Memento de difuntos - Andreu Martín - E-Book

Memento de difuntos E-Book

Andreu Martín

0,0

Beschreibung

Uno de los primeros acercamientos de Andreu Martín, versado autor en el género negro, con lo fantástico y lo sobrenatural. Una mujer acosada por el fantasma de su marido acude a un psiquiatra en busca de ayuda. Sin embargo, este psiquiatra adoptará la personalidad del marido muerto y seguirá presionando para que la mujer se suicide. La irrupción de un tercer médico en escena llevarán a los protagonistas de esta novela a enfrentarse con el verdadero enemigo: el Mal, una presencia insidiosa que planea sobre toda la historia.-

Sie lesen das E-Book in den Legimi-Apps auf:

Android
iOS
von Legimi
zertifizierten E-Readern
Kindle™-E-Readern
(für ausgewählte Pakete)

Seitenzahl: 434

Das E-Book (TTS) können Sie hören im Abo „Legimi Premium” in Legimi-Apps auf:

Android
iOS
Bewertungen
0,0
0
0
0
0
0
Mehr Informationen
Mehr Informationen
Legimi prüft nicht, ob Rezensionen von Nutzern stammen, die den betreffenden Titel tatsächlich gekauft oder gelesen/gehört haben. Wir entfernen aber gefälschte Rezensionen.



Andreu Martín

Memento de difuntos

Translated by Amaya Unzurrunzaga

Saga

Memento de difuntos

 

Translated by Amaya Unzurrunzaga

 

Original title: Història de mort

 

Original language: Catalan

 

Copyright © 1984, 2022 Andreu Martín and SAGA Egmont

 

All rights reserved

 

ISBN: 9788726962062

 

1st ebook edition

Format: EPUB 3.0

 

No part of this publication may be reproduced, stored in a retrievial system, or transmitted, in any form or by any means without the prior written permission of the publisher, nor, be otherwise circulated in any form of binding or cover other than in which it is published and without a similar condition being imposed on the subsequent purchaser.

 

www.sagaegmont.com

Saga is a subsidiary of Egmont. Egmont is Denmark’s largest media company and fully owned by the Egmont Foundation, which donates almost 13,4 million euros annually to children in difficult circumstances.

Prólogo

El pasillo es largo, oscuro y extraño. Túnel negro lleno de trampas y amenazas y presencias y voces mudas. Voces que dicen: «¡No vayas! ¡Quieta! ¡Cuidado!». Y la única esperanza de salvación que se ofrece al final es la luz triste y movediza, los colorines falsos y resplandecientes del televisor.

En medio de una especie de aturdimiento, Ángeles piensa: «¿Yo he conectado la tele?».

Ángeles avanza arrastrando los pies. Pero no es debido a la edad ni porque se le escapen las zapatillas, que le quedan grandes (esto es lo que dirá a Alicia si le pregunta). No es por eso. Es el miedo, que parece que le haga el corazón más pesado, que parece que la quiera clavar al suelo, que quiere detenerla. «¡No vayas!» Es curioso, pero casi se siente más segura aquí, dentro del pasillo oscuro, «Quizá así no me verá», que allí en el comedor, donde el televisor emite destellos intermitentes.

«Yo no he conectado la tele», repite Ángeles. Y ya respira con dificultad. Ya estamos otra vez.

O tal vez la ha conectado y se le ha olvidado. Trata de recordar. Ha salido del dormitorio, donde había estado rezando el rosario, y ha ido a ver a la nena en la cocina. La nena estaba rebozando merluza. «¿Quieres que te ayude?», «No, mamá, gracias». Después inmediatamente se ha metido en el lavabo y ha hecho pipí. Ha ido inmediatamente, no ha ido antes a encender la tele. Puede que la haya conectado la nena. No, seguro que no. La nena, en la cocina, le ha dicho: «No, mamá, gracias. Ve a ver la tele. Y enciende la luz del pasillo, anda, que un día te harás daño». Si la nena hubiera conectado la tele, de paso habría encendido la luz del corredor, para que Ángeles no tropezara con la mesita del arlequín. Alicia siempre tiene miedo de que su madre le rompa el arlequín de porcelana.

Ángeles tiene miedo porque ella no ha encendido la tele, está segura. Y porque no puede soportar la idea de que él pueda haberla seguido desde Premiá hasta aquí. Ya respira mal. El corazón le late fuerte, bmm-bmm-bmm, tan fuerte que cada latido hace que le castañeteen los dientes, clac-clac-clac, que los dientes entrechoquen con tanta fuerza que casi le duelen las mandíbulas, bmm-bmm-clac, como si el dentista le estuviera hurgando en la boca. El aire sale de su nariz como un bufido que parece que se tenga que oír en todas partes. Que parece incluso que lo tenga que oír él.

Pero Ángeles no se puede detener. Ya le gustaría, ya, pero no puede. Porque si él la ha seguido hasta aquí, esto ya es el acabóse, ahora sí que se volverá loca del todo.

En la tele hablan de la «operación retorno», y Ángeles toma conciencia de todos y cada uno de los ruidos de la casa: El ajetreo de Alicia en la cocina, el correr del agua del water llenando el depósito, una silla arrastrada en el piso de arriba. Y lejos, la sirena de una ambulancia y motores de coches. Y la sangre le sube a la cabeza y le llena el cerebro y allí se pone a palpitar en forma de un dolor de cabeza muy, muy intenso, aquella migraña que le arranca lágrimas. Y a Ángeles se le deforma la boca porque quiere gritar, pero no puede gritar, porque él sí que está ahí, delante de la tele, que ella le está viendo la mano recostada sobre el brazo de la butaca, y ay de ella si grita.

Él la ha oído. Se vuelve hacia ella.

–Ven, Ángeles. ¿Qué haces ahí parada?

 

Esteban tiene unos ojos muy bonitos, muy azules y muy tristes, caídos, como si le pesara mucho algo muy concreto. Casi son ojos llorones. Pero, parece mentira, este detalle de su rostro no le debilita nada, más bien al contrario le da una apariencia inquietante, peligrosa. Son ojos que dan a entender que él no haría daño a nadie si no lo obligaran, pero que no le queda más remedio, qué le vamos a hacer, es su deber. Y cuando te das cuenta de todo esto comprendes que ese hombre te puede hacer muchísimo daño, todo el daño del mundo, porque es un hombre frío, desapasionado, paciente, de una crueldad ingenua, juguetona, infantil. Son los ojos que años atrás vieron tantos detenidos poco antes de pasar los peores momentos de su vida. Momentos antes de morir incluso.

¿Te acuerdas Ángeles?

Durán colgado del gancho, aquel gancho en forma de ese, gancho de carnicero goteando sangre, gancho clavado bajo la mandíbula, Durán con aquella mueca, los ojos muy cerrados, las mejillas empapadas de lágrimas, Durán pataleando. Y a cada patada el gancho debía entrar más dentro, más dentro, más dentro.

Los ojos de Esteban miraban impasibles.

Y te miraron impasibles a ti, Ángeles, cuando te decían: «ven un momento, que te quiero enseñar una cosa». Y después, delante del hombre que gemía con la lengua fuera, escupiendo sangre, pataleando. «¿Lo conoces? se llama Durán».

¿Te acuerdas Ángeles?

 

–Ven, Ángeles. ¿Qué haces ahí parada?

Ángeles da un paso atrás, retrocede hacia el pasillo negro y oscuro y amenazante; y desea, oh, cómo lo desea por encima de todas las cosas, desea fundirse con la oscuridad, desaparecer para siempre. Tropieza con la mesita del arlequín y manotea febrilmente para salvar la porcelana, nota la cabriola en el aire, y la coge con sus dedos. «Sobre todo, no hagamos ruido, sobre todo.» Dice entre dientes «Rediós» y solamente se escucha como un grito de conejo, «sobre todo, no hacer ruido».

–¿Mamá? –dice Alicia, en la cocina. Se calla y escucha. Sólo se oye la tele. El anuncio de un coche portentoso, el coche que convertirá a su propietario en Superman.– ¿Mamá? –El depósito del water acaba de llenarse. Calla.

Alicia tiene un leve sobresalto, como un presentimiento. La casa le parece demasiado vacía y demasiado oscura y demasiado silenciosa a pesar del anuncio del coche portentoso.

–¿Mamá?

Alicia se seca las manos. Sin mirar deja el trapo sobre el mármol.

–¿Mamá?

Que disparate. Por un momento, en un parpadeo, le ha parecido ver a su padre en la oscuridad del pasillo, con aquel aire tan cargado de paciencia, diciendo «Va, ve a ver qué hace tu madre, que no sé qué le pasa ahora». Qué disparate.

 

Ángeles está en el dormitorio. Tiembla y llora y jadea mientras busca algo en la maleta que todavía no ha tenido tiempo de deshacer. Revuelve batas floreadas, faldas, blusas, bragas, fajas y encuentra lo que busca, ya lo tiene en las manos. «No te lo pienses más Ángeles.No te lo pienses o no lo harás.»

Y la niña diciendo «¿Mamá?» por el pasillo.

Ángeles piensa que tendría que haber cerrado la puerta con llave pero ya es tarde.

F.N. modelo HP 35 mm. Parabellum. El arma reglamentaria de Esteban. Ángeles sabe dónde está el mecanismo de seguridad y lo acciona. Sabe que la pistola está cargada y se coloca el cañón en la boca y pone el pulgar sobre el gatillo.

Esteban desde la cama sonríe y la mira tristemente. Dice: «No hagas burradas». Alicia abre la puerta. Se precipita, sus manos jóvenes se aferran febrilmente a la mano vieja al mismo tiempo que un chillido agudo, cortante, «Mamá», se mezcla con el estallido ensordecedor e inesperado, y la hija siente a flor de piel la sacudida del retroceso y la madre siente como una bofetada picante y benigna, y como si dentro de la boca se le inflase un globo de humo y luz y ruido y sabor a cordita y sangre y saliva dulce.

Y es como si detrás del cerebro se le abriera un agujero negro, muy negro y muy profundo, que se fuese haciendo grande y grande y grande, tan grande que Ángeles cae en él de espalda, cae a gran velocidad con una sensación de bienestar y felicidad. Es un pozo largo, oscuro y extraño como el pasillo al final del que esperaba él. Pero ahora la oscuridad da protección, calor, tranquilidad. La boca del túnel se hace pequeña, allá lejos, y Ángeles se distancia vertiginosamente de la cara de su hija, cara que hace muecas de horror y que grita, «mamá, mamá, mamá».

Y Ángeles tiene un último pensamiento: «Gracias, Dios mío».

1 ¿Creéis en esas cosas?

El Hormiguero es un bar inaugurado hace poco en el Barrio Gótico, detrás de la Catedral, en una especie de pasadizo secreto, que debían utilizar los amantes de alguna familia noble del siglo dieciocho para escapar de palacio. O algo por el estilo. En todo caso, en el dintel de la puerta están escritas las cifras 1787.

Gruesas paredes construidas con ciclópeos bloques de piedra, tan gruesas que dentro todo parece más pequeño de lo que uno se imaginaba, tan gruesas que en verano se agradece el frescor y en invierno no hace tanto frío. Una puerta de entrada baja, estrecha, furtiva, difícil, capaz de romper la cabeza a quien no se agache a tiempo. Pesadas mesas de madera sin desbastar, incómodos bancos enganchados a la paredes, iluminación precaria con unas bombillas de color amarillo que coronan unos candelabros insultantes, seguramente comprados de ocasión en un Souvenirs de la plaza del Palacio. Cuadros de una exposición que se inauguró al mismo tiempo que el local, hará un año ahora, y que todo el mundo (incluso el autor) ha olvidado. Una escalera de madera lleva al altillo donde cada día, excepto los viernes, una pareja de adolescentes juega a apagar las luces.

El bar lo ha abierto Valentín, un catalán optimista (o sea del Ampurdán) que pensaba que el éxito sería tan clamoroso, que el local se pondría de moda y que cada día, de la mañana a la noche, se llenaría de bote en bote, tanto, que parecería un hormiguero. No acertó del todo. Normalmente por las tardes, el joven de la barra y el optimista ampurdanés juegan a los dados y se emborrachan poco a poco, sin querer y sin resistirse, brandy tras brandy, o cubata tras cubata, hasta el punto de que la aparición del tan esperado cliente sería un estorbo insoportable. La parejita que cada día (salvo los viernes) juega a papás y mamás en el altillo solamente pide una consumición en toda la tarde y no molesta demasiado.

La única tarde de la semana en que Valentín y el chico de la barra no se emborrachan es la de los viernes, cuando un grupo heterogéneo y heterodoxo se reúne e invade el altillo, donde hacen una tertulia cultural que normalmente no conduce a nada. Este día de la semana, Valentín trabaja de verdad subiendo arriba todo tipo de bebidas, desde cremats hasta whiskies, pasando por el jerez, el agua sin gas y el gimlet. Durante esas tardes, trabajo llama a trabajo, algunos clientes entran a sentarse en la barra y, aunque nunca ha parecido un hormiguero, sí que a veces el local ha dado la impresión de ser un bar de verdad. Cuando tiene un rato libre, Valentín sube y se incorpora a la charla, y, como es ampurdanés, acostumbra a apropiarse del tema, hace juegos malabares con las palabras, introduce la magia, dice lo primero que se le ocurre y vuelve rápidamente a la barra dejando a los contertulios completamente desconcertados.

 

Este viernes, no se sabe cómo, rebotando de escalón en escalón, como quien no quiere la cosa, han terminado hablando de posesión diabólica y vampirismo.

–Pero, ¿creéis en esas cosas? –pregunta la doctora Unzurrunzaga, una escéptica discutidora profesional, burlona y encantadoramente despectiva.

–Tú deberías creer más que nosotros –le dice el pintor Enrique Nieto–. Eres vasca, ¿no? Allí tenéis estas tradiciones.

La media docena de contertulios calla para mirar al artista no sin sorpresa. Hace poco que él y su hermana se han incorporado a las reuniones y el joven nunca había pronunciado tantas palabras ni con tanta vehemencia. Parece que se ha tocado un tema muy importante para él y esto, naturalmente, aumenta la expectación de todos. Puede que incluso hayan descubierto un motivo de diversión que dure unas cuantas semanas. Así una docena de ojos estimula al pintor para que siga razonando, y éste no les decepciona.

Larguirucho, delgado y barbudo, rostro marcado por la viruela, ojos claros y convincentes que, mientras habla con su voz grave (hecha para retumbar sonoramente en vetustas naves de iglesia), llaman, acarician, ríen y te dejan desarmado. Era él quien tenía que hablar del tema, él y nadie más, piensan todos recordando las exposiciones que han visto de la pareja de pintores.

Enrique y Trini Nieto. Pintura hiperrealista de lugares oscuros, recreación de subterráneos medievales y de animales mitológicos y de rostros torturados por miradas demenciales. Blancos y negros y grises que recuerdan los «Caprichos» de Goya.

Mientras recorría la sala de arte de la calle Consejo de Ciento donde los vio, el doctor Delclós se decía: «Nunca tendría un cuadro de éstos en mi casa». El doctor Delclós, que es psiquiatra, se decía: «Se debe tener una salud mental a toda prueba para poder convivir con estas imágenes infernales». Y, mientras escucha a Enrique se pregunta: «¿Él hace los paisajes, los subterráneos y los interiores de las tumbas; y ella los animales, los monstruos y los rostros de locos, o al revés?»

Trini Nieto, menuda, avispada, risueña, con aquella nariz y aquellos ojos que rebosan de alegría contagiosa, que siempre dan en el blanco, extasiada con lo que dice su hermano, apariencia angelical que contradice todo lo que de siniestro contiene su obra.

 

–¿Creéis en esas cosas? –ha dicho la doctora Unzurrunzaga.

–Tú deberías creerlas más que nosotros. Eres vasca, ¿no? Allí tenéis estas tradiciones.

La doctora ha discutido este punto y ha intentado demostrar (por puro espíritu de contradicción) que en Euskadi no ha habido nunca ninguna historia mágica y que las supersticiones que se les atribuyen son rumores franquistas. Paralelamente, Quintana (un argentino que sabe de todo) ha señalado las coincidencias que hay entre las tradiciones europeas y sudamericanas. Ha sido él quien ha mencionado la típica leyenda de la serpiente que mama de la madre mientras coloca la cola en la boca del niño. El niño siempre acostumbraba a morir anémico y pálido, de pura inanición.

Aquí quería llegar Enrique Nieto. «En esto se puede ver un principio de vampirismo», ha dicho.

La doctora Unzurrunzaga, como ve que su actitud escéptica no le gana la atención absoluta de nadie, la abandona inmediatamente y cambia de tema diciendo que los vampiros existen, que ella los ha visto.

–Son los heroinómanos –afirma–. Cumplen perfectamente las leyes principales del vampirismo. Son muertos en vida, porque en realidad están muertos, son inertes, inútiles, seres lejanos de la realidad. Y chupan todo lo que pueden a las personas que les rodean, sean amigos, conocidos o desconocidos; chupan dinero, chupan sangre; y cuando no pueden chupar más te quieren meter en su vicio, te quieren convertir en vampiro.

Enrique Nieto abría y cerraba la boca, ansioso por meter baza, cuando el profesor Nelo (muy digno, cabello blanco y ojos diabólicos, largos brazos que bailan cuando él habla) dijo en tono de superioridad:

–Bien, está claro, supongo que por posesión entendéis algún tipo de hipnotismo... –Enrique Nieto, casi iracundo, decía que no y que no con la cabeza–. Esto me hace pensar en un elemento muy importante, que es la aceptación de la pobre víctima. Si una persona no quiere, no se la hipnotiza...

–En esto tiene razón –ha conseguido decir Enrique–. Si una persona no quiere, no se la convierte en vampiro. Porque yo estoy hablando de vampiros, señores. De muertos vivientes, de discípulos diabólicos, de criaturas de la noche con largos colmillos, de la representación del mal. Recuerden a Nosferatu. La protagonista será poseída por el vampiro a partir del momento en que ella abre la ventana. Las víctimas se ofrecen. Cuando una víctima se resiste, no es poseída...

En estos momentos, ya todos los miembros de la tertulia protestaban y chasqueaban la lengua y daban a entender con vehementes gestos que no pensaban seguir escuchando. Pero el doctor Delclós sentía una profunda curiosidad. Ni él mismo podía saber por qué se sentía tan atraído por el tema. Quería que Enrique Nieto siguiera hablando. Por eso ha dicho:

–Pero hablar de posesión quiere decir hablar del demonio... ¿Cómo se puede defender hoy en día la teoría cristiana del Demonio y del Infierno?

El pintor le mira. En un segundo, hay una descarga de simpatía entre los dos hombres. De mala gana, el psiquiatra tiene que aceptar que está dispuesto a creer todo lo que diga aquel joven que parece lleno de sabiduría.

 

–A veces, pienso que los no creyentes tenéis más prejuicios, sois más cerrados, que los creyentes. Vuestras convicciones parecen muchísimo más débiles que las de otros. Escucháis la palabra Dios, o Demonio, o Iglesia, y os cerráis ante cualquier clase de conocimientos. Aunque sean hechos que conocéis vosotros mismos, que de hecho conoce todo el mundo...

Así empieza la fascinante disertación de Enrique Nieto, provocando una lenta pero creciente angustia en todos los presentes. A todos ellos les gustaría que callara, y de vez en cuando se quejan o manifiestan algún tipo de protesta, pero ninguno de ellos osa interrumpir a aquel personaje que de un mutismo y una indiferencia casi absolutas ha saltado a la más convincente de las vehemencias.

–Está claro que tenemos que hablar del Demonio. ¿Pero qué es el Demonio sino una representación, una concreción del concepto mucho más amplio de Maldad o Perversión? El Demonio, Satanás, Belzebú, llamadle como queráis, es la imagen de la Maldad. Igual que una paloma puede serlo de la Paz, o un sol sonriente lo es de la oposición a las nucleares. Decir Satanás equivale a decir «¿Bondad? ¡No, gracias!». Quiere decir Crueldad Suprema, Maldad Infinita. Y de esto, permitidme que os lo diga, hay más que de Paz o de Ecologismo.

 

–Hablemos de la Maldad. Los campos de concentración nazis. Millones de judíos muriendo de hambre, o apaleados, o fusilados, o en las cámaras de gas... No miréis los cadáveres. Los cadáveres son la imagen de la muerte, de la nada. Mirad a los verdugos. Mirad las sonrisas impasibles delante de un niño con el vientre abierto... –Primeras protestas, gestos de incomodidad–. Sí, sí, escuchad... Mirad el orgullo profesional de los médicos que experimentaban con las personas, con judíos y no judíos, con negros, hindúes, o indios de América, inoculando todo tipo de enfermedades. «A éste un poco de viruela, a éste un toque de polio, a éste lo capamos...» Sí, ¿por qué no? ¿Por qué no caparlo? Es un indio. Solamente un indio. Es como un animal. Los mismos que años atrás gozaban abriendo sapos, haciéndolos reventar (¿Sabéis cómo se hace? se les hace fumar, y entonces se llenan de humo y explotan, ¡flash!, como trapos, destripados y empapados de sangre)... Estos mismos favorecían a la ciencia desventrando y haciendo explotar cuerpos humanos. Yankees esterilizando indios en Bolivia, ¿recordáis? Lo decían los diarios. Se habló mucho de ello. Lo que pasa es que son noticias que nos hacen arrugar la nariz y pasar rápidamente la página, así, porque molesta mucho. Mucho molesta la presencia de la Maldad. Mucho. Pero no miréis a los capados, pobres indios, imagen de la miseria. Mirad a los científicos fríos, impasibles, muy profesionales... Miradlos cómo fabrican napalm, cada vez un modelo diferente, cada vez más perfeccionado. El gel de gasolina. El jabón de napalm. «Hagámoslo de manera que hombres, mujeres y niños ardan como antorchas, pero que no mueran enseguida, que tengan una larga y provechosa agonía; ¡y dolorosa! Que chillen como cerdos, y que no puedan apagar de ningún modo el fuego que los va consumiendo poco a poco, ni siquiera con agua, que chillen, mujeres y niños y viejos, que sigan bramando hasta que las brasas fundan las cuerdas vocales, y así los vivos que los vean, delante de aquel horror, se acojonarán y se rendirán...» –Ya hace rato que el profesor Nelo se ha quedado al margen y ha dirigido la atención a otra dirección. «Venga, hombre, por favor», ha dicho débilmente. El pintor se relaja un poco y dibuja una triste sonrisa en sus labios–. Pero no miréis a los pobres que queman. Pensad en los aviones que lanzan las bombas, en los pilotos que hacen puntería. En aquellos soldados americanos, tan guapotes, tan firmes, que reciben clases de tortura. Pensad en el profesor que les enseña (desapasionadamente, como quien enseña a hacer nudos a los boy-scouts) cómo se aplica electricidad a los genitales de hombres y mujeres, lecciones de anatomía para saber dónde se tiene que trabajar para hacer más daño, y que dure más, y que la víctima no muera, y que después haya el mínimo posible de señales. ¡Todo esto existe, señores! Y no nos fijemos en las víctimas. Las víctimas te enternecen, te ablandan, piensas «pobres» y diriges tus pensamientos hacia la beneficencia. Pensad en los verdugos. En aquellos científicos que coleccionaban artesanía de piel humana. Tambores de piel humana, pantallas de lámpara de piel humana, carteras de cuero humano que se cotizaban mucho más si tenían el ombligo bien visible, ombligo exclusivamente humano, nota de distinción. –De repente, un toque de risa amargo–. ¡Ja! Es curioso, los americanos han difundido la noticia de que el aviador que lanzó la bomba sobre Hiroshima se volvió loco y ahora está en un manicomio. Escogieron muy mal, ¿no? Habrían encontrado montones de voluntarios con ansias destructivas, ¿no os parece? Chicos que después fardarían: «¡Hostia, tú, tendrías que haberlo visto! ¡Qué espectáculo, tú, tope!». Con aquella sonrisa que tenían los interrogadores adiestrados para clavar bayonetas en los genitales de las mujeres. Fijaos bien en esa sonrisa. Ahora empezáis a comprender qué es la Maldad. Los torturadores argentinos, por ejemplo. ¿Recordáis las últimas declaraciones? Incluso salieron por la tele, y si no lo visteis os presentaré a un par de argentinos que pasaron por aquello. ¿Habéis oído lo que hacían con las embarazadas? Aplicaban descargas eléctricas al niño que llevaban dentro... Interrogaban a la madre de un niño de seis años. Mataban al niño, lo torturaban delante de ella, «solamente para darle a entender que iban en serio». Lo están diciendo ahora. Y ahora somos suaves, chicos. Ahora somos civilizados. Pensad en todos los tormentos inventados desde que el mundo es mundo. ¿No habéis leído el «Yo, Claudio»? Mataban a la gente de hambre. ¡Los encerraban hasta que murieran de hambre! ¿Lo imagináis? ¿Y la cruz? ¿Y cuando los descuartizaban atándoles las manos y los pies a cuatro caballos? Por cierto, que esto lo hacían los americanos en la guerra del Vietnam, pero con helicópteros en vez de caballos. Bienvenida sea la técnica.

Pausa. Sorpresa en los ojos del conferenciante.

–¿Tenéis taquicardia? Da miedo, ¿no? Es que le estáis viendo las orejas al lobo, estáis comenzando a tener una intuición de la Maldad...

 

–Es evidente que existe la Maldad. Leed los diarios y os enteraréis. Padres que dejan a sus hijos muriendo de hambre, que les apagan cigarrillos en la piel, que les cortan con cuchillos o los tienen encerrados en armarios oscuros... O aquel violador de viejecitas de ochenta o noventa años... Las violaba y después les aplastaba el cráneo a martillazos... Lo recordáis, ¿verdad? Le llamaban «el asesino de Lesseps», y lo detuvieron en el 79... Violaba a viejecitas de ochenta años, ¿lo imagináis?... No miréis a la viejecita, que da pena. Mirad al violador, congestionado, los ojos fuera de las órbitas, todo rojo, imaginad su expresión... Y decidme si no es la Maldad, si no es la Perversión... No me invento nada. La Maldad existe, como existe la Bondad, como una fuerza de la Naturaleza, como existen la Sabiduría y la Ignorancia, la Verdad y la Mentira, la Fe y la Incredulidad... Es algo que se siente. Es una forma de Energía Mental. Es eso que te incomoda cuando conoces lo que se llama una persona sin escrúpulos. –Ahora se dirige a la doctora Unzurrunzaga–: Es aquella sensación de estremecimiento que se tiene cuando un hombre te pone la mano encima, o te dice algo relacionado con el sexo...

–Me puedo estremecer de placer –opone la doctora, visiblemente inquieta.

–Claro. Al igual que hay canciones de amor que nos estremecen, que incitan ternura, que nos excitan sexualmente, pero con suavidad, y respeto... Pero al mismo tiempo hay grupos que, al cantar, despiertan una mezcla de agresión y lascivia, una atractiva repulsión, una seductora repugnancia... Quizá sí que te estremecerás con las dos propuestas, pero un estremecimiento será muy agradable y el otro... Eh... Piensa en el otro, Unzurrunzaga... Aquella seductora repugnancia... Piensa en los vampiros de los que tú misma hablabas: los heroinómanos. Mira los ojos de un heroinómano y verás la traición, un egoísmo desenfrenado y sin fin. Un vampiro, sí, como tú has dicho, un principio de vampirismo. Multiplicad este principio por cien mil y tendréis la aproximación de un demonio. No miréis el daño que hacen. Mirad los ojos de los verdugos, su sonrisa, su indiferencia, y ahí veréis la Maldad, eso que configura al Demonio...

Protestas del público.

–Mira. –Salta por fin la doctora–: Yo tengo una vecina que es exactamente la representación de eso que tú dices. Sonríe cuando sabe que a alguien le van mal las cosas, aplaude la desgracia ajena, y cuando haces un poco de ruido en la escalera, o haces algo que no le gusta, enseguida sale diciendo «Te mataré, te mataré»... Pero no creo que sea la representación de Satanás...

–Porque es inofensiva, porque seguramente no ha hecho nunca daño a nadie... Aunque está haciendo serias oposiciones a ser auténticamente maligna, alimentando una energía negativa, dejemos a tu vecina y permíteme otro ejemplo. En mayo de 1929, Al Capone, para castigar a dos de sus hombres, llamados Anselmi y Scalise, cogió un bate de béisbol y empezó a golpearles en la cabeza, fría y sistemáticamente, hasta que les pulverizó los huesos, de tal manera que la piel de toda la cabeza les colgaba, fláccida, como si fuera de goma...

–¡Ay, va! –gime la doctora.

–No mires el rostro destrozado de las víctimas. Mira el rostro científico, impasible, de Al Capone. Verás la Maldad. No le llamarás Satanás, pero te garantizo una cosa. Si entraras en aquella trastienda del Hawthorne Inn, donde mataron a Anselmi y a Scalise, notarías tanta maldad, que los rayos, las irradiaciones, las descargas odiosas, llámalo como quieras, te volverían loca.

 

–En todo caso –se atreve a aducir Delclós, aun reconociendo que se ha establecido una relación de simpatía entre él y los Nieto–, en todo caso, estáis hablando de conceptos abstractos, de apreciaciones lo suficientemente subjetivas como para pensar que no hay una sola idea de Maldad, sino tantas cabezas como sombreros. Por ejemplo –se precipita para bloquear la intervención de Nieto–, para una monja de clausura que ignora todo lo que se ha dicho aquí, la Suprema Maldad se resumirá al sexo. Para ella, no hay nada peor. Y os tengo que decir que para mí no hay nada mejor. Y para un guerrero de algún poblado primitivo el hecho de descuartizar a un enemigo no sólo no será ni cruel ni malo, sino que todo lo contrario, un hecho religioso, idéntico al de nuestra civilización de comernos el Dios en que se ha transformado la hostia...

–Estoy de acuerdo contigo, amigo Delclós, en el caso de la monja neurótica y reprimida –acepta Nieto con una sonrisa ambigua–. Pero insisto en que no miremos a la víctima sino al verdugo. Piensa en el Don Juan a quien se le ocurre seducir a la novicia. Un hombre que presume de haber matado, de haber humillado... ¿Cómo era? ¿«La virtud escarnecí, la razón atropellé, y en todas partes dejé memoria amarga de mí»? Mirad a la cara a este ser y decidme si no veis la Maldad... En lo que ya no puedo estar de acuerdo es en esa especie de blanca pureza que ves en una tribu de salvajes descuartizando o devorando a un enemigo. Yo no estoy buscando a un culpable, Delclós. No tengo que molestarme en buscar pruebas eximentes. Estoy hablando del concepto Maldad, del Grande, Inmenso, Único, Definitivo concepto de Maldad que domina al mundo. Cuando un hombre se excita sexualmente en el momento en que rompe los huesos de una supuesta bruja, me da absolutamente igual que un diagnóstico médico me pueda decir que aquel hombre está enfermo...

 

En el cerebro de Delclós hay un relámpago. Le vienen a la cabeza el rostro y el nombre de uno de sus pacientes. Otro psiquiatra que se llama Jorge Campavall.

 

–...O el padre que arranca mechones de pelo a su hijo, el que le arranca los dientes con alicates, el que le quema con cigarrillos, me da totalmente igual que esté borracho y no sepa lo que está haciendo...

Delclós mira obsesionado a Nieto, mientras éste habla. Y cada vez se le forma más nítida la imagen de su paciente, psiquiatra, Jorge Campavall.

 

–… Me da igual que el policía torturador esté convencido de que hace justicia, o que el soldado que torea al prisionero en medio de una plaza de Extremadura, y le pone las banderillas, sea un oligofrénico, esté sonado; me da totalmente igual que el inquisidor que mutilaba al hereje y se deleitaba con sus gritos creyera que estaba sirviendo a Dios... Me da absolutamente igual porque yo no busco culpables, ¡sino lo que se esconde detrás de los culpables! La Maldad, esa presencia que crece, que se ríe, que entrechoca los dientes triunfal, cada vez que hay un ritual de sangre. ¡Esta presencia, este Satanás, aplaude cada vez que un nuevo ritual de sangre contribuye a hacer grande la nueva Babilonia, el Mundo de Sodoma y Gomorra, el Imperio de la Perversión que nos está conquistando y que tiene su capital en el Vaticano, donde reina el Anticristo!

 

Todos los de la tertulia del Hormiguero suspiran y se relajan. Es como si hubieran estado en vilo, levitando por encima de las sillas, con el corazón y los pulmones paralizados en un espasmo de terror. La exaltación final de un Nieto, sus ojos desorbitados, su expresión crispada, su congestión, les ha dejado bien claro que el pintor está completamente loco y que, por tanto, nada de lo que ha dicho puede ser verdad, y basta de comedia, a casa, a tomar un trago y olvídate, que no ha sido nada.

También Delclós se relaja. «Bien, vamos, que se nos ha hecho tarde» Pero es consciente de que ha estado francamente angustiado, de que respiraba con dificultad y que casi estaba a punto de llorar.

Ahora, mientras camina hacia casa, su cerebro está lleno de la mirada convencida y convincente de ese pintor hiperrealista, y de la presencia de su más perverso paciente. Jorge Campavall.

2 Biaix

Jorge Campavall abre la puerta del piso y Brinco corre hacia él, entusiasmado y decidido a hacerle feliz. Menea la cola y se frota contra su pierna con una alegría falsa y patética. Le lame la mano.

–Va, Brinco, déjame en paz.

Una vez más se encuentra como en la cima de un acantilado con una sensación de mareo, de que todo gira, de que uno mismo no es uno mismo. Se siente como un Gulliver en el país de los Gigantes. El recibidor es un inmenso valle, el pasillo un desfiladero profundo, la puerta de cada habitación es una cueva sin fondo, la sala es amplia como el mar donde desembocan los ríos, la pared de enfrente es el horizonte, las butacas son barcas que flotan e impiden que te hundas (Campavall se deja caer en una de ellas y suspira y mira al techo) y por fin el whisky es el néctar que devolverá a cada cosa su medida correspondiente.

Ahora Campavall se ha sentado en una butaca y Brinco le recuesta la cabeza sobre la pierna mirándolo fijamente, con inocencia, desconsolado, como diciendo: «Yo hago todo lo que puedo, no me gusta que estés triste».

Un trago y súbitamente todo deja de ser monumental para convertirse en ridículo. El techo baja tan y tan aprisa que casi le aplasta la cabeza. Campavall abre la boca y suspira y las paredes corren unas hacia las otras y están a punto de atraparlo en medio. Con gesto agotado y agotador, suavemente, rechaza la presencia de Brinco, que retrocede y se conforma y se sienta sin perderlo de vista.

 

Más solo que nunca.

Añorando más que nunca a la Greta que acariciaba a Brinco, que lo abrazaba, que jugaba con él rodando por el suelo, faldas al aire, infantil y alocada. Oye su risa alegre y musical. Ve sus dientes perfectos, sus ojos enamorados y serenos incluso en el momento del orgasmo. Ve sus pechos, y sus piernas, y su vientre, su cuerpo desnudo, moreno, esperándolo sobre la colcha. Echa de menos a Greta que se fue diciéndole «Asqueroso, hijo de puta, pervertido», mirándolo con ojos feroces donde las lágrimas hervían de odio.

–Asqueroso –se repite él–. Hijo de puta pervertido.

Campavall se sirve el segundo vaso de whisky. Como quien no quiere la cosa, como si no diera ninguna importancia al hecho de que bebe demasiado, disimulando ante algún observador invisible, abre el portafolios y saca una carpeta que acaba de recibir. Un informe del Clínico, un nuevo cliente. Lo leerá con gran atención y así se distraerá.

El informe del departamento de Suicidiología del Hospital Clínico hoy es especialmente extenso. Consta de los resultados de unos cuantos tests del estilo Minnessota, Wechler y demás, de una relación más o menos objetiva de los hechos, y de un anamnesis o historia clínica construido mal que bien con las declaraciones de la paciente y con una entrevista concedida por la hija.

Antes de empezar, Campavall ya sabe que no le gustará. Pone una cara que cualquiera diría que los papeles huelen mal.

–Otro loco –dice en voz alta, asqueado. Y rectifica, al leer el encabezamiento–: Otra loca de mierda, con sus manías y sus estupideces... ¡Qué asco!

 

Ma de los Ángeles Martí Bolaga, 58 años, viuda desde hace un mes, madre de dos hijos (Alicia, 26; y Alberto, 24), estudios primarios, inteligencia mediana, sus labores, octava y última hija de un matrimonio de campesinos del Pallars, y de características maníaco-depresivas, tuvo una depresión reactiva a consecuencia de la muerte de su marido, Esteban Biaix Coronas, 63 años, comisario de policía retirado...

¿Biaix? Este nombre le suena a Campavall. Un poli que se llama Biaix. Sí. Juraría que en la facultad se hablaba muy mal de este tío. El psiquiatra hace una mueca.

Imágenes de la universidad, a finales de los años sesenta, Marta y él cogidos de la mano, corriendo en medio de la turbulencia de una manifestación disuelta, bombas de humo, la chica que cayó al suelo, aquel piso del Barrio Gótico alquilado para estudiar, «picadero» oficial de media Facultad de Medicina. ¿Y qué más? Escenas de amor inexpertas, teñidas de vergüenza, a Marta le gustaba ponerse encima, «debo tener una malformación fisiológica», decía para reír.

Malformación fisiológica. Sí. Ahora recuerda. Y ve a Marta cómo cojea. Dios mío. Ahora recuerda.

Carreras de una manifestación que se disuelve, bombas de humo, un grito casi unísono, aturdidor, en el que quizás él mismo participaba, pero no se podía saber porque uno no podía escucharse a sí mismo. El pánico, la confusión, el conflicto entre las ganas de escaparse y las ganas de plantar cara, la chica que cayó, las gotas de sangre en la acera. El tacto de la mano de Marta debajo de la suya. La determinación: «Tienes que salvarla».

Ramblas esquina Puertaferrisa. El grupo de grises que salieron de repente y les embistieron como si toda la batalla campal hubiese sido organizada para cogerlos exclusivamente a ellos dos, Campavall y Marta.

Media vuelta entorpecida por la velocidad, demasiado tarde, el tirón del gris, el intento de resistirse, el golpe de porra que cae con mala leche desde el punto más alto del cielo azul. Después les empujaron contra el vidrio resquebrajado de un escaparate y les metieron en una furgoneta gris, esposados y humillados, cargados de amenazas y de insultos.

 

Entraron un grupo de detenidos en aquel pasillo despintado e inhóspito y, tropezando, fueron a parar a la sala donde estaba el simpático. Desde aquel día le llamaron «el simpático» porque todos estaban de acuerdo en que los había recibido con una sonrisa impropia del ambiente y porque quiso tranquilizarles hablando catalán.

–No pasa res, nois –dijo, así, como suena–. Aquí podeu parlar català. –¡Era todo tan grotesco!–. Jo mano aquí, podeu parlar amb confiança, que estem en família...

Campavall es incapaz de recordar su rostro ni su voz ni su pinta. Solamente sabe que un policía (uno cualquiera, todos son iguales), un policía de paisano, disparó un zapato de punta afilada, de brillo de charol, contra el vértice de sus piernas, rayo surgido del centro de la tierra que lo levantó por el aire, que le atravesó como una espada de fuego, que lo empaló como la estaca sagrada que mata vampiros.

Total porque había dicho: –Hombre, un poli catalán, ahora nos entenderemos...

El dolor más horroroso que ha experimentado Campavall en toda su vida.

 

–Martita, guapa –En un bar de las Ramblas–. ¿Qué te hicieron, Marta?

–Me colgaron por el hueco de la escalera. Uno me sujetaba por las muñecas, debajo tres pisos. «Di tres nombres y tenemos suficiente», y yo «Ni tres, ni dos, ni uno», y ellos «No hagas burradas», y yo «Vete a la mierda». Pensaba que no serían capaces de hacerlo. «No lo harán, no lo harán, sólo quieren asustarte, están jugando.» En esos momentos se piensa «Todo son leyendas», cuando se ve la altura que tiene el hueco de la escalera, cuando se ve de verdad, tres pisos por debajo de tus pies, uno dice: «Es imposible. Nadie puede ser tan inhumano, tan cruel para hacer eso». Dijo «No hagas burradas», y yo «Vete a la mierda». Y entonces me soltaron. Unos dedos, los míos, que arañan el vacío, que quieren volar, y todo es inútil, y caes a plomo, te sientes morir, el suelo de mármol sale a recibirte, no terminas nunca de llegar abajo y llegas antes de lo que pensabas. ¡Pam!, sorpresa. «No te lo esperabas, ¿verdad? Te hemos jodido, te hemos jodido para siempre.» Tuve suerte. Total nada: fractura de tibia.

–El que te tiró, ¿era el mismo que me dio la patada en los huevos?

—Sí, claro...

–¿Te acuerdas cómo se llamaba?

–Por supuesto. Era famoso. Le llamamos el simpático. Era catalán, un bicho raro. Te recibía hablando catalán, hacía que los novatos se confiasen y, cuando menos se lo esperaba uno, ñaca... El simpático, le llamábamos. Sonreía de una manera, como si le dieras pena... Biaix, se llamaba. Esteban Biaix.

 

Esteban Biaix Coronas, nacido en Barcelona en 1921, hijo de un capitán del ejército republicano que murió en el frente nada más empezar la guerra. Por lo que se ve, la única ideología que el padre transmitió a su hijo consistía en la mano dura, quien paga manda, quien pega primero pega dos veces; quien ríe el último ríe mejor y la letra con sangre entra. Si hacemos caso a la revista Interviu del 19 de septiembre de 1977, Biaix se convirtió en uno de los inspectores más «eficientes» de la Brigada Político-Social cuando se enteró de que a su padre le acusaron de hacer espionaje a favor de los militares sublevados, y le fusilaron después de tenerlo en una celda durante más de tres días de intenso interrogatorio. Parece ser que el hombre que le informó de eso (un alto cargo de la policía de aquel tiempo) se recreó exageradamente en la descripción de todo lo que los republicanos habían hecho a su padre, sin ahorrar ningún detalle.

 

Jorge Campavall se sirve un poco más de whisky, suspira y devuelve la atención al pliego de papeles que tiene en las manos.

María de los Ángeles Martí de Biaix.

Loca y esposa de un pasma. Esta paciente cada vez le gusta menos. Seguro que es gorda, tiene la cara de camionero y que, antes de conocer a su marido hacía de puta en la zona baja de las Ramblas. Campavall deja escapar una risita perversa. Siguiendo la lectura, recupera la seriedad, pone boca de asco y piensa que no le gusta la policía, que no le han gustado nunca los policías y mucho menos (¿Por qué piensa lo de mucho menos?) las mujeres de los policías.

 

El 17 de septiembre, ahora hace un mes, murió Esteban Biaix en un chalé que tiene el matrimonio en Premiá, cerca del mar. La señora de Biaix no quiso ir a casa de su hija (Alicia Biaix Martí, 26 años, dos hijos, casada con un industrial, domiciliada en un dúplex de Mitre) y se quedó sola en Premiá. Allá se desarrolló su depresión reactiva hasta el momento en que, hundida, el 28 de septiembre se presentó en casa de la hija y le pidió ayuda demostrando unos terribles sentimientos de culpabilidad...

–Seguro que tú te cargaste a tu marido, putón –comenta Campavall al llegar a este párrafo.

Abrazada a Alicia, lloraba descargando mucha tensión y repetía: –Perdóname, perdóname, perdóname...

La hija no sabe a qué podía referirse su madre. Para ella, la paciente siempre fue una mujer ejemplar, buena, considerada, condescendiente y cariñosa tanto con los hijos como con el marido.

Campavall se forma una imagen de Alicia Biaix. Un estereotipo que no dice más que tópicos. Una nenita arreglada y puesta para quien las madres son abnegadas con sus hijos y fieles a sus maridos, y si ella tiene algún problema en su matrimonio considera que debe ser una excepción y por eso lo calla o (peor todavía) hace como si no existiera.

 

El 29 de septiembre, la señora Biaix hizo lo que no había hecho en años: volvió a misa, confesó, comulgó. Y, curiosamente, de vuelta a casa, parecía que se encontraba mejor. Sonreía, hablaba de tonterías y se ofreció para hacer algunas cosas de la casa. De pronto, al día siguiente, a la hora del telediario, coge la pistola reglamentaria de su difunto esposo y trata de pegarse un tiro en la boca. Afortunadamente («¿afortunadamente?», replica irónico Campavall), la hija intervino a tiempo y desvió la bala, que solamente hizo un agujero en la mejilla. De todas maneras, la señora de Biaix perdió el conocimiento, hubo de ser ingresada en Urgencias del Clínico y, al despertar, no hablaba. La trataron con sueros y antidepresivos (10 pastillas diarias de Anafrenil) hasta que el 10 de octubre reaccionó.

El doctor le dijo: «Esté tranquila».

Y ella, inesperadamente y con toda seriedad, replicó: «Estoy tranquila. Si no hablo es porque no hace falta».

A partir de este momento, se le han podido hacer los tests que dibujan su personalidad y su capacidad intelectiva, y se ha podido contemplar el anamnesis hablando con ella y averiguando que no fue aceptada por sus padres, que ya tenían siete hijos, que siempre se ha sentido insegura y rechazada en todos los ambientes, que recibió una educación sexual absolutamente deficiente, que su relación matrimonial era frustrante desde hacía más de diez años.

–Claro –balbucea Campavall, un poco trompa–. ¿Qué esperabas de un poli, imbécil?

 

Ahora María de los Ángeles Martí de Biaix ha vuelto a casa de su hija Alicia, solamente toma tres Anafrenil al día, parece más serena y te la confían a ti Campavall, te la confían a ti para que la hagas feliz.

Si Ángeles viese la cara que pone ahora Campavall, no se atrevería a someterse a su criterio. Es una sonrisa diabólica, es un gesto de chulo del Barrio Chino cuando ve que se acerca su puta. La puta no ha sacado suficiente dinero y el chulo está pensando «Ven y verás lo que es bueno», está pensando «Tu estás en mis manos», está pensando «Te puedo salvar o te puedo condenar para siempre, seré tu Dios, tendrás que adorarme, mi palabra será ley».

Dice: –Ponte de rodillas.

Y la paciente que todavía no lo es, la paciente que todavía no tiene rostro, se pone de rodillas y le ruega: «Sálvame, sálvame, te necesito, no puedo pasar sin ti».

–Te has enamorado, ¿eh? –pregunta Campavall–. Te has enamorado de mí. Bien. Pues ahora... Ahora verás lo que es bueno.

3 Sueños

Campavall no está loco. Si hace dos años que se somete a la terapia de otro psiquiatra es porque (tal como le gusta decir siempre a él) se supone que quien tiene que limpiar los cerebros ajenos tendrá que tener bien limpio el suyo. Y en estos dos años ha salido mucha, muchísima porquería (porque lo cierto es que todos tenemos porquería en la mente), y ha sido doloroso, muy doloroso. Pero ahora ya ha pasado todo. Las principales averías ya están reparadas y las actuales visitas tienen una función de mantenimiento y conservación. Psiquiatra y paciente puede decirse que ya han olvidado la terrible crisis en que cayó Campavall cuando Greta (¡querida Greta!) le abandonó aquella mañana («Asqueroso hijo de puta pervertido»). Las tentaciones de liberar los impulsos agresivos están definitivamente superadas. («Tú no necesitabas golpear salvajemente a Almudena, Jorge. Cuando dejaste de hacerlo, no experimentaba ningún síndrome de abstinencia, ¿verdad? Pero, bueno, tío, estuviste bien cerca de la locura en aquellos momentos, ¿recuerdas?»).

Si no llega a ser por Delclós, ¿eh, Campavall? Ya puedes estarle agradecido.

 

Delclós (doctor en psiquiatría, inexpresivo, humanista, socarrón, idealista y heterodoxo) piensa que es muy difícil tratar a otro doctor en psiquiatría (desconfiado, inteligente, intuitivo, cargado de sólidas defensas y blandiendo agresividad) como es Campavall.

Después de dos años de tratamiento, Delclós sabe que Campavall se ha aprendido todos sus tics y Campavall sabe que Delclós lo sabe, y durante las visitas es frecuente que haya largos silencios, largas miradas penetrantes, como desafíos, como si se estuvieran preparando para un terrible combate y cada uno estuviese al acecho del primer movimiento del otro para saltar y replicar con violencia. De vez en cuando las visitas de Campavall a Delclós son auténticas batallas campales.

–Le recuerdo que el que viene a visitarse aquí es usted –reprocha Delclós, severo, cuando no puede más.

Uno de los tics de Delclós es el de volver la cara y contemplarse las uñas, y hacerse el distraído, y mirar de reojo con expresión de aquí no pasa nada. Campavall ya sabe que, cuando Delclós hace esto, es porque ha observado algo significativo en la personalidad del paciente.

–Es difícil –dice Campavall–, a veces, respetar el secreto profesional y al mismo tiempo someterse a una psicoterapia.

–¿Por qué? –pregunta Delclós con cara de póker.

–Porque ahora mismo mi problema es una paciente.

–La mujer del policía.

–Sí. No hubiera debido aceptarla. No puedo ser objetivo con la mujer de un policía. ¿Cómo... Cómo puedo conseguir una buena transferencia afectiva con una persona que me cae mal, pero muy mal al primer golpe de vista...?

–¿Cómo puede? –salta Delclós. Cortante.

 

Es pecado que un psiquiatra haga esperar a su paciente. Y Campavall, que lo sabía, miraba por la ventana un día lluvioso sobre la plaza Letamendi. Y fumaba extasiado. Y pensaba «Que se joda, la vieja de mierda», y todo eso lo angustiaba: el hecho de fumar, el hecho de hacer esperar a una paciente, aquel temblor en las rodillas, la respiración agria, como rasposa, como punzante.

Por fin, Campavall aplastó el cigarrillo en el cenicero con una insistencia casi obsesiva y habló por el interfono: «Haz pasar a la señora de Biaix». El cerebro le trabajaba a mil por hora: ¿Qué pensará de mí Berta, la recepcionista? Es la primera vez que hago esperar a una paciente. ¿Por qué he dicho señora de Biaix? Siempre me refiero a las personas por su propio apellido. Debiera haber dicho: «Haz pasar a la señora María de los Ángeles Martí», o bien «a la señora Martí»... Por qué... ¿Por qué estoy haciendo lo que hago?... ¿Por qué me estoy comportando de una manera tan extraña desde hace unos días... exactamente desde que recibí el informe del Clínico sobre esta puta de mierda...?

Se mordió los labios. ¿Por qué no puede hablar de su paciente sin insultarla?

Berta abre la puerta del despacho. Y entra Ángeles.

Entra una cicatriz en una mejilla, una marca en forma de cruz, una señal coronada de peluquería, vestido negro elegantísimo, guantes, abrigo de piel en el brazo, como una puta señalada que fuese a una boda. Cara untada de cremas que no tapan la cicatriz. Pintalabios. Rímel. Ostentación impropia de su edad. Máscara que disimula la estrella de la piel, la inseguridad de manifestarse ante los demás. Y, sobre todo, la actitud servil, despreciable, abyecta, la entrega absoluta. «Me pongo en tus manos.»

Entra Ángeles (cicatriz en cruz) y es como si la furia de los cuatro elementos, vendaval, inundación, terremoto, incendio, irrumpiera en el despacho. Campavall casi se tambalea. Primera idea que le viene a la cabeza: «Vieja de mierda, como me gustaría partirte la cara ahora mismo». Segunda idea: «Pero, ¿qué coño me está pasando? ¡Es una paciente, nada más que una paciente!». Tercera idea: «Haz como si no pasara nada. Como si no te diera asco». Cuarta idea: «Esto debes ir a que te lo miren, tío. Tú no estás normal».

 

Ángeles entra y topa con una mirada seca, sólida, una ojeada que la abofetea. Y, súbitamente, Ángeles se siente en presencia de la Justicia (sí, con mayúscula), de la ecuanimidad, de una virilidad arrolladora que se identifica con la autoridad, con la sabiduría, con el absoluto dominio de la situación. Y recuerda cuando conoció a su difunto marido, Esteban. Y no tiene miedo. Nada de miedo. En todo caso, un poco de inseguridad, quizá una desazón no tan desagradable, como la excitación impaciente que precede al Acto. (Así es como se lo decía Esteban: El Acto, ya nos entendemos.)

–Siéntese, por favor –escucha. Hay una especie de menosprecio en aquel tono, que demuestra quién manda ahí. Y un detalle teñido de insinceridad–: Siento haberla hecho esperar... –Mentira, pero se agradece el detalle.

 

–Porque la hizo esperar –recrimina Delclós.

–Sí –confiesa Campavall.

–¿Por qué?

–Eeee... No lo sé. Me costaba verla. Creo que estaba angustiado.

–¿Lo había estado toda la mañana?

–Sí... No. Creo que no. –Silencio. Campavall manifiesta una desazón inusitada. Parece que le cueste respirar–: No la quería recibir. Creo que no la quería recibir. Yo sabía que... Le tengo manía, no sé, me ha entrado por el ojo izquierdo, dilo como quieras...

 

Enciende un cigarrillo. Otro cigarrillo. El tercero desde que ha entrado en la consulta de Delclós.

–No hace mucho que fuma, ¿verdad? –pregunta Delclós.

Campavall se sorprende. Adopta la actitud de un niño travieso.

–No. No demasiado. Pocos días. Me calma los nervios.

Curioso. Ni siquiera tose. Y fuma Habanos, uno de los más fuertes del mercado. Como si los hubiera fumado toda su vida.

–¿Y qué más? –dice Delclós.

–¿Qué más?

–Sí. Su paciente se sentó y qué más.