12,99 €
Noches perversas A Zacharel, el líder de uno de los ejércitos más poderosos de los cielos, sus superiores lo habían evaluado y considerado muy peligroso y despiadado. Si no tenía cuidado, corría el riesgo de perder las alas. Sin embargo, no estaba dispuesto a abandonar el mando de las misiones que tenía encomendadas… hasta que una humana vulnerable lo tentó con placeres carnales que él nunca había conocido. Ángel sin alas Se llamaba Koldo. Estaba traumatizado, pero era poderoso, y tenía un legendario control sobre sí mismo. Solo vivía para vengarse del ángel que, le había arrancado las alas. Sin embargo, si se rendía a las fuerzas del odio, se condenaría para toda la eternidad. Nicola Lane había nacido con una enfermedad cardíaca, aquella humana tan frágil demostraba una asombrosa fuerza para enfrentarse a los demonios que la acechaban y trataban de acabar con ella. Amanecer en llamas A causa de su atormentada vida, Thane tenía una insaciable necesidad de violencia, y eso le convertía en el asesino más temido de todos los cielos. Se regía por un solo código: la piedad no existía. Y, mientras concentraba toda su furia sobre su último y más reciente captor, supo que ninguna de sus batallas podía haberlo preparado para la visión de la esclava que lo rescató de las garras de su enemigo: una belleza que encendió el fuego de sus más profundos deseos. Acariciando la oscuridad Un fiero guerrero inmortal. Huésped del demonio de la Enfermedad. Un roce de Torin causaba enfermedad y muerte, y podía desencadenar una plaga en todo el mundo. El placer carnal estaba completamente prohibido para él. Ella era Keeleycael. La Reina Roja. Cuando aquella belleza consiguió escapar de un encarcelamiento que había durado siglos, el deseo que surgió entre el guerrero y ella fue abrasador.
Sie lesen das E-Book in den Legimi-Apps auf:
Seitenzahl: 2053
Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra solo puede ser realizada con la autorización de sus titulares, salvo excepción prevista por la ley.
Diríjase a CEDRO si necesita reproducir algún fragmento de esta obra.
www.conlicencia.com - Tels.: 91 702 19 70 / 93 272 04 47
Editado por Harlequin Ibérica.
Una división de HarperCollins Ibérica, S.A.
Núñez de Balboa, 56
28001 Madrid
© 2022 Harlequin Ibérica, una división de HarperCollins Ibérica, S.A.
E-pack Gena Showalter, n.º 290 - febrero 2022
I.S.B.N.: 978-84-1105-606-9
Créditos
Noches perversas
Dedicatoria
Prólogo
Capítulo 1
Capítulo 2
Capítulo 3
Capítulo 4
Capítulo 5
Capítulo 6
Capítulo 7
Capítulo 8
Capítulo 9
Capítulo 10
Capítulo 11
Capítulo 12
Capítulo 13
Capítulo 14
Capítulo 15
Capítulo 16
Capítulo 17
Capítulo 18
Capítulo 19
Capítulo 20
Capítulo 21
Capítulo 22
Capítulo 23
Capítulo 24
Capítulo 25
Capítulo 26
Capítulo 27
Capítulo 28
Capítulo 29
Capítulo 30
Capítulo 31
Capítulo 32
Capítulo 33
Publicidad
Ángel sin alas
Los editores
Dedicatoria
Cita
Prólogo
Capítulo 1
Capítulo 2
Capítulo 3
Capítulo 4
Capítulo 5
Capítulo 6
Capítulo 7
Capítulo 8
Capítulo 9
Capítulo 10
Capítulo 11
Capítulo 12
Capítulo 13
Capítulo 14
Capítulo 15
Capítulo 16
Capítulo 17
Capítulo 18
Capítulo 19
Capítulo 20
Capítulo 21
Capítulo 22
Capítulo 23
Capítulo 24
Capítulo 25
Capítulo 26
Capítulo 27
Capítulo 28
Capítulo 29
Capítulo 30
Capítulo 31
Capítulo 32
Capítulo 33
Capítulo 34
Capítulo 35
Capítulo 36
Publicidad
Amanecer en llamas
Dedicatoria
Capítulo 1
Capítulo 2
Capítulo 3
Capítulo 4
Capítulo 5
Capítulo 6
Capítulo 7
Capítulo 8
Capítulo 9
Capítulo 10
Capítulo 11
Capítulo 12
Capítulo 13
Capítulo 14
Capítulo 15
Capítulo 16
Capítulo 17
Capítulo 18
Capítulo 19
Capítulo 20
Capítulo 21
Capítulo 22
Capítulo 23
Capítulo 24
Capítulo 25
Capítulo 26
Capítulo 27
Capítulo 28
Capítulo 29
Capítulo 30
Epílogo
Publicidad
Acariciando la oscuridad
Dedicatoria
Cita
Capítulo 1
Capítulo 2
Capítulo 3
Capítulo 4
Capítulo 5
Capítulo 6
Capítulo 7
Capítulo 8
Capítulo 9
Capítulo 10
Capítulo 11
Capítulo 12
Capítulo 13
Capítulo 14
Capítulo 15
Capítulo 16
Capítulo 17
Capítulo 18
Capítulo 19
Capítulo 20
Capítulo 21
Capítulo 22
Capítulo 23
Capítulo 24
Capítulo 25
Capítulo 26
Capítulo 27
Capítulo 28
Capítulo 29
Capítulo 30
Capítulo 31
Capítulo 32
Capítulo 33
Capítulo 34
Epílogo
Glosario de personajes y términos de los Señores del Inframundo
Si te ha gustado este libro…
Querida lectora:
Me he sentido fascinada con Zacharel, el ángel glacial, desde el primer momento en que apareció en las páginas de la serie de los Señores del Inframundo, en El secreto más oscuro. Lo digo muy en serio. ¿Un guerrero inmortal a quien le resulta más fácil acabar con un enemigo que sonreír a un amigo? Sí, tenía que conocer sus secretos.
También he tenido que poner su mundo del revés, y ¡cuánto me he divertido! Lo he puesto a cargo de los seres más grandes y más malos de la creación, un ejército de ángeles que están a punto de ser expulsados para siempre de los cielos. Ha conocido a la primera mujer que le ha hecho sentir fuego en las venas, y está en peligro de perder su mayor tesoro. Y, no, no me refiero a su virginidad.
¿Qué mejor modo de comenzar mi nueva serie sobre los Ángeles de la Oscuridad?
Tendrán que hacer sacrificios, y habrá batallas entre el bien y el mal. Zacharel solo tiene una oportunidad para arreglar esto; solo una, porque es la última. Si falla, le quitarán todo aquello que le importa: su posición, su poder... e incluso su amor.
Espero que tú disfrutes tanto haciendo este viaje como he disfrutado yo escribiéndolo. Después de todo, mientras viajas, estarás en los brazos de un exquisito guerrero alado...
Con cariño,
Gena Showalter.
A Jill Monroe, por sus llamadas y correos electrónicos de ánimo, ¡y por las carcajadas!
Y quiero que conste para siempre que eres la primera.
A Sheila Fields y Betty Sanders, por la amistad, las ideas, ¡y las carcajadas!
A Joyce y Emmett Harrison, a Leigh Heldermon, a Sony Harrison, por el apoyo, el amor, ¡y las carcajadas! Sí, me encantan las carcajadas.
A Mickey Dowling y Anita Baldwin, ¡unas damas fantásticas a las que adoro!
A Kresley Dowling y Beth Kendrick; mil gracias, señoras. En realidad, eso no es suficiente. ¡Un millón de gracias, señoras!
¡Y a Kathleen Oudit y Tara Scarcello, por haber hecho un trabajo tan estupendo! ¡Magnífico!
La mañana de su décimo octavo cumpleaños, Annabelle Miller se despertó del sueño más asombroso que hubiera tenido en su vida sintiéndose como si le hubieran sacado los ojos, los hubieran sumergido en ácido y se los hubieran colocado de nuevo en las cuencas. Fue notándolo poco a poco, porque todavía tenía la mente embotada. Cuando por fin despertó completamente, todo su cuerpo se tensó y se arqueó, y un grito se le escapó de la garganta.
Abrió los ojos, pero... no había luz. Solo vio oscuridad.
El dolor se le extendió por las venas, con tanta fuerza que Annabelle pensó que iba a estallarle la piel. Se frotó la cara, incluso se clavó las uñas, pensando que podría arrancar lo que le estaba causando aquel problema, pero no había nada extraño. No tenía bultos ni arañazos. No... un momento. Sí había algo. Notó un líquido caliente en las palmas de las manos.
¿Era sangre?
Gritó de nuevo, una y otra vez, y cada uno de los gritos fue como un cristal que le rasgaba la garganta. En pocos segundos, el pánico se apoderó de ella. Estaba ciega y sangraba. ¿Se estaba muriendo?
Alguien abrió la puerta de su habitación.
–¡Annabelle! ¿Estás bien? –preguntó su madre. Después, hubo una pausa, y exclamó–: ¡Oh, nena, tus ojos! ¿Qué te pasa en los ojos? ¡Rick! ¡Rick! ¡Ven corriendo!
Se oyó una maldición y, después, unos pasos apresurados. Un segundo después, se oyó un jadeo de horror.
–¿Qué le ha pasado en la cara? –gritó su padre.
–No lo sé, no lo sé. Estaba así cuando entré en su cuarto.
–Annabelle, cariño –le preguntó su padre con ternura y preocupación–. ¿Me oyes? ¿Puedes decirme qué te ha pasado?
Annabelle intentó pedirle ayuda a su padre, pero las palabras no le salían de la garganta. Y el calor se trasladó a su pecho, provocándole chispas cada vez que le latía el corazón.
Su padre la tomó en brazos; a causa del movimiento, el dolor se intensificó, y ella gimió.
–No te preocupes, nena. Voy a llevarte al hospital y te pondrás bien, te lo prometo.
El miedo se mitigó. ¿Cómo no iba a creer a su padre? Él nunca había hecho una promesa que no pudiera cumplir y, si pensaba que se iba a poner bien, se pondría bien.
La llevó hasta el coche, que estaba en el garaje, y la tendió en el asiento trasero mientras su madre sollozaba. Esperaba que sus padres entraran también, pero... nada.
Annabelle esperó... y esperó... Los segundos pasaban con una insoportable lentitud, y, poco a poco, el aire comenzó a llenarse del olor fétido de los huevos podridos, tanto que comenzó a escocerle la nariz. Se encogió, confundida y asustada por aquel cambio.
–¿Papá? –dijo.
Sin embargo, no oyó la respuesta de su padre. Solo oyó...
Voces amortiguadas al otro lado del cristal.
El estridente sonido de unos arañazos en el metal.
Una risa sobrenatural.
Un gruñido de dolor.
–Entra, Saki –gritó su padre, con un tono de voz de terror que ella nunca le había oído–. ¡Ahora mismo!
Saki, su madre, que había empezado a gritar.
Annabelle se incorporó con un gran esfuerzo y se dio cuenta de que, por fin, el insoportable ardor que sentía en los ojos había cesado. Cuando se quitó la sangre de los párpados, vio unos pequeños rayos de luz. Pasaron varios segundos y fueron apareciendo los colores, hasta que pudo ver el garaje.
–¡Ya no estoy ciega! –gritó; sin embargo, su alivio no duró mucho.
Vio a su padre, protegiendo a su madre contra la pared más alejada, mirando hacia el coche. Tenía unos horribles cortes en las mejillas y sangraba profusamente.
¿Qué le había ocurrido?, se preguntó Annabelle con horror. No había nadie más en el garaje y...
De repente, apareció un hombre delante de sus padres.
No, no era un hombre. ¿Qué era?
Annabelle se arrastró hacia atrás, hasta que su espalda tocó con la otra puerta. Lo que había aparecido no era un hombre, sino una criatura salida de la peor de sus pesadillas. Aunque quiso gritar, no pudo. No podía tomar aire y tenía la garganta seca. Solo pudo seguir mirando, con repulsión.
La... cosa era muy alta, tanto que su cabeza tocaba con el techo. Tenía enormes huesos, los colmillos afilados, como de vampiro, y la piel de color morado, suave como el cristal. Tenía los dedos manchados de sangre. En la espalda tenía dos alas de color negro, y en la espina dorsal tenía protuberancias picudas como si fuera un reptil prehistórico. Tenía una cola terminada en algo como una cabeza de flecha de metal, también manchada de sangre, con la que golpeaba el suelo al agitarla de un lado a otro.
Aquella cosa tenía que ser lo que le había hecho las heridas a su padre.
Al darse cuenta de que seguramente iba a hacerle más daño, sintió un miedo atroz. Se arrastró hacia la ventanilla del coche y golpeó el cristal con un puño.
–¡Deja en paz a mis padres!
La bestia la miró con unos ojos de color rojo, como dos rubíes, y le mostró los colmillos con una sonrisa. Después, con un movimiento veloz, le cortó el cuello a su padre con las garras.
En un instante, la carne se rasgó y una lluvia de sangre cayó sobre la ventanilla del coche. Su padre se desplomó, agarrándose la garganta e intentando tomar aire...
Annabelle sollozó con una incredulidad que, rápidamente, se transformó en rabia.
Su madre volvió a gritar, y miró a su alrededor sin saber de dónde había salido aquella amenaza. Tenía la cara manchada de salpicaduras de sangre y se le estaban cayendo las lágrimas.
–No nos hagas daño –tartamudeó–. Por favor...
La criatura sacó una lengua bífida y se relamió, como si estuviera saboreando su miedo.
–Me gusta cómo suplicas, mujer.
–¡Ya basta! –gritó Annabelle. «Tengo que ayudarla, tengo que ayudarla», pensó. Entonces, abrió la puerta del coche y salió, pero se resbaló y cayó en un charco de sangre de su padre. No, no, no. Intentó ponerse en pie–. ¡Tienes que parar!
–¡Corre, Annabelle, corre!
Más carcajadas horrendas y, después, aquellas garras volvieron a golpear y silenciaron a su madre, que se desplomó.
Annabelle dejó de moverse y cayó al suelo nuevamente. Su madre estaba encima de su padre, retorciéndose... y, al final, quedó inmóvil.
–No, no puede ser... No...
–Oh, sí –dijo la criatura, con su voz grave y ronca.
Annabelle percibió un tono de diversión, como si el asesinato de sus padres no fuera más que un juego para la cosa.
Asesinato.
No, no podía aceptar aquella palabra. Sus padres habían sufrido una agresión, pero se recuperarían.
–Viene la policía –dijo–. Márchate. No querrás tener problemas, ¿no?
–Ummm, me encantan los problemas –dijo el monstruo, y se giró completamente hacia ella con una gran sonrisa–. Te lo voy a demostrar.
Entonces, comenzó a cortar los cuerpos de sus padres con las garras. Rasgó la ropa y la piel, aplastó los huesos y desgarró la carne y los tejidos.
Con horror, Annabelle se dio cuenta de que sus padres ya no podrían sobrevivir.
«¡Levántate! ¡Estás dejando que esa cosa mutile a tus padres! ¿Vas a dejar que te mutile a ti también? ¿Y qué pasa con tu hermano, que está arriba durmiendo, y que no sabe nada de esto?».
¡No! ¡No!
Annabelle se lanzó contra el pecho enorme y huesudo del monstruo y le golpeó la cara. El monstruo cayó hacia atrás, pero se recuperó rápidamente; la agarró, la tumbó boca arriba y la sujetó con fuerza mientras extendía las alas negras para aislarla del resto del mundo, como si solo existieran ellos dos.
Ella siguió golpeándolo sin parar. Por algún motivo, aquella criatura no le clavó las garras ni le hizo daño. De hecho, le apartó las manos e intentó... ¿besarla? Sin parar de reírse, apretó sus labios contra los de ella, le exhaló su repugnante aliento en la boca y se estremeció de placer.
–¡Basta! –gritó Annabelle, pero el monstruo aprovechó para hundirle la lengua tan profundamente que ella tuvo náuseas.
Cuando levantó la cabeza, le dejó en la cara una asquerosa sustancia blanca y caliente, y la miró con éxtasis.
–Esto sí que va a ser divertido –dijo.
Entonces, desapareció, dejando tras de sí una nube de olor pútrido.
Annabelle se quedó paralizada. Lo único que cambiaba en ella eran las emociones, que aumentaban a un ritmo alarmante. El miedo... el espanto... el dolor... Todas ellas le apretaban el pecho con tanta fuerza que estuvieron a punto de ahogarla.
«¡Haz algo!», pensó de repente. «¡Esa cosa puede volver!».
Al darse cuenta de que el monstruo podía reaparecer en cualquier momento, consiguió reaccionar. Se arrastró hacia sus padres. Los cuerpos estaban desmembrados, y ella no pudo unirlos, por mucho que lo intentara.
Aunque todo su ser se rebelaba contra ello, tuvo que dejarlos solos para intentar salvar a su hermano.
–¡Brax! –gritó–. ¡Brax!
Subió tambaleándose a la casa y llamó a la policía. Después de dar unas apresuradas explicaciones, subió las escaleras sin dejar de gritar el nombre de su hermano.
Lo encontró en su habitación, durmiendo plácidamente.
–Brax, despiértate. ¡Tienes que despertarte!
Por mucho que lo zarandeara, él no se despertó. Tan solo murmuró que le dejara dormir un poco más.
Annabelle se quedó a su lado, protegiéndolo, hasta que llegó la ambulancia. Entonces, llevó a los sanitarios hasta sus padres, pero ellos tampoco pudieron recomponer sus cuerpos.
La policía llegó poco después y, en menos de una hora, culpó a Annabelle de los asesinatos.
Cuatro años después
–¿Y cómo hace que te sientas eso, Annabelle?
Aquella voz masculina puso cierto énfasis en la palabra «sentir», y le añadió un matiz repulsivo.
Sin perder de vista a los otros pacientes que formaban el «círculo de la confianza», Annabelle giró la cabeza y miró al doctor Fitzherbert, también conocido como Fitzpervert. Era un hombre de unos cuarenta años; tenía el pelo cano, los ojos castaños y la piel bronceada, con algunas arrugas. Era delgado y medía un metro setenta y cinco centímetros; tan solo dos centímetros más que ella.
Era un hombre atractivo. Por supuesto, si no se tenía en cuenta la negrura de su alma.
Cuanto más lo miraba ella, guardando silencio, más fruncía él los labios con un gesto de diversión y desdén. Eso la enfurecía, pero no iba a demostrárselo. Nunca haría nada que pudiera agradarle, al menos voluntariamente, pero tampoco iba a acobardarse. Era un monstruo: un hombre sediento de poder, egoísta y mentiroso. Y podía hacerle daño.
Ya se lo había hecho.
La noche anterior la había drogado. En realidad, llevaba drogándola todas las noches desde que había empezado a trabajar en aquella cárcel para enfermos mentales del condado, Moffat County Institution, hacía dos meses. Sin embargo, la noche anterior la había sedado con el único propósito de desnudarla, hacerle tocamientos indebidos y fotografiarla.
«Qué chica tan guapa», decía. «Ahí fuera, en el mundo real, un bombón como tú haría que trabajara a cambio de algo tan simple como una cena. Aquí, sin embargo, estás a mi merced. Eres mía y puedo hacer lo que me apetezca... Y hay muchas cosas que me apetecen».
Annabelle todavía sentía una humillación que le encendía la sangre, pero no podía dejar entrever ni una mínima debilidad.
Durante aquellos cuatro últimos años, los médicos y las enfermeras que se habían ocupado de ella habían cambiado más veces que sus compañeros de habitación. Algunos eran buenos profesionales y otros se limitaban a cumplir unos mínimos, pero unos cuantos habían sido peor que los criminales que cumplían condena en aquel centro. Cuanto más flaqueaba, más la maltrataban aquellos empleados, así que Annabelle siempre estaba a la defensiva.
Si había aprendido una cosa durante su estancia en la prisión, era que solo podía confiar en sí misma. Sus quejas por aquellos tratos vejatorios no eran atendidas; seguramente, las autoridades pensaban que se lo merecía, si acaso llegaban a creer lo que decía.
–Annabelle –le dijo Fitzpervert–. Sabes que no se tolera el silencio.
Bien.
–Siento que estoy totalmente curada. Seguramente, deberían ponerme en libertad.
La sonrisa de diversión desapareció. Él frunció el ceño con exasperación.
–Ya sabes que no puedes contestar a mis preguntas con esa frivolidad. No te ayuda a enfrentarte a tus emociones ni a tus problemas. No ayuda a nadie de los que están aquí, tampoco.
–Ah, entonces soy muy parecida a usted –dijo. A él no le importaba en absoluto ayudar a los demás. Solo a sí mismo.
Varios de los pacientes soltaron risitas. Un par de ellos siguieron ausentes, babeando sobre sus batas.
Fitzpervert puso cara de mal humor.
–Hacerte la lista solo te va a traer problemas.
«No me importa», pensó ella. Vivía en un miedo constante. Temía las puertas cuando se abrían, las sombras y los pasos. Temía la medicación, temía a la gente y temía... otras cosas. Se temía a sí misma. ¿Qué era una preocupación más? Aunque, a aquel ritmo, sus emociones eran lo que iba a terminar con ella.
–A mí me encantaría decirle cómo me siento, doctor Fitzherbert –dijo el hombre que estaba sentado a su lado.
Fitzpervert miró al hombre; era un pirómano que había prendido fuego a un edificio de apartamentos y lo había quemado con todos sus habitantes dentro.
Mientras el grupo hablaba de sus sentimientos e impulsos, y de las maneras de controlarlos, Annabelle se distrajo observando lo que había a su alrededor. La sala era tan espantosa como su situación. Había manchas amarillentas de humedad en el techo, las paredes grises tenían desconchones y el suelo era de moqueta marrón. Los pacientes estaban sentados en incómodas sillas de metal, salvo el doctor Fitzpervert, que disfrutaba de una butaca especial.
Annabelle tenía las muñecas esposadas a la espalda. Teniendo en cuenta la cantidad de sedantes que corrían por sus venas, que la esposaran era un exceso de celo. Sin embargo, hacía cuatro semanas se había peleado salvajemente con un grupo de compañeros, y hacía dos semanas con una de las enfermeras, así que era demasiado agresiva como para poder estar en libertad. El hecho de que todo aquello hubiera sido en defensa propia no tenía importancia.
Durante los últimos trece días había estado confinada en una habitación acolchada, a oscuras, donde la privación sensorial la había vuelto loca de verdad, lentamente. Estaba tan necesitada de contacto que pensaba que cualquier interacción valdría para aliviarla, hasta que Fitzpervert la había drogado y le había hecho fotografías desnuda.
Aquella mañana, él había ordenado que la sacaran del confinamiento y que la llevaran a aquella sesión de terapia de grupo. Ella no era tonta, y sabía que él quería sobornarla para que aceptara su maltrato.
«Si mamá y papá pudieran verme ahora...».
Tuvo que contener un sollozo. La niña dulce a quien ellos habían querido estaba muerta y, dentro de ella vivía un fantasma. En los peores momentos, recordaba cosas que no debería recordar.
«Prueba esto, cariño. Es lo mejor que he guisado en la vida».
A su madre le encantaba probar recetas nuevas y mejorarlas.
«¿Lo has visto? ¡Los Sooners han marcado otro gol!».
Su padre era muy aficionado al fútbol americano. Había asistido a la Universidad de Oklahoma durante tres semestres y nunca había cortado aquellos lazos.
No podía permitirse el lujo de pensar en su padre y en su madre, en lo maravillosos que habían sido... Pero tampoco podía evitarlo. La imagen de su madre le ocupó la mente. Vio su melena, tan negra que parecía azul, y que ella había heredado. Los ojos rasgados y dorados, como habían sido los suyos. La piel dorada, sin un solo defecto. Saki Miller, de soltera Saki Tanaka, había nacido en Japón, pero se había criado en Georgetown, en Colorado.
Los padres de Saki, que eran una pareja muy tradicional, se habían asustado cuando su hija y Rick Miller, un blanco, se habían enamorado y se habían casado. Él había vuelto de la universidad para las vacaciones, había conocido a Saki y había vuelto definitivamente a la ciudad para estar con ella.
Annabelle y su hermano eran una mezcla de las razas de sus padres. Tenían el pelo y la piel de su madre, y la forma de su rostro, pero tenían la estatura y la esbeltez de su padre.
Aunque los ojos de Annabelle ya no eran los de Saki, ni los de Rick.
Después de aquella espantosa mañana en el garaje, después de que la arrestaran y la condenaran a cumplir cadena perpetua en un hospital penitenciario para enfermos mentales, le había costado reunir el valor suficiente para poder mirarse al espejo y, cuando por fin lo había conseguido, se había quedado asombrada por lo que había visto. Tenía los ojos del color del hielo, un azul cristalino, sobrenatural, sin ápice de humanidad. Y lo peor de todo era que podía ver cosas con aquellos ojos, cosas que nadie debería tener que ver nunca.
Y... en aquel momento, mientras las personas del círculo de confianza seguían hablando, aparecieron dos criaturas a través de la pared más alejada del grupo. A Annabelle se le aceleró el pulso. Miró a sus compañeros de terapia, esperando ver sus caras de pánico, pero nadie se percató de la presencia de los recién llegados.
¿Cómo era posible? Una de las criaturas tenía el cuerpo de caballo y torso de hombre. En vez de piel, estaba recubierto de una fina capa de metal plateado; los cascos de las patas equinas eran de color cobrizo, probablemente también de metal, y terminaban en una punta afilada.
Su compañero era de menor estatura y tenía los hombros encorvados y terminados en forma de cuerno, y las piernas torcidas. Llevaba tan solo un taparrabos, y tenía el pecho arrugado, musculoso y lleno de cicatrices.
La habitación se llenó de olor a huevos podridos, tan familiar como horrible para Annabelle. El pánico y la ira se apoderaron de ella, pero sabía que no podía permitir que la dominaran, porque le impedirían concentrarse y utilizar los reflejos, sus únicas armas.
Necesitaba armas.
Las criaturas eran de todos los colores y las formas, y de ambos sexos, pero todos tenían una cosa en común: siempre iban por ella.
Todos los médicos que la habían tratado habían intentado convencerla de que aquellos seres solo eran producto de su imaginación, alucinaciones. Para explicar las heridas que le causaban las criaturas, decían que ella misma se las infligía. Algunas veces, ella llegaba a creerlos, pero eso no le impedía luchar. Nada podía impedírselo.
Los monstruos la miraron y sonrieron, mostrando los colmillos.
–Mía –dijo Caballo.
–No. ¡Mía! –respondió Cuernos.
–Solo hay una manera de resolver esto –dijo Caballo, relamiéndose de impaciencia–. ¡De la manera divertida!
–Diversión –dijo Cuernos, asintiendo.
«Diversión» significaba que iban a darle una paliza. Por lo menos, no intentarían violarla.
«¿Es que no se da cuenta, señorita Miller? El hecho de que las criaturas no la hayan violado demuestra que solo son alucinaciones. Su mente les impide hacer algo que usted no podría soportar».
Como si ella pudiera soportar el resto de las cosas.
«Entonces, ¿cómo explica usted las heridas que me hacen?».
«Hemos encontrado las herramientas que tenía escondidas en su habitación. Un martillo que todavía no sabemos de dónde ha podido salir y pedazos de cristal. ¿Quiere que continúe?».
Sí, pero todo aquello era para defenderse, no para mutilarse a sí misma.
–¿Quién va primero? –preguntó Caballo.
–Yo.
–No, yo.
Siguieron discutiendo, pero aquella discusión no iba a durar mucho. Nunca duraba mucho. Ella se echó a temblar a causa de una descarga de adrenalina.
Aunque los otros pacientes no sabían lo que estaba pasando, todos percibieron su cambio de estado de ánimo. Comenzaron a gruñir y a refunfuñar. Hombres y mujeres, viejos y jóvenes, se retorcieron en sus asientos. Querían huir.
Los guardias que había a la salida de la habitación se pusieron alerta, sin saber exactamente quién era el culpable.
Fitzpervert sí lo sabía, y frunció el ceño.
–Annabelle, parece que estás alterada. ¿Por qué no nos dices qué es lo que te pasa? ¿Te has arrepentido de la reacción que has tenido antes?
–Váyase a la mierda, Fitzpervert –dijo ella, y siguió mirando a los monstruos. Eran una amenaza mucho peor–. Ya te llegará el turno.
Él tomó aire bruscamente.
–No puedes hablarme así.
–Tiene razón, lo siento. Quería decir «váyase a la mierda, doctor Fitzpervert».
–Es guerrera –dijo Caballo con alegría.
–Será muy divertido hacerla pedazos –añadió Cuernos, riéndose.
–¡Siempre y cuando sea yo quien lo haga!
Y así comenzó otra discusión.
Annabelle vio por el rabillo del ojo que el médico avisaba a uno de los guardias, y supo que el tipo la agarraría por la mandíbula con fuerza y le estrecharía la cara contra su estómago para inmovilizarla. Aquella era una posición degradante que humillaba y acobardaba, y que le facilitaba a Fitzherbert inyectarle otro sedante.
Tenía que actuar rápidamente; sin pensarlo dos veces, se levantó de un salto, agarró la silla y se la colocó delante, a modo de escudo.
Y lo hizo en el momento más oportuno: justo cuando el guardia intentaba agarrarla.
Se giró hacia la izquierda y le dio un golpe con la silla en el estómago. A él se le escapó todo el aire de los pulmones, y se inclinó hacia delante debido al dolor. Entonces, Annabelle le golpeó la cabeza y él cayó al suelo sin conocimiento.
Algunos de los pacientes comenzaron a gritar de angustia, pero otros la vitorearon. Fitzpervert se colocó detrás del otro guardia para que le sirviera de parapeto y avisó a los refuerzos apretando un botón. Se disparó la alarma, y los pacientes, que ya estaban desconcertados, se pusieron frenéticos.
Las criaturas ya no se conformaban con pelearse a un lado; iban hacia ella, lentamente, provocándola.
–Oh, las cosas que te voy a hacer, niña.
–¡Oh, cuánto vas a gritar!
Cada vez estaban más cerca. Casi podía golpearlos. Giró sobre sí misma con fuerza, pero falló. Los monstruos se echaron a reír, se separaron e intentaron agarrarla.
Ella apartó un par de manos con un golpe de la silla, pero el otro se las arregló para arañarle el hombro. Annabelle se estremeció de dolor, pero lo ignoró y siguió girando. Sin embargo, solo golpeó el aire.
Las risotadas cada vez eran más intensas, y las criaturas también giraban a su alrededor, intentando alcanzarla constantemente.
Cuando Caballo se situó delante de ella, Annabelle le incrustó la silla por debajo de la barbilla, hizo entrechocar sus dientes y enviándole el cerebro, si acaso lo tenía, hacia la parte superior del cráneo. Al mismo tiempo, movió la pierna hacia atrás y le dio una patada en el estómago a Cuernos, que estaba a su espalda. Los dos monstruos se apartaron tambaleándose de ella. La sonrisa se les había borrado de la cara, por fin.
–¿Eso es todo lo que tenéis? –les preguntó Annabelle, para provocarlos.
Lo que tenía ella eran dos minutos más. Después, los guardias llegarían y la inmovilizarían, y Fitzpervert la sedaría. Annabelle quería terminar antes con aquellas criaturas.
–Vamos a averiguarlo –respondió Caballo con un siseo. Abrió la boca y rugió, y su espantoso aliento creó un viento imparable que empujó al pirómano contra Annabelle.
Seguramente, a todos los demás les pareció que el tipo iba hacia ella por voluntad propia, para sujetarla. Otro giro, y la silla lo lanzó a través de Caballo, como si el monstruo no fuera más que una neblina. Aquellas criaturas solo eran tangibles para ella.
En algún momento, Cuernos había conseguido situarse tras ella, y pudo arañarle de nuevo el hombro, que ya le sangraba.
El dolor ya no le resultaba soportable.
Se le empañaron los ojos. Oyó unas risotadas a su espalda, y supo que Cuernos estaba preparado para clavarle de nuevo las zarpas. Ella se echó hacia delante para salir de su alcance, pero tropezó.
Caballo la agarró por los antebrazos e impidió que cayera de bruces, pero le dio un puñetazo en la cara. Más dolor. Sin embargo, cuando él alzó las manos para darle otro golpe, ella ya estaba preparada. Alzó la silla y la sujetó contra su barbilla, de modo que él se rompió los nudillos contra el metal del asiento, no contra su cara. Su aullido de dolor reverberó por la habitación.
Annabelle oyó pasos a sus espaldas y dio una patada hacia atrás. Antes de posar el pie en el suelo, giró y estiró la otra pierna; con los tobillos entrelazados, le dio un golpe con ambos pies en el estómago. Cuando cayó al suelo, intentando tomar aire, ella le golpeó con la silla y le clavó el borde metálico en la tráquea.
Alrededor del monstruo se formó un charco de sangre negra que hizo borbotones en el suelo. Se elevó un vapor fétido que impregnó el aire.
Solo quedaba un minuto.
«Máximo daño», pensó.
Caballo la insultó con ira. Se acercó a ella de dos zancadas e intentó golpearla con los puños, pero ella esquivó los puñetazos agachándose y protegiéndose detrás de la silla y, a la vez, golpeándolo a él.
–¿Por qué habéis venido por mí? ¿Por qué? –le preguntó.
–Por diversión. ¿Por qué, si no?
Siempre hacía la misma pregunta, y siempre recibía la misma respuesta, aunque sus oponentes fueran distintos. Las criaturas solo aparecían una vez y, después de hacer estragos, desaparecían para siempre. Si sobrevivían.
Ella había llorado después de matar por primera vez, y por segunda y tercera, pese a que aquellos monstruos solo querían hacerle daño. Quitar una vida era horrible, fuera por el motivo que fuera. Oír el último aliento... ver apagarse la luz de los ojos de alguien... y saber que ella era la responsable... Sin embargo, en algún momento, el corazón se le había endurecido tanto que había dejado de llorar.
Por fin, llegaron los guardias. La atacaron por la espalda y la tiraron al suelo; al caer, ella se golpeó en la mejilla que ya tenía herida. Sintió un dolor agudo y notó el sabor metálico de la sangre en la boca. Vio luces brillantes y, poco a poco, fue quedándose ciega...
Aquella ceguera le provocó pánico; hizo que reviviera la mañana más espantosa de su vida.
–¡Soltadme! ¡Soltadme!
Una rodilla se hundió entre sus omóplatos, otra en su espalda y otra en la parte trasera de sus rodillas, y un montón de dedos se le clavaron en el cuerpo, hasta los huesos.
–Estate quieta.
–¡He dicho que me soltéis!
Caballo debía de haber huido, porque, de repente, el olor a podredumbre se convirtió en olor a beicon y a loción de afeitar, y ella sintió un aliento caliente en la mejilla. Se controló para no estremecerse, porque no quería que el doctor notara la repugnancia que le causaba tenerlo tan cerca.
–Ya está bien, Annabelle –le dijo Fitzpervert.
–No, nunca será suficiente –replicó ella, con toda la calma que pudo.
Él chasqueó la lengua.
–Deberías haber sido agradable. Yo podía haberte ayudado. Ahora, duerme –dijo.
–Ni se le ocurra...
Entonces, Annabelle notó un pinchazo en el cuello y, en un segundo, se quedó sin fuerzas. Aunque detestaba aquella sensación de impotencia y sabía que Fitzpervert iba a visitarla más tarde, aunque luchó para que no sucediera, la oscuridad se la tragó al instante.
«¡Mírame, Zacharel! ¡Mira qué alto vuelo!».
«Lo estás haciendo muy bien, Hadrenial. Estoy orgulloso de ti».
«¿Crees que puedo dar una voltereta sin caerme al suelo?».
«Claro que puedes. Puedes hacer cualquier cosa».
Se oyó una risa tan dulce como un tintineo.
«Pero si ya me he caído tres veces».
«Eso significa que ya sabes lo que no tienes que hacer».
«¿Señor? ¿Alteza? ¿Estáis escuchándome?».
Aquella última pregunta sacó a Zacharel del pasado, de la única luz brillante que había tenido en la vida, y lo llevó de nuevo al presente. Miró a Thane, el segundo al mando de su ejército de ángeles. El mismo Thane se había atribuido aquel puesto y, pese a la actitud del guerrero, él no se lo había discutido. En realidad, era el mejor guerrero de todo el grupo, aunque eso tampoco fuera decir mucho.
Todos los ángeles de su ejército habían puesto a prueba la paciencia de la Deidad, su rey. Todos habían transgredido tantas reglas y habían violado tantas leyes que resultaba milagroso que todavía conservaran las alas.
Zacharel carraspeó.
–Estoy escuchando, sí.
–Mis más sinceras disculpas si os he aburrido –dijo Thane, con sorna.
–Acepto tus disculpas.
–Os he preguntado si estabais listo para que ataquemos.
–Todavía no.
Thane estaba a su lado con las alas desplegadas, pero sin tocar a Zacharel. A ninguno de los dos le gustaba que lo tocaran. Por supuesto, Thane siempre hacía excepciones con las féminas con las que se acostaba, pero Zacharel no hacía excepciones con nadie.
–Estoy impaciente por luchar, Majestad. Todos lo estamos.
–Ya te he dicho que no me llames así. Y, con respecto a tu petición, esperarás tal y como he ordenado. Todos vais a esperar.
Cualquier desobediencia sería castigada. El castigo era un concepto que él había llegado a entender bien solo recientemente.
Todo había empezado pocos meses antes. Había recibido una llamada de la Deidad para que acudiera a su templo, un santuario sagrado que pocos ángeles podían visitar. Durante aquel encuentro, sin precedentes para él, de sus alas blancas habían empezado a caer copos de nieve, y habían formado una tormenta que era señal del disgusto de la Deidad. Las palabras de la Deidad, aunque pronunciadas con suavidad, habían sido tan glaciales como una nevada.
Según la Deidad, Zacharel tenía una grave disociación de las emociones, y eso había provocado muchos daños colaterales en sus batallas con los demonios. En varias ocasiones, había decidido matar a su enemigo a expensas de una vida humana, y aquel comportamiento era inaceptable.
Él se había disculpado, aunque no lamentara sus acciones, pero solo había conseguido enfurecer al único ser que tenía el poder de destruirlo. En realidad, no entendía el atractivo ni la utilidad que podían tener los humanos. Eran frágiles y decían que todo lo que hacían era por amor.
Amor. Zacharel frunció el labio superior con desprecio. Como si los mortales supieran algo sobre el amor desinteresado. Ni siquiera él lo sabía. Hadrenial sí lo sabía. Sin embargo, Zacharel ya no iba a pensar más en él.
La Deidad le había dicho que su disculpa no servía de nada. La Deidad tenía la capacidad de ver la oscuridad de su alma.
«Debería quitarte las alas y la inmortalidad, y enviarte al mundo de los mortales, donde no podrás ver a los demonios que viven entre nosotros. Y, si no puedes verlos, no podrás luchar contra ellos como acostumbras. Y, si no puedes luchar contra ellos, no podrás matar a los humanos que están a su alrededor. ¿Es eso lo que deseas, Zacharel? ¿Vivir entre los caídos y lamentarte por haber perdido la vida que tenías?».
No, no quería nada de eso. Zacharel vivía para matar demonios. Si no podía verlos y luchar contra ellos, estaba mejor muerto. Una vez más, había expresado su arrepentimiento.
«Ya te has disculpado muchas veces por este crimen ante el Alto Consejo Celestial, Zacharel, pero no has cambiado. Y, de todos modos, mis consejeros me aconsejaron que fuera benevolente contigo. Después de todo lo que has sufrido, esperaban que con el tiempo encontraras tu camino. Sin embargo, has fracasado una y otra vez y no has cumplido las órdenes del Consejo; ellos ya no pueden pasar por alto tus transgresiones. Ahora me veo en la obligación de intervenir, porque yo también respondo ante un poder más grande, y tus actos me dejan en muy mal lugar».
En aquel momento, Zacharel supo que no iba a poder librarse del castigo.
«Tal y como tú has demostrado, hablar es fácil, pero cumplir lo que se dice es difícil», continuó la Deidad. «Ahora, tendrás que portar la expresión física de mi infelicidad, de modo que nunca olvides este día».
«Como deseéis», respondió él.
«Pero, Zacharel... no dudes que te esperan cosas peores si vuelves a desobedecerme».
Él le había dado las gracias a su Deidad por la oportunidad de mejorar, y lo había dicho de corazón. Hasta su siguiente batalla. Había herido y matado a muchos humanos sin el menor escrúpulo, porque ellos habían matado a Ivar, uno de los Siete de la Élite de la Deidad. Un guerrero de fuerza y habilidad inimaginables.
El hecho de que sus acciones fueran una venganza no había tenido ninguna importancia; el Más Alto tendría que decidir cómo podía solucionar aquella situación, y el Más Alto era el poder ante el que debía responder la Deidad de Zacharel. Su palabra era ley. Zacharel debería haber demostrado paciencia.
Al día siguiente, la Deidad lo había llamado de nuevo a su presencia y le había impuesto el castigo:
Zacharel debería dirigir, durante un año, a un ejército de ángeles como él. Los ángeles a los que nadie quería bajo su mando, los rebeldes, los atormentados. Debía enseñarles el respeto que él mismo no había demostrado nunca: respeto hacia su Deidad y respeto por la vida humana. Y también debía tomarse muy en serio sus responsabilidades, puesto que él mismo tendría que asumir las consecuencias de los actos de sus guerreros.
Si alguno de sus ángeles mataba a un humano, él sufriría una tanda de latigazos.
Ya había sufrido ocho.
Al final de aquel año, si las buenas acciones de Zacharel eran más que las malas, todos sus ángeles y él podrían quedarse en el cielo. Si las malas acciones superaban a las buenas, todos sus ángeles y él perderían sus alas y caerían a la tierra.
Claramente, la Deidad estaba haciendo limpieza. Así podría deshacerse de todos los dolores de cabeza de una vez por todas, y ningún miembro del Consejo podría acusarlo de ser cruel o injusto, porque les había dado a los rebeldes un año lleno de oportunidades de redención.
Así que allí estaban Zacharel y su ejército, ocupados en tareas que estaban muy por debajo de su capacidad. Sobre todo, liberando a los humanos poseídos por demonios, ayudando a los que sufrían la influencia demoníaca y tomando parte en alguna batalla.
Aquella noche iban a llevar a cabo su décima novena misión, aunque solo sería su tercer combate. Cada uno de aquellos combates había terminado peor que el anterior, porque, por mucho que Zacharel amenazara a sus soldados, parecía que ellos disfrutaban mucho desobedeciendo sus órdenes. Se burlaban de él. Lo insultaban. Se reían en su cara.
Él no entendía su comportamiento. Aquel año también era su última oportunidad, y tenían mucho que perder. ¿No deberían buscar su favor?
–¿Ya? –preguntó Thane ansiosamente. Su voz era casi un susurro. Hacía mucho tiempo, le habían cortado la garganta una y otra vez, hasta que sus cicatrices se habían convertido en un collar permanente.
–No, todavía no. Lo digo en serio.
–Si no ordenáis pronto el ataque...
Ellos actuarían de todos modos.
–¿Es que a nadie le importa padecer mi ira? –respondió malhumoradamente.
Miró hacia abajo, hacia el centro penitenciario para enfermos mentales del condado, Moffat County Institution. Estaba escondido entre las montañas de Colorado. El edificio era alto y ancho, y estaba rodeado de una alambrada de espino electrificada. Había guardias armados patrullando por el parapeto y por el patio. Los grandes focos halógenos que había en todos los rincones eliminaban todas las sombras.
Lo que no podían ver los guardias, por muy intensa que fuera la iluminación, era a los cientos de demonios que reptaban por el vallado, intentando colarse al interior desesperadamente.
Pero, como los guardias, los demonios tampoco podían ver la amenaza que se cernía sobre ellos. Los veinte soldados que estaban al mando de Zacharel permanecían escondidos. Sus alas, que eran de color blanco y dorado, se habían teñido de un color ónice, y el cielo se reflejaba en ellas. Aquel cambio no requería ningún esfuerzo; podía llevarse a cabo con una simple orden mental. Aparte de eso, sus túnicas angélicas se habían convertido en camisas y pantalones negros adecuados para el combate que se ajustaban a sus cuerpos musculosos.
–¿Por qué habrán decidido los demonios conquistar este lugar? –preguntó Zacharel.
Los demonios llevaban intentándolo durante años, y había sido imposible aniquilarlos. Cuando los ángeles terminaban con un grupo de ellos, llegaba una nueva hornada. Ninguno de los ejércitos de ángeles que se había hecho cargo de la tarea había podido averiguar el motivo. Podría ser porque a ninguno de los ángeles le importaba ayudar a los humanos que estaban dentro, o porque la misión siempre había terminado en una batalla. Fuera cual fuera la causa, Zacharel no pensaba cometer el mismo error. No podía.
Thane lo miró fijamente con sus ojos de color zafiro. Tenía el pelo rubio y rizado, algo que le confería un aire inocente, y un rostro que, de alguna manera, resultaba más diablesco que angelical. El contraste entre la inocencia y lo carnal podía resultar algo hipnótico; al menos, eso era lo que había oído decir Zacharel. Las féminas, tanto humanas como inmortales, se lanzaban a los brazos de Thane, que no mantenía en secreto su deseo sexual cuando se revelaba ante aquellas que, supuestamente, no deberían saber que él estaba allí. Sobre todo, teniendo en cuenta que sus deseos estaban al borde de lo peligroso... y de lo inaceptable.
La mayoría de los ángeles pertenecientes a su Deidad, fueran guerreros o portadores de alegría, eran inmunes a los deseos carnales, como Zacharel. Sin embargo, la mayoría de ellos no habían sido capturados por una horda de demonios y torturados durante semanas, como Thane.
Zacharel suponía que, si alguien vivía tanto tiempo como ellos, y pasaba tantos años en la guerra, iba a aprender el verdadero significado del dolor e iba a buscar refugio en el placer que pudiera encontrar.
Xerxes y Bjorn, que eran tan astutos y fuertes como Thane, también habían sido atrapados y torturados. El trauma y el horror de aquella experiencia los unía, y se habían vuelto inseparables.
–El mal ansía la compañía de otros males. Está desesperado por destruir cualquier cosa que merezca la pena salvar –dijo Thane, permitiendo, por una vez, que su sabiduría reemplazara a su irreverencia–. Tal vez alguien los haya convocado desde el interior.
Tal vez. De ser así, la batalla se había convertido en un dilema. Convocar a los demonios estaba terminantemente prohibido, y el castigo por hacerlo era la muerte. Esa muerte no sería un daño colateral, sino un daño intencionado, pero Zacharel no sabía cómo iba a reaccionar su Deidad ante tal asesinato.
Los humanos solo causaban problemas. No tenían ni idea de los poderes tan oscuros con los que estaban jugando. Aquellos poderes podían parecerles muy excitantes al principio, pero terminarían destruyéndolos.
–Ninguno de los demonios ha conseguido entrar al edificio –dijo–. Tengo curiosidad por saber el motivo.
–No me había dado cuenta, pero ahora veo que tenéis razón, Majestad.
Zacharel no reaccionó.
–Captura a uno de los demonios y llévalo a mi nube para que lo interrogue.
–Será un placer –dijo Thane. Por mucho que le gustara tener orgías con sus amantes, le gustaba mucho más torturar a los demonios–. ¿Algo más, mi señor?
Zacharel tampoco reaccionó.
–Sí. Cuando dé la señal, el ejército puede atacar, pero quiero que Bjorn lleve al demonio más fiero que encuentre al tejado, ahora mismo –dijo.
Podría haberles dado las órdenes a todos sus soldados a través de la mente, como podían hacer todos los comandantes, pero si lo hubiera hecho, habría tenido que permitir que las voces de los otros ángeles entraran en su mente, y no quería dar pie a aquella intimidad.
Thane sonrió con deleite.
–Consideradlo hecho.
Antes de que Thane se marchara, Zacharel añadió:
–Seguro que no tengo que recordarte que no se puede herir a ningún humano durante la batalla. Si tenéis que dejar escapar a algún demonio con tal de salvar una vida humana, hacedlo. Ocúpate de que los demás se enteren bien.
Al principio, a él no le importaba que sus hombres optaran por destruir una vida humana con tal de acabar con un demonio. Después de sufrir su tercera tanda de latigazos por un crimen que él no había cometido, había empezado a importarle.
Hubo un par de segundos de silencio. Después, Thane dijo:
–Sí, por supuesto, comandante supremo de los indignos.
Y desapareció.
Un minuto más tarde, una espada de fuego apareció en la mano de cada uno de los ángeles que estaban rodeando el edificio. Las llamas eran más intensas y mucho más puras que las del infierno. La luz de color ámbar iluminó la cara de determinación de los ángeles... Y comenzaron a oírse gritos de dolor y de muerte. Los cuerpos escamados y decapitados de los demonios comenzaron a caer de los muros de la prisión.
Por supuesto, no habían esperado su señal. Tendría que ocuparse de eso más tarde.
Aunque él habría disfrutado matando demonios junto a sus hombres, se limitó a aguardar el momento preciso, porque aquella noche buscaba una presa más grande. Por fin se abrió un camino, y él se deslizó hacia abajo y aterrizó elegantemente sobre el borde plano del tejado. Plegó las alas y oyó una voz a sus espaldas:
–El demonio, tal y como habéis ordenado, Majestad.
Una bestia enorme cayó inerte a sus pies. Tenía las zarpas llenas de veneno, y un par de cuernos grandes en los hombros. En las piernas tenía parches de pelo y escamas.
Sin embargo, había un ligero problema: el demonio no tenía cabeza.
–Este demonio está muerto.
Hubo una ligera pausa, y Bjorn respondió:
–Thane nos dio vuestra orden verbalmente. En esta ocasión, no habéis especificado vuestras preferencias.
–Cierto –dijo Zacharel. Debería haber tenido más cuidado.
–¿Debo traer otro demonio, o pensáis reprenderme por vuestro propio error, Majestad? –preguntó Bjorn con una ironía bastante amarga.
Bjorn era un hombre enorme, con la piel dorada y los ojos de color morado, rosa, azul y verde. Un contraste asombroso.
Después de que lo rescataran de las garras de los demonios, aquel ángel había descargado su ira de una manera brutal e indiscriminada en los cielos. Por sus pecados, el Alto Consejo Celestial lo había declarado inestable y lo había retirado del servicio. Como su caída les había parecido un castigo demasiado benevolente, lo habían condenado a muerte.
Thane y Xerxes habían protestado. Habían exigido que el guerrero recuperara su puesto y habían prometido que ellos aceptarían la responsabilidad si surgían otros problemas. También habían jurado que se matarían si los separaban de su amigo.
El Consejo había cedido, finalmente. Con la intensa actividad demoníaca que asolaba el mundo, los guerreros de su calibre eran muy necesarios. Sin embargo, Zacharel dudaba que tal amenaza volviera a surtir efecto.
–No habrá reprimenda –dijo.
Bjorn pestañeó de la sorpresa.
Zacharel miró a un demonio serpiente que intentaba deslizarse por el borde del tejado sin ser visto. Las sierpes poseían la cabeza y el torso de un humano, pero la parte inferior de su cuerpo era de serpiente. Tenían el temperamento de ambas especies.
Zacharel se inclinó por la barandilla y agarró al demonio por la cola de cascabel. La sierpe se retorció y mostró los colmillos, con los brazos en alto para atacar a quien se hubiera atrevido a detenerlo. Zacharel siguió sujetándolo con fuerza; se enroscó su cuerpo inferior en el antebrazo y, con la mano libre, agarró a la criatura por el cuello y apretó con fuerza.
El demonio abrió mucho los ojos rojizos, con temor, mientras intentaba arañarlo con las zarpas.
–Zacharel no, ¡cualquiera menos Zacharel! Vuelvo, vuelvo, lo juro.
Por fin alguien mostraba respeto a su autoridad.
–Este me vale –le dijo a Bjorn–. Puedes continuar con tu tarea.
El ángel inclinó la cabeza, aunque se había quedado confuso. Sin embargo, no dijo nada más y volvió a la batalla.
–¡Porrr favorrr! ¡Me voy!
Tal vez los demonios no hubieran podido entrar en el edificio por algún motivo, pero él no tenía ese problema. Se convirtió en niebla e hizo lo mismo con la sierpe, y los trasladó a los dos, a través de la piedra, al piso bajo del edificio.
La sierpe olvidó quién lo estaba agarrando y suspiró de felicidad mientras se estiraba hacia el techo.
–Es hora de que me divierrrta...
Zacharel arrojó al demonio al suelo pulido del vestíbulo. Había muchos guardias de seguridad patrullando por la zona, y varias féminas humanas en el mostrador de recepción, pero ni uno solo de ellos vio a los recién llegados.
La sierpe comenzó a trepar por la pared, atravesó el techo y desapareció. Seguir su rastro resultó fácil. Zacharel ascendió por las plantas del edificio a un paso del demonio. Al final, la sierpe dejó de trepar y entró en una de las habitaciones de la planta número catorce.
La habitación estaba acolchada con una tela de color negro y no tenía ventanas. Solo había una rejilla de ventilación en el techo, y por ella entraba un viento helado. Allí solo había una camilla y, tumbada sobre ella, una joven atada con correas.
A Zacharel se le tensaron todos los músculos del cuerpo. Por un momento, el pasado estuvo a punto de volver y engullirlo.
«Mátame, Zacharel. Tienes que matarme. Por favor».
Hacía mucho tiempo que había construido una barrera para contener sus recuerdos del pasado, y parecía que siempre iba a necesitarla. En aquel momento, reforzó aquella barrera y se concentró en el presente.
A primera vista, parecía que la mujer estaba dormida; sin embargo, movió la cabeza hacia un lado, como si estuviera mirando al demonio de la pared. Aunque, supuestamente, no debería verlo, comenzó a emitir vibraciones de horror, miedo e ira.
¿Acaso ella, que no era más que una humana, había notado la presencia de la sierpe?
Zacharel la observó. Llevaba un camisón muy fino que estaba sucio y rasgado, y temblaba. Era esbelta y tenía el pelo largo y enredado, tan negro que los mechones parecían azules. Su rostro era delicado, pero tenía unas ojeras muy profundas y las mejillas demacradas, por no mencionar que estaba magullada y arañada. Tenía los labios rojos, resecos. Sus ojos eran de color azul, como el hielo, y en sus profundidades, él vio una tormenta de dolor que ningún mortal podría soportar.
Aquellos ojos no eran los ojos de un ser humano. Eran los ojos de la consorte de un demonio.
En algún lugar había un señor de los demonios que consideraba a aquella humana de su exclusiva propiedad. Consideraba que era suya y podía poseerla y torturarla, y disfrutar de ella a su gusto. El demonio le había envenenado los ojos, la había marcado, y se había asegurado de que ella pudiera ver el mundo espiritual que coexistía con el mundo mortal.
Aquella mortal tenía que haber participado voluntariamente en la marcación, porque a los humanos no podía forzárseles a aceptarla. Se les podía engañar, o seducir, para que ansiaran iniciarse en las artes oscuras, pero no forzarles.
¿Se habría cansado el demonio de ella? ¿Por qué estaba allí, sin él? No, no era posible; un demonio nunca se cansaba de su humano. Se quedaba a su lado hasta el final, o hasta que el humano despertaba y obligaba al demonio a que se marchara.
Entonces, ¿por qué no la había matado y había intentado ocultar su crimen? Los emparejamientos entre demonios y mortales estaban prohibidos, y violar aquella prohibición se castigaba con la pena de muerte, tanto para el humano como para el demonio. Sin embargo, ni Zacharel ni sus hombres iban a matar a aquella fémina; no podía haber daños colaterales.
–Apártate de mí –dijo ella, y Zacharel la miró. Tenía la voz muy ronca, o a causa de la medicación, o a causa del estrés–. Soy una enemiga terrible.
Para ser alguien que había accedido a vincular su vida a la de un demonio, no parecía que estuviera muy satisfecha con el resultado. Él estaba casi seguro de que la habían engañado, o seducido, y de que se arrepentía de haberlo permitido.
La mayoría de los humanos no aprendían la lección hasta que era demasiado tarde, pero no siempre tenía por qué ser así.
–Te haré daño si te acercas más –dijo la chica.
Claramente, tenía familia japonesa, pero en su voz no se detectaba el más mínimo acento.
–Hazme daño, mujerrr... Por favorrr –respondió la sierpe–. Essso esss lo que quiero... Antes de comerr...
–Si me tocas, voy a soltarme y a cortarte la cabeza. Ya he decapitado a otros de tu raza, ¿sabes? Tal vez fueran amigos tuyos...
Una respuesta interesante, que iba más allá del arrepentimiento.
Aquellas palabras tan valientes provocaron un silbido de impaciencia.
–Mientesss... Mientesss... Es deliciosso que mientasss...
La muchacha miró a su izquierda y a su derecha, como si estuviera buscando algo que pudiera ayudarla a desatarse. Aunque podía ver a la sierpe, no podía verlo a él. Eso no era exactamente una revelación; si él no deseaba que lo vieran, no lo verían. Ni un demonio, ni la consorte de un demonio, ni siquiera los otros ángeles.
Zacharel tenía curiosidad por ver cómo reaccionaba al verlo, así que se materializó al mismo tiempo que creaba de la nada una espada de fuego. Sin apartar la vista de la fémina, decapitó al demonio de un solo golpe. Sí, matar era fácil para él. Apagó las llamas.
–¿Qué...? ¿Cómo...? –aquellos ojos cristalinos lo encontraron, y se abrieron de par en par. Comenzaron a castañetearle los dientes–. ¿Estoy soñando? ¿Es por la medicación? Sí, claro. Tiene que ser eso.
–No, no estás soñando.
–¿Seguro? Te pareces al príncipe que una vez yo... eh... no importa.
–Sí, estoy seguro.
–Entonces, ¿quién eres? ¿Qué eres? ¿Cómo has entrado?
Pese a sus preguntas, parecía que ella sabía que él no era como la criatura a la que acababa de matar. Los demonios hacían todo lo posible por provocar miedo. Los ángeles hacían todo lo posible por proporcionar un sentimiento de paz. Al menos, eso era lo que se suponía.
–¿Qué eres? –volvió a preguntar la muchacha–. ¿Has venido a matarme?
«Mátame, Zacharel. Tienes que matarme. Por favor. ¡Ya no puedo seguir viviendo así! Es demasiado duro. ¡Por favor!».
Zacharel puso la mente en blanco para no seguir recordando el pasado. Aunque no le debía ninguna explicación a la fémina, aunque ella era la consorte de un demonio y, por lo tanto, no era digna de confianza, dijo:
–No, no voy a matarte. Soy un ángel.
Como en el caso del resto de los ángeles de su Deidad, la voz de Zacharel tenía un innegable tono de verdad. Y, típico de su especie, ella se estremeció al percibir su pureza. Sin embargo, no tenía capacidad para dudar de él.
–Un ángel –dijo–. ¿Un ángel del cielo, uno de esos seres defensores del bien?
Bien, tal vez sí pudiera dudar de él. Su tono de voz había sido desdeñoso. Sin embargo, a Zacharel le pareció interesante que no mostrara tanto odio por él como por la sierpe. Al ser la compañera de un señor de los demonios, debería despreciar a Zacharel por encima de todos los demás. El hecho de que no lo despreciara... Claramente, la habían engañado.
–¿Y bien?
–Sí, soy de los cielos, aunque seguramente no soy de la raza de ángeles con la que tú estás familiarizada –respondió.
Abrió las alas, de las que continuaban cayendo copos de nieve, y que se habían vuelto de color blanco nuevamente. Las hebras de oro relucían entre la blancura de las plumas y, al darse cuenta de que eran más gruesas que nunca, Zacharel frunció el ceño.
Habían pasado miles de años, y sus plumas nunca habían cambiado de color, puesto que aquel cambio indicaría que iba a producirse una elevación en su estatus. Para aquellos que estaban bajo el mando de la Deidad, solo los Siete Elegidos tenían alas de oro puro. Los guerreros, como Zacharel, tenían las plumas de color blanco y algunas hebras de oro. Sin embargo, lo que tenía en aquel momento era mucho más que unas hebras.
Tenía que haber otra explicación. Por mucho que él lo hubiera deseado, su Deidad nunca le había dicho nada de elevarlo al nivel de la Elite; además, en aquellos momentos él estaba luchando por mantener su título, así que no creía que nadie estuviera considerando ascenderlo.
–¿Es que hay más de una raza? –preguntó la muchacha, después de mirarlo de pies a cabeza–. Bueno, no importa. No te lo tomes a mal, pero no tienes aspecto de ser un hombre agradable.
–No, no lo soy.
A menudo, los humanos se imaginaban que los ángeles eran unos seres suaves y afectuosos que se pasaban el día retozando bajo los rayos del sol, que hacían florecer las rosas y que pintaban el arcoíris en el cielo. Y había algunos ángeles que eran así, ciertamente. Sin embargo, también había muchos otros que no.
–¿Qué puedo hacer por usted, señor Malvado?
No debería haberse dejado llevar por la curiosidad. No debería haber seguido con aquella conversación.
Debía terminarla en aquel preciso instante.
–Ya basta, humana. Ya tienes bastantes problemas, así que te sugiero que no busques más.
–¿Y tú qué sabes? –preguntó ella, con una carcajada amarga–. Por fin, los médicos han dicho algo que es cierto: estoy alucinando. Solo en mi imaginación un ángel trataría tan mal a los demás.
–No te he tratado mal, y no estás alucinando.
–Entonces, la medicación me está afectando al cerebro.
–No.
–Pero es que... tú no puedes ser un ángel. Aquí solo viene el mal.
–Una vez más, te equivocas.
–Yo... eh... Está bien, digamos que eres real...
–Lo soy.
–...y que eres uno de los buenos y no has venido a matarme. Entonces... ¿es que has venido a liberarme?
Le hizo la pregunta con un titubeo tan dulce, que él se dio cuenta de que la muchacha no se atrevía a pensar que iba a rescatarla, aunque quisiera creer que su huida era inminente.
Tal vez, cualquier otro hombre se habría sentido conmovido por su difícil situación, pero él no. Él había conocido el sufrimiento en todas sus formas, y había provocado sufrimiento en todas sus formas. Había visto morir a sus amigos, inmortales que deberían haber vivido eternamente.
Había visto morir a su hermano gemelo.
Hadrenial era su único tesoro, y descansaba para siempre en una urna, sobre su mesilla de noche. Eran gemelos idénticos, así que tenía el mismo pelo negro y los mismos ojos verdes que él, los mismos rasgos marcados y la misma fortaleza corporal. Sin embargo, en cuanto a sus emociones, eran completamente distintos. Aunque solo se llevaban unos minutos de diferencia de edad, parecía que Hadrenial tenía muchos años menos. Era inocente y dulce, bueno y afectuoso. Todo el mundo lo adoraba.
«No soporto ver llorar a los humanos, Zacharel. Tenemos que ayudarlos de algún modo».
«Ese no es nuestro cometido, hermano. Somos guerreros, no portadores de alegría».
«¿Y por qué no podemos ser ambas cosas?».
Zacharel apretó los puños. «Tienes que dejar de pensar en él». Por mucho que volviera a analizar lo que había ocurrido, no conseguiría cambiar un solo detalle. Era como era: bello y horrendo. Maravilloso y terrible.
Con un esfuerzo, volvió a concentrarse en la fémina y en su situación. Sin embargo, decidió no responder a la pregunta sobre su rescate.
–¿Sabes cómo se llama el demonio que te marcó?
En los ojos de la muchacha se reflejó una resignación amarga.
–Tal vez sí seas real –dijo–. Para crear a alguien como tú hace falta un lado oscuro que yo no tengo.
–Se te ha olvidado decir «No te ofendas, pero...» al principio de la frase.
–No, no se me ha olvidado. Pretendía ofenderte.
Vaya. Era una humana bastante atrevida.
–¿Quieres que repita la pregunta? –inquirió él, por si acaso no se había hecho oír con claridad la primera vez.
–No, me acuerdo. Quieres saber si sé cómo se llama el...
Entonces, ella se quedó callada y abrió mucho los ojos; la resignación y la decepción se convirtieron en horror.
–Demonio –susurró, como si aquella revelación la afectara más que el hecho de que él fuera un ángel–. ¿Un demonio de los que vive en el infierno?
–Sí.
–¿Una criatura vil y malvada, cuyo único propósito es destrozar vidas humanas?
–Exactamente.
–Tenía que haberme dado cuenta –dijo la chica–. Demonios. Todo este tiempo he estado luchando contra demonios y no me había dado cuenta. Entonces –prosiguió con alivio–, no estoy loca, y no estamos solos. Se lo dije, pero los únicos que me creyeron fueron los esquizofrénicos abducidos por extraterrestres, o que tenían amigos invisibles. ¡Se lo dije!
–Humana, respóndeme ahora mismo.
–Se lo dije –prosiguió ella, alegremente–. No tenía ni idea de que estaba luchando contra demonios. Tenía que haberme dado cuenta, pero estaba empeñada en que eran vampiros o monstruos mitológicos y, después, en que eran alucinaciones mías, así que...
–¡Humana! –gritó Zacharel.