Erhalten Sie Zugang zu diesem und mehr als 300000 Büchern ab EUR 5,99 monatlich.
Segunda entrega de la interesante serie juvenil de crímenes y jazz, del afamado autor Andreu Martín. En ella, volvemos a seguir las andanzas de Óscar Bruch, saxo en un grupo de jazz de la Barcelona contemporánea. En esta ocasión, Óscar y su grupo se trasladan a Gijón para tocar en el festival literario Semana Negra. Sin embargo, la identidad de Óscar se verá confundida con la de un asesino y de pronto se verá atrapado en medio de una guerra de narcos. De este viaje no saldrá indemne.-
Sie lesen das E-Book in den Legimi-Apps auf:
Seitenzahl: 313
Das E-Book (TTS) können Sie hören im Abo „Legimi Premium” in Legimi-Apps auf:
Andreu Martín
Saga
Esta novela está evidentemente dedicada a mi admirada
Alicia Giménez Bartlett, que ha accedido a interpretar un cameo en ella;
y a Alejandro Gallo y Cristina Macía, que fueron
mis cicerones por la hermosa ciudad de Gijón;
y a Paco Ignacio Taibo y a Paco Camarasa, creadores
de las inmortales y siempre necesarias Semana Negra de Gijón
y librería Negra y Criminal (los dos interpretan un papel
involuntario y espero que me perdonen la insolencia);
y a Pere Ferré, experto en mobbings de toda España,
que me ilustró en el mcguffin del libro;
y a Dani Nel·lo, que es la música de esta obra,
y a José Luis Gómez y Reina Duarte
que han hecho posible que esté en las librerías
y, por último pero no menos importante, está dedicada a
Margarita Gómez García, Paula Pulido,
la verdadera Petra Delicado, que además es de Gijón.
Cuando emprendas tu viaje hacia Ítaca
debes rogar que el viaje sea largo,
lleno de peripecias, lleno de experiencias.
No has de temer ni a los lestrigones ni a los cíclopes,
ni la cólera del airado Posidón.
Nunca tales monstruos hallarás en tu ruta
si tu pensamiento es elevado, si una exquisita
emoción penetra en tu alma y en tu cuerpo.
Los lestrigones y los cíclopes
y el feroz Posidón no podrán encontrarte
si tú no los llevas ya dentro, en tu alma,
si tu alma no los conjura ante ti.
Debes rogar que el viaje sea largo,
que sean muchos los días de verano;
que te vean arribar con gozo, alegremente,
a puertos que tú antes ignorabas.
(...)
Acude a muchas ciudades del Egipto
para aprender, y aprender de quienes saben.
Conserva siempre en tu alma la idea de Ítaca:
llegar allí, he aquí tu destino.
Mas no hagas con prisas tu camino;
mejor será que dure muchos años,
y que llegues, ya viejo, a la pequeña isla,
rico de cuanto habrás ganado en el camino.
No has de esperar que Ítaca te enriquezca:
Ítaca te ha concedido ya un hermoso viaje.
Sin ella, jamás habrías partido;
mas no tiene otra cosa que ofrecerte.
Y si la encuentras pobre, Ítaca no te ha engañado.
Y siendo ya tan viejo, con tanta experiencia,
sin duda sabrás ya qué significan las Ítacas.
Konstantinos Kavafis, ÍTACA
La historia acaba en Santiago de Compostela, con aquella introducción enloquecida que hacíamos al That’s a plenty.
Yo no estaba, pero luego pude leer los periódicos y las declaraciones de los testigos ante el juez, y pude también hablar con jefes de la policía y con una inspectora de homicidios de Barcelona; únicamente tengo que añadir la imaginación y la música.
La introducción de batería que empieza por sorpresa y al galope, con un ansia que asusta, cuando la moto entra en escena por la calle Campo Santa Isabel, atravesando el puente, un ruido que ahora me parece ensordecedor y delator. ¿Cómo es posible que nadie previera lo que iba a ocurrir?
Dos hombres con casco integral que los protegía de los accidentes y de las miradas indiscretas. Era la hora exacta: el Mercedes negro y flamante aparcado delante de la casa, como esperaban. Uno se quedó en el extremo de la calle, esquina Fonte do Ouro, mientras el otro caminaba apresurado hacia la puerta de aquel edificio con vistas al río Sarela y el cercano campo de fútbol. Y a la batería de sus pasos marciales se suma el percutir sordo del contrabajo, igualmente apresurado, porque ahora son cuatro personas que salen de un piso y bajan la escalera.
La batería disminuye la intensidad porque el hombre del casco integral se ha detenido junto al portal y no quiere que lo vean, pero no aligera el ritmo porque éste es el ritmo del corazón del hombre mientras espera y contiene la respiración, y mete la mano dentro de la cazadora de cuero demasiado abrigada para esta época del año.
Unos dedos inquietos arañan las cuerdas de la guitarra y desparraman notas alrededor, como un diluvio chispeante y punzante que hace vibrar los cristales de los balcones y ventanas y escaparates, llena la escena de lentejuelas y chiribitas y acompaña a los cuatro hombres que bajan lá escalera y llegan al zaguán. Justo cuando están a punto de abrir la puerta, el piano se une al alboroto, anunciando el desenlace agudo como un grito de alerta, desesperado e inútil, que no puede impedir que se abra la puerta y salgan a la calle los tres escoltas protectores: Darío, hijo pequeño del gran Moraes; Toledo, el hombre estirado y de tórax hinchado; y Avelino, el delgado y cargado de tics, que siempre se está tirando de los faldones de la chaqueta como si tuviera miedo de haberse olvidado los pantalones.
Los tres otean el horizonte, como personajes épicos de película de serie B, como si creyeran que el peligro sólo puede llegar de más allá de las casas de la acera de enfrente. Y no reparan en el hombre de casco integral y chupa de cuero que ya tiene la pistola en la mano y alarga el brazo precisamente cuando el viejo, gordo, abotargado, inmenso, ceniciento Moraes sale a la luz del sol en todo su esplendor, y ahora el saxo entra impetuosamente rasgando el sonido para agregarse a la precipitación vesánica de batería, contrabajo, piano y guitarra en un Magníficat de tiros, sangre y muerte.
La primera bala, en la sien, mata instantáneamente al viejo Moraes, que cae al suelo de costado como una estatua de dictador derrocado. La segunda bala hiere a Darío en el cuello, la tercera se clava en la espalda de Toledo el Estirado, y las balas siguientes ya saldrán de las pistolas de Toledo y Avelino. Entre tanto, en los doce compases siguientes de este tema trepidante, el hombre de la moto incluye el petardeo del motor y el súbito arranque in crescendo, una flecha que entra en escena, recoge al hombre de la pistola y quiere huir, sólo quiere huir y no puede hacerlo porque el tema todavía no ha terminado, el enemigo no está muerto del todo. Avelino continúa ileso y tiene pistola y dispara, y Toledo el Estirado aún no ha reparado en su herida y también tiene pistola y dispara, y los dos contribuyen al espléndido paroxismo con una traca de seis, siete, ocho, nueve, diez detonaciones, trac-trac-trac, la batería que tartamudea, tar-tar-tar-tartamudea, proyectiles que impactan en la espalda, nuca, casco del hombre de la pistola que ha subido de paquete en la moto y sirve de parapeto protector al que conduce.
Se rompe el tema con las filigranas que trenzan piano, guitarra y saxo, igual que se rompe la trayectoria fugitiva de la moto, porque el hombre de atrás se ha caído y arrastra a su compañero y desequilibra la máquina que embiste suicida la acera, contra los chillidos de los peatones despavoridos, y se estrella contra la pared del edificio acabado de estrenar, «prohibido fijar carteles».
Así termina el tema, despacio, mientras se funden los gritos de espanto y callan la guitarra y el saxo para ceder las últimas palabras al piano, la batería, el motor de la moto caída que no calla, los gritos que se disuelven, el contrabajo, Toledo herido que huye, Avelino todo tics que huye, se alejan sus pasos, enmudece el saxo, se acercan las sirenas de la policía.
Así es como acaba la historia.
Y he dicho que yo no estaba, pero no es la estricta verdad. No estaba allí físicamente, ni como protagonista ni como testigo de los hechos, pero estaba en espíritu. Porque en la historia entré siete días antes, y cuando leía los periódicos y el atestado de la policía, tuve la sensación, la seguridad, de que de alguna manera estaban hablando de mí.
Para que yo me quedara boquiabierto mirando a Zabala, O Zabala, María de la O Zabala, no era necesario que ella estuviera tecleando unas notas al piano creyéndose a solas, ni que estuviera absorta en esas ocupaciones íntimas que tan apetecible resulta espiar. Tanto si iba andando por la calle, o estaba hablando por el móvil, o discutiendo con los otros de la banda, o comiendo, su sola presencia ya me provocaba una estupefacción inmediata, me dilataba las pupilas para no perderme detalle, me descolgaba la mandíbula y me despegaba los pies del suelo en una milagrosa levitación. Mi vida en suspenso.
De repente, Zabala se detenía a mi lado o hacía una pausa en su actividad, y me preguntaba «¿Qué miras?» o «¿Qué quieres?» u «¡Óscar!» y yo volvía violentamente a la realidad, se me rompía lo que llevaba en los dedos, tropezaba, pisaba una caca de perro, parpadeaba, tartamudeaba, se me escapaba un involuntario «¡Qué!», sólo eso, «¡Qué!», un «¡Qué!» que proclamaba a los cuatro vientos la más absoluta y espantosa de las estulticias.
Los otros chicos de la banda –Ovidi Aliaga (batería), Pepín Orango (contrabajo) y Jordi Cerdaña (guitarra)– se daban codazos y se reían. «¡Mira a Óscar, tú, jo, tío, va como una moto!»
Yo no me sentía deprimido. Me sentía indigno. Indigno de Zabala. Demasiado joven, demasiado inexperto, demasiado bobo, demasiado ignorante, demasiado idiota.
–Y ella es muy mayor para ti, hombre –me recriminaba Ovidi, cuando empezaba a sospechar que mis tribulaciones iban en detrimento de la música que hacíamos.
Tuvo el buen gusto de no añadir aquello tan antipático de «podría ser tu madre».
Yo retenía obsesivamente la palabra demasiado. Ella era demasiado en todos los sentidos y yo era demasiado poco en todos los sentidos. O Zabala me iba grande igual que me iban grandes el jazz, el blues, el saxo, la ropa que llevaba e incluso la vida. Me sentía excesivamente principiante en todos los frentes. Como si hubiera aprendido a tocar el saxo demasiado pronto, antes de tiempo, sin tener la preparación suficiente. Antes de que me lo dijera el cabrón de Steve, yo ya había oído decir que puede existir el alcohol sin el blues pero nunca el blues sin alcohol. Y yo era abstemio. Y no experimentaba ninguna curiosidad hacia las drogas. Era consciente de que tocaba bien el saxo, porque lo veía en la reacción del público en cuanto empezaba a soplar, pero se me hacía evidente que aquel don no era suficiente para cubrir la distancia que me separaba de O Zabala. Tenía que esforzarme más y más. Si quería llegar con O Zabala más allá de la pura amistad, tenía que ser más alto, más grande, más atrevido, más agresivo, más adulto, más insolente, más indiferente, más seguro de mí mismo y, probablemente, más borracho y más drogata. Como muchos de los grandes nombres del jazz.
–Es el trauma primordial –me dijo Jordi Cerdaña, que nunca sabes por dónde te va a salir–. Imprescindible en todo artista creador.
–¿El qué?
–El trauma embrionario, el trastorno germinal, el pecado original de los católicos. ¿No has leído a Frank Théran? La Biblia dice que al principio, antes de la creación, existía el verbo, o sea la palabra, y a esa palabra vamos a llamarla Dios. La ciencia la llama Caos, o Big Bang, la Gran Explosión. Todo es lo mismo. La creación parte del Caos, de la Gran Explosión, del Pecado, del Trastorno, de la Revolución. No dudes que éste es tu trauma, Óscar, es el tiro de salida de tu viaje iniciático del que saldrás fortalecido y con más capacidad creativa. Lo dice el filósofo y psicólogo Frank Théran, te lo recomiendo.
–¿Frank Théran?
–Frank Théran. El trauma embrionario.
Empecé a mirar de otra manera el tabaco que consumía Jordi Cerdaña, o aquellos vasos de vino, cerveza o whisky que circulaban a mi alrededor, en los bares donde tocábamos, y que hasta aquel momento me habían provocado arcadas y dolores de cabeza sólo al verlos. Los miraba deseando que despertaran en mí alguna clase de curiosidad.
No lo conseguía.
Nunca he sentido la necesidad de emborracharme. Sin alcohol, hasta entonces, había sido capaz de acercarme a la chica que me gustaba y contarle buenos chistes que la hicieran reír, y sé bailar y sé tocar música. El alcohol y las drogas, en cambio, me hacen perder todos los equilibrios, me vuelvo baboso y manolarga y las chicas se alejan de mí con una mueca comprensible; y mi relación con el saxo también se rompe, y no me gustan los sentimientos que transmito. Siempre he visto a los aficionados a la bebida como pobres desgraciados que no son capaces de llegar a ninguna parte por sí solos. Gente descontenta de sí misma que sólo se siente inteligente, espontánea y divertida cuando recurre a sustancias estimulantes. Entonces, fuman, beben, esnifan o se pinchan e, inevitablemente, se vuelven más imbéciles, más molestos e impertinentes que nunca y, encima, están más contentos que nunca de haberse conocido. Aprecio el sabor de un buen vino, y en casa siempre hemos celebrado las fiestas brindando con cava, pero no me gusta que se me enturbie la cabeza, ni que se me trabe la lengua, ni las vomitonas, ni mucho menos la resaca del día siguiente.
No obstante, en aquella época, miraba las copas y los cigarrillos que consumían mis amigos y me preguntaba si no sería yo el equivocado.
Mi seguridad se tambaleaba y eso se notaba a la hora de los ensayos, cuando empecé a imponer mi protagonismo con unas improvisaciones y unos solos tan exagerados que casi daban risa. No sé qué pretendía yo con aquel comportamiento exhibicionista, pero si se trataba de deslumbrar y seducir a O Zabala, me fracasó la estrategia. Mi actitud enseguida hizo que se enfadara y empezó por el «pero de qué vas, Óscar», hasta llegar muy pronto al «qué os parece si vamos a tomar una cerveza y volvemos cuando Óscar haya terminado de lucirse».
Los colegas, que en un principio se reían y comentaban que «Óscar está pirao» u «Óscar va de culo» u «Óscar está como una cabra», al final también se hartaron y me enviaron al cuerno.
Así es como se llega a situaciones absurdas en la vida. Todo iba bien hasta que me pareció que era menos que los otros y me empeñé en ser el mejor: entonces, los compañeros se sintieron apabullados, Zabala me puso en el lugar que me correspondía y yo interpreté que me despreciaban, de manera que me esforcé aún más en demostrar lo que valía, los otros se sintieron todavía más apabullados, y Zabala se cabreó y yo todavía me sentí peor, y así se fue creando un círculo vicioso del que no había manera de salir.
En medio de esta danza enloquecida, llega mi padre y me habla de su amigo Antonio Gomall y de un equipo de sonido, y a mí, cacho ladrillo, me pareció ver en aquella contingencia la oportunidad de sacar al grupo del agujero en que se encontraba, de conseguir la prosperidad, el éxito y la fama de todos los miembros y, por tanto, de convertirme en el líder indiscutible y aclamado de la banda.
Pero no es así como deben hacerse las cosas. Cuando llegas a esos extremos, es evidente que nada saldrá como esperas y el fracaso más catastrófico te está esperando a la vuelta de la esquina.
Mientras creamos que las cosas deberían ir mucho mejor, nos parecerá que van mal.
Eso es lo que nos ocurría aquel verano a los componentes del grupo que denominábamos El Signo de los Cuatro. Ahora pienso que en realidad no podíamos quejarnos. Habíamos grabado un CD, que no había quedado nada mal, y el padre de Ovidi Aliaga nos conseguía actuaciones ocasionales en locales o festivales de jazz o acontecimientos en que se necesitaran animadores baratos con un poco de marcha, y ensayábamos y grabábamos las maquetas en el invernadero que los Aliaga tienen en el jardín de su mansión de Vallvidrera. Conozco a muchos músicos que con eso ya se considerarían más que afortunados. Pero nosotros, como no vendíamos millones de copias de nuestro álbum, como no teníamos multitudes de admiradoras manifestándose por las calles, como nadie nos perseguía para pedirnos autógrafos ni para robarnos un pedazo de camisa o un mechón de cabello, íbamos incubando una especie de depresión colectiva.
Mi padre se preocupaba al verme desanimado y, a la hora de comer, me preguntaba a veces «¿Cómo van los ensayos?», y a veces «Eso de que te quieres dedicar a la música, ¿lo dices en serio?», y yo no sabía qué responder.
Supongo que los padres comentan con sus amigos y conocidos las inquietudes que les provocan los hijos, tal vez en una disimulada solicitud de ayuda, «tengo al chico bien desorientado, es músico y no le veo futuro», y supongo que fue así como salió el tema del equipo de sonido. Mi padre es asesor fiscal y tiene como clientes a propietarios de toda clase de empresas, y resultó que uno de ellos precisamente se estaba introduciendo en el mundo del espectáculo.
–Un amigo que te puede ayudar –me dijo, elevando al cliente a la categoría de amigo para favorecer mi confianza–. Hasta ahora se dedicaba a la limpieza de contenedores que han transportado sustancias tóxicas o peligrosas, o algo por el estilo, pero ahora ha comprado un par de bares musicales aquí y allá, y creo que os podrá ayudar.
Así es como empezó la cosa. Antonio Gomall le dijo a mi padre «he comprado un par de bares musicales aquí y allá, y podría ayudar a tu hijo» sin más detalles, y mi padre me lo transmitió con estas mismas palabras. Yo le dije que me gustaría hablar con su amigo, claro está, pero me abstuve de adelantar nada a la banda, para darles una sorpresa, o quizá para que no me pudieran discutir el protagonismo de la iniciativa.
Conocí a Antonio Gomall en el despacho de mi padre. «Ven mañana y te lo presentaré.» Era un hombre gordito, de rostro redondo y blando, con unos ojos redondos, ligeramente estrábicos, probablemente salidos de una reciente operación de miopía, ojos maravillados de adolescente ante su primer Playboy. Vestía de traje, camisa y corbata, modelo ejecutivo tipo tirando a pulcro, camisa nueva, con pliegues de acabada de planchar, chaqueta sin una arruga de más, pantalones con raya inmaculada y zapatos como espejos. No me dio la mano, porque a los jóvenes supongo que no hay que darles la mano, y en cambio me dio una palmada en el brazo, amistoso y desenfadado.
–Eh, chaval –dijo–. Me parece que soy tu solución.
Nos sentamos. Mi padre permaneció de pie, detrás de él, y movía la cabeza para convencerme. «Escúchale, escúchale, hijo.»
–¿Has oído hablar de la Semana Negra de Gijón?
Claro que sí. Todo aficionado a la novela negra ha oído hablar de la Semana Negra de Gijón. Siete días dedicados a la literatura policíaca, o negra, o criminal, o thriller, o llamadla como queráis. Me parece que, cuando nací, ya existía esta especie de festival donde han acudido los autores policíacos más importantes, tanto españoles como extranjeros. Pero nunca había ido.
–Gran repercusión mediática –continuaba Antonio Gomall–. Todos los periódicos hablan de los autores que asisten, y también de los grupos de música que actúan allí. Vosotros podríais ser uno de esos grupos.
Con el gesto, parecía que me pedía «no me interrumpas, no me digas que no». Yo no tenía la menor intención de decirle que no.
–Sólo tendríais que hacerme un favor. ¿Te importa que fume?
Sacó un cigarrillo, lo encendió y chupó con ansia y volvió al ataque, «espera, espera, déjame hablar que ahora viene lo mejor».
–Tengo socios en Gijón. He comprado un par de locales y, en uno de ellos, queremos hacer música en vivo, es un piano-bar. Pero no tiene equipo de sonido, y yo he conseguido uno. Me han encargado la restauración de un barco, que ha sido crucero de lujo por el Mediterráneo y ahora lo vamos a convertir en mercante. Allí hay un buen sistema de amplificación. Un poco viejo, pero de los buenos. Cuatro mil vatios, mesa de mezclas de veinticuatro canales, monitores, microfonía y demás. Si me lo transportáis hasta Gijón, lo instalarán en el Donga-Donga y allí os darán trabajo. Además, quedaréis incluidos en el festival de la Semana Negra y llegaréis a todos los medios de España y del extranjero. ¿Qué te parece?
Me pareció de primera. No vayas nunca a negociar con alguien que sabe que necesitas lo que te vende, porque harás mal negocio. Acepté sin dudar y tuvo que ser mi padre, un poco sobreprotector, quien pusiera la primera objeción:
–¿Ya tenéis furgoneta?
Él sabía que no teníamos furgoneta.
–Ya la encontraremos –aseguré.
Después, con el grupo, las cosas no se veían tan sencillas.
–Pero necesitaremos una furgoneta, o un camión... –dijo Ovidi Aliaga.
–Ya la encontraremos –insistía yo.
–Ya me dirás de dónde la vamos a sacar –objetaba Pepín–. No es tan sencillo. ¿Qué piensas hacer? ¿Alquilarla?
Todo eran problemas.
–Y qué cosa tan complicada. ¿Este tío tan rico no podría comprar un equipo de música nuevo?
–¿Y no podría enviarlo a Gijón con un servicio de transportes, que se lo harían mucho mejor?
–¿Y cómo es que ese bar de Gijón no se compra allí mismo su propio equipo de sonido?
–¿Tú crees que le sale a cuenta toda esta martingala?
–¿Y qué significa eso de que nos contratará si hacemos todo eso? ¿Que tenemos que trabajar como transportistas? ¿Por qué nos contrata? ¿Porque le servimos como transportistas o porque le gusta nuestra música?
Me enfadé. Creía que saltarían de alegría, que verían el cielo abierto y me aclamarían como salvador del grupo y, en cambio, todos se ponían en contra. Ahora debo aceptar que eran objeciones razonables pero en aquel momento, con mi neura y el desencanto que cargaba, me parecían manifestaciones de mala fe y envidia. Ya hacía tiempo que tenía la sensación de que Ovidi Aliaga quería asumir el cargo de líder de la banda, porque su padre era el mánager, porque gracias a su padre habíamos grabado el CD, porque ensayábamos en su majestuosa casa de Vallvidrera y porque tenía mucho más dinero que los demás, y cada nueva réplica que me oponía me parecía dictada por una estrategia de desgaste y no por el sentido común.
Discutimos.
Pero al final aceptamos la oferta.
Intervino O Zabala para poner paz. Por una vez, pensé que se acercaba a mis tesis y el detalle me hizo feliz. Dijo que se le había ocurrido de dónde podíamos sacar una furgoneta y que, bien mirado, los de Gijón nos ofrecían un contrato y una promoción que no nos iba a hacer ningún daño.
–Podemos hablar con los asturianos por teléfono –dijo–, que nos envíen el contrato por e-mail y, si lo que nos proponen vale realmente la pena, ¿por qué no hacerlo? Ahora mismo, no tenemos ningún compromiso.
Quedó claro quién era la líder del grupo. Ella habló con el padre de Ovidi, los dos se comunicaron con un tal Bercianos, que era el propietario del bar musical Donga-Donga de Gijón, y resultó que las condiciones que nos ofrecía eran inmejorables. Contrato de dos meses, hasta mediados de septiembre, actuación mínima los jueves, viernes y sábados, trescientos euros semanales por persona, más treinta euros diarios de dietas, más alojamiento pagado en un hotel de tres estrellas.
Fantástico. Pero las felicitaciones y las miradas maravilladas que yo creía que me correspondían se las llevó Zabala, porque era ella quien había llevado a término las negociaciones. Y porque fue ella quien consiguió la furgoneta.
Nos la prestó el tío Reyes. Una Mercedes Benz enorme, con seis asientos, blanca, con el rótulo COMPONENTES ELÉCTRICOS en las puertas. Seguro que nunca había servido para transportar material eléctrico ni a electricistas de ninguna clase. El tío Reyes era un hombre taciturno que se dedicaba al negocio de la cocaína y, por lo que yo podía intuir o suponer, O Zabala le debía algunos favores. O él se los debía a Zabala, o se los debían mutuamente, no sé. Había algún nexo entre sus biografías que nunca nadie me había contado.
Pero aquella Mercedes Benz era tan buena como cualquier otro vehículo y el día indicado, el primer día de aquella semana negrísima, salimos con dirección al puerto para recoger el dichoso equipo de música del barco.
Era un martes, a las seis de la mañana, antes de que saliera el sol, para emprender el viaje cuanto antes. Caía un llovizna fina, sucia y triste que convertía la basura de las calles en una pasta repugnante y pesada, y diluía los graffiti de las paredes, mezclando los colores y haciendo llorar a las caricaturas.
Los guardias civiles de la aduana portuaria nos vieron pasar desde el interior de la garita, a través de unos cristales translúcidos por la mezcla de agua y porquería, iluminados por una bombilla amarilla, ofreciendo una imagen de calidez y comodidad de Navidades antiguas, impropia de aquella época del año.
Enseguida encontramos el barco denominado Θεσσαλονίκη, así con letras griegas, que había sido crucero de lujo y ahora se veía tronado, despintado y oxidado, como si el calabobos ácido también lo estuviera disolviendo lentamente. Salieron a recibirnos unos hombres con impermeables amarillos y me pregunté si no serían imprescindibles aquellas prendas de ropa marcianas para sobrevivir al chubasco devastador.
Sólo les mostré una carta que Gomall me había dado. «No es necesario que menciones mi nombre», me había dicho. «A mí no me conocen.» La carta llevaba membrete de una empresa llamada «Complementos Marfisca».
El equipo nos estaba esperando bajo unos plásticos protectores. Lo cargamos en un santiamén, deprisa, deprisa, mientras el sol naciente iba limpiando el paisaje y convertía la lluvia en humo. Los hombres de los impermeables amarillos nos echaron una mano impaciente, imperiosa, como recriminándonos la debilidad y la ineptitud de niños de papá que nunca han dado un palo al agua. Las cajas de los altavoces estaban rayadas, el flight-case donde se guardaba la mesa de mezclas estaba destrozado y, en general, quedaba claro que aquel material no era ninguna maravilla. Pero ya no era el momento de cuestionar nada. Ya habíamos decidido que el cliente de mi padre, el tal Gomall, era un tipo estrafalario, un idiota que no tenía ni idea de música ni de equipos musicales y que nos había embarcado en una peripecia que después sería graciosa de contar.
En la aduana, los guardias echaron una ojeada aburrida a nuestro cargamento y a nuestro equipaje. El saxo, la guitarra y el contrabajo propiciaron una hábil deducción.
–¿Sois músicos? –nos preguntaron. Parecía que no era necesario responder a aquella pregunta retórica, pero dejaron claro que no tenía nada de retórica–. ¿Sois músicos o sois electricistas?
Respondimos con cierta cautela, porque si uno se declara electricista, nadie le pedirá que arregle un enchufe o le haga una instalación de luminotecnia, pero, si reconoces que eres músico, no te ha de extrañar que alguien te pida que toques algo. Todo el mundo sabe que los electricistas hacen pagar demasiado caro su trabajo.
–Somos músicos.
El guardia civil que más mandaba nos contempló meneando la cabeza con lástima, como si estuviera a punto de aconsejarnos que abandonásemos el camino equivocado para volver a una vida más honrada, sensata y bien remunerada; como si pensara que no habría peor maldición para él que tener hijos músicos como nosotros. Y nos dejó marchar. El gesto de despedida equivalía a un «Largaos, largaos de aquí, antes de que os pegue una leche a cada uno».
Salimos de Barcelona despacio, embutidos en el atasco de los trabajadores más madrugadores, y hacia las siete y media enfilábamos la autopista AP2, en dirección a Zaragoza. Tomamos un desayuno caro y malo en la primera área de servicio que encontramos y, a continuación, nos marcamos unos quinientos kilómetros de un tirón, hasta Logroño.
Por el camino, salió el sol, sugiriendo de manera engañosa que corríamos hacía un futuro luminoso y optimista, y bromeamos, e improvisamos un feliz Take Five a nuestra manera, yo simulando el saxo con mi voz, la guitarra sin enchufar, Pepín haciendo su bum-bum con la boca, Ovidi golpeando con los dedos en todo aquello que tenía al alcance y Zabala marcándose un scat que te ponía los pelos de punta.
Comimos caro y mal en otra área de servicio y, alrededor de las tres, continuábamos por la autopista, hasta llegar a Santander hacia las cinco. Nos entretuvimos un buen rato cargando gasolina, tomando un café y estirando las piernas por el aparcamiento, y a las seis emprendíamos el último tramo, la autovía del Cantábrico que había de llevarnos directamente hasta Gijón con el sol poniente obligándonos a fruncir los ojos.
Entramos en la ciudad cuando ya había oscurecido. Zabala se comunicó por móvil con nuestro contacto, Bercianos, que vino a buscarnos con una moto y nos guió, precediéndonos, hasta un hotel de cuatro estrellas que se llamaba Don Manuel.
Bercianos era un joven alto y fuerte, con barba y mirada penetrante, que nos saludó, uno por uno, mostrando una sonrisa de dientes deslumbrantes, muy hospitalario. Nos ayudó a descargar el equipaje y nos acompañó a la recepción del hotel.
–¿Y la furgoneta?
–No hay problema. Dejadla ahí mismo, sobre la acera, es un momentín, no os pondrán multa y, si pónenla, yo os la quito. Éste es un pueblín pequeño y aquí nos conocemos todos.
Hablaba el castellano con la melodía delicada que caracteriza a los asturianos, con palabras terminadas en in o ina, o esdrújulas con sufijo, pónenla.
Se dirigió con mucha familiaridad a la chica que había en recepción y, mientras ella nos pedía la documentación y cumplía con las formalidades necesarias, nuestro anfitrión nos contó que en aquel hotel tendríamos ocasión de conocer a autores famosos de novela negra porque hacía años que se había erigido como cuartel general de la Semana Negra. Por la noche, se reunían en la terraza autores, editores, críticos y aficionados para emborracharse y hablar de cualquier cosa que no tuviera nada que ver con la novela negra (supuse que era una broma del barbas).
Subimos a las habitaciones. O Zabala tendría una para ella sola en el extremo del corredor, Ovidi y Pepín Orango compartirían una, y Jordi Cerdaña y yo, otra. Imaginé el olor de cannabis que saldría de la habitación de nuestros amigos cada vez que se abriese la puerta, y las conversaciones conspiratorias que se producirían bajo el influjo de los canutos.
Cuando bajamos de nuevo, Bercianos nos estaba esperando en el bar del hotel, tomando una cerveza y dejándose hipnotizar por el televisor en el que Tele 5 transmitía biografías desgraciadas con mucho morbo. Nos recibió con alegría.
–¿Queréis tomar una cerveza, o vamos directamente a cenar?
Como todo y todo el mundo en aquel país, transmitía la tranquilidad infinita de quien dispone de más tiempo del que necesita. Pero a la manera de la gente del norte, con un fondo de nervio y tensión que los muestra capaces de cualquier esfuerzo en cualquier momento.
Ovidi y Pepín habrían tomado muy a gusto una cerveza, pero los demás nos declaramos cansados y con ganas de ir directamente a cenar, y éramos mayoría, de manera que salimos a la calle para permitir que nos condujeran a un restaurante donde, según el barbas, cenaríamos la mar de bien.
Además, convenía aparcar bien la furgoneta. O quizá mejor llevarla hasta al bar musical Donga-Donga y descargar el equipo de sonido para dejar listo el trabajo.
Íbamos comentando estas posibilidades cuando descubrimos que la furgoneta no estaba donde la habíamos dejado.
No estaba. Y no había nada que indicara que se la había llevado la grúa municipal, y la gente del bar nos dijo que no habían visto a la grúa por allí.
¿Y habían visto si alguien había montado en la furgoneta?
¿Furgoneta? ¿Qué furgoneta?
Tardamos menos de cinco minutos en concluir que nos la habían robado.
La madre que los parió.
O Zabala se enfureció. Pegó puñetazos al aire y rezongó entre dientes y finalmente liberó algún taco. Los otros manifestábamos nuestro disgusto de diferentes maneras, según el talante de cada uno. Yo quizá fuera el más afectado, porque el equipo era de un cliente de mi padre y porque la idea de todo aquello había sido mía. Jordi Cerdaña se volvió hiperactivo, sugiriendo que mirásemos bien por los alrededores, que interrogáramos a los transeúntes, que corriéramos a ver si podíamos sorprender a los ladrones. Ovidi y Pepín, con los ojillos brillantes, se lo tomaban a broma.
–¡Si era un equipo de mierda! –protestaban.
Bercianos no sabía qué cara poner. Supongo que, después de haber insistido en que en aquella ciudad todo el mundo se conocía, esperaba que de un momento a otro le recrimináramos que sus conciudadanos nos habían birlado la furgoneta. Se deshacía en excusas y trataba de convencernos de que no pasaba nada, que todo se iba a solucionar enseguida, que encontraríamos la furgoneta, que el equipo de sonido no era tan importante, que podíamos actuar en el Donga-Donga a pelo, sin micros y sin altavoces.
Pepín y Ovidi insistían:
–¡Pero si era un equipo de mierda!
Bercianos nos miraba fijamente y fruncía los ojos para ver si detrás de nuestro catalán, que no entendía, se escondían secretos insultos contra su persona. Fuera de Cataluña, hay mucha gente que piensa que, si hablamos catalán, es con la única finalidad de impedir que los demás comprendan lo que decimos.
Por cortesía, para que no se preocupara, nos pasamos al castellano y optamos por el «no pasa nada» e hicimos un esfuerzo por diluir el cabreo. No valía la pena ponerse así por aquel equipo anticuado y rayado. Aliviado, Bercianos sumó su opinión: «Ya nos apañaremos, el local es pequeño, quizá podáis tocar sin la ayuda de altavoces, quizá podremos encontrar un micro para la cantante...».
–El equipo era una mierda –decían Pepín y Ovidi.
Hasta que O Zabala nos hizo callar de un grito.
–¡Me la suda el equipo de sonido! –dijo–. ¡Lo que me preocupa es la furgoneta, joder! ¡La furgoneta no es nuestra! ¡Es del tío Reyes, de Barcelona!
Bercianos no entendía de qué hablábamos, pero los otros sabíamos perfectamente quién era el tío Reyes de Barcelona. Y que no le haría ninguna gracia que nos hubieran robado su Mercedes Benz.
El incidente de la furgoneta no contribuyó en absoluto a mejorar las relaciones entre los componentes de la banda. Jordi Cerdaña, que ya era siempre un poco introvertido, se enfurruñó de mala manera, apabullado por la paranoia de que aquello no podía acabar bien de ninguna de las maneras. Pepín y Ovidi, que iban de pasotas risitas y no dejaban de hacer el payaso, brillaban con luz propia, transmitiendo la sensación de estar por encima de todo y todo el mundo, lo que les confería una superioridad que conseguía empequeñecer a la misma Zabala, demasiado afectada por la pérdida de la furgoneta. Por mi parte, me tomaba la furia de O Zabala como cosa personal, como animadversión contra quien los había metido en aquel jaleo absurdo, que era yo, y aquello me hundía en la miseria.
Al día siguiente, después del desayuno, nos trasladamos al Donga-Donga, para ver qué. Habíamos arrastrado tras de nosotros aquella lluvia de Barcelona, sucia, gris y triste, que ahora caía sobre Gijón otorgándole el aspecto que uno espera encontrar en una ciudad del norte, de techo oscuro y calles brillantes. Tratábamos de poner buena cara al mal tiempo, disimulábamos las tormentas interiores, pero todos estábamos tan eléctricos como la atmósfera, como cables de alta tensión.
El Donga-Donga estaba situado en los bajos de una casa antigua de tres pisos que miraba al mar. Había neones en la fachada, un bar siempre lleno de animados tertulianos, y una escalera que bajaba al subterráneo, donde se encontraba la sala de conciertos. Todo muy tosco, paredes de ladrillo a la vista, mesas de madera sin pulir ni barnizar, focos rojos y azules, un mostrador para servir las copas de urgencia a los músicos y, en un rincón, un piano y una batería que esperaban, mustios como siempre lo están los instrumentos de música cuando no suenan.
Allí nos recibió Bercianos y nos presentó a su socio, un tal Osorio, gordo y campechano. En realidad, les daba igual el equipo. No conocían a Gomall y no hacían ningún esfuerzo por comprender sus tejemanejes.
–Esto son cosas –nos dijeron– de los socios capitalistas. Pasan de todo. La empresa que financia el negocio es una sociedad anónima estrambótica sin cabeza visible conocida.
Parecía que se excusaban por tener socios capitalistas tan raros y, para contribuir al buen rollo, nosotros insistíamos en que no pasaba nada, que era un equipo de segunda mano, o de tercera, que tampoco nosotros conocíamos mucho a Gomall y que sólo nos preocupaba la furgoneta, porque nos la había prestado un amigo.
–Bueno, pero la furgoneta la encontraremos. Seguro que la encontraremos. Y si hay que hacerle alguna reparación, o darle una mano de pintura, lo pagamos nosotros.
Enseguida pasaron a aconsejarnos que nos relajáramos, que tomásemos algo, unas sidrinas, sidra a las diez de la mañana.
–¿Y por qué no tocáis algo? –se le ocurrió a Bercianos.
–¡Hombre, claro! Venga, demostradnos lo que sabéis hacer. Os hemos escuchado en el CD pero nunca en directo. Si tenemos que firmar un contrato, antes queremos oíros.
–Sí, sí, vamos.
–¿Y qué queréis decir? –replicó O Zabala, siempre firme y alerta–. ¿Que, si no os gusta cómo tocamos, no firmaréis el contrato y nos vais a facturar para casa?