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¿Cómo podemos ser buenos antepasados? Vivimos en la era de la tiranía del ahora, impulsada por las noticias 24 horas al día, el último tuit y el botón de comprar ya. Con un cortoplacismo tan frenético en la raíz de las crisis contemporáneas -desde las amenazas del cambio climático hasta la falta de planificación para una pandemia mundial-, la llamada al pensamiento a largo plazo crece cada día. Pero ¿qué es? ¿Ha funcionado alguna vez? y ¿podemos hacerlo? En 'El buen ancestro', el destacado filósofo Roman Krznaric se adentra en la historia y la mente humana para demostrar que sí podemos. Desde las pirámides hasta el Servicio Nacional de Salud, la humanidad siempre ha tenido la capacidad innata de planificar para la posteridad y tomar medidas que resonarán durante décadas, siglos e incluso milenios. Si queremos ser buenos antepasados y que nos recuerden bien las generaciones que nos siguen, ahora es el momento de recuperar y enriquecer esta habilidad imaginativa. 'El buen ancestro' revela seis formas profundas en las que todos podemos aprender a pensar a largo plazo, explorando talentos exclusivamente humanos como el "pensamiento catedralicio" que amplían nuestros horizontes temporales y agudizan nuestra previsión. Basándose en innovaciones radicales de todo el mundo, Krznaric celebra a los rebeldes del tiempo que están reinventando la democracia, la cultura y la economía para que todos tengamos la oportunidad de convertirnos en buenos antepasados y crear un mañana mejor.
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Prólogo
El coronavirus (COVID-19) se propagó por todo el mundo cuando este libro iba a imprenta. Como es comprensible, la pandemia ha centrado nuestra atención en el presente, y familias, comunidades, empresas y Gobiernos han actuado para enfrentarse a la feroz urgencia de la crisis. Ante tan inminente amenaza, ¿qué reflexiones ofrece el pensamiento a largo plazo?
La más obvia es que los países que ya habían hecho preparativos a largo plazo para posibles pandemias han podido, hasta el momento, afrontar el virus con especial eficiencia: mientras que Taiwán contaba con mecanismos de análisis y seguimiento de virus tras su experiencia con el brote de SARS en 2003, la respuesta en Estados Unidos se vio obstaculizada por la disolución de la unidad de pandemias del Consejo de Seguridad Nacional en 2018. Al mismo tiempo, los efectos catastróficos del coronavirus son un claro recordatorio de que deberíamos pensar, planificar y presupuestar de cara a los múltiples riesgos que acechan en el horizonte: no solo la amenaza de otras pandemias, sino la crisis climática y los avances tecnológicos desenfrenados.
La respuesta de la humanidad ante el virus tendrá consecuencias a largo plazo que influirán en las próximas décadas. Es posible que muchos Gobiernos intenten aferrarse a los poderes de emergencia que se han arrogado —como una mayor vigilancia al ciudadano—, lo cual dejará un residuo autoritario que socavará nuevas posibilidades democráticas. Por otro lado, la ruptura que ha causado la pandemia puede abrir un espacio para el replanteamiento fundamental de nuestras políticas, nuestras economías y nuestros estilos de vida. Al igual que diversas instituciones pioneras de largo recorrido como los estados del bienestar y la Organización Mundial de la Salud nacieron de las cenizas de la Segunda Guerra Mundial, el coronavirus también podría fomentar el pensamiento a largo plazo que ahora necesitamos para afrontar los peligros del cortoplacismo y para generar resistencia ante un futuro muy incierto.
Tomando decisiones inteligentes —y a largo plazo— en este momento de crisis, podríamos convertirnos en los buenos antepasados que merecen las generaciones futuras.
Oxford, marzo de 2020
01
¿Cómo podemos ser
buenos antepasados?
Somos los herederos de los regalos del pasado. Pensemos en el inmenso legado de nuestros ancestros: los que sembraron las primeras semillas en Mesopotamia hace diez mil años, los que despejaron el terreno, los que construyeron los canales y fundaron las ciudades en las que vivimos ahora, los que hicieron los descubrimientos científicos, ganaron las batallas políticas y crearon las grandes obras de arte que nos han dejado en herencia. Raras veces nos paramos a pensar en cómo nos han cambiado la vida. La mayoría de sus nombres han sido olvidados por la historia, pero entre aquellos cuyo recuerdo pervive está el del investigador médico Jonas Salk.
En 1955, tras casi una década de concienzudos experimentos, Salk y su equipo desarrollaron la primera vacuna funcional y segura. Fue un descubrimiento extraordinario. En aquel momento, la polio paralizaba o mataba a más de medio millón de personas cada año en todo el mundo. Salk fue calificado inmediatamente de obrador de milagros. Pero a él no le interesaban la fama y la fortuna, y no intentó patentar la vacuna. Su ambición era «ayudar de alguna manera a la humanidad» y dejar un legado positivo a las generaciones futuras. No cabe duda de que lo consiguió.
En años posteriores, Salk expresaba su filosofía de vida con una sola pregunta: «¿Estamos siendo buenos antepasados?».[1] Él creía que, igual que hemos heredado tantas riquezas del pasado, debemos legárselas a nuestros descendientes. Estaba convencido de que, para hacerlo —y para enfrentarse a crisis globales como la destrucción del mundo natural a manos de la humanidad y la amenaza de la guerra nuclear—, necesitábamos cambiar radicalmente nuestra perspectiva temporal por una mucho más centrada en un pensamiento a largo plazo y en las consecuencias de nuestras acciones cuando ya no estemos vivos. En lugar de pensar en una escala de segundos, días y meses, debíamos ampliar nuestros horizontes temporales de modo que abarcaran décadas, siglos y milenios. Solo entonces podríamos respetar y honrar realmente a las generaciones venideras.
La pregunta de Salk podría ser su mayor aportación a la historia. Formulada de una manera más activa —¿cómo podemos ser buenos antepasados?—, la considero la pregunta más importante de nuestro tiempo, una pregunta que ofrece esperanza para la evolución de la civilización humana. El desafío de responderla ha inspirado este libro, pero también planea sobre sus páginas. Nos llama a reflexionar sobre cómo seremos juzgados por las generaciones futuras y sobre si dejaremos un legado que las beneficiará o las perjudicará. La vieja aspiración bíblica de ser un buen samaritano ya no basta. Es hora de una actualización para el siglo XXI: hay que ser un buen antepasado.
El futuro ha sido colonizado
Convertirse en un buen antepasado es una tarea formidable. Las posibilidades de hacerlo vendrán determinadas por el resultado de una lucha para la mente humana que actualmente está librándose a escala global entre las fuerzas opuestas del pensamiento a corto y largo plazo.
En este momento de la historia, la fuerza dominante está clara: vivimos en una era de cortoplacismo patológico. Los políticos apenas ven más allá de las próximas elecciones o la última encuesta de opinión o tuit. Las empresas son esclavas del siguiente informe trimestral y de la constante exigencia de aumentar el valor de las acciones. Los mercados suben y caen en burbujas especulativas impulsadas por algoritmos que actúan en cuestión de milisegundos. Las naciones discuten en mesas internacionales, pensando en sus intereses a corto plazo mientras el planeta arde y desaparecen especies. Nuestra cultura de la satisfacción inmediata nos aporta sobredosis de comida rápida, mensajes trepidantes y el botón de «comprar ahora». «La gran ironía de nuestra era —escribe la antropóloga Mary Catherine Bateson— es que, aunque vivimos más tiempo, pensamos más a corto plazo».[2] Esta es la época de la tiranía del ahora.
El pensamiento a corto plazo no es en modo alguno un fenómeno nuevo. La historia está plagada de ejemplos, desde la temeraria destrucción de los bosques milenarios en el Japón del siglo XVII hasta la especulación desbocada que condujo al crac de Wall Street en 1929. No siempre es negativo: igual que un progenitor podría tener que llevar repentinamente a un niño herido al hospital, un Gobierno debe responder con rapidez y agilidad a crisis como un terremoto o una epidemia. Pero, si repasamos las noticias diarias, veremos múltiples ejemplos de cortoplacismo perjudicial.[3] Gobiernos que prefieren la solución rápida de meter a más delincuentes entre rejas en lugar de tratar las causas sociales y económicas más profundas del delito. O seguir subvencionando al sector del carbón en lugar de apoyar la transición a las energías renovables. O rescatar a bancos insolventes después de una crisis en lugar de reestructurar el sistema financiero. O no invertir en sanidad preventiva, pobreza infantil o vivienda pública. O… La lista sigue y sigue.
Los peligros del cortoplacismo van mucho más allá del ámbito de las políticas públicas y, actualmente, nos han llevado a un punto crítico. Ello obedece, en primer lugar, a la creciente posibilidad de lo que se conoce como «riesgo existencial», que normalmente se refiere a acontecimientos poco probables pero de gran impacto que podrían ser causados por nuevas tecnologías. En lo alto de la lista figuran las amenazas de los sistemas de inteligencia artificial, como armas autónomas letales que no pueden ser controladas por sus fabricantes humanos. Otras posibilidades incluyen pandemias creadas genéticamente o una guerra nuclear provocada por un Estado rebelde en una época de inestabilidad política cada vez mayor. El experto en riesgos Nick Bostrom se muestra especialmente preocupado por el futuro impacto de la nanotecnología molecular; le inquieta que los terroristas se apoderen de nanorrobots del tamaño de una bacteria que puedan llegar a descontrolarse y contaminar la atmósfera. Ante estas amenazas, muchos expertos en riesgos existenciales creen que hay una posibilidad entre seis de que la humanidad no llegue al final del siglo sin una pérdida catastrófica de vidas.[4]
La posibilidad de una debacle de la civilización debido a la implacable destrucción de los sistemas ecológicos de los cuales depende nuestro bienestar —y la propia vida— es igual de grave. Mientras seguimos extrayendo combustibles fósiles de manera irreflexiva, contaminando nuestros océanos y destruyendo especies a una velocidad que equivale a una «sexta extinción», la posibilidad de que haya impactos devastadores está cada vez más cerca. En nuestra era hiperconectada, dicha amenaza existe a escala mundial: no tenemos un planeta B al que huir. Según el historiador medioambiental Jared Diamond, esa destrucción ecológica ha sido el origen del hundimiento de las civilizaciones a lo largo de toda la historia humana. Su principal causa, argumenta, es una sobredosis de «decisiones a corto plazo» sumada a una ausencia de «pensamiento valiente a largo plazo».[5] Hemos recibido una advertencia.
Estos desafíos nos plantean la ineludible paradoja de que la necesidad de pensamiento a largo plazo es una cuestión de lo más apremiante que exige acciones inmediatas en el presente. «Ahora mismo nos enfrentamos a un desastre humano a escala global, nuestra mayor amenaza en miles de años: el cambio climático», dijo David Attenborough a los líderes mundiales en los debates climáticos de Naciones Unidas en 2018. «Si no tomamos medidas, la destrucción de nuestras civilizaciones y la extinción de buena parte del mundo natural están en el horizonte». Según el naturalista, «lo que ocurra ahora y en unos pocos años afectará profundamente a los próximos milenios».[6]
Estas afirmaciones deberían ponernos en alerta roja, pero a menudo no explican quién pagará las consecuencias de nuestra miopía temporal. La respuesta es que no solo nuestros hijos y nietos, sino los miles de millones de seres humanos que nacerán en los próximos siglos y que superan con creces la cifra de seres vivos de la actualidad.
Ha llegado el momento, sobre todo para los habitantes de las naciones ricas, de reconocer una verdad inquietante: hemos colonizado el futuro. Tratamos el futuro como un lejano puesto colonial carente de personas al cual podemos arrojar degradación ecológica, riesgo tecnológico y residuos nucleares, y saquearlo a voluntad. Cuando Gran Bretaña colonizó Australia en los siglos XVIII y XIX, se sirvió de una doctrina legal actualmente conocida como terra nullius —«tierra de nadie»— para justificar su conquista y tratar a la población indígena como si no existiera o no tuviera derechos sobre la tierra.[7] A día de hoy, nuestra actitud como sociedad es la del tempus nullius: vemos el futuro como un «tiempo de nadie», un territorio no reclamado que también está exento de habitantes. Igual que los territorios lejanos del imperio, podemos adueñarnos de él. Igual que los indígenas australianos siguen luchando contra el legado del terra nullius, también hay que batallar contra la doctrina del tempus nullius.
La tragedia es que las generaciones nonatas del mañana no pueden hacer nada contra ese pillaje colonialista de su futuro. No pueden arrojarse a los pies del caballo del rey como un sufragista, bloquear un puente de Alabama como un activista de los derechos civiles o participar en una marcha de la sal para desafiar a sus opresores coloniales como hizo Mahatma Gandhi. No se les conceden derechos ni representación política, y no tienen influencia en las urnas o el mercado. La gran mayoría silenciosa de las generaciones futuras queda desamparada y es expulsada de nuestra mente.
La emergencia conceptual
del pensamiento a largo plazo
Este no es el final de la historia humana. Nos encontramos en el que podría ser un punto de inflexión, donde múltiples fuerzas empiezan a aunarse en un movimiento global que pretende liberarnos de nuestra adicción al presente y forjar una nueva era de pensamiento a largo plazo.
Sus defensores incluyen a urbanistas, científicos especializados en climatología, médicos y consejeros delegados de empresas de tecnología que empiezan a reconocer que muchas de las crisis actuales —la amenaza del desmoronamiento del ecosistema, los riesgos de la automatización, el auge de la migración global de masas, una mayor desigualdad sanitaria— tienen su origen en un cortoplacismo estrecho de miras y que el antídoto obvio es más pensamiento a largo plazo. Al Gore aduce que «las instituciones de gobierno han sido sobornadas por intereses personales obsesionados con ganancias a corto plazo en lugar de sostenibilidad a largo plazo». Al astrofísico Martin Rees le preocupa que haya «poca planificación, que se escrute poco el horizonte, que exista poca conciencia de los riesgos a largo plazo», y asegura que deberíamos aprender de China en lo tocante a políticas de largo alcance.[8] Chamath Palihapitiya, exdirectivo de Facebook, ha reconocido que «nuestros bucles cortoplacistas, motivados por la dopamina, están destruyendo el funcionamiento de la sociedad», mientras que el economista jefe del Banco de Inglaterra ha criticado abiertamente la «creciente marea de miopía» en los mercados de capital y el comportamiento empresarial.[9] Al mismo tiempo, se da un consenso internacional emergente sobre el hecho de que la vida de los pueblos futuros no debería quedar al margen de las deliberaciones morales y decisiones políticas de la actualidad. En los últimos veinticinco años, más de doscientas resoluciones de la ONU han mencionado explícitamente el bienestar de las «generaciones futuras», y el papa Francisco ha proclamado que la «solidaridad intergeneracional no es una opción, sino una cuestión básica de justicia».[10]
El hecho de que la ciudadanía crea cada vez más en la importancia del pensamiento a largo plazo como una prioridad para la civilización no tiene precedentes. Sin embargo, más impresionante que esa abundancia de buenas palabras ha sido la explosión de proyectos e iniciativas prácticos dedicados a convertirlas en realidad. El Banco Mundial de Semillas de Svalbard, construido en el interior de un búnker de roca en el Ártico remoto, tiene por objetivo conservar más de un millón de semillas de seis mil especies durante al menos mil años. Existen nuevas estructuras políticas, como el Comisionado de las Generaciones Futuras de Gales y el Ministerio de Asuntos del Gabinete y de Futuro de Emiratos Árabes Unidos. Estas han ido acompañadas del activismo juvenil, incluyendo la campaña Plant for the Planet, iniciada en 2007 por Felix Finkbeiner, un alemán de nueve años, que ha permitido plantar decenas de millones de árboles en ciento treinta países. En las artes creativas, la composición Longplayer de Jem Finer empezó a sonar en un faro la medianoche del 31 de diciembre de 1999 y seguirá haciéndolo sin repeticiones durante un milenio.
El pensamiento a largo plazo parece estar cobrando impulso, pero hay un problema. Aunque puede encontrarse en ciertos sectores de las comunidades científica y artística, y en algunas empresas y activistas políticos visionarios, aún existe en los márgenes, no solo en Europa y Norteamérica, sino también en las potencias económicas emergentes del mundo. Hasta el momento no ha logrado penetrar en las estructuras de la mente moderna, que sigue atrapada por la camisa de fuerza del cortoplacismo.
Asimismo, como concepto, el pensamiento a largo plazo está sorprendentemente poco desarrollado. He participado en innumerables conversaciones en las que se ofrece como solución a los males de nuestro planeta, pero nadie sabe explicar qué es realmente. La expresión puede generar casi un millón de resultados en una búsqueda online, pero rara vez va acompañada de una idea clara de lo que significa, cómo funciona, qué horizontes temporales intervienen y qué pasos debemos dar para convertirla en la norma. Aunque figuras públicas como Al Gore defiendan sus virtudes, sigue siendo un concepto abstracto, amorfo, una panacea sin principios ni programa. Ese vacío intelectual es nada menos que una emergencia conceptual.[11]
Si aspiramos a ser buenos antepasados, nuestra primera tarea es llenar ese vacío. Este libro intenta hacerlo ofreciendo seis maneras visionarias y prácticas de cultivar el pensamiento a largo plazo. Juntas ofrecen unas herramientas mentales básicas para cuestionar nuestra obsesión con el aquí y el ahora.
Mi interés en esos seis conceptos se basa en la profunda convicción de que las ideas son importantes. Coincido con H. G. Wells —quizá el pensador de futuros más influyente— en que «la historia humana es, en esencia, una historia de las ideas». Es la cultura imperante de las ideas la que condiciona la dirección de una sociedad, la que determina qué es pensable e impensable, qué es posible e imposible. Sí, factores como las estructuras económicas, los sistemas políticos y la tecnología tienen un papel vital, pero no debemos subestimar nunca el poder de las ideas. Pensemos solo en algunas que han sido sumamente influyentes: que la Tierra es el centro del universo; que actuamos fundamentalmente por interés propio; que los humanos son independientes de la naturaleza; que los hombres son superiores a las mujeres; o que el camino a la salvación es Dios, el capitalismo o el comunismo. Las llamemos visiones del mundo, marcos mentales, paradigmas o mentalidades, todas ellas han determinado el rumbo de las civilizaciones.[12] Y, en este momento de la historia, el pensamiento a corto plazo —la creencia en la preponderancia del ahora— es una de las ideas predominantes y debe ser cuestionada con urgencia.
El músico y pensador cultural Brian Eno ya reconocía la importancia de esta cuestión en los años setenta cuando acuñó el término «largo ahora». Eno había empezado a percatarse de la multitud de gente que estaba inmersa en la mentalidad del «corto ahora», donde «ahora» equivalía a segundos, minutos o tal vez días. Un resultado de esta cultura cortoplacista de alta velocidad era la falta de preocupación por las generaciones futuras, que hacían frente a gran cantidad de amenazas, desde la destrucción del medio ambiente hasta la proliferación armamentística. «Nuestra empatía no se extiende hacia el futuro», escribió Eno. El antídoto era una concepción más prolongada del ahora, en la cual nuestra idea de lo que constituye «ahora» retrocede y avanza cientos o miles de años y nuestra visión moral se amplía con ella.[13] Este libro ofrece algunas bases para crear una «civilización del largo ahora», una civilización que ha superado su mentalidad colonial de esclavización de las futuras generaciones en el presente.
Durante más de una década, mis estudios y escritos sobre la empatía se han centrado en cómo podemos ponernos en la piel de personas de orígenes sociales diferentes en el mundo actual y comprender sus sentimientos y perspectivas (lo que técnicamente se conoce como «empatía cognitiva» o empatía «de adopción de perspectiva»). Pero durante mucho tiempo me he enfrentado a un reto aún mayor: cómo establecer una conexión personal y empática con unas generaciones futuras a las que nunca llegaremos a conocer y cuya vida apenas podemos imaginar. En otras palabras: cómo empatizar no solo en el espacio, sino también en el tiempo. Este libro trata sobre cómo podemos hacerlo. En los tres años que he pasado escribiéndolo, me he dado cuenta de que la empatía no es el único puente que necesitamos para hacer avanzar en el tiempo nuestra visión moral y de que otros conceptos relacionados, como la justicia intergeneracional y las perspectivas indígenas de administración planetaria, también pueden tener un papel crucial. El resultado es un libro que emprende un viaje interdisciplinar por ámbitos que van desde la filosofía moral y la antropología hasta las últimas investigaciones en neurociencia, el arte conceptual y la politología. Si bien intenta tener en cuenta una amplia variedad de perspectivas sociales, económicas y culturales, el análisis se ve limitado inevitablemente por mi posicionamiento social, de modo que el «nosotros» que aparece en este libro suele referirse a los habitantes económicamente seguros de las naciones industrializadas de Occidente, a veces conocidas como el Norte global.
La pugna por el tiempo
Las luchas de liberación nacional del siglo XX se efectuaron con armas de fuego. La lucha de liberación intergeneracional del siglo XXI es una batalla de las ideas que adopta la forma de una pugna titánica por el tiempo (ver más abajo). Por un lado, seis impulsores del cortoplacismo amenazan con llevarnos al borde de la debacle de nuestra civilización. Por otro, seis maneras de pensar a largo plazo nos arrastran hacia una cultura de horizontes temporales más prolongados y de responsabilidad con el futuro de la humanidad.
Las seis maneras de pensar a largo plazo, tratadas en la segunda parte, son las aptitudes cognitivas esenciales para convertirse en un buen antepasado: una serie de actitudes, creencias e ideales fundamentales. Se circunscriben en tres grupos. Imaginar el futuro se basa en la Humildad del Tiempo Profundo y en desarrollar un Objetivo Trascendental para la humanidad. Preocuparse por el futuro requiere una Mentalidad de Legado y un sentido de la Justicia Intergeneracional. Planificar el futuro más allá de nuestra propia vida es una aptitud que nace del Pensamiento Catedral y la Previsión Holística. Por sí solo, ninguno de ellos bastará para crear una revolución de la mente humana a largo plazo. Pero si se unen y son practicados por una masa crítica de personas y organizaciones, podría empezar una nueva era de pensamiento a largo plazo a partir de su sinergia.
Aunque los impulsores del cortoplacismo que aparecen a lo largo del libro representan una fuerza formidable, su victoria en la pugna por el tiempo no está ni mucho menos garantizada. Contrariamente a la opinión popular, el pensamiento a largo plazo podría ser uno de los mayores talentos no reconocidos de nuestra especie. No solo pensamos rápido y lento, como nos ha enseñado Daniel Kahneman; también pensamos a corto y a largo plazo. La capacidad para pensar y planificar en periodos prolongados está integrada en nuestro cerebro y ha permitido hitos monumentales, como la construcción de las alcantarillas de Londres después del Gran Hedor de 1858, la inversión pública del New Deal de Roosevelt y las fervorosas luchas de los activistas contra la esclavitud y los defensores de los derechos de las mujeres. Tal como descubriremos, lo que infunde potencial y poder a las seis maneras de pensar a largo plazo es el ingrediente evolutivo secreto.
¿Cómo puede transformarse el salto al pensamiento a largo plazo en acciones que remodelen los contornos de la historia? Esta pregunta es el tema de la tercera parte, que cuenta la historia de una banda de «rebeldes del tiempo» pioneros que luchan contra el cortoplacismo desenfrenado del mundo moderno e intentan poner en práctica los seis conceptos. Estos incluyen el movimiento global contra el cambio climático, liderado por la adolescente sueca Greta Thunberg, además de organizaciones como Extinction Rebellion, del Reino Unido, y Our Children’s Trust, de Estados Unidos. Podemos encontrar a otros rebeldes en el movimiento radical de la economía regenerativa y entre los defensores de las asambleas ciudadanas, desde España hasta Japón.
Se enfrentan a oponentes formidables, incluidos quienes intentan secuestrar el pensamiento a corto plazo con fines egoístas, especialmente en el sector financiero. Según declaraba con orgullo Gus Levy, exdirector del banco de inversión Goldman Sachs: «Somos avariciosos, pero a largo plazo, no a corto plazo».[14] Asimismo, los rebeldes del tiempo deben enfrentarse a la cruda realidad de que algunas de las maneras fundamentales en que organizamos la sociedad, desde las naciones-Estado y la democracia representativa hasta la cultura del consumo y el propio capitalismo, ya no son adecuadas para la época en que vivimos. Se inventaron hace siglos, en el Holoceno —la era geológica de diez mil años de duración y un clima estable durante la cual prosperó la civilización humana—, un momento en el que nuestro planeta podía absorber prácticamente todo el impacto ecológico del progreso material, los costes y riesgos de las nuevas tecnologías y las tensiones provocadas por el aumento demográfico. Esa época ha pasado y nos dirigimos hacia el Antropoceno, la nueva era en la que los humanos han creado un sistema terrestre inestable que se ve amenazado por la desintegración geológica.[15]
Este es el clásico problema del teclado QWERTY pero a lo grande: igual que la disposición de nuestros ineficaces teclados QWERTY fue diseñada en la década de 1860 alejando las letras de uso habitual para impedir que las teclas de las máquinas de escribir se atascaran, cargamos con instituciones que fueron concebidas para los desafíos de otra época. Es prácticamente imposible no llegar a la conclusión de que si queremos crear un mundo adecuado para las generaciones actuales y futuras, tendremos que replantear de manera profunda algunos aspectos cruciales de la sociedad —cómo funcionan nuestras economías y políticas, cuál es el aspecto de nuestras ciudades— y cerciorarnos de que se sustentan en nuevos valores y objetivos para garantizar que la humanidad prospere a largo plazo. Y disponemos de muy poco tiempo para hacerlo.
¿Existe un horizonte temporal idóneo al que deberíamos aspirar en la guerra contra el cortoplacismo? Este libro propone cien años como umbral mínimo para el pensamiento a largo plazo. Actualmente es lo que dura una vida humana, y nos lleva más allá de los límites del ego que plantea nuestra propia mortalidad para que empecemos a imaginar futuros en los que podemos influir aunque no participemos en ellos.[16] Se extiende mucho más allá del máximo de cinco o diez años que vemos en las empresas y abarca el horizonte temporal de acciones como plantar un roble, que madurará mucho después de que nosotros nos hayamos ido. También podemos aprender de quienes poseen una visión más a largo plazo. La toma de decisiones a siete generaciones vista de muchos pueblos indígenas comprende un periodo de casi dos siglos. La Long Now Foundation de California es aún más ambiciosa y sitúa el horizonte temporal en diez mil años, aduciendo que las primeras civilizaciones humanas aparecieron hace diez milenios, al final de la última Edad de Hielo, así que deberíamos desarrollar la misma perspectiva sobre el futuro.[17] Tenemos que ser atrevidos con nuestra imaginación temporal. Como mínimo, cuando aspires a pensar «a largo plazo», respira hondo y piensa «cien años o más».
La idea de la esperanza radical
¿Verdaderamente podemos llevar a cabo este cambio paradigmático de manera que el pensamiento a largo plazo impregne no solo nuestras decisiones personales, sino el tejido mismo de nuestras instituciones públicas, nuestros sistemas económicos y nuestra vida cultural? El crítico literario Terry Eagleton hace una útil distinción entre optimismo y esperanza.[18] El optimismo puede concebirse como una disposición alegre a ver siempre el lado positivo de la vida a pesar de las evidencias. Es una actitud que fácilmente puede dar pie a la complacencia y la inacción. Por su parte, la esperanza es un ideal más activo y radical que reconoce la verdadera posibilidad del fracaso, pero que al mismo tiempo se aferra a la perspectiva del éxito a pesar de las circunstancias, impulsado por un profundo compromiso con un resultado que se aprecia.
Este libro versa más sobre la esperanza que sobre el optimismo. Cabe la posibilidad de que la humanidad no despierte de su sueño cortoplacista hasta que se produzca un cataclismo extremo, y puede que entonces ya sea demasiado tarde para alterar el rumbo, como ocurrió con el destino autodestructivo del Imperio romano y de los mayas. Pero la posibilidad de una destrucción de la civilización no es en modo alguno inevitable, sobre todo si aprovechamos el poder de la acción colectiva para forjar un cambio radical. La primera lección que nos enseña la historia es que nada es inevitable hasta que sucede. Deberíamos sentir esperanza al recordar que el colonialismo y la esclavitud se acabaron. Deberíamos tener esperanza en el potencial transformador de las seis maneras de pensar a largo plazo y en la rebelión temporal emergente dedicada a ganar la guerra contra el cortoplacismo. También deberíamos reconocer que las generaciones futuras nunca nos perdonarían que tiráramos la toalla cuando aún había la posibilidad de un cambio, fueran cuales fueran las circunstancias. Debemos oír sus voces en nuestros sueños y tenerlas en cuenta al tomar decisiones.
El camino del buen antepasado se extiende ante nosotros. Seguirlo o no es decisión nuestra.
[1]Salk mencionó por primera vez el concepto del «buen antepasado» en 1977 (Jonas Salk, «Are We Being Good Ancestors?», discurso de aceptación del Premio Jawaharlal Nehru al Entendimiento Internacional, Nueva Delhi, 10 de enero de 1977. Reeditado en World Affairs: The Journal of International Issues, vol. 1, n.º 2 [diciembre de 1992]). Otros nombres que se han sentido inspirados por ese concepto —que podría tener su origen en las culturas indígenas— incluyen al activista medioambiental David Suzuki, el crítico cultural Lewis Hyde, la activista de Dakota Winona LaDuke, los futuristas Bina Venkataraman y Ari Wallach, la activista de la justicia racial Layla Saad, el pensador del diseño Alan Cooper, el pensador del liderazgo James Kerr, el escritor especializado en naturaleza Robert Macfarlane y el estratega tecnológico Tyler Emerson. Para la filosofía de Salk sobre el pensamiento a largo plazo, véase Jonas Salk, Anatomy of Reality: Merging of Intuition and Reason, Columbia University Press, 1983, pp. 8, 12, 105, 109, 114-118, 122-123; Jonathan Salk, «Planetary Health: A New Perspective», Challenges, vol. 10, n.º 7 (2019), p. 5; y A New Reality: Human Evolution for a Sustainable Future de Jonas Salk y Jonathan Salk, City Point Press, 2018.
[2]Mary Catherine Bateson, Composing a Further Life: The Age of Active Wisdom, Vintage, 2011, p. 22.
[3]Véase Simon Caney, «Democratic Reform, Intergenerational Justice and the Challenges of the Long-Term», Centre for the Understanding of Sustainability Prosperity, Universidad de Surrey, 2019, p. 4, para el concepto de «cortoplacismo perjudicial». Para un análisis exhaustivo del cortoplacismo en política, véase Jonathan Boston, Governing the Future: Designing Democratic Institutions for a Better Tomorrow, Emerald, 2017.
[4]Toby Ord, el experto en riesgos existenciales y filósofo de la Universidad de Oxford, sitúa la cifra en una entre seis (siendo la mayor amenaza la inteligencia artificial), mientras que un sondeo del Future of Humanity Institute arrojó una cifra más elevada, del 19 % (Toby Ord, The Precipice, Bloomsbury, 2020, p. 167); https://thebulletin.org/2016/09/how-likely-is-an-existential-catastrophe/). Cuando le pedí al investigador de riesgos existenciales Anders Sandberg su cálculo, respondió que «solo hay un 12 % de posibilidades de que estemos condenados» (conferencia en The Hub, Oxford, 21 de mayo de 2018). Medir los componentes del riesgo existencial es, sin duda, una ciencia inexacta y un tanto especulativa. Para los miedos de Nick Bostrom a la nanotecnología, véase https://www.nickbostrom.com/existential/risks.html.
[5]https://www.theguardian.com/society/2005/jan/13/environment.science; Jared Diamond, Collapse: How Societies Choose to Fail or Survive, Penguin, 2011, p. 522 [trad. cast.: Colapso, Debolsillo, 2021]. Véase también Will Steffen y Johan Rockström et al., «Trajectories of the Earth System in the Anthropocene», PNAS, vol. 115, n.º 33, 2019.
[6]Citas del discurso de Attenborough en las conferencias climáticas COP24 de la ONU en Polonia el 3 de diciembre de 2019, y su programa de BBC TV Climate Change: The Facts, emitido el 18 de mayo de 2019.
[7]Mi uso del término terra nullius se basa en el trabajo de Henry Reynolds, el historiador de los derechos de las tierras indígenas de Australia: https://www.themonthly.com.au/books-henry-reynolds-new-historical-landscape-responce-michael-connor039s-039the-invention-terra-nul#mtr. La idea del futuro como un territorio colonizado se menciona por primera vez, hasta donde yo sé, en los escritos del pionero futurista austriaco Robert Jungk, Tomorrow is Already Here: Scenes from a Man-Made Word, Rupert Hart Davis, 1954, pp. 16-19. La metáfora aparece de manera más explícita en la obra del estudioso de la previsión Jim Dator («Decolonizing the Future», en Andrew Spekke (ed.), The Next 25 Years: Challenges and Opportunities, World Future Society, 1975), y la socióloga Barbara Adam (Time, Polity Press, 2004, pp. 136-143).
[8]Martin Rees, On the Future: Prospects for Humanity, Princeton University Press, 2018, pp. 226-227 [trad. cast.: En el futuro, Crítica, 2019]. Sus comentarios sobre China provienen de una charla sobre su último libro, On the Future, en Blackwell’s Bookshop, Oxford, el 5 de noviembre de 2018.
[9]«The Short Long», discurso de Andy Haldane, Bruselas, mayo de 2011, https://www.bankofengland.co.uk/-/media/boe/files/speech/2011/the-short-long-speech-byandrew-haldane.
[10]«Global Guardians: A Voice for the Future», Mary Robinson Foundation y Climate Justice Position Paper, abril de 2017, p. 6; papa Francisco, «Laudato Si», encíclica del Santo Padre Francisco, Ciudad del Vaticano, Roma, 2015, pp. 118, 178.
[11]Entre las pocas excepciones a este vacío intelectual figura el concepto del «largo camino» de Ari Wallach: https://www.longpath.org. Gracias a Graham Leicester por la idea de una «emergencia conceptual»: http://www.internationalfuturesforum.com/s/223.
[12]Para un análisis de esas teorías del cambio social, véase mi informe para Oxfam «Cómo sucede el cambio. Perspectivas Interdisciplinarias para el Desarrollo Humano», Informe de Investigación de Oxfam, 2007, https://oxfamilibrary.openrepository.com/bitstream/handle/10546/112539/rr-how-change-happens-human-development-260207-summ-es.pdf;jsessionid=5D1FB8029B16DF809C71BF27EB3F9215?sequence=3.
[13]Brian Eno, «The Big Here and Long Now», Long Now Foundation, San Francisco, 2000.
[14]Charles D. Ellis, The Partnership: The Making of Goldman Sachs, Penguin, 2009, pp. 177-180.
[15]John Dryzek, «Institutions for the Anthropocene: Governance in a Changing Earth System», British Journal of Political Studies, vol. 46 n.º 4, 2014, pp. 937-941.
[16]Para un análisis de diferentes marcos temporales para idear el futuro, véase Richard Slaughter, «Long-Term Thinking and the Politics of Reconceptualization», Futures, vol. 28, n.º 1, 1996, pp. 75-86.
[17]Stewart Brand, The Clock of the Long Now: Time And Responsibility, Phoenix, 1999, pp. 4-5.
[18]Terry Eagleton, Hope Without Optimism, Yale University Press, 2015, pp. 1-38 [trad. cast.: Esperanza sin optimismo, Taurus, 2016].
02
La nube de azúcar y la bellota
Dentro de nuestro cerebro
dividido por el tiempo
Cierra los ojos e imagina que tienes en la palma de cada mano un objeto que encarna los dilemas cotidianos que afrontamos en nuestra tensa relación con el tiempo. En la mano izquierda encontrarás una nube de azúcar de color rosa. En la derecha tienes una reluciente bellota verde. Juntas simbolizan la fascinante tensión que existe en los horizontes temporales de la mente humana. Nuestro cerebro está configurado para el pensamiento a corto y largo plazo, y se da una batalla constante entre ambos. De lo personal a lo político, de la vida privada a la vida pública, esa tensión es omnipresente. ¿Deberías tirar la casa por la ventana e irte de vacaciones a la playa o ahorrar para la jubilación? ¿Los mandatarios aprobarán políticas adecuadas para el siglo que nos espera o se centrarán en beneficios rápidos para las próximas elecciones? ¿Es más probable que publiques un selfi en Instagram para cosechar popularidad o que plantes una semilla para la posteridad?
Todos tenemos lo que yo denomino un «cerebro nube de azúcar», que puede obcecarse con deseos y recompensas a corto plazo. Pero también poseemos un «cerebro bellota» que nos permite imaginar futuros lejanos y trabajar en objetivos a largo plazo. La interacción entre esos dos husos horarios de nuestra mente es lo que en buena medida nos hace singularmente humanos.
El cerebro bellota protagoniza una aparición casi literal en El hombre que plantaba árboles, de Jean Giono, la historia de un pastor que cada día tira bellotas al suelo mientras cuida de sus ovejas y, tras varias décadas, ha plantado un extenso robledo. El relato nos parece cautivador. A pesar de ello, y de nuestras evidentes capacidades para el pensamiento a largo plazo, la narrativa dominante en la sociedad siempre pone énfasis en nuestro cortoplacismo inherente. Cuando estaba documentándome para este libro, hablando con psicólogos, economistas, futurólogos o funcionarios, me encontré en repetidas ocasiones con la idea de que nos motivan eminentemente las recompensas instantáneas y la satisfacción inmediata, y de que, por tanto, hay pocas esperanzas de que podamos hacer frente a los desafíos a largo plazo de nuestra era. Un ensayo de Nathaniel Rich sobre nuestra negativa a combatir la crisis climática ilustra esta perspectiva. «Los seres humanos —escribe—, ya sea como miembros de organizaciones globales, democracias, industrias, partidos políticos o como individuos, son incapaces de sacrificar la comodidad actual para impedir un castigo impuesto a las generaciones futuras».[19]
Si esperamos ser buenos antepasados, es esencial cuestionar esa suposición y reconocer plenamente que nuestro cerebro sí es capaz de pensar a largo plazo. Hacerlo es un punto de partida para crear una sociedad que supere la actual miopía que limita su visión al presente. Las diversas formas de pensamiento a largo plazo que abordamos en este libro —como el pensamiento catedral, la predicción holística y aspirar a un objetivo trascendental— se fundamentan en nuestra capacidad natural para imaginar y planificar el futuro. Sin ella no habríamos inventado la agricultura, construido las catedrales de la Europa medieval, creado los sistemas de sanidad pública o viajado al espacio. Y hoy la necesitamos más que nunca.
Este capítulo demuestra que somos capaces de esos hitos a largo plazo, explorando cómo funciona la mente bellota y cómo se ha desarrollado a lo largo de dos millones de años de historia evolutiva. Pero debemos empezar desvelando el funcionamiento interno de su gran rival, el cerebro nube de azúcar.
Cómo maneja el cerebro nube de azúcar
el comportamiento humano
Estoy sentado en una cafetería de Oxford con el neurocientífico Morten Kringelbach, un reconocido experto mundial en materia de placer y cerebro que está entusiasmado por hablar de la capacidad humana para el pensamiento a largo plazo. Pide un browniede chocolate y, cuando llega, desliza el plato hacia mí. Yo rechazo su ofrecimiento y le digo que estoy cuidando la salud. Me quedo mirando el brownie. El brownie se me queda mirando a mí. Seguimos cruzando miradas. Al cabo de unos minutos ya no puedo resistir mi adicción al chocolate y le doy un mordisco.
Los seres humanos, me explica Morten, tenemos en el cerebro un sistema del placer que nos empuja a buscar satisfacciones y recompensas a corto plazo, a la vez que nos anima a evitar el dolor inmediato. Muchos de esos placeres desempeñan un papel positivo en nuestra vida, como la cálida sensación del sol en la piel, el consuelo de un abrazo o el deleite que nos procura compartir y conversar. Pero, a veces, el sistema del placer funciona incorrectamente y se ve dominado por deseos e impulsos a corto plazo que pueden convertirse fácilmente en adicciones: anhelamos la inyección de azúcar de una bebida con gas o no podemos parar de jugar a un videojuego. Es este «cerebro adictivo», dice, el que tenemos que vigilar y el que provoca comportamientos perjudiciales a corto plazo (incluyendo el volverse adicto al chocolate). Estos rasgos adictivos e impulsivos a corto plazo son lo que yo describo como el cerebro nube de azúcar por motivos que aclararé a continuación.
Una de las primeras reflexiones sobre su funcionamiento tiene su origen en un innovador estudio de 1954 en el que implantaron electrodos en el hipotálamo de unas ratas. Esos electrodos iban conectados a una palanca que las ratas podían activar para recibir un estímulo eléctrico en el cerebro. Según descubrieron, las ratas activaban repetidamente la palanca, hasta dos mil veces cada hora, y para hacerlo abandonaban actividades normales como alimentarse, beber o tener relaciones sexuales. Este estudio y otros posteriores indican que algunas regiones concretas del cerebro están asociadas a deseos adictivos y que la dopamina química es fundamental para la señalización neuronal en dichas zonas.[20] Nos guste o no, compartimos antepasados comunes con las ratas (hace unos ochenta millones de años), así que no es de extrañar que estudios posteriores demostraran que los humanos poseen regiones cerebrales parecidas.[21]
Los biólogos evolutivos afirman que nuestra tendencia a los placeres, deseos y recompensas a corto plazo se desarrolló como un mecanismo de supervivencia en condiciones en las que la comida podía escasear o en las que la seguridad podía correr peligro. Mucho antes de la invención de los brownies de chocolate, nuestro cerebro desarrolló sistemas de procesamiento a corto plazo que nos indicaban que comiéramos todo lo que pudiéramos cuando pudiéramos y que saliéramos corriendo cuando nos encontráramos con un depredador. Por eso nos acercamos automáticamente a oler un pastel recién cocinado sin pararnos a pensar, y por eso damos media vuelta si vemos un rottweiler viniendo hacia nosotros.[22]
Por tanto, cuando nos cuesta resistirnos a la comida o a las drogas, sabemos que probablemente ha entrado en funcionamiento nuestro ancestral cerebro adictivo. Cuando consultamos el teléfono para ver si hay mensajes nuevos somos como esas ratas que activan obsesivamente la palanca en busca del placer instantáneo de un subidón de dopamina que ha sido incorporado de manera intencionada a la tecnología. Y cuando no podemos resistirnos a dar una calada a un cigarrillo después de tomar unas copas en una fiesta, estamos obedeciendo a la profunda llamada de nuestros ancestros paleomamíferos. ¿Qué te parece como excusa?
De hecho, gran parte del cortoplacismo cotidiano de la cultura del consumo —desde atiborrarse de comida basura hasta la estampida de clientes hacia los centros comerciales en las rebajas— puede atribuirse a los instintos inmediatos que forman parte de nuestra herencia evolutiva. «La propensión al exceso de consumo —argumenta el neurocientífico Peter Whybrow— es una reliquia de una época en la que la supervivencia individual dependía de una feroz competencia por los recursos. […] El cerebro ancestral que nos mueve (desarrollado en la escasez, impulsado por los hábitos y centrado en la supervivencia a corto plazo) se adapta mal a la frenética afluencia de la cultura material contemporánea».[23]
Los seres humanos incluso anteponen los deseos satisfactorios a corto plazo a los intereses personales a largo plazo. Fumar es un ejemplo obvio, pero también podemos comer alimentos ricos en grasas aun sabiendo que podrían provocarnos cardiopatías más adelante, o decidir gastarnos los ahorros en unas vacaciones desenfrenadas en el Caribe en lugar de guardarlos para épocas de vacas flacas. En lo tocante a nuestros horizontes temporales en el ámbito personal, nuestro yo futuro a menudo queda relegado a un segundo plano por los placeres inmediatos. Normalmente preferimos una recompensa más pequeña y rápida a una más grande y posterior, un fenómeno conocido como «descuento hiperbólico».[24]
Uno de los ejemplos más conocidos de nuestra impulsividad y deseo de recompensas instantáneas es la prueba de la nube de azúcar. En los años sesenta, Walter Mischel, un psicólogo de Stanford, colocó una nube de azúcar o una golosina similar delante de unos niños de entre cuatro y seis años. Si podían resistirse a comérsela durante cinco minutos mientras estaban solos en una habitación, les dijo, serían recompensados con una segunda nube. El hecho de que dos tercios de los niños no lo consiguieran es a menudo interpretado como una demostración de nuestra naturaleza inherentemente cortoplacista.
Pero, a pesar de su fama, la prueba de la nube de azúcar es solo parte de la historia de quiénes somos. Para empezar, hay que reconocer que un tercio de los niños que participaron en el experimento de Mischel resistieron la tentación. Además, cuando se ha repetido la prueba hemos visto que la capacidad para posponer la gratificación depende mucho del contexto. Si los niños no confían en que el investigador volverá, serán más proclives a coger la nube, y a aquellos que vienen de familias más adineradas les resulta más fácil resistirse a la golosina. La falta de confianza y el miedo a la escasez pueden empujarnos al cortoplacismo.[25]
Y lo que es más importante: según reconocen neurocientíficos como Morten Kringelbach, somos mucho más que ratas activando palancas o ladrones de tentempiés azucarados. El cerebro nube de azúcar ancestral existe junto a partes mucho más nuevas de nuestra neuroanatomía que nos ofrecen la capacidad de pensar y planificar a largo plazo. Es hora de conocer el cerebro bellota.
Conoce a tu cerebro bellota
Hace unos doce mil años, al principio del Neolítico, uno de nuestros antepasados hizo algo extraordinario: en lugar de comerse una semilla, decidió guardarla para plantarla la siguiente temporada. Ese momento —el principio de la revolución agrícola— supone un punto de inflexión en la evolución de la mente humana y es el nacimiento simbólico del pensamiento a largo plazo.
Tener la previsión de guardar semillas para el cultivo, así como el autocontrol necesario para resistirse a comérselas durante los largos y hambrientos meses de invierno, demuestra la extraordinaria capacidad del Homo sapiens para catapultar su mente desde el presente hasta el futuro lejano y para embarcarse en proyectos y empresas con horizontes temporales prolongados. Este aspecto de nuestra configuración neurológica merece un nombre: el cerebro bellota. Y todos tenemos uno. Pero ¿cómo funciona exactamente, de dónde proviene y hasta qué punto es poderoso?
El funcionamiento del cerebro bellota es el tema de un nuevo campo de investigación conocido como psicología prospectiva, que argumenta que lo que hace únicos a los humanos es nuestra capacidad para pensar en el futuro o «proyectarlo». Por tomar prestado un término del psicólogo Martin Seligman, somos Homo prospectus, una especie «guiada por el hecho de imaginar alternativas que se extienden hacia el futuro».[26] Aunque Freud nos animaba a viajar al pasado, nuestra mente siente el impulso natural de mirar en la otra dirección. Siempre estamos imaginando posibilidades, trazando planes y deambulando por los contornos del futuro a corto y largo plazo. En palabras del psicólogo Daniel Gilbert, somos «el mono que mira hacia delante».[27]
Las pruebas son convincentes. Ningún otro animal parece pensar tanto en el futuro o planificarlo conscientemente como los seres humanos. Las ardillas entierran frutos secos para el invierno, pero lo hacen por instinto cuando empiezan a acortarse los días, y no porque hayan decidido elaborar un plan de supervivencia de manera consciente. Los estudios sobre el comportamiento animal revelan que especies como las ratas poseen una memoria excelente, pero solo pueden pensar con una media hora de antelación. Aunque los chimpancés arrancan las hojas de las ramas para fabricar una herramienta que introducen en un nido de termitas, no hay pruebas de que preparen una docena de esas herramientas para poder utilizarlas la semana siguiente.[28]
Por el contrario, así es exactamente como actúa un ser humano. Somos planificadores extraordinarios. Planeamos las vacaciones del próximo verano, diseñamos jardines que no serán hermosos hasta dentro de una década, ahorramos para la universidad de nuestros hijos e incluso recopilamos listas de canciones para nuestro entierro. Eso es lo que hace el cerebro bellota. Esa capacidad para proyectar es la que nos permite sobrevivir y prosperar. «Nuestra singular previsión es la que creó la civilización y sostiene a la sociedad —afirma Martin Seligman—. El poder de la prospección es lo que nos hace sabios. Mirar hacia el futuro, ya sea consciente o inconscientemente, es una función crucial de nuestro voluminoso cerebro».[29]
Todo empieza en los primeros años de infancia. Cuando los niños tienen unos cinco años son capaces de imaginar el futuro, predecir acontecimientos y distinguirlos del pasado y el presente. Por eso, cuando tenían más o menos esa edad, mis gemelos empezaron a darme pequeñas listas de lo que querían para su cumpleaños con varios meses de antelación. Cuando lleguen a la adolescencia habrán desarrollado una sofisticada capacidad para los viajes mentales en el tiempo, que permiten pronosticar y planificar en largos periodos de tiempo, comprender el tiempo histórico que se prolonga a lo largo de varios siglos y desarrollar la capacidad de contemplar su propia muerte.[30]
¿Cuántas veces pensamos y planificamos diariamente el futuro? Mucho más de lo que supone la psicología tradicional. Un estudio realizado con quinientos habitantes de Chicago, en el que, utilizando una aplicación móvil, les preguntaban varias veces al día qué estaban pensando, demostró que pasaban aproximadamente un 14 % del tiempo pensando en el futuro y solo un 4 % pensando en el pasado (el resto de sus pensamientos guardaban relación con el presente o no se circunscribían a un marco temporal concreto). Del tiempo que pasaban pensando en el futuro, unas tres cuartas partes consistían en hacer planes.[31] Por tanto, pensamos en el futuro unas tres veces más que en el pasado, y de cada siete horas, una está dedicada a cosas que todavía no han ocurrido.
Gran parte de este procesamiento neuronal sobre el futuro se produce en una zona del cerebro denominada lóbulo frontal, que se encuentra en la parte delantera de la cabeza, por encima de los ojos. La gente que ha sufrido daños en el lóbulo frontal a menudo parece totalmente normal y puede hablar del tiempo, beber una taza de té y hacer una prueba de memoria. Pero es posible que sea completamente incapaz de planificar nada, por ejemplo, decir qué hará aquella tarde o terminar un puzle que requiera anticipación. El lóbulo frontal (y en especial la región conocida como corteza prefrontal dorsolateral) es el centro de operaciones del cerebro bellota, una máquina del tiempo que nos permite imaginar situaciones para las cuales todavía faltan semanas o incluso décadas, y elaborar planes y procesos complejos a lo largo de extensos periodos de tiempo.
Lo curioso del lóbulo frontal es que es una incorporación relativamente nueva al cerebro, ya que se desarrolló en los dos últimos millones de años (los primeros cerebros aparecieron en la Tierra hace unos quinientos millones de años). En ese espacio de tiempo, nuestra materia craneal duplicó con creces su masa, pasando de un cerebro de seiscientos gramos en el caso del Homo habilis a uno de 1,3 kilos en el del Homo sapiens. Pero este crecimiento repentino no estaba repartido de manera equitativa; apareció desproporcionadamente en la parte frontal, de modo que la frente baja e inclinada de nuestros primeros antepasados fue avanzando paulatinamente hasta alcanzar la posición casi vertical de la actualidad. Y esa es la parte de nuestro aparato cerebral que es la principal responsable de la planificación futura y de otras «funciones ejecutivas», como el razonamiento abstracto y la resolución de problemas.[32]
A pesar de este avance evolutivo en nuestra capacidad para pensar a largo plazo, la mayoría de nuestras proyecciones se centran en un futuro muy inmediato. El estudio de Chicago demostró que alrededor de un 80 % de los pensamientos relacionados con el futuro hacían referencia al mismo día o al día siguiente; solo un 14 % se proyectaba a un año vista, y solo un 6 % a más de diez años.[33] Por tanto, aunque el cerebro bellota forma parte de nuestra neuroanatomía funcional, está dominado por nuestro cerebro nube de azúcar a corto plazo y tiene dificultades para eludir su influencia.
Las repercusiones son profundas. Según Daniel Gilbert, uno de los fundadores de la filosofía prospectiva, si unos científicos extraterrestres quisieran destruir a nuestra especie, no enviarían a hombrecillos verdes para desterrarnos al olvido. Ello no tardaría en activar nuestros afinados mecanismos de defensa. En lugar de eso, inventarían algo como el calentamiento global, que pasaría inadvertido al cerebro humano porque no se nos da muy bien actuar ante amenazas a largo plazo. Aunque nos apartamos rápidamente de una pelota de béisbol que se dirige a toda velocidad hacia nuestra cabeza, somos mucho menos hábiles a la hora de abordar un peligro que acechará dentro de varios años o décadas. Sin embargo, el hecho de que podamos pensar a largo plazo «es una de las innovaciones más asombrosas del cerebro», asegura Gilbert. Solo tenemos que entender que se encuentra en una fase temprana de su desarrollo.[34]
Somos muy buenos con los peligros claros y actuales, igual que todos los mamíferos. Pero hemos aprendido, o casi, un truco nuevo en los dos últimos millones de años. Nuestro cerebro, a diferencia del de casi todas las demás especies, está preparado para tratar el futuro como si fuera el presente. Podemos pensar en nuestra jubilación o en una visita al dentista, y podemos tomar medidas hoy para ahorrar de cara a la jubilación o pasarnos hilo dental para no recibir malas noticias dentro de seis meses. Pero solo hemos empezado a aprender ese truco. Es una adaptación muy nueva en el reino animal y no lo hacemos demasiado bien.[35]
No es que seamos incapaces de pensar en el futuro a largo plazo, lo cual sería un hándicap neurológico verdaderamente desastroso que inhibiría cualquier respuesta a las amenazas ecológicas, sociales y tecnológicas que asoman en el horizonte, desde conflictos por los recursos del agua hasta riesgos de ciberataques contra el sistema de defensa de un país. El problema es que no se nos da muy bien. Como cabría esperar, algunos ya han aprendido a hacerlo, desde comunidades indígenas que utilizan la toma de decisiones a siete generaciones vista hasta ingenieros que diseñan puentes que duran un siglo y cosmólogos que conocen los misterios del tiempo profundo. Pero la mayoría de nosotros somos como perros viejos a los que les cuesta aprender un truco nuevo.