La venganza de Tutu - Steffany Kennels - E-Book

La venganza de Tutu E-Book

Steffany Kennels

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Beschreibung

 Una cosa bonita no es perfecta. Por eso nosotros nunca lo seremos.   Pero juro que volveré y te demostraré que, pese a todo, la auténtica belleza está en esa imperfección que un día decidió que ambos seríamos uno para toda la eternidad.       Había un cuento que su madre le había inculcado a Anuket desde niña, y con el que la hizo partícipe de esa verdad que muchos desconocían: aquella que hablaba de antiguos dioses egipcios caminando entre ellos. El mismo por el que descubrió que era la reencarnación de la diosa Nubia y que solo encontraría la paz a través de un dios tan peligroso como poderoso: Tutu. Sin embargo, ¿qué posibilidades había de encontrar una aguja en un pajar? Ninguna, hasta que Jackson apareció en su vida.   Anuket luchó por huir de su destino y fracasó. Trató de no sucumbir al amor, pero cayó rendida a sus pies. Y ahora solo le quedaba aferrarse con uñas y dientes a esa segunda oportunidad que Atum les había concedido, para así poder vengarse de una traición cuya mano ejecutora no vio venir, volver junto a Jackson y alcanzar ese descanso eterno que, de nuevo, querían arrebatarles. 

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La venganza de Tutu

Lágrimas de Egipto

vol.2

Steffany Kennels

Los personajes, eventos y sucesos que aparecen en esta obra son ficticios, cualquier semejanza con personas vivas o desaparecidas es pura coincidencia.

No se permite la reproducción total o parcial de este libro, ni su incorporación a un sistema informático, ni su transmisión en cualquier forma o por cualquier medio, sea este electrónico, mecánico, por fotocopia, por grabación, u otros métodos, sin el permiso previo y por escrito del editor. La infracción de los derechos mencionados puede ser constitutiva de delito contra la propiedad intelectual (Art.270 y siguientes del código penal).

Diríjase a CEDRO (Centro Español De Derechos Reprográficos). Si necesita fotocopiar o escanear algún fragmento de esta obra. Puede contactar con CEDRO a través de la web www.conlicencia.com o por teléfono en el 91 702 19 70 / 93 272 04 47.

© de la fotografía de la autora: Archivo de la autora

© Steffany Kennels 2024

© Entre Libros Editorial LxL 2024

www.entrelibroseditorial.es

04240, Almería (España)

Primera edición: agosto 2024

Composición: Entre Libros Editorial

Ilustraciones: Judit Quecuti Vime

ISBN: 978-84-19660-59-6

AGRADECIMIENTOS

Glosario de términos y nombres

Capítulo 1

Capítulo 2

Capítulo 3

Capítulo 4

Capítulo 5

Capítulo 6

Capítulo 7

Capítulo 8

Capítulo 9

Capítulo 10

Capítulo 11

Capítulo 12

Capítulo 13

Capítulo 14

Capítulo 15

Capítulo 16

Capítulo 17

Capítulo 18

Capítulo 19

Capítulo 20

Capítulo 21

Capítulo 22

Capítulo 23

Capítulo 24

Capítulo 25

Capítulo 26

Capítulo 27

Capítulo 28

Capítulo 29

Capítulo 30

Capítulo 31

Capítulo 32

Capítulo 33

Capítulo 34

Capítulo 35

Epílogo

Ama tu enfado, porque te enseña

lo que ya no quieres permitir.

Ama tu tristeza, porque te ayuda a

limpiar todo lo que ha estado estancado.

Ama tus miedos, porque quieren enseñarte

a descubrir de lo que eres capaz.

Ama tu pasado, porque es el que te

ha convertido en quien eres hoy.

Anónimo

Antes de poner en duda el buen juicio de tu mujer,

fíjate con quién se ha casado ella.

Proverbio egipcio

Maduramos a través del daño, no de los años.

Anónimo

AGRADECIMIENTOS

No sé si será por la fecha en la que di comienzo y puse el punto final a esta historia. Quiero pensar que es porque estoy haciéndome mayor y cada año pesa un poco más. La cuestión es que de todas las novelas que he escrito, esta es, con diferencia, la que más me ha marcado, la que más me ha removido por dentro y a cuyos personajes he cogido más cariño. Por eso, durante su largo proceso de escritura, agradezco de todo corazón a mi Pepito el Tendero que haya estado ahí, soportando mis idas de olla y esos momentos en los que me hablaba y yo permanecía en silencio, ajena a la conversación y absorta en las imágenes de Anuket y de Jackson que llenaban los espacios no tan en blanco de mi vida y que me impedían prestarle toda la atención que él siempre se merece. Gracias, gordi. Eres lo más mejor del mundo mundial.

Por supuesto, no puedo olvidarme de mis queridas lectoras cero: Irene, Raquel, Anabel y Ana. Son mi soporte fundamental en cada una de las nuevas ideas que van tomando forma en mi cabeza y que ellas siempre apoyan, aunque sean una locura. Muchas de vosotras me habéis dado las gracias por haberos dado una oportunidad cuando erais cuentas más pequeñitas en Instagram, sin ser conscientes de que la afortunada siempre he sido yo por conoceros.

No puedo olvidarme tampoco, y creo que nunca lo haré, de mi florecilla Noelia Medina, a quien pocos saben que conocí por casualidad y que con el tiempo se ha convertido en la más preciosa de todas ellas. No os imagináis el inmenso corazón que tiene y la gran suerte que tengo yo por haberme cruzado en el camino de esta gran escritora a la que considero ya una amiga; le guste o no, porque pienso pegarme a ella como una garrapata.

Y qué decir de mi Herminia. Gracias, gracias, gracias infinitas por tus consejos, por estar ahí, por aguantar mis caras y mi ceja levantada, por tenderme una mano y darme esa primera oportunidad que otros me negaron, por ayudarme siempre que puedes y por regalarme algo tan especial e irrecuperable como es tu tiempo. Pero, quizá, lo que más atesoro de todo desde el día en el que te conocí ha sido esa amistad que surgió sin darnos cuenta.

A mi querida Angy, que ojalá algún día pueda devolverte todo lo que sin pedírtelo me has dado. Eres alguien muy especial. Te tabú mucho, aunque esto último nunca lo reconoceré ante un tribunal. Ya tú sabes.

Y no, tampoco me he olvidado de ti, Pruden. ¡Ay, mi Lola! Lo que nos hemos reído con esta historia no está escrito. Cuando pienso en cómo nos conocimos, reconozco que tengo un batiburrillo porque nuestro amor no es que se haya cocido a fuego lento precisamente, o al menos esa es la sensación que me ha dado. Y, contra todo pronóstico, a mí, que soy un poco cactus, se me caen las espinas cada vez que estoy contigo. Y es en tus brazos, y en los de muy poquitas personas más, en los únicos en los que me siento cómoda. ¡Yo!, que huyo de los abrazos como los gatos del agua, pero no de ti. Nunca de una persona que me regala tanta luz con una de sus sonrisas cada vez que te veo. Porque yo te veo, no como alguno de esos personajes con los que nos hemos reído tanto. Pruden, sabes que vamos al infierno de cabeza. Y tan felices, mira tú.

Y, por último, a ti, mi Sueca, mi Gitanilla, mi todo. Gracias por comprender con solo cinco años lo importante que ha sido que mamá tenga un ratito para escribir mientras tú jugabas en silencio a su lado. Has sido, sin duda, mi mejor compañía durante este largo proceso. Y nunca olvides que: «¿Quién te quiere más que yo?... Nadie».

Glosario de términos y nombres

Alniyl Kuynu: pronunciación árabe de النيل ملكة, cuya traducciónsignifica ‘Reina del Nilo’. En términos literarios en esta novela, su significado se encuentra asociado al profundo sentimiento del amor. Siendo el Nilo la fuente de la vida en el antiguo Egipto, el personaje percibe a su reina como una necesidad para la supervivencia de su alma y su espíritu.

Anuket: diosa Nubia. Representada como una dama con corona de plumas o juncos, con un cetro y el conocido anj,símbolo de la cultura egipcia que significa ‘vida’. El animal que la representa es la gacela, que simboliza la delicadeza y la ternura. Se la conocía también como Gobernante de Nubia. Considerada la diosa de la lujuria, ya que, al ser asociada con el Nilo, representaba la fertilización de las tierras cuando el río las inundaba. El centro de culto principal fue el templo de la isla de Sehel.

Duat: inframundo de la mitología egipcia. Lugar donde iban a parar las almas de los muertos. Se definía como una especie de cielo ubicado debajo de la tierra por el que vagaban las almas, aunque no comprendía la extensión completa de la otra vida. Las cámaras funerarias formaban puntos de unión entre el mundo terrenal y el Duat, y así las almas podían usar las tumbas para salir de él. También era considerado la residencia de los propios dioses.

Horus: dios del cielo y protector de la realeza. Representado en forma de halcón. Se lo identificaba con todo faraón gobernante. Dios del sol, era símbolo de la buena suerte y de la fe.

Ka: fuerza vital. Principio universal e inmortal de la vida creado por el Jnum con su torno de alfarero para ser depositado en los hijos en el momento de su concepción. En el antiguo Egipto se creía que confería la inmortalidad a cada hombre transformándose en un dios si lo hubiese merecido por sus buenas acciones durante su vida en la Tierra. Se conservaba en el cuerpo del difunto mediante la momificación.

Naos: parte más importante de un templo. Lugar en el que se situaba la imagen de culto y reposaba el Ka.

Nut: en la mitología egipcia, una de las diosas más antiguas. En el antiguo Egipto, su nombre significa ‘cielo’. Según los egipcios, el cielo era una mujer desnuda llena de estrellas con la espalda arqueada sobre el mundo como si se tratase de una uve. Solían calificarla como La que Sustenta Mil Almas, La Señora de Todo o La Protectora. Se la representa comúnmente como a una mujer desnuda cubierta de estrellas.

Shaiṭān: pronunciación de شيطان, cuya traducción significa ‘Satán’ y cuya creencia popular los define como demonios, espíritus malignos que incitan a los humanos a pecar.

Shaquiq: pronunciación de شقيق, cuya traducción significa ‘hermano’.

Seth: dios del caos que asesinó a su hermano para apoderarse de Egipto. Dios egipcio de la violencia, la discordia y el caos. A esta deidad le correspondían el desierto, los eclipses, las tormentas eléctricas y los terremotos. Su representación sigue siendo un tema de debate, ya que no hay claridad sobre qué animal le daba forma. Normalmente se lo asocia a un zorro, aunque sigue sin haber consenso.

Tutu: híbrido compuesto por el cuerpo de un león alado, cabeza de hombre y cabezas de halcón y cocodrilo proyectándose en el cuerpo. Dios protector de tumbas que posteriormente pasó a proteger el sueño y las pesadillas. Se decía que resguardaba a la gente de los demonios y del Duat y que prolongaba la vida. El único templo conocido dedicado a Tutu se encuentra en la antigua Kellis. El título de Tutu en el templo de Shenhur era Quien Viene al que lo Llama. Otros títulos suyos son Hijo de Neith, así como Maestro de los Demonios de Sekhmet y los Demonios Errantes de Bastet.

Capítulo 1

«Hemos encontrado a Delta».

«Casi se lo cargan».

«Se la han llevado».

Tres frases que como tres puñales se le clavaban a Jackson en el costado una y otra vez mientras las últimas gotas de agua lamían su cuerpo.

Terminó de secarse con la toalla y alzó la vista hacia el espejo del cuarto de baño, con la mirada perdida en un único recuerdo: ella. Su cara, su voz, su sonrisa y hasta el dulce aroma que desprendía su delicado cuerpo. Todo permanecía intacto en su memoria esclava del dolor, de la angustia, del remordimiento, de la ira y la ansiedad.

«Hemos encontrado a Delta».

«Casi se lo cargan».

«Se la han llevado».

El café, el ibuprofeno y la ducha no le habían servido para nada. Seguía doliéndole la cabeza, el corazón, el alma, y las voces de Alma y de Ramsés no hacían más que atizarlo como un látigo, impidiéndole concentrarse en lo verdaderamente importante: ¿Por qué?

¿Por qué se marchó sola?

¿Por qué no acudió a él?

¿Por qué no dejaron su cuerpo junto al de Delta?

Si la obsesión de esos chalados era la de acabar con todos ellos, no tenía ningún sentido. A Delta lo habían abandonado creyéndolo medio muerto. Y, según su cuñada, la verdad era que su hombre de confianza tenía un pie más dentro de la morgue que fuera. Sin embargo, a Anuket se la habían llevado.

—¿Por qué?

El rasgado tono de su voz advertía que, como hombre, había cruzado un límite infranqueable para alguien de su condición. El mismo por el que Aurora tanto se había esforzado para mantenerlo alejado y que ahora lucía desdibujado.

Se frotó el rostro con la mano y negó con la cabeza. Lamentándose, regodeándose en su dolor, ni la encontraría ni acabaría con la orden de sacerdotes que quería aniquilarlos.

El reflejo de su rostro le devolvió una media sonrisa ladeada. «Venganza».

Sonaba tan bien, olía tan bien y podía recrearla en su mente de una manera tan vívida, que casi era capaz de paladear la desaparición de esa maldita organización de chalados. Si había algo que tenía claro, era que no iba a dejar a ninguno con vida, así tuviese que desatar el infierno en la Tierra.

Se anudó la toalla alrededor de la cintura y salió a la habitación, donde una de las empleadas, de las últimas en formar parte del servicio, se afanaba en recoger el desastre que revelaba la catástrofe ocurrida la noche anterior.

—Quema esas sábanas —le ordenó a la joven.

La muchacha se tensó. Estática junto a la cama, comenzó a temblar debido al gutural tono de su voz, sin ser capaz de moverse. Por supuesto, ya se habría corrido la voz. Y para ninguna de las jóvenes del servicio habría pasado desapercibido que contaban con una compañera menos porque a él se le había ido de las manos.

Intimidante, pausado y solemne, Jackson se acercó y se agachó ligeramente para pegar su rostro al de ella.

—¿No he sido lo suficientemente claro? —le susurró al oído. La muchacha asintió de manera errática, sin siquiera pestañear—. ¿Y a qué estás esperando? ¿A que lo haga yo? —La joven negó con la cabeza—. Pues que sea para ayer.

A escasos centímetros de distancia, y antes de que empezara a retirar las sábanas con movimientos torpes, continuos y vivaces, casi pudo escuchar cómo se le aceleraba la respiración y la manera en la que el desenfrenado latido de su corazón comenzó a tamborilear al compás del miedo reflejado en su mirada bajo la nívea piel de su cuello.

—No te olvides de las almohadas —puntualizó, y volvió sobre sus pasos en dirección al armario.

No quería tener cerca nada que le recordase lo vivido hacía tan solo unas horas.

Si por él hubiera sido, le habría prendido fuego a todo el dormitorio si de esa manera lograse alcanzar un poco de paz, pero la verdad era que no podía. Solo Anuket tenía ese privilegio, ese don, ese derecho. Y no estaba. Había desaparecido. Esos desgraciados se la habían llevado.

Dejó caer la toalla al suelo, sin importarle si la joven del servicio se detenía a inspeccionar su retaguardia con el único fin de asegurarse la supervivencia, como el animalillo asustado al que el depredador acorrala antes de acabar con su vida. Comenzó a vestirse y se giró para echar un último vistazo a su alrededor mientras se abotonaba la camisa.

Las evidencias prácticamente habían desaparecido: no quedaba ni rastro de cocaína sobre la mesilla, sus hermanos se habían encargado del cuerpo de la muchacha que mató por error la noche anterior, las botellas vacías no estaban, habían ventilado el dormitorio y hasta la criada había desaparecido sin hacer el menor ruido. Sin embargo, el dolor por la ausencia de su Alniyl Kuynu seguía ahí.

Su conciencia se revolvía.

Él se revolvía en su interior, colérico, rabioso, desesperado por arreglar lo que no tenía arreglo, pues, aunque la encontrase, el daño ya estaba hecho.

¿Qué iba a decirle cuando la hallase?

¿Cómo acariciar de nuevo su cuerpo con esas asquerosas manos de vil traidor? Se las miró. Le temblaban como nunca lo habían hecho, ni siquiera tras las palizas que tuvo que sufrir de pequeño a manos de su dueño. Si no podían confiar en quien debía custodiar y proteger su alma, ¿qué les quedaba?

Terminó de abotonarse la camisa, se puso la americana y se echó un último vistazo en el espejo que había al otro lado de la habitación, junto a la chimenea, antes de reunirse con sus hermanos, quienes lo esperaban en el vestíbulo de la entrada.

—¿Qué hacen ellos aquí? —preguntó, bajando las escaleras al ver a Dima y a Aiko, los tíos de su cuñada Alma, hablando con Ramsés.

Sus hermanos, de espaldas a la escalera, se dieron la vuelta al escucharlo para mediar entre él y su nueva familia política ante lo que, llegado el caso, podría ser una situación desagradable, dado su descontrolado y pésimo estado de ánimo.

—Digamos que somos, simplemente, vuestra escolta personal —le respondió el Víbora, con esa insufrible sonrisa burlona en el rostro que lo caracterizaba.

Junto a Dima, Aiko se limitó a observarlo sin decir nada, mostrando su cara de muñeca de porcelana que ni siente ni padece.

—No necesitamos escolta personal. —Se acomodó uno de los rubís en forma de lágrima que decoraban el puño de su camisa.

—Es posible que tú no —intervino la japonesa.

Jackson enarcó ambas cejas, esperando sardónico a que alguien tuviese los santos cojones de decirle lo que era más que obvio. No obstante, por la imperturbable máscara bajo la que ocultaba sus intenciones, a la tía de su cuñada no iba a sacarle ni una sola palabra de más.

—Os lo agradecemos, de verdad, pero no es necesario —dijo Dóminic en un tono conciliador.

—Tiene que ser una jodienda que un hermano al que aprecias intente matarte, ¿verdad? —repuso Dima—. Porque cuando no te cae bien, siempre puedes sacarle las tripas por la boca. Pero cuando hay sentimientos de por medio, la cosa se complica, ¿no crees, Jackson?

—¿Estáis aquí para proteger a mis hermanos? —le preguntó el interpelado—. ¿De mí? —Acarició la cabeza de Nugget, el rottweiler de Dóminic sentado al lado de su dueño.

Dima se limitó a sonreír a modo de respuesta.

—Shaquiq... —Ramsés lo sujetó por el antebrazo al percibir sus claras intenciones de sacarle la información a hostias—. Tengamos la fiesta en paz.

—¿Ha sido idea tuya? —quiso saber Jackson, sin tener del todo claro qué pensar en el caso de que la respuesta fuese afirmativa.

—¿Mía? —Lo soltó y le dedicó una sonrisa a caballo entre la diversión y la ofensa.

—¡Que esperéis fuera, coño! —escuchó que Dóminic les exigía a Dima y a Aiko; supuso que tras pedírselo amablemente y recibir alguna de las irónicas respuestas del Víbora.

Dima Ivanov era un tocapelotas de manual con la mecha muy corta; igual que Aiko, de la que no terminaba de fiarse por completo.

—Supongo que si no ha sido idea tuya, lo ha sido de tu mujer —continuó recriminándole a Ramsés.

—Está embarazada, preocupada y con las hormonas revolucionadas —se excusó su hermano.

—¿Desde cuándo el gran Egipcio tiene miedo de una mujer embarazada, preocupada y con las hormonas revolucionadas? —añadió irónico.

Ramsés suspiró y se metió las manos en los bolsillos por toda respuesta.

—¿De verdad quieres ir por ahí?

—Lo que no quiero es a una niñera controlando mis movimientos las veinticuatro horas del día.

—Pues deja de comportarte como si necesitases una —sentenció Dóminic una vez que Dima y Aiko salieron por la puerta.

—Oye, no sabemos quién se ha llevado a Anuket ni con qué propósito. Y no digo que tengas que agradecérselo, pero reconoce que si lo pensases fríamente estarías de acuerdo con nosotros en que cuantos más colaboradores, mejor —añadió el Egipcio.

En realidad, él sí sabía quién se la había llevado y para qué. Buscó los dorados ojos de Dóminic, situado junto a su gemelo. Pese a su imperturbable semblante, Dom prensó ligeramente los labios, acompañando el gesto con una mirada reprobatoria que advertía de una conversación pendiente que iba a ser de todo menos agradable.

A uno de sus hermanos le había mentido y al otro le había ocultado información. Desde luego, no pintaba bien, y lo que más le molestaba era que los dos tenían razón.

—No tengo cuerpo para aguantar sus tonterías. —Señaló con un movimiento de cabeza al Víbora, fuera de la casa pero junto a la puerta.

—Mejor ellos que Ayshane —le explicó Ramsés.

—La madre de Alma quería venir, pero a matarte —añadió Dóminic. Cruzó los brazos sobre su pecho, desafiante.

—No entiendo por qué. —Desvió la mirada y se concentró en colocar el otro rubí en forma de lágrima que lucía oculto bajo la manga de la americana.

—Se te cruzó por la mente atacarla, Jackson. A mi mujer. Y a tus futuros sobrinos. Solo por eso yo mismo tendría que haberte arrancado las pelotas y habértelas hecho comer antes de matarte, pero eres mi hermano y entiendo por lo que estás pasando. Ambos lo entendemos —le aclaró, incluyendo a Dóminic en el lote—. Alma es de la familia. De nuestra familia.

—Y por la familia se muere —susurró más para sí que para sus hermanos.

—Por la familia se mata —dijo Dóminic al escucharlo.

Dejó de juguetear con el rubí en forma de lágrima y encaró de nuevo a los gemelos.

—Por la familia, nuestros enemigos verán arder el mismísimo cielo y presenciarán cómo claudican las llamas del infierno ante nuestra presencia —sentenció Ramsés, tal y como hizo un día su padre como un juramento que sellaron con sangre y del que, al parecer, en algún momento, Aarón también hizo partícipe al hombre que se debatía entre la vida y la muerte mientras ellos discutían como críos.

Un incesante goteo hizo que abriera los ojos. Anuket estaba tumbada en el suelo, y al intentar incorporarse se dio cuenta de que tenía las manos encadenadas a la espalda con unos grilletes de los que además pendían gruesos eslabones que la sujetaban directamente a la pared que tenía detrás.

Tampoco podía pedir ayuda. Quienquiera que fuera el que la había abandonado allí se había asegurado de colocarle un tirante pañuelo alrededor de la boca que le impedía hablar. No sabía dónde estaba ni cuántos días llevaría allí tirada en el suelo de lo que, a simple vista, parecía una celda o una mazmorra húmeda y fría.

Agarrotada, se sentó como pudo sobre el hormigón. Volvió a cerrar los ojos y se concentró en los últimos acontecimientos, con el único propósito de que su cabeza dejase de dar vueltas como una peonza.

Recordaba... Recordaba haber ido a cenar con Adom a un restaurante precioso, un Sky Bar situado en el centro de la capital. También volver a casa para que su Shaiṭānoficiase la ceremonia de unión entre Ramsés y Alma y... sus auras. No había sido capaz de ver las auras de su amiga y del Egipcio hasta que no consagraron su unión. Por eso no podía ver la suya ni la de Adom, porque debía producirse ese enlace. Sin embargo, durante el funeral de Aurora sí que pudo ver la de Delta.

«Delta». Sus ojos se abrieron de manera inmediata en cuanto la imagen del hombre a quien su Shaiṭānle había confiado la vida de su abuela se materializó en su mente. Sin poder evitarlo, una lágrima recorrió su mejilla cuando lo ocurrido volvió a ella tan claro y cristalino como la evidencia de haber sido engañada.

Ágata. Su abuela, la madre de su padre, quien se suponía que debía protegerla, quien había cuidado de ella todos esos años, no solo la había traicionado. También ordenó que la hiciesen callar, lo que uno de los hombres que la acompañaba consiguió golpeándola; de ahí el dolor que le cruzaba la cabeza. Permitió que matasen a Delta. La utilizó, y además formaba parte de la orden de sacerdotes que quería acabar con ella, los mismos que mataron a sus padres, los maníacos que torturaban y asesinaban a todos cuyos cuerpos contenían en su interior el alma de una deidad superior.

Negó con la cabeza, incapaz de creer que su dulce abuelita, tierna, comprensiva y dicharachera la hubiese tenido engañada toda la vida o que hubiera entregado a su propio hijo por una causa cruel y sin sentido.

Su abuela... Ella... «Tiene que ser un error. A lo mejor los sacerdotes la encontraron y no tuvo más remedio que hacerles creer que estaba de su parte. Sí. Seguro que ha sido eso», pensó, sin poder dejar de negar con la cabeza, pues en el fondo no era capaz de creerse aquello de lo que quería convencerse, incapaz de comprender cómo había sido tan estúpida y no se había dado cuenta antes.

El metálico sonido del cerrojo la devolvió al presente e hizo que dirigiera su atención a la puerta de acero que quedaba frente a ella.

—Buenos días, cariño —la saludó su abuela desde la entrada con una dulce sonrisa en los labios, como si ella no estuviese encadenada, amordazada y no la hubiesen tirado en el suelo como si no fuese más que un despojo.

Anuket seguía en shock, negándose a creer una y otra vez que fuese cierto aquello que tenía ante sus ojos, húmedos y nublados por las lágrimas contenidas por la rabia, la decepción, el dolor y la traición que le había arrancado el corazón de cuajo. Arrastró el trasero para alejarse de ella en cuanto comenzó a acercarse seguida por una joven, una niña que apenas habría cumplido la mayoría de edad, castaña y de frondoso cabello ondulado que avanzaba detrás de su abuela con la cabeza gacha, en completo silencio y que portaba varias telas y una palangana.

—Tranquila, no te haré daño. Solo quiero retirarte la mordaza. ¿Te parece bien? —le preguntó al llegar hasta ella, seguida por la muchacha.

Con la esperanza de ser engullida por el hormigón de la pared, Anuket negó con la cabeza con mayor vehemencia. No quería que se acercase. No quería que la tocase con esas asquerosas manos de asesina en serie desequilibrada.

—Cariño, no seas cabezota y asume de una vez para qué has venido a este mundo. —Se agachó para quedar a su altura, agarró el nudo del pañuelo y tiró de él liberando sus labios.

—¿Y para... —tosió y carraspeó para aclarase la garganta— para qué he venido a este mundo, según tú?

—Para liberar a la humanidad de las fuerzas del mal —le respondió, convencida de todas y cada una de las estúpidas y delirantes palabras que salieron de su boca.

—¿Para librar a la humanidad de las fuerzas del mal? —repitió incrédula—. ¿Pero tú estás escuchándote, pirada? —Recorrió su cuerpo de arriba abajo con cara de encontrase frente a un cadáver putrefacto en plena descomposición.

Ágata se incorporó. Las facciones de su rostro se endurecieron ofendida por sus palabras, y tal vez por la manera despectiva en la que Anuket la observaba: una mezcla entre encontrase frente a una perturbada y el asco de saber que por sus venas corría la misma sangre que la de esa desgraciada.

—Has tenido una vida muy cómoda, Anuket. Apenas has pasado penurias para poder juzgar, así que no te consiento...

—¿Qué no me consientes? —la cortó con estupefacción. Ágata se alejó un paso—. ¡¿Qué no me consientes?! —Los eslabones acusaron la violenta sacudida con la que Anuket intentó llevar las manos hacia delante para estrangularla, olvidando por un momento que se encontraba encadenada—. ¡¡Permitiste que matasen a mi madre!! ¡¡Que matasen a mi padre!! ¡¡A tu hijo!! —le gritó fuera de sí al verse privada de acabar con su vida—. Llevo huyendo desde que tengo uso de razón, he robado, dormido en la calle entre ratas, en pisos atestados de cucarachas, con frío y con hambre, y me entregaste a un puto pederasta que durante años vendió mi cuerpo por una estúpida creencia pagana sin fundamento. ¿Y todavía te atreves a decirme que he tenido una vida cómoda?, ¿que no tengo derecho a opinar porque apenas he pasado penurias? He cargado con más dolor a mi espalda que el que tú jamás podrás soportar, vieja chiflada.

Su abuela alzó el mentón, impasible. Sin embargo, la muchacha que había a un par de pasos detrás de ella movió la cabeza ligeramente en su dirección, curiosa, sin atreverse a levantarla por completo.

—Ahora no lo comprendes, pero es por tu bien. Por el bien de todos. Por el de la humanidad.

—Te han lavado el cerebro, ¿verdad? Tú... tú no has sido siempre así. —Esto último lo dijo más para sí.

No era capaz de creer que su abuela la hubiese tenido engañada desde su más tierna infancia, y en el fondo de su corazón se aferraba a la idea de encontrar una explicación para que idealizase los desvaríos de esa panda de lunáticos sectarios con tanta vehemencia.

Ágata negó con la cabeza con un deje de pesar en su mirada, como si fuese la primera vez que la veía, como si no la reconociera o no comprendiese por qué no era capaz de entender lo que para ella parecía ser tan cierto como su propia existencia.

—La ira te ciega, cariño mío.

La irónica risa de Anuket inundó la celda en la que la tenían retenida. Una risa nerviosa, impía y escéptica.

—No es la ira lo que me ciega —le dijo entre los rescoldos de las últimas carcajadas—. Son las ganas de acabar con tu miserable existencia, hija de puta.

Su abuela suspiró rendida. Dio media vuelta sobre sus talones y se dirigió de nuevo hacia la puerta, donde se giró para mirar a la muchacha, que se había quedado rezagada junto a Anuket.

—Darelle, haz el favor de asear y preparar a tu hermana.

«¿Mi qué?».

Capítulo 2

Pasados treinta minutos de inquietante mutismo, Jackson llegó junto con Dóminic a un hospital de lujo situado en la sierra de Madrid en un vehículo blindado negro, con todas las lunas tintadas y dirigido por Aiko.

La japonesa se paró frente a la barrera del control de accesos el tiempo suficiente como para bajar la ventanilla y que el guarda de seguridad verificase su identidad. Continuó en dirección al garaje subterráneo, seguida muy de cerca por el vehículo que conducía el Víbora y en el que iba Ramsés, hasta llegar a una zona en la que media docena de coches estacionados alrededor de las columnas que formaban el bloque de los ascensores le hicieron pensar en cómo habían cambiado sus vidas desde que Bryana y Alma habían llegado a ellas.

Año y medio atrás se cosían las heridas en el baño con aguja e hilo, contaban con un par de habitaciones de invitados, de las que ahora solo quedaba disponible una, no tenían perro, el médico de la familia atendía en el salón los casos menos graves y al hospital solo se acercaban para abandonar a los que iban directos a la morgue. Sin embargo, ahora, gracias a sus nuevos contactos y a la ingente cantidad de ceros en sus cuentas bancarias, disponían de uno solo para ellos, en el que no se hacían preguntas y donde se guardaba el secreto profesional bajo pena de muerte.

Aiko se bajó del vehículo y fue directa al ascensor sin esperarlos. Por el contrario, Dóminic se sujetó al respaldo del asiento del copiloto y giró sobre sí mismo para enfrentarlo mientras Ramsés y el Víbora se reunían con la japonesa frente a la puerta metálica del elevador. Ambos se mantuvieron la mirada un par de segundos. Jackson tenía una conversación pendiente con su hermano. Le había mentido, y la desaparición de Anuket había puesto de manifiesto los motivos reales por los que insistió tanto para que dejase de investigar a la organización de sacerdotes que él mismo le pidió tiempo atrás que le ayudase a localizar.

—Con que... «No te preocupes, Dom. Está todo controlado. Esa gente no supone una amenaza. Olvídate del tema» —le dijo, agravando el tono de su propia voz para imitarlo—. ¿En qué coño estabas pensando, Jackson? No tenías nada bajo control. Por eso estabas tan paranoico con la seguridad, con Anuket, con todos, ¡maldita sea!

Amparado por las sombras de la parte trasera del coche, Jackson apretó la mandíbula.

Razón no le faltaba, y agradecía que Dóminic hubiese encontrado a Bryana y se hubiese unido a ella. De lo contario, esa conversación sería en un tono menos agradable, dado el decadente estado de ánimo en el que se encontrarían los dos debido al exceso de empatía que sentían los unos hacia los otros y a esos lazos espirituales que los ataban.

Con uno sumido en una encarnizada lucha por mantener sus instintos a raya iban servidos.

—Lo estaba. Lo tenía todo bajo control —se limitó a contestar.

—Sí, claro —bufó de mala gana—. Por eso tenemos a un hombre en el hospital y Anuket ha desaparecido sin dejar rastro. Porque lo tenías todo bajo control —añadió con retintín, dibujando unas comillas en la última frase.

—¿Qué querías que hiciese?

Dóminic clavó los dedos en el cuero del respaldo que, de buena gana, sabía que su hermano habría colocado sobre su cuello.

Sin ser conocedor de los verdaderos motivos, el gemelo se mostraba más nervioso de lo normal, y la única razón por la que no saltaba sobre él, enajenado como un orangután dispuesto a arrancarle la cabeza, era la tranquilidad de encontrarse espiritualmente atado a su mujer. Por eso Ramsés parecía sumido en una aparente calma. Y por eso a él le costaba tanto mantenerla. Porque ellas eran su remanso de paz. Y él no solo había perdido el suyo, sino que además la había traicionado.

—No lo sé..., tal vez ¿contárnoslo? ¿Acudir a nosotros? ¿A tu familia? —le inquirió Dóminic con retórica ironía.

Suspiró hastiado. Se acomodó los gemelos de la camisa y se abrochó la chaqueta. Salió del coche, igual que su hermano, que no perdió ni un segundo en ir tras él.

—No me sermonees. —Pasó por su lado en dirección al ascensor.

Por supuesto que debió contarles que una organización de chalados quería matarlos a todos. No solo a Anuket. Claro que debió acudir a ellos en cuanto lo atacaron la primera vez en la casa de ese prestamista. Y, evidentemente, debió compartir que Delta era uno más de su familia cuando se enteró, pero no era más sencillo entonces que ahora.

—Shaquiq... —Dóminic lo sujetó por el brazo antes de que lo dejase atrás.

—¡¿Qué?! —Se soltó de un fuerte ademán.

—Al menos reconoce que la has cagado.

—¿Eso le devolverá la vida a Delta? ¿Me devolverá a Anuket? ¿Nos hará retroceder a todos en el tiempo y volver al instante en el que nada de esto ha pasado? No, ¿verdad?

—Delta no está muerto.

—Continúa la frase, Dom: todavía. Delta no está muerto todavía. —Se desabrochó la americana, colocó los brazos en jarra por debajo del largo y dejó caer la cabeza entre sus hombros hacia delante. Cerró los ojos y se apretó el puente de la nariz con el índice y el pulgar para mitigar el dolor que le martilleaba la sesera—. ¿Te has parado a pensar que si os hubiese puesto en antecedentes antes no habríamos celebrado la unión de Ramsés hasta vete tú a saber cuándo? No estamos hablando de una panda de locas del coño sin recursos ni organización —le dijo, refiriéndose a las Amazonas, de las que hacía menos de un mes que se habían librado—. Solo pretendía que tuviesen una ceremonia tranquila.

Y lo habría conseguido si su terca ninfa no fuese siempre por libre.

Dóminic abrió la boca para rebatirle, sin embargo, volvió a cerrarla de inmediato y buscó a su gemelo por encima de la silueta de Jackson.

—No debiste cargar con esto tú solo —le dijo al fin.

«Lo sé». Suspiró. Colocó la mano sobre el hombro de su hermano y se lo apretó con cariño.

—Vamos a ver cómo está Delta. Con suerte, podrá darnos alguna pista de por dónde empezar a buscar —le solicitó esperanzado.

Su hombre de confianza tenía que salir de aquella. De no hacerlo, ¿a qué lo habría condenado? ¿A un nuevo ciclo?, ¿al olvido?

Se montaron en el ascensor y subieron hasta la tercera planta, donde siguieron a los tíos de Alma hasta una habitación situada a mitad del pasillo.

Durante el trayecto no se encontraron con nadie: ni pacientes ni empleados. Habían cerrado el hospital solo para ellos. Así, la dirección se evitaba tener que darles explicaciones a las autoridades, pues, para el centro, era más fácil alegar que un ricachón quería la atención exclusiva que ofertaban en su página web que tener que vérselas con las tediosas autoridades.

Antes de abrir la puerta de la habitación, Dima se dio la vuelta y, risueño, repasó el cuerpo de Jackson de arriba abajo.

—¿Cómo vas de reflejos? —le preguntó el Víbora.

—Bien. ¿Por qué? —Frunció el ceño, contrariado ante su extraño y divertido interés.

—Simple curiosidad. —Se encogió de hombros, abrió y señaló el interior, cediéndole el paso—. Adelante. —Sonrió y colocó el brazo a modo de barrera, impidiendo que el resto pudiese acceder.

Jackson entró y, como bien había adelantado, tuvo los reflejos suficientes para retirarse en el momento justo en el que una daga pasó por su lado, evitando así que le perforase el hombro hasta el hueso.

—Creo que aquí ya no nos necesitan —escuchó decir al Víbora entre risas, mirando la daga clavada sobre el pladur de la pared del pasillo—. Buena suerte. —Se alejó junto con Aiko, con una amplia sonrisa en los labios.

«Será cabrón».

—¡Alma! —Ramsés se asomó como un miura esquizofrénico, con la mano en las lumbares, dispuesto a sacar de paseo a su arma.

—¿A ti qué coño te pasa? —le espetó Jackson a su cuñada, situada delante del ventanal que daba a la terraza, colocándose los puños de la americana.

Dóminic entró detrás de ellos y fue directo hacia el gran sofá que había en la sala de estar, previa a la zona de recuperación en la que debería encontrarse Delta. Se sentó al lado de Bryana y colocó un brazo sobre los hombros de su mujer, atrayéndola hacia su cuerpo.

—Te está bien empleado, por capullo —fue lo único que le dijo Dóminic antes de darle un beso en la sien a su Alniyl Kuynu y acomodarse junto a ella, quien, entretenida, se limitaba a mirar la escena.

—La próxima vez que intentes matar a mi marido, les hago a los niños un saco de dormir con tu cuerpo para cuando quieran ir de acampada al jardín con el tío Jackson —lo advirtió su cuñada.

Enarcó una ceja, divertido, y asintió ligeramente con la cabeza. Alma le había caído bien desde que la vio en el despacho de su hermano la primera vez, un año y medio atrás.

Ramsés se acercó a su mujer, le alzó la barbilla y se fundió con ella en un apasionado beso.

—No seas tan dura con él —escuchó que le susurraba sobre los labios.

—¿Dónde está Delta? —les preguntó a ambas, haciendo a un lado la tensión del momento.

Le urgía hablar con él, saber qué había ocurrido, si Anuket seguía con vida y si tenía la menor idea de dónde podrían habérsela llevado.

—En reanimación —intervino Bryana—. Casi no lo cuenta. Jason y Sergei han tenido problemas para estabilizarlo, pero saldrá de esta.

Jackson suspiró, al igual que sus hermanos, con la diferencia de que él sí sabía el porqué de su alivio, mientras que los gemelos aún desconocían dicha información.

—Si tú sabías dónde estaba, ¿por qué no me lo dijiste? —le recriminó a Alma con más acritud de la que pretendía mostrar.

—No sabía dónde estaba —le aseveró—. Antes de la ceremonia, Anuket vino a verme y me pidió que le hiciese la cobertura. Ya sabes, que crease una distracción para que pudiese salir. Pero me aseguró que su intención no era huir, que volvería en cuanto arreglase unos asuntos —le explicó—. Intenté decírtelo.

—Y la dejaste marcharse —afirmó.

En vista de lo sucedido, no era una pregunta. Agachó la cabeza y se presionó los ojos con el pulgar y el índice, tratando de mantener sus demonios a raya.

—¿Por qué no? —Se encogió de hombros, alzando ambas manos al aire—. Anuket sabe quién es. Al parecer, lo sabe desde niña. Como también sabe lo importante que es para ti. Tenía la intención de volver. Me dijo que entonces nos los explicaríais, pero al despertar esta mañana y ver que seguías con vida, durmiendo la mona con Ofelia abrazada a ti como una garrapata, me preocupé y rastreé su teléfono.

—No pensaste en ningún momento que podría estar mintiéndote. —«Como yo», se flageló al reconocer que fue lo primero que habría pensado él.

Tampoco lo preguntó. Lo afirmó porque en las palabras de Alma no había ni un ápice de duda. No obstante, su cuñada negó con la cabeza para no dar pie a confusiones innecesarias.

—¿De qué coño va esto, Jackson? —le preguntó Ramsés—. ¿Qué hacía uno de nuestros mejores hombres tan lejos el día que más seguridad necesitábamos en casa? ¿Y qué tiene que ver todo esto con Anuket?

Jackson buscó apoyo en los dorados ojos de Dóminic. Desde el sofá y sin moverse, su hermano asintió a su muda petición. Dejó escapar un abrupto suspiro. No estaba solo. Anubis intercedería por él si la situación se complicaba. Y esperaba, por el bien de todos, que no fuese así.

—Como me toques, te tragas las cadenas en cuanto consiga soltarme —le advirtió a la joven antes de que le diese tiempo a dar un solo paso hacia ella.

Anuket se quedó observándola desde la escasa distancia que las separaba. Era delgada, menuda, de tez morena maquillada por los rayos de sol y muy joven. «Joder». ¿Cuántos años tendría? ¿Qué le habrían hecho para que permaneciese tan sumisa, con la cabeza agachada mirando el interior de la palangana que sujetaba sobre la ropa y sin moverse?

—No he venido a hacerte daño —le dijo en un melódico tono de voz, apenas audible—. Me han enviado para que te ayude a cambiarte de ropa —añadió, sin atreverse a alzar la vista.

—Muy amable por tu parte —le agradeció sarcástica—, pero si dejases de intentar predecir el futuro en ese cacharro, verías que ni necesito asearme ni cambiarme de ropa. Lo que quiero es salir de aquí.

—No me hace falta ver para saber que te has manchado de sangre, de barro y que has estado llorando.

La muchacha, por fin, se atrevió a levantar la cabeza. Al hacerlo, Anuket ahogó un suspiro, aterrada e impresionada a partes iguales.

—Somos... Tú eres... Yo... —Pocas eran las veces que se había quedado sin palabras—. ¿Ellos te han hecho eso?

Salvo por el color de pelo, era exactamente igual que ella. Una fotocopia de su yo adolescente más puritano y dulce. Sin embargo, fue el profuso velo blanco que restaba brillo a sus ojos verdes lo que más llamó su atención.

—¿El qué?

—Estás... —«¿Cómo decirlo con tacto?...»— ciega.

«Vale, doña Sutileza no soy». Pero, ¡coño!, era evidente, ¿no?

No es que le importase demasiado dañar los sentimientos de la joven, pues bastante habría pasado ya en su vida como para que ella llegase y metiese el dedo en la llaga, pero la muchacha no le había hecho nada, parecía que solo trabajaba allí, puede que sobreviviese de aquella manera, y si era tan inocente como aparentaba, tal vez podría utilizarla a su favor.

Siempre pensó que era de esas personas que calaba bien a la gente, hasta que su abuela le demostró lo contrario. No obstante, en esa ocasión su instinto le decía que la joven no era un peligro; además de que era la única posibilidad que tenía a mano para salir de un entuerto en el que, como siempre, se había metido ella solita por no hacer caso.

Puede que fuese cruel aprovecharse de aquella joven, e incluso ruin, pero no iba a permitir que le quitasen la vida una panda de chiflados.

—Y tú hablas muy alto —contratacó la muchacha.

—¿Perdón? —Enarcó ambas cejas.

—Disculpa. Pensé que lo decías como si fuese un defecto. —Volvió a agachar la cabeza—. No me gusta la gente que habla a gritos. Es como si siempre estuviesen enfadados.

—¿Tal vez porque están enfadados? —le preguntó retórica. Ella lo estaba. Y los motivos le parecían bastante obvios.

—¿Tú estás enfadada? —Levantó la cabeza con curiosidad y frunció el ceño como si no comprendiese por qué.

«A lo mejor no son tan obvios».

—¿A ti qué te parece? —Las cadenas tintinearon al moverse para dejarlas a la vista, hasta que cayó en la cuenta de que la muchacha estaba ciega—. Me tienen atada como a un perro y quieren matarme.

—No quieren matarte. Solo liberarte. Al contener el alma de Anuket, no dispones del libre albedrío —le explicó, completamente convencida de sus palabras—. ¿No te gustaría poder actuar por ti misma? ¿Sin que un diabólico ente te controle?, ¿sin que lo único en lo que puedas pensar sea en fornicar para extenderte como una plaga?

—¿Fornicar?... Pero ¿qué coño es lo que os cuentan? —Escudriñó su rostro, perpleja—. Trabajas aquí, ¿no? —le preguntó al cabo de unos segundos en los que la joven no se pronunció—. Tienes que haberlo visto. Mierda, perdona. Lo que quería decir es que...

—Tranquila. Lo entiendo —la cortó—. Sé a lo que te refieres —le dedicó una sonrisa dulce y comprensiva—, pero te aseguro que aquí no matan a nadie, solo los... exorcizan, por decirlo de alguna manera. Es un poco más complejo, aunque podría decirse que es la palabra adecuada.

Anuket comenzó a reírse, nerviosa, incapaz de controlar la imagen de su mente en la que se veía correteando por el techo con la cabeza dando vueltas sobre sí misma mientras echaba espumarajos por la boca.

—No puedes estar hablando en serio.

—¿Por qué iba a mentir? —Su rostro se contrajo en una mueca de desconcierto.

Entre risas, Anuket negó con la cabeza. Esa chica no podía ser tan ingenua. Nadie era tan estúpido.

—Porque estáis todos como una puta regadera. Por eso.

—La abuela ya me advirtió de que eras muy testaruda. —Sin perder la sonrisa, suspiró.

—¿La abuela? ¿Qué abuela?

—La mujer que acaba de marcharse. —Movió la cabeza hacia el hueco donde se suponía que debía estar la puerta pero que en realidad era la pared que había al lado de la salida—. La abuela. Nuestra abuela.

—Joder... —Se dejó caer hacia atrás y apoyó la cabeza sobre la pared, mirando al techo—. Estás peor de lo que pensaba.

Darelle se arrodilló manteniendo la distancia y dejó la ropa y la palangana sobre el suelo antes de colocar las manos sobre su regazo.

—Antes me has preguntado qué es lo que nos cuentan, pero ¿qué es lo que te han contado a ti? Porque, a lo mejor, eres tú la que está equivocada.

—Es imposible que seamos hermanas. —Apoyada en el muro, se volvió para mirarla—. A mis padres los asesinaron cuando solo era una niña.

—Anuket —en esta ocasión, movió la cabeza en dirección a sus manos, entrelazadas sobre sus muslos—, tu madre sí que fue asesinada cuando tú tenías seis años por un joven de Ismat, pero tu padre... —Nerviosa, comenzó a mover los pulgares uno sobre otro en círculos—. Papá está vivo. Te envió con la abuela a España para protegerte.

No recordaba nada de su pasado, sin embargo, no era la historia que le había contado su abuela. En cuanto a Adom, si era el joven al que la muchacha se refería, creía en su palabra más de lo que se fiaba de su propio instinto, y Anuket, la diosa, no tenía nada que ver en la fe ciega que depositaba en él. Habían sido los actos de su Shaiṭān, la manera que tenía de comérsela con los ojos, de venerarla, de adorarla, de protegerla y, sí, también de castigarla.

Miró a la joven con pesar. ¿Así era como los engañaban?

—¿Eso es lo que te han dicho? ¿Que a mi madre la mató un joven en Ismat, que mi padre sigue con vida y que nos envió a España para protegernos?

—¿Por qué no se lo preguntas tú misma? —Acarició la pantalla del reloj que rodeaba su muñeca, apretó un botón y se lo llevó al oído para escuchar la hora—. Seguro que ya debe estar esperando en el salón para tomar el té.

No sabía cuántos días habían pasado desde su desaparición, pero gracias a la joven supo que eran las cuatro de la tarde.

—Darelle... Es así como te llamas, ¿verdad? —Su supuesta hermana asintió—. Mi padre está muerto. No te ofendas, pero... eres ciega. El hombre que dice ser tu padre, probablemente, no sea más que un sacerdote de la orden que lo único que intenta es mantenerte aquí, sumisa, calmada y obediente para que le hagas el trabajo sucio: convencer a personas como yo de que un mal supremo trata de hacerse con el control de la humanidad. Pero te aseguro que ni eso es cierto ni esta gente practica exorcismos. Cuando no colaboras, cuando no les dices lo que quieren saber, te torturan hasta la muerte.

—Nací ciega. No sorda —le replicó con un deje molesto—. Llevo escuchando la voz de mi padre desde que tengo uso de razón, cuánto te echa de menos y lo parecidas que éramos. Podría reconocerlo en cualquier parte. Y te digo que está en el salón esperando a que subas para poder abrazarte. No trabajo para él, solo soy su hija. Y estoy aquí, contigo, porque eres mi hermana. De lo contrario, no me habría permitido bajar al sótano.

Perfecto. Ahora sabía, además de la hora, que estaban en un edificio que como mínimo tenía una planta calle y un sótano.

—¿Para que no escuches los gritos?

—Liberar un cuerpo de un demonio tan antiguo como el propio Sol no es fácil. Ni agradable —se excusó. Darelle volvió a agachar la cabeza en dirección a su regazo.

—Te lo agradezco, pero no busco familia. Ya tenía una y los asesinaron.

Su supuesta hermana suspiró resignada. Se levantó y se sacó un bastón extensible del bolsillo trasero de su pantalón para poder caminar sin tropezar.

—Supongo que lo he intentado. Le diré a papá y a la abuela que no quieres escuchar. Hablaremos cuando te saquen ese asqueroso ser que te nubla la razón. —Se giró y fue golpeando el suelo con el bastón hasta llegar a la salida.

—Lo dudo mucho —farfulló para sí, buscando otra alternativa para salir de aquella celda y alejarse todo lo que le fuera posible de ese edificio.

—La abuela quiere recuperar a su nieta; papá, a su hija, y yo conocer a mi verdadera hermana. Es... por tu bien.

—Darelle. —La joven se volvió antes de salir por la puerta—. ¿Puedo pedirte un favor?

—Supongo. —Se encogió de hombros.

—Ven a verme dentro de tres días.

—¿Es el tiempo que necesitas para pensártelo? —le preguntó esperanzada.

Anuket negó con la cabeza.

—No. Para demostrarte que están engañándote.

Su supuesta hermana no le dijo que sí ni que no. Se limitó a desaparecer en silencio, roto tan solo por los golpes del bastón contra el suelo.

—Espero que sepas lo que estás haciendo —se dijo a sí misma intranquila, pues, por primera vez en su vida, razón, corazón e intuición asentían satisfechos.

Capítulo 3

Con pisada ceremonial, pausada, solemne y las manos en los bolsillos del pantalón, Ramsés caminaba de un lado para otro de la sala de estar, meditando sus palabras antes de echar sapos y culebras por la boca. El matrimonio le había sentado bien a su hermano. O, mejor dicho, lo había asentado, teniendo en cuenta que en cualquier otra circunstancia ya se habrían liado a hostia limpia. Ramsés estaba inusualmente tranquilo, sin embargo, él solo aparentaba estarlo.

Jackson no pudo evitar sentir una punzada de envidia hacia los gemelos. Ambos habían encontrado el equilibrio que tanto merecían. No obstante, no podía dejar de darle vueltas a la idea de que, sin ser culpa de ellos, su vida nunca había sido fácil, y le daba la impresión de que para poder conseguir cualquier logro tendría que esforzarse más que el resto. ¿Acaso él no merecía paz?

El Egipcio frenó en seco delante de Alma, quién permanecía sentada en una de las sillas que rodeaban la mesa que había delante del ventanal, frente a Jackson, que había tomado asiento sobre el reposabrazos del sofá junto a Bryana. Se midieron el uno al otro en completo silencio bajo la atenta mirada del resto, quienes también estarían asimilando toda la información que acababa de proporcionarles, que les afectaba de manera directa y que había estado ocultándoles. Salvo a Dóminic, que conocía la existencia y la problemática con la orden de sacerdotes desde que le pidió ayuda para localizarlos, y puede que también su mujer, a quien estaba convencido de que su hermano habría puesto al corriente en cuanto se lo comentó la primera vez.

—Vamos a ver si lo he entendido bien —soltó Ramsés tras mucho meditar—. Mi querido hermano, aquí presente, tiene la certeza desde hace meses de que una panda de curas, descendientes de unos pirados de hace más de cuatro mil años, quieren asesinarnos, y no se le ocurre otra cosa que ocultárnoslo poniéndonos a todos en peligro. ¿Estoy en lo cierto?

—Sacerdotes —lo corrigió.

—¿Qué? —Un mohín de incomprensión contrajo su rostro.

—Que no son curas. Son sacerdotes —le aclaró—. No es lo mismo.

Las aletas de la nariz de su hermano serpentearon al coger aire de manera abrupta.

—Sacerdotes, curas, obispos, cardenales..., ¡¡como si es el mismísimo papa!! —Fue alzando la voz según iba encadenando una palabra tras otra—. ¡¿En qué cojones estabas pensando?! —Elevó ambas manos al aire, exasperado.

—Ramsés... —Dóminic llamó la atención de su gemelo al verlo dar un intimidante paso hacia Jackson antes de que ambos perdiesen los papeles.

—Tú cierra la puta boca —le ordenó, y lo fulminó con ojos furibundos, haciendo extensivo su enfado a él—. ¿Desde cuándo tenemos secretos? —Su mirada saltó del rostro de uno al otro—. ¿En qué momento decidisteis que cada cual iba por libre?

—Reconoce que no ha sido muy hábil por tu parte —intervino Alma, sin dejar de juguetear con una daga sobre la mesa.

—¿Os habríais casado? —le preguntó a su cuñada—. Os conozco, y de habéroslo contado, os habríais empeñado en posponer vuestra unión, con el peligro que os he explicado que eso conlleva. ¿Me equivoco? —En esa ocasión fue él quien los miró alternadamente, esperando una respuesta que, por supuesto, no llegó.

—Hay algo que no entiendo. —Bryana dejó la comodidad del respaldo del sofá, colocó los codos sobre las rodillas y entrelazó las manos entre sus piernas—. Dices que esta gente quiere matarnos. Y, en vista de cómo hemos encontrado a Delta, está claro que no se andan con remilgos. Entonces, ¿dónde está la abuela de Anuket?

Jackson frunció el ceño. «Buena pregunta».

Como la vieja le importaba un carajo, no se había preocupado por ella. Es más, había dado por hecho que estaría muerta. Y como sus cuñadas desconocían su existencia hasta ese momento, había dado por supuesto que, de haber visto el cadáver de una mujer, habrían considerado que no era relevante mencionarlo al ver el deplorable estado en el que habían dicho que encontraron a Delta.

—¿No está muerta? —les preguntó para asegurarse.

—Si se la han cargado, desde luego no ha sido allí —le confirmó la mujer de Dóminic.

—¿Tampoco en los alrededores?

Bryana negó con la cabeza.

—Peinamos toda la zona y no había rastro de la abuela.

—Dios, deja de hablar como un poli —le espetó Ramsés a su cuñada.

Su hermano dio una vuelta sobre sí mismo y se sentó junto a Alma, haciendo caso omiso de la burla que le hizo Bryana.

Toc, toc, toc.

Todos alzaron la vista hacia la puerta, por la que apareció Jason, el tío de Alma, seguido por dos celadores empujando una enorme cama con Delta inconsciente.

Puede que el resto no se percatase, pero al verlos entrar suspiraron aliviados, como si de alguna manera saber que seguía con vida les hubiese quitado un enorme peso de encima del que solo Jackson era consciente de su envergadura.

Jason se acercó a su sobrina y le dio un casto beso en una sien.

—¿Cómo vas? —le preguntó en un susurro.

El silencio en el que se sumieron arrebató a sus palabras el cariz de una confesión a la que solo su cuñada hizo caso, pues los demás se encontraban centrados en la manera en la que los celadores colocaban la cama entre las llaves de oxígeno y los sueros con el emblema de los Ivanov en el soporte metálico que sobresalía de la pared.

—¿Seguro que está bien? —Se levantó del reposabrazos y caminó hasta los pies de la cama—. Porque no lo parece.

Delta tenía el rostro amoratado, y a pesar de que la luz de primera hora de la tarde dotaba a la aséptica decoración del dormitorio de una calidez inusual para ser la habitación de un hospital y que iba tapado con una sábana prácticamente hasta las orejas, incluso los moratones lucían con una extrema y preocupante lividez, como si estuviese muerto o en las últimas. Su característica perilla se había difuminado bajo la díscola barba incipiente, y la sombra del pelo que siempre llevaba rasurado dejaba entrever un intenso negro que hasta ahora solo había podido intuir por el color de sus cejas. Y para ninguno de los presentes pasó desapercibido lo extraño que era verlo sin esas oscuras gafas, de las que nunca se desprendía y tras las que siempre ocultaba el color de unos ojos de los que ni siquiera Jackson, que era el que más tiempo había pasado con él, recordaba el tono.

—Después de la paliza que le han dado, no es para estarlo. —El que parecía haberse convertido en el médico oficial de la familia se acercó hasta una pantalla junto al cabecero de la cama con un sobre en la mano—. Se ha librado por los pelos. E hicisteis muy bien en no sacarle la daga que tenía clavada en el costado —les dijo a Alma y a Bryana—. De haberlo hecho, en su estado, se le habría encharcado el pulmón por completo. —Buscó en el interior del sobre y sacó una radiografía del tórax que colocó sobre la luz.

Alma se levantó de la silla y se acercó para inspeccionar en la placa la profundidad con la que esos miserables lo habían apuñalado.

—Esto de aquí, ¿son fracturas? —le preguntó a su tío, señalando las delgadas líneas que, como nervios, cruzaban algunas de las costillas de Delta dibujando unas finas hebras oscuras sobre los huesos.

—Estas de aquí, sí. Las más claritas son remodelaciones. —Sacó las radiografías del resto del cuerpo—. Como veis, no tiene ningún traumatismo preocupante que haya podido afectar a la cabeza, pero todas estas líneas en brazos, piernas y costillas son fracturas anteriores.

—¿Y esta? —Su cuñada señaló la que le cruzaba el hueso del esternón.

—No es reciente —le aseguró su tío.

Jason y Alma se dedicaron una mirada cómplice, cargada de celo, que no le fue indiferente a ninguno de los allí presentes.

—¿Estás diciendo que algo o alguien le fracturó el esternón? —le preguntó Dóminic.

Delta debió recibir un golpe muy fuerte para que se le fracturase lo que se consideraba un armazón que constituía el hueso del que irradiaban las costillas para proteger el corazón y los pulmones.

—Salvo que haya servido en el Ejército y que haya hecho de escudo humano para salvar a un compañero de una bomba, yo más bien diría que ha sido alguien o algo.

—Tú has visto esto antes, ¿verdad? —le preguntó su sobrina, a quien no se le escapaba ni una.

—Me temo que sí. Cuando ingresé en las Fuerzas Armadas mi primer destino fue el Sahara. Allí había un grupo de insurgentes organizados y con formación paramilitar con los que no era conveniente cruzarse y a los que su propia gente temía —les explicó—. La guerra les importaba un bledo. Ellos libraban la suya propia y eran famosos por su crueldad y sus métodos de tortura. El más conocido era la prensa.

—¿La prensa? —se atrevió a preguntar Jackson.

No quería saber realmente qué era, ya que, sin poder evitarlo, se imaginaba a su ninfa soportando cualquier salvajada.

—Por lo visto, te colocan entre dos planchas metálicas con un pincho de acero al rojo vivo a la altura del pecho y van cerrándolas poco a poco hasta que te perforan el hueso. —Dibujó con las manos el movimiento del artilugio.