El guerrero más oscuro - Gena Showalter - E-Book
SONDERANGEBOT

El guerrero más oscuro E-Book

Gena Showalter

0,0
4,49 €
Niedrigster Preis in 30 Tagen: 4,49 €

-100%
Sammeln Sie Punkte in unserem Gutscheinprogramm und kaufen Sie E-Books und Hörbücher mit bis zu 100% Rabatt.
Mehr erfahren.
Beschreibung

Él era hielo… Puck el Invicto, que alojaba en su interior al demonio de la Indiferencia, no podía permitirse el lujo de sentir, porque después recibía un terrible castigo por ello. Así pues, reprimía por completo sus sentimientos. Hasta que la conoció. Según una antigua profecía, ella era la clave para salvar su reino. Y lo único que tenía que hacer para conseguirlo era robársela al hombre de quien estaba enamorada y casarse con ella. Ella era fuego… Para sobrevivir, Gillian Shaw debía casarse con un monstruo por el que sentía fascinación y terror a partes iguales… y cumplir lo que el destino le deparaba: convertirse en una reina guerrera. Juntos, ardían Cuanto más aprendía sobre su inteligente y hábil esposa, más la deseaba. Y, cuanto más tiempo pasaba Gillian bajo la protección de su marido, más lo anhelaba. Sin embargo, los Oráculos habían profetizado un final infeliz. ¿Podría vencer Puck al destino y quedarse con la mujer que le había devuelto la vida a su corazón muerto? ¿O sucumbirían ambos y perderían todo aquello por lo que habían luchado?

Sie lesen das E-Book in den Legimi-Apps auf:

Android
iOS
von Legimi
zertifizierten E-Readern

Seitenzahl: 613

Bewertungen
0,0
0
0
0
0
0
Mehr Informationen
Mehr Informationen
Legimi prüft nicht, ob Rezensionen von Nutzern stammen, die den betreffenden Titel tatsächlich gekauft oder gelesen/gehört haben. Wir entfernen aber gefälschte Rezensionen.



 

Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra solo puede ser realizada con la autorización de sus titulares, salvo excepción prevista por la ley. Diríjase a CEDRO si necesita reproducir algún fragmento de esta obra. www.conlicencia.com - Tels.: 91 702 19 70 / 93 272 04 47

 

Editado por Harlequin Ibérica.

Una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

Núñez de Balboa, 56

28001 Madrid

 

© 2018 Gena Showalter

© 2019 Harlequin Ibérica, una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

El guerrero más oscuro, n.º 177 - enero 2019

Título original: The Darkest Warrior

Publicada originalmente por HQN™ Books

 

Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial. Esta edición ha sido publicada con autorización de Harlequin Books S.A.

Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares, y situaciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientos de negocios (comerciales), hechos o situaciones son pura coincidencia.

® Harlequin, HQN y logotipo Harlequin son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited.

® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia.

Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.

Imagen de cubierta utilizada con permiso de Harlequin Enterprises Limited.

Todos los derechos están reservados.

 

I.S.B.N.: 978-84-1307-521-1

 

Conversión ebook: MT Color & Diseño, S.L.

Índice

 

Créditos

Dedicatoria

Prólogo

Capítulo 1

Capítulo 2

Capítulo 3

Capítulo 4

Capítulo 5

Capítulo 6

Capítulo 7

Capítulo 8

Capítulo 9

Capítulo 10

Capítulo 11

Capítulo 12

Capítulo 13

Capítulo 14

Capítulo 15

Capítulo 16

Capítulo 17

Capítulo 18

Capítulo 19

Capítulo 20

Capítulo 21

Capítulo 22

Capítulo 23

Capítulo 24

Capítulo 25

Capítulo 26

Capítulo 27

Capítulo 28

Capítulo 29

Capítulo 30

Capítulo 31

Capítulo 32

Capítulo 33

Capítulo 34

Capítulo 35

Capítulo 36

Capítulo 37

Capítulo 38

Capítulo 39

Capítulo 40

Capítulo 41

Capítulo 42

Capítulo 43

Capítulo 44

Capítulo 45

Epílogo

Glosario de personajes y términos

Si te ha gustado este libro…

Dedicatoria

 

 

 

 

 

Para todo aquel que haya sufrido maltrato por parte de otro.

Para todo aquel que haya oído las palabras «No estás a la altura» y «No vales para nada».

Para todo aquel a quien le hayan dicho «Tienes aspiraciones demasiado altas» y «No lo vas a conseguir».

Tú eres único y el mundo te necesita. Yo estoy a tu lado y sufro contigo. Tú eres muy valioso.

Tú puedes conseguirlo.

Prólogo

 

 

 

 

 

Érase una vez, en el Reino Desierto de Amaranthia, dos príncipes inmortales que nacieron siendo hermanos de sangre y amigos por elección. Púkinn Neale Brion Connacht IV, Puck, y Taliesin Anwell Kunsgnos Connacht, Sin. Cambiaformas legendarios con el don de transformarse en cualquiera, en cualquier momento.

Puck, el mayor, creció y se convirtió en un gran guerrero cuya especialidad era la fuerza bruta. Por mucha fuerza, conocimientos o experiencia que tuviese su oponente, él permanecía invicto. Su gran habilidad en el campo de batalla solo podía compararse a su destreza en el dormitorio.

Sin, el menor, prefería los libros a las batallas y el romanticismo a la guerra, aunque sus triunfos militares no eran menos célebres que los de su hermano, y era un gran estratega.

Los hermanos se querían, y se juraron que siempre se pondrían el uno al otro por delante de todas las demás cosas. Sin embargo, hacía mucho tiempo que las pitonisas de Amaranthia profetizaron que un hermano se casaría con una reina amorosa, asesinaría al otro hermano y uniría a los clanes enfrentados del reino de una vez por todas.

Las pitonisas nunca se equivocaban.

Al final, no tendría importancia cuáles fueran los planes y las esperanzas de los príncipes, porque la profecía se haría realidad…

Algunos cuentos de hadas no tenían un final feliz.

Capítulo 1

 

 

 

 

 

Matar a un hombre, apoderarse de su magia. Una historia tan vieja como el mundo.

Puck el Invicto dio un rugido y le arrojó un par de espadas cortas a su último adversario, el rey del clan Walsh. Una de las cuchillas atravesó la coraza de metal del hombre, que cayó de rodillas. La otra le atravesó la garganta desde delante hacia atrás.

Al rey se le escapó un jadeo de espanto y dolor y, después, la sangre de color rojo salió a borbotones por ambos lados de su boca.

–¿Po-por qué?

Tan solo con un pensamiento, Puck cambió de forma y recuperó su aspecto normal para que el rey pudiera conocer la verdadera identidad de quien lo había derrotado.

–Mi hermano os envía saludos –dijo Puck, e hizo girar ambas espadas–. Que descanséis en pedazos.

El rey abrió y cerró la boca, y exhaló un último suspiro antes de quedar completamente silencioso, con la cabeza colgando hacia delante. Puck sacó sus espadas y el cadáver cayó al suelo.

En la guerra solo había una norma: ganar, costara lo que costara.

Los soldados del clan Walsh iniciaron una frenética retirada.

Una neblina oscura y brillante emergió del cadáver del rey y flotó hacia Puck. Una magia muy fuerte se adhirió a las runas que tenía marcadas en las manos, unos símbolos dorados que se extendían desde los dedos a las muñecas. Puro poder. Embriagador. No había nada mejor.

Sintió un zumbido en la cabeza, y la sangre empezó a hervirle en las venas. Por la magia, sí, pero, también, por la sensación de triunfo. En un abrir y cerrar de ojos había terminado la nueva guerra de una larga sucesión de guerras, y los Connachts habían vencido.

Puck se mantuvo en su posición en el centro del ensangrentado campo de batalla. Las dunas de arena se extendían hasta donde llegaba la vista, interrumpidas únicamente por algún oasis con árboles muy altos y lagunas cristalinas. Los dos soles gemelos del reino se habían puesto ya. Era de noche y el cielo era como un mar interminable del mismo color que las moras. Aquella noche no había estrellas.

Cerró los ojos y saboreó la victoria. Tenía muchas probabilidades de perder aquella batalla, porque el ejército enemigo tenía el doble de soldados que el suyo. Así pues, la noche anterior, su hermano Sin le había sugerido que entrara a escondidas al campamento enemigo, que matara a un comandante Walsh, hiciera cenizas el cuerpo y ocupara su lugar. No había sido fácil, pero lo había conseguido.

Con su nueva forma, Puck había dirigido a los soldados para que tendieran una emboscada a los Connachts, pero los había llevado a una trampa. Y, después de eso, llegar al rey había sido un juego de niños.

Sin podía mirar cualquier situación, o a cualquier hombre, y conocer sus debilidades, hasta las más ocultas.

Algunas veces, él se preguntaba qué debilidades percibiría su hermano en él. Aunque, en realidad, no importaba, porque Sin solo pensaba en protegerlo y en hacer todo lo necesario para que él ganara las batallas.

Juntos, entre los dos, iban a contradecir la profecía que se hizo sobre ellos cuando eran niños. ¿Que un hermano iba a matar al otro? ¡Jamás! Su hermano y él iban a regir a los cinco clanes juntos, y nada podría separarlos.

Un vínculo tan fuerte como el suyo no podría destruirse jamás.

Al notar que el viento frío le arrojaba arena a la cara, abrió los ojos. A pesar de las bajas temperaturas, su cuerpo irradiaba calor, porque la adrenalina recorría todas sus venas. Tenía en el torso sudor mezclado con sangre de los vencidos, y el líquido le goteaba por los músculos.

Alguien gritó, a lo lejos:

–¡Hemos vencido!

Se oyeron otros gritos.

–¡La magia de los Walsh es nuestra!

–¡Hemos ganado, hemos ganado!

Se oyeron vítores que ya le resultaban muy familiares. Se había entrenado con aquellos hombres, había sufrido y sangrado con ellos. Para él, la lealtad era más valiosa que el oro, que los diamantes e, incluso, que la magia.

–Volved al campamento –les gritó–. Y celebradlo.

Los soldados se dirigieron en tropel hacia el campamento, que estaba más allá de las dunas. Era un pequeño reino dentro de un reino, que Sin había ocultado con su magia.

Puck envainó sus espadas y recogió la del rey, como perfecto trofeo. Con orgullo, alzó la cabeza y siguió a sus hombres. Había cadáveres y miembros cercenados por todo el terreno, y el aire olía a sangre y a intestinos.

La carnicería no le satisfacía nunca. Sin embargo, tampoco le molestaba.

Se negaba a huir de la violencia. Si alguien amenazaba a su gente, debía morir. El día en que tuviera piedad con un enemigo estaría condenando a todo su clan a la esclavitud o a la muerte.

Puck permaneció entre las sombras y entró por una puerta invisible que solo era accesible para las personas marcadas con la magia de los Connacht. Para todos los demás, la puerta estaba cerrada. A menudo, hombres, mujeres y niños pasaban por delante de ella sin saber ni siquiera que había una dimensión inferior a pocos metros de distancia.

De repente, estaba rodeado de hogueras, de soldados y de sus mujeres. El olor a muerte desapareció y fue sustituido por un olor dulce a asado, a trabajo duro y a perfume.

Una doncella vio a Puck y se le acercó con una mirada de interés.

–Alteza, buenas noches. Si estáis buscando compañía…

–Por favor, no sigas. Yo nunca vuelvo una segunda vez.

Además, nunca olvidaba una cara, y sabía que había yacido con aquella mujer el año anterior.

Antes de acostarse con una fémina, se cercioraba de que ella entendiera su política de una sola vez.

Ella se quedó decepcionada.

–Pero…

Puck había terminado con aquella conversación, así que la rodeó y siguió su camino hacia el límite del campamento, donde tenían su tienda Sin y él. Era un gesto frío por su parte, sí, pero necesario.

Puck no era como los demás miembros de la realeza. La mayoría de los príncipes viajaba con un «establo» y con sus «potrancas», incluso durante la guerra, pero Puck se negaba a acostarse dos veces con la misma mujer. No podía arriesgarse a crear un vínculo sentimental con nadie. Ese tipo de relaciones llevaban al matrimonio. Si no había matrimonio, no habría ninguna reina amorosa. Y, sin reina amorosa, la profecía no podría cumplirse.

Aunque, a decir verdad, a él le encantaba la suavidad femenina que se había negado a sí mismo durante toda la vida. Le encantaba besar, acariciar, sentir crecer la excitación. Los cuerpos sudorosos frotándose y creando fricción. Gemidos, gruñidos y suspiros. La dicha de poder, finalmente, hundirse en el cuerpo de su amante.

Algunas veces, unas pocas horas en la cama de una desconocida no servían para calmar su anhelo…

En el fondo, tenía el deseo secreto y vergonzoso de tener a una mujer a su lado, solo para él, aprender todos los detalles de su pasado, saber cuáles eran todas sus esperanzas y sus sueños. Él soñaba con pasar semanas, meses, años, mimándola, dejándole su marca y recibiendo la de ella.

Sentía el deseo de tener una compañera que fuera suya.

Tal vez, algún día pudiera…

No. Nunca. Sin estaba por delante de las mujeres. Siempre. Su hermano estaba por delante de todo.

Aquella noche, Sin y él iban a hablar de los éxitos y los fracasos de la batalla. Beberían y reirían, y planearían el siguiente paso, y todo seguiría bien en su mundo.

Una enredadera de espinas rodeaba y protegía la tienda, y nadie podía entrar ni salir sin su permiso. Puck desplegó su magia, obligó a las enredaderas a apartarse para abrirle paso y entró.

Cuando vio a su hermano, sintió un golpe de afecto en el pecho. Tenían la misma piel, ojos y pelo oscuros, la misma nariz aquilina y los mismos labios con una expresión implacable, pero Sin tenía los rasgos más suaves. A Puck le habían dicho, en muchas ocasiones, que parecía que su rostro estaba tallado en piedra.

Sin estaba paseándose de un lado a otro, ajeno al mundo que lo rodeaba.

–¿Qué es lo que te preocupa? –le preguntó Puck.

Su hermano nunca se había paseado así, como si estuviera nervioso… hasta hacía poco tiempo. Un mes antes, había asistido a unas conversaciones de paz con un clan vecino y había vuelto… cambiado. Había pasado de ser calmado a ser paranoico, de estar seguro a ser inseguro.

Le había dicho a Puck que, a la mañana siguiente, se había despertado y se había encontrado a todo su ejército asesinado. Él estaba tendido entre todos los muertos y era el único superviviente, y no tenía ningún recuerdo de lo que había sucedido. Ahora ya no podía dormir, porque se sobresaltaba con el menor ruido o movimiento, y se quedaba mirando a las sombras como si hubiera alguien escondido. No había vuelto a visitar su harén, y se negaba a quitarse la camisa durante los entrenamientos.

Puck sospechaba que su hermano tenía el pecho lleno de nuevas cicatrices. ¿Acaso pensaba que los demás lo considerarían un débil si lo veían?

Si alguien decía una sola palabra contra él, ese alguien moriría.

Cada vez que Puck expresaba su preocupación, Sin cambiaba de tema.

Sin se detuvo delante de la hoguera y miró furtivamente a Puck.

Después, poco a poco, se relajó, y esbozó una sonrisa que solo Puck tenía el privilegio de ver.

–Has tardado un buen rato en volver al campamento. ¿Te vas haciendo más lento con la edad?

Puck soltó un resoplido.

–Tú solo tienes dos años menos que yo. Tal vez debiéramos cambiarnos el lugar para la siguiente batalla. Yo planeo y tú luchas.

–Se te olvida que te conozco mejor de lo que te conoces tú mismo. Te preocuparías tanto por mi seguridad que vendrías directamente a mi lado.

Sin estaba en lo cierto.

Su hermano podría arreglárselas muy bien en una batalla, fuera cualquiera el arma. No tenía igual, salvo Puck. Sin embargo, si a Sin le ocurriera algo alguna vez…

«Yo dejaría este reino reducido a cenizas».

Puck se acercó a la palangana de agua que había en la tienda. Se quitó la espada Walsh de la cintura y se lavó la suciedad de aquella noche.

–Cuando éramos pequeños, tú eras el que te preocupabas por mí –dijo, mientras se secaba la cara–. ¿Qué ha pasado?

–Que aprendiste a manejar la espada –dijo Sin, mientras se frotaba las sienes.

Su hermano necesitaba distraerse.

–¿Quieres que empecemos a revisar la batalla?

–Todavía no. Tengo una noticia –respondió Sin. Pasaron unos segundos llenos de tensión.

Puck se puso rígido.

–Dime de qué se trata.

–Nuestro padre ha anunciado tu compromiso con la princesa Alannah de Daingean.

Lo primero que pasó por la cabeza de Puck: «Voy a tener una esposa. ¡Va a ser mía!».

Entonces, frunció el ceño. «Debo ser muy cauteloso». Desde muy temprana edad, había aprendido a mirar el mundo a través de un filtro: «Mi hermano, mi clan, mi reino».

Solo había visto una vez a Alannah y, aunque ella le había gustado, no iba a acostarse con ella y, mucho menos, a casarse con ella. No podía caer en la tentación.

Sin embargo, entendía que Sin estuviera inquieto. Era el rey quien decidía quién sería su sucesor, y no tenía por qué elegir al primogénito. A no ser que el rey se negara a elegir; en ese caso, el guerrero más fuerte ocuparía el trono.

En aquel caso, con su anuncio, el rey Púkinn III había tomado su decisión.

–Nuestro padre se ha apresurado al hablar –dijo Puck–. Yo no voy a casarme con nadie. Te doy mi palabra.

–Esto es una estrategia política para fortalecer la alianza entre nuestros clanes, pero… la profecía… Uno se convertirá en rey con una reina amante a su lado, y asesinará al otro. Las pitonisas nunca se equivocan.

–Hay una primera vez para todo –dijo Puck. Se acercó a su hermano y le tomó la cara con ambas manos–. Ten confianza en mí. Yo nunca me voy a casar. Te elijo a ti, hermano. Siempre te elegiré a ti.

Sin permaneció inflexible, como el acero.

–Si la rechazas, insultarás a los Daingeans, y estallará otra guerra.

–Siempre hay guerra, por un motivo u otro –dijo Puck.

Los clanes obtenían la magia de los hombres a quienes mataban, y estaban desesperados por poseer más magia que los demás.

La magia era fuerza, y la fuerza era magia.

Sin se alejó de Puck.

–Pero, casándote con Alannah, unirás a los clanes, como has soñado. Connacht, Daingean, Fiáin, Eadrom y Walsh.

¿Cómo podía hacérselo entender a su hermano? Sí, era cierto; él soñaba con unir a los clanes y con que, por fin, terminaran las guerras. Se salvarían vidas y reinaría la paz. Amaranthia florecería, porque sus tierras no estarían constantemente asoladas por las batallas.

Sin embargo, aquella concordia sin su hermano no significaba nada para él.

–No hay nada que me importe más que tú –dijo él.

Hacía siglos, existían doce clanes. En el presente, debido a la ambición de los reyes y los ejércitos por poseer la magia, solo quedaban cinco. Si no hacían algo muy pronto, se extinguiría toda la población.

–Para mí, eres lo más importante –repitió.

–No me estás escuchando –dijo Sin–. Daingean es ahora un aliado de Fiáin. Por medio de tu matrimonio con Alannah, Connacht será aliado de Daingean, así que Fiáin se verá obligado a ponerse también de nuestro lado. Cuando suceda eso, Eadrom, que es aliado de Fiáin, tendrá que romper su alianza con Walsh para poder mantener la paz con nosotros. Y lo harán. No tienen vínculos familiares con Walsh. Y ahora que el rey Walsh ha muerto, su nuevo monarca puede empezar de cero con nosotros.

–No me importa. El coste es demasiado alto.

Sin lo observó en silencio, con atención, del modo en que a veces estudiaba sus mapas favoritos. Tenía una mirada de tristeza, pero, también, de determinación. Asintió, como si acabara de tomar una decisión muy importante, y fue hacia la mesa que había en un rincón de la tienda. Sobre la mesa había un pequeño estuche.

–Ha llegado esta mañana –dijo Sin–. Justo antes de la batalla.

–¿Es un regalo?

–Un arma.

¿Un arma?

–No te preocupes. Yo me encargo de ella –dijo Puck. Estaba dispuesto a hacer cualquier cosa, o a matar a cualquiera, con tal de acabar con los problemas de su hermano. Era lo justo; al fin y al cabo, Sin siempre había resuelto los suyos.

Se acercó a la mesa y observó el estuche. Era de metal y estaba forrado de nácar. En cada esquina tenía engastados varios diamantes. La tocó, y notó una vibración de malevolencia en la piel. No era magia, sino una maldad pura. Se le heló la sangre.

–¿Quién la ha enviado?

–Una mujer llamada Keeleycael, que tiene el título de Reina Roja. Dice que espera que disfrutemos de nuestra ruina.

Keeleycael; nunca había oído hablar de ella.

–¿Acaso gobierna un reino vecino? –preguntó. Que él supiera, las mujeres no gobernaban… nada. Por lo menos, no directamente. Las mujeres ayudaban a sus reyes.

–No estoy seguro –dijo Sin.

En realidad, la respuesta no importaba. Nadie que amenazara a su hermano podía seguir vivo.

Sin le había salvado la vida tantas veces, que era imposible contarlas. Había salvado su alma.

Justo antes de que él cumpliera siete años, su primo había muerto en la batalla. El rey necesitaba un nuevo comandante que formara parte de la línea sucesoria al trono, y eligió a Puck. El pequeño príncipe fue arrancado de los brazos de su madre inmediatamente, para que la dulzura de una mujer no influyera más en él.

«Si destruyes a un niño, destruirás al hombre en el que va a convertirse».

Esas eran las palabras que su padre le había gritado a su madre el día en que se lo había llevado.

–Yo también voy –dijo Sin, de cinco años–. Iré allá donde tú vayas.

Puck tenía los detalles de aquel día fatídico grabados en la mente. Los sollozos de su madre se oían por toda la fortaleza. Y Sin tenía las mejillas llenas de lágrimas cuando lo tomó de la mano y salió voluntariamente del único hogar que habían conocido. Su hermano pequeño había decidido permanecer a su lado, y eso había sido un gran consuelo para él.

Los dos niños habían vivido con los soldados más curtidos del clan durante varios años, y se habían entrenado con ellos. Y, en ese tiempo, cualquier emoción blanda o suave había desaparecido en ellos.

Cuando tenían diez y doce años, su padre les había dado una espada y los había abandonado en medio de las dunas de arena más peligrosas del reino. «Volved con el corazón de nuestro enemigo, o no volváis», les había dicho.

Si Puck hubiera podido volver atrás en el tiempo, exigiría que Sin se quedara con su madre, protegido y a salvo entre sus brazos. Pero, ahora, tenía un sentimiento de culpabilidad constante. Hasta que había aprendido a luchar bien, no había podido proteger a Sin del maltrato diario. Y lo peor de todo era que su madre había muerto antes de que pudieran volver a visitarla.

Había tenido un bebé muerto poco después de la marcha de sus dos hijos mayores y, cegada por el dolor, se había quemado viva. Un guerrero habría podido sobrevivir a las llamas, pero una mujer, sin runas ni magia, no.

Puck se frotó la nuca y pensó en cuál era la mejor forma de proceder.

–¿Has abierto el estuche?

–No. Te estaba esperando –respondió Sin, con un temblor.

¿Era miedo? No, imposible. Sin no temía nada cuando él le estaba guardando las espaldas.

–No debería haber traído esta cosa maldita a la tienda –dijo su hermano, y se acercó a la mesa–. Me lo voy a llevar y…

–No –dijo Puck–. Quiero saber lo que hay aquí dentro –dijo.

Sí, quería saber qué era lo que aquella reina desconocida pretendía utilizar en contra de su familia.

–Voy a buscar a uno de los comandantes. Que lo abra él…

–No. Lo haré yo –dijo Puck. Un buen rey no ponía en peligro la vida de su gente–. Déjame. Ya te diré lo que averiguo.

–Si tú te quedas, yo me quedo.

–No quiero que corras peligro, hermano.

Por un instante, a Sin se le llenaron los ojos de lágrimas, pero pestañeó rápidamente.

–Pues lo siento, pero voy a quedarme.

¿Por qué aquellas lágrimas? De repente, Puck no pudo soportar la idea de que su hermano se separara de él.

–Muy bien. Aléjate.

Sin se marchó al otro extremo de la tienda, y Puck sacó una espada corta y se preparó para lo peor. ¿Una explosión? ¿Una trampa de magia?

Entonces, abrió la tapa.

Al principio, no ocurrió nada. Pero, después de un momento, surgió un humo negro del estuche y empezó a oler a azufre. Unos ojos rojos se abrieron y se clavaron en él.

Puck retrocedió y dio un espadazo hacia delante, pero la hoja de metal atravesó solo la oscuridad. ¿Qué…?

Apareció una criatura con cuernos que se lanzó hacia Puck con un grito agudo y estremecedor. Él intentó esquivarla, pero no lo consiguió. Sintió un dolor lacerante que le arrancó un rugido. Aquel monstruo había entrado en su cuerpo y estaba desgarrándole los órganos. Mordía y le clavaba las garras, pero él no mostraba señales externas de las lesiones.

Dejó caer la espada para arañarse el pecho con las uñas, y se rasgó la piel y los músculos, pero no sirvió de nada. El monstruo permaneció dentro de él, aullando con una mezcla tóxica de placer y odio.

Puck se sintió como si le ardieran las venas y, de repente, sintió también un ardor en la cabeza. Se palpó la frente y notó… ¿unos cuernos?

Se le escapó el aliento entre los dientes al ver que le estaba brotando un pelaje marrón en las piernas, y que sus pies se convertían en pezuñas.

El hecho de cambiar de forma no era nada nuevo para él, pero aquella transformación se había producido sin que él la controlara. No podía pararla.

Le salieron unas líneas negras dentadas en el pecho, como unos pequeños ríos de lava que ardían mientras iban extendiéndose. Las líneas tomaron forma de mariposa, una mariposa con las alas tan afiladas como unos cristales rotos, de colores que brillaban a la luz del fuego e iban cambiando a medida que él se sentía inundado por diferentes emociones.

La emoción más fuerte fue el pánico, que le constriñó la garganta y lo asfixió. ¿Era aquello una alucinación provocada por el humo, o se estaba convirtiendo en un monstruo para siempre?

Las rodillas ya no soportaban su peso, y le fallaron. Mientras yacía jadeante en el suelo, el pánico se extinguió. Su mirada se posó en la espada Walsh, y el orgullo que había experimentado hacía un momento se desvaneció por completo. La devoción que sentía por su reino y su gente… también murió. No sentía nada. La espada pasó a ser para él un trozo de metal finamente pulido; el reino, un lugar sin sentido y, sus ciudadanos, personas insignificantes.

Puck buscó emoción, cualquier emoción, escondida en cualquier lugar. ¡Allí estaba! El amor que sentía por Sin, brillante como un faro.

Tenía que proteger a su hermano de aquello… fuera lo que fuera. Sin embargo, cuando intentó alcanzar a su hermano, los músculos se le engancharon en los huesos y lo mantuvieron inmóvil. Volvió el pánico.

–¡Sin!

Sin no lo miró a los ojos.

Por segunda vez, Puck sintió un terrible vacío que, en aquella ocasión, estaba dirigido a su hermano. Su precioso Sin. Su adorado Sin. Sin, su motivo para todo. Pero una daga invisible le cortó el corazón y el afecto empezó a derramarse, a secarse…

Él siguió luchando.

–Te quiero –le dijo, con la voz enronquecida. «No puedo perder a Sin. No puedo…». Pero, mientras hablaba, su corazón se vaciaba.

El amor por su hermano, que había sido una luz que ni la guerra, ni la persecución ni el dolor habían podido extinguir, se convirtió en una antorcha apagada y humeante.

Puck miró a Sin y no sintió nada. No había olvidado el pasado, ni las muchas veces en que su hermano lo había ayudado durante sus siglos de vida, ni todas las cosas a las que Sin había renunciado por él, pero no le importaba nada.

Sin se agachó a su lado con una mirada de tristeza.

–Lo siento, Puck. De veras. Yo sabía lo que había dentro del estuche. Keeleycael… Ella conocía la profecía y dijo que ya estábamos en el camino de la destrucción, y que uno de nosotros iba a matar al otro. De esta manera, podemos vivir. Yo… no podía matarte, y no podía dejar que me mataras. Te habrías odiado a ti mismo para siempre. Lo siento –repitió–. Lo siento mucho.

¿Su hermano lo había traicionado?

No, no era posible. Él nunca haría algo tan espantoso.

–Hice un trato con un demonio –prosiguió Sin–. Nunca me lo perdonaré, pero mejor yo que tú, ¿no? ¿Lo entiendes? Así, tú no te preocuparás por la corona ni por los clanes. Ahora estás poseído por el demonio de la Indiferencia –dijo. Le dio un golpecito en el pecho a Puck, y su voz se endureció–: Los dos estáis unidos para el resto de la eternidad.

De repente, Puck sintió tristeza, decisión y furia. Eran tan fuertes, que parecían una explosión. Su hermano lo había traicionado. Había conspirado para hundirlo. Sin embargo, como todo lo demás, aquella tristeza, aquella decisión y aquella furia se desvanecieron, y solo quedó un desinterés glacial.

Puck el Invicto se había convertido en Puck el Jodido.

Debería irse. Aunque no tuviera el impulso de matar a su hermano, ni de quedarse allí, ni de marcharse, el sentido común le dijo: «No te quedes con aquel que te ha hecho daño».

Por fin, los músculos desbloquearon sus huesos, y Puck se puso en pie.

–Lo he hecho por nosotros –dijo Sin, e intentó alcanzarlo–. Dime que lo entiendes. Dime que vamos a estar juntos.

Puck se alejó de su hermano en silencio. Iría a dar un paseo, pensaría en lo que había pasado y en lo que iba a hacer después.

–Puck…

Salió de la tienda sin mirar atrás.

Capítulo 2

 

 

 

 

 

Pasaron los siglos. Puck no sabía el número exacto, pero no le importaba.

No volvió con su hermano ni con su clan, ni siquiera cuando escuchó los rumores de la brutalidad de Sin. Parecía que su hermano se había convertido en el tirano más sanguinario de la historia de Amaranthia. Destruyó la mitad de uno de los dos únicos bosques del reino para construir una fortaleza. Hizo esclavos a los Connachts y de cualquier miembro de los otros clanes, y mató a todo aquel que, según su consideración, conspirara para derrocarlo.

Y consideraba que había miles de personas conspirando para derrocarlo.

En realidad, Puck sabía la verdad. Al final, el alma negra de Sin había aflorado.

Puck vagó sin rumbo, de un extremo de Amaranthia al otro. Los que se interpusieron en su camino, murieron. Si encontraba algo necesario para su supervivencia, lo tomaba. Comida. Armas. Una noche de alojamiento. A veces, aceptaba una amante. Podía endurecerse y podía proporcionarle satisfacción a una mujer, pero a él no le importaba nada su propio placer, y no podía alcanzarlo. Aunque sentía la necesidad fisiológica de liberación, nadie tenía el poder de hacerlo llegar al clímax. Ni siquiera él mismo.

Recordó que una vez, en secreto, había soñado con estar con la misma mujer una y otra vez. Sin embargo, cuando por fin lo hizo, descubrió que la experiencia no tenía ningún significado para él.

A medida que Puck se acostumbraba a Indiferencia, fue dándose cuenta de que el demonio no podía robar ni borrar sus emociones, solo sepultarlas y ocultarlas. Algo que, con el tiempo, Indiferencia dejó de hacer; le había tomado gusto a imponer un castigo cada vez que Puck sentía demasiado, durante demasiado tiempo.

«Nunca sientes indiferencia por eso, ¿eh, demonio?».

La criatura siempre estaba merodeando por su mente, esperando a que Puck cometiera un error, y cada uno de sus pasos era como el golpe de un mazo.

Puck tuvo que aprender a ocultar sus emociones, a cubrirlas con gruesas capas de un hielo místico que creaba con la magia. Él podía hacer aquel tipo de magia en cualquier lugar y en cualquier momento. Con el hielo llegaba el entumecimiento y, con el entumecimiento, la paz.

Era un proceso necesario. Dentro de él todavía bullía un pozo de furia, odio, dolor, preocupación y esperanza. Era como un barril de pólvora que podía explotar cualquier día.

Cuando eso sucediera…

¿Indiferencia lo mataría? ¿Y él, preferiría la muerte o la lucha?

Al menos, el demonio le advertía cada vez que perdía el control de una emoción. Los gruñidos equivalían a un manotazo en la muñeca. Los rugidos significaban que estaba pisando terreno peligroso. Cuando oía un ronroneo, era porque se había permitido sentir demasiado, y el infierno estaba a punto de caer sobre él.

El demonio lo dejaba agotado, sin fuerzas, inmóvil durante días. Prácticamente, en coma.

Para evitar aquel castigo, él creó unas reglas que seguía sin falta:

«Nunca confíes en nadie. Recuerda que todos mienten».

«Mata a cualquiera que amenace tu supervivencia, y toma siempre represalias, incluso por la menor de las ofensas».

«Come tres veces al día, y compra ropa y armas siempre que sea posible».

«Sigue siempre adelante».

En una ocasión, Puck se encontró con la princesa Alannah de Daingean. Ella gritó de terror y escapó del monstruo en el que él se había convertido. Oh, bien.

Aunque la magia todavía estaba en su interior, había perdido la capacidad de cambiar de forma. Los cuernos seguían en su cabeza como si fueran dos vergonzosas torres de marfil. También seguía teniendo el pelaje de las piernas, y las pezuñas volvían a crecerle por muchas veces que se las cortara, con la esperanza de que, tal vez, pudiera liberar su mente del demonio de la Indiferencia si conseguía liberar su cuerpo de los atributos bestiales.

Con el paso del tiempo, diferentes machos lo atacaron con la intención de matar al deshonrado príncipe del clan Connacht. Fue apuñalado, atravesado con estacas y colgado, arrastrado y descuartizado. También le prendieron fuego. Siempre que pudo, luchó. Y, si no podía defenderse a causa del demonio, esperó hasta que su cuerpo sanara, y se tomó una venganza despiadada, cegado por una ira que no podía controlar.

Por supuesto, Indiferencia siempre lo penalizaba después de aquellas venganzas.

Una mañana, mientras Puck caminaba por las dunas que tanto había adorado, se dio cuenta de que le dolían los pies. O, mejor dicho, las pezuñas. Miró hacia abajo y se dio cuenta de que había sufrido múltiples heridas e iba dejando un río de sangre a su paso. Necesitaba robar un par de zapatos y adaptarlos con la magia a sus pezuñas. Y ropa. Se le había olvidado vestirse.

Los dos soles dorados iluminaban un campamento que había a lo lejos. Perfecto. Al llegar, se encontró con varias prendas tendidas en una cuerda entre dos tiendas, y percibió el olor de la carne asándose en el fuego.

No había nadie fuera de las tiendas, pero se oía una conversación.

–…lo han anunciado esta mañana. El príncipe Taliesin de Connacht ha matado a su padre mientras dormía.

–Bueno, pues entonces, Taliesin es el rey ahora –repuso alguien con una voz ronca–. El heredero del trono iba a ser el príncipe Neale, pero creo que ha muerto.

Puck se quedó paralizado. ¿Sin había matado a su padre?

Ellos dos detestaban a su padre, pero ¿matarlo a sangre fría mientras estaba dormido? Eso era caer muy bajo.

Puck pensó que iba a sentir una punzada de sorpresa, o disgusto, o rabia… algo. Mientras se ponía un par de pantalones que le quedaban bastante ajustados, se preguntó qué era lo que tenía que sentir. Lo que sentía, por encima de todo, era la necesidad de detener a su hermano.

–Si el príncipe Neale no ha muerto –dijo uno de los hombres–, entonces, seguirá siendo una bestia.

–¿No preferirías tener como rey a una bestia antes que a Taliesin?

–Sí –respondieron otros dos, al unísono.

Eso significaba que los Connacht debían de estar desesperados.

«¿Puedo darle la espalda a mi clan y dejar a la gente en peligro?».

Además, ¿y si su hermano se casaba con una mujer que lo quisiera, conseguía matarlo y reunía a todos los clanes? Amaranthia terminaría destruida.

Sin tenía que morir.

«Seguir siempre adelante».

Bien. Entonces, él salvaría al clan Connacht de un loco y a todo el reino de la destrucción. Se vengaría de su hermano. Quería vengarse de él, por el futuro brillante que había perdido y por el amor que Sin había destruido con tanta frialdad.

Se merecía poder sentir rabia hacia él. Se había ganado ese derecho.

Indiferencia dio un gruñido de advertencia, y Puck utilizó un velo de magia para envolver su corazón y su mente en hielo.

Recuperó una lógica glacial y se dio cuenta de que, si el demonio se las arreglaba para dejarlo sin fuerzas, Sin lo derrotaría.

«Él ya conoce mis debilidades…».

Apretó los puños. Tenía que averiguar cuáles eran las debilidades de Sin.

Y nadie daba mejores consejos que las pitonisas.

Robó la carne asada y se la comió. Encontró un par de botas y las alteró con ayuda de la magia. Después, se calzó y se dirigió hacia el este. Las deidades vivían en la parte más peligrosa de Amaranthia. Allí, el aire portaba una magia potente que abría grietas por las cuales uno podía caer a otros reinos, o a simas infinitas, o al centro de un volcán o, incluso, al fondo de un océano. Solo los ciudadanos más desesperados osaban entrar en aquel territorio; aquellos que querían salvarse o salvar a un ser querido, reyes que necesitaban consejo para elegir a un sucesor, o gente como él mismo, que no tenía nada que perder.

El viaje duraba tres días, y le pasó factura. No encontró campamentos, ni comida, ni agua. Por lo menos, sí consiguió evitar todas las grietas.

Por fin, llegó a la torre de arena más alta del reino. Las pitonisas vivían en la parte superior y, desde allí, podían divisarlo todo. Estaba demasiado débil como para escalar, así que utilizó su última magia para crear una escalera de arena.

Necesitaba acumular más magia, así que iba a tener que matar a alguien, y pronto.

¿Debería matar a una de las deidades? Según la historia, aquel trío de mujeres había creado Amaranthia a modo de refugio para todo aquel que tuviera tendencias mágicas. Así pues, su provisión de magia debía de ser ilimitada.

Antes, el hecho de pensar en matar a una mujer le habría causado un gran disgusto. Sin embargo, ahora… Una fuente de magia era una fuente de magia.

Al subir a la última planta de la edificación, que no tenía barandillas ni paredes, descubrió a tres féminas vestidas con un pareo de colores que las cubría desde el pecho a los muslos. Sus rostros estaban ocultos por una neblina oscura.

–Sabéis por qué he venido –dijo él, a modo de saludo–. ¿Cómo puedo recuperar lo que es mío? Quiero liberarme del demonio, quiero la corona de los Connacht, quiero reunificar los clanes y proteger mi reino. Quiero el negro corazón de Sin en una bandeja de oro. Quiero a la princesa Alannah.

El viento comenzó a soplar con violencia, y las mujeres preguntaron, al unísono:

–¿Cuál es nuestro credo, Puck el Invicto?

Todo aquel que había nacido en Amaranthia aprendía su credo desde la cuna.

«Si no se da nada, nada se consigue». Cuanto más personal fuera el presente, más detallada sería la respuesta.

¿Había algo más personal que su negro corazón?

Si lo hacía, después no podría matar a nadie.

Pero merecía la pena.

Sacó la espada de la funda que llevaba a la cintura y se hundió la hoja entre las costillas. La sangre salió a borbotones de su pecho. El dolor devoró su fuerza con tanta tenacidad como Indiferencia, y las rodillas le fallaron. Sin embargo, mientras caía, siguió cortando músculos y huesos. Y, finalmente, tuvo éxito.

Era inmortal, así que se recuperaría pronto. En aquel momento, en aquel lugar, permanecería consciente durante un par de minutos más, lo suficiente para conseguir lo que necesitaba. Sin se lo había enseñado bien: el curso de una vida podía cambiar por completo entre una respiración y la siguiente.

Giró la muñeca, y su corazón, todavía palpitante, salió rodando hasta las pitonisas. Oyó murmullos de aprobación y, después, unas voces. Las deidades hablaban una tras otra.

–Adoras tu hogar y a tu gente, a pesar de tus limitaciones. Pero lo que se ha dicho no puede deshacerse. Lo que tenga que ocurrir, ocurrirá.

–Una profecía puede hacerse realidad junto a otra, y lo que era puede corregirse.

–Para salvarnos a todos, cásate con la muchacha que le pertenece a William de la Oscuridad… Ella es la clave…

–Trae a tu esposa a nuestras tierras y trae aquí al oscuro. Solo el varón que viva o muera por la muchacha tiene el poder de destronar a Sin el Demente.

–Solo entonces tendrás todo lo que deseas.

–Pero no olvides las tijeras de Ananke, porque son necesarias.

Las pitonisas susurraron, a la vez:

–No hay otra manera.

A Puck le daba vueltas la cabeza y, mientras perdía el conocimiento, repitió lo que debía hacer, para grabárselo en la mente.

«Encontrar a William el Oscuro. Casarme con la chica a la que ama. Luchar contra Sin».

Una profecía no sustituía a la otra. Las dos iban a funcionar a la vez. William no mataría a Sin, solo lo destronaría. El resto era cosa suya.

Nada podría impedirle que llevara a cabo las tareas. William. Boda. Guerra. Algún día, él llevaría la corona del clan Connacht, salvaría a su pueblo y unificaría los clanes.

Al final, la oscuridad se cerró sobre él y lo engulló. No supo nada más.

Capítulo 3

 

 

 

 

 

Gillian Shaw, antes de Puck.

T menos 4 días y 32 segundos antes del vínculo.

 

«Puedo hacerlo. Puedo».

Lencería sexy.

Perfume embriagador.

Doble cepillado de dientes.

Gillian Shaw, también conocida como Gillian Bradshaw, Gilly Bradshaw y Jill Brads, dependiendo del carné de identidad que utilizara, se paseaba de un lado a otro de su dormitorio. Se sentía como si fuera a hacerse añicos.

«Tengo casi dieciocho años. Puedo hacerlo».

Sin embargo, el nudo que tenía en el estómago la obligó a salir corriendo al baño. Justo a tiempo. El contenido de su estómago cayó al inodoro.

Su novio… Bueno, ¿a quién quería engañar? Él no era su novio. Era un guerrero inmortal de incomparable belleza y poder, que tenía millones de años y era uno de los nueve reyes del infierno. O, más bien, un antiguo rey. Los títulos de los inmortales podían cambiar cuando los reinos cambiaban de manos, y ella ya había perdido la cuenta. Sí sabía, sin duda alguna, que William el Oscuro era un asesino implacable, temido por amigos y enemigos. Sin embargo, cuando sonreía, todas las mujeres se derretían.

Se acostaba con todas. Mucho. No tenía la capacidad de permanecer con la misma. Salvo con ella. Siempre estaba a su lado, pero se negaba a acostarse con ella.

Y había llegado el momento de enseñarle lo contrario.

Aunque él nunca se le había insinuado, siempre se lo pasaba bien a su lado. ¡Claramente! Hacía bromas y se reía como nunca con otras personas. Aquella mañana le había pedido su opinión sobre la camiseta que debía ponerse: la que decía Puedo hacer desaparecer la cerveza o El mejor amigo del mundo.

¿Comprendía él lo extraño y contradictorio que era? Era valiente e inspiraba terror, era feroz, pero también, honorable, y tenía una moralidad particular: estaba dispuesto a cometer maldades indescriptibles, pero había algunos límites que se negaba a cruzar.

Para ella, era la última esperanza.

«Tengo que ganármelo». ¿Había buscado lo suficiente en internet? ¿Había elegido bien el atuendo? ¿Se había lavado bien los dientes? Uf… Tal vez debiera marcharse a casa antes de que él volviera y la encontrara medio vestida en su dormitorio, y eso cambiara para siempre el curso de su relación.

Demasiado tarde. Ya había cambiado.

En una ocasión, después de una batalla especialmente sanguinaria, él había tenido que guardar reposo en la cama. En su estado de debilidad, no había confiado en nadie. Solo había permitido que se le acercara ella. Y, mientras le curaba las heridas, había reconocido que notaba que ella sentía algo por él, y le había dicho que solo podían ser amigos, que era demasiado joven para estar con un hombre y entender lo que eso significaba.

Gracias a su padrastro, hacía años que lo entendía. Él le había hecho cosas pervertidas y enfermizas que no podía recordar sin que le entraran ganas de morirse. Y les había enseñado a sus hijos que le hicieran cosas pervertidas y enfermizas, también.

Sin embargo, ella había luchado por vivir. Odiaba demasiado a sus familiares políticos como para dejar que ganaran la partida.

Ella se había sentido rechazada por William y había intentado esquivarlo, pero él había seguido buscando su compañía, comportándose como si no hubiera ocurrido nada. En realidad, no. Ella le había contado las peores partes de su pasado, y él había empezado a tratarla como si fuera de cristal.

Ahora, existían dos Gillian. Una de ellas tenía miedo de lo que sentía por William, y la otra quería sentir más y más. Una lo miraba y pensaba: «Es el hombre más aterrador del mundo». La otra lo miraba y pensaba: «Es el hombre más sexy del mundo».

Estaba hecha un lío. ¿Qué importaba más, aterrador, o sexy?

Eh… ¿Y si ninguna de las dos cosas tenía importancia? Era bueno con ella, la única cualidad que importaba.

No obstante, últimamente había empezado a pasar muy poco tiempo con ella. ¿Y si se cansaba de ella? ¿Y si la dejaba?

Solo había una manera de conseguir que un hombre siguiera interesado por una mujer…

Se le encogió el estómago. «Le estás demostrando que tiene razón. No estás preparada. Esto no está bien».

No. ¡No! ¿Hacerle caso al miedo? No, ya no. Aquella noche iba a tomar las riendas de su destino y a demostrarle a William que podía satisfacer todas sus necesidades.

Gillian se lavó la cara con agua fría y se miró al espejo. Sus ojos oscuros estaban llenos de angustia, y frunció el ceño. Nadie podía odiar tanto sus propios ojos como ella.

«¿Quieres que deje de tocarte? Entonces, diles a esos preciosos ojos que dejen de pedir más».

Se le extendió un sudor frío por la frente, y tuvo la sensación de que iba a vomitar por segunda vez.

–Merece la pena el fastidio –murmuró–. Y William, también.

Se había ganado su confianza, su lealtad y su amor siendo bondadoso y dulce con ella. Y, por algún extraño milagro, ella también se había ganado las de él. William debía de confiar en ella y de quererla, a pesar de su rechazo. De otro modo, ¿por qué le habría regalado un coche el día anterior a su cumpleaños? Un Mercedes-Benz S600 Guard, para ser exactos.

Según sus compañeros de clase, era el coche más seguro del mercado porque estaba fabricado a prueba de disparos, granadas y proyectiles de alta velocidad. Y costaba seiscientos mil dólares, una cantidad de dinero obscena. Sin embargo, aparte de todo lo demás, William era un astuto hombre de negocios, y tenía una fortuna.

Pero había otro regalo que le había gustado más que el Mercedes: un folleto de cupones hecho a mano. Dentro había tickets para partidas de videojuegos de toda una noche, cenas en cualquier parte del mundo y sesiones de compras mientras él le llevaba las bolsas.

También había veinte vales por «La cabeza o el corazón de un enemigo».

Y algo mejor que todo eso: había oído por casualidad una charla entre el grupo de amigos comunes, ¡y se había enterado de que William consideraba que su destino era tenerla por compañera!

El problema era que seguía saliendo con otras mujeres.

Así que tenía que ganárselo ahora mismo, antes de que se enamorara de otra persona.

Gillian fue al baño, tambaleándose un poco, y se lavó los dientes una tercera y una cuarta vez. «Me quiere. Siempre me va a querer». Seguro.

Poco tiempo antes, había salido con algunos chicos y chicas de su escuela. Aunque se sentía incómoda, estaba empeñada en divertirse. Sin embargo, cuando todo el mundo se había emparejado y ella también se quedó a solas con uno de los chicos, tuvo pánico. ¿Y si se le insinuaba? Justo cuando lo pensó, William apareció a su lado.

–No la toques jamás –le dijo al muchacho, en tono de amenaza–. Si lo haces, morirás.

Al contrario que su padrastro, él la protegía. Era una luz brillante dentro de una vida oscura.

Con él, se sentía casi normal.

Gillian necesitaba sentirse normal. La mayoría de las chicas de su edad estaban emocionadas por descubrir los placeres del sexo, pero ella ya lo despreciaba. Odiaba los olores, los sonidos y las sensaciones. El dolor, la humillación y la impotencia.

¿Y si William podía descubrirle aquellos placeres?

Sonó su teléfono móvil. ¿Un mensaje de texto de William? Miró la pantalla con esperanza y temor a la vez. Sin embargo, no era él. Era Keeley.

Una pregunta rápida. Si fueras una reina, como yo, y alguien te hiciera algo dañino con tal de salvarte, ¿lo perdonarías, o lo matarías?

Keeleycael, la Reina Roja, pertenecía al pueblo de los Curators y estaba encargada de salvaguardar el mundo. Obtenía su fuerza de la naturaleza. Decía que su mente era un tablero de corcho, porque había vivido tantos siglos que tenía demasiados recuerdos pegados al cerebro. Y no solo recordaba el pasado, sino que sabía cosas del futuro. O, al menos, de un futuro que había visto una vez, pero que había olvidado. Ahora, poco a poco, iba recordándolo todo, porque su matrimonio con Torin le servía de ayuda para conseguir la claridad mental.

Por algún motivo, había decidido tomar a Gillian bajo su protección y enseñarle cómo ser de la realeza con lecciones que le impartía en forma de pregunta rápida.

Gillian respondió:

¿Esas son mis únicas opciones? ¿Matarlo o perdonarlo? De acuerdo. Pero, antes de dar un veredicto, necesito más información. ¿Qué hizo esta persona para herirme?

Keeley: ¿Quién sabe? Yo no estaba allí.

De todos modos, necesito más información.

Keeley: Respuesta equivocada. Debes perdonarme. Quiero decir, a él. A él. De lo contrario, la amargura crecerá como la mala hierba y asfixiará toda la alegría. Vamos, vamos. Espero que hayas disfrutado de esta lección de supervivencia en el maravilloso mundo de la inmortalidad, impartida por la profesora Reina KeeKee.

¿Perdonarte a ti? ¿Qué has hecho, Keeleycael? O ¿qué es lo que vas a hacer? ¡Dímelo!

Keeley: ¡Te quiero, mi dulce no humana!

¿No humana? Algunas veces, no había forma de comprender a la Reina Roja.

Gillian soltó un resoplido y se metió el teléfono al bolsillo. Volvió a mirarse al espejo. Aquellos ojos… Recordó el motivo por el que estaba en el apartamento de William, y el miedo borró de repente la diversión.

Las desventajas de hacer aquello aquella noche:

Primera, tal vez siguiera vomitando. Segunda, si no lo conseguía, tal vez no tuviera el valor suficiente para volver a intentarlo y tercera, si no hacía nada, podía perder la amistad de William.

Las ventajas:

Primera, lo había elegido a él por voluntad propia. Segunda, era ella la que había planeado el encuentro y tercera, podría controlar todo lo que ocurriera. El sexo con él iba a ser diferente. Y diferente significaba mejor.

¿Y si los recuerdos de William pudieran eclipsar los de su padrastro? ¿Y si William la ayudaba a deshacerse del sentimiento de culpabilidad y de la vergüenza, y dejaba de odiarse a sí misma?

Dejaría de ser una sombra y recuperaría la seguridad. Dejaría de odiarse. No volvería a sentirse aplastada por la vida.

Sonó su teléfono y, al mirar la pantalla, dio un gruñido de fastidio. Torin.

¿Dónde estás?

Torin, otro amigo inmortal, se había casado recientemente con Keeleycael. Era un buen tipo, con cierta tendencia al sarcasmo.

Gillian respondió:

He salido, ¿por qué?

Torin: Porque me gusta asegurarme de que estás a salvo.

Más bien, porque le has prometido a William que ibas a vigilarme mientras él está fuera.

Torin: Eso, también.

No iba a mentir; la mentira era el único lenguaje que utilizaban su padrastro y sus hermanastros. Sin embargo, tampoco podía decirle toda la verdad a Torin.

Así pues, tecleó:

Estoy en mi apartamento, papá. Gracias por preguntar.

Tenía un apartamento propio al lado del de William. En realidad, aquel apartamento también era de William, porque él los había comprado los dos, pero lo que le pertenecía a él también le pertenecía a ella. ¡El propio William lo había dicho! ¡Dos veces!

Torin: Puedo detectar tu localización, cariño. Vamos, vete a casa. No sé lo que tienes pensado hacer, pero no es buena idea. Es horrible. Terrible. ¡Lo peor!

¿Cómo? ¿Lo sabía? Se echó a temblar y apagó el teléfono. Aquella era una buenísima idea. Tal vez, la mejor que hubiera tenido nunca.

«Respira. Respira hondo». Todo iba a salir bien. William tenía mucha experiencia. Sus amigos no le llamaban «William el Lujurioso» sin un buen motivo. Él se cercioraría de que ella disfrutara al máximo, ¿verdad?

Pero ¿dónde demonios estaba? ¿Qué estaba haciendo?

Recordó el día en que se habían conocido.

Ella estaba desesperada por escapar de su padrastro. Había robado dinero y se había comprado un billete de autobús desde Nueva York a Los Ángeles. Allí había conseguido un trabajo en el único sitio donde habían querido contratarla, una cafetería cochambrosa que estaba llena de hombres como su padrastro y sus hermanastros, que iban allí a comer. Entonces, había llegado Danika Ford, una luchadora inteligente que tenía el don sobrenatural de ver el cielo y el infierno. Danika estaba huyendo de un grupo de inmortales poseídos por demonios, conocidos como los Señores del Inframundo. Cada uno era más terrorífico que el anterior: Paris, poseído por el demonio de la Promiscuidad. Sabin, poseído por el de la Duda. Amun, por el de los Secretos. Aeron, por el de la Ira. Reyes, por el del Dolor. Cameo, por el de la Tristeza. Strider, por el de la Derrota. Kane, por el del Desastre. Torin, por el de la Enfermedad. Maddox, por el de la Violencia. Lucien, por el de la Muerte. Gideon, por el de las Mentiras.

Contra todo pronóstico, Danika se había enamorado de Reyes. La feliz pareja había invitado a Gillian a irse a vivir con ellos a Budapest y, como ella se pasaba las noches aterrada junto a la puerta de su casa, con un bate de béisbol preparado, había pensado: «¿Por qué no?». Al menos, su padrastro y sus hermanastros no podrían encontrarla al otro lado del charco.

Sin embargo, al llegar a su casa, se había sentido como si hubiese ido de mal en peor. Tenía demasiado miedo de sus nuevos compañeros de piso como para dormir, y se había instalado en la sala de ocio, que estaba situada en el centro del espacio y tenía muchas salidas y entradas.

Un día, William se sentó en el sofá y le dijo:

–Vamos, dime que se te dan bien los videojuegos. Aquí, todo el mundo es malísimo, y yo necesito alguien que esté a mi altura.

Habían jugado a los videojuegos durante meses, a todas horas del día, y ella se había sentido como una niña por primera vez en la vida. Había pasado de odiar a todos los hombres a querer a uno de ellos, a medida que iba creciendo una amistad muy improbable. Rápidamente, él se había convertido en lo más importante, maravilloso y preciado de su vida. La persona con la que contaba por delante de todas las demás.

De repente, oyó que se abría y se cerraba la puerta.

¡William había llegado!

Corrió hacia el dormitorio con el corazón acelerado. Oyó unos pasos en el vestíbulo. Aunque tenía las piernas como si fueran de gelatina y llevaba unos tacones altos, adoptó una pose excitante, con una mano en uno de los postes de la cama y, la otra, en la cadera.

William entró en el dormitorio de la mano de otra mujer.

Gillian se sintió humillada. La mujer era increíblemente bella, muy morena, al contrario que ella, que era rubia. Además, seguramente, era inmortal.

Cuando William la vio, se quedó paralizado. La miró de pies a cabeza y entrecerró los ojos. Ella tuvo que contenerse para no bajar la cabeza.

–No deberías estar aquí –le dijo él, con frialdad, con una calma terrorífica–. Te di la llave por si había alguna emergencia, preciosa. No para… esto.

–Yo no había dicho que sí a un trío, Will –dijo la otra mujer, con una sonrisa resplandeciente–. Pero estoy más que dispuesta. ¡Vamos!

«Que alguien me mate, por favor».

William señaló a Gillian y le ordenó:

–Ni se te ocurra moverte de ahí.

Después, sacó a la otra mujer del dormitorio, a pesar de sus protestas.

Gillian se puso las manos sobre el corazón, que le latía desbocadamente. ¿Debería echar a correr?

No. Por supuesto que no. Las mujeres luchaban por lo que querían.

Oyó un portazo, y unos pasos que se acercaban, nuevamente. Cuando William volvió a aparecer en el vano de la puerta, ella había dejado de luchar por mantenerse en pie y se había sentado al borde del colchón.

Él se acercó, en silencio, a su vestidor. Cuando salió, le puso una bata de seda rosa en los hombros y la obligó a meter los brazos por las mangas.

Claramente, aquella bata no era suya. ¿Era de alguna de sus muchas amantes?

Gillian lo observó a través de las pestañas. Era tan guapo… Tenía el pelo negro, la piel bronceada y los ojos del color del cielo de la mañana. Era el hombre más alto que ella hubiera conocido, y el más fuerte.

–¿De qué se trata, tesoro? –le preguntó él, con los brazos cruzados. Por lo menos, su tono de voz ya no era el de un asesino–. ¿Por qué aquí? ¿Y por qué ahora?

–Porque… ¡Porque sí!

–No es suficiente.

–Porque… –titubeó Gillian. «Vamos, díselo»–. Porque los chicos necesitáis el sexo, y no hay mejor modo de mantener interesado a un chico. Y también, porque te deseo –añadió. Tal vez. Sí, seguro–. ¿Me deseas tú a mí?

Él se pasó la lengua por el filo de los dientes.

–No estás preparada para la verdad.

–Sí lo estoy –dijo ella. Se levantó de un salto y se agarró al cuello de su camisa–. Por favor.

–Tu familia te arrebató algo muy precioso –le dijo él, y le soltó los dedos, con firmeza, pero sin hacerle daño–. Yo no voy a hacer lo mismo.

–No, claro que no. Si te acuestas conmigo, me ayudarás a olvidar. Estamos destinados a ser compañeros, ¿no?

Él la miró con tanta suavidad, con tanta ternura, que ella se quedó hundida.

–Yo no quiero ninguna compañera. Acuérdate de que estoy maldito.

Sí. En cuanto se enamorara de una mujer, sería como si alguien apretara un interruptor para que ella hiciera todo lo posible por asesinarlo.

William tenía un libro en el que se describía con detalle la maldición y, también, se mencionaba una posible forma de romperla. El problema era que aquellos detalles estaban escritos en un código formado por símbolos extraños y enrevesados acertijos. Hasta aquel momento, nadie había podido descifrar nada. Pero lo conseguirían.

–Tienes el libro. Hay esperanza.

«Podemos tener un futuro».

–No voy a poner en peligro mi corazón, ni emocional ni físicamente –dijo él, y le clavó la mirada en los ojos mientras jugueteaba con un mechón de su pelo–. No obstante, algún día estaremos juntos.

«Algún día muy cercano. De hecho, dentro de cuatro días. Entonces, me voy a cerciorar de que estés preparada».

Ella se dio cuenta de que William pensaba acostarse con ella, sí, como con muchas otras. Y, cuando la pasión empezara a enfriarse, volvería a retomar su amistad como si nada.

«Por lo menos, seguirá en mi vida».

«Soy patética».

–Yo… tú… no importa. Me voy a casa.

Él le tomó la cara con las manos y se la mantuvo inmóvil. Entonces, Gillian sintió pánico, como el que había sentido las veinticuatro horas del día en Nueva York.

«Deja las manos donde las he puesto, guapa, o te las rompo».

Se le constriñeron los pulmones. No podía respirar.

–No pasa nada, tesoro. Tranquila –le dijo William, pasándole los dedos entre el pelo–. Respira hondo, hazlo por mí.

«Abre la boca, hazlo por mí».

Gillian estalló y comenzó a golpear a William.

–Suéltame. ¡Suéltame!

Le dio un puñetazo en la nariz y le hizo sangrar. No podía pensar en nada, solo en escapar.

–¡No me toques! ¡Deja de tocarme!

–Shh. Shhh. Estás conmigo.

Él la estrechó contra su cuerpo duro y la abrazó para inmovilizarla.

–No voy a permitir que te ocurra nada malo, te lo juro.

Ella siguió luchando. Él la sujetó aún con más fuerza.

Al final, ella se quedó sin fuerzas y se desplomó contra él, entre sollozos.

–Te ayudaré a superar esto –le dijo William–, pero no esta noche. Entre nosotros, el sexo no va a ser solo un vendaje para esconder una herida.

Ella se puso rígida, abrió la boca y volvió a cerrarla. ¿Por qué él no se daba cuenta de que sí necesitaba un vendaje? Su herida estaba supurando herida y, muy pronto, iba a matarla.

Sin embargo, William tenía razón en una cosa: no estaba preparada para mantener relaciones sexuales.

Y, tal vez, nunca lo estuviera, porque su padrastro y sus hermanastros la habían destruido. Si no podía mantener la calma con William, el único hombre en el que confiaba, no podría mantener la calma con nadie. Tendría que renunciar al sexo para siempre. Al pensarlo, se le escapó un sonido de pesar.

–Algún día, mi querida Gilly, recordaremos esta noche y nos reiremos –dijo William, con la misma ternura de antes–. Ya lo verás.

–Puede que tengas razón –dijo ella, pidiendo que fuera cierto.

–Yo soy el hombre más sabio del mundo –dijo él, guiñándole el ojo–. Lo sé todo.

No, no todo. No sabía cuál era el modo de acabar con su maldición.

–Algún día no es hoy –dijo ella, con la voz ronca. Entonces, intentó zafarse de sus brazos, y él se lo permitió–. Me gustaría irme a casa.