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Diana Palmer

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Beschreibung

Eran duros y fuertes... y los hombres más guapos y dulces de Texas. Diana Palmer nos presenta a estos cowboys de leyenda que cautivarán tu corazón. Al fallecer sus padres en un accidente aéreo, Fay quedó bajo la tutela de su ambicioso tío Henry. Sólo faltaban dos meses para que cumpliera veintiún años, pero hasta entonces no podría recibir la herencia familiar. Una noche, en un arranque de rebeldía, Fay se escapó y acabó en un bar, donde conoció a un hombre misterioso, Donavan, que la animó a cambiar su vida y a valerse por sí misma. Lo que ella ignoraba, era que no se trataba de un simple vaquero, sino de un influyente ranchero marcado por algo que su padre hizo en el pasado.

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Editados por HARLEQUIN IBÉRICA, S.A.

Núñez de Balboa, 56

28001 Madrid

© 1992 Diana Palmer. Todos los derechos reservados.

DONAVAN, Nº 1442 - septiembre 2012

Título original: Donavan

Publicada originalmente por Silhouette Books

Publicada en español en 2004

Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial.

Esta edición ha sido publicada con permiso de Harlequin Enterprises II BV.

Todos los personajes de este libro son ficticios. Cualquier parecido con alguna persona, viva o muerta, es pura coincidencia.

® Harlequin, logotipo Harlequin y Julia son marcas registradas por Harlequin Books S.A.

® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia.

Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.

I.S.B.N.: 978-84-687-0834-8

Editor responsable: Luis Pugni

Conversión ebook: MT Color & Diseño

www.mtcolor.es

Capítulo 1

Al entrar en el bar, Fay sintió que todos los ojos se volvían hacia ella. Lo había hecho por un impulso repentino, pero en ese mismo momento estaba ya arrepintiéndose de que se le hubiera ocurrido una idea tan estúpida. Un bar en una zona no muy recomendable de una pequeña ciudad al sur de Texas no era lugar para una joven sola.

Además, tampoco ayudaba el hecho de que fuera vestida con unos ajustados pantalones de diseño, zapatos de tacón, y un fino suéter de punto bajo el que se marcaban las suaves curvas de sus senos. Se apartó del rostro un mechón del largo cabello oscuro, y miró de reojo nerviosa a uno y otro lado del pequeño local, lleno de humo de tabaco.

Por los altavoces colgados en las esquinas salía una música tan alta, que tuvo que gritarle al hombre tras la barra para pedirle una cerveza. Y aquello era una idea aún más absurda que haber entrado en aquel bar de mala muerte, porque no había tomado una cerveza en su vida. Había tomado un sorbo de champán para brindar en alguna fiesta, y una vez había tomado piña colada en unas vacaciones en Jamaica, pero jamás una cerveza.

Observó inquieta que un grupo de cinco hombres, sentados en una mesa a la izquierda de la barra, estaba mirándola descaradamente, y casi dio un respingo al ver que uno de ellos, un tipo fornido y desaliñado, con barba de varios días, se levantaba, farfullando algo que hizo reír a los otros, y se dirigía hacia ella. Lo que había empezado como una aventura de rebeldía al escaparse de casa de su tío, iba camino de convertirse en algo peligroso.

El hombre se apoyó a su lado en la barra, y la miró de arriba abajo con los ojos entornados de un modo que le puso el vello de punta y casi la hizo salir corriendo.

—Hola, preciosa —la saludó el tipo, con una sonrisa socarrona, mostrando sus dientes manchados—. ¿Quieres bailar?

El aliento le apestaba a alcohol, y Fay tuvo que poner ambas manos en torno a la jarra de cerveza para ocultar su temblor.

—N... no, gracias —balbució sin mirarlo—, estoy... esperando a alguien.

Y en parte era verdad. Llevaba toda su vida esperando a alguien, a esa persona que la completara, sólo que todavía no había aparecido. En ese momento de su vida necesitaba a ese alguien más que nunca. Tras la muerte de sus padres en un accidente, había quedado bajo la tutela de su tío materno, un arribista de carácter mercenario, empeñado en casarla con un amigo rico que le daba escalofríos. Y, para colmo, hasta que no cumpliera los veintiún años, no podría recibir el dinero que sus padres le habían dejado en herencia, ya que estaba en un fondo fiduciario controlado por él, así que dependía completamente de su tío.

—Vamos, nena, tú y yo podríamos pasarlo muy bien juntos —insistió el hombre, sin darse por vencido. Pasó su mugrienta mano por la manga del suéter de Fay, y la joven se apartó como si sus dedos fueran serpientes—. Vamos, vamos, no tengas miedo. Sé cómo tratar a una dama.

Nadie advirtió que un rostro se alzaba en la penumbra, unos metros más allá, ni que un fulgor de advertencia relumbraba en sus ojos grises. Nadie advirtió que había estado observando a la chica desde que entrara, ni la mirada de frío desdén que lanzó al tipo mientras se levantaba y caminaba hacia la barra.

Iba vestido con una camisa de algodón, unos pantalones vaqueros gastados, sombrero texano, y botas manchadas de tierra. Era alto, muy alto, de complexión esbelta y musculosa, y tenía el cabello castaño y alborotado. Todos lo conocían en la ciudad, y su temperamento era casi tan legendario como la fuerza de sus grandes puños, que colgaban en una engañosa actitud relajada junto a ambos costados.

—Si nos conocemos un poco estoy seguro de que te gustaré... —el hombre se calló en cuanto lo vio aparecer a su lado. Permaneció cómicamente paralizado, antes de balbucir incómodo—: Vaya, hola, Donavan, no sabía que la chica estaba contigo.

—Pues ya lo sabes —contestó el vaquero con una voz profunda que hizo que la joven se estremeciera por dentro.

Fay giró la cabeza y al alzar la vista hacia los ojos grises del extraño, perdió su corazón sin remedio. De pronto era como si no pudiera respirar.

—Ya era hora de que llegaras —le dijo el vaquero. La agarró del brazo con firmeza, haciéndola bajarse del taburete en que estaba sentada. Tomó su cerveza de la barra, se la entregó, y lanzando una última mirada cortante al tipo, la llevó hasta su mesa.

—Gracias —musitó Fay, cuando hubo tomado asiento frente al extraño.

Él tomó entre sus dedos un cigarrillo que había dejado apoyado en el cenicero de la mesa, y la otra mano rodeó un vaso de whiskey medio lleno. La joven observó que no se había molestado en quitarse el sombrero. Parecía que en el Oeste no había lugar para las normas de etiqueta a las que estaba acostumbrada.

El hombre se llevó el cigarrillo a los labios y dio una larga calada.

—¿Cómo te llamas? —le preguntó con brusquedad.

—Fay, me llamo Fay —contestó ella, forzando una sonrisa—. ¿Y usted?

—Casi todo el mundo por aquí me conoce como Donavan, y te agradecería que no me hables de usted, me haces sentir viejo.

La chica tomó un sorbo de la cerveza, y contrajo el rostro repugnada. Sabía horrible. En los delgados labios del vaquero, que la estaba observando, se dibujó una sonrisa divertida.

—No bebes cerveza y no pareces de aquí. ¿Qué es lo que estás haciendo en esta parte de la ciudad, chiquilla? —inquirió.

—Escapar —contestó ella con una risa, bajando la vista a la jarra de cerveza—, huir de mi carcelero, rebelarme... eso es lo que hago.

—¿Y tienes edad para hacer lo que estás haciendo? —le preguntó él mirándola fijamente.

—Si te refieres a si tengo edad para entrar en un bar y pedir una cerveza, sí, sólo me faltan dos meses para cumplir los veintiuno.

—Aparentas menos.

Ella se encogió de hombros y escrutó su rostro moreno por el sol. Con un corte de pelo y la ropa adecuada sería irresistible, se dijo.

—¿Y tú? ¿Eres de aquí? —le preguntó.

—Llevo toda mi vida viviendo en este lugar —respondió Donavan. Sus ojos descendieron hasta la muñeca derecha de la joven, donde brillaba un brazalete con incrustaciones de diamante—. No es muy recomendable entrar en un bar llevando esa clase de baratijas. Bájate la manga.

La joven obedeció al instante, sorprendiéndose a sí misma. Nunca había aceptado las órdenes de nadie, ni de sus padres, ni de las institutrices que había tenido, ni las de su tío, pero había algo en el tono de aquel extraño que hacía imposible desafiarlo. Se sonrojó irritada ante esa repentina docilidad.

—¿Qué haces cuando no estás dando órdenes? —le espetó.

El hombre se rió suavemente y buscó sus ojos verdes.

—Soy capataz en un rancho, dar órdenes es parte de mi trabajo —respondió.

—Oh, eres un vaquero.

—Es un modo de llamarlo.

La joven sonrió.

—Nunca había conocido a un vaquero de verdad.

—¿De dónde eres?

—De Georgia. Mis padres murieron en un accidente aéreo hace seis meses, así que me he tenido que venir a vivir aquí con mi tío. No puedes imaginarte lo que es —masculló.

—Mucha gente vive en una jaula porque no se atreve a abandonarla —le dijo él—. Si no eres feliz, cambia tu situación. Puedes hacerlo.

—¿Eso crees? Soy rica —le explicó ella—, asquerosamente rica, pero toda mi herencia está en fideicomiso hasta que cumpla los veintiuno, y mi tío es quien lo controla.

—¿Hablas en serio? —inquirió Donavan. Levantó su vaso y tomó un sorbo de whiskey, dejándolo de nuevo sobre la mesa—. Pues mándalo al diablo y haz lo que quieras. A tu edad yo ya estaba trabajando para ganarme la vida por mí mismo, sin tener que depender de ningún pariente. Luego ya cobrarás la herencia y podrás olvidarte de él para siempre.

—Pero es que tú eres un hombre —replicó ella.

—¿Y qué diferencia hay? —le espetó él—. ¿En qué siglo crees que vivimos?

La joven se removió incómoda en su asiento.

—Bueno, pero es que yo nunca he trabajado. No sé qué podría hacer. Supongo que soy una debilucha y una cobardica.

—Escucha, si fueras una cobardica no te habrías atrevido a entrar en un local como éste a estas horas de la noche, ni a pedir una cerveza.

La joven se rió.

—Me temo que eso no tiene que ver con el valor, sino más bien con la desesperación. Además, he tenido suerte de que tú aparecieras en mi auxilio.

Donavan alzó la barbilla y sus ojos pálidos brillaron de un modo extraño.

—Así que piensas que conmigo no corres peligro —murmuró.

El corazón de Fay empezó a palpitar con fuerza contra sus costillas y contuvo el aliento. La mirada adulta en los ojos del vaquero, y el repentino tono aterciopelado en su voz hacía que le temblasen las piernas.

—Es lo que quiero pensar—musitó cuando hubo recuperado el habla—, porque ya he hecho una estupidez bastante grande al haber entrado aquí y, aunque supongo que me merecería que me pasara algo por imprudente, espero no estarme equivocando contigo.

Donavan sonrió.

—Aprendes deprisa.

—¿Era una lección? —inquirió ella.

El vaquero apuró su bebida.

—Todo son lecciones en esta vida, y cuando no las aprendes a la primera, tienes que volver a pasar por ellas. Vamos, te llevaré a tu casa.

—¿Tan pronto? —contestó ella con un suspiro—. Es la primera aventura que he tenido en mi vida, y tal vez sea la última.

Donavan se caló el sombrero sobre un ojo y la miró pensativo.

—En ese caso, trataré de hacer que sea memorable... —le respondió levantándose y tendiéndole una mano—, si confías en mí.

La joven se dijo que era una locura, pero tomó su fuerte mano y se puso de pie también con una sonrisa.

—Confío en ti.

Él la llevó fuera, y Fay advirtió que varios pares de ojos seguían recelosos al vaquero.

—Parece que la gente de aquí te tiene bastante respeto —comentó Fay cuando estuvieron en la calle.

—Me conocen —le contestó él—. He vapuleado a un par de tipos en ese bar.

—¿Vapuleado? —repitió ella.

Donavan bajó la mirada hacia ella con una sonrisa socarrona.

—Me he visto envuelto en un par de peleas. Los hombres somos así, tendemos a meternos en problemas, algunas veces por damiselas imprudentes... —murmuró con toda la idea.

—No suelo hacer cosas así —se defendió ella—. Y no soy la clase de chica que...

—Está muy claro qué clase de chica eres —la interrumpió él riéndose—, se ve a la legua. Pero deja que te diga una cosa: no me importa prestarme a esta rebeldía tuya, pero eso es todo lo que obtendrás de mí —le advirtió entornando los ojos—. Si te quedas por aquí un poco más de tiempo, pronto te darás cuenta de que no me gustan las chicas ricas, y te enterarás de la razón. Pero, por esta noche, me siento generoso, y te ayudaré a tener tu pequeña aventura.

—No comprendo —murmuró Fay.

Donavan dejó escapar una risotada áspera.

—Ya lo imagino —murmuró mirándola fijamente—. Eres demasiado inocente.

—Eso es lo que me dice todo el mundo —farfulló ella con fastidio—, pero, ¿cómo se supone que voy a aprender nada sobre la vida si me mantienen encerrada en una urna de cristal?

Donavan se detuvo frente a una camioneta gris llena de salpicaduras de barro y polvo.

—Espero que no estuvieras esperando un Rolls-Royce. Son muy elegantes, pero no sirven para transportar el forraje.

Fay lo miró algo molesta. Estaba claro que la había tomado por una niña mimada.

—No se me caerán los anillos por montar en una camioneta —le dijo con sinceridad—, y no suelo juzgar a los demás por lo que tienen o no.

Donavan la miró en silencio.

—Eso es precisamente lo que imaginaba —le dijo quedamente—. Lo siento, era sólo una broma.

—No pasa nada —murmuró Fay.

Él le abrió la puerta y ella subió, acomodándose en el asiento del acompañante. El interior del vehículo olía a campo.

Donavan se sentó al volante y encendió el contacto.

—¿Viniste aquí en coche? —le preguntó a Fay, girando la cabeza.

—Sí.

Él se inclinó hacia el parabrisas y escudriñó el aparcamiento, frunciendo los labios con socarronería al ver un Mercedes azul marino estacionado entre camionetas, viejos coches y vehículos cuatro por cuatro.

—Sí, es el que estás pensando —masculló Fay irritada.

Donavan se rió entre dientes.

—Ya te estoy sacando de quicio y no hace más que unos minutos que nos conocemos —dijo, sacando la camioneta a la carretera—. ¿A qué te dedicas cuando no vas a bares poco recomendables y acabas saliendo de ellos con extraños?

Fay lo miró molesta. No tenía que restregárselo todo el tiempo...

—Estudio piano, pinto un poco... y trato de mantener la cordura entre fiestas, cenas y actos sociales.

Donavan dejó escapar un silbido.

—Eso sí que es vida.

Fay se volvió en el asiento para mirarlo.

—¿Y tú? ¿Qué hace exactamente el capataz de un rancho?

—Me encargo de la contabilidad, los suministros, contrato y despido peones, voy a congresos de ganaderos, tomo decisiones... —le explicó él—. Y también tengo que asistir a algunas de las juntas directivas de dos empresas —añadió en un tono indiferente. Fay frunció el entrecejo.

—Creí que habías dicho que eras capataz.

—Es algo un poco más complicado, pero no necesitas saber más —le respondió él tajante—. ¿Dónde quieres ir?

Fay se quedó un momento aturdida por su brusquedad, pero rápidamente se repuso. Giró el rostro hacia la oscura planicie del paisaje texano que se veía por la ventanilla.

—Bueno, no sé... No había pensado en ningún sitio concreto. Es sólo que no tengo ganas de volver a casa todavía.

—Hoy es día de fiesta en el pueblo de San Moreno —le dijo él—. ¿Has estado allí alguna vez?

—No —respondió ella con los ojos brillantes—, ¿podríamos ir?

—No veo por qué no —contestó él—, aunque no habrá mucho más que algunos puestos de comida y bebida, casetas de juego, y baile. ¿Te gusta bailar?

—¡Oh, sí, me encanta! —exclamó ella entusiasmada—. ¿Y a ti?

—Bueno, si hay que bailar, bailo —contestó él entre risas—. Bien, pues allá vamos, San Moreno.

Encendió la radio, y al momento la cabina de la camioneta se llenó de música country. Fay echó hacia atrás la cabeza y cerró los ojos, con una sonrisa en los labios. Si hubiera tenido que explicar a alguien por qué confiaba en aquel extraño, no habría sabido qué decir, pero así era. De hecho, sentía como si lo conociera de toda la vida.

Cuando llegaron al pueblo de San Moreno, una banda de mariachis estaba tocando en la plaza, mientras la gente bailaba, o compraba en los puestos de tacos, fajitas, tequila, cerveza...

—¿Qué es lo que se celebra? —le preguntó Fay sin aliento a Donavan, mientras él la hacía dar vueltas y vueltas, al son de la animada música.

—¿A quién le importa? —respondió él entre risas.

Fay se rió también. No recordaba haberse sentido tan viva ni tan despreocupada en toda su vida. Tomó cerveza, sin importarle que estuviera caliente, notando que a cada sorbo se iba acostumbrando al sabor, y giró y giró en los brazos de Donavan, apoyando la cabeza en su musculoso tórax, aspirando su aroma hasta sentirse más embriagada por él que por el alcohol.

Finalmente el frenético ritmo terminó, y la banda empezó a tocar una melodía lenta. La joven se derritió en los brazos del vaquero, rodeándole la espalda con los brazos en un gesto de familiaridad que nunca habría pensado posible con un extraño tras sólo unas horas juntos. Sentía que su cuerpo encajaba a la perfección con el de él, como si de dos piezas de un puzzle se trataran. Olía a tabaco, a cerveza y a cuero, y su proximidad era increíblemente excitante.

Donavan la rodeó también con sus brazos, atrayéndola hacia sí y apoyando la barbilla sobre su cabeza, y para Fay fue como si no existiese nadie más en el mundo. La música le llegaba como de muy lejos, y sintió que su cuerpo estaba reaccionando a la proximidad del de él de un modo que la sorprendió. Era como si algo en su interior se estuviese tensando haciéndole experimentar una especie de necesidad que no sabía cómo saciar. De pronto, estar tan cerca de Donavan se estaba haciendo insoportable. Se apartó un poco, conteniendo el aliento, alzando sus ojos verdes hacia los de él, aprehensiva.

Él escrutó su rostro en silencio, consciente de su temor, y de lo que lo había causado.

—Tranquila, no pasa nada —le dijo con una leve sonrisa. Pero Fay frunció el entrecejo.

—Yo... no sé lo que me está ocurriendo —murmuró—. Tal vez sea la cerveza...

—No tienes que fingir, conmigo no —le dijo Donavan, tomando su rostro entre sus manos, y besándola en la frente con ternura—. Será mejor que nos vayamos.

—¿Tenemos que hacerlo? —suspiró ella. Él asintió.

—Es tarde.

La tomó de la mano y la llevó de vuelta a la camioneta. Él también había empezado a sentirse excitado, pero era mayor, y más ducho en controlar esa clase de necesidad. Sabía que había despertado el deseo de Fay mientras bailaban, pero no podía permitir que las cosas se le fueran de las manos. Lo último que le hacía falta era una niña rica.

Precisamente por una joven de alta sociedad, su padre había arruinado la dignidad de la familia. Todo el mundo en Jacobsville recordaba cómo su progenitor había seducido a una chica de dinero, casándose con ella para conseguir su fortuna cuando sólo hacía un mes del entierro de su madre. Donavan lo había pasado muy mal con aquel escándalo, teniendo que soportar las miradas de la gente y sus cuchicheos.

No, no estaba dispuesto a permitir que lo comparasen con su padre, así que no iba a empezar algo que no podía terminar, por mucho que la chica lo excitase. Seguramente, como todas las de su clase, habría tenido ya varias relaciones, y seguramente sería refinada y adictiva..., pero no iba a permitirse el riesgo de averiguarlo.

Al llegar al aparcamiento frente al bar, donde había dejado su Mercedes, Fay se sentía maravillosamente relajada, pero cuando él detuvo la camioneta, el hechizo se rompió, y volvió a la realidad, recordando con disgusto que iba a tener que volver a casa y aguantar una buena regañina. Sin duda, su tío Henry estaría enfadado, muy enfadado.

—Gracias por todo —le dijo a Donavan, volviéndose hacia él cuando hubieron bajado de la camioneta y él la acompañó hasta su coche—. Ha sido una noche realmente mágica para mí.

—Para mí también —contestó él. Fay abrió la puerta del Mercedes, y Donavan la sostuvo para que se sentara frente al volante—. En adelante mantente alejada de esta parte de la ciudad, chica rica —le dijo con suavidad—, no perteneces aquí.

Los ojos verdes de la joven buscaron los suyos.

—Odio mi vida —murmuró.

—Pues cámbiala —le contestó Donavan—. Puedes hacerlo si te lo propones. Tal vez no estés acostumbrada a tener que pelear por conseguir algo, pero si lo quieres de verdad, te aseguro que merece la pena que lo intentes.

—Supongo que sí —musitó ella, jugueteando con las llaves del coche—, sólo que en mi mundo tienes que jugar duro si quieres ganar, y muchas veces tienes que jugar sucio.

—En el mío también —le respondió él—, y eso jamás me detuvo. No dejes que te detenga a ti.

Fay lo miró largo rato, y finalmente le dijo con un suspiro:

—Gracias otra vez, Donavan, no te olvidaré nunca.

—No te hagas ideas raras —murmuró él con cierta aspereza—. No quiero complicaciones ni ataduras, nunca las he querido. Tu mundo y el mío son muy distintos Fay, sería como intentar mezclar agua con aceite. No intentes cambiar las cosas.

—Pensaba que eso era lo que acababas de decirme que intentara hacer —indicó ella contrariada.

—Sí, pero intenta cambiar dentro de tu mundo, no pasarte al mío. Ese tipo de cambio es imposible —le dijo con una sonrisa—. Vete a casa.

Ella quería contradecirle, pero comprendió que no serviría de nada.

—Será mejor que me vaya antes de que mi Mercedes se convierta en calabaza —suspiró—. Supongo que no querrías darme un beso de despedida, ¿verdad? —añadió enarcando las cejas esperanzada.

—Sí que querría —contestó él—, y esa es precisamente la razón por la que no lo voy a hacer —dijo cerrando la puerta del vehículo y apartándose—. Conduce con cuidado.

Fay le dedicó una larga mirada antes de poner el coche en marcha y salir a la carretera. Mientras se alejaba, vio que él también se había subido a su camioneta, y que iba justo en la dirección contraria. De pronto, sin poder explicárselo, la invadió una terrible sensación de pérdida, como si le hubieran arrancado una parte de sí misma. Y tal vez así fuera, se dijo. No recordaba otra ocasión en la que se hubiera sentido tan cercana a alguien.

Desde luego nunca había sido así con su padre y su madre. Los dos habían llevado siempre vidas independientes, y casi nunca la habían incluido en ninguna de sus actividades. Había crecido al cuidado de amas de llaves, con la única compañía de institutrices poco afables, y ningún hermano o amigo de su edad. De una niñez solitaria había pasado a una adolescencia y juventud igualmente solitarias, y sentía que a nadie le importaba realmente si era feliz o no.

Las cosas no habían cambiado después de su muerte. Su tío, Henry Rollins, había aceptado hacerse cargo de ella, y se había ido a vivir con él a Texas, pero tampoco éste parecía preocuparse demasiado por ella. No tenía una buena posición social, pero ambicionaba tenerla, y desde que ella llegara había empezado a celebrar fiestas y a conseguir que los invitaran a otras. La joven se decía que no estaba más que aprovechándose de ella como trampolín para codearse con las personas que quería, respaldado por la fortuna que ella pronto heredaría.

Sin embargo, lo de aquella noche había sido demasiado. Su tío había invitado a Sean, un asociado suyo, a cenar, y no se lo había dicho a Fay hasta el último minuto. La joven estaba harta de que día sí y día no lo llevase a la casa, en ese celestinaje descarado, y había huido de allí con el coche, sin saber siquiera dónde iba.

Lo cierto era que, aunque le echase una buena reprimenda, había valido la pena, tanto por ver a su patizambo tío correr tras el coche jadeando, como por haber conocido a un hombre como Donavan, y haber pasado un rato tan maravilloso con él. Y no sólo eso, Donavan también le había abierto los ojos en muchos aspectos. Le había hecho ver lo dócil que había sido toda su vida, y eso no le gustaba, no le gustaba en absoluto. Las cosas iban a cambiar, se prometió.