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Segundo volumen de la saga de trepidantes aventuras policiales protagonizadas por la detective Wendy Aguilar, de Andreu Martín. Una pelea en una discoteca se salda con una muerte por herida de arma blanca. La inspectora Wendy Aguilar y su compañero Roger acuden al lugar del crimen, pero en medio del bullicio del lugar, les va a resultar imposible identificar al asesino o resguardar las pruebas. Sin embargo, Wendy tiene ya una pista...-
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Seitenzahl: 110
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Andreu Martín
Saga
Wendy ataca
Original title: Wendy ataca
Original language: Catalan
Copyright © 2009, 2022 Andreu Martín and SAGA Egmont
All rights reserved
ISBN: 9788726962208
1st ebook edition
Format: EPUB 3.0
No part of this publication may be reproduced, stored in a retrievial system, or transmitted, in any form or by any means without the prior written permission of the publisher, nor, be otherwise circulated in any form of binding or cover other than in which it is published and without a similar condition being imposed on the subsequent purchaser.
www.sagaegmont.com
Saga is a subsidiary of Egmont. Egmont is Denmark’s largest media company and fully owned by the Egmont Foundation, which donates almost 13,4 million euros annually to children in difficult circumstances.
Ha sido noche de fútbol.
El Barça ha perdido por uno a tres y las calles se han llenado de caras largas, depresión, frustración y rabia azulgrana.
Entonces es cuando debe intervenir la policía, porque con frecuencia la frustración y la rabia, ya sean azulgrana o de cualquier otro color, se convierten en violencia y víctimas.
Hace horas ya que el coche patrulla número 304 ha salido de la comisaría de Sarrià-Sant Gervasi y recorre las calles de la zona noble de la ciudad.
Chalés modernistas convertidos en clínicas, o sedes de agencias de publicidad, o mansiones siniestras aisladas por muros infranqueables, escuelas de élite en edificios de diseño, restaurantes de moda.
Hasta ahora no ha habido mucho trabajo. Un coche aparcado que tenía las llaves puestas en la cerradura de la puerta, invitación para que cualquier desaprensivo entre y se lo lleve tranquilamente. Haygente muy despistada. Hay que localizar al propietario, llamarle, llevarle las llaves a casa. Después, ha sido un hombre tumbado en el suelo, que parecía muerto pero sólo estaba enamorado y borracho. Una ambulancia se lo ha llevado a urgencias, en prevención de un coma etílico. Y una pareja que discutía a gritos, gesticulando de tal manera que hacía pensar en la inminencia de una agresión física. En estos casos, hay orden de intervenir con energía y sin concesiones porque hay muchos asesinatos de mujeres a cargo de sus compañeros sentimentales. «Un momento, ¿qué pasa aquí?». Al final, nada. Como dice la madre de Wendy: «Bah, rutina».
Conduce Wendy y Roger calla, enfurruñado, y mira por la ventanilla del coche, envuelto en un silencio espeso que pone de manifiesto el dolor de su alma atormentada.
Wendy piensa, como siempre, que esta relación es muy incómoda.
Tiempo atrás, no hace mucho, Roger y ella mantenían una especie de relación sentimental, nada serio, podríamos decir que eran más que amigos y menos que novios. Entonces, Wendy corría detrás de Roger y él se hacía el interesante y la ignoraba, muy engreído. Hasta que Wendy se enteró de que él coqueteaba con una belleza de Homicidios y lo envió a freír espárragos. Desde aquel momento, es Roger quien persigue a Wendy, desesperado y suplicante, y ella se hace la distraída.
Ya hace tiempo que han llegado a un punto de equilibrio prudente que hace soportables estas doce horas de patrulla nocturna y conjunta, de 18:00 a 6:00. Han aprendido a distraerse hablando de cine, de música, de los demás compañeros, de las salidas de tono de los jefes, de los turnos de patrullas y de las horas extras, y él calla las protestas de amor que le queman la punta de la lengua y ella ignora las ojeadas encendidas que él le envía procurando que ella le vea, pero como sin querer.
Pero hoy Roger no habla de nada. Desde que han salido de comisaría sólo ha abierto la boca para dirigirse a la gente de la calle que ha requerido su atención. El hombre que había olvidado las llaves en la cerradura del coche («Procure ir con cuidado»), el borracho enamorado («Venga, hombre, arriba, ¿cuántos dedos tengo aquí?»), la pareja que discutía («¿Pero os queréis callar?»), cuatro monosílabos con Wendy para quedar bien, y para de contar. Cuando se han enterado de que el Barça había perdido, en lugar de estallar en maldiciones y disparates, como sería de esperar, ha murmurado: «Vaya, hombre», y nada más.
Su silencio es tan inquietante como esos truenos lejanos y prolongados que anuncian inundaciones.
Hace rato que Wendy se lo está temiendo.
Y, de repente, ¡papatam!, ya está aquí el diluvio.
–¿Es verdad...? –empieza Roger sin mirarla, y tiene que interrumpirse para aclararse la garganta, porque tanto rato de mutismo le ha oxidado las cuerdas vocales. Y vuelta–: ¿Es verdad que has pedido un cambio de destino?
–¿Qué? –dice Wendy sin responder y sin respuesta.
–Me lo han dicho. Que hay plazas a concurso y has pedido que te envíen a las antípodas.
–A las antípodas no –dice ella–. A mi barrio. Para no tener que hacer una hora de viaje cada día.
–Jodó –dice él, desconsolado. Y, después de una pausa–. Jodó, eso es peor –otra pausa–: que te trasladen de comisaría. Jodó, qué fuerte. Pero, ¿por qué?
La radio del coche empieza a hablar:
Pelea multitudinaria en la discoteca Scratch, y añade la chica de sala, que es nueva y joven, «Mucho follón, mucho follón».
–Eh –insiste Roger–, ¿por qué?
–Pelea multitudinaria –repite Wendy mecánicamente, y pisa el acelerador porque están muy cerca de la discoteca Scratch.
Roger conecta la sirena y toda la luminaria mientras dice:
–No es una buena idea. Los policías no debemos vivir cerca de donde trabajamos, ¿es que no lo sabes? Hay mucho malo que nos tiene manía y puede venir a por nosotros. Si vivimos cerca del trabajo, ponemos en peligro a nuestra familia, a nuestros padres, a nuestros hermanos, a nuestros maridos…
–En caso de que tengas más de un marido –comenta Wendy.
Son los primeros en llegar.
El barullo es visible desde el exterior de la discoteca. Una docena de chicos y chicas se agrupa en la calle, con la mirada fija en las puertas y ventanas del establecimiento, como si esperasen que, de un momento a otro, tuviera que empezar a salir despedida la gente que aún está dentro.
Un par de hombres, uno con uniforme de guardia de seguridad y el otro con jersey negro y pantalones y zapatos blancos, vienen corriendo hacia el coche antes de que se detenga. Mueven mucho los brazos, como supervivientes de una catástrofe cuando ven llegar a las tropas de rescate.
–¡Lo están destruyendo todo! –aúlla el que va de paisano.
–¡No he podido hacer nada! –añade el del uniforme.
Wendy y Roger bajan del coche.
Ella ya se va hacia el interior, tan decidida. Él la agarra de la manga, la retiene de un tirón.
–Eh, ¿dónde vas?
Wendy le mira extrañada. ¿Dónde va a ir?
–¡Vamos, vamos, vamos, por favor! –grita el de paisano, que debe de ser el dueño o el gerente de la discoteca–. ¿A qué coño estáis esperando? ¿A que me destrocen todo el local?
–¿Qué vas a hacer? –pregunta Roger, acercándose a la chica–. ¿Meterte dentro y gritar: «¡Basta ya, quietos todos, policía!»?
Wendy parpadea.«¿Y entonces qué? ¿Qué se supone que debe hacer la policía si no?» –¿¿Pero no sois policías?? –exige el uniformado a pleno pulmón.
–La primera vez que me encontré en una situación como ésta –le cuenta a Wendy su compañero–, eso es exactamente lo que hice.«¡Basta ya, quietos todos, policía!» Mi compañero, un veterano, no me dijo nada pero se quedó atrás, para reírse un poco. Me metí en el follón y me rompieron una botella en la cabeza.
–¿Una botella en la cabeza?
–¡Serán cobardes...! –sentencia el del jersey negro y los pantalones blancos.
–A otros compañeros les han partido sillas en la espalda, o les han hinchado el ojo de un puñetazo, o les han roto el uniforme.
Wendy se queda petrificada. Comprende que eso es posible, pero también entiende que la policía debe cumplir una misión y no puede permitir que el miedo la eche atrás.
–¿Entonces...?
–Hay que esperar un poco –aconseja Roger–. Así, ellos se van cansando y pierden fuerzas, y el alboroto mengua y, por otro lado, nosotros seremos más para dominarlos.
–¿Pero qué pasa? –se desgañita el de paisano–. ¿Es que no pensáis hacer nada?
Llega un segundo coche con las luces y la sirena, y un frenazo espectacular en medio de la calzada. Bajan dos policías veteranos.
–¡Vamos! ¡Vamos! ¡Vamos! –dicen.
Roger les da la razón:
–¡Vamos! ¡Vamos!
Roger abre el maletero del 304 y empieza a sacar los cascos, las porras y dos escudos transparentes. Los policías recién llegados hacen lo mismo en sus coches. Cascos, porras, escudos.
Esa actividad hace callar al dueño y al guardia de seguridad, pero no pueden disimular su impaciencia. Deben de estar pensando en todos los vasos, botellas y muebles que se están rompiendo a cada minuto que pasa.
Comparece el tercer coche patrulla. Más puertas que se abren, dos patrulleros más que se suman al pelotón represor. Estos también son veteranos y ya saben de qué va la cosa, lo han oído por la radio, pero ganan tiempo preguntando:
–¿Qué pasa? ¿Qué pasa? ¿De qué va la cosa?
No hace falta responder.
Cascos, porras, escudos.
Es en ese momento, poco más o menos, cuando parece que la explosión del interior de la sala proyecta hacia fuera su onda expansiva. Se abre la puerta de golpe y sale gente disparada. Por un momento parece una riada, pero enseguida se concreta en tres personas. A toda velocidad. Wendy se fija en uno alto y rubio, atlético, bien plantado, y en otro más bajo con camisa blanca de cuadros azules y una vistosa bufanda del Barça. Y la chica, con camiseta azulgrana del número 9, Eto’o, y un peinado la mar de singular.
Corren, se alejan. Pero los policías no les prestan más atención porque la cuarta patrulla ya está aquí, con chirrido de frenos, y parece que tanto los veteranos como Roger consideran que ya son suficientes como para iniciar la ofensiva.
Ahora, los «Vamos» suenan diferente, suenan de verdad.
–¿Vamos? ¡Vamos!
Se han puesto los cascos, blanden las porras con la mano derecha y se protegen con el escudo a la izquierda.
Echan a correr y se meten en la discoteca.
El gerente y el guardia de seguridad se hacen a un lado y les contemplan como las mujeres y los niños miran al padre de familia cuando se va a la guerra. Los jóvenes que ocupaban las aceras y parte de la calzada tienen actitud de espectadores de cine. Seguro que en sus cerebros está sonando la marcha de Indiana Jones o de Superman. ¡Tatarataaaa, tataraaaa!
Es la guerra.
Un maremágnum especialmente feroz de puñetazos y chillidos, y música atronando, y mesas voladoras, y botellas que se rompen, y sillas que impactan contra el rostro de alguien que no se lo esperaba, y puntapiés karatecas a una cabeza al azar, garras que arañan la piel con ganas de hacer mucho daño, mordiscos, aullidos de pánico del que cae y teme ser pisado por la masa, chillidos agudos de las chicas que están viviendo el momento más excitante de sus vidas, dedos que se enredan en cabelleras, y el que se lo está pasando divinamente y el que gimotea llamando a su mamá, el chasquido de los tortazos, el estallido de cristales, la sangre que salpica escandalosa, las lágrimas del que se acurruca en un rincón suplicando que el mundo se olvide de su presencia y, en medio de tanta confusión, la irrupción de ocho uniformes azules como una punta de lanza avasalladora empujando a la enmarañada multitud con los escudos, como una máquina quitanieves que se abre paso en la tempestad. Los porrazos deben ser paralelos al suelo, secos y a la zona baja, nunca a la cabeza. Al culo y a los muslos. Disuasorios.
–¡Hay dos bandos! –apuntan los que van delante.
–¡Étnico, étnico! –gritan los otros, para dar a entender que se trata de un enfrentamiento de razas. No cabe duda: la blanca contra todas las demás. Niños pijos de jerséis de marca contra inmigrantes engalanados de boda.
Pim, pam, pim, pam, indiscriminadamente, así es como se hace y se debe hacer, no hay otra, mientras gritan los policías:
–¡Policía, encended las luces, fuera música, basta ya, separaos, policía, encended las luces, fuera música!
Una pandilla que estaba disfrutando del espectáculo violento pegada a la pared, al margen, en cuanto ve a la policía quiere escabullirse hacia la puerta, pero los agentes que van detrás se lo impiden, «¡quietos ahí!», «¡pero si yo no he hecho nada!», «¡quieto ahí, te digo!».
Al entrar la policía, tal como estaba previsto, las dos facciones contendientes se unen contra el nuevo enemigo que no les deja zurrarse en paz. Hay una primera reacción de defenderse de las porras atacando, pretendiendo amortiguar los golpes, agarrándose a los uniformes, disparando puños. Pero los escudos hacen del grupo de policías un ariete que vence toda resistencia, y las porras duelen.
Wendy ha entrado haciendo como sus compañeros. Es fácil. Avanza y avanza, sin parar, empuja al personal con el escudo y golpea con la derecha. Y los ocho profesionales de la pacificación, que vienen muy enfadados y gritando y armados, acaban cortando el pastel en dos y poniendo a los pijos blanquitos a un lado y a los negros endomingados al otro.