Educar para comunicar - Adyel Quintero Díaz - E-Book

Educar para comunicar E-Book

Adyel Quintero Díaz

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  • Herausgeber: CESA
  • Kategorie: Bildung
  • Sprache: Spanisch
  • Veröffentlichungsjahr: 2024
Beschreibung

Este libro es el resultado de más de veinte años de investigación que combina teoría y práctica en torno a la comunicación oral. Adopta un enfoque innovador basado en el teatro y descubrimientos recientes de las neurociencias, especialmente en la relación entre cuerpo y mente. Es una llamada de atención hacia el sistema educativo actual: ¿Por qué competencias vitales como la comunicación, el arte de hablar en público y la asertividad no se enseñan en la mayoría de las instituciones de educación? ¿Cómo podría la educación integrar estas habilidades? ¿Hasta qué punto el teatro podría ser una herramienta eficaz? Formar en estas áreas ¿podría ayudar significativamente a reducir el bullying y otros problemas escolares actuales? Investigaciones fascinantes respaldan una respuesta positiva a estas preguntas. Por ejemplo, las neurociencias han demostrado que nuestras manos y nuestra postura afectan nuestra manera de pensar y nuestra personalidad. En este contexto, ¿cómo podemos adoptar nuevas formas de aprender? Este libro ofrece una guía y reflexiones profundas al respecto, convirtiéndose en un recurso atractivo para colegios, universidades, docentes y directivos académico, entre otros.

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Educar para comunicar: provocaciones desde el teatro y las neurociencias

CESA– Colegio de Estudios Superiores de Administración

Educar para comunicar: provocaciones desde el teatro y las neurociencias

Adyel Quintero Díaz

Quintero Diaz, Adyel (1974) Orcid: 0000-0002-8335-8889

Educar para comunicar: provocaciones desde el teatro y las neurociencias / Adyel Quintero Diaz Bogotá: Colegio de Estudios Superiores de Administración – CESA. Editorial CESA., 2024. 200 páginas

Descriptores:

1. Comunicación oral

2. Expresión -- Estrategia y técnicas

3. Oratoria

4. Lenguaje corporal

5. Comunicación no verbal

6. Aptitud verbal

7. Comportamiento verbal

8. Comunicación - Aspectos psicológicos

9. Comunicación en educación

© 2024 CESA–Colegio de Estudios Superiores de Administración

© 2024 Adyel Quintero Díaz

ISBN Físico: 978-958-8988-97-9

ISBN Digital: 978-958-8988-98-6

Editorial CESA

Casa Incolda

Diagonal 34a No 5a - 23

www.editorialcesa.com

www.cesa.edu.co

Bogotá, D.C, agosto de 2024

Dirección: Editorial CESA

Corrección de estilo: Claudia Bayona

Diagramación: Damaris Martínez

Impresión: Imageprinting Ltda

Todos los derechos reservados. Esta obra no puede ser reproducida sin el permiso previo escrito.

Diseño epub:Hipertexto – Netizen Digital Solutions

“Para Raquel y Antonia, dos maestras que sembraron en mí las preguntas y los caminos que me llevaron a la escritura de estas páginas.

Para Eugenio Barba y Julia Varley: ellos no lo saben, pero desde que los conocí, han sido mis maestros.

Para Natalie Abuchaibe, quien me inspiró y estimuló con su labor al frente de Mindot, a soñar con este proyecto.

Y por supuesto, para Juan Lucas, Marianita, Jose y toda mi familia: por ellos, todo.”

TABLA DE CONTENIDO

Prólogo. Los orígenes de las conexiones

Capítulo 1. Me muevo, luego existo

Capítulo 2. El cuerpo colonizado por estereotipos

Capítulo 3. El cuerpo orgánico

Capítulo 4. Piensa con tus manos

Capítulo 5. Y también, piensa con tus pies

Capítulo 6. Sin embargo, razona con tu cara

Capítulo 7. Concéntrate con los ojos

Capítulo 8. Descubre tu melodía personal

Capítulo 9. Escribe con todo tu cuerpo

Epílogo. Educar para comunicar

Referencias

Notas al pie

PRÓLOGO

LOS ORÍGENES DE LAS CONEXIONES

Para muchos niños y padres el primer día de colegio suele ser traumático. Es muy común que tanto unos como otros lloren al ser atrapados por cierta sensación de abandono que se genera como producto de la separación. Con el paso del tiempo todos en la familia aceptan la idea y se acostumbran al hecho de que gran parte de la infancia, la adolescencia y la juventud de los hijos transcurrirá en un salón de clases. Las rutas o caminos que emprenden los seres humanos dependen en gran medida de sus experiencias en las escuelas o la universidad, y es por eso que se suele dar una enorme importancia a la que se elige para confiarle la educación de los hijos. A quienes tienen el capital necesario, o residen en países donde la educación es gratuita, pública y de calidad, como es el caso de Cuba, mi tierra de origen, no les suele preocupar la elección; en cambio, aquellos que no poseen recursos económicos suficientes deben lidiar con la idea de que su hijo será educado donde toque o se pueda.

Debo decir que fui un gran afortunado pues ingresé a una escuela pública, gratuita y de excelente calidad. Además, si algo me ha caracterizado es la curiosidad que, a diferencia de lo que les suele ocurrir a algunos gatos, no me mató sino que me motivó a explorar los caminos del conocimiento y me llevó a escribir las páginas reflexivas y provocadoras del presente libro. Gracias a la curiosidad no lloré en mi primer día de colegio, pues estaba deseoso de saber qué haría en la escuela, quiénes serían mis compañeros y mi maestra, cómo luciría el aula de clases, pero, sobre todo, qué iba a aprender. Eso era más poderoso que la separación del nido familiar.

En aquella época el prescolar se iniciaba a los cinco años de edad, así es que, en mis primeros años de vida la escuela fueron los juegos, la televisión, la naturaleza y mis abuelos. Cada uno de ellos tuvo un papel crucial en la formación de la persona que soy actualmente.

Me crie en un barrio campestre en el que la mayoría de los menores éramos varones, contemporáneos y primos y donde los juegos tenían su momento: casi siempre después de la cena solíamos encontrarnos bajo un almendro frente a la casa de mis abuelos paternos y allí decidíamos si esa noche tocaba jugar a los pistoleros, los escondidos o el pegado. Todos los juegos implicaban actividad física y ciertas destrezas. Cada noche jugábamos lo mismo una y otra vez, y eso hicimos hasta los trece o catorce años, sin cansarnos. Mi primera relación consciente con el cuerpo comenzó allí. De esos momentos recuerdo mucho la sensación de libertad al correr para no ser atrapado, o el placer de volverme pequeño y meterme en algún hueco para que nadie me encontrara y ser el ganador durante “los escondidos”. Ahora que escribo estas páginas evoco el estado de gozo, de felicidad, que me invadía cada vez que iniciábamos los juegos con mis primos y reía a carcajadas por dentro y por fuera.

Mi madre sólo me dejaba sentar frente al televisor a la “hora de los muñequitos”. En aquel entonces, más o menos a las 5:30 de la tarde, uno de los canales de televisión transmitía dibujos animados rusos, pero también muchos cubanos que eran bastante divertidos. En especial me encantaba la saga de Elpidio Valdés, un guerrero mambí que había combatido al ejército español durante la Colonia. Era mi héroe. Cuando fuera grande poseería su destreza para montar y galopar mi caballo. De hecho, él tenía uno muy simpático llamado Palmiche. Resulta curioso que en ese tiempo proyectara mi futuro solo en función de mi cuerpo, el cual actuaría, volaría o correría sin que mi mente entrara en esa ecuación. Sospecho que algo parecido le ocurre a los demás niños: de pequeños suelen imaginar que actúan y se mueven integrando en el cuerpo las sensaciones de libertad, espontaneidad, flexibilidad y creatividad experimentadas y aprendidas hasta ese momento. Por lo general solo pasaba aquella hora frente a la tele, que en ese entonces era en blanco y negro, y aprovechaba para visualizar y soñar, inspirado en Elpidio Valdés y otros personajes, todo lo que después podría hacer. Las series y películas de magos me llevaron a practicar uno de mis juegos favoritos: cortar una rama de árbol e imaginar que se trataba de una varita mágica con la que podía transformar el mundo.

El hecho de vivir en el campo hacía que mi contacto con la naturaleza fuera intenso y significativo, y aún hoy ciertos olores, sensaciones e imágenes impregnan mis recuerdos, por ejemplo, la temperatura del agua cuando mi mamá me dejaba bañarme bajo la lluvia cumpliendo, claro, dos condiciones: que no tuviera catarro y que no estuviera tronando; el frío en mis pies mientras caminaba sobre el pasto por las mañanas; el canto de los azulejos y los tomeguines, que eran mis aves favoritas; o el cielo estrellado en las noches, en el cual mi abuelo me enseñó a distinguir la constelación de Las Pléyades, a la cual, no sé por qué, llamaba “los siete cabrillos”; son muchas las evocaciones, pero lo mejor es que, gracias a mis entrenamientos como actor, he aprendido a activar la memoria de los sentidos y cada vez que quiero vuelvo a ellas, me transporto a aquellos años felices, utópicos, en los que aprendí a disfrutar, con mi cuerpo, la vida que transcurría a mi alrededor.

Entre mis más bellas añoranzas de esos tiempos se encuentran los momentos que pasaba con mis abuelos maternos. Mi abuelo José Luis era un campesino bastante apegado a su tierra. Todas las mañanas se despertaba muy temprano para ir al surco, regar los cultivos, sembrar. Mi abuela María trabajaba como cocinera de un comedor obrero. Cada día le tocaba hacer un menú para más de cincuenta personas, y a pesar de la cantidad siempre le quedaba sabroso. Con ella se empezó a afinar mi paladar y de ella aprendí cómo, con cosas sencillas, se lograba una comida deliciosa; sólo había que saber combinar las cantidades y, por supuesto, los ingredientes. Mima, como le decíamos todos, era muy divertida.

Tenía un humor particular: por ejemplo, si te caías, antes de ayudarte a levantar, se atacaba de la risa. Y no es que fuera una mujer cruel ni nada por el estilo; simplemente, se dejaba llevar por las reacciones de su cuerpo. Mi abuelito me enseñó a sembrar, a cultivar el quimbombó y me adentró en la poesía, pues sabía de memoria muchas décimas y versos cómicos. Me encantaba que me los recitara. Además, conocía mitos del campo y a veces me decía que me iba a llevar a recoger “gambusina”. Nunca me explicó lo qué era la gambusina, y hasta ahora, sigo con la duda de qué me quería decir con aquello. Creo que simplemente se divertía con la idea de dejarme con la duda, con la curiosidad. ¡Ah, la curiosidad me llevó a hacer tantos experimentos de pequeño! Una vez quise saber qué pasaba si le prendía candela a unas matas de plátano que había en el patio de mi casa, y desaté un fuego tremendo. Vinieron los bomberos, y por supuesto, recibí tremendo castigo.

Pero a estas alturas se preguntarán: ¿cómo se conecta todo eso con la temática del libro que han empezado a leer? Hay dos imágenes o sensaciones que recorren intensamente los recuerdos de aquellos primeros años de vida: la de mi cuerpo expandido, abierto y libre, y la del placer que me producía cada momento, pues todos los instantes se transformaban en algo extraordinario. Vivía en el aquí y el ahora, sumido en un absoluto goce de la vida. Frecuentemente, cuando dicto una conferencia o un taller sobre comunicación, actividad que hoy en día ocupa la mayor parte de mis desempeños profesionales, vuelvo a recrear esa sensación, que es la que finalmente busco hacer aflorar en las personas a las cuales asesoro. Siento que hacia allí se debería enrutar la educación. No es una sensación que haya experimentado siempre, pues a veces la pierdo, la olvido, pero estoy seguro que en ella se esconde en gran medida el secreto de eso que se denomina felicidad. Me atrevo a afirmar que si la educación facilita alcanzar ese estado, o aprehenderlo, estará preparando para la vida, para construir un mejor mundo.

Otro de los mejores recuerdos de mi infancia es mi encuentro con “El principito”, libro que me enseñó que lo esencial es invisible y en ocasiones sencillo, como las recetas que preparaba Mima. Por ser hijos de una cultura que impuso la máxima de Descartes: “Pienso, luego existo”, se tiende a asumir que las ideas que habitan la mente son la guía. Por ello, en su afán por construir identidades, la educación tiende a asumir que la mejor manera de generar aprendizajes es cultivar sobre todo la mente. Entonces, los alumnos se sientan frente a un tablero, ante un docente y se alimenta su intelecto poniendo en primer lugar las matemáticas, la física, la química, la biología, la lengua y la historia, y se concibe la educación del cuerpo mediante el teatro o la danza como algo poco relevante. En algunas escuelas estas asignaturas son optativas, no existen, o tienen asignadas pocas horas en el currículum. Se podría señalar que hasta ahora el asunto ha ido bien así. La humanidad ha avanzado mucho, ha hecho grandes descubrimientos científicos. La cura de una enfermedad, por ejemplo, no se hace practicando teatro, y está claro que no, que es indiscutible la importancia de la ciencia para el progreso de la humanidad; sin embargo, aunque diariamente se logran avances científicos, todavía existen las guerras, y a las personas les cuesta entender las diferencias, se condena a quienes no comparten las ideas propias llegando incluso al extremo de querer eliminarlos; se practican actos de corrupción, se miente descaradamente, se insulta con sevicia en las redes sociales, se practica el bullying… ¿Por qué ocurre eso?, ¿de qué carece la humanidad? En las escuelas se intenta educar el pensamiento para que la persona no desarrolle ese tipo de instintos, y en algunos espacios se dictan cátedras de valores y se plantean ideas filosóficas; no obstante, en muchas ocasiones quienes han recibido lecciones de democracia y valores, que incluso han alcanzado la máxima puntuación en los exámenes, son quienes luego hurtan los dineros públicos si trabajan con las instituciones del Estado o los recursos de las compañías privadas que los han acogido. ¿En qué se ha fallado?

De pequeño no tuve una asignatura relacionada con valores, democracia o cosas por el estilo, pero sí me bañé mucho bajo los aguaceros, fui a recoger “gambusina”, jugué a los escondidos con mis primos, escuché las historias de mi abuelo, vi los muñequitos de Elpidio Valdés, aprendí a vivir en el aquí y el ahora, conocí lo extraordinario de cada momento, y todo eso, definitivamente, se convirtió en mi mejor escuela para la vida. Me eduqué, en gran parte, bajo un principio básico: me muevo, luego existo.

En una excelente plática ofrecida por Steve Jobs en la Universidad de Stanford, el gran creador de Apple decía que uno debe confiar en que tarde o temprano los hitos, los diversos incidentes que ocurren en nuestra vida se conectarán y le darán sentido a muchos de los sucesos que ocurren. Este mismo principio lo aprendí al leer “Impro. La improvisación y el teatro”, de Keith Jhonstone (2003, p. 108), un texto que se volvió referente fundamental en la teoría y la práctica del teatro contemporáneo, y que analiza cómo se construye una historia:

El improvisador debe ser como un hombre que camina hacia atrás. Ve donde ha estado, pero no presta atención al futuro. Su historia puede llevarlo a cualquier parte, pero siempre debe “balancearla” y darle forma, recordando incidentes que han sido dejados de lado y reincorporándolos. Es muy frecuente que el público aplauda cuando se vuelve a introducir a la historia material anterior (…) Admiran la capacidad del improvisador, ya que no solo genera material nuevo, sino que recuerda y utiliza eventos previos que el público mismo tal vez haya olvidado temporalmente.

La referencia al libro de Jhonstone me permite hablar de un tema que siempre me ha apasionado y que ha conectado varios hitos de mi vida: la educación. Al llegar al salón de clases en mi primer día de escuela tuve la certeza de que de una manera u otra en adelante mi existencia iba a quedar ligada a ese espacio. ¿Cómo puede un niño, a tan temprana edad, comprender eso? No lo sé, no creo que todo deba ser explicado, al menos, no racionalmente. Soy de los que prefieren conservar el misterio en ciertos aspectos de la vida, y entender lo que sucede de otra manera, a través de las comprensiones que realiza el cuerpo, la emoción, los sonidos de la voz. ¿Se puede entender la vida y acceder al conocimiento a través de estos canales? Esto es parte de lo que examinaré en los próximos capítulos.

Puedo asegurar que mis conexiones con el aprendizaje fueron tan fuertes que, apenas comencé el colegio le pedí a mis padres que colocaran un gran mástil en el patio de la casa y por las tardes “jugaba a la escuela”. Todo arrancaba con la izada de la bandera, luego recitaba algún verso o poema frente a mis estudiantes imaginarios, e inmediatamente los hacía pasar al “aula” situada bajo el árbol de guayaba, donde intentaba emular a la maestra y aportaba mis propias ideas. Siempre fui algo irreverente por lo que me empeñaba en variar la forma en que la profesora enseñaba, e incorporaba conocimientos novedosos que no transmitía en el colegio, por ejemplo, clases de magia o de pintura sobre el carnaval. Fue así como empecé a enseñar. Y eso nunca paró. En la escuela estudiaba conmigo un primo que era de mi edad y a quien no le iba bien ni en matemáticas ni en escritura: su letra casi no se entendía y por eso la profesora le apodaba “chin chan chun”. ¿Qué relación tenía el “chin chan chun” de la maestra con la letra ininteligible de mi primo? Eso no lo sé, aunque en ese momento parecía tener cierta lógica. Él fue mi conejillo de indias. Muy pronto logré que, antes de las horas de juego, izara la bandera conmigo, me escuchara recitar el poema del comienzo y asistiera a mis clases de matemáticas, escritura, magia y pinturas sobre el carnaval. Y también de circo, porque en algún momento incluso el circo formó parte de mi academia. La escuela que monté en casa siguió funcionando hasta la adolescencia. Cuando estudiaba en el preuniversitario varios de mis compañeros me pedían que les ayudara a repasar las materias y a preparar los exámenes finales, en los cuales, usualmente saqué la máxima puntuación.

Siendo un adolescente tan aventajado en los estudios, y con todo aquel historial relacionado con la pedagogía, lo más lógico era que al elegir la carrera universitaria me decidiera por la enseñanza, aunque no descartaba ser ingeniero, o médico, o tal vez físico nuclear. El día que llegué a casa y le comenté a mis padres que me presentaría a los exámenes de ingreso al Instituto Superior de Artes de Ciudad de La Habana (más conocido como “el ISA”) pusieron el grito en el cielo. Mi madre intentó disuadirme diciendo que esa era una carrera para niños “lindos” y que tuvieran “palanca” con algún artista importante o político que los ayudara. En efecto, entrar al ISA era difícil: los exámenes de aptitud eran rigurosos y se presentaban miles de postulantes de todo el país aunque cada año se escogían solo veinte aspirantes. ¿Quién iba a imaginar que un joven, habitante de Mangalarga, una vereda de Ranchuelo, iba a sentar plaza en una universidad de tan alto nivel? Había quienes se preparaban durante años pero no lograban superar las pruebas. Sin embargo, aun cuando los exámenes de ingreso al ISA fueran exigentes y se presentaran tantas personas, sabía con certeza que los iba a superar, pero no por arrogancia, sino porque lo sentía en lo profundo de mi ser. Con frecuencia he experimentado esa sensación y la mayoría de las veces no me ha fallado pues no actúo esperando un resultado, lo hago sabiendo cuál será el resultado. Es como cuando tienes la seguridad de que al añadir azúcar al café este se pondrá dulce. Se trata de aquello que conoces y punto: una seguridad que proviene de todo el cuerpo y no solo de la mente.

De manera que contra todos los pronósticos de mis padres entré al ISA y estudié Artes Escénicas. La historia del examen de ingreso la analizaré más adelante, porque está estrechamente relacionada con otro tópico que trataré en el texto: la educación de la mirada. El teatro apareció en mi vida cuando tenía unos dieciséis años, y desde que lo conocí tuve la misma conexión misteriosa con la educación que sentí en mi primera jornada de clases en la escuela donde cursé el grado prescolar. El día en que por primera vez subí a un escenario me embargó la impresión de estar ante lo que el célebre maestro del teatro Peter Brook definió como un “espacio vacío”. Un espacio para el cual sabía que estaba destinado y que con el paso de los años se fue llenando de preguntas, respuestas y caminos: educación, teatro… Pero, ¿en qué punto llegó la comunicación? Formalmente en 2003 cuando emigré a Colombia, aunque vivencialmente siempre estuvo presente.

Si estudias Artes Escénicas es posible que te visualices actuando en un escenario, en el set de rodaje de una película, haciendo televisión, o dirigiendo una obra. He llevado a cabo, y aun lo hago, varias de esas actividades porque nunca he dejado mi carrera de base. Pero en ocasiones la vida me ha llevado por caminos inesperados, y me ha sido preciso estar abierto, prestar plena atención, porque lo impredecible, lo misterioso, a veces llega para darle un nuevo sentido a nuestra vida, y como parte clave del conocimiento y la comprensión de la realidad.

En cuanto llegué a Colombia en 2003 empecé a buscar trabajo; repartí mi currículum en escuelas de teatro y cine, en universidades y centros culturales, en casas productoras de cine y televisión, y en grupos teatrales, y esperé pacientemente, pero durante un tiempo nadie me llamó; sin embargo, un día una amiga de mi esposa me consiguió una cita con la directora de una reputada academia de actuación con el fin de poner a su disposición mis conocimientos y experiencias. Habiendo terminado mi doctorado me imaginaba como profesor de una universidad prestigiosa, no de una academia, pero por algo había que empezar. Asistí a la entrevista y a la semana estaba dictando clases de técnica vocal a un grupo de aprendices del oficio actoral. Al mes de estar en la academia la directora del Departamento Empresarial me citó en su oficina, y yo me pregunté: ¿un departamento empresarial?, ¿qué función desempeña un departamento así en una escuela de artes? La directora me explicó que este se encargaba de ofrecer a las empresas cursos de comunicación, de trabajo en equipo y de liderazgo, entre otros temas, usando herramientas teatrales. Actualmente puedo afirmar que se trataba de algo muy revolucionario en su momento. Recientemente algunas reconocidas escuelas de negocios del mundo, como el MIT o la Universidad de Grenoble en Francia, han incluido en los pensum de sus carreras de pregrado y postgrado clases de teatro. En cierta oportunidad uno de mis clientes, CEO de una importante empresa multinacional de químicos, me contó que su organización enviaba a los altos directivos a Alemania para que asistieran a clases de teatro durante una semana, pues eran conscientes de los beneficios que estas aportaban al ejercicio de su liderazgo. De cualquier manera, esta clase de aproximaciones resultaban poco comunes en el año 2003. Por eso pensé que relacionar teatro y empresa en Colombia, en aquel entonces, era algo realmente atrevido. No obstante, al departamento empresarial de aquella academia le iba bastante bien. Inicialmente la directora me pidió dictar un taller de expresión corporal al equipo directivo de cierta organización con el propósito de que fueran más espontáneos y expresivos. Y aquel taller fue la raíz de mis incursiones en el mundo de la comunicación. Allí se estableció otra conexión importante. Cuando vi que el teatro podía servir para hacer que las personas se comunicaran mejor y consiguieran un desempeño más favorable en sus vidas profesionales y privadas, decidí profundizar en ese conocimiento, investigar las relaciones, los principios, los ejercicios, las metodologías que me ayudarían a desarrollar, en el corto tiempo de un taller o de una asesoría personalizada, los aspectos que requería un ser humano para lograr un manejo óptimo de sus actos comunicativos y, a través de ellos, lograr una profunda transformación espiritual y mental. Y aquí surgen otros cuestionamientos: ¿profunda transformación espiritual y mental?, ¿eso no se consigue con otras disciplinas como la meditación, la oración, el mindfulness, o el yoga? Sí, claro que sí, pero también se logra trabajando el cuerpo, y entendiendo y aprehendiendo los principios del comportamiento escénico.

Mi trabajo como consultor y entrenador en temas de comunicación me ha permitido relacionarme con empresas, políticos, fuerzas comerciales y mandos militares, entre otros. Hace unos años, empecé a trabajar como asesor de comunicaciones de una organización llamada Mindot, cuyo propósito fundamental es convertirse en una catalizadora de cambios en la educación mundial. La CEO de esta organización, Natalie Abuchaibe, quien actualmente es una gran amiga, me invitó a que le hiciera un taller sobre el arte de hablar en público, a un grupo de jóvenes de diversos colegios de Colombia, a quienes habían llevado a Nueva York para tener una experiencia disruptiva de aprendizaje. Tiempo atrás había tenido la posibilidad de hacer un taller para jóvenes aprendices del SENA y lo que me ocurrió en aquella oportunidad y esa vez con Mindot, me inspiró para recoger toda la experiencia, las historias, las conexiones, los aprendizajes que había tenido hasta el momento y ponerlos a servicio de repensar la educación, no solo aquella que recibimos en los colegios y las universidades, sino en la propia vida. Llevo varios años conversado con Natalie sobre el tema; ahora con su esposo Diego, y a través de ellos, llegué a Nora Rodríguez, una reconocida autoridad en varios temas relacionados con neuroeducación, quien se volvió rápidamente en una gran mentora para la escritura de este libro.

Muchos son los textos, congresos, revistas, instituciones que se refieren a la necesidad de innovar en la educación. Existen experiencias asombrosas al respecto en varios lugares del mundo. Las páginas que siguen, más que dar respuestas, se proponen sembrar preguntas, reflexiones o establecer ciertas provocaciones al respecto.

Una de mis grandes maestras de vida, quien me enseñó el arte de la dramaturgia en el Instituto Superior de Artes, la doctora Raquel Carrió, me decía que la escritura era un acto de conocimiento de uno mismo. Estas páginas me permitieron adentrarme profundamente en mí, y aunque el tema central del texto sea la educación, las reflexiones aquí contenidas se refieren a cuestiones fundamentales de la vida, por lo que pueden ser de interés para cualquier lector. Por eso espero que también se conviertan en un buen ejercicio de conocimiento para cada uno de ustedes.

1

ME MUEVO, LUEGO EXISTO

Cuando a la mayoría de los individuos los invitan a definirse a sí mismos suelen referirse a un conjunto de cualidades: honesto, leal, buen amigo, divertido, etc. Incluso, en una entrevista de trabajo responden de esa manera. En ocasiones mi maestra de dramaturgia me pedía que le describiera al personaje sobre el cual estaba trabajando, y mediante esos ejercicios aprendí que enumerar sus cualidades no contribuye a transmitir una imagen certera de su carácter y no son el fundamento más adecuado para ponerlo a actuar, y mucho menos para hacerlo hablar. ¿Cómo luce alguien honesto, buena persona e inteligente? De muchas maneras, y es posible que exprese esas cualidades de otras tantas formas. Podría, por ejemplo, ser de estatura pequeña, contextura delgada, vestirse con ropa de colores llamativos, tener cabello corto y engominado y hablar con una intensidad baja, usando frases cortas y cargadas de sabiduría. Más allá de un conjunto de adjetivos, lo que define a un individuo es su forma de moverse, de vestir, de hablar, las palabras y los giros de lenguaje que utiliza; es decir, el actuar (hablar es una manera de actuar; ya volveré sobre ello). De nada sirve que alguien diga: “Soy una persona honesta”; si se pasa la vida mintiendo. Como profesa el refrán: “Obras son amores, y no buenas razones”.

Definir a las personas por medio de cualidades conlleva la idea de que primero está la mente y después el cuerpo; es decir, lo que se piensa suele determinar los comportamientos y la existencia, y no al contrario. El teatro trabaja con un principio diferente. Uno de los grandes maestros del arte del actor, el ruso Konstantin Stanislavski (1863-1938), cuyas técnicas y principios interpretativos se enseñan en casi todas las escuelas de teatro, tuvo dos grandes momentos en sus investigaciones. En gran medida, su búsqueda se orientó a que los actores consiguieran un estado creativo tal que les permitiera incorporar en la escena de forma orgánica y natural las emociones de sus personajes. En una primera etapa su investigación lo llevó a plantear una ruta de trabajo que comenzaba con un exhaustivo análisis del texto que se iba a representar; a continuación los actores improvisaban teniendo presentes los hallazgos realizados durante el estudio de la obra, los cuales se referían mayormente a la forma de pensar del personaje, las circunstancias en que ocurría cada escena, los subtextos o las motivaciones subyacentes en los diversos instantes y a lo largo de toda la obra. El actor debía conseguir una interpretación creíble partiendo de aspectos que revelaban la psicología y el mundo interno del personaje. Muchas de las más conocidas técnicas heredadas de la escuela rusa están conectadas a este postulado.

Sin embargo, en un segundo momento de su búsqueda Stanislavski cambió completamente la perspectiva. Esta etapa es menos conocida. En su libro El método de las acciones físicas, un director le pide a un actor que suba al escenario e interprete una escena de una obra conocida. El actor lo increpa alegando que no puede hacerlo sin antes haber efectuado el análisis detallado del texto, a lo que el director responde: “Le pido que interprete los actos físicos del papel con todo y hasta los mínimos detalles de lo que Ud. está en condiciones de interpretar realmente, con sinceridad o sea como si fuera Ud. mismo” (Stanislavski, 1983, p. 11). En adelante el autor se dedica a desarrollar la idea de que es posible acceder a la consciencia del personaje mediante un estudio detallado de las acciones físicas que este realiza en cada escena de la obra. Dicho de otra manera, es factible encontrar y expresar la vida interior del personaje creando una partitura de comportamientos físicos a través de la cual fluyen el pensamiento y las emociones: