El hombre de la navaja - Andreu Martín - E-Book

El hombre de la navaja E-Book

Andreu Martín

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  • Herausgeber: SAGA Egmont
  • Kategorie: Krimi
  • Sprache: Spanisch
  • Veröffentlichungsjahr: 2021
Beschreibung

Un nuevo viaje a los infiernos del crimen y la violencia desatada en las calles barcelonesas de la mano del mejor autor de novela negra en activo: Andreu Martín. Un asesino en serie empieza a actuar en la Barcelona de finales de los años noventa; sus víctimas aparecen con la garganta rajada de oreja a oreja por una navaja de barbero. Misterio, intriga, denuncia social y emociones fuertes en una obra que no deja indiferente.-

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Seitenzahl: 281

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Andreu Martín

El hombre de la navaja

 

Saga

El hombre de la navaja

 

Copyright © 1992, 2022 Andreu Martín and SAGA Egmont

 

All rights reserved

 

ISBN: 9788726962017

 

1st ebook edition

Format: EPUB 3.0

 

No part of this publication may be reproduced, stored in a retrievial system, or transmitted, in any form or by any means without the prior written permission of the publisher, nor, be otherwise circulated in any form of binding or cover other than in which it is published and without a similar condition being imposed on the subsequent purchaser.

 

www.sagaegmont.com

Saga Egmont - a part of Egmont, www.egmont.com

Si uno comienza por permitirse un asesinato,

pronto no le dará importancia a robar,

del robo pasa a la bebida,

y a no ir a misa los domingos

y fiestas de guardar,

y acaba por faltar a la buena educación

y a dejar para mañana lo que puede hacer hoy.

Thomas de QuinceySobre el asesinato considerado como una de las bellas artes

Matar es como cortarse las uñas de los pies:

Cuando uno tiene que ponerse a ello,

se le antoja un trabajo ímprobo, insuperable.

Cuando lo hace, resulta que sólo es un momento

y en un pis pas ya está listo,

y queda la sensación de que pasará mucho tiempo

antes de tener que hacerlo otra vez.

Y, cuando menos lo espera,

las uñas ya han vuelto a crecer.

Dedicado, por razones más que obvias,

a mis amigos de toda la vida

Enrique Ventura y Miguel Ángel Nieto.

LA PRIMERA

Declaración de guerra

Diré:

—Perdone, ¿está hablando conmigo?

Incrédulo:

—¿Qué?

Enfureciéndome:

—¿Qué está diciendo?

Enérgico y ofendido, poniendo en su sitio al patán:

—No diga tonterías. En primer lugar, para que lo sepa, yo no conocía de nada a esa fulana. En segundo lugar, nunca he ido de putas, ¿me oye? Nunca.

Dirán:

—¿Y cómo sabe que la muchacha en cuestión era una puta? ¿Quién se lo ha dicho?

Cuidado.

Tranquilos. No hablar de más.

Extrañarme. Como si fuera una broma. Como si me confundieran con otro.

—Esto tiene que ser una equivocación. Yo los acompaño donde quieran, ya verán cómo están equivocados.

Pero no tienen por qué llegar hasta mí.

¿Qué los traería hasta mí?

—¿Es usted el propietario de un Volkswagen Golf, de color rojo, matrícula...?

No: las putas no anotan la matrícula del coche que se lleva a una de sus colegas. ¿O tal vez sí? No, no, seguro que no. Sería ridículo. ¿Quizás el chulo, para protegerla? Un chulo escondido detrás de un árbol, anotando en la oscuridad, la lengua fuera, forzando la vista. Y, luego, ¿a quién reclaman? ¿A la Policía? No, no.

A lo mejor, un policía de novela, alguien de aspecto sagaz, calvo quizá, con bigote, como Poirot, haciendo funcionar sus células grises a todo trapo.

—¿Sabe qué me hizo sospechar de usted? Su forma de pensar.

—¿Mi forma de pensar?

—Sí, su teoría acerca de las mujeres. No se puede decir que la mantenga en secreto. Todo el que lo conoce sabe cómo piensa usted acerca de las mujeres.

Qué tontería. Mi opinión es de lo más vulgar. Pienso lo que todo el mundo, lo que todos los hombres. Todos los que pertenecemos al sexo masculino pensamos igual. Unos lo decimos y otros se callan. Otros incluso dicen lo contrario de lo que piensan. Pero en el fondo, en el fondo, un hombre sólo puede pensar de una manera en lo que respecta a las mujeres. ¿Sí o no, señor inspector?

Ah, sí, claro, perdone, señor comisario, cuidado con eso, más vale equivocarse de más que de menos, llamarle de entrada comisario y, si resulta que es inspector, se sentirá halagado.

Ah, sí, claro, perdone, señor comisario. ¿No opina usted como yo, señor comisario?

¿Qué dije, porlabocamuerelpez, qué dije?

Nada. Yo nunca he dicho que las mujeres sean inferiores, ni que merezcan un castigo especial. Yo nunca he dicho eso. En todo caso, he dicho que eran, son, diferentes, y eso nadie lo puede negar. Son distintas físicamente, no hay más que verlas, esas caderas anchas, creadas para parir, y esas tetas para amamantar. Su misma anatomía, esa anatomía de la que tanto presumen y tanto exhiben por la calle, demuestra su utilidad y su destino, y justifica la condena de nueve meses grávidos antes de dar a luz, y esa única finalidad de sus vidas se les recuerda con sangre cada mes. ¿Necesita usted más señales de que ellas son diferentes, señor comisario?

Si necesita más pruebas, le sugiero que visite esa calle larga e interminable, que empieza en la luz de la gran avenida y termina en el infinito, esa calle oscura donde toda exhibición está permitida, gabardinas abiertas, nada debajo, piernas, tetas, miradas soñolientas, besos pintados, susurros pastosos y embusteros, «qué, ¿te vienes?», una hilera interminable de provocaciones llenando las aceras, entre el cementerio y el estadio. Las mujeres siempre están encajonadas entre paredes, ¿se ha fijado en eso?, les gusta verse aplastadas por cielos nocturnos, que parecen sólidos y bajos, aplastadas por techos de casas protectoras, aplastadas, les gusta ser aplastadas, abrazadas, estrujadas. Lo normal es que estén debajo, ¿no? Debajo.

Pasillos largos e interminables como calles, pasillos oscuros como calles de noche, pasillos repletos de llanto de mujer, como calles infestadas de putas nocturnas. Al final del pasillo, gimotea la mujer masoquista que se ha ganado el guantazo, que se buscó el abandono, la soledad, se lo buscó y lo ha encontrado. El hombre de la casa que tira la servilleta, se rinde, tira la toalla como el boxeador cansado de encajar mamporros sin rechistar, ya ha sangrado demasiado, ya basta. Y la servilleta va a parar dentro de la sopa, y la silla se cae de espaldas con estrépito definitivo, y de un zarpazo desaparece la chaqueta del perchero, y un portazo ensordecedor, cañonazo en la silenciosa y oscura escalera de vecinos, un portazo, blam, que es un adiós, el adiós de padre, que se dejó olvidada una mirada de odio, de rencor de quien es arrojado de su casa y jamás podrá regresar para vengarse. Del padre sólo quedó, queda, quedará, una puerta cerrada al fondo del pasillo, un eco estridente, «estoy hasta los güevos», el eco de un portazo que repercutió en parpadeo incrédulo de los niños, una puerta al fondo del pasillo largo, interminable, oscuro, repleto de llantos de mujer.

La reciedumbre del varón, en cambio, su fuerza física, su iniciativa, su determinación, su creatividad, su habilidad manual, lo destinan a salir de casa, al aire libre, huir de la claustrofobia, y ganarse el pan con el sudor de la frente, y ganar el pan para la esposa y la prole que se quedan en casa, que deben quedarse en casa, esperándole, preparándolo todo para que, al regreso del trabajo, el hombre pueda reposar confortablemente. ¿No es eso lo que usted desea cuando regresa al hogar después de una interminable y agotadora jornada laboral, señor comisario? Claro que sí.

Cuidado. A lo mejor, la esposa del comisario es una de esas que trabajan fuera de casa. No. Imposible. Las mujeres de los policías son amas de casa. Seguro. Y, si él es un cornudo, que se joda. No le irá mal enterarse un poco de las verdades del mundo.

Eso es lo que yo digo, señor comisario, sólo digo eso, que hemos sido creados cada uno para una función, y que debemos cumplir con ella y que tan aberrante es una mujer usurpando un puesto de trabajo, ya sea picando piedra o dirigiendo una empresa, como un hombre con mandil, fregando platos, dando el biberón al niño o sacando el polvo de los muebles. Tan aberrante es una mujer en la mina como un travestido hinchado de silicona. Tan absurda es una mujer disfrazada de policía como una mujer oficiando misa. Ya sabe por qué es imposible que las mujeres se ordenen sacerdotes, ¿verdad? Porque, con ellas, no existiría el secreto de confesión. En eso estamos todos de acuerdo, ¿no? Son chismosas y charlatanas. Cuando van de compras, les dan las tantas porque se entretienen despellejando a los ausentes con las otras comadres del vecindario. Revistas para mujeres: revistas del corazón, de chismorreo, intrusión en vidas ajenas, a ver cómo viven los marqueses de Tal, los famosos también lloran, hijos secretos, la satisfacción miserable ante la desgracia del envidiado poderoso. Mezquinas y mediocres, si me lo permite, señor comisario. Revistas para hombres: economía, política, literatura, finanzas, deportes, la noble competición, el trabajo en equipo, la amistad. Ésa es otra: amistad es un concepto que no comprenden las mujeres. Les resulta muy difícil ser amigas de otras mujeres, porque puede más que ellas el afán criticón y desleal. Y resulta imposible ser amigas de los hombres, porque, en habiendo sexo de por medio, en habiendo machihembrado, la amistad es impensable, antinatural, monstruosa.

—Mamá, ¿por qué lloras?

—¡Déjame en paz!

—¿Lloras porque papá se ha ido?

—¡Mejor que se haya ido! ¡No quiero volver a verle!

—¿Papá no volverá nunca más?

—¡Ojalá que no vuelva nunca más!

La hembra ha expulsado al macho de la guarida. Y ahora se siente victoriosa, pero sola. Debería estar riendo de la alegría y llora de rabia.

Apoyada en la pica de la cocina, de espaldas a la puerta, las piernas abiertas, cabizbaja solloza, y su hijo adolescente se le acerca por detrás.

—Mamá. Mamá, ¿por qué lloras? —Como le dijo hace siglos en el pasillo oscuro. La abraza por la cintura y ella prosigue con ese llanto que se prolongará durante años, y agarra las manos del hijo y las aprieta con mucha fuerza, el hijo bien pegado a ella, apoyada la cabeza en su hombro. Mamá, ¿por qué lloras si te saliste con la tuya, si conseguiste echar de casa a quien tanto odiabas? ¿Por qué lloras? ¿A qué viene tanta pamema, tanta hipocresía? ¿Lloras porque ahora tienes que trabajar para ganarte la vida? ¡Tú te lo has buscado! Se fue el que te mantenía y ahora tienes que apañártelas a tu aire, recibiendo hombres en casa, cobrando a cambio de humillaciones. Tú te lo has buscado, zorra.

—¿Papá era malo?

—Tu padre era una mala bestia.

Papá era mujeriego, papá pegaba a mamá, papá era un borracho, papá imponía su ley a trompazos.

El adolescente llorando sobre el hombro de su madre, odiándola, abrazado a su espalda, odiándola porque ella se quedó y nunca pudo darle lo que él quería, y porque padre se fue y los que se van siempre parecen mejores que los que se quedan.

—¿Papá era malo?

—Tu padre era un hijo de puta. Ojalá se haya muerto. Ojalá lo atropellara un coche aquella misma noche, ojalá que desde entonces se encuentre en un hospital, atontado, como una planta, como una estatua, con todo el tiempo del mundo para recordar el daño que nos hizo.

Las mujeres son vengativas. Las mujeres son embusteras, traidoras, veletas, infieles, hoy te dicen una cosa y mañana te dicen otra. Hoy te dicen «hay que obedecer a papá, papá lo hace por tu bien, papá es un buen hombre, papá vela por ti» y papá te ha partido el labio de un puñetazo, «te voy a enseñar», papá rabioso, monstruoso, abriendo mucho la boca y mostrando dientes afilados en pesadillas de locura. Tan pronto te dice «papá era un guarro, un hijo de puta», cuando papá se ha ido y ha dejado un vacío de cariño, o digamos de interés, o digamos de presencia fija, segura, de esa clase de estabilidad que proporciona la rutina. Cuando tanto lo odiabas, era un buen hombre. Hoy que tanto lo quieres, resulta que es un cabrón.

Eso es lo que yo pienso y digo, señor comisario, y me parece a mí que no es ningún disparate, vaya, no sé. Así son las cosas y qué le vamos a hacer. Hay muchos hombres que piensan como yo, pero muchos, ¿eh? Yo no sé qué opina usted, ya sé que hay muchos que no piensan así, o que dicen que no piensan así, porque están dominados por sus mujeres, porque se han dejado engañar por las campañas feministas que quieren alterar el orden natural de las cosas, ya lo sé, pero, mire, voy a recurrir a un ejemplo más claro, infalible:

Las mujeres conducen distinto que los hombres. Automóviles, digo. Conducen coche distinto que nosotros. A que sí. Y en su forma de conducir se refleja su forma de vivir. Atolondradas, disléxicas, individualistas, egoístas, a la suya, insolidarias, contraviniendo cualquier ley o norma, y justificándose con sonrisitas encantadoras. A que sí.

¿Lo ve? Cuando pongo el ejemplo del conducir, siempre me gano adeptos.

Si todos pensamos igual, señor comisario, si todos tenemos que pensar igual, si es inevitable. Lo contrario es antinatural, aberrante, perverso. Lo que ocurre, ¿quiere que le diga lo que ocurre?, lo que ocurre es que las mujeres ya han tomado el poder. Pero no ahora, con las feministas, ni en la época de las sufragistas que pedían el voto, no, no, eso es lo de menos, eso son maniobras de distracción, no, yo quiero decir mucho antes. Hace siglos ya que vivimos en un matriarcado, señor comisario. Sí, sí, mire:

El hombre sale de casa, se va a trabajar, y la mujer se queda encerrada, y conspira y, envidiosa del poder que ejerce el varón en otros ámbitos, se va adueñando poco a poco del espacio familiar para reinar despóticamente en él. Y llega el hombre a casa y «¿de dónde vienes a estas horas?» y «¿con quién has estado?», y «no me dices nada», y a pagar y callar, y no se te ocurra preguntar jamás en qué se invierten los dineros que ganas duramente, ahí fuera, en la jungla, luchando con uñas y dientes.

Decía aquel hombre (infeliz): «En mi casa yo mando en las cosas importantes y a mi mujer le dejo las insignificancias. Yo decido cuál debe ser la política exterior del Gobierno, o la estrategia a seguir en las conversaciones de paz árabe-israelíes, y exijo la inmediata retirada de las tropas norteamericanas de aquí o de allí. Mi mujer, en cambio, se encarga de la economía de la casa, determina lo que vamos a comer, dónde vamos a pasar las vacaciones, a qué colegio hay que llevar a los niños...»

¿A que a usted le ocurre algo parecido, señor comisario?

Claro que sí.

Después de usurpar ese gobierno doméstico, las mujeres echan a los maridos de casa, «tú a trabajar, a la calle, qué haces ahí tumbado, gandul», los echan de casa y ellas se quedan, urdiendo sus brujerías, abriendo la puerta a otros hombres, a los que seducen con repugnantes artimañas, «tú quédate aquí y no salgas hasta que yo te diga», o poniendo a los hijos contra el padre, gran estrategia, su estrategia preferida, enseñando a los hijos a desobedecer al padre, a odiarle, «es un cabrón», a rebelarse contra él y hacer causa común con ellas, que son las víctimas denigradas, el hijo tiene que protegerlas del padre, que es el bruto, el monstruo, el agresor, «ven a defender a mamá», ¿y cómo no te van a engañar si mamá te lo suplica de rodillas, llorando, siempre llorando, siempre llorando?

—Mamá, ¿por qué lloras?

¡Porque mira que son lloronas! Además, son lloronas, quejicas, pusilánimes, siempre con la barbilla clavada en el pecho, humildes y humilladas, voluntariamente entregadas al coscorrón y al insulto. Mi padre gritando: «¡Que no llores, coño, que no te quiero ver llorar!» El gran arma de las mujeres: las lágrimas, no hay forma de defenderse de ellas. Sólo se puede contraatacar a gritos, «¡que no llores, coño!», y mano alzada, amenaza de autoridad, de respeto. Porque el hombre siempre tiene que andar imponiendo respeto, exigiendo respeto porque, en cuanto te descuidas, te pierden el respeto, te pierden el miedo, se ríen de ti, se aprovechan, te toman el pelo. Las mujeres, no. Las mujeres dan por supuesto que han de ser respetadas, dan por supuesto que los hombres se encargarán de defenderlas, ellas no tienen por qué hacerse respetar, muy al contrario: ellas provocan, juegan a ver qué pasa con eso del respeto, escotes, minifaldas, cruzados mágicos, biquinis, strip-tease, top-less, ellas provocan, y se ríen al ver los esfuerzos a que tiene que someterse el hombre para respetarlas, «lo mirarás, pero no lo catarás» canturrean, y el hombre suda y tiembla y forcejea con la tentación, y ellas se ríen, y el hombre peca, y ellas se ríen y el hombre pega, sí, a veces el hombre no puede soportarlo más y peca pegando, pega pecando, y entonces todo son llantos, ah, sí, entonces se ponen a llorar como locas. Lloran, lloran y lloran. Berrean, patalean, sollozan, hipan, hacen muecas para despertar compasión, por favor, por favor.

Diré:

La mujer es araña, encerrada en su vida diminuta y claustrofílica, tejedora de telas pegajosas, trampas mortales. El hombre es la mosca incauta que revolotea felizmente, creyéndose libre, ignorante de que su futuro está escrito por la mano enemiga. Y llega a casa y cae entre las patas depiladas, y sucumbe bajo el beso mortal de la mujer araña.

No le exagero ni un ápice, señor comisario. Todo hombre piensa así, en el fondo de su corazón, porque todo hombre, en algún momento de su vida, ha vivido una experiencia ejemplar. La mujer es la gran seductora, la gran tentadora. «Lo mirarás, pero no lo tocarás.» En cuanto deja de ser niña, su única preocupación consiste en maquillarse, peinarse, vestirse por dentro para realzar sus encantos y vestirse por fuera de forma que parezca que va desnuda. Su principal obsesión es la de atrapar a un hombre porque la principal obsesión del hombre sensato y bien aconsejado, naturalmente, es la de no dejarse atrapar. «No te cases nunca, hijo mío», me decía mi padre. La vieja historia. Es lógico que el hombre huya del matrimonio, después de todo lo dicho, ¿no? Y es lógico que la mujer le persiga, ¿verdad? Observe, señor comisario, que mi razonamiento es lógico, impecable, es un axioma que no admite opiniones. El mundo es así. La mujer persigue, para conquistar su pequeño imperio doméstico, y el hombre escapa, para poner a salvo su libertad. Pero, ah, la mujer astuta, intrigando en su cubil, ha conseguido que parezca todo lo contrario. Ha conseguido que el hombre se crea que es él quien persigue, y ella puede permitirse el lujo de resistirse. Él pide y ella niega. Él necesita y ella impone las condiciones.

Porque la gran maldición del hombre radica en que necesita a la mujer. Dios maldijo dos veces al hombre. Una, obligándole a ganarse el pan con el sudor de su frente, que es maldición menor, porque el hombre es ingenioso y emprendedor por naturaleza y ha sabido inventar máquinas que lo aliviaran del esfuerzo físico. La otra maldición, la más terrible, fue la de condenar a Eva a parir con dolor. Porque eso significaba que ella sufriría, sí, y que debería quedarse en casa, sí, y se vería incapacitada para tomar parte en la evolución del mundo, sí, pero también significaba que era ella la que tendría los hijos, ella y no el hombre, y que, por tanto, el hombre dependería de ella si quería perpetuar la especie, el hombre no podría pasar sin ella, se sentiría irremisiblemente atraído por ella por los siglos de los siglos, y esa maldición le entregó, atado de pies y manos, a la voluntad de la mujer artera. Y así, el hombre vive condenado a esa relación de amor y odio con su enemiga. Hasta un momento dado de su vida, vive instalado en el placer de la amistad con otros hombres, de su competencia leal con ellos, conociendo las reglas del juego y seguro de que los otros las van a respetar y, un buen día, impulsado por la maldición divina, se ve obligado a correr tras las faldas fatídicas. Unos morros pintados, unos ojos enmascarados, una falda demasiado corta, un perfume hechicero, un coqueteo, la aproximación al placer inevitable y la prohibición inmediata para poner condiciones.

Dije:

—¿Cuánto por algo muy especial?

Dijo, agachándose para mostrarme el rostro y el escote por la ventanilla:

—¿Qué quiere decir algo muy especial?

—Es un secreto. Ya lo verás.

—Tanto. —Ya ni me acuerdo, qué más da. Elegí a la que tenía la expresión más diabólica.

—Sube.

Montó en el coche. Yo temblaba de excitación.

¿Mi madre? ¿Que qué opino de mi madre? ¿A qué viene esto? ¿Qué es esto? ¿Un psicoanálisis? Deje en paz a mi madre. Ah, no, no, no se pase de listo, no. Mi familia fue normal. No fui un hijo de puta ni hijo de cornudo. Mi familia siempre fue una familia normal, hasta que mi madre ganó el combate y mi padre tuvo la dignidad de marcharse de casa, pero para entonces yo ya tenía uso de razón, yo ya comprendía las cosas y no me afectó la separación de mis padres. No, no: familia normal. Mi madre callada, hacendosa, cuidando de mí y de mis hermanos, fregando platos, planchando la ropa, pasando el mocho, cocinando. Mi padre, trabajando de sol a sol, tasador de daños y lesiones para una casa de seguros. Mi madre cabizbaja, siempre descontenta, siempre rezongando, siempre reclamando, «que no me haces caso, que no me llevas a sitios, que no me compras ropa, que pasas mucho de mí». Y mi padre aguantando, aguantando. Siempre sonriente. Siempre recuerdo a mi padre sonriente, con chispitas en los ojos, «¡eh, machote, vamos a jugar; eh, machote, a ver si me pillas, chuta! ¡Vamos, chuta bien, como un hombre! ¡Corre, vamos, no te pares; yo a tu edad corría diez quilómetros antes de empezar a cansarme! ¡Corre, corre, corre, chuta! ¡Chuta bien, coño, que pareces tonto! ¡Corre, chuta, corre; no te pares, no seas nena!»

Mi madre:

«¡Deja en paz al niño!»

Mi padre:

«¡Calla tú! ¡Si de ti dependiera, este mocoso nos saldría maricón! ¡Corre, corre, corre! ¡A ver si nos va a salir maricón, el crío este!»

Mamá siempre protestando. Llorando. Agotando la paciencia de todo el mundo. Papá sonreía mientras podía, en el límite de sus fuerzas y su paciencia, y miraba a lo lejos, jadeando y obligándose a sonreír, conteniéndose para no hacer ningún disparate, y decía: «No te cases, hijo, no te cases. No te cases a no ser que no te quede más remedio.» Los hombres se casan porque no les queda más remedio. Terminan aceptando condiciones inaceptables, pensando que no deben de ser tan terribles cuando otros hombres viven sometidos a ellas. Es ley de vida y todo eso. Y se mete en la telaraña vestido de negro el novio, como para un funeral, y pilla la última borrachera libre de impuestos de su vida en una patética despedida de feliz soltería. Mientras que la mujer se viste de blanco en el día más feliz de su existencia, bajo tormentas de arroz y serpentinas, marchas triunfales y cascadas de regalos, entre el griterío de la familia y los amigos traidores que sólo pretenden aturdir al hombre para que no se percate de la catástrofe en que se está convirtiendo su vida.

Luego, ya es demasiado tarde. La mujer se hace con el poder y el hombre se resigna. Después de siglos de esta práctica innoble, la mujer, que había sido condenada a la marginación a cambio de la capacidad de engendrar, consigue salir de casa y hacerse protagonista de la evolución del mundo, ya sea directamente, descaradamente, a pecho descubierto (y nunca mejor dicho), ya sea como conspiradora en la sombra, aplicando todo lo que aprendió de la serpiente en el Paraíso. Grandes políticos, grandes empresarios, grandes artistas, terminan diciendo y haciendo aquello que su esposa les sopla al oído. Y el mundo entero termina seducido y poseído por el sexo femenino. Y llega un momento en que el hombre, por pura dignidad, tiene que reaccionar. Tiene que aceptar que hay una guerra declarada, y que ha llegado el momento de luchar para poner a las mujeres en el sitio que les corresponde.

—¿Dónde me llevas? —preguntó.

—A un sitio que yo me sé —le dije.

Llevaba la navaja en el bolsillo del parasol.

Diré:

—¿Qué?

Diré:

Pero todo esto no significa nada. Eso no quiere decir que yo. ¿Por qué? Lo que pienso yo lo piensan todos los hombres. Todos. Usted también, comisario. Pero unos lo dicen y los otros, no. Unos pegan a sus mujeres y otros, cornudos, se dejan manipular como peleles. Los cornudos lo piensan más que los otros y se lo callan más que los otros.

¿Que qué opino de las putas?

Le dije:

—Ahí.

Dijo:

—¿Por qué ahí?

Un callejón oscuro, una pared sucia y brillante de humedad, en el suelo basura y barro negro.

—Porque tengo el capricho. Me gusta ahí. Y por detrás.

¿Que qué opino de las putas?

Diré:

Permítame que me sonría. Le extrañará lo que voy a decirle, pero creo que las putas son el primer triunfo del hombre en su contraataque. Las putas son un invento del hombre, un gran invento del hombre. La posibilidad de tener acceso carnal, de desahogar sus necesidades, de librarse de la maldición pagando sólo dinero. Por cara que resulte una puta, es barata.

—Porque tengo el capricho. Me gusta ahí. Y por detrás.

Chascó la lengua. Como si protestara. Como si tuviera derecho a protestar.

Dije:

—¿Pasa algo?

Dice:

—Que te costará más caro. No sabía que te referías a algo así, en medio de la calle.

—¿Cuánto, de caro?

—Tanto.

Digo:

—Da igual.

Dice:

—Por adelantado.

Le pagué lo que me pedía. Qué más daba. Le dije:

—Ahora te apeas del coche y pones las manos contra la pared, contra esa pared, y las piernas bien abiertas, los pies separados. Yo me encargo de lo demás.

Chascó la lengua otra vez. Se apeó del coche y obedeció como obedecen todas las putas. Porque para eso son putas.

Saqué la navaja barbera del bolsillo del parasol.

Pagando por una puta, el hombre la convierte en un objeto. No en objeto de placer, ni en objeto de deseo, no en un objetivo, no. No. Estoy hablando de objeto inanimado. De cosa. La puta se convierte en una cosa. Y ella acepta ese papel. Porque, para pasar por persona, primero tendría que aceptarse como mujer, que significa parir y cuidar de los hijos y del marido.

Dijo:

—¿Qué haces? ¿No me quitas las bragas? ¿Quieres que me las quite yo?

Se creyó que la abrazaba.

Si hemos dicho que la mujer sólo fue creada para tener hijos (habíamos quedado en ello, ¿no?, que toda su anatomía, todo su metabolismo, están únicamente en función de eso), la que se entrega a la fornicación sin ánimo de tener hijos se convierte en nada, en algo más despreciable que un animal, en nada, en una cosa, en un objeto desechable. Y la que tiene hijos pero no los cuida, los encierra, los esconde cuando llega otro hombre que no es papá, «métete ahí y no salgas hasta que yo te diga», ésa... «Métete ahí y no salgas hasta que yo te diga», ésa...

Mi madre hablando de tonterías, siempre tonterías. Mi padre serio, severo, partidario del respeto y de la disciplina. En mi familia, todo bien, señor comisario, todo bien. No busque explicaciones psicológicas y enrevesadas de niño incomprendido. Soy hijo normal de familia normal. Me han criado con disciplina, y lo agradezco porque ahora sé distinguir perfectamente el bien del mal. Mientras obras bien, todo va bien, eso decía mi padre. Y por eso ahora no tengo ningún miedo y puedo ir por ahí con la cabeza bien alta. Cuando obras conforme a tu conciencia, todo va estupendamente. Cuando obras mal, entonces las cosas se estropean. Demostración práctica: cuando obras mal, tropiezas con un tortazo, con el castigo, te prohíben que hagas lo que te hacía tanta ilusión, te encierran en lugares desagradables, te hacen daño.

—¡Y no llores! ¡No llores! ¡Sólo lloran las nenas, sólo lloran las mujercitas de mierda! ¡Los hombres no lloran!

Así aprendí yo disciplina, y no me quejo, muy al contrario, lo agradezco, señor comisario, y lamento que estos métodos se hayan ido perdiendo en favor de una tolerancia que está minando nuestras costumbres. Mi padre fue muy tolerante con mi madre hasta el último día, ése fue su error, mi padre fue demasiado bueno, tardó demasiado en tirar la servilleta, todavía lo recuerdo, todavía sueño aquella servilleta de cuadros empapada en el sopicaldo de mierda con que mamá nos envenenaba. Y, encima, la víctima era ella. Llorando, apoyando las manos en la pica de la cocina, las piernas separadas, el hijo abrazándola por la espalda, apoyando la mejilla en su hombro, «¿por qué lloras, mamá?», como si no supiera que llora por el error que cometió, llora por haber ganado el combate injustamente, triunfó con malas artes y luego abusó del vencido, se ensañó con él hasta acorralarlo y echarlo de casa, le privó de casa y comida y de una familia por la que él tanto se había sacrificado. Llora porque sabe que, con su crueldad, lo rompió todo, todo, todo.

Diré:

Pero eso no significa que yo.

La puta es material de entrenamiento y aprendizaje. El chaval aprende con ella cómo debe tratar a las mujeres que conocerá a lo largo de su vida. El hombre, yo...

No. Yo nada. Nada.

La puta es material de derribo. La puta es animal de derribo. El hombre que paga por una puta puede hacer con ella lo que le dé la gana.

No, eso no lo diré.

La puta no tiene más razón de existir que la que le dé el hombre que ha pagado por ella.

No, eso no lo diré.

Cuidado.

Dije:

—Ahora te apeas del coche y pones las manos contra la pared, contra esa pared, y las piernas bien abiertas, los pies separados. Yo me encargo de lo demás.

Obedeció como obedecen todas las putas. Dijo:

—¿Qué haces? ¿No me quitas las bragas? ¿Quieres que me las quite yo?

Se creyó que la estaba abrazando, pobre imbécil.

LA SEGUNDA

Crimen sin historia

Es un crimen sin historia porque la víctima no tiene historia, porque no quiere tenerla. Dice que vive el presente obstinándose en ignorar el futuro y borrando obsesivamente su pasado. Tras años de esfuerzos, de ensayos, de fracasos y terquedad, ha conseguido secar de lágrimas sus ojos empastados de rímel y fosilizar una sonrisa estándar que puede parecer ilusionada, o intencionada, o sarcástica, según convenga a las circunstancias. Su vida es su ahora y su ahora es un body de nilón que le marca el tetamen, los pantaloncitos cortos ceñidos al culo, los zapatos de tacón de aguja, la carne de gallina porque hace un frío que pela, el pasear impaciente de un lado para otro, mascar frenéticamente un chicle ya sin sabor. Su ahora es el deseo de terminar cuanto antes, el ansia de un cliente, de un servicio, el que sea, para correr luego a casa y meterse el pico que borre el pasado inmediato, los recuerdos inútiles, los pies en los peldaños irregulares de la pensión, la sonrisa con que el Chérif da la bienvenida al dinero, la maldita malditísima entrega de billetes que siempre lo ha estropeado todo, un pico y todo se le borrará, se le limpiarán las neuronas y recuperará la risa en la ducha, la risa de verdad, la risa de su infancia, la infancia que nunca existió, feliz y relajada, limpia de cuerpo y alma, limpia de polvo y paja, ya podrá afirmar como siempre, con toda la razón, que vive la mejor de las vidas, porque es libre, ¿te enteras?, libre porque ella hace lo que le sale del chocho, siempre lo ha hecho, y eso le permite despreciar a los clientes, y pasar olímpicamente de las prestaciones que le piden, por raras que sean («Ahora, métete esto»), ya está curada de espantos, ya nada la puede sorprender.

Le pica el antebrazo derecho. Se rasca. Pasea inquieta. Le pican las pantorrillas, el escote, le pica el interior de los muslos y no es deseo. Así se empieza. Y cada día el prurito empieza más temprano, por favor, por favor, cada día más temprano. Que sólo hace unas semanas con un chute al día tenía bastante. Y ahora ya necesita dos, casi un gramo, bueno, más de un gramo, si la contratan para alguna orgía, más de un gramo, ya lo creo, mucho más. Le cuesta respirar y, desasosegada, mira arriba y abajo de la calle, al muestrario de prostitución que puebla la acera, los coches que desfilan lentos ante ellas, a paso de procesión, qué más quisieran las putas que fuera una procesión, una corriente continua de vehículos, miles y miles, una riada de clientes entrando y saliendo, entrando y saliendo, en realidad sólo es un goteo esporádico, ahora uno, pausa larguísima, ahora otro, sobre todo mirones que pasan lentos, indecisos, echando una ojeada a la mercancía, valorándola. Ésta no, aquélla tampoco, volveré a dar una vuelta, a ver. Dicen que en Alemania, en Hamburgo, hay una calle donde las putas se exhiben en escaparates, con su deshabillé, su cama, su ambiente, todo. Le gustaría probarlo. Le gustaría probarlo todo. Las experiencias enriquecen la vida. Su vida es muy rica en experiencias. De todo tipo.