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Una nueva incursión de Andreu Martín, maestro de la narrativa española contemporánea, en el terreno juvenil. En esta ocasión el autor coquetea con la ciencia ficción para contarnos el punto de vista que de la Tierra y sus habitantes tienen dos extraterrestres. Humor, reflexión, algo de filosofía y, sobre todo, buena literatura.-
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Seitenzahl: 256
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Andreu Martín
Saga
Pulpos en un garaje
Copyright © 1995, 2022 Andreu Martín and SAGA Egmont
All rights reserved
ISBN: 9788726962499
1st ebook edition
Format: EPUB 3.0
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Agradezco al prestigioso científico Antoni Ribera las indicaciones que me hizo para la redacción de este libro: él me recomendó la lectura de El duodécimo planeta, de Zecharia Sitchin, cuya teoría me he permitido tergiversar y adaptar a los caprichos de mi imaginación. Agradezco también al doctor Geroni Alsina las lecciones de medicina que no sé si acabé de entender bien. Y, finalmente, al amigo del alma Enrique Ventura, mi iniciador en el mundo de los ovnis, de los targets y de los aliens. Gracias a todos.
Esta historia está ambientada en un mundo futuro. Todo lo que en ella se describe, pues, es fruto de mi imaginación, puesto al servicio de la anécdota que quería contar y no tiene ninguna pretensión de vaticinio.
El Planeta de Oro
El violento combate se desarrolla en medio de un silencio tan inmenso como el universo.
Dentro de las naves, sólo se escucha una suave melodía relajante y el roce de los pies de los oficiales que van de un lado para otro.
En la Nave Luz (llamémosla así), reina la euforia. Brilla la excitación en la sonrisa de todos los tripulantes. Tanto los controladores de vuelo, bajo sus cascos dorados, como los combatientes tienen la sensación de estar tocando el triunfo con la punta de los dedos.
En las pantallas cuadriculadas, se puede ver que la Nave Materia (llamémosla así) está acorralada en la casilla superior izquierda, sin ninguna posibilidad de escapatoria, rodeada por cinco puntos luminosos.
Y, si eso significa el triunfo, será el triunfo definitivo.
Porque todos saben que en la Nave Materia viaja el Adalid Supremo del Ejército Enemigo. Si logran neutralizarlo (y nada parece que pueda impedirlo), tal vez se podrá dar por concluida la Gran Guerra que conmueve al universo desde hace tanto y tanto tiempo.
De pronto, en las pantallas se prende un punto negro. Un diminuto punto que se despega de la Nave Materia y se aleja de ella en una dirección imposible.
Hacia el borde de la pantalla. Dispuesta a abandonar el tablero de juego.
Se trata de una chalupa de salvamento, con capacidad para un solo hombre.
El Comandante de la Nave Luz pierde la sonrisa. Adivina: «Es el Adalid. Está escapando. Para no caer en nuestras manos, se lanza al Abismo».
Es un suicidio. ¿O tal vez no?
—Nadie ha regresado del Abismo —dice el Lugarteniente.
—Las leyendas cuentan que sí.
—Leyendas.
—Dicen que hubo aventureros que se fueron, se perdieron en la Oscuridad y regresaron.
—Aventureros. No hay datos fiables registrados. Quien se pierde en el Abismo jamás encuentra el camino de regreso. Si el Adalid Supremo viaja en esa chalupa y se sale de la pantalla, será igual que si lo hubiéramos neutralizado. La Nave Materia se rendirá. Ganaremos la batalla. Ganaremos la guerra.
La chalupa se sale de la pantalla. Desaparece. La tripulación, que contenía el aliento, expectante, ahora exhala una exclamación de pasmo.
El Comandante de la Nave Luz toma una determinación. Se quita el distintivo de mando, se lo pone al Lugarteniente.
—Preparadme una chalupa. Iré tras él.
—Es absurdo.
—Iré tras él. No podemos permitirnos el lujo de olvidarnos del Adalid. No es como nosotros. Podría regresar en cualquier momento y, con sus poderes, quién sabe qué complicidades podría obtener.
—En el Abismo, no hay complicidades que obtener.
—No sabemos lo que hay en el Abismo.
La chalupa está preparada. El Comandante se ha quitado el uniforme de gala, propio del combate, y se enfunda el ajustado traje de piloto. Se pone el casco dorado.
La cabina de conducción de la chalupa es pequeña e incómoda. Conmutadores sónicos por todas partes, pantallas grandes y pequeñas, gráficos, imágenes del exterior. La cápsula de hibernación.
El Comandante conecta su casco, mediante un grueso cable, con el ordenador de la nave.
Se despide del Lugarteniente:
—Felicidades por la victoria.
Los controladores y los combatientes confirman los buenos augurios. De la Nave Materia se están recibiendo señales de rendición.
—Pero, por el momento, hasta que no hayamos neutralizado al Adalid Supremo, sólo será una victoria parcial. Una más. Yo traeré la victoria definitiva.
—El Abismo es peligroso.
—Lo sé.
—Y el Adalid es peligroso.
—Lo sé.
—Probablemente, nunca os encontréis en esa inmensa oscuridad.
—Probablemente. Pero, si nos encontramos...
—No tienes ninguna oportunidad de vencer al Abismo sumado al Adalid. Los dos juntos deben de ser invencibles.
—Hay que correr el riesgo.
La chalupa se desliza sobre unas vías. Atrás quedan el Lugarteniente y los soldados que controlan la maniobra de parto.
Se cierran compuertas detrás de la chalupa y el Comandante deja de ver a sus compañeros. Quizá no vuelva a verlos nunca más.
Cierra los ojos y se concentra en el dolor de la despedida.
Quizá no vuelva a ver a nadie más nunca más.
La chalupa está ya en la matriz de la nave.
Se abren compuertas ante los ojos del Comandante. Se abre el espacio infinito ante él. Nada parece indicar que ahí enfrente esté el temido Abismo.
La chalupa despega. Nace sin cordón umbilical.
Se aleja de la Nave Luz.
Es un punto luminoso que avanza en dirección imposible. Hacia el borde de la pantalla. Hacia la frontera del infinito.
Traspasa la frontera, sin que el Comandante perciba el menor cambio, ni en sus sentidos corporales ni en los paneles de control, pantallas y gráficos multicolores que tiene ante sí.
El punto luminoso llega al borde de la pantalla y desaparece.
Los pilotos de ambas naves, perseguidor y fugitivo, apelan a la Memoria.
Como esperaban, se les informa de que están en zona inexplorada. Los únicos datos científicos que se poseen del Abismo se refieren a un sistema de diez planetas que giran en torno a una estrella de tamaño medio. Sólo dos de los planetas son habitables: el primero y el octavo, contando desde el más alejado de la estrella. El primer planeta, el más accesible, se encuentra a una distancia tal que sólo una nave intergaláctica de primera categoría podría llegar hasta él, y no dispondría de combustible de reserva para el regreso.
Los pilotos de las chalupas tratan de tranquilizarse pidiendo datos suplementarios.
—¿A qué tipo de nave intergaláctica se refiere la Memoria?
El término «nave intergaláctica» suena definitivamente anticuado.
La Memoria confirma las sospechas: los últimos datos se calcularon a partir de naves retropropulsadas, de combustible ligero y sin participación de energía mental. Un modelo de nave descatalogado ya, olvidado, relegado a los museos. Hace muchos años que los científicos y los navegantes expertos están demasiado ocupados en la solución final de la Gran Guerra para dedicarse a cálculos y exploraciones que parecen inútiles.
El resto de la información sólo es material literario. Leyendas de tiempos muy remotos, confirmadas por aventureros poco fiables que aseguran haberse acercado a mundos fantásticos.
Se cuenta que hace mucho, mucho tiempo, antes del estallido de la Gran Guerra, se fundó una colonia grande y próspera en el primer planeta del sistema. Desde esa colonia salían naves hacia el octavo planeta, donde se hallaron formidables yacimientos de oro. Le llamaban el Planeta de Oro.
De allí procedían la riqueza y prosperidad que fomentaron la codicia, las rivalidades y los enfrentamientos que terminaron provocando el inicio de la Gran Guerra.
No se sabe en manos de qué bando quedó la colonia del primer planeta. Se sabe, sí, que fue totalmente destruida por el enemigo, durante la época de la Guerra Cruenta, en plena Catástrofe Destructiva. La aniquilación fue de tal magnitud que los colonos del octavo planeta (el Planeta de Oro) quedaron aislados definitivamente del resto de la civilización.
Cuentan los aventureros que en ese Planeta de Oro continúan viviendo los descendientes de aquellos colonos, que dominaron a los originarios habitantes y que aún hoy en día los mantienen subyugados, esclavizados, y les obligan a trabajar para ellos. Y cuentan también los aventureros que, a pesar de que lo explotaron a conciencia durante años y años, todavía quedan suculentos yacimientos de oro en el octavo planeta.
No son malas noticias.
Si la leyenda es cierta, esta chalupa psicotripulada debería poder llegar hasta el primer planeta. Tal vez en él todavía queden colonos pero, si no es así, desde allí se podrá dar el salto hasta el Planeta de Oro.
Y, si la leyenda no miente, allí habrá oro e infraestructura suficiente como para recargar las chalupas con la energía que permita el viaje de regreso.
Los pensamientos del Adalid van más allá.
Si la leyenda es cierta, tal vez pueda reclutar entre los descendientes de los antiguos colonos a un ejército con el que reaparecer triunfalmente en la escena de la guerra.
Esos colonos tienen esclavizados a los originarios habitantes del planeta: eso significa que son guerreros, posiblemente primitivos, agresivos, cruentos, catastróficos.
El Adalid se hace ilusiones. Si pudieran volver a la Guerra Cruenta... Siempre ha creído que su ejército llevó las de ganar mientras se podían utilizar armas, mientras se vertía la sangre y estallaban por los aires las naves enemigas. Echa de menos el tipo de batallas horripilantes que refiere la Historia, donde la muerte era protagonista y árbitro decisorio. «Tal vez en este sistema planetario...», se dice, especula, alejando sus pensamientos de la angustia del viaje. «Tal vez aquí, donde todavía hay esclavos...»
En las pantallas aparece la estrella esperada.
A su alrededor, los planetas.
Uno, dos, tres, cuatro, cinco, seis, siete, ocho y nueve.
¿Nueve?
Alarma.
Sólo nueve planetas puede significar que todo es mentira. O que no fue destruida sólo la primera colonia sino todo el primer planeta. Todo un planeta estallando, pulverizándose. Eso fue lo que aisló definitivamente a la colonia del Planeta de Oro.
Cuando se acercan al primero de los planetas, los sensores de las chalupas indican que es inhabitable.
Atmósfera irrespirable, temperatura insoportable. Aquí nunca nadie pudo haber establecido una colonia.
¿Qué hacer?
En todo caso, el Adalid no piensa volverse atrás.
Y su perseguidor, por lo visto, tampoco tiene la intención de cejar en su empeño.
El Adalid decide llegar hasta el Planeta de Oro. Puede hacerlo. Su chalupa es mucho más veloz y posee mayor autonomía que la mejor de las «naves intergalácticas» a que se refiere la Memoria. Con la desaparición del primer planeta, el Planeta de Oro ya no será el octavo sino el séptimo (el tercero contando desde la estrella central). Si tampoco aquél está habitado, el Adalid llegará hasta el planeta de más allá, por si acaso ha habido errores de cálculo o tergiversaciones históricas. Y, si tampoco allí encuentra la colonia esperada, proseguirá su viaje suicida hasta la misma estrella y se fundirá con ella. Se cumplirá la maldición del Abismo.
Pero tal vez los aventureros no mintieran. Tal vez todavía le quede la oportunidad de conocer un mundo con esclavos y guerras cruentas. Un mundo lleno de oro que le permita regresar triunfante a su propio mundo.
Los indicadores de ambas naves señalan que se está agotando la reserva de combustible.
El Adalid detiene los motores. Controlará la nave mentalmente hasta entrar en la órbita de su objetivo. Irá más despacio y se cansará más, pero no tiene ninguna prisa.
La chalupa perseguidora, propulsada por la energía de sus motores, rebasa súbitamente a la perseguida, movida sólo por la energía mental del Adalid.
Pero ambas naves tienen una sola meta.
No hay otra: el Planeta de Oro.
La primera señal de vida que llega a la chalupa del Adalid son imágenes que irrumpen sin permiso en sus pantallas, sustituyendo a los gráficos y otros datos de vital importancia. Imágenes de naves surcando las aguas a gran velocidad, levantando olas. Gente sentada y hablando en extraños habitáculos. Paisajes de hermosos y floridos bosques, montañas y valles. Voces, música armoniosa y música ensordecedora. Letras, rótulos. Risas, alegría.
Coca-Cola.
No es la realidad.
Coca-Cola, Portugal, Bang & Olufsen, MacDonald’s, Dinero, Johnnie Walker, Volkswagen, Sony, García Márquez, Sepulcro, Marlboro, Foto, Shakespeare, Piel Suave, Hollywood, Gasolina, Airlines, Spaghetti, Diners Club, Smith, Olivetti.
No es la realidad. O, al menos, no es toda la realidad. Es una especie de interpretación de la realidad. Una tormenta de ondas que las antenas de las chalupas captan indiscriminadamente y convierten en caótica invasión de sonidos e imágenes.
El Adalid ha llegado exhausto a la órbita del séptimo planeta. Se le cierran los ojos. La chalupa ha absorbido todas sus fuerzas mentales para llegar hasta aquí. Pero todavía está lo bastante despierto como para darse cuenta de que ha triunfado.
El séptimo planeta está habitado. Las leyendas eran ciertas.
El séptimo planeta está incluso demasiado poblado. Hay edificaciones extrañas agrupadas en ciudades extrañas, que nada tienen que ver con las del planeta de origen del Adalid. Los habitantes van cubiertos por trajes y vestidos holgados, incómodos, que deben de entorpecer sus movimientos más elementales. Y circulan en artefactos con ruedas. Cuando confían en sus piernas, se desplazan con lentitud, con exasperante lentitud. Y, desde luego, se les han atrofiado sus capacidades mentales. Apenas se percibe una mínima vibración de ondas psíquicas en la superficie del Planeta de Oro.
La primera imagen que ofrece el planeta, a través de las escotillas de la chalupa, es azul y nubosa. Los sensores revelan una atmósfera sucia, con gran cantidad de sustancias tóxicas en suspensión. Se diría que nadie puede vivir allí, con tanto veneno en el aire y una capa de ozono tan deteriorada.
La basura llega hasta el espacio. Hierros, desechos, humos, grumos, naves sin utilidad ni tripulantes. De otras naves, erizadas de antenas, llegan las emisiones que invaden las pantallas de la chalupa. De ahí llegan conversaciones en diferentes idiomas que el Adalid todavía no comprende. Sólo capta, de momento, los sentimientos que transmiten: ira, miedo, súplica, duda, ansia...
El Adalid conecta la propulsión autónoma de la nave y se abandona a la órbita en torno al Planeta de Oro.
Relajado, tranquilo, casi feliz, sintoniza los receptores para que continúen reproduciendo las imágenes que irradia este mundo sin que eso interfiera en el control del aparato. Quiere formarse una idea de lo que le espera.
Un individuo bajo y rechoncho se dirige a otros dos. Cuenta cosas absurdas, pretendiendo hacerles reír, y los otros se esfuerzan en mantenerse serios. Al parecer, si se mantienen serios durante un lapso de tiempo determinado, ganarán algún tipo de premio. El Adalid piensa que la comunicación con aquellos colonos tal vez resulte más difícil de lo que se había imaginado.
Observa mutaciones en los habitantes del planeta. O quizá reminiscencias ancestrales. Tienen pelos, por ejemplo. En la cabeza, y sobre los ojos, y debajo de la nariz, y a veces en toda la cara.
De pronto, a su vista se ofrece el primer combate cruento que ha visto jamás. En la pantalla, dos colonos peludos se golpean con los puños y con los pies, caen al suelo y rompen el mobiliario y destrozan objetos frágiles.
La escena provoca un impacto tan fuerte en el Adalid que tiene que mirar a otro lado, trastornado, y los latidos de su corazón se disparan en una taquicardia asfixiante.
Pero devuelve la vista a la pantalla y se tranquiliza al descubrir que los dos púgiles están fingiendo. No se hacen daño, en realidad. Aquella exhibición forma parte de un espectáculo. No obstante, cabe deducir que hay habitantes del Planeta de Oro que disfrutan de la contemplación de un supuesto combate cruento.
La evidencia provoca un cierto placer secreto en el Adalid. Aunque se siente un poco enfermo después de la primera impresión, le parece que aquello puede llegar a gustarle. Siempre creyó que tenía que ser hermoso vivir en la época en que las diferencias se dirimían con derramamiento de sangre. Piensa en la muerte como árbitro y el corazón continúa latiéndole a un ritmo superior al normal. Se recrea en estos sentimientos que son nuevos para él: no hace ningún esfuerzo por recuperar la calma. Tal vez termine gustándole este estado de agitación y ansiedad. Sentir que la sangre circula por sus venas.
En seguida se arrepiente de haberse abierto a semejantes sensaciones.
Lo que salta a continuación a sus pantallas ya no es fingido. Son combates cruentos reales. O, peor, el resultado de los combates cruentos.
Cuerpos muertos. Sangre. Cabezas destrozadas. Miembros mutilados. Ejecuciones sumarias. Un pistoletazo. La horca. Amputación de una mano.
Si el malestar anterior había insinuado una sonrisa insegura y crispada pero prometedora, el estremecimiento de horror demuda automáticamente el rostro del visitante.
La muerte como árbitro.
La muerte le golpea los ojos, le ciega, lo pone enfermo. La locura lo envuelve. Se siente transportado por el miedo.
Ahora sabe que todos los aventureros mentían. Nadie, procedente de su mundo, puede haber sobrevivido a este alud de sensaciones espantosas. Hay armas que atraviesan a las personas de parte a parte, hay armas que abrasan, armas que aplastan, armas que descuartizan, que atomizan un cuerpo, que borran la vida sin dejar el menor rastro de ella.
Hay personas que mueren de hambre.
Hay personas que ejercen violencia gratuita sobre otras personas, sólo por placer.
Todo el planeta respira miedo. Vibra de terror. No hay habitante que no irradie un pánico que al Adalid se le antoja demencial. Miedo a tener, miedo a perder lo que se tiene, miedo a ser agredido, miedo a agredir, miedo a las catástrofes, miedo a la felicidad, miedo a ser lo que son, miedo a no ser nada.
Penetrar en la atmósfera de este planeta es sumergirse en un torbellino de miedo y locura.
El Adalid piensa que jamás podrá sobrevivir en él.
Se precisa de mucha energía mental para defenderse de la violencia que palpita alrededor del Planeta de Oro. Quizá por eso los colonos tienen tan poca fuerza psíquica.
La chalupa acusa el tirón de la fuerza de la gravedad.
Mundo árido. Sin árboles. Desierto absoluto. Y, en cambio, más de la mitad del planeta parece cubierto por las aguas. Sólo de vez en cuando aparecen refrescantes zonas verdes.
Se termina el carburante. Hay que descender.
Aterrizará en la zona oscura del planeta, donde ahora no da el sol. Acaso no puedan localizarlo en la noche. No sabe de qué tecnología disponen estos colonos.
Cuando sobrevuela una ciudad, las vibraciones hostiles que llegan hasta la nave le golpean la boca del estómago, le retuercen los genitales.
No debería aterrizar en este infierno.
Pero no tiene opción.
Y, además, tiene que aterrizar cerca de la civilización, por temible que parezca, porque sólo contando con la ayuda de esa civilización podrá regresar a su mundo.
Ya es de noche.
El Adalid está muy asustado cuando elige una zona de amerizaje. Se sumergirá en las aguas. Permanecerá oculto en el fondo del mar hasta haber recuperado plenamente sus facultades. No piensa enfrentarse a este mundo de locos en inferioridad de condiciones.
Han detectado su presencia.
Elige una especie de lago, mar menor, lo bastante grande para que no puedan encontrarlo quienes han tomado nota de su llegada. Es un mar calmo, sin grandes olas ni tempestades. En la zona del globo donde el clima parece más benigno.
Lo buscarán.
Embiste las aguas con fugaz chapoteo. Aguas sucias, oleosas, densas.
Es el Mediterráneo.
Se enfunda el traje protector, se coloca el casco dorado. Se conecta a los brazos los sistemas de alimentación osmótica, seguro de que, al despertar, tendrá que salir de la chalupa a toda prisa. Se encierra en la cápsula de hibernación y rebaja al mínimo sus constantes vitales.
El Comandante de la Nave Luz ha elegido la solución contraria a la del Adalid. Seguirá adelante con la nave autopropulsada hasta que se termine el carburante. Luego, confiará en su psicoenergía. De momento, reposa.
El Comandante de la Nave Luz sabe que está en inferioridad de condiciones. Sabe que el Adalid es excepcional, o nunca hubiera llegado a ser quien es. Sabe que el combate definitivo ha comenzado ya, aunque cada uno de ellos aparente ignorar la presencia del otro.
Se imagina un anónimo y estúpido duelo singular en el centro del Abismo.
¿El Adalid y él, frente a frente?
No tiene la menor oportunidad de salir airoso del encuentro.
Acciona los mandos y se sorprende al rebasar a la nave enemiga. Tiene la sensación de que algo falla. Él ha apostado por la velocidad. Porque está asustado, porque quiere llegar cuanto antes a tierra firme. Es demasiado tarde cuando el Comandante de la Nave Luz cae en la cuenta de que podría haber actuado de forma más prudente.
Pepsi-Cola, Marruecos, Young & Rubicam, Levi Strauss, Poder, Jack Daniels, Toyota, Grundig, Dickens, Kaaba, Camel, Televisión, Cervantes, Top Model, Disneyworld, CD-Rom, NASA, Steak Tartare, Visa, Pérez, Hewlett-Packard.
Imágenes enloquecidas en la pantalla.
Combates cruentos, el terror, el infierno que espera, el carburante que se termina.
La mente tiene que tomar el control. El Comandante conecta el casco dorado. Recibe la descarga energética como un mazazo en el cerebro.
La nave es arrebatada por la fuerza de la gravedad. Desciende, desciende, desciende. Gira en torno a ese planeta que debería refulgir como el oro pero que es frío y azul desde lejos y abrasador, árido, marrón visto de cerca.
La nave chupa las energías del piloto con ansia perversa. El Comandante de la Nave Luz no está en condiciones de percibir las sensaciones terroríficas que transmite el planeta desconocido. La locura se apodera de él, aprovechándose de su debilidad. Pierde el contacto con la realidad y se va precipitando poco a poco a una especie de pánico inconsciente.
Supone que pide socorro. No tiene sentido pedir socorro en estas circunstancias, pero supone que lo pide porque todo el mundo, en todo el universo, pide socorro cuando se ve en peligro. Aunque no haya la menor posibilidad de ser escuchado.
Es consciente, vagamente consciente, de que el enemigo ha tomado la determinación de aterrizar. Y quiere aterrizar en el mismo sitio, al mismo tiempo, no quiere perder el contacto con él. El Planeta de Oro es mayor de lo que esperaba.
En este lado del planeta es de noche. Con los sentidos embotados y la inteligencia entorpecida, al Comandante le parece que era más fácil seguir al enemigo por todo el universo que encontrarlo en el territorio delimitado de este mundo inhóspito.
Socorro.
La chalupa enemiga ya no está en sus pantallas, ni en sus sensores.
Tiene que aterrizar. Cae. No tiene visibilidad.
Otra nave voladora se materializa súbitamente, como un monstruo terrible, ante la chalupa.
Alitalia.
Es una explosión de sensaciones.
El Comandante percibe la muerte y el miedo de manera más epidérmica y enloquecedora que su enemigo. Sabe, adivina, intuye que la colisión puede provocar cientos de muertos. Capta el terror del piloto del otro aparato.
Hace algo.
Probablemente, hace algo para evitar la catástrofe, porque la evita, y porque acto seguido pierde el control de la chalupa.
Cae.
Quiere caer cerca de la nave del Adalid pero su cerebro agotado ya no sirve para nada. Sólo pide auxilio.
Cae en un torbellino de confusión, de miedo y de muerte.
Quiere aterrizar.
Logra estabilizarse al nivel del suelo.
Montañas. Bosques. Árboles inesperados. Un valle.
El desaliento de saber que el enemigo queda lejos, muy lejos, inaccesible.
Y, en el descenso, el mundo se ha hecho grande, muy grande, infinito, y las montañas, que parecían irreales, se han vuelto tan inmensas y sólidas como las de su planeta de origen. El bosque es una reja de troncos de árboles, que la chalupa embiste a excesiva velocidad.
Y se desgarra la nave, se desgarra el piloto, se desgarra el mundo.
Y fin.
El target y el alien
Dalia abre los ojos y se sienta en el camastro.
Grita: «¡No bajes, no bajes, cuidado!».
Es noche cerrada. Fuera, ulula el viento.
Míster Wheeler salta de la cama, se precipita a la puerta que comunica su habitación con la de la niña y la abre con tanto ímpetu que se queda con la precaria manija de madera en la mano. Es un gigante de cabello muy blanco y cara arrugada como un papel destinado a la papelera, mueca de Popeye. Viste únicamente una larga camisa de felpa que deja al descubierto sus rodillas nudosas y sus pantorrillas deformes. Está un poco ridículo, y lo sabe, y eso le irrita.
Por las escaleras de mano, baja Riqui en dos saltos. Diecinueve años, larga melena lacia, acné, camiseta descolorida que aconseja «Sé natural», calzoncillos sucios.
—¡Dalia!
—¿Qué pasa?
Dalia mueve la cabeza adelante y atrás, convulsa, pálida.
—¡Un ataque!
Contiene la respiración. Se aprieta la carótida con ambas manos, cualquiera diría que pretende estrangularse. Mediante estas maniobras, suele remitir la arritmia.
—Tranquila, princesa —dice míster Wheeler con su delicioso acento caribeño aprendido en Puerto Rico—. Sólo ha sido un sueño.
Dalia niega con la cabeza mientras deja de presionarse el cuello y recupera la respiración. Suspira. O jadea.
Los tres toman conciencia de lo inhóspito del lugar en que se encuentran. Antaño, sirvió de refugio del ganado y de los pastores. Todavía hay viejo y oloroso forraje y sucios montones de paja en el altillo donde Riqui tiene su yacija. El aire todavía huele a ovejas. Cuando decidieron instalarse aquí, hicieron unos cuantos arreglos, taparon unas grietas y reforzaron las puertas, pero no es suficiente. Aunque están en primavera, un viento helado recorre la borda de un lado a otro y juguetea entre los pies desnudos de los dos hombres. Las brasas de la chimenea hace rato que son cenizas frías.
Riqui ha ido a buscar el orinal. En cuanto supera uno de sus ataques, la niña tiene unas irreprimibles ganas de mear. Poliuria, dijo el médico.
—No miréis.
El gigantón y el muchacho se ponen de espaldas a Dalia. Intercambian una mirada de preocupación. Les parece que, si no miran, la niña puede sufrir un nuevo ataque. Y están en el culo del mundo. Si Dalia necesitara una cura de urgencia, nunca llegarían a tiempo al hospital más próximo.
—No es un sueño —dice Dalia—. Uno ha caído cerca.
—¿Uno?
—¿Qué significa uno?
—Ha caído cerca y necesita ayuda.
—¿Pero quién es?
—¿Qué quiere decir que ha caído cerca?
—¡No podemos quedarnos aquí, sin hacer nada! ¡Está herido! ¡Necesita ayuda!
Míster Wheeler y Riqui vuelven a mirarse. «Bueno, ¿qué hacemos?»
—¿Podemos mirar ya o no?
—Sí.
Cuando se vuelven, descubren que la niña se ha puesto ya los vaqueros y se está abotonando la camisa de cuadros.
—¿Pero qué haces? Es de noche.
—¡Son las cuatro de la madrugada!
—¡No hagas nada, Dalia! ¡No hagas ningún esfuerzo!
La niña se pone la chaqueta de lana. No hay quien la detenga.
—¡Espera, espera! ¡Espera que nos vistamos nosotros!
—¡Por el amor de Dios, no hagas ningún esfuerzo! ¡Prometiste no hacer ningún esfuerzo!
Míster Wheeler rezonga que esta niña malcriada hace lo que quiere con ellos. Se mete en su habitación. Tira la manija de madera al suelo, con fuerza, con mucho ruido, para demostrar que está enfadado, que está harto de bailar siempre al son que toca esta niñata.
—¡Unos buenos azotes! ¡Eso es lo que necesitas!
Se pone los pantalones de pana. La camisa de felpa por dentro. Luego, los calcetines y las pesadas botas militares.
¡A las cuatro de la madrugada! Damn it! ¡Y con el frío que hace! ¡En pleno mes de abril! ¡En este valle perdido entre montañas!
Terence Wheeler fue agente de la CIA a los veintiséis años, todavía bajo el mando del fundador de la Agencia, Allen Dulles. Fue uno de los primeros miembros del Centro de Investigaciones Extraterrestres que nació en los sótanos del Museo Smithsoniano. Formó parte del Proyecto Fog (Niebla), que se encargaba de desacreditar toda la información que se filtraba sobre contactos con otros planetas. Él fue uno de los «hombres de negro» (men in black) que aparecían siempre en los lugares donde se habían visto ovnis y echaban tierra a los ojos de los testigos. Él fue el responsable de que el Weekly World News publicara noticias como «Agentes norteamericanos capturan a un alien» (30-10-90) o «El presidente Bush se reúne con un extraterrestre» (14-5-91), noticias ridículas para desprestigiar a los ufólogos de todo el mundo. También fue uno de los responsables de la redacción y difusión del famoso Informe Matrix, que denunciaba que el gobierno de los Estados Unidos había vendido la Tierra a los extraterrestres a cambio de alta tecnología. Según el informe, los extraterrestres se llevaban de vez en cuando a algún terrestre para comérselo. Tonterías. Cortinas de humo para ocultar la verdad a los ciudadanos del mundo.
Y desertó de la Agencia a los sesenta y tantos, y se ha convertido en un fugitivo, para proteger a esta niña de seis años que le tira de la nariz y hace de él lo que quiere. Vaya un carrerón.
—¿Pero quién necesita nuestra ayuda? —pregunta Riqui desde lo alto, donde se está vistiendo.
—Uno de ellos. Uno de fuera.
—¿Uno de fuera?
—¡Un alien! —grita míster Wheeler desde su cuarto.
—¿Un extraterrestre? —replica Riqui, con desdén.
—¡Ha tenido un accidente! —insiste la niña—. ¡Está muy mal! ¡Tenemos que ayudarlo!
—¿Quieres decir que un ovni se ha estrellado cerca de aquí? —Riqui se resiste a creerlo.
—¡Sí!
Si eso es verdad, en estos momentos ya habrá unos cuantos helicópteros de la cercana base aérea NATO-2 camino del lugar del siniestro. Más vale que no se muevan de donde están.
—Más vale que no vayamos —dice míster Wheeler.
—¡No! ¡Por favor! ¡Tenemos que salvarlo! ¡Por favor! —Está a punto de ponerse histérica.
Míster Wheeler se arrodilla frente a la niña para acariciarle la mejilla y calmarla.
—Está bien, princesa, pero estáte tranquila. No hagas ningún esfuerzo —insiste míster Wheeler, muy preocupado—. Sé que no puedes evitar recibir ondas de fuera, pero tú no emitas ninguna, ningún mensaje. Tú como si nada. ¿Okey? —le dice a Riqui—: ¡Démonos prisa!
—¡Hace horas que yo ya estoy lista para salir! ¡Sois vosotros los pesados!
Terry Wheeler fue el más duro de los agentes secretos hasta que conoció a esta chiquilla. Entonces, liberó los sentimientos que siempre había mantenido sujetos, y ahora es el más tierno de los dos protectores de Dalia.
Riqui se ha puesto el chándal rosa de topos blancos que míster Wheeler no puede soportar. Le ha dicho mil veces que no se lo ponga en su presencia. Pero ahora no hay tiempo que perder.
—Vamos, vamos, vamos, niñata. Que estás tú más mimada que el caballo del rey.