y me quedé al final con tres palabras, tres únicas palabras inquietantes, que creí —y todavía creo— que merecían algún tipo de explicación que todavía no he obtenido. Por eso recurrí a la ayuda de la única persona que me pareció que podía llenar los huecos de la historia que mi padre no había atendido.
Bueno, no sé, ¿cómo empiezo? ¿Cómo se empieza?
Aquí tenemos este manuscrito, esta novela inconclusa de Rafael Larraz que pretendía contar un suceso importantísimo de esta ciudad pero que se perdió en detalles inconcretos, en noticias que daba por sabidas y en temas personales que me parecen muy divertidos aunque, desde mi punto de vista, quitan importancia a aquello que realmente la tenía.
Bueno.
Me llamo Francisco Largo y me piden que hable de lo que se llamó el «caso del butrón de la Magdalena»; aunque, bien pensado, al final el butrón fue lo de menos. Lo más tremendo del caso fue la serie de asesinatos que llegaron después, hecho insólito y escándalo de proporciones gigantescas para una pequeña y modesta ciudad como Castellón de la Plana.
El primer indicio, de apariencia insignificante, de lo que devendría un terremoto que nos enloqueció a todos fue un simple robo con escalo. No me correspondía a mí investigarlo, porque yo era entonces el responsable de la UDEV, que significa Unidad de Delincuencia Especializada y Violenta, pero Cristóbal Benavides, jefe supremo de nuestra comisaría, consideró que era yo quien tenía que encargarme del caso.
Era un viernes, 26 de febrero, 1999, aquí tengo las notas, y entré en comisaría a primera hora de la mañana. Me sorprendió encontrar en mi despacho al comisario sentado en mi sillón, con el codo derecho apoyado en mi mesa para sujetarse la cabeza de expresión aburrida. No se movió al verme. Solo dijo:
—A ti te estaba esperando. —Dejé el periódico Mediterráneo sobre el escritorio y, sin quitarme la chaqueta, enarqué las cejas y esperé—. Tenemos un escalo en la plaza de la Paz. Quiero que te ocupes tú.
—¿Y eso? —me sorprendí—. Es cosa de Robos, ¿no?
El grupo de Robos, que llevaba Domínguez, se encargaba de los robos en pisos y establecimientos. Menudencias para nosotros.
—Domínguez no está —respondió el comisario—. Su mujer ha tenido un cólico nefrítico y la está acompañando en el hospital. Y en su lugar está, cómo no, Clópez.
Cómo no. Clópez.
Un fenómeno, aquel Clópez. En realidad, se llamaba Juan C. López y siempre pensamos que la ce de su nombre significaba Carlos, Juan Carlos López. Hasta que un día llegó uno que había estudiado con él en la Escuela de Policía de Ávila, y nos dijo que la ce era de Cabezón. Se llamaba Juan Cabezón López. No habría pasado nada si no hubiera resultado que se avergonzaba de su apellido desde su más remota infancia. Incluso había conseguido que en su Documento Nacional de Identidad constara Juan C. López Urbano, los apellidos de su madre. En cuanto salió lo de Cabezón en la brigada, se hundió como un Titanic sin músicos y estuvo de baja por depresión. Nosotros no le habíamos dado más importancia que unas risas inofensivas, pero nos pegó un susto tan grande, tan inolvidable, que ya se le quedó el Clópez, o el Maclópez, porque si lo llamabas Cabezón, igual se suicidaba. Era un tío muy raro. Un poco grueso y muy calvo, caminaba mirando al suelo, como apabullado por un alud de circunstancias adversas, siempre esquivando las miradas ajenas con cabeceos tímidos y abochornados. A principios de los ochenta, cuando ya era insostenible la teoría de que «la mafia no existe y además ninguno de sus miembros ha visitado jamás España» (como decíamos públicamente aquí a quien se interesaba por el tema), enviaron a Clópez a estudiar el fenómeno en Roma y Nápoles. Lo eligieron a él porque tenía una licenciatura en Derecho y hablaba correctamente el inglés, el francés y el italiano. Conoció al juez Giovanni Falcone y a miembros de la comisión parlamentaria antimafia, se hizo un experto en el tema internacional y pasó otra temporada en la Secretaría General de Interpol, en Lyon, la capital del departamento del Ródano. Siempre presumía de ello. «Es punto de encuentro, asistencia y documentación de las policías de ciento setenta y seis países», decía. Se jactaba de ser uno de los trescientos funcionarios de cuarenta y una nacionalidades distintas que trabajaban allí. ¿Qué demonios hacía en Castellón un superpolicía como él?
Vamos a ver: Castellón, en 1999, no era el destino más recomendable si uno deseaba ascender. En aquella comisaría solo había tres tipos de policías: los inútiles, los castigados y los que veníamos del País Vasco, supongo que para que nos relajáramos, en una especie de descompresión para quitarnos lo que se llamaba «el síndrome del Norte». Tanto en la Jefatura de Valencia como en el Ministerio del Interior, partían de un solo principio: en Castellón no había delincuencia. No nos pagaban el plus de productividad porque en Castellón no había delincuencia, no se renovaba la flotilla de vehículos porque en Castellón no había delincuencia, no nos facilitaban el armamento necesario porque en Castellón no había delincuencia. Cuando decidieron construir la nueva comisaría, esa tan flamante que tenemos ahora en la Ronda Este, fue porque en la antigua comisaría se cayó una pared, que a punto estuvo de aplastar a cuatro ciudadanos que se estaban sacando el DNI y los agentes que los estaban atendiendo. Normalmente, el comisario estaba en el tercer piso, junto a las dependencias de la Científica, haciendo sudokus o invitándonos a tomar un café con él para charlar de toros, de fútbol o de mujeres; y si yo me presentaba en mi puesto de trabajo con el periódico Mediterráneo bajo el brazo, era porque daba por supuesto que dedicaría la mañana a su lectura y nada más. Así que, ¿qué demonios hacía un (supuesto) talento como Clópez en aquella comisaría ruinosa?
Bueno, la respuesta estaba en ese «supuesto». No era una lumbrera. Alguien había dado la orden para que terminara en Castellón y él se empeñaba en demostrar que era bueno, útil, erudito, imprescindible y que tenía respuesta para todo; continuamente se ofrecía para echarte una mano, te substituía en una guardia, te disimulaba un error, te hacía un papeleo incómodo, interrogaba al zarrapastroso pestilente. Y, a pesar de todo ello, o tal vez a causa de tanto servilismo, no conseguía ganarse el respeto ni el cariño de nadie. Era como un enano que da saltos constantemente no para ver sino para hacerse ver.
Total, que considerábamos que Clópez no era el más indicado para llevar aquel caso de escalo.
—¿Y qué le has dicho para justificar que me encargue yo?
—Que es un caso muy especial. Sospechosamente especial.
—¿Especial? ¿En qué sentido?
—Han entrado por el balcón. —El comisario al fin se movió despegando el codo del escritorio y rascándose la nariz. Se puso en pie—. De un onceavo piso. Robo con escalo. Pero qué escalo. Una auténtica escalada.
Y acepté. ¿Por qué no? No tenía otra cosa que hacer. Y debo confesar que prefiero hacer el trabajo de policía que pasarme la mañana leyendo el periódico.
Llevé conmigo a uno que se llama Crestas, Antonio Crestas, que lo llamábamos Harpo, porque era muy callado, que ahora se ha jubilado. También vino alguien del Gabinete para buscar huellas dactilares y hacer fotos y eso. Todavía no habíamos visto la serie CSI y no eran tan populares como ahora, que parece que sin ellos no se hace nada. Entonces, los mirábamos un poco de reojo porque en su departamento vestían batas blancas y nos parecía que se daban demasiada importancia. Los delincuentes caían porque ellos analizaban muestras de sangre y semen, o porque localizaban la procedencia de una bala, o porque detectaban huellas dactilares o pisadas en el barro y, por lo visto, los demás no hacíamos más que dar hostias en los interrogatorios. Aunque, a la hora de la verdad, en el juicio, se acababa hablando únicamente de aquellas pruebas inculpatorias y definitivas que el transgresor había dejado atrás sin darse cuenta.
En fin, que eran otros tiempos. A lo que iba.
Fuimos a la plaza de la Paz y nos metimos en aquel edificio de trece plantas donde ya había un agente de uniforme, que nos indicó que subiéramos al onceavo piso. El ascensor tenía capacidad para un par de sillas de ruedas con holgura.
Bueno, total, que nos recibió un matrimonio mayor muy atribulado. Aquí lo tengo: Enrique Roncero Malarte y su esposa, Sofía Quintas Guardia. Entre los cincuenta y los sesenta, él era abogado y trabajaba en Cerámicas Moliner, una próspera industria de la región. La noche anterior habían salido a cenar con el matrimonio Moliner, el dueño de la empresa, azulejero de pro, racholero, como los llaman aquí, y luego habían ido a tomar unas copas. Al regresar a casa, se encontraron el dormitorio revuelto. Habían roto un cristal del balcón. Piso once. Faltaban unas doscientas mil pesetas en efectivo y un joyero de madera de teca con incrustaciones de nácar que contenía alhajas valoradas, según nos dijeron, en más de un millón. Los señores tenían fotos del joyero y de las joyas.
No habían forzado la puerta del piso, que era blindada, ni habían dejado ninguna huella en ninguna habitación aparte del dormitorio, o sea que habían ido a tiro fijo y dedujimos que habían entrado por el balcón descolgándose desde la azotea.
Reconstruimos el recorrido realizado por los ladrones. Debieron de entrar a la portería aprovechando que salía algún vecino o llamando a cualquier piso y dando cualquier excusa. Subieron hasta el ático, probablemente en ascensor, y forzaron la puerta de la azotea quizás con llave maestra, sin fractura. El cerrojo era muy frágil, se podía abrir con un empujón. Desde la azotea, se descolgaron por la fachada hasta el balcón del onceavo piso. Ágiles como gatos. No parece que usaran cuerdas para hacer rápel. Supusimos que lo habrían hecho utilizando los adornos de la fachada como puntos de apoyo. Difícil, pero posible. Rompieron el cristal del balcón y entraron en el piso.
Bueno, ya sabíamos por dónde empezar. Los ladrones estaban informados de que los dueños del piso iban a salir aquella noche, conocían el edificio y habían verificado de alguna manera que era posible llegar al balcón del onceavo desde la azotea jugándose el tipo lo justo. Un robo audaz y perfecto, en plan Fantomas, o Raffles, o esos del guante blanco.
Así que tenían un informante cerca de la familia. Teníamos que hablar un poco más a fondo con los señores Roncero. ¿Quién sabía que aquella noche iban a salir? ¿Quién sabía que guardaban las joyas allí? ¿Quién sabía de qué manera podían entrar en el piso para hacerse con ellas? Vecinos, criados, encargadas de la limpieza, la portera…
Al mismo tiempo, el del Gabinete descubrió que los ladrones habían cometido un error colosal. Como esos gilipollas que iban a robar un banco y se dejaban olvidado su DNI. Debajo del tocador, encontramos un papel doblado en cuatro, una cuartilla que, sin duda, alguno de los chorizos utilizaba como cartera. Entre los pliegues, tres billetes de mil pesetas y algunas anotaciones sin importancia; recuerdo una poesía en francés. Cuando desplegamos el papel, resultó que era propaganda anarquista. Un panfleto. Ah, sí, aquí está. ¿Dónde lo han encontrado? ¿En el atestado? Una fotocopia.
EL TRABAJO PERJUDICA SERIAMENTE LA SALUD. Jornadas de Crítica del Trabajo. No a los secuestros de tiempo de vida. ¡¡Queremos dinero gratis!! Centro Social Okupado «Kasalákrata»
Sí. Kasalákrata. Esto nos llevó a un edificio ocupado que había en el Raval de San Roque y que se anunciaba precisamente con estas palabras, «Kasal Ákrata», pintadas con espray en la puerta.
Precisamente junto a la oficina del Banco de Valencia.
Era una casa típica del Raval de San Roque, próxima al centro de Castellón, una construcción característica de la ciudad. Fachada de cuatro metros, con puerta ancha, entrada de carro, y veinte metros de profundidad. Situada en medio de la manzana, solo se asomaba a la avenida de San Roque a través del portal y de las ventanas delanteras, porque el resto de la vivienda estaba flanqueado por las viviendas que tenía a un lado y a otro. Tres pisos, el de más arriba de menos de dos metros de altura, cuidado con la cabeza. Bueno, pues ese edificio estaba habitado por jóvenes okupas desde hacía un par de años. Habían fundado en él un ateneo libertario, el Kasalákrata, donde dicen que se celebraban conferencias, asambleas, talleres y actuaciones teatrales.
Durante el fin de semana y el lunes siguiente, estuvimos discutiendo sobre cómo íbamos a proceder. Hablamos con el juez y con el comisario Benavides. Nosotros no lo veíamos claro, a ellos les parecía de lo más sencillo. Orden de registro y «Déjennos pasar que somos policías».
A ver.
No hacía mucho que teníamos por aquí el movimiento okupa.
Llegó a España a comienzos de los ochenta, a través de Euskadi, donde se metían en casas de campo y las llamaban gaztetxe. Primero, hablábamos de squatters, que es como se dice en inglés. Entonces, aún no se había metido en eso todo el choriceo que hay ahora, no se ocupaban pisos habitados, no se hablaba de narcopisos. En aquel tiempo, era un movimiento esencialmente ideológico.
Eran chicos anticapitalistas, antifascistas, antirracistas, ya se entiende, antimilitaristas, antitodo, de ideología anarquista, contra todo control político, policial y judicial y, sobre todo, claro está, contra la especulación inmobiliaria, representada por edificios que se mantienen vacíos en espera de que, con el tiempo, aumente su valor económico. Se metían en inmuebles deshabitados, muchos porque no tenían para pagarse un piso, pero no pocos por puro idealismo. Los había de buenas familias, universitarios que lo hacían por principios, o por vivir una aventura. Decían: «Cuando la vivienda es un lujo, okupar es un derecho».
Al principio, incluso se consideró legal. A mediados de los ochenta, hubo una denuncia por la ocupación de un edificio de la calle de Ros de Ursinos y el juez consideró que, si la vivienda había estado deshabitada durante un período de tiempo muy largo, no podía constituir un delito de violación del domicilio y, para desalojarla, en todo caso, habría que recurrir a la vía civil. Luego, en 1995, durante el Gobierno de Felipe González, se reformó el Código Penal y entonces ya la usurpación de bienes inmuebles pasó a ser delito, castigado con penas de tres a seis meses de cárcel.
Estábamos seguros de que allí dentro estaba el ladrón de las joyas, y el señor juez ordenó una entrada y registro y el comisario Benavides decía «Pues qué esperáis», pero no era tan fácil. No era como entrar en un piso cualquiera.
Así que el lunes, el lunes 1 de marzo, después de estar discutiendo todo el día cómo debíamos hacerlo, nos fuimos para allá, y «Que sea lo que Dios quiera».
Fuimos a pie porque estaba muy cerca. Por la calle del Compromiso de Caspe, a poco más de dos travesías. Un tío muy bruto, así, fuerte, que no sé si se llamaba Lapiedra o lo llamábamos Lapiedra, Harpo y yo. Lapiedra iba diciendo: «Yo les metía unos lacrimógenos, que salieran, y los agarraba de la oreja y los llevaba a comisaría. Y, allí, con más tranquilidad».
—No seas bestia —decía yo.
Nos plantamos delante de la puerta. «Vamos allá. Las cosas que se han de hacer hay que hacerlas cuanto antes».
El plan era muy sencillo. Enseñar la placa y decir «No queremos sacaros de aquí, solo queremos hablar». Y ya está. A nosotros no nos interesaba si los habitantes de aquel edificio estaban allí legal o ilegalmente; no era asunto nuestro. Nosotros éramos policías y estábamos persiguiendo a un ladrón. Pero vi que Lapiedra agarraba la culata de la pistola, sin desenfundarla, solo por si acaso.
Siempre me acordaré: había una bandera roja y sucia ondeando sobre el portal, y pintadas con aerosol, con letras rojas y negras sobre la madera de la puerta, «Kasalákrata», así, con muchas kas.
Llamamos, y yo me pongo delante de la puerta, con la placa en la palma de la mano, Harpo mostrando, bien visible, la orden judicial de registro. Lapiedra detrás.
Eran sobre las once de la noche.
Se abre la puerta y aparece una mole de más de ciento diez quilos, setenta y cinco por ciento de músculo, que ocupaba los cuatro metros de puerta y tenía que agacharse para asomarse a ver quién llamaba.
Le digo: «Policía. Traemos una orden de registro…», y, solo escuchar la palabra policía, supongo que estarían esperando que fuéramos a echarlos de allí de un momento a otro, reaccionó instintivamente: me pegó un empellón que me envió al centro de la calzada y cerró la puerta de golpe. Oímos cómo la atrancaba y se ponía a pegar gritos. A continuación, lo previsible. Lo que habíamos comentado en el despacho de Benavides.
Zafarrancho de combate.
El 2 de marzo, trajimos a la UPI (Unidad de Prevención e Intervención) de Valencia y se organizó la batalla campal entre okupas y policías, la primera escaramuza a sangre y fuego que vivíamos en Castellón. Furgonas, antidisturbios, mangueras, bomberos y la de Dios. Botes de humo, defensas contra bates de béisbol, gladiadores de reglamento contra muchachos enmascarados, desbandada por la parte de atrás, que daba a la calle del Pintor Montoliu, conocida como «calle de la Pólvora», coches volcados, contenedores quemados, dieciocho detenciones, nueve heridos de diversa gravedad y, por supuesto, desalojo general y los policías pudimos realizar el registro ordenado por el juez.
Nos llevó un montón de tiempo. Era un local muy profundo, como un gran túnel de veinte metros, y en cada habitación y en cada rincón había efectos personales de quienes vivían allí, además de los espacios que habían dedicado a despachos y administración, y todo había sido puesto patas arriba en el desarrollo de la batalla campal.
Detuvimos a dieciocho jóvenes (y no tan jóvenes), tanto vagabundos nacionales y extranjeros como estudiantes pijos politizados, y no estábamos dispuestos a soltar a ninguno hasta que hubiéramos hablado con todos. Fue una noche larga y tensa y se prolongó durante los dos días siguientes. Me recuerdo sentado en un rincón del despacho, recibiendo a tipos y tipas estrafalarios, uno tras otro, «El siguiente, siéntese, nombre», atiborrándome de cafés y con la paciencia al límite.
A primera hora del martes, los del Gabinete nos trajeron un hallazgo importante.
—Mira qué hemos encontrado.
Una mochila vieja y roñosa, con rotos y descosidos, repleta de ropa femenina y, entre vestidos, bragas, paquetes de compresas y zapatillas usadas, el cofre del tesoro. El joyero de madera de teca con incrustaciones de nácar. Ni rastro de las joyas ni de las doscientas mil pesetas en efectivo. Ni rastro tampoco de la propietaria de la mochila.
Vuelta a los interrogatorios desde el principio. «El siguiente, siéntese, nombre, ¿reconoce esta mochila?, ¿recuerda a su propietaria?».
En aquel momento, los socialistas ya habían terminado con la Brigada Político-Social y con su sucesora Brigada Central de Información, pero todo el mundo sabía que los viejos orangutanes de la vieja guardia no habían sido depurados y todavía pululaban, con mayor o menor responsabilidad, por las dependencias de comisaría; y en aquellos despachos, en aquellas salas, en aquellos pasillos y aquellos calabozos de la antigua cárcel de la ciudad se percibían muy malas vibraciones. Aquellos izquierdosos se habían dicho unos a otros tantas veces que la Policía torturaba, asesinaba y violaba, aunque casi ninguno de ellos había sido detenido nunca, que se lo habían creído y se sentaban ante nosotros acojonados y dispuestos a responder a nuestras preguntas con todo lujo de detalles. Eso nos facilitaba mucho el trabajo. Y enseguida tuvimos un nombre.
La mochila pertenecía a una tal Cristina Quelmes, uruguaya o argentina, a juzgar por su peculiar acento. Delgada, no muy alta, menuda y arisca. Iba sola y no parecía muy comunicativa,
En las notas que tomé consta que llegó a mediados de febrero, que estaba muy buena, menudita, muy mona, pero muy dura también. Los okupas la conocieron en la movida de los alrededores de la calle de San Miguel, plaza de Isabel la Católica, en un tugurio de lo que llamaban «ocio alternativo». Hubo una manifestación por no sé qué y, en un enfrentamiento con la Policía, la vieron tirando piedras y corriendo entre la humareda. Dijo que era uruguaya y que se llamaba Cristina Quelmes.
Se quedó a vivir en el Kasal. Era amable, eficaz colaboradora siempre que reclamaban su ayuda, tanto económicamente como en trabajos de cocina o limpieza, o a la hora de organizar actos culturales o lúdicos. Incluso impartió alguna conferencia. Encontramos un papel donde se anunciaba una charla sobre «Kulinária Afrodisíaka a cargo de Cristina Quelmes». Muy reservada. Nadie sabía nada de su pasado. Por lo visto, se había enrollado con uno de los okupas más activos del Kasal, un tal Óscar Moliner, que no constaba entre los detenidos, lo que significaba que no se encontraba en el edificio cuando habíamos intervenido o que había conseguido escabullirse. Cristina y Óscar habían estado muy unidos durante un tiempo, se acostaban juntos, vamos. Y, de pronto, Óscar se encabronó porque Cristina ya no le hacía caso. Por lo visto, se había enrollado con otro.
—¿Qué otro?
—No se sabe. Alguien que no era del Kasal. Alguien de fuera.
De Cristina Quelmes nadie sabía nada desde el viernes 26, el día que habían robado las joyas.
A partir del testimonio de unos cuantos okupas, conseguimos un retrato robot. Aquí tengo una copia. Ya ven. Una cabellera enorme, rubia, leonina. Aspecto felino. Diabólico. Me recuerda la descripción que Dashiell Hammett hace de Sam Spade. «La barbilla era una V protuberante bajo la V más flexible de la boca…». Como un gnomo de dientes afilados. Me pareció una muchacha peligrosamente atractiva.
Nos pusimos a buscar al tal Óscar Moliner. No fue difícil localizarlo. Recordé el apellido del matrimonio amigo con quien salieron a cenar los Roncero la noche en que allanaron su piso.
Los Moliner de Cerámicas Moliner.
—Me apuesto el sueldo de este mes a que este Óscar Moliner es pariente de aquellos Moliner. El que cantó qué día había que robar el joyero y cómo hacerlo. Comprobadlo.
Fuimos a ver a los señores Moliner, una subinspectora llamada Lorena y yo. Vivían en un suntuoso chalé de la Coma, en plena naturaleza, con jardín frondoso, piscina, cancha de tenis y, en medio del césped, un abeto que debía de aspirar al árbol de Navidad más vistoso de toda la comarca.
Una criada de uniforme antiguo nos guio hasta una sala majestuosa con chimenea, y tresillos y mesas de comedor y mesas de juego con tapetes verdes y ornamentos dorados de muy mal gusto, donde esperaban los señores Moliner.
Los dos eran esbeltos y hermosos y disimulaban muy mal su nerviosismo. Nos ofrecieron café, o una copa, que nosotros rechazamos. Luego, sentados los dos en el borde de uno de los sofás, las manos juntas en oración, nos exigieron que fuéramos breves.
Fuimos breves y directos.
—Queremos hablar con su hijo. Sabemos que estuvo viviendo en una casa okupada del Raval de San Roque y que estuvo relacionado con un robo de joyas muy valiosas.
—No sabemos dónde está Óscar. No tenemos nada más que decir.
—Seguro que tienen una manera de ponerse en contacto con él. Es urgente. —Y antes de que dijeran que no—: Si sucediera una desgracia, seguro que podrían comunicárselo. Y, si el juez tiene que dictar una orden de busca y captura y tenemos que movilizarnos y acabamos teniendo que ponerle unas esposas, estoy convencido de que les va a parecer una desgracia, tanto a ustedes como a él.
La cuestión era que los señores Moliner no estaban seguros de que Óscar fuera inocente. El señor Moliner temblaba de ira contenida y fumaba cigarrillo tras cigarrillo para neutralizar su miedo de que Óscar fuera realmente un delincuente. Unos amigos de Óscar, okupas, habían sido detenidos cuando trajinaban una caja de cócteles molotov, en el transcurso de unos enfrentamientos contra la Policía. Y en la televisión habían dicho que los jóvenes de Jarrai, los cachorros etarras, se estaban infiltrando en el movimiento okupa de todo el país.
—Ahora mismo —dijo, rindiéndose—, no sabemos dónde está y, si lo supiéramos, no creo que accediera a hablar con ustedes. Denos un tiempo, un día o dos, y veré de convencerle. Pero, si se vieran, o cuando se vean, yo debería estar presente.
Les di mi tarjeta y dos días de margen para una respuesta satisfactoria.
Aquel año, las fiestas de la Magdalena fueron del sábado 6 al domingo de la semana siguiente, 14 de marzo. En esas fechas, Castellón se vuelve loco. Prácticamente todo se paraliza. La campana María de la iglesia de Santa María tocando a fiestas, la Cabalgata del Pregó, la Carroza de la Reina, la Corte de Honor, las Damas de la Ciudad, las Madrinas de las Gaiatas, las Gaieteras de las casas de Valencia de Madrid, de Barcelona y de Zaragoza, pasodobles a cargo de la banda municipal, «Ja el dia és arribat de la nostra Magdalena», el ministro Ángel Acebes junto al obispo y al presidente de la comunidad Eduardo Zaplana, corridas de toros, una procesión precedente de la Semana Santa con cortejo penitencial con capirotes y cuatro carros triunfales dedicados a la pecadora Magdalena, profana, conversa y orante, homenaje a la «sangre de los moros», horchata y fartons y, sobre todo, fuegos artificiales, petardos, cohetes, tracas, mascletás. Aquel año 1999, en los hospitales atendieron más de un centenar de personas con quemaduras de distinta gravedad, algunas con los dedos amputados por la explosión de un petardo que se llamaba Chupinazo y que fue prohibido en los años siguientes. Además, para dar más luz a las calles, los alegres celebrantes quemaron doce contenedores en las inmediaciones del campo de fútbol Castalia.
Lo que significa que, el viernes 12 de marzo, las escuelas ya habían cerrado por vacaciones, las empresas se tomaban el respiro del puente, la mayoría de la población estaría tirando cohetes y petardos y montando mascletás, y todo aquel a quien no le gustara el ruido tendría que largarse a sus segundas residencias, a la playa o a la montaña, y más le valía no regresar hasta la última hora del domingo 14.
Luego supimos, por noctámbulos que lo vieron, que en la noche del jueves 11, mientras las explosiones, la luz y el olor a pólvora llenaban la ciudad, y vistosos cohetes surcaban el cielo nocturno, una furgoneta del ayuntamiento se detuvo delante de la fachada del deteriorado edificio que había sido Kasalákrata, tapiado con ladrillos por orden municipal para ponérselo difícil a los okupas expulsados, y dos funcionarios con mono azul, supervisados por un agente de la Policía Municipal, procedieron a derribar, con la ayuda de unos mazos enormes, el muro que les impedía el paso. Los transeúntes estaban demasiado excitados por el alcohol, la música y la pirotecnia para prestarles la menor atención. Pocos minutos después, furgoneta y funcionarios se introdujeron en el inmueble y se dedicaron a reconstruir la pared desde el interior. Al día siguiente, el acceso a la ruina volvía a ser inaccesible y todo estaba como antes.
Pasaron las fiestas con sus trofeos de tenis, de hípica, de vela ligera y de ese deporte ancestral que llaman el Boli; sus concursos de paellas, sus corridas de toros, la tuna y sus «Clavelitos», la ofrenda de miles de ramos de flores a la Lledonera, patrona de la ciudad, y la lluvia obligó a aplazar el tradicional «¡Vítol!», y el domingo 14, cerca de la medianoche, en plena resaca de fiestas, bajo un diluvio que todo lo disimulaba, cuando los ciudadanos ya iban regresando y la ciudad se disponía a recuperar la normalidad, los tres supuestos funcionarios del ayuntamiento volvieron a abrirse paso entre los ladrillos y la furgoneta con distintivos oficiales salió del interior de la ruina, se incorporó al tránsito de la calle de San Roque y desapareció.
Horas después, recibíamos la llamada del Banco de Valencia. El que me pasó el aviso exclamó «un butrón en el Raval de San Roque» como si me estuviera notificando un atentado terrorista con cientos de muertos.
Sin decir nada a mi entorno, subí al sanctasanctórum del comisario Benavides para darle la pésima noticia.
Me recibió con entrecejo de alarma, dispuesto a echarme las culpas de cualquier desgracia que estuviera a punto de suceder. Abandonó el sudoku y se recostó en su sillón de jefazo.
Dije:
—Un butrón en el Banco de Valencia de San Roque.
Dijo:
—Pero ¿qué coño está pasando aquí?
Cristóbal Benavides era un hombre esencialmente vago, pasivo y abúlico que había conseguido hacerse una vida a su medida. Había pedido que lo trasladaran a Castellón, porque allí era donde había nacido, hijo de padre funcionario, vago, pasivo y abúlico, y le habían concedido la plaza no por méritos especiales sino porque nadie más la había solicitado. Así, disfrutaba de las calles donde había corrido de niño, de los huertos de naranjos que había heredado y de la compañía de sus padres, hijos, nietos y demás familia, con los que acababa de celebrar por todo lo alto las fiestas de la Magdalena. Él, con uniforme de gala, en la Cabalgata del Pregó, él fotografiado en compañía del ministro de Administraciones Públicas y del presidente de la Generalitat Valenciana. Su único punto flaco, su talón de Aquiles, era que a él lo habían puesto en el cargo los del Partido Popular en el 96, y todos sus subordinados sabíamos que simpatizaba más con el régimen anterior que con el de Aznar. Esas cosas se notan. Tolerante con los errores ajenos, compasivo con determinado tipo de delincuentes que consideraba que «no actuaban por crueldad sino por miseria», frecuentemente partidario del laissez faire laissez passer. Sonreía a los obispos y a los cargos políticos del PP, pero yo creo que se le notaba un poco el percal, la inseguridad de sus sonrisas falsas, las miradas esquivas, la firmeza discutible de sus apretones de manos; en definitiva: el miedo a que se le notaran sus tendencias y, el día menos pensado, lo enviasen a una comisaría en Ceuta o en Melilla.
El miedo que brilló en sus ojos cuando le hablé del butrón.
—Encárgate —me dijo con voz estrangulada—. Y llévate a los tuyos, a los vascos.
Se refería a los que habíamos llegado a Castellón directamente del País Vasco para aliviarnos del síndrome postraumático. Habíamos hecho más calle, nos habíamos enfrentado a más situaciones extremas, estábamos más avezados a la acción. De los nueve agentes que tenía en la UDEV, seis éramos «de los vascos».
El subinspector Bermudo, Feliciano Bermudo Manso, que en paz descanse, yo y los cuatro policías rasos, Lapiedra, Cacho, Pepe Peláez y Gutiérrez. Coincidió que los seis estábamos de turno de día, así que los arrastré a todos al lugar de los hechos. Necesitaríamos muchos efectivos para interrogar al personal del banco. A pie, por la calle del Compromiso de Caspe. Una comitiva de tipos muy decididos bajo la lluvia, algunos protegidos con paraguas. El único que llevaba traje y corbata era yo. Por principios. Los otros, en Euskadi, se habían acostumbrado a los vaqueros y las cazadoras de cuero o tejanas. Los de la Científica fueron en coche para acarrear todo su material. Fueron ellos quienes pasaron primero para inspeccionar el terreno, localizando pisadas, huellas y detalles que pudieran sernos útiles. Después de un exhaustivo reconocimiento, se pusieron a instalar focos para iluminar mejor aquellas estancias en destrucción donde pocos días antes habíamos estado buscando el joyero de teca con incrustaciones de nácar.
Estábamos en el interior del banco, hablando con el director y organizando las entrevistas, cuando Clópez irrumpió y nos interrumpió, azorado y balbuceante.
—Jefe, jefe —llamó mi atención—. Tenemos un finado.
Como si me acabaran de arrear un tortazo.
—¿Qué?
—Nos acaba de entrar. A tiros.
—No me jodas —se me escapó.
—En la calle de Enmedio. A tiros. Cuatro tiros.
—Bien —no sabía cómo reaccionar, aún no había deglutido el butrón y ya me endosaban un asesinato, y en Castellón nunca pasaba nada—. Bien.