El momento del amor - Kathie Denosky - E-Book

El momento del amor E-Book

Kathie Denosky

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Beschreibung

Ella deseaba tener un hijo... pero tendría que aceptar sus condiciones El reloj biológico de Katie Andrews parecía haber comenzado la cuenta atrás. ¿Pero quién podría darle un hijo sin provocar un escándalo en la diminuta ciudad de Dixie Ridge? Fue entonces cuando el solitario Jeremiah Gunn entró en su cafetería como una ráfaga de aire fresco y Katie encontró la solución a su problema. Pero él tenía sus propios planes. Jeremiah le daría a Katie lo que deseaba... si ella accedía a engendrar el niño del modo tradicional...

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Kathie DeNosky

El momento del amor

Editado por Harlequin Ibérica.

Una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

Núñez de Balboa, 56

28001 Madrid

 

© 2004 Kathie DeNosky

© 2016 Harlequin Ibérica, una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

El momento del amor, n.º 5459 - diciembre 2016

Título original: Baby at His Convenience

Publicada originalmente por Silhouette® Books.

Publicada en español en 2004

 

Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial.

Esta edición ha sido publicada con autorización de Harlequin Books S.A.

Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares, y situaciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientos de negocios (comerciales), hechos o situaciones son pura coincidencia.

® Harlequin, Harlequin Deseo y logotipo Harlequin son marcas registradas propiedad de Harlequin Enterprises Limited.

® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia.

Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.

Imagen de cubierta utilizada con permiso de Harlequin Enterprises Limited. Todos los derechos están reservados.

 

I.S.B.N.:978-84-687-9061-9

 

Conversión ebook: MT Color & Diseño, S.L.

Índice

 

Portadilla

Créditos

Índice

Capítulo Uno

Capítulo Dos

Capítulo Tres

Capítulo Cuatro

Capítulo Cinco

Capítulo Seis

Capítulo Sete

Capítulo Ocho

Capítulo Nueve

Capítulo Diez

Epílogo

Si te ha gustado este libro…

Capítulo Uno

 

Mientras salía de la clínica de Dixie Ridge en un soleado día de junio, Katie Andrews seguía oyendo en su cabeza la amable advertencia que le acababa de hacer el doctor Braden.

«Con los precedentes de menopausia prematura que hay en tu familia, me temo que se te está acabando el tiempo, Katie. Si pensabas tener hijos, ha llegado el momento de estudiar tus opciones».

Con treinta y cuatro años, la mayoría de las mujeres no tiene que pensar en esas cosas hasta al menos diez o quince años más tarde. Desgraciadamente, Katie era diferente. Todas las mujeres de su familia habían empezado con los cambios de la menopausia hacia los treinta y seis años. Para cuando cumplían los cuarenta, sus años fértiles habían quedado atrás.

Katie se mordió el labio inferior para que no le temblara. A lo mejor ya era tarde para tener un hijo. Su hermana Carol Ann había esperado a los treinta y tantos para tenerlos y había tenido que recurrir a la reproducción asistida para quedarse embarazada. El resultado: cuatrillizos.

Katie lanzó un profundo y tembloroso suspiro. Aunque ella quería tener más de un hijo, prefería tener uno cada vez, no tantos de golpe. La pobre Carol Ann se había sentido tan abrumada por las dificultades de criar a cuatro bebés que sus padres habían tenido que dejar a Katie a cargo de su restaurante, el Blue Bird, y mudarse a California para ayudar a su estresada hija mayor y a su marido.

Katie miró el reloj y se guardó el folleto que le había dado el doctor Braden en el bolso. Tenía que dejar a un lado su crisis personal para la tarde, cuando cerraba el restaurante.

En esos momentos la necesitaban en el Blue Bird. Si no llegaba antes de la hora del almuerzo, la hora de más trabajo, Helen McKinney podría enfadarse y marcharse. Sus padres nunca la perdonarían si perdía a la mejor y más rápida cocinera del este de Tennessee.

En ese momento, un rugido lejano se fue acercando y justo cuando iba a cruzar la calle, una enorme y reluciente Harley Davidson roja y negra aparcó con estruendo enfrente del Blue Bird. El conductor de tan formidable máquina saludó a Katie con una inclinación de cabeza mientras apagaba el motor y se quitaba las gafas de sol. Ella se dirigía apresurada hacia la entrada del restaurante y dudó de que aquel hombre la hubiera mirado a la cara.

Eso no era nada raro. Desde su llegada al pueblo hacía dos meses, Jeremiah Gunn no había hecho amigos, excepto por Harv Jenkins. De hecho, todo lo que se sabía de él, era que se había mudado a la antigua casa de la abuela Applegate en Piney Knob y que bajaba cada día a almorzar y hablar de pesca con mosca con Harv. Por lo demás, estaba siempre solo. Y por su forma de saludar y de comportarse con los demás, no parecía querer que eso cambiara.

Pero para sorpresa de Katie, cuando ésta se disponía a abrir la puerta del café, un brazo musculoso la rodeó y se apoderó del picaporte. Miró por encima del hombro y tragó saliva. Era la primera vez que estaba tan cerca del misterioso señor Gunn y se sorprendió de tener que levantar la vista para alcanzar a ver sus ojos castaños. Ella medía casi un metro ochenta, así que casi nunca le pasaba.

El pecho de él rozó levemente su hombro derecho al abrir la puerta y a Katie se le puso la carne de gallina.

–Gracias, señor Gunn –tartamudeó sin saber por qué estaba tan alterada de repente.

–Me llamo Jeremiah.

No había ni rastro de emoción en su profunda voz de barítono, pero sólo de oírla su corazón casi se detuvo.

Katie se alejó de él corriendo por el restaurante. Las rodillas le temblaban por la proximidad de aquel hombre. Se preguntó si no estaría volviéndose loca.

–Ya era hora de que aparecieras –dijo Helen McKinney por la ventana de la cocina que daba al mostrador –. Estoy hasta arriba de trabajo.

–Perdona –se disculpó Katie dejando el bolso detrás de la barra y poniéndose un delantal que colgaba de una percha–. El médico llevaba retraso con la consulta.

El gesto de enfado de Helen se transformó en un gesto de preocupación.

–¿Te encuentras bien?

Katie asintió.

–Era sólo mi chequeo anual. Aparte de pesar veinte kilos más de lo que debiera, estoy sana como una manzana.

Helen negó con la cabeza mientras servía la salsa por encima del puré de patatas en un plato de chuletas.

–Yo no creo en esas tablas de alturas y pesos. No sé quién se las inventa, ni dónde viven, pero desde luego, no es en este mundo. Yo parecería un espantapájaros si pesara lo que esas tablas dicen que debería pesar de acuerdo con mi estatura.

Helen puso el plato en la ventana para que Katie lo sirviera.

–Eso es para Harv. No te preocupes por los demás –añadió Helen–. Ya les he tomado nota a todos, excepto a Mister Silencioso, que está allí charlando de pesca con Harv.

Katie puso el plato de Harv en la bandeja y agarró libreta y lápiz.

–Normalmente, Jeremiah pide el plato del día.

–¿Jeremiah? –preguntó Helen levantando una ceja mientras servía unos guisantes en un plato–. ¿Me he perdido algo? ¿Desde cuándo sois tan amigos?

–No somos amigos –respondió Katie con cuidado de no levantar la voz–. Pero lleva dos meses viniendo a comer casi a diario. No me parece bien seguir llamándolo Mister Silencioso.

–¡Vaya, Katie Andrews! Si no te conociera, diría que se te han puesto los ojos tiernos –bromeó Helen con un brillo en la mirada.

–¡Por amor de Dios, Helen! –replicó Katie con impaciencia.

¿Por qué se sentía tan perturbada? No era propio de ella.

–Soy demasiado mayor para encapricharme por nadie.

–Eres una mujer, y todavía respiras, ¿no? –susurró Helen sonriente–. ¡Vamos! Si no estuviera casada con Jim, yo misma le habría echado el ojo a ése. Como dicen mi hija y sus amigas «está más bueno que el pan».

Katie la miró sonriente.

–No tenemos tiempo para estas cosas, Helen. El café está lleno de gente que espera su comida.

–¿He dado en el clavo, Katie?

–Para nada –Katie se volvió para ir a servir sus chuletas a Harv–. Y ahora ya ponte a trabajar, Helen.

Katie se sintió molesta al oír la sonrisita de Helen a sus espaldas. No se creía en absoluto su falta de interés por Jeremiah. Pero lo peor era que a ella también le estaba costando mucho creérsela.

 

 

Harv Jenkins hablaba y hablaba sobre las ventajas de pescar con mosca en los pequeños arroyos frente a hacerlo en afluentes más grandes como el río Piney, pero Jeremiah no estaba escuchando ni una palabra. Estaba demasiado ocupado preguntándose qué demonios le había pasado.

Desde hacía dos meses, todos los días entre semana, acudía con su Harley al Blue Bird al mediodía para almorzar. Y todos los días, la camarera a la que llamaban Katie le tomaba nota.

Pero aquel día, cuando le había sujetado la puerta, sintió que era la primera vez que la veía. Mirándola moverse por la barra mientras hablaba con la cocinera y se preparaba para servirle a alguien la comida, tuvo que reconocer que era una mujer muy atractiva.

¿Cómo no se había dado cuenta antes? ¿Cómo se le podía haber escapado la belleza de sus ojos de aguamarina o de su cabello castaño oscuro como brillante seda?

–¿Estás escuchándome, muchacho? –preguntó Harv con tono impaciente–. El río Piney es bueno para pescar siluros, pero yo estoy hablando de pescar en serio. A mí me gustan los ríos con más corriente, como el que hay detrás de tu cabaña.

–No es mi cabaña –contestó Jeremiah, dirigiendo de nuevo su atención al señor mayor que se sentaba frente a él en la desgastada mesa de formica–. Sólo la he alquilado por unos meses.

–Ya sabes que Ray Applegate está intentando vender la casa de su abuela –dijo Harv con una sonrisa.

Jeremiah sabía lo que Harv le iba a decir.

–Eso es lo que Ray me dijo cuando se la alquilé.

–¿Has decidido ya cuánto tiempo te vas a quedar en Piney Knob? –preguntó Harv.

Harv le venía haciendo esta pregunta desde hacía un mes. Y como siempre, Jeremiah respondió lo mismo.

–No. Me lo estoy tomando con tranquilidad, mientras me acostumbro a mi nuevo estado como civil.

–¿Cuánto tiempo dices que estuviste en los Marines?

–Diecinueve años.

Jeremiah sentía profundamente que su carrera militar hubiera terminado de forma prematura. Tenía una lesión de rodilla, consecuencia de las heridas recibidas en una misión. De no haber sido por eso, habría seguido dando órdenes a sus hombres y no tendría que estar pensando en qué hacer con el resto de su vida.

–Aquí tienes, Harv –dijo Katie.

Puso sobre la mesa las chuletas fritas y el puré de patatas bañado con suficiente salsa como para obstruir todas las arterias de Harv. A continuación, miró a Jeremiah sonriendo.

–¿Qué te gustaría comer hoy… Jeremiah?

Jeremiah tragó saliva. Se sentía como si le hubieran dado un certero puñetazo en la tripa. Katie tenía una de las sonrisas más bonitas que jamás había visto y el sonido de esa voz tan clara le hizo sentir en todo su cuerpo una cálida sensación.

Tuvo que carraspear para poder al fin emitir alguna palabra. Sus labios parecían paralizados.

–Tomaré el plato del día que tengáis hoy.

–Pollo con dumplings, guisantes, y rodajas de tomate. Marchando –dijo tomando nota en la libreta–. ¿Y para beber?

–Té con hielo.

No se molestó en decir que lo quería con mucho azúcar. En Dixie Ridge no lo servían de otra manera.

–Estará listo en unos minutos –dijo guardándose la libreta en el bolsillo del delantal–. Ahora mismo vuelvo con tu té.

Cuando Katie se dio la vuelta, Jeremiah se dio cuenta de que los dos hombres de la mesa de al lado se iban a levantar. Pero antes de que pudiera avisarla el hombre que estaba más cerca de ella echó su silla para atrás y chocó contra ella. Ella se tambaleó y Jeremiah, instintivamente, la agarró para que no se cayera. Antes de que pudiera darse cuenta de lo que le había pasado, tenía a Katie sentada en sus rodillas.

Se miraron fijamente durante unos segundos que se hicieron interminables. El aturdido cerebro de Jeremiah empezó a percibir algunas cosas. Katie olía a melocotones y a un día de sol, y sus labios de forma perfecta estaban ligeramente entreabiertos como suplicando un beso. Pero eso no fue lo único que percibió. Su cuerpo era tierno como sólo un cuerpo de mujer puede serlo y sus exuberantes curvas apretadas contra su cuerpo hicieron que cierta parte de su anatomía respondiera de forma muy masculina.

–Lo siento, Katie –se disculpó el hombre con quien había tropezado rompiendo así el momento– . Estaba presumiendo de mi hijita recién nacida y no me he dado cuenta de lo que hacía.

–No pasa nada, Jeff –dijo Katie sin aliento–. ¿Qué tal están Freddy y el bebé?

–Muy bien –contestó el hombre tendiendo una mano a Katie para ayudarla a levantarse–. Pero Nick no sabe si le va a gusta ser el hermano mayor.

Sin saber por qué, cuando Katie iba a aceptar la mano del tal Jeff para ponerse de pie, Jeremiah mantuvo los brazos firmes alrededor de la cintura de la mujer y consiguió que se quedara donde estaba. La perpleja mirada de Katie le confirmó que ella estaba tan sorprendida como él por lo que acababa de ocurrir.

Jeremiah miró desafiante al hombre al que Katie llamaba Jeff. Éste levanto una ceja y se fue prudentemente al mostrador para pagar.

–¿Estás segura de que estás bien? –preguntó Jeremiah.

Ella se ruborizó graciosamente.

–La cuestión es si estás tú bien.

–Por supuesto que estoy bien –contestó frunciendo el ceño–. ¿Por qué no iba estarlo?

–Me he sentado encima de ti con mucha fuerza. Y no soy precisamente como una pluma.

El rubor se convirtió en un profundo sonrojo. Antes de que él pudiera contestar, Katie se zafó de entre sus brazos, se puso en pie y miró a su alrededor como si planeara una escapada.

–Tengo que cobrarle a Jeff.

Jeremiah la vio alejarse hacia el mostrador y sentarse detrás de la caja registradora. La cadencia de sus caderas redondeadas al caminar puso su cuerpo en tensión. Tuvo que obligarse a apartar la mirada.

–Katie es una chica muy guapa, ¿verdad? –preguntó Harv con una sonrisa de complicidad.

–No me había dado cuenta –mintió Jeremiah, tratando de mostrar indiferencia. Le salió fatal.

De pronto, Jeremiah sintió la necesidad de salir corriendo. Se puso en pie, y se sacó la cartera del bolsillo.

–No tengo mucha hambre hoy, Harv. Creo que en vez de comer ahora voy a probar suerte en el río de detrás de mi casa. A lo mejor pesco un par de truchas arco iris para la cena.

Sacó unos billetes y los puso sobre la mesa.

–Esto es para las molestias causadas a la camarera. Cuando venga a traerme el té, dile que cancele lo que he pedido.

–Se llama Katie Andrews –dijo Harv, con el rostro muy arrugado por la sonrisa–. Y, por si te interesa, es soltera.

Sin hacer ningún comentario, Jeremiah se sacó las gafas de sol del bolsillo de su camiseta y se las puso.

–Hasta mañana, Harv.

Evitó mirar a Katie mientras se dirigía a la puerta sorteando las mesas. Una vez fuera, se sentó en el asiento de cuero de su moto y dejó escapar un profundo suspiro.

¿Qué demonios le había pasado? ¿Por qué de repente tenía esa ansia por observar cada movimiento de Katie Andrews?

Una cosa era segura: no era la clase de mujer que él normalmente prefería. Le gustaban las mujeres descaradamente sexys, totalmente desinhibidas en el dormitorio y tan temerosas de los compromisos como él. Eso hacía la vida más sencilla.

Pero Katie no era el tipo de mujer que uno puede amar y luego dejar sin mirar atrás. Todo en ella era estabilidad y quietud. Las mismas cosas que él había tratado de evitar durante toda su vida adulta. Entonces, ¿por qué la encontraba tan fascinante?

No estaba seguro, pero lo que necesitaba en ese momento era poner tierra de por medio.

Arrancó la Harley, la sacó del aparcamiento y salió a la calle principal en dirección a la montaña de Piney Knob. Necesitaba la soledad de su cabaña, donde la vida era simple y nada le recordaría las cosas que él no quería que le recordaran porque sabía que nunca las iba a tener.

 

 

Katie se metió en el bolsillo los veinte dólares que Jeremiah había dejado en la mesa para ella con el ceño fruncido. Ya se ocuparía de devolverle el dinero la siguiente vez que fuera a almorzar.

Fue a la ventanilla del mostrador para quitar y romper el papel con el pedido.

–Helen, no te molestes en hacer el pollo con dumplings para Jeremiah. Ha cambiado de idea y hoy no come aquí.

–¿No? –dijo Helen perpleja–. Es la primera vez que Mister Silencioso no come aquí desde que llegó al pueblo.

–Se llama Jeremiah –replicó Katie enfrascada en sus quehaceres.

Helen le lanzó una sonrisa que le puso los pelos de punta.

–Eso ya me lo has dicho.

Katie trató de ignorar el tono burlón de su amiga, puso otra cafetera y limpió la barra del mostrador. Hasta aquel día, no se había fijado en aquel hombre que había llegado al pueblo con su radiante moto hacía poco más de dos meses. Sin embargo en la última media hora era lo único que ocupaba sus pensamientos.

La primera vez que entró en el restaurante se había dado cuenta de su belleza de rasgos duros y de que tenía una voz sexy, capaz de convertir un bloque de granito en gelatina. Cualquier mujer que no estuviera en coma se habría dado cuenta.

Pero no se había fijado en que tenía un cuerpo perfecto, o en cómo se marcaban sus bíceps con las camisetas de algodón que llevaba. Cuando la había agarrado para que no se cayera, se había quedado muda al sentir sus muslos, duros como una piedra sosteniéndola con firmeza.

Sintió calor en la mejillas sólo de pensar en cómo había caído en su regazo como una boba. Pero lo que la había dejado hechizada era lo que había visto en sus ojos castaños. Jeremiah Gunn era inteligente, compasivo, y, a juzgar por cómo había pagado una comida que no había llegado a comer, muy honrado.

–Exactamente las cosas que me gustaría que heredaran mis hijos –murmuró pensativa.

Katie contuvo el aliento y miró a su alrededor para ver si alguien la había escuchado o si alguien se había dado cuenta del calor que sentía en las mejillas. ¿Cómo demonios se le había ocurrido semejante idea? ¿Estaba tan desesperada por tener un bebé que había empezado a considerar a cualquier desconocido para hacer de padre?

Ya tendría tiempo después de cerrar el café para estudiar sus opciones. Y Jeremiah Gunn no era, ni iba a ser, una de ellas.

Sin embargo, dos horas más tarde, cuando salía del Blue Bird, seguía sin poder quitarse a aquel hombre de la cabeza. Tenía todo lo que podía desear para su hijo: inteligencia, un cuerpo bien proporcionado, era guapo…

–Olvídalo –murmuró entre dientes.

Sacó el folleto que le había dado el doctor Braden del bolso. Seguro que en el banco de esperma Lancaster, en Chattanooga, podría encontrar a alguien con las mismas características. Frunció el ceño. No estaba segura de querer elegir al padre de su hijo de entre una lista de donantes sacados de una base de datos. Le daba la impresión de que sería como comprar por catálogo, eligiendo al donante por rasgos de su personalidad y características físicas.

Perdida en sus pensamientos, volvió a guardar el folleto en el bolso y comenzó a caminar por la arbolada avenida en dirección a la casa en la que había vivido toda su vida. Apenas se daba cuenta de cómo la luz del sol del incipiente verano se filtraba por las hojas, o de cómo las azaleas, los rododendros y los laureles añadían destellos anaranjados, rosados o blancos al frondoso verdor de la montaña de Piney Knob. Tampoco prestaba atención a los ocasionales pitos de los coches que saludaban a alguien conocido. No tenía ningún miedo de ser atropellada.

Era habitual poder pasear por el medio de la calzada de una punta a otra del pueblo sin encontrarse con ningún vehículo. Eso era una prueba contundente de que Dixie Ridge, Tennessee, era demasiado pequeño como para considerar la idea de pedirle a uno de sus habitantes masculinos que la ayudaran con su problema.

Katie suspiró. La mayoría de los hombres que conocía estaban ya casados y los pocos solteros que había tenían novia. No podía pedirle a nadie que la ayudara a tener un hijo. A las mujeres no les iba a hacer gracia.

Un sentimiento de resignación se apoderó de ella. Por un momento, pensó que el banco de esperma era su única posibilidad. La verdad era que candidatos que cumplieran los requisitos no crecían en los árboles en Dixie Ridge. Excepto por Jeremiah. Homer Parsons era el único soltero del pueblo. Tenía noventa años y la señorita Millie Rogers lo esperaba desde hacía sesenta años.

Además, aunque Jeremiah Gunn reunía todas las condiciones, ni en un millón de años iba a juntar ella el valor para pedírselo. ¿Qué le iba a decir?

«Señor Gunn, aquí tiene su comida. ¡Ah! Por cierto, ¿le importaría pasarse por la clínica de Dixie Ridge esta tarde, mirar una revista o ver alguna película y hacer una donación en un vasito de plástico con el fin de que yo pueda tener un bebé?»

Al abrir la puerta trasera de su casa, sentía que las mejillas le ardían. Él pensaría que estaba completamente loca.

Capítulo Dos

 

–¿Qué te parece si lo dejamos por hoy? –sugirió Jeremiah mientras recogía el sedal–. Parece que ya no pican y para cuando haya terminado de limpiar estas truchas, será la hora de cenar.

Al regresar del restaurante, Jeremiah se había puesto sus botas altas de goma, había agarrado su caña de pescar y se había colocado en mitad del arroyo que había detrás de su cabaña alquilada. Lo que pretendía era pescar unas cuantas truchas y, con un poco de suerte, llegar a entender por qué no podía quitarse de la cabeza a la camarera del Blue Bird. Desgraciadamente, su ejercicio de introspección se había visto interrumpido por la llegada de Harv, que nada más acabar su comida, se había dirigido a casa de Jeremiah en Piney Knob, se había metido en el arroyo con él, y se había puesto a hablar como una cotorra. El hombre habló de todos los temas posibles, desde las diferencias entre los cebos de pesca y la mosca hasta preguntarle a Jeremiah si debía o no escoger un socio para su negocio de caza y pesca, Equipamientos Piney Knob.