El blues de la ciudad inverosímil - Andreu Martín - E-Book

El blues de la ciudad inverosímil E-Book

Andreu Martín

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Beschreibung

Tercera entrega de la interesante serie juvenil de crímenes y jazz, del consagrado autor Andreu Martín, en la que seguimos las andanzas del saxofonista Óscar Bruch y sus devaneos con el crimen. En esta ocasión, el grupo de Óscar se trasladará a Venecia para tocar en la Mostra de Cine. Sin embargo, un oscuro amor del pasado de la pianista del grupo reaparece, y trae consigo un montón de problemas que van más allá de lo ilegal.-

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Andreu Martín

El blues de la ciudad inverosímil

 

Saga

El blues de la ciudad inverosímil

 

Copyright © 2009, 2022 Andreu Martín and SAGA Egmont

 

All rights reserved

 

ISBN: 9788726962147

 

1st ebook edition

Format: EPUB 3.0

 

No part of this publication may be reproduced, stored in a retrievial system, or transmitted, in any form or by any means without the prior written permission of the publisher, nor, be otherwise circulated in any form of binding or cover other than in which it is published and without a similar condition being imposed on the subsequent purchaser.

 

www.sagaegmont.com

Saga is a subsidiary of Egmont. Egmont is Denmark’s largest media company and fully owned by the Egmont Foundation, which donates almost 13,4 million euros annually to children in difficult circumstances.

1 LA ÚLTIMA AVENTURA DE O ZABALA

Fa sirefa sol fa / mi fa mi / mi re do si re do si...

La viva imagen del blues.

Cabizbaja y ensimismada, un dedo de whisky sobre el piano manchado de círculos y quemaduras, la boca arqueada para quitar importancia a los malos pensamientos, el cigarrillo encendido entre los dedos manchados de nicotina, la otra mano olvidada sobre las teclas, pulsando esas pocas notas de manera obsesiva, como una música de fondo, un discurso paralelo, un mensaje subliminal. Fa si re fa sol fa / mi fa mi / mi re do si re do si. La viva imagen del blues. Ésa era O Zabala mientras me contaba su última aventura de traición y muerte.

Camisa masculina, vaqueros anchos, zapatillas deportivas, cabello recogido en cola de caballo, sin maquillaje que le disimulase la edad. Se me ocurrió que de pronto se había cansado de vestirse para gustar, y de tocar para entretener a los cuatro gatos charlatanes que nos vendrían a ver.

Yo me temía el desastre desde que nos había transmitido la fabulosa noticia, aquel mediodía.

Acabábamos de cantar a coro, ella y yo, los últimos versos de JimmyJazz, el último tema que habíamos incorporado al repertorio, Sattamassagana for Jimmy dread / Cut off his ears and chop off his head / Police came looking for Jimmy Jazz, y lo dábamos por bueno y lo celebrábamos con risas y gestos de aprobación. «¡Es buena!» Aún lo estábamos comentando, muy satisfechos de nosotros mismos, cuando O Zabala conectó el móvil y le entró un mensaje.

Frunció el ceño, como si presintiese malas noticias. Frunció el ceño de tal manera que yo le pregunté con un gesto «¿qué pasa?», y ella, con una mueca y un movimiento de hombros: «No lo sé, ahora veremos».

Entonces oyó una voz que le paralizó la respiración, y se volvió de espaldas, púdicamente, para que yo no pudiese presenciar sus emociones. En ese momento no entendí lo que decía pero el tono de su voz era de sorpresa. Enseguida comprendí que hablaba en italiano: «Ma dove sei...?» y «Guarda...» Después: «Sí, sí! Ma come...? Sí.» Alguien le contaba algo muy largo, y ella callaba y escuchaba, encorvada y quieta. De pronto, se volvió hacia nosotros y levantó el brazo y lo movió para atraer nuestra atención. Le chispeaban los ojos y con una sonrisa quería adelantarnos las buenas noticias.

Pero había algo en aquella sonrisa. Algo.

Había algo doloroso en aquella sonrisa.

Pepín Orango, abrazado al contrabajo, interrumpió la charla que sostenía con Ovidi Aliaga, que aún no había abandonado el asiento delante de la batería, y ambos quedaron pendientes de la pianista, igual que Jordi Cerdaña, que ya estaba guardando la guitarra en el estuche.

Los gestos de O nos decían «esperad, esperad, que tengo una noticia bomba», y se volvió a poner de cara a la pared para terminar la conversación.

–Come?

Silencio.

–Bene. Bene. Ma come...? Bene, Marcantonio, bene.

Final de la comunicación. Se giró y volvió a forzar una sonrisa.

–Me avisan –dijo, con cautela–. No es definitivo. Puede ser que nos llamen para actuar en la Mostra de Cine de Venecia.

Gran noticia. Noticia increíble, de tan buena.

–¿Cómo?

–¿Pero quién te lo ha dicho?

–¿En Venecia? ¿En la Mostra de Cine?

–¿Pero puede ser que nos llamen o ya nos han llamado?

–¿Quién ha llamado?

–¿Quién te lo ha dicho?

–Un amigo –nos hizo callar.

Sonreía, todos sonreíamos de excitación. La sonrisa de O, sin embargo, tenía esa especie de cosa que no sé cómo definir.

–Un amigo, un amigo mío.

–¡Un antiguo amante! –exclamó Ovidi Aliaga, travieso.

–Un viejo amigo –puntualizó O–. Por pura casualidad se ha enterado de que existimos. ¿Sabéis quién le habló de nosotros? Donna Leon.

–¿Donna Leon? ¿La escritora de novelas policíacas?

–Sí, la que vive en Venecia y ambienta en Venecia todas las tramas. Estuvo invitada a la última Semana Negra de Gijón y asistió a alguna de nuestras actuaciones, y le gustamos. De vuelta a casa, lo comentó con amigos y conocidos, y nos puso por las nubes, y los elogios llegaron a oídos de un tío, un catalán que tiene un pub en Venecia, o un bar musical, o dile como quieras, uno que se llama Paco Batalla y que a lo mejor, pero sólo a lo mejor, nos llamará para contratarnos y que toquemos... ¡en el Hotel des Bains!

–¿El Hotel des Bains?

–El hotel donde Visconti rodó Muerte en Venecia, con Dirk Bogarde. Un hotel modernista de superlujo, de cuatro o cinco estrellas, precioso, muy cerca de donde se celebra la Mostra. Dice que este año estrenarán una superproducción norteamericana de temática policíaca y, entre los actos de promoción, habrá una retrospectiva de cine negro de los años cuarenta y una serie de conciertos de jazz y blues. Les ha gustado el nombre de nuestro grupo, El Signo de los Cuatro, inspirado por Conan Doyle y Sherlock Holmes, y como vamos bien recomendados, nos tienen en cuenta.

Demasiado bonito para ser verdad. Aquella sonrisa torcida nos advertía «no os hagáis ilusiones», pero ¿cómo quería que no nos hiciéramos ilusiones?

–¿Pero quién te ha llamado?

–No te ha llamado ese Batalla, ¿verdad?

–No: te ha llamado uno que se llamaba Marcantonio...

–¿Qué sabe ese Marcantonio?

–¿Es muy fiable? ¿O es un fantasma?

–No nos podemos hacer ilusiones –insistía O.

–Pero sería fantástico.

–Pero no nos debemos hacer ilusiones.

–Entonces, ¿por qué nos lo dices?

–¿Y qué te han dicho exactamente? ¿Qué debemos esperar ahora?

Casi no tuvimos que esperar nada. Salíamos del invernadero de la mansión de los Aliaga donde ensayábamos, ya nos habíamos despedido y estábamos en la acera, a punto de separarnos, cada uno por su lado, «hasta la noche, hasta la noche», porque era lunes y nos tocaba actuación en el Suspicious, cuando volvió a sonar el móvil de O.

–¡Esperad, esperad!

Callamos y, con el corazón en un puño, esperamos a que respondiera.

–¿Sí? –sí: era la llamada que esperábamos–. ¡Sí, soy yo! Paco Batalla, sí...

Sí, sí, sí, se cumplían las mejores expectativas, «sí, oh, qué sorpresa, ¿pero qué dice?», como si le viniera de nuevo, «¿la Mostra de Cine de Venecia?, ¡pero qué me dice!» ¿Y quién le había hablado de nosotros?... «¡Donna Leon! Es formidable. ¿Y cuándo sería eso? ¿Y en qué condiciones?»... Bien, pues claro que nos parecía bien. Inmediatamente... Podía vernos en un par de vídeos colgados en Youtube y oír lo que hacíamos si entraba en nuestra página web, El Signo de los Cuatro. De todas formas, le haríamos llegar el DVD de una de nuestras actuaciones en la Biblioteca La Bóbila de Hospitalet y un CD con el nuevo repertorio (grabaciones y ediciones amablemente financiadas por el padre de Ovidi Aliaga, que es muy rico y nos ha apadrinado desde el primer día). Y, para firmar el contrato, convendría que hablara con el señor Aliaga, que también era nuestro mánager.

O dictó y yo tomé nota de los datos necesarios para contactar con el señor Paco Batalla, propietario de un local de Venecia llamado Cipango.

–¿Está hecho, pues? –preguntó Pepín Orango, a punto de empezar a pegar saltos y gritos.

–Es un hecho –dijo O–. El último sábado de agosto. ¡En el famosísimo, lujosísimo y glamourosísimo Hotel des Bains!

Saltos y gritos y abrazos en mitad de la calle. Nos volvimos locos. Unos más locos que otros. O, por ejemplo, aunque disimulaba, mantuvo la cordura de una manera inquietante.

Fuimos a un bar para celebrarlo, por supuesto, después de la noticia no podíamos separarnos tranquilamente como si nada. Tenía que explicarnos los detalles. En el bar, donde ya nos conocían, empezamos con un aperitivo de cervecitas y acabamos con paella.

O nos ponía al corriente de todo.

–Viajes pagados. Nos enviarán billetes de avión para que hagamos el viaje Barcelona-Roma-Venecia en clase business...

–¡Clase business!

–...Alojamiento en hotel de cinco estrellas...

–¡Cinco estrellas!

– ...Actuación en el Hotel des Bains...

–...El de Visconti y Muerte en Venecia!

–Está muy cerca de donde se celebra la Mostra...

–¡Pisaremos la alfombra roja, junto a Kevin Costner y Diana Krall, que seguro que vendrán a escucharnos!

–Venecia tiene mucho más glamour que Hollywood, dónde vas a parar –comentó Pepín Orango.

–¿Y pagan? –preguntó Jordi Cerdaña, el más impasible y distante del grupo.

–Pagan, sí, claro que pagan... Una retribución simbólica, por supuesto, cien euros por persona y día, pero no nos tenemos que preocupar por eso, seguro que merece la pena por la promoción que significará.

2 HISTORIA DE TRAICIÓN Y MUERTE

¿Cómo íbamos a decir que no?

Diríamos que sí, el padre de Ovidi aceptaría las condiciones del contrato, fuesen cuáles fuesen, y buscaríamos nuevos temas para nuestro repertorio. Teníamos que hacer estreno mundial.

Fa sirefa sol fa / mi fa mi / mi re do si re do si...

Aquellas notas. Yo todavía no lo sabía, aquella noche, cuando hablaba con O, pero aquellas notas pertenecían a uno de los temas que añadiríamos a nuestros hits.

Después de los cafés, nos separamos. Pepín y Ovidi estaban dispuestos a continuar la celebración. «¡Cuidadito, que esta noche os quiero sobrios!», les gritó O con aquella sonrisa. Jordi Cerdaña se despidió con un gesto desganado, él siempre igual. O me dijo:

–Bueno, hasta esta noche...

Yo le dije:

–¿Qué pasa, O? ¿Quién es ese Marcantonio?

Parpadeó. A mí no me podía engañar.

–Un amigo.

–O.

–Dame tiempo para digerirlo. Esta noche te lo cuento.

Y ya había llegado la noche. Me presenté en el Suspicious antes de hora y vi que O ya había llegado.

No se había arreglado para la actuación. Vestía igual que aquella mañana en el ensayo y parecía melancólica y cansada. Quizá había tomado algunos whiskies más durante la tarde. Y allí tenía el chupito, al alcance de la mano, sobre el piano.

Subí al escenario. No había nadie más a la vista. Estábamos rodeados de oscuridad, bajo un cono de luz cenital encendido al azar.

La viva imagen del blues.

–¿Me lo cuentas? –le pregunté.

–No te lo vas a creer –dijo.

–Prueba.

Me senté delante de ella. Trataba de mirarla a los ojos y ella me esquivaba.

–Un día, hace tiempo... Tres o cuatro años... Cuatro... Cuando... –le costaba empezar. Se interrumpió para encender el cigarrillo, conmovida por recuerdos y sentimientos que la amordazaban, oteaba hacia la puerta, al fondo del local, comprobando que no entrase nadie. O tal vez deseando que la interrumpieran. Por fin, expulsó el humo por la nariz, dio un cabezazo y se decidió a soltar lastre, como quien escupe una flema–: Hace cuatro años. En la cárcel... –palabra gruesa y desagradable. Cárcel. No quería que yo recordara que había estado en la cárcel–. Conocí a una mujer. Lola. Lola Volko, la llamaban –en este momento empezó a teclear con la mano derecha. Fa sirefa sol fa / mi fa mi. La melodía no me sonaba de nada, pero para ella tenía un significado trascendental–. Lola Volko, porque se llamaba Volkovich. Lola Yakuza. La Yaku. Éramos compañeras de celda. Nos hicimos amigas. Por cuestiones que ahora no vienen al caso, a mí me protegía el tío Reyes y yo la protegía a ella. Por aquel entonces, Lola estaba enganchada a la heroína y luchaba por desengancharse. Lo habría pasado muy mal... Bueno, lo pasó muy mal y lo habría pasado mucho peor, si yo no la hubiese ayudado. Ella me hablaba de su hombre. Su gran hombre, Marcantonio, tan guapo, tan inteligente, tan brillante, un intelectual. Historiador, coleccionista de antigüedades, periodista, parapsicólogo, vidente, espiritista, fantasma, excéntrico, enamorado y cicerone de Venecia. Más tarde me contó que el maravilloso Marcantonio se había quedado con un dinero que no era suyo, y todo el mundo creyó que se lo había quedado Lola, Lola Volkovich, pobre Lola Yakuza, y ella había ido a la cárcel, y Marcantonio no. Y, como Lola estaba tan enamorada de Marcantonio, no dijo nada y se estaba comiendo el marrón de su hombre, tan generosamente. Pasando el mono de caballo tan calladita, tan estoica. Yo salí primero de la cárcel. Entonces, Lola ya se había desenganchado, ya no necesitaba tanta protección. Y cuando... Cuando salí de la cárcel... Cuando..., cuando sales, vas muy despistada, perdida, atolondrada. Es difícil administrar la libertad después de tanto tiempo de no tenerla, y es muy fácil que los primeros días la administres mal. Bueno... –me rehuía la mirada y ya no sabía dónde mirar. No quería decir nada de lo que había dicho–. Lola me pidió que fuera a ver a Marcantonio, que le dijese que ella aún le quería. Fui a verle y, sí, era guapo, era brillante y seductor. Un italiano expansivo, risueño, ingenioso. Y nos liamos.

En aquel momento, experimenté el desasosiego de los celos. Ese tropiezo en la respiración, esas ganas de aparentar indiferencia. Ella suspiró, avergonzada, como para disculparse.

–Él era un demonio y yo, bueno, yo acababa de salir de la cárcel. No eres buena persona cuando acabas de salir de la cárcel. Aquello es un baño de inmersión en el odio, el rencor, la agresividad, la mala fe. De allí no puede salir nada bueno. Y yo no salí nada buena. Una etapa muy complicada de mi vida. Después, soltaron a Lola y vino a reunirse con nosotros, y Marcantonio y yo disimulamos y ella fingió que no se percataba de nada, y cinco días después nos distraíamos de los conflictos personales planeando un negocio que tenía que solucionarnos la subsistencia. Marcantonio disponía de un velero de doce metros en Tarifa y de un contacto con un traficante magrebí llamado Ashraf, uno al que le llamaban el Pequeño, famoso porque salió mucho en los periódicos. Atravesaba el estrecho en lanchas planeadoras cargadas de droga, lo grababa con el móvil y lo colgaba en internet, tan contento. Marcantonio quería comprarle un cargamento de hachís, ya había contactado con él a través de uno de sus hombres, llamado Muzzammil. Iríamos a Tánger como turistas, con nuestro velero de doce metros y podríamos regresar a la Península con un buen cargamento de mierda, no sé de cuántos kilos hablábamos. Sólo necesitábamos cincuenta mil euros. Podíamos multiplicarlos por cinco en cuestión de días. Había que invertir cincuenta mil euros para ganar doscientos cincuenta mil. El problema era que ninguno de nosotros tres tenía esos cincuenta mil euros. De manera que se los pedí al tío Reyes.

Yo conocía al tío Reyes. O Zabala me lo había presentado en un par de ocasiones y, en su presencia, siempre se me había puesto la carne de gallina. Por su fama, porque yo sabía que su familia controlaba casi todo el tráfico de cocaína de la ciudad, pero también por su aspecto de campesino ignorante y desaliñado, que sólo le faltaba la boina, y por su mirar ausente, indiferente a todo. Me daba miedo el tío Reyes. No me gustaba que O Zabala fuera su protegida, ni siquiera que le conociese, que hablase con él y de él con tanta familiaridad. No me gustaba que un día le hubiera pedido cincuenta mil euros a aquel hombre, y que aquel hombre se los hubiese prestado como si nada.

Ya había empezado a entrar gente en la sala del Suspicious. O Zabala se veía ansiosa, con ganas de terminar, aceleraba la pulsación de la melodía insistente: fa si re fa sol fa / mi fa mi.

–En principio, todo fue bien. Marcantonio lo tenía todo pensado, todos los contactos hechos. Un viaje de placer de Tarifa a Tánger, una bolsa llena de billetes de euro, setecientos billetes de cincuenta, quinientos de veinte y quinientos de diez, todos usados. Marcantonio hizo cuatro llamadas de teléfono y una noche nos encontramos con Ashraf el Pequeño y Muzzammil y dos hombres más, en lo alto de un acantilado, a la luz y el calor de una hoguera. Ellos traían su cargamento, nosotros la bolsa con los cincuenta mil. Había mal ambiente. El Pequeño era apenas un adolescente, insolente y engreído, que no acababa de entender ni aprobar aquella transacción. Él tenía lanchas planeadoras que corrían más que las de la policía, él había transportado toneladas y toneladas de mierda a la Península sin necesidad de nuestra ayuda, ¿por qué tendría que hacer de repente un negocio con nosotros? ¿Quiénes éramos nosotros? Le recriminaba a Muzzammil que le hubiera metido en aquel lío. Nos insultó y Lola, que no tenía pelos en la lengua, le replicó, lo envió a tomar viento. Le levantó la voz y al Pequeño le ofendió especialmente que le contestara una mujer. Se dirigió a Marcantonio para decirle que era un calzonazos desgraciado y que no pensaba venderle nada. Entonces, llegó uno de sus hombres gritando en árabe. Decía que venía la policía. La policía, la policía. El Pequeño se puso muy nervioso, se indignó, dijo que le habíamos tendido una trampa, apuntó a Lola con el dedo y gritó que la mataría. Entonces, Lola sacó una pistola y le mató.

En este punto, O Zabala dejó de teclear el fa si re fa sol fa. Hizo un silencio que me transportó fuera del mundo. Suspiró. Pensé que la favorecía mucho aquella insólita angustia.

–Aún la veo, a través de las llamas. La hoguera se interponía entre nosotras y ella, más allá, me pareció un demonio flotando en su infierno, un alma condenada sacando la rabia, vomitando fuego y muerte y destrucción por siempre jamás. El Pequeño Ashraf recibió los tiros en el pecho y cayó de espaldas con un estremecimiento que me hizo pensar que ya estaba muerto cuando impactó contra el suelo. Y... Enseguida, automáticamente, se prolongó el tiroteo. Yo ya tenía los ojos llenos de lágrimas y, por lo tanto, no vi bien cómo disparaba Muzzammil. Él también estaba disparando. Contra Lola. Lola hizo un gesto de contrariedad, miró a Muzzammil con altanería y tiró la pistola como si considerase que ya no la iba a necesitar más. No vi cómo caía porque Marcantonio ya me tiraba de la mano y ya me arrastraba cuesta abajo, entre unas chabolas ruinosas, hacia donde habíamos dejado el coche alquilado. Oímos las sirenas de la policía. Yo tenía un ataque de pánico, y lloraba, iba enloquecida y me dejaba manipular sin voluntad ni capacidad de resistencia. Me encontré dentro del coche y, después, dentro del ferry que hace el trayecto Tánger-Tarifa. ¿Y el velero? No podíamos huir con el velero, la policía podía tenerlo controlado. ¿Y el cargamento de droga? ¿Y el dinero? Todo había salido mal. Todo había salido mal.

La viva imagen del blues. Ésta era O Zabala mientras terminaba de contarme su última aventura de traición y muerte.

Fa si re fa sol fa / mi fa mi / mi re do si re do si...

Obsesivamente.

Me miró a los ojos para contar que se recordaba al día siguiente en una habitación de un hotel de Zahara de los Atunes, junto a Marcantonio, los dos paralizados y mudos, catatónicos, incapaces de asimilar aún la muerte de Lola. Aquel día se separaron y ya no se volvieron a ver. Ella corrió a Barcelona, a pedir protección al tío Reyes. En el tren, los periódicos la informaron de la muerte del peligroso y famoso traficante magrebí Ashraf no sé qué, alias el Pequeño. Su banda había quedado definitivamente neutralizada. La sociedad podía descansar tranquila. Él era la noticia. Las primeras crónicas mencionaban que había habido más muertos, consecuencia de una escaramuza entre bandas rivales. Pasaron dos días antes de que se divulgara que, junto a Ashraf sólo había aparecido un cadáver, el de una mujer llamada Dolores Volkovich, alias Lola Volko, alias Yakuza, alias la Yaku, delincuente habitual.

Marcantonio le había dicho a O antes de separarse:

–No te preocupes. La policía hablará conmigo, porque saben que he tenido relación con Lola, pero no permitiré que lleguen hasta ti.

De todas formas, O, muerta de miedo, corrió en busca del tío Reyes.

–Éste no es tu negocio, O –le dijo el narcotraficante, ya me imagino la situación, el tono de su voz, aquella especie de fatiga cósmica que hace pensar en los límites de la paciencia de este hombre tan contenido–. No te vuelvas a mezclar en estas cosas. No es tu mundo.

Fue entonces cuando le alquiló un local en el Raval, un bar donde O Zabala servía bebidas y tocaba el piano, aquel Oz Blues Bar donde empezamos a conocernos. Así acababa la última aventura de O Zabala fuera de la ley.

–Y ahora –concluí sin dejar de mirarla a los ojos huidizos–, tres años después, te vuelve a llamar Marcantonio.

–Y me dice –subrayó O Zabala, porque tal vez era aquello lo que más la desconcertaba– que, en Venecia, no mencione a nadie su nombre, que no diga que lo conozco, que él se pondrá en contacto conmigo cuando lo crea conveniente. Que me necesita.

Estuve a punto de preguntarle para qué creía que podía necesitarla, pero me callé porque era evidente que ella no conocía tampoco la respuesta.

El Suspicious se iba llenando, y llegaron Ovidi Aliaga, y Pepín Orango y Jordi Cerdaña, y nos pusimos a tocar.

3 IT’S ALL RIGHT WITH ME

Un, dos, un-dos-tres y...

Y, de pronto, ya nos encontrábamos en un gran salón del Hotel des Bains, los cuatro chicos de esmoquin y O Zabala de traje largo negro, con escote y collar de perlas.

Arrancamos con That’s a plenty.

Los espectadores nos contemplaban de reojo, con sonrisa de media boca, dispuestos a continuar sus conversaciones dedicándonos sólo una parte de su atención, como si nos considerasen una mera banda sonora de sus vidas. Música de ascensor. Había incluso quienes se mantenían de pie, junto a las puertas, dispuestos a salir disparados en cuanto hubiéramos tocado un par o tres de notas.

Pero se quedaron. Cuando tienes un público perdonavidas, es como echarle un pulso y, como sucede con los pulsos, enseguida ves si ganarás o no. Es el primer tema, las primeras notas, la primera sintonía entre el emisor y el receptor. La chispa que encenderá o no encenderá la hojarasca que hemos puesto bajo los troncos. Si la madera está mojada o el encendedor no tira, con mucho optimismo puedes llegar a profetizar que la proeza será difícil. Si le añadimos el desánimo que provoca en los músicos el pinchazo, la catástrofe está asegurada desde ese primer tema. Pero, cuando sólo tienes que hacer clic para que salte llama, el entusiasmo te sacude las visceras y puedes estar seguro de que cada vez irás tocando mejor y mejor. Y aquel día la llama saltó. Estuvo ahí desde el primer momento. Un fulgor diabólico en las pupilas de todos los presentes que, de repente, perdieron el hilo de las conversaciones, abducidos por la música y la voz de O Zabala. El ambiente enseguida se calentó tanto que las mujeres dejaron de abanicarse y todo el mundo se olvidó del calor que hacía. Y, cuando ya estábamos terminando la canción, todos empezaron a aplaudir con entusiasmo.

Iniciamos el segundo tema con un público entregado. Los que estaban de pie junto a las puertas buscaron un asiento. Para terminar de atraparlos, estrenamos el tema It’s all right with me de Cole Porter.

No había sido fácil convencer a O Zabala para que incluyéramos un tema de ese compositor en el repertorio. Nuestra pianista, cantante y líder opinaba que Porter era demasiado rico, demasiado elegante y finolis para componer jazz o blues de calidad. Decía que la admiración que yo sentía por él era reminiscencia de mi época inocente, light, ingenua y boba, cuando iba con una sonrisa perenne en los labios y una lucecita en los ojos, tocando On the sunny side of the street literalmente por la acera soleada de la calle. Ahora, figuraba que habíamos bajado a los subterráneos más oscuros y habíamos fruncido los ojos con expresión más amargada y torturada. Y figuraba que así éramos mejores.

–¿Sabes qué significa blues? –me endiñaba durante la discusión–. Blues es azul, pero no azul cielo sino azul oscuro, azul marino del mar profundo y del cielo tormentoso, azul tristeza, azul melancolía, azul oscuridad, azul suciedad.

Yo argumentaba que Cole Porter había llevado una de las vidas más oscuras y canallas que conocía, tal como queda reflejado en las letras de sus composiciones, versos cínicos y amargados, y que la buena música es buena música aquí y en todas partes y admite tantas interpretaciones, acentos, tonos, intenciones y ritmos como le quieras poner.

Pero nuestras discusiones eran veniales, como lo demuestra el hecho de que la convenciese enseguida sólo con decirle que Porter había estado una vez en Venecia. Ah, si Porter había estado una vez en Venecia, eso lo cambiaba todo, entonces sí que era imprescindible versionar uno de sus temas para estrenarlo en Venecia. Nos pasamos algunos días escuchando la discografía completa de Porter. Acaso abducidos por el espíritu pijo de Cole «Dandy» Porter, decidimos incluso vestirnos de esmoquin nosotros y nuestra dama del piano con traje negro escotado y largo y collar de perlas. Por fin, dimos con aquella canción que nos gustó tanto y que después resultó que describía tan exactamente nuestra situación.

Yo me había imaginado tomando la palabra y diciendo, en mi italiano macarrónico, que estrenábamos aquella canción para recordar que Cole Porter había estado en Venecia alguna vez, pero no lo hice. Aún estábamos demasiado nerviosos para perder el tiempo con filigranas.

Un, dos, un-dos-tres y...

Unos compases introductorios de la batería de Ovidi Aliaga y, enseguida, entro yo con el saxo y arrastro a los otros, el contrabajo de Pepín Orango, la guitarra de Jordi Cerdaña, una caricia de piano y la voz de O Zabala, muy formal, muy consciente del traje largo y el collar de perlas, tan profundamente Cole Porter:

–It’s the wrong time –tan profética: es el momento equivocado–, and the wrong place –y el lugar equivocado–, though your face is charming, it’s the wrong face...

El instante equivocado, el lugar equivocado, el rostro equivocado, el juego equivocado, los labios equivocados...

Como si presintiéramos lo que se nos estaba viniendo encima.

Pero, de momento, a nosotros ya nos parecía bien:

That it’s all right with me.

That it’s all right with me??

Bueno, digamos que nos conformábamos. Hasta entonces, habíamos sido capaces de encajar las adversidades que nos habían salido al paso y nada debía hacernos pensar que aflojaríamos a partir de entonces. Sobre todo, si obteníamos el favor del público.

Aquel último sábado de agosto, a primera hora de la mañana, en el aeropuerto, ya comprobamos que las cosas no iban exactamente como nos habían prometido. Los billetes de avión eran de clase turista y no business, y no de ida y vuelta sino sólo de ida. Bueno, eso no nos pareció tan grave. Ninguno de nosotros había volado nunca en business y nos veíamos con ánimo de continuar viviendo sin la experiencia. Y, una vez en Venecia, ya conseguiríamos que nos pagaran la vuelta. Lo peor era que únicamente había cinco billetes. Uno a nombre de María de la O Zabala, otro a mi nombre, y los otros para Pepín Orango, para Ovidi Aliaga y Jordi Cerdaña. Faltaba un billete para el contrabajo de Pepín. Nuestro hombre en Venecia no había previsto que ningún músico confía su instrumento a la bodega del avión y que el contrabajista necesita un asiento extra para su herramienta de trabajo.

Ese descuido nos desbarató la perspectiva de un viaje apacible.

El teléfono móvil de Paco Batalla no respondía, de manera que tuvimos que asumir el gasto del sexto billete con la esperanza de que nos sería abonado cuando llegáramos a nuestro destino.

Pero no había asientos libres en aquel vuelo y eso nos obligó a apuntarnos a la lista de espera y tomar el vuelo siguiente, lo que envió al cuerno la conexión a Roma y convirtió el trayecto en un calambre de nervios y carreras enloquecidas por los pasillos de Fiumicino.

La ansiedad no desapareció cuando nos encontramos ocupando los asientos del avión de Roma a Venecia porque habíamos perdido mucho tiempo y, teniendo en cuenta que, desde el aeropuerto de llegada todavía teníamos que hacer un largo trayecto hasta la isla de Lido, no sabíamos si llegaríamos a tiempo para el concierto.

Para evadirme de tanto estrés, mientras mis colegas se mordían las uñas o protestaban, y O Zabala cerraba los ojos para fingir que dormía, en cuanto despegamos de Roma me refugié en el libro que me había comprado el día antes pensando en aquel viaje. Una novela policíaca que me parece que se titulaba «Éxito de ventas: 500.000 ejemplares vendidos», protagonizada por un famoso comisario de policía muy humano, típico y clásico, con problemas familiares y sociales muy comunes, para llegar a todo el mundo, incluso a aquellos a quienes no les gusta la novela negra.

En las primeras páginas, me encontré con unos policías normales en ambientes normales que debían resolver el asesinato normal de una prostituta normal. La novela se leía con facilidad y transmitía la curiosa sensación de que podías entenderla perfectamente mientras pensabas en otra cosa. Concretamente, puedo decir que, mientras el autor me demostraba que dominaba de manera magistral el medio en que se movía utilizando con solvencia palabras como operativo, correctivo, afirmativo, negativo, imputado y demás argot policial, yo pensaba que la prostituta probablemente había sido asesinada por un político importante, que buscaría un desgraciado cabeza de turco para que cargara con el muerto y que pondría trabas a la investigación del comisario, quien, no obstante, al final conseguiría desenmascarar al malo. La historia podía terminar con la destitución, la dimisión o incluso la muerte del bueno o, muy al contrario, con el triunfo de la ley y la justicia y la destitución, la dimisión o incluso la muerte del político importante. Como el comisario era protagonista de una serie que ya venía de lejos y sin duda tenía pretensiones de futuro, supuse que el autor habría elegido la segunda opción.

Pero (me dije) no nos adelantemos a los acontecimientos y dejémonos sorprender. Y pasé la hoja. Capítulo segundo. No empecé a leerlo porque el avión ya estaba aterrizando.

Con el corazón en la garganta, abandonamos el aparato. Saltando alternativamente sobre una pierna y sobre la otra, como quien se hace pipí, esperamos el equipaje ante aquella cinta transportadora disfrazada de ruleta, con grandes números negros y rojos pintados que sugerían que recibirías un premio según donde cayera tu maleta.

Después, la maratón hacia el mundo exterior y las ojeadas desesperadas en busca del rótulo con nuestros nombres o con el de O Zabala o con el nombre del grupo: El Signo de los Cuatro.

Buscábamos el logotipo de la Mostra de Cine de Venecia o del famosísimo Hotel des Bains. Y no había ninguno. Más problemas: nadie nos había ido a buscar. «¿Y ahora qué hacemos, y ahora qué hacemos?»

No le dedicamos ni un nanosegundo de atención al cero escrito con rotulador en una hoja de papel arrugado que sujetaba un hombre muy sonriente. El portador del reclamo venía hacia nosotros. Era un hombre grueso, que tenía más de cincuenta años pero conservaba una apariencia adolescente, con gafas de pasta, corbata estrecha, camisa azul y traje crema, muy años sesenta, un poco Blues Brothers. Cuando le teníamos al alcance de la mano, entendí que aquello no era un cero sino una «o». ¡La O de O Zabala!

Le pregunté:

–¿Usted es el taxista?

–¿Sois los músicos? –replicó él en castellano.

–¿Paco Batalla?

–¡Sí! Sois El Signo de los Cuatro, ¿verdad?

Con una sonrisa esplendorosa, se apoderó de la mano de O Zabala por sorpresa y se la besó con reverencia fanática.

–Encantado de saludaros. Un admirador. ¿Todo bien?

Pepín Orango intervino:

–Faltaba un billete de avión para mi contrabajo.

Nuestro anfitrión sólo torció un poco la cabeza y se dirigió a O Zabala, para él la única protagonista de la historia:

–No se me ocurrió. ¿Vamos? Se nos hace tarde.

A paso vivo pero sin precipitaciones, nos llevó hasta un embarcadero donde esperaban canoas taxi. Nos esperaba una. Cargamos el equipaje con la precaución obsesiva que caracteriza a los músicos cuando se trata de nuestros instrumentos, e iniciamos una vertiginosa regata contrarreloj hacia la isla del Lido.

Saltábamos olas que, de vez en cuando, nos salpicaban generosamente y, como nuestro guía nos aseguró que llegaríamos a tiempo, nos relajamos y aprovechamos para abordar los temas realmente interesantes.

Cuando le hicimos notar a Paco Batalla que los billetes de avión no eran de clase business, nos miró como miraría yo a alguien que se me quejara de eso mismo. Hizo un gesto que quería significar que no se puede tener todo y que es un error buscar la perfección en este mundo imperfecto. Con pocas palabras e iluminado por aquella sonrisa impertérrita acabó diciendo que todavía teníamos tiempo de sobra para comprar los billetes de vuelta.

4 ¿Y SI NO ACTUAMOS?