El fin de una era - Steffany Kennels - E-Book

El fin de una era E-Book

Steffany Kennels

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Beschreibung

Dicen que cuando tocas fondo, ya solo puedes ir hacia arriba, pero ¿qué pasa cuando unas afiladas garras te arrastran hacia un lugar más profundo? Todos aquellos que forman parte de una organización criminal saben que nada es lo que parece. Cuando crees haber visto lo más bajo del ser humano, aparece alguien aún peor. Por eso, las relaciones, las amistades, el amor, están prohibidos, pero ¿y si esa persona eres tú? Si fueras tú ese demonio que acecha entre las sombras, ¿serías capaz de arrastrar contigo al hombre al que amas?, ¿a tus amigos?, ¿a tu familia? ¿O renunciarías a todo y aceptarías el monstruo que verdaderamente eres? El secuestro de Dima ha marcado un antes y un después en la vida y el carácter de Ayshane. Eduard apenas reconoce a su hija. Erick teme por la integridad, la vida y el corazón de la peligrosa mujer de la que se ha enamorado. La lugarteniente navega por una fina línea que separa la oscuridad de la incandescente luz que brilla en su interior. Para acabar con algunas bestias, Ayshane debe aceptar quién es en realidad. Aunque eso signifique perder al amor de su vida.

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El fin de una era

Los personajes, eventos y sucesos que aparecen en esta obra son ficticios, cualquier semejanza con personas vivas o desaparecidas es pura coincidencia.

No se permite la reproducción total o parcial de este libro, ni su incorporación a un sistema informático, ni su transmisión en cualquier forma o por cualquier medio, sea este electrónico, mecánico, por fotocopia, por grabación, u otros métodos, sin el permiso previo y por escrito del editor. La infracción de los derechos mencionados puede ser constitutiva de delito contra la propiedad intelectual (Art.270 y siguientes del código penal).

Diríjase a CEDRO (Centro Español De Derechos Reprográficos). Si necesita fotocopiar o escanear algún fragmento de esta obra. Puede contactar con CEDRO a través de la web www.conlicencia.com o por teléfono en el 91 702 19 70 / 93 272 04 47.

© de la fotografía de la autora: Archivo de la autora

© Steffany Kennels 2023

© Entre Libros Editorial LxL 2023

www.entrelibroseditorial.es

04240, Almería (España)

Primera edición: enero 2023

Composición: Entre Libros Editorial

ISBN: 978-84-18748-82-0

EL

FIN

DE una era

SERIE MAMBA NEGRA

vol.2

Steffany Kennels

A mi pequeño unicornio, mi niña cactus,

mi teacher más dulce y a mis alemanas favoritas.

Pero, sobre todo, a ti, Sueca.

índice

Capítulo 1

Capítulo 2

Capítulo 3

Capítulo 4

Capítulo 5

Capítulo 6

Capítulo 7

Capítulo 8

Capítulo 9

Capítulo 10

Capítulo 11

Capítulo 12

Capítulo 13

Capítulo 14

Capítulo 15

Capítulo 16

Capítulo 17

Capítulo 18

Capítulo 19

Capítulo 20

Capítulo 21

Capítulo 22

Capítulo 23

Capítulo 24

Capítulo 25

Capítulo 26

Capítulo 27

Capítulo 28

Capítulo 29

Capítulo 30

Capítulo 31

Epílogo

Agradecimientos

Nota de la autora

Biografía de la autora

Capítulo 1

La habitación estaba en penumbra, iluminada con pereza por la candente y tenue luz del colosal vestidor forrado con madera de sequoia. Ayshane estaba arrodillada y descalza. Llevaba una camisa negra y acartonada por la sangre que la manchaba hasta la mitad del muslo y una trenza de espiga despeluchada. Rota de dolor, envenenada, sostenía entre sus manos una pequeña maleta. Era de acero negro, con una mamba negra tallada en oro sobre la cubierta y dos cierres dorados en forma de hebilla.

Una insignificante maleta, no más grande que una caja de zapatos, guardaba las llaves de una vida de la que no podía huirse y cerraba la cancela de un mundo del que jamás volvía a verse la cálida luz del sol. Una maleta en cuyo interior Ayshane custodiaba con celo un kit completo de tatuaje profesional: agujas, bisturí, jeringuillas, bridas y tinta negra. Todo lo necesario para tatuar a aquellos que, motu proprio, habían decidido formar parte de la bratva Ivanov bajo sus órdenes.

Pero aquella maleta de acero negro guardaba algo más en su interior. Sus rígidas tapas habían sido capaces de contener durante años a la temida Ayshane Ivanova del Clan de las Serpientes, una organización criminal fundada por su padre, Eduard Ivanov, que en la actualidad aún mantenía en jaque a las autoridades de medio mundo gracias a la inquebrantable mano de acero de su hermanastro, Adrik Ivanov, también conocido como la Cobra Real. Sus adversarios habían aprendido a respetarla gracias al magnífico trabajo que Ayshane había llevado a cabo durante años para su padre cuando era su lugarteniente. Su brazo ejecutor.

Abrió la pequeña maleta con manos temblorosas. Su interior encerraba demasiados anhelos truncados, demasiadas vidas sesgadas. Sabía que no serían las últimas. Aquella guerra, su guerra, no había hecho más que empezar, y no acabaría hasta que no diera por finalizada la organización que la vio nacer. Que la convirtió en quien era. Que la moldeó hasta hacer de ella una perfecta máquina de matar con un error, un único error tan colosal como humano: su corazón. Ese del que renegaban sus congéneres y al que ella misma había repudiado desde su más tierna infancia, enterrándolo bajo unas zarzas de acero que ahora yacían como polvo a su alrededor.

Durante años había guardado aquella insignificante maleta con la esperanza de no tener que abrirla nunca más.

No quería volver a abrazar las costumbres de una organización de la que nunca quiso formar parte, de la que siempre deseó escapar. Una organización cuyo seno familiar estaba podrido, basado en la imposición del orden a través del miedo. Donde la traición se pagaba muy cara, con marcas en el cuerpo que señalaban al judas para toda la vida.

Acarició la hoja del afilado bisturí con cuidado de no cortarse la yema de los dedos y con la mirada perdida más allá del brillo del impoluto metal. Lo dejó sobre una pequeña bolsa transparente con bridas negras sin abrir y cogió la máquina de tatuar.

Al contrario que el resto de los Víboras que habían formado parte de su extenso ejército de mercenarios cuando era la lugarteniente de su propio padre, ella no había elegido esa vida. No había elegido cruzar aquella puerta. Nunca le permitieron conocer otro mundo, pero la habían tatuado igual que al resto, como a todos aquellos que por voluntad propia decidieron acceder a aquel infierno. Su infierno.

La última vez que había abierto aquella pequeña maleta, Ayshane tenía dieciséis años. Como lugarteniente de una de las bratvas más temidas de España, era su obligación marcar a todos aquellos que estaban bajo su mando, y por aquel entonces, una nueva alma descarriada quería formar parte de su extensa colección de mercenarios: una ucraniana que había pasado las pruebas y llevaba años trabajando para su familia entre las sombras.

A pesar del tiempo que había transcurrido desde la última vez que había abierto aquella maleta de acero negro, la lugarteniente todavía era capaz de recordar a la joven ucraniana. Era preciosa, toda una belleza nórdica. No mucho mayor que ella, tres años tan solo. Con el temperamento beligerante que tanto le gustaba a Dima, su mano derecha por aquel entonces. Su hermano.

Sollozó y sorbió por la nariz al recordar a su hermano. Retuvo aire en sus pulmones al sentir una dolorosa presión en el pecho. Acarició el borde de la tapa del pequeño baúl con los pulgares y los ojos cerrados, soltando el aire con rigurosa y controlada templanza, pero sin poder evitar que un sinfín de agujas se clavaran en su corazón.

Aquella joven ucraniana tenía un nulo aprecio por la vida, actitud que buscaban en todos y cada uno de los hombres y mujeres que habían formado parte de sus filas. Iba a ser un buen Víbora para su ejército de mercenarios. Un nuevo guerrero que daría su vida a cambio del más generoso sueldo que podría recibir jamás y que, con total seguridad, nunca llegaría a gastar.

La bratva Ivanov tenía a los mejores hombres y a las mejores mujeres porque quienes eran reclutados carecían de escrúpulos, porque eran entrenados hasta la muerte para convertirse en los guardianes de un mundo del que jamás podrían escapar. Su mundo.

Acarició con la yema de los dedos el cabezal donde debían colocarse las agujas que inyectaban la tinta bajo la piel. Aún recordaba el pequeño y diabólico ratón que aquella joven ucraniana tenía tatuado en la parte baja de su cuello. Era siniestro, negro, con dientes puntiagudos y unos ojos de color sangre tan logrados que parecían seguirte a todas partes, como si cobraran vida sobre la suave y nívea piel de la muchacha.

Ayshane le hizo un buen trabajo. Una gran víbora enroscada en la parte baja de la espalda se alzaba por la columna de la joven ucraniana; unas enormes fauces abiertas sobre aquel siniestro ratón. Su último tatuaje. Esa chica fue la última persona a la que la lugarteniente tatuó. Una muchacha de la que no recordaba ni siquiera el nombre, tan solo el agujero donde ordenó abandonar su cadáver.

Cerró la caja a la vez que sus rasgados ojos. Dos lágrimas empañaron la serpiente grabada en oro sobre la cubierta de acero negro. Su serpiente. Su seña de identidad en aquel mundo. Aquella por la que era conocida. De la que se enorgullecían los hombres y las mujeres que habían formado parte de sus filas. A la que su mundo temía tanto o más como respetaba. Se secó las mejillas con el dorso de la mano, se levantó y fue hacia la cama. Dejó la pequeña maleta sobre el edredón suave y negro. Encendió la luz de la habitación y se miró en el espejo que había al otro lado de la cama. El peso del pasado al cual había renunciado era invisible, y a duras penas las rígidas cubiertas de acero negro eran capaces de contenerlo, pero hundían la insignificante maleta sobre el colchón como una losa de hormigón en el océano.

Erick entró en la habitación que ambos compartían desde hacía tan solo una semana. Sus miradas se cruzaron una fracción de segundo a través del espejo. Ayshane agachó la cabeza y se abrazó a sí misma.

El que había sido inspector jefe de la Brigada de Operaciones Especiales de la policía escudriñó el cuerpo de la lugarteniente a través del reflejo antes de acercarse a ella. Apoyó la barbilla sobre el hueco de su cuello y rodeó la cintura de Ayshane desde atrás.

—Ash... —Inhaló su aroma—. Ayshane... —Besó su cuello—. Ayshane, mírame.

La lugarteniente alzó la vista y observó la imagen de ambos reflejada en el espejo. Un escalofrío la recorrió de pies a cabeza al sentir la protección de un hombre que no merecía, pero al que, con un egoísmo impropio de ella, no quería renunciar.

Habían pasado quince minutos desde que dejó a los tres agentes que ahora formaban parte de su mundo en el garaje de aquella zona de seguridad que su padre había restaurado a doce metros bajo el suelo, en pleno barrio de Salamanca, oculto bajo una obviedad imposible.

La última vez que alzó la vista hacia ellos estaban deshechos por una guerra que apenas había comenzado y de la que ella hubiese preferido que no formaran parte. Pero, como siempre, no tuvo opción. Su padre ni siquiera le había consultado. Le ordenó que los reclutara y, haciendo honor a viejas costumbres y al inmenso respeto y amor que sentía hacia Eduard, se limitó a seguir sus órdenes. Ahora era demasiado tarde. Los agentes nunca podrían escapar de aquel horror, de aquel infierno, de aquel mundo.

Su hermano había desaparecido en un operativo que tenía que haber sido simple, para principiantes, limpio y sin muertes, pero que se convirtió en todo lo contrario: una cruenta batalla campal entre dos clanes de la misma sangre, ahora enfrentados.

Dima se encontraba en manos de Elenka, su sádica hermanastra. Dima, su querido y único hermano, el hombre que siempre había sido su mano derecha, al que había considerado desde niña su familia sin saber que en realidad lo era hasta que su padre se lo confesó meses atrás.

La muy desgraciada había apuñalado a Dima en el costado, mirándola. Porque Ayshane estaba segura: Elenka la miraba a ella desde aquel palco mientras hundía el machete en el cuerpo del Víbora con una pérfida sonrisa en los labios. No era capaz de quitársela de la cabeza, emponzoñando la bondad que Erick decía ver en ella.

Elenka se había llevado a Dima y no sabían por qué, para qué ni cómo era posible que su hermanastra supiera que Dima estaba vivo. ¿Cómo los habían descubierto? ¿Qué había fallado? ¿En qué había fallado? Necesitaba saberlo antes de que aquella información llegase a oídos de su hermanastro. Si Adrik se enteraba de que los agentes y su propio padre seguían con vida, volverían a estar en el punto de mira. Y su hermano...

Su mundo se desmoronaba. Su magnífico plan se desvanecía. Nunca acabaría con Adrik. Nunca, si eso suponía poner en riesgo a Dima, a su padre, a Erick, a Alice, a Sergei, a Jason y a Ekaterina.

Siempre anheló tener una familia, sentir que formaba parte de la vida de otros por sí misma y no por el temor de ser quien era, y ahora que la tenía no se veía capaz de hacer nada frente a semejante pérdida.

—Erick, yo...

—No, Ayshane, no he venido a discutir. —Apretó a la lugarteniente contra su pecho—. La decisión está tomada. Jason y Alice están cambiándose. Iremos contigo.

—Erick, por favor, no me hagáis esto. —Se dio la vuelta entre sus brazos. Acunó las mejillas del agente entre sus manos y pegó su frente a la de él—. Por favor..., déjame que os proteja —susurró.

Una vez más, su corazón, el único y más peligroso defecto que podía tener una mujer como ella, volvió a sucumbir a los anhelos truncados, a los deseos de una joven marcada por una vida que nunca habría elegido para ella ni para ninguno de sus seres queridos.

Ya había perdido demasiado: su libertad, la vida que no le dieron la oportunidad de acariciar, a su madre y puede que al único hombre al que con orgullo podía llamar hermano.

Era demasiada presión y la sentía concentrada toda en su interior. Sobre su pecho. En su corazón. Como si una cruel y despiadada mano lo aplastara sin piedad mientras veía cómo sucumbía a un mundo gobernado por la ley del talión.

—¿Y quién te protegerá a ti? —Erick acunó la mejilla de la lugarteniente—. No puedes pedirme eso. Ayshane, yo... —Sujetó la barbilla de ella con suavidad para que lo mirase—. Yo también temo por tu vida.

—No sabes lo que estás diciendo. —Apoyó la mejilla sobre su pecho—. Habéis conocido a una mujer a la que yo misma enterré hace años bajo una pesada lápida de sangre, dolor y muerte. No me pidas que os muestre a otra Ayshane, una para la que no estáis preparados.

Erick acarició con los pulgares el rostro de la lugarteniente recreándose en las suaves y delicadas facciones de la mujer que, desecha, asumía su destino.

Ayshane Ivanova había acabado con la vida de un centenar de hombres y mujeres. Mercenarios, narcotraficantes, pederastas cuyo único destino debía haber sido el más horrible de los purgatorios pero a los que ella permitió morir dejando que sus almas encontrasen la paz cuando no era descanso lo que se merecían. A Erick le costó aceptarlo. Había sido inspector. Era policía, o lo había sido hasta que aquel ángel caído del cielo se cruzó en su camino.

—¿De verdad crees que no sé de quién me he enamorado? ¿Crees que no sé qué clase de mujer tengo entre mis brazos? —Acarició su suave y despeluchada trenza de espiga—. ¿No será que no quieres ver en mí esa oscuridad tras la que pretendes esconderte? —Ayshane volvió a alzar la vista y lo miró de medio lado. No creía que en ninguno de los tres agentes hubiese oscuridad. No con unas raíces tan profundas y arraigadas como las suyas, como la de sus hermanastros. Apoyo la frente sobre la de ella—. No renunciaré a ti, Ivanova. Me perteneces. —Agarró la nunca de Ayshane—. Te guste o no, ese corazón que dicen que no tienes, que te empeñas en esconder y proteger del mundo, es mío. —La besó.

Ayshane permitió que Erick arrastrara con sus palabras y su cálido beso el pánico que le producía imaginarse abandonada por los tres agentes. Contra todo pronóstico, ellos habían conseguido iluminar el oscuro calabozo en el que, con mucho celo, había resguardado su corazón desde niña. El mismo que aquel insensato reclamaba a viva voz con tanta seguridad que ni ella se sentía capaz de negarse.

Alzó los brazos alrededor de su cuello y se dejó izar. Rodeó la cintura del agente con sus torneados muslos y lo miró. Comprendió entonces que no podía entregarse a él solo en cuerpo; debía permitirle acceder a su alma. Enfrentarse a la oscuridad que acechaba en su interior para luchar juntos contra sus demonios. Pero estaba segura de que cuando Erick descubriera la podredumbre que rodeaba su corazón se alejaría de ella, y no podía permitírselo. Tenía... miedo.

«Saya, tu madre, también era una asesina y no por eso la queríais menos. Deja que seamos los demás quienes decidamos si merece la pena amarte». Ayshane recordó lo que le había dicho Ekaterina en aquella misma habitación. Y puede que la Madame, a la que quería como a una madre, tuviera razón.

Saya era una mujer cruel, despiadada y sin escrúpulos cuando protegía a los suyos. Ayshane lo sabía mejor que nadie y no por eso le había dolido menos que Adrik la asesinara, ni había dejado de llorarla en soledad. Igual que Dima. Igual que su padre. Todos querían a Saya, siempre la habían querido y nunca la olvidarían.

—No le pertenezco a mi padre. —Acarició la nariz del agente con la punta de la suya—. Tampoco le pertenezco a mi abuelo —susurró—. ¿Qué te hace pensar que te pertenezco a ti? —Miró al agente, desafiante, a través de sus pestañas.

Erick ahogó un gruñido. Afianzó a la lugarteniente sobre sus caderas agarrándole el trasero con firmeza. Se acercó a la pared en la que colgaba el espejo de la habitación, en el lado opuesto al baño, y apoyó la espalda de Ayshane con cuidado sobre el ladrillo visto. Rozó con la punta de la nariz su barbilla. Besó y mordisqueó su cuello, rodeó el puño de la mano con la despeluchada, suave y larga trenza de la lugarteniente y en un rápido giro de muñeca tiró de la espigada de pelo negro hacia atrás, obligándola a que lo mirase. Ayshane lo observó de esa manera tan característica en ella que advertía a todos los que la rodeaban que se encontraban frente a la letal Mamba Negra, capaz de arrebatarle la vida a un hombre en tan solo una exhalación.

—No me das ningún miedo —susurró y mordió el labio inferior de la lugarteniente.

Ayshane se aferró a su beso. Agarrada a los hombros del agente con fuerza, rodeó con sus torneados muslos las caderas de aquel hombre. Se resistía a desprenderse de él.

No era el momento de desatar su pasión, no tenían tiempo que perder, pero le urgía sentir su contacto de manera irracional y primitiva, puede que por última vez.

Capítulo 2

Llegaron a Arturo Soria a las cinco y media de la mañana. Desde el otro lado de la calle, Ayshane contemplaba el urbanita edificio de viviendas en alquiler revestido en ladrillo blanco y ventanas de aluminio negro en el que vivía una agente. Se llamaba Laura y, como topo de su hermanastra Elenka en la brigada de la policía, se encargaba de vigilar los movimientos de los integrantes del territorio que Adrik había cedido a Elenka en España.

Las luces de los tres pisos de apartamentos estaban apagadas. La azotea estaba techada y comunicaba con los edificios colindantes con un tejado que a esa distancia parecía único. La garita del conserje estaba entre un enorme cartel de Pisos en Alquiler y una puerta de aluminio negro que daba acceso al patio comunitario. La garita estaba cerrada. Ninguna luz ni individuo alguno que vigilara el acceso. La calle se encontraba desierta y la noche comenzaba a empalidecer en el horizonte dándole la bienvenida con timidez a los primeros pespuntes del alba.

Alice se acercó a Ayshane. Se colocó a su altura con la vista fija en el edificio de la que hasta hacía menos de un mes había sido su compañera de brigada.

—Quería darte las gracias —se puso unos guantes de cuero negro sin perder de vista el edificio— por permitir que te acompañemos. —Metió las manos en los bolsillos de su chaqueta de piel negra y exhaló aire.

La lugarteniente miró a Alice. Tenía la piel pálida. El frío de la madrugada le había maquillado las mejillas con un gracioso rubor rosáceo a juego con la punta de su nariz respingona. Se había vestido de negro con un jersey de cachemirde cuello vuelto ajustado y unos vaqueros de pitillo. Su atuendo acentuaba esa tonificada figura que, hasta hacía apenas unas horas, siempre había escondido bajo camisetas desgastadas por los lavados, sudaderas de tres tallas más grandes y vaqueros roídos. Se había recogido su mata de pelo rizada en un tirante moño que estilizaba las suaves facciones de su rostro. Había cambiado sus deportivas viejas por unas coloridas Timberland color camel, muy parecidas a las que tanto le gustaba usar a Dima.

Un irrefrenable sentimiento de cariño y orgullo se apoderó de Ayshane. Las palabras que le había dedicado a la agente en el garaje del búnker no solo no la habían herido, sino que no habían minado la reciente confianza que parecía haber adquirido en sí misma junto a ella.

La lugarteniente le había pedido a su padre que comprara ropa para Alice y había ordenado que la colocaran en el vestidor que la agente ocupaba en el búnker en el que ahora todos convivían. Alice podría haber vuelto a sus pantalones roídos, sus deportivas viejas, sus camisetas desgastadas y sus sudaderas enormes, pero, sin saber del movimiento de la que ahora consideraba una amiga, había optado por vestir aquellas prendas.

Ayshane habría preferido que ninguno de ellos la acompañasen. No quería que la vieran actuar como debía hacerlo una hija de la bratva, un yakuza, pero no podía negarles a ninguno de ellos la realidad de un mundo que acababa de recibirlos con los brazos abiertos.

Se llevó la mano al pecho, incómoda por la presión que iba creciendo en su interior hasta casi cortarle la respiración. Inspiró por la nariz y soltó el aire muy despacio por la boca. Ella era quien era. Había hecho y haría lo que fuera necesario para proteger a los suyos, y cuanto antes vieran los agentes a la temida mamba negra que moraba en su interior, antes serían conscientes de los peligros del infierno al que habían aceptado adentrarse. Volvió la vista hacia el edificio.

—Dámelas cuando hayamos terminado. —Centró su atención en la ventana del segundo piso—. Si todavía crees que las merezco.

Alice miró a Ayshane por el rabillo del ojo. Jason se acercó hasta ellas con la pequeña maleta negra en la mano y se colocó al lado de su compañera.

—Ash, ¿se puede saber qué llevas aquí dentro? —Le tendió la pesada e insignificante maleta a la lugarteniente.

Ayshane la cogió con una mano sintiendo como si el acero le rodeara la muñeca igual que un frío grillete, encadenándola a una vida de la que nunca podría escapar.

—Laura pertenece a la bratva, y cuando traicionas a uno de sus miembros, quedas marcado para siempre —respondió en tono neutro, sin ápice de sentimiento.

Jason miró desconcertado a Alice, que permanecía inmóvil junto a Ayshane, con la vista fija en el edificio.

—Pensé que..., bueno, ya sabes, creía que veníamos a...

—Hay peores destinos en esta vida que la muerte, Jason. Y para los traidores como Laura, hay un paradisiaco lugar que espera impaciente su llegada —masculló arrastrando las eses de sus palabras e inspiró por la nariz cerrando los ojos.

Volvió a mirar el edificio. Erick se acercó hasta ellos tras asegurarse de haber cerrado el coche en el que habían ido hasta allí.

—¿Vamos? —preguntó cuando llegó al lado de la lugarteniente.

Ayshane lo miró antes de cruzar la calle. Los tres agentes la siguieron. Se encaramaron a la verja de la entrada y saltaron al patio comunitario. Lo atravesaron en silencio entre las sombras de la madrugada y llegaron a la puerta acristalada del portal. La lugarteniente miró el telefonillo alfanumérico, pulsó el botón con una llave grabada e introdujo el código de acceso que reiniciaba la centralita y abría la puerta. Subieron hasta el segundo piso en ascensor. Al salir, Alice pulsó el botón de la planta cero para que el ascensor bajara de nuevo. «Muy lista», pensó. Sonrió y se acercó hasta la puerta del piso de Laura.

En el rellano, de un ostentoso mármol pulido hasta el techo, tan solo había un inquilino por planta. Un edificio demasiado lujoso para una agente con un sueldo mediocre. Ayshane se agachó junto a la puerta, dejó la maleta en el suelo y sacó una pequeña linterna del hueco interior de la bota negra de media caña que llevaba. La encendió. Se la metió en la boca por el mango y del bolsillo interior de su chaqueta de piel negra sacó un diminuto neceser con ganzúas de diferentes tamaños. Miró la cerradura y eligió dos de ellas. Abrió la puerta en un suspiro y, desde el suelo, contempló a los agentes por encima de su hombro antes de entrar.

La lugarteniente se movía muy bien entre las sombras. Estaba acostumbrada a vivir como un fantasma, pero, además, conocía cada metro del piso de Laura. Cada mueble. Cada figura decorativa. Cada exquisita obra de arte. No era la primera vez que estaba allí, pero deseaba que fuera la última.

Tal y como habían acordado antes de salir del búnker, Jason y Alice se quedaron en el salón cubriendo la entrada y el pasillo que llevaban a la única habitación de aquel lujoso estudio. Erick y Ayshane lo atravesaron en silencio.

La puerta del dormitorio que había al fondo estaba abierta; la cama, frente a la entrada, y Laura, dormida. Arropada por los rayos del sol más madrugadores que, poco a poco, se colaban a través de la ventana e incidían en su relajado y angelical rostro.

Ayshane no pudo evitar preguntarse cómo era posible que durmiera tan plácidamente, con esa paz.

Laura había estado engañando a sus compañeros durante años. Los había utilizado y traicionado, había vendido a aquellos a quienes debía proteger y se lucraba de su miedo, de su dolor. Llevaba haciéndolo durante años y, aun así, dormía con la aparente calma de una persona que tiene la conciencia tranquila.

Erick agarró a la lugarteniente por la cintura desde atrás y la pegó a su cuerpo antes de que pusiera un pie en la habitación. Retiró hacia un lado la cola de caballo en la que llevaba recogida su larga trenza de espiga.

—Déjame intentarlo a mí —susurró en su oído.

Ayshane ladeó la cabeza hacia la cara del agente y alzó la vista por encima de su hombro.

—Llegará un día en el que no puedas salvar a todo el mundo. —Acarició con la punta de la nariz el lóbulo de su oreja e inspiró ese aroma que tanto le gustaba—. Eligió hace muchos años su camino. No deberías perder tu tiempo con ella. —Se hizo a un lado y con una sarcástica reverencia lo dejó pasar.

Erick miró a la lugarteniente un segundo antes de entrar en la habitación. Ayshane se apoyó sobre el hombro en el marco de la puerta, se cruzó de pies y brazos e hizo una seña con la cabeza en dirección hacia la cama. Erick se acercó entonces a la joven que cuando llegó a la brigada había estado bajo sus órdenes hasta que ascendió a inspector jefe y le asignaron su propio grupo, su propio trabajo: encargarse de vigilar la organización de Elenka. Ahora todas las pruebas que la Mamba Negra les había mostrado en el búnker apuntaban a que, no solo se limitaba a vigilar, sino que, al parecer, también formaba parte de ella.

Desde la puerta, la lugarteniente vio cómo Erick se acercaba por un lateral de la cama hasta la joven maraña de pelo rubio, cómo le retiraba con suavidad un mechón de la cara, cómo la miraba...

La mamba negra que moraba en su interior se alzó bufando ante la imagen, cometiendo así un fatídico error: descuidar durante una fracción de segundo lo que durante años había sido su cometido. El de contener a la bestia que vivía en la cara oculta de Ayshane Ivanova.

La lugarteniente ladeó la cabeza y entrecerró los ojos hasta convertirlos en dos delgadas líneas marrón oscuro.

Laura era la típica rubia despampanante que le caía bien a todo el mundo. El pelo desfilaba en una uve perfecta que dejaba sus hombros al descubierto. Los ojos grandes, avellanados, de color caramelo. Estilizada y femenina. Una de tantas muñequitas que habían retozado entre las sábanas de Erick, el inspector al que de manera irracional, egoísta e insana Ayshane sentía de su propiedad.

—Laura —susurró Erick de cuclillas junto a la cama—. Laura, despierta. —Colocó un mechón de pelo de la agente tras la oreja con sumo cuidado, como si no quisiera sobresaltarla.

La joven entreabrió los ojos. Sus párpados aletearon.

—¿Erick? —Se frotó los ojos, confusa, con delicados movimientos—. ¡Oh, Dios mío, Erick! —Se incorporó y se lanzó a los brazos del agente.

Erick agarró a la joven con cara de circunstancia. Miró a la lugarteniente por el rabillo del ojo. Ayshane los observaba apoyada sobre el marco de la puerta sin mover un solo músculo de su cuerpo, a través de las negras pestañas que delineaban unos ojos marrones de gata tan oscuros que parecían negros a esa distancia. La lugarteniente alzó la cabeza cuando sus miradas se cruzaron y apretó la mandíbula conteniendo a la bestia que vivía en su interior y que forcejeaba contra la mamba negra. Durante años había mantenido encerrado a aquel ancestral demonio confinándolo bajo una red de acero.

—Entonces, ¡es cierto! ¡Estás vivo! —Acarició los pómulos del rostro del agente—. Creí que nunca más volvería a verte. —Acunó la cara del inspector entre sus manos—. Que nunca más volvería a sentir tus besos, tus caricias. —Apoyó la frente sobre la de él. —. No pensé que acudirías a mí, pero no voy a fallarte. Te ayudaré. No permitiré que te hagan daño.

Ayshane se acarició el pecho, incómoda al sentir una incandescente presión que reclamaba con urgencia una vía de escape. Sus latidos se desbocaron. Su respiración era pausada, aunque entrecortada y dolorosa, como si cientos de alfileres se clavaran en su pleura acrecentando la opresión del pecho. La mamba negra se lanzó furiosa contra la cristalera de su propia psique y liberó a la bestia que escupía fuego y bramaba libre por primera vez desde su más tierna infancia.

—Laura... —Compungido, Erick volvió a colocarle un mechón de pelo tras la oreja.

—Precioso —añadió Ash entre dientes desde la puerta incorporándose.

—¡Ayshane! —Laura se colocó delante de Erick como si quisiera proteger al agente con su cuerpo. La lugarteniente ladeó la cabeza, enarcó una ceja y sonrió de medio lado—. ¿Qué estás haciendo aquí?

—¿En serio? ¿Tienes el valor de preguntarme qué hago aquí? —Arqueó ambas cejas, divertida—. ¿Se lo dices tú o prefieres que se lo diga yo? —Centró toda su atención en Erick.

Laura alzó la vista por encima de su hombro y miró horrorizada al que había sido su compañero, su amigo, su amante.

—No. —Se escapó de entre sus labios como una exhalación—. Erick, tú no. —Negó con la cabeza y dio un tembloroso paso hacia un lado, con las manos echadas hacia la espalda, buscando a tientas la protección de la puerta del armario que quedaba tras ella—. No puedes pertenecer a los Ivanov, tú...

—No pertenezco a los Ivanov.

Laura dio un paso y se aferró a la chaqueta de piel negra que llevaba el agente. Miró suplicante a Erick cuando vio que Ayshane se acercaba a ellos con esa espeluznante sonrisa que hacía temblar a la mismísima muerte.

—Erick, por favor. —Se agarró con ambas manos al brazo del agente—. Los hermanos Ivanov son unos monstruos sin alma, y ella es la peor de todos. No puedes trabajar para Ayshane.

De Ayshane y sus hermanastros se decía que podían llegar a ser monstruos sin alma, sin corazón, pero, de los tres, la lugarteniente era la más temida, pues muchos veían en ella el lóbrego reflejo de su abuelo, Taiyo. Un hombre tan cruel y despiadado que incluso él mismo se vanagloriaba definiéndose como la reencarnación del mal en la Tierra. Se sabía intocable, inaccesible. Obraba a su antojo y, con tal de conseguir aquello que perseguía, hacía y deshacía sin importarle quién cayera en el camino. Un rey al que cualquier organización criminal del país odiaba tanto o más como alababa, pues era preferible tener al anticristo de su lado —o, en su defecto, no cruzarse en su camino— que ir contra él.

Ayshane se quedó paralizada a los pies de la cama, a un par de pasos de aquella pareja: la mujer que podía conducirlos hasta uno de los hombres más importantes de su vida y el descerebrado que se había atrevido a reclamar el corazón de la fría, letal y venenosa serpiente que, sin éxito, trataba de confinar de nuevo al demonio que acababa de ser liberado.

No podía dejar de ser quien era. No podía borrar el pasado y no tenía intención de abandonar a Dima mientras estuviera en manos de Elenka o mientras Adrik siguiera con vida. Erick no se merecía permanecer atado a una mujer como ella. Se lo había dicho, se lo había advertido, se lo había avisado en más de una ocasión. Quizá se había dado cuenta y por eso había intentado que las cosas se hicieran a su manera. Tal vez aún sentía algo por Laura. Puede que se lo hubiera pensado mejor y no quisiera ser arrastrado por esa oscuridad que se cernía sobre ella, que podía incluso respirarse. Puede que... Apretó la mandíbula y dejó escapar el aire de manera que, sin ser consciente, había estado reteniendo en los pulmones. Para su sorpresa, Erick agarró a Laura por las muñecas y la miró a los ojos. «Contención, Ayshane. No debes sentir. No puedes dejarte llevar.».

—Hay una gran diferencia entre lo que tú haces y lo que yo hago. —Erick dio un paso hacia delante, obligando a Laura a dar otro hacia atrás.

—Yo no... —titubeó, alejándose de él.

—¿Tú no qué, Laura? —Puso las manos sobre la puerta del armario a ambos lados del cuerpo de la agente, arrinconándola—. Ayshane Ivanova no es una santa, pero tampoco es un monstruo, no al menos la clase de monstruo que todos os empeñáis en ver. Durante años se ha deshecho de la escoria en la que se apoyan tu querida jefa y su hermano. Ha salvado la vida de infinidad de inocentes que Elenka y Adrik han arrancado de los brazos de sus familias para abusar de ellos, denigrarlos y maltratarlos hasta que no ha quedado nada de lo que un día fueron. —Dio un paso hacia atrás y miró a Laura de arriba abajo con desprecio—. Con la ayuda de gente como tú —le escupió con saña—. No creo que seas la más indicada para darme lecciones de moral. Ni siquiera sé cómo tienes la poca vergüenza de mirarme a la cara. —Erick se apartó—. Toda tuya. —Se acercó a la lugarteniente y la miró de medio lado con pesar.

—¡No! ¡Erick, no! ¡No puedes hacerme esto! —gritó asustada, arrastrándose por la pared hacia la esquina de la habitación para poner distancia entre ella y la temida Mamba Negra.

Erick acarició la mejilla de la lugarteniente y le dio la espalda a la que había sido su compañera.

—No soy yo quien decidió entrar en este mundo por la puerta equivocada —añadió alzando la vista por encima de su hombro antes de salir de la habitación.

—Vamos, rubia. Tenemos muchas cosas de las que hablar.

Ayshane se acercó a Laura. Agarró a la agente por el pelo y la arrastró por el pasillo hasta el salón. La joven intentó soltarse. Blasfemaba entre dientes, forcejeaba y daba patadas al aire revolviéndose. La lugarteniente cogió una de las sillas de la mesa del comedor circular que Laura tenía en el salón. Allí esperaban Jason y Alice. La sentó en la silla con brusquedad y sonrió de medio lado cuando recibió una mirada llena de odio. Entonces dirigió la vista hacia la barra americana de la cocina.

—¿Jason? ¿Alice?

Intentó levantarse, pero la lugarteniente agarró el hombro de Laura negando con la cabeza y volvió a sentarla en la silla.

—No lo pongas más difícil —le dijo sujetando la barbilla de la agente con firmeza.

Laura hizo un ademán con la cabeza. Se alejó de ella pegando la espalda a la madera. Agarró el asiento con ambas manos, los brazos tensos, los ojos cristalinos y la mirada fija en los dos agentes con los que había compartido tantas horas en la brigada y que la observaban en silencio desde la barra americana de su cocina.

—¿Vosotros también?

—La Mamba Negra paga bien. —Alice se encogió de hombros sin mirar a la que fue su compañera—. Tenemos que comer, ¿no? —Jugueteó con una lujosa mariposa de oro negro entre sus manos. Los filos de ambas navajas estaban reforzados en impoluto acero y un exquisito grabado en forma de escamas de serpiente cubría la empuñadura—. Después de todo, a ti parece que no te ha ido nada mal. —Alzó la vista y miró a Laura—. Hasta ahora.

Ayshane enarcó una ceja, sorprendida. Aquel comentario era más propio de Jason que de su nueva amiga. De los tres, Alice era la que más cómoda parecía.

Sus miradas se cruzaron y durante un segundo le pareció vislumbrar cómo se nublaba el cielo que la agente tenía por ojos. «Venganza», pensó. Fue una milésima de segundo, pero casi pudo verse reflejada en la oficial que, tranquila, las observaba, sentada con las piernas cruzadas sobre la encimera. A su lado, Jason estaba acomodado en el taburete de diseño que había delante de la barra y tamborileaba un hipnótico ritmo con los pulgares en el hueco entre sus piernas.

Erick se acercó hasta ellos y apoyó el trasero sobre el borde de la encimera, junto a su compañera. Se cruzó de brazos y le sonrió a Alice cuando ella revolvió las puntas despeinadas del pelo del agente con una mano, mientras que con la otra seguía jugueteando con la mariposa.

—Vaya con la mosquita muerta. —Sonrió nerviosa—. ¿Crees que porque te hayan enseñado a usar una navaja ya eres uno de ellos? De Erick podría llegar a imaginármelo, al fin y al cabo haría cualquier cosa por un polvo. Osado. Temerario, si pretendes meterte entre las piernas de esta y salir de una sola pieza. —Alzó la vista hacia la lugarteniente—. No te ofendas, pero por mucho que te prometa que bajará la luna para ti, te hartarás de verla desde la ventana mientras se beneficia a otra y le promete lo mismo.

—Creo que debería mantener una charla con mis hermanos. —Ayshane ladeó la cabeza—. La educación que has recibido dista mucho de los Víboras que yo misma instruí.

—¡Tal vez sea porque no soy uno de los vuestros! —le gritó con ambas manos alzadas al aire.

Ayshane puso los ojos en blanco, suspiró y se desabrochó la chaqueta de piel negra. Un sofá separaba el salón de la barra de la cocina. Frente a él había una mesita de cristal y, sobre ella, estaba su maletín de acero negro. Se quitó la chaqueta y la tiró sobre el sofá. Del maletín sacó una máquina de tatuar, un bisturí, un trozo pequeño de alambre de espino, una aguja y una máquina eléctrica con batería para cortar el pelo. Se hizo a un lado y dejó que la agente mirara los juguetitos que había colocado sobre la mesa.

—Sabes perfectamente cómo funciona esto. —Se llevó el dedo índice a la boca en señal de silencio—. No bases tu defensa en que no trabajas para Elenka. ¿Quién crees que se encargaba de pagarte, de entrar en tu casa y dejar tu paga en la encimera de la cocina? Llevas trabajando para mi familia casi diez años. —Sonrió y le agarró la barbilla contenida—. Negarlo solo hará que todo esto sea más difícil. —Laura miró por el rabillo del ojo la mesita de café y alzó la vista hacia los que habían sido sus compañeros antes de volver a mirar a Ayshane—. Crees que enseñé a Alice a usar una navaja, pero te equivocas. Tan solo le di la mejor del mercado. —Soltó su rostro con desprecio—. Lo que sí voy a enseñarles es por qué algunos aseguran que, de los hermanos Ivanov, yo soy la peor de todos. —Arrastró las eses de sus palabras como una auténtica serpiente.

—¿Qué... qué vas a hacerme?

—Eso depende de ti. —Se encogió de hombros—. Supongo que habrás leído la letra pequeña del acuerdo que firmaste con los Ivanov.

Laura apretó los labios en un claro gesto de contención.

—¿Para qué es todo eso? —Hizo un movimiento con la cabeza en dirección a los objetos que había sobre la mesa.

—Bueno, perteneces a una bratva. —Sonrió y ladeó la cabeza—. ¿No conoces sus métodos disciplinarios? —Dejó unos segundos para que Laura asimilara lo que estaba por venir—. Vas a contarme todo lo que necesito escuchar, aunque ya sabes lo que hacemos los Ivanov con los soplones. —Rio—. Por las buenas o por las malas, vas a contármelo.

—¿Y si no lo hago?

—No tienes elección. Pero si colaboras prestarás servicio en uno de nuestros clubs, digamos... —se llevó la uña del dedo índice a la boca y alzó la vista hacia el techo con aire pensativo— ¿veinte años? El doble de tiempo que llevas trabajando para mi familia. Al cabo de veinte años, tu deuda quedará saldada y yo misma te pagaré un tratamiento para que puedas quitarte el precioso tatuaje que voy a hacerte —murmuró sonriendo con falsa amabilidad—. Si por el contrario decides complicarme la existencia, te adelanto que tu destino será el mismo, pero con una diferencia: grabaré sobre tu piel con este bisturí la marca que identifica a los chivatos. Y si por casualidad se te ocurriera intentar tapártela de alguna manera, volveré a por ti y te la grabaré las veces que haga falta, en el mismo lugar, una y otra vez, hasta que decidas ponerle fin a tu miserable existencia.

—¡¿Y por qué no me matáis?! —Miró a los tres agentes—. ¡¿Es que no tenéis lo que hay que tener?! —gritó—. ¡Acabaré muerta de todas formas! —Las primeras lágrimas comenzaron a brotar, descontroladas.

—Vamos... Vamos... No llores. —La sujetó del pelo de la coronilla y tiró hacia atrás—. Tú misma lo has dicho y, además, es un secreto a voces. —Se agachó—. No es decisión mía matarte. Tú no me perteneces —susurró sobre su oído.

—¡¿No vais a hacer nada?! —voceó y movió la cabeza para que la lugarteniente le soltara el pelo—. ¡¿Pensáis quedaros ahí viendo cómo me tortura?!

Los tres agentes miraron impertérritos a quien hasta hacía unos días había sido su compañera.

—¿Qué deberían hacer? —Se acercó a la mesa y cogió la máquina de cortar el pelo—. Llevas engañándolos toda la vida. —Le quitó el protector a la cuchilla—. A los tres meses de ingresar en la brigada ya trabajabas para mi familia. Fue demasiado sencillo que cruzaras la línea. ¿Le contaste a Erick que fuiste tú quien nos dio el soplo del día que pretendían arrestar a mi padre?, ¿que tiraste por la borda todo su trabajo, los meses que pasaron sin dormir tratando de dar con Eduard Ivanov por un generoso sobresueldo?, ¿que siempre nos has informado de todos y cada uno de sus movimientos?

—Yo no... —Alzó la vista y buscó a Erick, avergonzada.

Ayshane suspiró molesta. Agarró con la mano libre el cuello de la joven y apretó con fuerza.

—Se me está acabando la paciencia —siseó a un palmo de su cara.

Laura se llevó las manos al cuello. Sostuvo los estranguladores dedos de la lugarteniente mientras forcejeaba e intentaba respirar.

—Ayshane. —Erick llamó su atención desde la barra. La nombrada alzó la vista por encima de su hombro sin soltar y sin dejar de apretar el cuello de la agente. Erick seguía con los brazos cruzados sobre su pecho y el trasero apoyado sobre la encimera—. Suéltala.

Ayshane volvió a mirar a la joven. Dudó. Sería tan fácil acabar con ella... Estrangularla... Pero los muertos no hablaban. Laura se llevó las manos al cuello y cogió una gran bocanada de aire.

—Laura, desnúdate —le ordenó Erick desde la barra.

Alice dejó de juguetear con la mariposa y miró a la joven. Jason cambió el repiqueteo hipnótico de sus pulgares por un redoble de tambor cuando su cerebro fue capaz de procesar la petición de su amigo.

Ayshane miró a Erick.

«¿No me creen? Es increíble que piensen que Laura puede estar diciendo la verdad. Que me equivoco o les he mentido. ¿Ahora duda? Después de todo lo ocurrido, de las pruebas, ¿sigue sin confiar en mí?». Apretó la mandíbula y cerró los puños a ambos lados de su cuerpo.

—Si es verdad lo que dices, no mostrarás ninguna marca que te vincule con los Ivanov o con cualquier miembro de su organización. Desnúdate. Ahora.

—Esto es increíble —soltó molesta—. Alice, pásame la mariposa. —Volvió a dejar la máquina de cortar el pelo sobre la mesa y tendió la mano al aire.

Alice cerró la mariposa con la que había estado jugando y se la lanzó a la lugarteniente, que la cogió al vuelo. Rodeó el cuerpo de la joven sentada en la silla y miró a los agentes.

—Los hombres y las mujeres que trabajan para Elenka no llevan ninguna marca en su cuerpo visible a simple vista. —Cortó desde atrás los tirantes de la camiseta azul de su pijama—. A Elenka no le gusta que llamen demasiado la atención. —Bajó la camiseta de Laura de mala manera entre forcejeos y dejó al descubierto sus pechos—. Levántate. —La sujetó por la coronilla.

—No me toques. —Se revolvió, agarrándole la muñeca.

—Vuelve a ponerme las manos encima y te las corto —siseó llena de rabia contenida—. Quítate el pantalón.

La joven miró a los tres agentes, cubriéndose el pecho.

—Erick ya te ha visto desnuda —gruñó entre dientes—, Alice no tiene nada que envidiarte y no creo que Jason vaya a escandalizarse.

Erick se removió incómodo y miró a Ayshane con preocupación. Laura comenzó a bajarse los pantalones blancos del pijama.

—¿Contentos? —Dio una vuelta sobre sí—. No tengo nada. —Miró a Erick—. Tú mejor que nadie deberías saberlo.

—Siéntate —le escupió entre dientes. Laura obedeció. Se sentó en la silla con tan solo unas braguitas de algodón blanco y tapándose el pecho con los brazos—. Enséñales la planta del pie derecho. —La agente alzó la vista, temerosa, por encima de su hombro—. ¡Que se la enseñes! —Agarró su mata de pelo rubio y tiró.

Laura levantó el pie derecho llevándose las manos al pelo entre bufidos para intentar aplacar los tirones con los que Ayshane parecía querer arrancarle el cuero cabelludo.

—Ash... —Jason llamó su atención—. Será mejor que veas esto.

Ayshane soltó con desdén su pelo. Durante un momento se le paralizó el corazón ante la posibilidad de que no mostrase ninguna marca en ese lugar que tanto sabía que le gustaba a la sádica de su hermanastra. Se agachó. Alzó el pie de la joven y sonrió aliviada.

—Vaya, vaya, vaya... Así que Elenka ha decidido aunar fuerzas. Interesante.

Laura enmudeció. Comenzó a temblar como una hoja vapuleada por el viento y se encogió en la silla.

—Mamba, por favor... —le suplicó—, por favor te lo pido. Sabes que soy buena, la mejor confidente que tenéis.

—Cierto. —Se levantó. Fue hacia la mesa y cogió el alambre de espino y la aguja—. Por eso tenía preparado un regalito para ti. —Sonrió—. Lo mejor para la mejor. Por todos estos años de buen servicio.

—No, Mamba. —Se arrastró con la silla hacia atrás—. Te diré todo lo que me pidas. Por favor... Puedo ayudaros, puedo serviros. Elenka no sabe que hemos hablado, puedo trabajar para ti desde dentro.

—No te necesito. —Se sacó una pequeña brida ya ensamblada del bolsillo trasero de su pantalón.

—Por favor. Me matarán. Sabes que lo harán.

—Tic, tac, tic, tac, ha comenzado tu cuenta atrás.

—Mamba. Ayshane, por favor, te lo suplico.

—Tic, tac, tic, tac, esta noche no morirás —canturreó inmovilizando las muñecas de la joven con la brida y la mirada perdida.

—Ash —Alice se bajó de la encimera—. ¿Tienes toda la información que necesitamos?

—Ajá —le respondió enhebrando el alambre de espino en la aguja sin prestar atención a los balbuceos suplicantes de la agente.

—Entonces yo..., si no te importa..., espero fuera.

Ayshane dejó de colocar el pequeño trozo de alambre y miró a Alice. Entendía que su reciente nueva amiga no quisiera estar presente.

—Iré contigo, Alice. —Jason se levantó del taburete.

Ambos se dirigieron hasta la puerta. Alice se giró antes de salir del piso de Laura y miró a la lugarteniente.

—Gracias —le dijo antes de abandonar el piso junto a Jason.

Capítulo 3

Ayshane se quedó sola en el piso junto a Laura y un Erick que la miraba sin aparente intención de abandonar aquel lugar, como si quisiera comprobar el límite de su crueldad o, tal vez, con la esperanza de que dejase marchar a la muñequita que tantas noches de diversión había compartido junto a él. Pero no podía hacer eso. No iba a permitir que Laura quedara impune. No cuando se había delatado reconociéndola. Cuando, sin duda alguna, era más que probable que hubiera colaborado con Elenka para secuestrar a Dima, o incluso que Adrik supiera que su padre estaba vivo. Los motivos ya poco importaban, tan solo quería volver a ver a su hermano una última vez. Vivo o muerto, Dima debía volver a casa.

—Puedes marcharte. —Terminó de enhebrar el alambre de espino—. Esto no será agradable.

—Ayshane, no... —Dio un paso al frente.

—Vete. —Se sentó a horcajadas sobre la suplicante joven.

—Erick, por favor... —Laura lo miró entre lágrimas—. Ayúdame. Perdóname por favor...

—Ash... —Dio otro paso hacia ellas.

La lugarteniente alzó la vista sobre su hombro dominada por un ancestral reptil más peligroso que la fría, cruel y más sanguinaria de las serpientes con las que había contado hasta ahora el clan Ivanov. Un demonio que había permanecido oculto, encadenado y prisionero a merced de la mamba negra que moraba en su interior. Apenas tenía fuerzas para contener a aquella endemoniada bestia.

—Te lo advertí. Te dije que no vinieras.

El brillo en los rasgados ojos de Ayshane se había apagado. Tenían el color del chocolate caliente en taza, salpicados por virutas de caramelo centelleantes, ese que tanto apetece en las frías madrugadas de invierno. Pero los dulces rasgos de su rostro nunca habían sido capaces de suavizar los destellos de peligro con los que sus ojos felinos advertían a aquel que se acercaba que no estaban tratando con una doncella desvalida. Sin embargo, la lugarteniente tenía un límite y, como cualquier ser humano, aquellos ojos huecos, sin vida, con los que miraba a Erick detuvieron el avance del inspector en mitad del salón, al otro lado del sofá; gritaban a los cuatro vientos que la Mamba Negra caminaba sobre la fina línea que separaba al monstruo que todos veían en ella, de la humanidad que con celo había guardado bajo escarpados muros de acero templado y espinas.

—Pero... —Erick apoyó una de sus manos sobre el respaldo del sofá con temor.

—Largo. —Se escapó de entre sus labios como un suspiro ahogando la dolorosa estocada que le atravesó el corazón—. ¡Que te vayas! —le gritó fuera de sí.

—Por favor, ¡por favor, no! ¡Erick! —Laura comenzó a moverse bajo el peso de Ayshane.

—Tic, tac, tic, tac, ha comenzado tu cuenta atrás. Tic, tac, tic, tac, esta noche morirás. Tic, tac, tic, tac, no te escondas, no escaparás. Tic, tac, tic, tac, te encontré, aquí estás.

Erick se marchó. Salió del piso entre vacilantes pasos sin perder de vista a la lugarteniente. Ella, en cambio, le daba la espalda sentada sobre quien había sido su compañera, su amiga. Cerró la puerta que contenía los gritos de Laura y la nana que cantaba Ayshane, cuando permitía que el reptil tomase el control de su cuerpo y su mente, sin saber que no era el eco de la serpiente quien entonaba aquellos cánticos.

Erick solo conocía de Ayshane la parte a la que ella le había permitido acceder. Los tres agentes habían sido entrenados por Dima, pero incluso él los había reconocido una vez que no veía capaz de detener a la lugarteniente si ella quisiera matarlos, pues su infancia y su adiestramiento distaban mucho de lo que cualquier ser humano podría soportar.

Una vida a la que Ayshane Ivanova había sobrevivido, y pese a la cual su integridad y la pureza de su corazón parecían mantenerse indemnes a lo largo de los años gracias a esos férreos muros tras los cuales protegía la bondad que había en ella, unos muros que el inspector había destruido poco a poco, sin ser consciente de las consecuencias.

Ya en el descansillo, Erick apoyó la frente sobre la puerta y se agarró al pomo que había en el centro. Cerró los ojos. Apretó la mandíbula y se tragó el nudo de impotencia que le impedía respirar.

Los desgarradores gritos de auxilio, el llanto y las súplicas de Laura se colaban por las rendijas de la madera lacada de su piso como fantasmagóricas sombras de ultratumba.

—No condenes tu alma —le susurró Erick al vacío.

Dio un golpecito con la cabeza sobre la puerta con los ojos cerrados y giró sobre sí. Apoyó la espalda sobre la madera con la mirada perdida en el blanco techo del rellano mientras quien había sido su compañera suplicaba clemencia, compasión, una última oportunidad. Hasta que se hizo el silencio.

Ayshane sujetó con fuerza la cabeza de Laura antes de comenzar a coserle la boca con el alambre de espino. Los infructuosos intentos de escapar de la joven habían convertido aquello en una carnicería a la que estaba convencida que nunca sería capaz de acostumbrarse.

Laura no merecía clemencia ni compasión. Se merecía todo lo malo que le pasara, pero... Siseó entre dientes y se llevó la mano al pecho. Cogió aire por la nariz y lo soltó muy despacio. La mitad de los carnosos labios de la agente estaban desgarrados, supuraban sangre a borbotones como sentía que hacía su corazón. Ella no era así... Ella no...

Con las manos ensangrentadas sacó una jeringuilla con un potente sedante y se lo pinchó en el cuello a la agente. Le hizo efecto en segundos. Dejó de gritar, de moverse y de intentar escapar. Le permitió terminar el trabajo sin gritos, sin dolor, sin súplicas, lamentos ni lágrimas. En el fondo, su ponzoñosa alma habría querido que siguiera consciente, que sufriera para que nunca olvidara aquel día, pero habría sido recrearse en un dolor que la acercaba más a aquellos a los que odiaba. No tenía por qué ser una carnicería. No quería mirarse en el espejo y ver reflejado en sus ojos a Elenka, a Adrik, a su abuelo.

«Si sientes, morirás». Las palabras que su madre tantas veces le había repetido desde niña resonaron en su cabeza como el gong de un antiguo templo japonés. Sonrió mientras negaba como una lunática. Qué estúpida había sido. Ahora veía en ese sentimiento una muerte que no era literal, sino la pérdida de la niña que un día fue, de la infancia que le arrebataron, del hijo que no vio nacer, de ese amor que nunca podría permitirse.

Se quedó mirando a Laura, que estaba inconsciente, con la boca ensangrentada, hinchada y cosida con alambre de espino. Le acarició el rostro retirando un mechón de pelo rubio que la sangre había pegado a la comisura de sus carnosos labios. Se levantó de su regazo.

Tarde, para Ayshane ya era demasiado tarde. Ya había muerto. No quedaba vida en su interior. Ya no.

Cogió la maquinilla con las manos manchadas de la sangre de una mujer que tenía que haber pensado muy bien su decisión antes de pertenecer a aquel mundo. Le rapó el pelo y las cejas. Guardó la maquinilla en la pequeña maleta sin pararse a limpiar los restos de pelo pegado a la sangre de la cuchilla y el mango. Cogió el bisturí y, tomándose su tiempo, dibujó una mamba negra en la frente de la joven. Con cuidado. Intentando no desgarrarle demasiado la piel. Clavando con firmeza el metal en la carne de manera profunda para que cuando cicatrizara se quedara marcado de por vida, legible. Cualquiera que la viera sabría que había sido castigada por ella. Laura era una chivata, no era de fiar y tenía una deuda pendiente con Ayshane Ivanova.

Se levantó, atravesó el salón y se acercó a la pila que había al otro lado de la barra americana de la cocina. Limpió el bisturí. Tras ello, se lavó las manos. Volvió junto al sofá. Sacó un móvil del bolsillo lateral de su chaqueta y marcó el teléfono de su padre.

—Necesito un equipo de limpieza y un furgón para el traslado de la agente —le dijo en su idioma natal mirando a la joven, aún sedada y con el cuello vencido hacia atrás, como una muñeca de trapo—. Pagará su deuda en uno de los clubs. —Se acercó a la pequeña maleta, tomó unas gasas y le limpió con cuidado las heridas de los labios y la frente—. La quiero fuera del país. No quiero tener que volver a verla —siseó entre dientes.

Colgó sin esperar respuesta. Volvió a la cocina y tiró las gasas en la papelera que había en un armario bajo la pila. Fue al baño que había a mitad del pasillo y buscó un botiquín que no tardó en encontrar en el mueble del lavabo. Regresó al salón y curó las heridas de la agente. Cortó las hemorragias con un espray que llevaba en la insignificante maleta y que tardaría poco en hacerle efecto. Lo recogió todo. Se puso la chaqueta y salió del piso maleta en mano.

Alzó la vista hacia las escaleras del rellano cuando estaba entornando la puerta al sentir su presencia. Erick estaba sentado con la cabeza gacha, los hombros caídos y las manos entrelazadas. Apoyado con los codos sobre sus rodillas y la mirada perdida en algún punto del moteado suelo de mármol. Hipnotizado.

—Te dije que te marcharas.

Lo que menos le apetecía era tener que lidiar con él en ese momento. Tenía la absurda esperanza de no tener que volver a hacerlo, pero Erick era un buen hombre. Un apuesto príncipe que quizá pensó que podría salvarla, liberarla de las garras envenenadas de aquel mundo del que él ahora formaba parte. Pero su alma ya había sido condenada, marcada desde que nació. Sus sentimientos acabaron con ella hacía años. En algún momento debía enfrentarse a la realidad. Tarde o temprano iba a tener que plantarle cara y comprendió que aquel momento podía ser tan bueno como cualquier otro.

—¿Qué has hecho? —Erick miró a la lugarteniente de medio lado sin llegar a alzar la vista del todo hacia ella.

—Te lo advertí. Te dije que no vinieras, que no me obligaras a mostrarte a una Ayshane para la que no estabas preparado —le respondió en tono neutro, carente de vida.

Erick se levantó y se acercó a ella. La lugarteniente alzó la cabeza. No podía seguir ocultándose. No iba a esconderse ante él ni ante nadie. Llevaba demasiados años viviendo como un fantasma, entre las sombras. Huyendo de sí misma. Ocultándose del mundo. Había llegado la hora de liberar al dragón, ese que su madre decía que vivía en su interior. Ella la obligó a derrotarlo y mantenerlo cautivo entre las fauces de una mamba negra que había intentado adueñarse de un territorio que no le pertenecía. Había llegado la hora de acabar con la serpiente y dejar que un reptil más poderoso tomara el control de su ser si quería salvar a Dima, dar caza a Elenka y a Adrik, darles una segunda oportunidad a su padre y a los tres agentes.

—¿Quieres saber que le he hecho a tu muñequita? —Dio un golpecito con el talón a la puerta del piso—. Entra y compruébalo por ti mismo, campeón.

Se hizo a un lado y se marchó en dirección al ascensor sin alzar la vista hacia el aterrador cuadro. Los primeros rayos de sol entraban por la ventana que había tras la mesa del comedor e iluminaban a Laura como la silueta de una deidad. Erick no podía dejar de contemplarla desde el rellano. Una imagen que minaba cualquier tipo de esperanza y abría un abismo aún mayor que el que ya de por sí los separaba.