El gusto de lo prohibido - Tentación ilícita - Carole Mortimer - E-Book
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El gusto de lo prohibido - Tentación ilícita E-Book

Carole Mortimer

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Beschreibung

El gusto de lo prohibido Durante toda su vida, la chef de repostería Grace Blake había sido un ejemplo de amabilidad. Sin embargo, un día después de ser contratada por su enigmático jefe argentino, César Navarro, se olvidó de las buenas maneras y el sentido común. César tenía a su volcánica chef justo donde la quería: en su apartamento, a sus órdenes. Él sabía que sus empleadas deberían ser intocables, pero Grace había tentado su hastiado paladar y se encontró pidiendo algo nuevo en la carta: un sabor prohibido… Tentación ilícita Beth Blake disfrutaba de una vida normal en Londres hasta que salió a la luz un secreto de su pasado, convirtiéndola en una famosa heredera, y se encontró en Argentina bajo la atenta mirada del experto en seguridad Rafael Córdoba. Arrogante y arrebatadoramente sexy, Rafael Córdoba resultaba insufrible para una persona tan independiente como ella. Proteger a Beth debería ser tarea fácil para Rafael mientras recordase la regla de oro: no tocar a una clienta, especialmente si esa clienta era la hermana de su mejor amigo. Pero la combativa Beth requería una atención especial y, por eso, la ilícita tentación resultaba aún más seductora…

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Editado por Harlequin Ibérica.

Una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

Núñez de Balboa, 56

28001 Madrid

© 2015 Harlequin Ibérica, una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

N.º 24 - octubre 2015

© 2013 Carole Mortimer

El gusto de lo prohibido

Título original: A Taste of the Forbidden

© 2013 Carole Mortimer

Tentación ilícita

Título original: A Touch of Notoriety

Publicadas originalmente por Mills & Boon®, Ltd., Londres.

Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial.

Esta edición ha sido publicada con autorización de Harlequin Books S.A.

Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares, y situaciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientos de negocios (comerciales), hechos o situaciones son pura coincidencia.

® Harlequin, Bianca y logotipo Harlequin son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited.

® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia.

Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.

Imagen de cubierta utilizada con permiso de Dreamstime.com.

I.S.B.N.:978-84-687-7264-6

Conversión ebook: MT Color & Diseño, S.L.

Índice

 

Portadilla

Créditos

Índice

El gusto de lo prohibido

Capítulo 1

Capítulo 2

Capítulo 3

Capítulo 4

Capítulo 5

Capítulo 6

Capítulo 7

Capítulo 8

Capítulo 9

Capítulo 10

Capítulo 11

Capítulo 12

Capítulo 13

Tentación ilícita

Capítulo 1

Capítulo 2

Capítulo 3

Capítulo 4

Capítulo 5

Capítulo 6

Capítulo 7

Capítulo 8

Capítulo 9

Capítulo 10

Capítulo 11

Capítulo 12

Capítulo 13

Si te ha gustado este libro…

El gusto de lo prohibido

Capítulo 1

 

–¿Seguro que no te importa quedarte sola?

–Grace, ¿quieres dejar de preocuparte y marcharte de una vez? –su hermana, Beth, lanzó sobre ella una afectuosa pero impaciente mirada–. Tengo veintitrés años y soy más que capaz de vivir sola. Además, necesitamos el dinero.

Era cierto. Las facturas que se habían ido acumulando durante los seis meses que su madre estuvo enferma, cuando tuvo que dejar su trabajo como chef de repostería en uno de los mejores hoteles de Londres para que Beth pudiera terminar su máster en la Universidad de Oxford, seguían sin pagarse.

Beth había encontrado trabajo en una conocida editorial londinense, pero con su salario no podían mantenerse las dos y pagar las facturas. Por eso, y durante un mes de prueba, Grace se iba a Hampshire con intención de convertirse en cocinera-ama de llaves en la mansión inglesa de un multimillonario argentino. Seguramente, como en Hampshire, César Navarro tendría otros empleados en las propiedades que poseía por todo el mundo. Y a saber qué hacían cuando él no estaba en casa.

–Me pregunto cómo será César Navarro en persona –comentó Beth.

Grace soltó un bufido mientras miraba el contenido de su enorme bolso.

–Dudo mucho que vaya a tener la oportunidad de conocerlo.

Su hermana menor frunció el ceño.

–¿Qué quieres decir?

Cualquiera que mirase a Beth, alta, rubia y de ojos oscuros, y a Grace, de metro sesenta, largo pelo oscuro y ojos azules verdosos, seguramente no tardaría en deducir que no eran hermanas biológicas.

Grace había sido adoptada cuando tenía seis semanas y fue hija única hasta los ocho años, cuando sus padres aparecieron con Beth, de cinco años, a la que presentaron como su nueva hermanita. Había sido amor a primera vista para las dos y, por suerte, ese cariño las había ayudado cuando su padre adoptivo murió cuatro años atrás en el accidente de tráfico que dejó a su madre en una silla de ruedas. Ella había fallecido hacía dos meses a consecuencia de una grave enfermedad.

Grace hizo un gesto de tristeza.

–Según su ayudante en Londres, quien me entrevistó y me dio el puesto tras pasar el estricto control de seguridad, debo tener el desayuno preparado a las siete menos cuarto para que su asistente, Rafael, pueda servirlo en el comedor a las siete. Luego debo hacerme invisible hasta que el señor Navarro se haya ido a trabajar y después puedo limpiar la casa, pero no su estudio, donde está prohibido entrar. Por las noches es la misma rutina, a menos que Rafael diga lo contrario. La cena debe ser servida exactamente a las ocho y tengo que estar fuera de la casa a las nueve, después de lo cual la vida del señor Navarro debe de ser una juerga continua.

–¿De verdad crees eso?

–No –Grace torció el gesto–. Lo que creo es que el arrogante señor Navarro no quiere ni ver ni oír a una humilde empleada doméstica.

Beth esbozó una sonrisa.

–Parece un poco… en fin, exagerado con respecto a su intimidad, ¿no?

–Teniendo tanto dinero seguramente está acostumbrado a hacer lo que le da la gana.

Y los pobres no podían exigir. A pesar de tener unas referencias excelentes, Grace no encontraba otro trabajo como jefe de repostería en Londres. La habían rechazado en todas partes porque llevaba ochos meses sin trabajar. Finalmente, desesperada, había acudido a una agencia de empleo, donde le habían ofrecido un mes de prueba, muy bien pagado, en la finca de César Navarro en Hampshire.

–Al menos tienes una casita para ti sola en la finca –le recordó su hermana.

–Eso es porque el señor Navarro no comparte su intimidad con nadie –Grace hizo una mueca.

–Da igual, cariño, iré a verte algún fin de semana y te haré compañía durante un par de días –la consoló Beth.

–Tengo la impresión de que para entonces me hará falta un poco de compañía –riendo, Grace la abrazó por última vez–. Llámame al móvil si me necesitas.

–Por lo que cuentas, puede que seas tú quien tenga que llamarme a menudo.

Grace pensó en las extrañas demandas de su nuevo jefe mientras se dirigía a Hampshire. Había oído hablar de César Navarro, por supuesto. ¿Quién no había oído hablar del multimillonario empresario argentino de treinta y poco años que tenía mansiones en la mayoría de las capitales del mundo y parecía poseer la mitad de los negocios del planeta? Bueno, tal vez la mitad del planeta era una exageración, un cuarto sería más realista.

Su imperio incluía negocios de alta tecnología, medios de comunicación, líneas áreas, inmobiliarias, hoteles, viñedos. Tenía tantos intereses que Grace se preguntó de dónde sacaba tiempo para hacer algo que no fuese trabajar.

Tal vez no hacía nada más.

Había tenido que esperar un par de días para saber si habría una segunda entrevista, sin duda mientras llevaban a cabo el minucioso control de seguridad, y en ese tiempo había buscado información sobre el esquivo señor Navarro en internet.

«Insociable» seguramente lo describía mejor, había pensado después de leer varias referencias. Treinta y tres años, el mayor de dos hijos nacidos en una familia acaudalada de padres separados, madre estadounidense y padre argentino, había crecido en el país de su padre pero había estudiado en la Universidad de Harvard antes de abrir su propio negocio a los veintitrés años.

Un negocio que había convertido en un imperio de tales proporciones que debía viajar continuamente en su jet privado o en helicóptero para alojarse en las exclusivas mansiones que tenía por todo el mundo.

En la web de su compañía había varias fotografías de cuando era más joven; un hombre guapísimo de rostro aristocrático, penetrantes ojos oscuros, altos pómulos, labios esculpidos y mentón cuadrado. Pero, sin excepción, todas las fotografías mostraban a un hombre de rostro serio y circunspecto.

Había también dos fotografías de adulto, una posando para la cámara y la otra tomada a distancia, mientras bajaba de un avión para subir a un helicóptero en algún aeropuerto privado. Y en las dos tenía un aspecto igualmente atractivo, pero incluso más serio.

Parecía unos centímetros más alto que el hombre que iba a su lado, el traje clásico destacando unos hombros anchos y un cuerpo fibroso, el pelo oscuro algo largo y ligeramente alborotado por el viento o por las aspas del helicóptero, las aristocráticas facciones dominadas por unos inteligentes ojos oscuros bajo unas cejas igualmente oscuras.

Teniendo en cuenta lo poderoso y atractivo que era, resultaba incomprensible que su futuro jefe no fuese también el mayor donjuán del planeta, de esos que siempre aparecían con mujeres bellas del brazo, en lugar de salvaguardar su vida privada de manera tan obsesiva.

A menos que…

Tal vez había alguna razón por la que César Navarro nunca había sido fotografiado con una mujer guapa del brazo; la misma razón por la que guardaba celosamente su vida privada. Y tal vez el hombre moreno que iba con él no era simplemente su ayudante.

Sería una pena, desde luego. Rico, soltero, joven, tan apuesto que volvería loca a cualquier mujer… y todo para disfrute de otro hombre.

Grace esbozó una sonrisa ante tan absurdos pensamientos, pero cuando se aproximó a la entrada de la finca en la que iba a vivir y trabajar durante al menos un mes la sonrisa se convirtió en un gesto de preocupación.

Frente a unas puertas de hierro forjado, en un muro de piedra de cuatro metros de altura, había dos hombres de traje oscuro y aspecto amenazador, el pelo cortado al estilo militar, los ojos escondidos tras unas gafas negras aunque no lucía el sol aquel día de septiembre, con un cielo cubierto de nubes.

Uno de los hombres se acercó al coche y Grace pisó el freno mientras bajaba la ventanilla.

–¿Grace Blake?

–Pues… sí, soy yo –respondió, aliviada al saber que la esperaban, pero un poco preocupada por tanta seguridad. Kevin Maddox le había dado a entender que su jefe no llegaría a Inglaterra hasta el día siguiente.

El corpulento guardia de seguridad asintió con la cabeza después de mirar en el interior del coche para comprobar que iba sola.

–¿Puede abrir el maletero?

–¿El maletero?

–Si no le importa –insistió el hombre, haciéndose a un lado mientras Grace bajaba del coche y abría el maletero con cara de pocos amigos. Después de comprobar el contenido de la maleta se apartó para hablar por radio y, unos segundos después, las puertas de hierro empezaron a abrirse lentamente–. Suba por el camino y tome el primer giro a la derecha hasta la casa –le indicó antes de volver a su sitio, de nuevo alerta y vigilante.

–Me habían dicho que el señor Navarro no llegaría hasta mañana.

Sería mala suerte llegar después de su jefe.

–Así es.

–¿Hay tanta seguridad habitualmente, aunque él no esté en casa?

–Sí.

–Ah –murmuró Grace. No podía verla, pero sí sentir la fría mirada del guardia de seguridad–. Muy bien, gracias.

–El primer giro a la derecha –repitió el hombre.

Su estómago dio un vuelco cuando las puertas se cerraron tras ella. Sentía, aunque no las viera, las cámaras de seguridad vigilándola mientras recorría un camino flanqueado por árboles y giraba a la derecha en dirección a la casa que Kevin le había dicho sería su hogar durante al menos el primer mes.

Pero, acostumbrada a hacer lo que quería cuando quería, empezaba a dudar que pudiese vivir en una prisión de alta seguridad durante mucho más tiempo.

 

 

–No acepto excusas, Kevin –afirmó César, impaciente, mientras entraba en la casa al día siguiente. Un poco cansado después de haber trabajado sin parar durante el vuelo desde Buenos Aires, no estaba de humor para lidiar con ningún problema–. Si Dreyfuss no quiere firmar… ¿qué es esto? –exclamó, deteniéndose abruptamente frente a un velador.

Kevin torció el gesto al ver un jarrón con flores.

–Pues… ¿lirios?

–Haz que desaparezcan –ordenó su jefe antes de entrar en el estudio.

–Sí, claro –sensatamente, Kevin no se molestó en cuestionar la orden.

César esperó hasta estar sentado tras el enorme escritorio de caoba para fulminarlo con la mirada.

–Creo haber dejado bien claro que no quiero flores en la casa.

Kevin exhaló un suspiro.

–Te pido disculpas. Debo de haber olvidado informar a la señorita Blake.

–¿La nueva ama de llaves?

–La señora Davis se ha jubilado…

–Lo sé perfectamente. Creo que fui yo quien firmó el último cheque –lo interrumpió César con aspereza.

–Sí, por supuesto. Envié el informe de la señorita Blake a Rafael para que diese su aprobación.

–Ya imagino. ¿Tienes una copia?

–Sí, claro –Kevin abrió su maletín y sacó una carpeta–. Es un poco joven, pero sus referencias son excelentes y el control de seguridad dio resultado positivo.

César abrió la carpeta y enarcó las cejas al ver la fecha de nacimiento. Grace Blake solo tenía veintiséis años.

–Un poco joven, ¿no? –murmuró, con una mirada especulativa.

Kevin carraspeó, incómodo.

–Sus referencias son excelentes.

–Eso ya lo has dicho –César lo miró, interrogante–. ¿Es guapa?

Kevin se puso colorado.

–Si crees que dejaría que su aspecto físico influyese en mi decisión…

–De modo que es guapa –volvió a interrumpirlo César, burlón–. Y también parece que no ha trabajado en los últimos ocho meses –añadió, mirando el informe.

–No, bueno, su madre estaba enferma así que dejó su trabajo para cuidar de ella.

–No te he pedido detalles sobre su vida privada.

–Solo estaba intentando explicar…–Kevin no sabía qué decir–. Hablaré con ella sobre las flores en cuanto hayamos terminado.

–Hazlo –César cerró la carpeta antes de dejarla a un lado.

Rafael seguía fuera, poniéndose al día sobre temas de seguridad, pero en cuanto terminase le diría con toda claridad a la joven y guapa ama de llaves qué estaba dispuesto César Navarro a tolerar o no tolerar de sus empleados.

 

 

Grace estaba dando los últimos toques al postre que había preparado para la cena de César Navarro cuando Kevin Maddox entró en la cocina.

–Encantada de volver a verte –lo saludó.

Había oído llegar el helicóptero quince minutos antes y esperaba que Kevin acompañase al señor Navarro porque necesitaba hablar con alguien relativamente normal. Después de dos días sintiéndose vigilada por los guardaespaldas, que parecían estar constantemente de servicio, por las cámaras que había encontrado por toda la casa y en los jardines de la finca y, sin duda, por los guardias de seguridad en la habitación llena de monitores que había descubierto en el sótano cuando estuvo explorando por la mañana, ver a alguien normal era de agradecer.

La casita que le habían asignado era más que adecuada, de hecho incluso lujosa, pero la mansión principal era fantástica, con techos decorados, antigüedades, lámparas de araña y hermosos cuadros, sin duda originales, que adornaban las paredes recubiertas de seda.

Y en cuanto a la cocina…

Si se olvidaba de las cámaras colocadas estratégicamente en dos esquinas de la habitación casi le resultaba posible admirar una cocina que era una delicia para cualquier chef, un sitio en el que no faltaba de nada, perfecto para crear exquisitos platos.

Pero entrar y salir de la finca era una pesadilla, como había descubierto cuando fue a comprar al pueblo esa mañana. Rodney, el hombre que había abierto su maleta al llegar, había insistido en revisar todas las bolsas…

O Navarro era un paranoico o tenía enemigos peligrosos, y ninguna de esas posibilidades le hacía mucha gracia.

El aspecto afable de Kevin Maddox, de pelo rubio y ojos azules, era como un soplo de aire fresco después de veinticuatro horas viviendo en una pecera.

–Algo huele muy bien –comentó él.

Grace se secó las manos con un paño. Llevaba su típico uniforme de chef: una blusa blanca y una falda lápiz negra por la rodilla, con el pelo sujeto en una coleta recogida en la nuca para que no la molestase mientras trabajaba.

–Crema de zanahoria, seguida de lubina a la plancha con patatas nuevas y un salteado de verduras mediterráneas. Y en cuanto al postre…

–Ah –Kevin hizo una mueca al ver la mousse de chocolate que estaba decorando con virutas de chocolate blanco y negro.

Grace dejó de sonreír al ver su expresión.

–¿Al señor Navarro no le gusta el chocolate?

–El señor Navarro no toma postre.

Ella lo miró, perpleja.

–¿Ningún postre?

–No.

–Yo soy chef de repostería –señaló.

–Ya lo sé –Kevin se encogió de hombros–. Y también hiciste un curso de alta cocina en París antes de especializarte.

–Pero eso no… –Grace no terminó la frase, impaciente al darse cuenta de que no serviría de nada. Necesitaba ese trabajo y si César Navarro no tomaba postre, no tomaba postre–. ¿Hay algo más que no le guste al señor Navarro? –preguntó, tomando la mousse de chocolate para meterla en la nevera.

–No he dicho que no le gusten los postres, solo que no los toma.

–Sin duda, teme echar barriga… –Grace dejó escapar un suspiro–. Lo siento, no debería haber dicho eso.

–No, no deberías, pero ya que estamos hablando del asunto, tampoco le gustan las flores del pasillo. Aunque eso es error mío –Kevin torció el gesto–. La señora Davis estaba aquí antes de que yo empezase a trabajar para el señor Navarro y conocía todas sus man… preferencias personales. Debería habértelo dicho durante la segunda entrevista.

Grace lo miró con cara de sorpresa.

–¿No le gustan los lirios?

–No.

–¿Qué flores le gustan?

–No le gustan.

–¿Tiene alergia a las flores, al polen o algo así? –ella sabía lo desagradable que podía ser una alergia al polen porque su hermana solía sufrirla durante la primavera y los inicios del verano, cuando el recuento de polen era más alto.

–No que yo sepa.

Grace sacudió la cabeza, frustrada.

–¿Entonces por qué no quiere flores en la casa?

Los lirios rosas de tallo largo eran preciosos y olían de maravilla.

Kevin se encogió de hombros.

–La experiencia me ha demostrado que es mejor no cuestionar las instrucciones del señor Navarro.

–Cuando él dice «salta» la gente pregunta hasta dónde, ¿no? –sugirió ella, irónica.

Kevin sonrió, burlón.

–Más o menos, sí.

–Y, en esta ocasión, quiere que quite las flores del pasillo.

–Eso es.

–Muy bien –Grace se encogió de hombros.

–Aparte de esos detalles, que iremos aclarando poco a poco, ¿cómo ha ido tu primer día?

No podía decirle la verdad: que con tantas restricciones no estaba segura de querer seguir allí. Aparte de las estrictas reglas y la exagerada seguridad, Grace podía sentir la presencia de César Navarro en la casa; una presencia oscura y arrogante que parecía permear toda la finca.

Kevin Maddox no se mostraba tan relajado y simpático como lo había sido en las entrevistas y, sin duda, Rodney y sus colegas estarían en alerta roja con el señor Navarro en la casa.

¿Cómo podía vivir la gente de ese modo? ¿Cómo podía César Navarro vivir así, constantemente escudado tras una burbuja protectora, apartado del mundo real? No tenía ni idea, pero desde luego no era el estilo de vida que ella querría para sí misma. Aunque nunca sería tan rica o importante como para preocuparse por eso.

–La casita es preciosa y la cocina es una maravilla –respondió, señalando alrededor.

–Me alegro –el joven asintió, aparentemente contento con la respuesta–. Rafael vendrá enseguida para servir la cena –añadió, mirando su reloj–. Bueno, es hora de irme.

–¿No te alojas aquí? –Grace no pudo disimular su decepción.

–Nadie se aloja en la mansión salvo el señor Navarro y Rafael. Nunca.

¿El señor Navarro y Rafael?

–¿Rafael mide más de metro ochenta, es de hombros anchos, menos de treinta años, pelo oscuro y ojos azules? –preguntó Grace, describiendo al hombre al que había visto en la foto.

–Muy buena descripción. ¿Cómo sabes…? Ah, aquí está –Kevin se volvió cuando otro hombre entró en la cocina.

Sí, era sin duda el hombre de la fotografía.

«El señor Navarro y Rafael».

Tal vez sus elucubraciones eran acertadas. En fin, «vive y deja vivir» había sido siempre su lema. Dos de sus mejores amigas en París, con las que se mantenía en contacto desde que volvió a Inglaterra cuatro años antes, eran pareja y nunca le había importado.

Pero no pudo averiguar nada más sobre Rafael o su jefe porque después de las presentaciones, Kevin se despidió.

Rafael iba de un lado a otro, sirviendo a César Navarro personalmente. Su expresión seria no animaba a la conversación y, aunque Grace lo intentó un par de veces, solo recibió un gruñido como respuesta.

En consecuencia, cuando Rafael tomó la bandeja de plata en la que ella había servido el café, una mezcla especial que enviaban desde Argentina, estaba agotada por el trabajo y por la tensión de intentar entablar conversación con el huraño ayudante.

Rafael le había dicho que podía irse, pero estaba demasiado cansada para ir a casa y se dejó caer sobre un taburete frente a la encimera de mármol color crema. Si la tensión de ese día y la exagerada seguridad eran un ejemplo de lo que iba a ser aquel mes, estaba segura de que no aguantaría ni el período de prueba. Por mucho que le pagasen y por mucha falta que le hiciese el dinero.

Capítulo 2

 

–¿Pero qué…?

Grace se levantó al escuchar el grito de sorpresa, palideciendo al ver la alta e imponente figura de César Navarro en el quicio de la puerta, sus ojos oscuros clavados en ella con penetrante intensidad.

Rafael le había dicho que podía irse, pero ella había decidido no volver aún a su solitaria casa y limpiar un poco el comedor en lugar de tener que hacerlo por la mañana…

… contraviniendo las instrucciones de su jefe, se dio cuenta en ese momento. Unas instrucciones que, según Kevin, no debían ser cuestionadas o desobedecidas.

Para empeorar la situación, la cocina estaba casi a oscuras, a excepción de la luz de la campana extractora, y ella disfrutaba de la mousse de chocolate que había hecho para el señor Navarro.

–La señorita Blake, supongo –su voz sonaba oscura y ronca en el silencio de la noche, con un ligero acento transatlántico, sin duda herencia de su madre estadounidense.

Grace pasó las manos sudorosas por la falda, deseando haberse ido a casa. Y ella pensando que no iba a ver a César Navarro en persona. En fin, tal vez no tendría la oportunidad de decidir si iba a completar o no el mes de prueba.

–Verá… –se pasó la lengua por los labios–. Sé que no debería estar aquí. Kevin… el señor Maddox me indicó que debía estar fuera de la casa a las nueve y Rafael me dijo que me fuera, pero era temprano y no quería volver a casa todavía. Había pensado limpiar el comedor para no tener que hacerlo por la mañana –consiguió decir.

César se había metido en la cama una hora antes, pero después de estudiar unos documentos había decidido bajar a la cocina para tomar un zumo de naranja. Y, desde luego, no había esperado ver a la joven que Maddox había contratado como cocinera-ama de llaves cuando llegase allí.

El informe de Grace Blake decía que tenía veintiséis años, pero a la luz de la campana extractora parecía mucho más joven. No debía de medir más de metro sesenta, delgada, con una sencilla blusa blanca y una falda negra, el pelo oscuro sujeto en una coleta y el rostro libre de maquillaje. Y era, como había imaginado unas horas antes, un rostro muy hermoso: ojos de color azul verdoso, rodeados por largas pestañas oscuras, unas cuantas pecas en el puente de la nariz, las mejillas un poco hundidas, como si hubiera perdido peso recientemente, y unos labios que formaban un arco perfecto sobre una barbilla decidida.

César apretó los labios mientras daba un paso adelante.

–Corríjame si me equivoco, pero parece estar tomando una mousse de chocolate –murmuró, mirando el cuenco de cristal sobre la encimera– en lugar de estar limpiando.

–Sí, bueno… –las mejillas de marfil se cubrieron de rubor–. Ya he terminado de limpiar y… en fin, había hecho la mousse para usted antes de que Kevin… el señor Maddox me dijera que no toma postre.

–Así que ha decidido comérselo usted misma.

–¡No! Bueno, sí… –Grace miró el cuenco de cristal, donde solo quedaba la mitad de la mousse–. Pero solo porque me sentía… En fin, le pido disculpas.

–¿Se sentía…?

–Estoy acostumbrada a vivir en Londres y aquí todo es tan silencioso que… ah, demonios –Grace suspiró pesadamente–. Que alguien me pegue un tiro y terminemos con esto de una vez.

César levantó las cejas, alarmado.

–¿Pegarle un tiro?

–Llame a Rodney o a alguno de sus colegas y dígales que me peguen un tiro. Es lo mejor.

–¿Se refiere al encargado de seguridad?

–Si es el que hace guardia en la puerta de la finca, sí, es él –Grace asintió con la cabeza–. Había pensado que estaba empezando a granjearme su amistad, pero si le cuenta que me he comido su mousse de chocolate se alegrará de despacharme… o como llamen a pegarle un tiro a alguien los de seguridad.

César no sabía si reír, algo que hacía en raras ocasiones, ante la inusual y directa actitud de la joven, o hacer lo que sugería y llamar a Rodney. Pero solo para que la acompañase a su casa, no para pegarle un tiro, naturalmente.

–¿De verdad cree que Rodney le pegaría un tiro porque se ha comido una mousse de chocolate?

Grace hizo una mueca.

–Creo que haría lo que usted le ordenase sin preguntar.

César bajó la mirada para esconder su sorpresa ante tal afirmación.

–Creo que el asesinato a sangre fría es ilegal en este país.

–Cualquier asesinato es ilegal en este país –lo corrigió ella, insolente–. Pero con el grado de seguridad que hay aquí podría esconder mi cadáver en el bosque y nadie lo encontraría jamás.

César dudaba que hubiera tenido una conversación más extraña en toda su vida. Extraña y, sin embargo, entretenida, debía admitir. No tenía ni idea de lo que Grace Blake iba a decir de un segundo a otro, pero siempre conseguía sorprenderlo.

–Iba a contarme lo que sentía antes de tomar la mousse –le recordó, dando un paso adelante.

Grace se quedó sin palabras al ver a César Navarro de cerca por primera vez. Era… bueno, lo único que se le ocurría era abrumador, de robar el aliento, de caerse de espaldas.

Medía al menos metro noventa, el pelo oscuro, algo largo y alborotado, unos ojos oscuros y brillantes rodeados de las pestañas más largas y espesas que había visto nunca, pómulos altos, nariz delgada y aristocrática y unos labios sensuales sobre un mentón cuadrado y decidido.

Pero era lo que llevaba puesto, o más bien lo que no llevaba, lo que más le sorprendió.

En las fotografías que había visto aparecía con traje de chaqueta, pero esa noche llevaba una camiseta negra que destacaba sus anchos hombros y se pegaba a un estómago plano, sin nada de barriga, y un pantalón de chándal gris, los largos y elegantes pies descalzos sobre el suelo de terracota.

¿Iba vestido para dormir o para ir al gimnasio en el ala este de la casa, que también había descubierto durante su exploración matinal? No parecía sudoroso y lo estaría si volviera del gimnasio. Aunque también estaría sudando si no se hubiera ido solo a la cama…

Fuera cual fuera la razón por la que iba vestido de manera tan informal, su presencia parecía robar todo el oxígeno de la cocina, y podría rivalizar en musculatura con cualquiera de sus guardias de seguridad.

–Qué desperdicio –se oyó murmurar y, de inmediato, hizo una mueca. Aunque pensara que César Navarro y Rafael tenían una relación, no había razón para decirlo en voz alta. En esas circunstancias, era lo último que debería haber dicho.

–¿Qué sentía antes de tomar la mousse, señorita Blake? –César enarcó una ceja, interrogante.

–Echo de menos mi casa y me sentía un poco sola. Y el chocolate siempre hace que uno vea las cosas con más alegría, ¿no le parece? Ah, no, porque usted no come dulces. ¿Por qué no come dulces? –Grace levantó la cabeza para mirarlo a los ojos y, de inmediato, sintió un tirón en el cuello.

Algo que podría convertirse en un riesgo laboral si tenía que mantener muchas conversaciones con aquel hombre tan alto. Aunque eso no iba a pasar porque César Navarro iba a pedirle a Rodney que le pegase un tiro antes de enterrar su cadáver en el bosque…

«Te estás poniendo histérica», se regañó. Desgraciadamente, a juzgar por su siguiente comentario y por cómo miraba el ancho torso de César Navarro, reconocer eso no sirvió de nada.

–Imagino que tiene miedo a engordar.

No, tuvo que reconocer César, perplejo; no tenía ni idea de lo que Grace Blake iba a decir o hacer en cada momento. Y tampoco tenía intención de decirle a la extraña joven que había dejado de tomar postre porque lo consideraba una frivolidad innecesaria.

–¿Ha bebido alcohol esta noche para disipar la soledad?

–¡Por supuesto que no! –respondió ella con tono indignado–. No suelo beber y jamás lo haría mientras estoy trabajando.

–Me alegra saberlo – comentó él, burlón.

Grace parpadeó mientras se preguntaba si estaba tomándole el pelo.

–Es que estoy un poco cansada, nada más.

«Cansada y sentimental», pensó César.

–En ese caso, tal vez sería mejor seguir con la conversación mañana por la mañana.

–¿Voy a seguir aquí por la mañana? –exclamó ella, sorprendida.

–¿De verdad cree que vamos a pegarle un tiro y enterrar su cadáver en el bosque?

De nuevo, las mejillas marfileñas se tiñeron de color.

–Tal vez estoy exagerando un poquito.

Él arqueó una burlona ceja.

–¿Un poquito?

Grace irguió los hombros.

–No creo que tuviese tantos guardaespaldas si no quisiera ser protegido en caso de necesidad.

César hizo un gesto de impaciencia.

–Sí, pero no tengo por costumbre pedirles que disparen a las empleadas indiscretas. Incluso las empleadas temporales –replicó ásperamente.

–Ah –Grace bajó la mirada, como aceptando la crítica.

–¿Está sugiriendo que podría necesitar que me protegiesen de usted?

Grace se imaginaba pasando los dedos por ese ancho torso, acariciando su pelo alborotado y sexy mientras él se inclinaba para buscar sus labios y…

«¡Por el amor de Dios!».

Si estaba pensando en besar a César Navarro debía de sentirse más sola de lo que creía. Estaba pensando en besar a un hombre al que acababa de conocer y que, además, era su jefe.

Había tenido algunos novios, pero ninguna relación verdaderamente seria. Y, desde luego, nunca se había sentido tan fascinada por ninguno de ellos como para fantasear con besarlos unos minutos después de haberlos conocido.

Pero no, no podía estar fantaseando con besar a su jefe. ¿Para qué, cuando sus inclinaciones sexuales iban en otra dirección?

–No, yo no soy un peligro –le aseguró–. Pero, como usted dice, tal vez sería mejor terminar esta conversación a la luz del día.

Él siguió mirándola con esos inquietantes ojos oscuros antes de asentir con la cabeza.

–Llamaré a Rodney… para que la acompañe a su casa, no para «despacharla» –anunció, impaciente, al ver que ella lo miraba con gesto alarmado.

Grace dejó escapar un suspiro de alivio.

–Soy capaz de volver a mi casa sin escolta, muchas gracias.

–Es tarde y fuera está muy oscuro.

–Y hay tantos guardias de seguridad que nadie se atrevería a atacarme.

César torció el gesto.

–Parece muy preocupada por esos hombres.

–Tal vez no entienda la necesidad de tener tantos.

Él hizo un gesto de sorpresa.

–No tengo por costumbre dar explicaciones. A nadie.

–Y menos a una empleada, claro –Grace asintió con la cabeza–. Son las cámaras que hay por todas partes, me dan escalofríos –murmuró, señalando la lucecita roja de una cámara en la esquina–. ¿Se da cuenta de que hay alguien en el sótano mirándonos ahora mismo?

–Pero no pueden escuchar la conversación –replicó él, impaciente.

–Menos mal porque mis comentarios no han sido precisamente amables.

La conversación con aquella joven era insólita. Tanto que la encontraba extrañamente refrescante después de años dando órdenes y sabiendo que serían obedecidas de inmediato. Tenía la impresión de que Grace Blake no estaba acostumbrada a obedecer.

Y la prueba era que el jarrón de lirios rosas que por la tarde adornaba el velador de la entrada estaba en aquel momento sobre la mesa de la cocina.

–Me pareció una pena tirarlos –se defendió ella al ver dónde reposaba la mirada oscura de César Navarro.

–Mis instrucciones eran muy claras…

–Lo sé, quitarlos del pasillo –lo interrumpió Grace–. Y, como puede ver, ya no están en el pasillo.

–Pero están en la cocina.

–Bueno… sí. Los compré esta mañana y no podía tirarlos, son tan bonitos. El perfume es divino –Grace tragó saliva cuando César Navarro la fulminó con la mirada–. Tal vez podría llevármelos a mi casa. ¿O eso sería un robo?

–¿Castigado con la muerte? –bromeó él.

–Sí, definitivamente me he dejado llevar un poco por la imaginación.

La expresión de César Navarro era inescrutable mientras tomaba el teléfono de la cocina.

–Voy a llamar a Rodney para que la lleve. ¿Rodney? No, no hay ningún problema, pero me gustaría que acompañase a la señorita Blake a su casa. Sí, sé que ya debería estar allí. Desgraciadamente, la señorita Blake parece incapaz de seguir la más simple indicación.

Ella dejó escapar una exclamación.

–Eso no es justo…

–En la cocina –siguió César, pasando por alto sus protestas–. ¿Un minuto? Seguro que sabremos entretenernos en ese tiempo –después de cortar abruptamente la comunicación cruzó los brazos sobre el pecho para mirarla de arriba abajo.

–Ah, muy bien, ahora Rodney creerá que soy un riesgo para su seguridad –Grace suspiró, frustrada.

–¿La opinión de Rodney es tan importante para usted?

–Lo es cuando lleva un arma.

César enarcó una ceja.

–¿Le disgusta que mis guardaespaldas lleven armas?

–Creo que más bien me intimida.

César había vivido con ese grado de seguridad durante más de la mitad de su vida y rara vez pensaba en ello. Desde luego, nunca se había preguntado qué sentían los demás al estar constantemente bajo vigilancia. Y tampoco le importaba lo que Grace Blake pensase, por supuesto. Vivía rodeado de seguridad por razones muy específicas y no tenía intención de cambiar para que su cocinera-ama de llaves se sintiera cómoda. Su cocinera-ama de llaves en período de prueba, además.

–Ah, Rodney –César se volvió cuando el hombre entró en la cocina–. La señorita Blake está dispuesta a marcharse.

–Esto no es necesario –protestó ella, exasperada.

–Ya le he explicado las razones por las que considero importante…

–Ah, bueno, entonces no pasa nada. Si usted lo considera importante… –Grace lanzó un bufido de protesta.

Su descaro era tan sorprendente que César tardó un momento en reaccionar.

–No olvide llevarse los lirios. Y llévese el jarrón también.

Grace intentó tomar el jarrón de cristal francés, pero era pesadísimo y César se volvió hacia Rodney, que tuvo que disimular una sonrisa mientras se lo quitaba de las manos. ¿La prueba de que estaba, como había dicho antes, granjeándose su amistad?

Y tal vez era comprensible porque la señorita Blake era preciosa y su descaro resultaba como mínimo entretenido.

–Buenas noches, señorita Blake –se despidió César.

–Buenas noches, señor Navarro.

Cuando salieron de la cocina, César esbozó una sonrisa. Grace Blake no era lo que había esperado. Era demasiado joven, demasiado guapa, demasiado sentimental, demasiado sincera.

Sin embargo, no podía negar que era una excelente cocinera. La cena que había preparado esa noche podría compararse con la de cualquiera de los restaurantes de cinco tenedores que frecuentaba por todo el mundo.

César se inclinó para tomar el cuenco de cristal, y sin molestarse en usar una cuchara, metió un dedo en la espesa mousse de chocolate antes de llevársela a los labios.

Un involuntario suspiro de placer escapó de su garganta, casi tan embriagador como el que experimentaba con el sexo.

Aunque él no disfrutaba de ese lujo a menudo; prefería mantener un estrecho control sobre todos los aspectos de su vida, por mucho que le costase.

Sin embargo…

Volvió a meter el dedo en el cuenco y decidió que no iba a salir de la cocina hasta que no quedase una gota de aquella deliciosa mousse de chocolate.

 

 

–Entre, señorita Blake.

Grace tragó saliva cuando César Navarro respondió secamente al golpecito en la puerta de su estudio. El estudio al que jamás debía entrar, según las órdenes que había recibido, pero al que había sido llamada unos minutos antes, cuando Kevin entró en la cocina a las ocho y media para decirle que el señor Navarro quería verla inmediatamente.

Kevin la había mirado con gesto interrogante después de darle la orden, pero si su jefe no le había contado la conversación de la noche anterior, tampoco ella pensaba hacerlo.

Además, lo sabría pronto, cuando César Navarro la informase de que estaba despedida.

Grace había llamado a su hermana en cuanto Rodney la dejó en casa y Beth se había partido de risa cuando le relató el embarazoso encuentro en la cocina.

Ella también se había reído, pero aquella mañana había despertado convencida de que iba a ser despedida de manera fulminante.

Nerviosa, abrió la puerta del estudio… y se detuvo abruptamente al ver a César Navarro tras el escritorio de caoba. Llevaba un impecable traje de chaqueta de color gris oscuro con una camisa blanca y una elegante corbata de seda azul. Solo el pelo un poco despeinado recordaba al hombre al que había conocido en la cocina por la noche.

Aunque todo eso daba igual porque estaba claro que la había llamado para decirle personalmente que estaba despedida.

–¿Ha hecho usted los cruasanes que he tomado esta mañana?

Grace parpadeó, sorprendida.

–¿Perdón?

César la miró, impaciente.

–Le he preguntado si ha hecho usted los cruasanes que he tomado en el desayuno.

–Pues… sí –respondió ella. ¿Que era aquello, un juego?, se preguntó. ¿Un juego en el que un jugador hacía que el oponente se confiase y cuando empezaba a relajarse le daba una patada en los dientes? Porque si era así…

–Estaban riquísimos –dijo César entonces–. Tan ricos como los que he tomado en los mejores hoteles de París.

Naturalmente, pensó ella, porque había trabajado en uno de esos hoteles durante más de un año, con uno de los mejores chefs de Francia.

–Me alegro de que le hayan gustado –respondió, encogiéndose de hombros–. Considérelos un regalo de despedida.

César Navarro torció el gesto.

–¿Se marcha?

–Claro que… –Grace frunció el ceño–. ¿No es para eso para lo que me ha llamado, para darse el gusto de despedirme personalmente?

Cuando volvió a su dormitorio por la noche, César se había preguntado si tal vez había conocido a Grace Blake en un momento en el que se sentía particularmente vulnerable; una vulnerabilidad que la hacía más charlatana de lo habitual. Dos minutos en su compañía y estaba claro que ese no era el caso; sencillamente, decía lo que pensaba todo el tiempo.

–¿Y por qué cree que me daría gusto despedirla personalmente? –preguntó, clavando en ella sus penetrantes ojos oscuros.

Las pecas en el puente de su nariz eran más visibles a la luz del día. Sus ojos, del color del mar Mediterráneo, no eran ni azules ni verdes sino algo entre medias. Su pelo, de un brillante castaño oscuro, por desgracia estaba sujeto de nuevo en una coleta recogida en la nunca. Aun así, César estaba seguro de que le llegaría casi por la cintura.

Grace cambió el peso del cuerpo de un pie a otro, incómoda bajo la implacable mirada.

–Anoche hablé demasiado y fui más bien grosera. Tal vez incluso un poco sarcástica y…

César se levantó y, apartando la única fotografía enmarcada que había sobre el escritorio, se apoyó en él con los brazos cruzados.

¿Una fotografía de Rafael, quizá?

–¿Y bien? –la animó.

Grace tragó saliva antes de responder:

–Y mostré mi desagrado por la excesiva seguridad que hay en esta casa.

–Sí –asintió él, burlón.

–¿Sí hablé demasiado o sí, fui un poco grosera? ¿Admite que fui sarcástica y mostré mi desagrado por la excesiva seguridad?

–Sí, hizo todas esas cosas –corroboró César.

–Pues ahí lo tiene –Grace exhaló un suspiro.

–¿Tengo qué? –preguntó él, sin poder disimular su sorpresa. Ser espontáneo era una cosa, incomprensible otra muy diferente.

Ella tragó saliva, abrumada por la proximidad de aquel hombre y consciente de que su mera presencia parecía haberse tragado todo el oxígeno de la habitación.

–Ahí tiene las razones por las que va a despedirme.

–¿Las razones por las que voy a «darme el gusto de despedirla personalmente»? Creo que eso es lo que ha dicho.

–Da igual, la cuestión es que va a despedirme. Que se dé el gusto o no es irrelevante…

–Tal vez lo sea para usted –la interrumpió–. No me gusta que me acusen de disfrutar por dejar a alguien sin empleo.

Su desaprobación era visible en el brillo de sus ojos oscuros, en el rictus de su boca, en el pulso que latía en su mentón apretado.

–Muy bien, lo siento, parece que estaba equivocada. Puede que no le guste hacer esto, pero va a hacerlo de todas formas. ¿Por qué no hago la maleta y me marcho ahora mismo? Imagino que Rafael y usted preferirían no tener a una tercera persona molestando todo el tiempo.

César tenía la impresión de haber perdido el control de la conversación y eso era algo insólito. Normalmente, cuando hablaba todos escuchaban y, desde luego, nadie intentaba hablar por él.

Sorprendido, se pasó una mano por el mentón mientras miraba a Grace Blake esperando una explicación.

–¿Rafael y yo?