El perfume del cardamomo - Andrés Ibáñez - E-Book

El perfume del cardamomo E-Book

Andrés Ibáñez

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Audaces y carnales, sutiles y sorprendentes. Así son los "cuentos chinos" que Andrés Ibáñez ha reunido en "El perfume del cardamomo": historias de bandidos compasivos, de viudas crueles, de damas vengativas, delicadas historias de honor y sangre. Hallamos así a una de las hijas del juez Wang, poseída mientras duerme por uno de los más intrépidos caballeros ladrones del lugar; a una mujer seducida por un zorro mientras desespera de que su marido, ausente durante largos años en una guerra lejana, regrese al hogar; o a Chi Hsin Mien, un hombre tan insaciable en sus apetitos voluptuosos que tiene a sus tres esposas desesperadas. Historias de transformaciones y encuentros, de puentes invisibles y de intrigas, de perros sabios y de bellas cortesanas del mundo flotante. Andrés Ibáñez, una de las voces más sólidas de la actual narrativa española, nos ofrece aquí veinticinco relatos dignos de los paladares más exquisitos.

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El perfume del cardamomo

Cuentos chinos

Andrés Ibáñez

 

 

 

 

 

Andrés Ibáñez, una de las voces más sólidas de la actual narrativa española, nos ofrece aquí veinticinco relatos dignos de los paladares más exquisitos.

 

 

 

 

 

Puede que Andrés Ibáñez sea el escritor más importante de su generación.

JOSÉ Mª POZUELO YVANCOS, ABC

INTRODUCCIÓN

AMAR A L ZORRO

por Félix Romeo

Andrés estaba contento: me dijo que había escrito un libro de cuentos chinos. Era una comida muy poco oriental, en la mesa teníamos platos de callos y platos de tortilla de patata, y bastante multitudinaria. Me quedé sorprendido. Paradójicamente sorprendido, porque yo andaba muy entregado a los poetas chinos, leyéndolos apasionadamente después de muchos años de desinterés absoluto. Había encontrado consuelo en la poesía china clásica, después de una temporada bastante infernal, de rupturas, de cambio de vida, de convulsión.

La conversación se fue hacia otro lado, pero en mi cabeza se quedaron rondando los cuentos chinos de Andrés. Al volver a casa, busqué entre las torretas de libros, las recopilaciones de Marcela de Juan: solo encontré los Cuentos chinos de tradición antigua (que había publicado Espasa Calpe en los años 40, con una sobrecubierta azul), pero en alguna parte se escondían otros, como El espejo antiguo y otros cuentos chinos, el primero de los suyos que leí, publicado en una colección juvenil de Espasa Calpe. No me curaban tanto como los poemas chinos, pero encontré en esos relatos una relación muy verdadera con la vida.

Quise escribirle un correo electrónico a Andrés para que me enviase sus cuentos. A menudo pienso en él cuando leo. Le escribí un correo electrónico a propósito de Vieja escuela de Tobias Wolff, porque había una maravillosa aparición de Robert Frost, uno de sus poetas preferidos, en la que decía: «Ustedes chicos, saben lo que es el tropismo, es lo que hace que una planta crezca en dirección a la luz. Todo aspira a la luz. Uno no necesita atrapar una mosca para deshacerse de ella…, basta con dejar a oscuras la habitación, dejar una rendija de luz en una ventana, y se marcha. Siempre funciona. Todos tenemos ese instinto, esa aspiración. La ciencia no puede… ¿qué palabra empleó usted? ¿Oscurecimiento?… La ciencia no puede oscurecer eso. Lo único que puede hacer la ciencia es apagar la luz falsa, para que la luz auténtica nos lleve a casa. […] De modo que no me hable de ciencia, y no me hable de la guerra. Perdí a mi mejor amigo en la que llamaron la Gran Guerra. También Aquiles perdió a su mejor amigo en la guerra, y Homero no traicionó su dolor escribiendo sobre él en hexámetros dactílicos. Siempre ha habido guerra, y las guerras siempre han sido estúpidas. Es muy bonito y agradable pensar que somos las personas más engañadas de la historia…, pero eso es lo que ha pensado todo el mundo desde el comienzo de los tiempos. Eso sirve de excusa para todo tipo de pereza».

Y también le escribí un correo electrónico para decirle que Claribel Alegría hablaba en Mágica tribu de Salarrué, un escritor costumbrista, que se desdoblaba y viajaba en «cuerpo astral». Y le escribí, a propósito de uno de sus «Comunicados de la tortuga celeste», en el que cargaba contra los científicos, para decirle que Guillermo Martínez, en Borges y las matemáticas, incluía una entrevista con un matemático que seguramente le interesaría.

No le escribí para que me enviase sus cuentos chinos, ni para decirle, continuando la conversación interrumpida del restaurante, que yo estaba colgado de la poesía clásica china y que me había servido para aliviar el dolor.

Andrés y yo nos conocimos en Lima, y chocamos. Con cierta tensión. No podíamos ponernos de acuerdo sobre lo sobrenatural y no supimos buscar otros territorios para encontrarnos. No habría costado mucho que los encontráramos: siempre los encuentro en sus «Comunicados de la tortuga celeste».

Su «tortuga celeste» no sé de dónde viene, quizá de un poema de Lezama Lima o quizá de un poema de André Breton, pero bien podría ser esa «madre las tortugas» de la que escribe Borges en El libro de los seres imaginarios: «Para los chinos, el cielo es hemisférico y la tierra es cuadrangular; por ello, descubren en las Tortugas una imagen o modelo del universo. Las Tortugas participan, por lo demás, de la longevidad de lo cósmico; es natural que las incluyan entre los animales espirituales (junto al unicornio, al dragón, al fénix y al tigre) y que los augures busquen presagios en el caparazón. Than-Qui (Tortuga-Genio) es el nombre de la que reveló el Hong Fan al Emperador».

Con o sin un plan supremo, los cuentos chinos de Andrés tendrían que llegar. Estaba en la calle de Vergara en Madrid, a unos metros de la Plaza de Oriente, cuando recibí una llamada de Enrique Redel: ¿quieres prologar El perfume del cardamomo?

A la mañana siguiente, Adrián vino a casa a entregarme un juego de pruebas. Volví a la cama y empecé a leerlo. No me gusta, como un derecho más del lector, en la senda de Pennac, leer los libros de cuentos empezando por el primero y siguiendo con el segundo... hasta el final. Comencé por «El regreso», en el que una mujer espera desde hace un año la vuelta de su marido, que se marchó a la guerra, y se enamora de un zorro, y me quedé tocado: la mujer que amo lleva un tiempo pintando mujeres con zorros. Seguramente, el azar llegaba para darle la razón a Andrés y quitármela a mí: ¿ves como existe algo que no es solo materia o razón?

El conflicto entre razón y misterio está muy presente en El perfume de cardamomo. En «El puente colgante de Bosha», un ingeniero tiene que reparar un puente que construyó hace años y que ahora no consigue ver con los ojos: «El abismo del río se abría ante mí, y al otro lado se veían las verdes montañas. Una carretera ascendía por una de las laderas del otro lado trazando una línea blanca a través de la vegetación. La ciudad no se había extendido en aquella dirección. Al otro lado del río no había prácticamente construcciones de ningún tipo. En lo alto de una loma había una torre blanca y roja de la televisión. Una hilera de cables de la luz, o quizá del teléfono, ascendía trabajosamente de torreta en torreta a lo largo del río. Pero, ¿dónde estaba el puente?». En «Sólo se vive una vez», el «materialista Zhong» logra entender su error después de morir y darse cuenta de que está fuera de su cuerpo y sigue estando consciente.

Pero en los cuentos chinos de Andrés hay muchas otras cosas. Hay hermosas historias de amor, como la de «Las hermanas Wang»: «Mi corazón es tuyo, Rayo de Rosas, pero no podría soportar la vida sin ellas». E historias criminales, como «La mujer del bandido», en la que Camelia Blanca asesina, pero antes de cortarles la cabeza les dice que levanten el rostro y miren al cielo, «país de la garza y del halcón, morada de los inmortales». Y también historias de animales y de alquimistas.

E historias, menos narrativas, donde se quiere transmitir alguna sabiduría. Me gusta la enseñanza de «Los diferentes tipos de leyendas»: «El hombre es como la mariposa, nacida para transformarse. Benditos sean los que no se olvidan de sí mismos». Y, sobre todo, la que cierra el relato «Hay un camino»: «La vida solo es para los valientes».

FÉLIX ROMEO

EL PERFUME DEL CARDAMOMO

CUENTOS CHINOS

 

 

 

 

 

Para Ángeles Martín sin la cual este libro nunca habría sido escrito.

LA MUJER DEL BANDIDO

En la provincia del Río del Norte se cuentan muchas historias de la mujer del bandido San. Algunos dicen que era una hija de un recaudador de impuestos, otros aseguran que era de sangre noble, lo cual no es probable. La mujer del bandido San se llamaba Camelia Blanca. La raptaron los bandidos cuando casi era una niña, y se la llevaron con ellos a la Montaña de la Nube (que para algunos es la montaña del alma), pasando por el desfiladero de Qi, para presentársela al rey de los bandidos, el todopoderoso San. En total eran cinco cautivos, Camelia Blanca, sus padres, una anciana criada y una doncella.

San estaba entonces en la cúspide de su poder. Dominaba toda la región, y su fama se extendía sin cesar a través de las llanuras, se filtraba por los pasos y los desfiladeros que atraviesan las montañas, se deslizaba en las barcazas que fluyen río abajo, avanzaba pausada pero imparable con las caravanas. El propio emperador estaba preocupado.

Camelia Blanca no era especialmente hermosa. Era muy morena, muy delgada y huesuda, tenía ojillos vivaces y brillantes, labios finos y secos. Incluso entonces, cuando casi era una niña, la expresión de su rostro era ya desconfiada y arrogante. Todos los cautivos se arrodillaron frente al bandido San, con la esperanza de salvar su vida. Todos menos Camelia Blanca.

—Toca el suelo con la frente, muchacha —le dijeron los alcaldes del bandido. Uno de ellos se acercó para golpearla con la espada, pero el bandido le detuvo con un gesto.

—¿No me tienes miedo? —le dijo a la niña.

—Sí —dijo ella, que estaba temblando de pies a cabeza—. Pero sé que me vas a matar de todos modos. Si muero mirando a la tierra, iré a los infiernos. Prefiero morir mirando al cielo.

El bandido soltó una carcajada.

—Niña —le dijo—. ¿Tú crees en esas cosas? No existen ni el cielo ni el infierno.

—Eso ni tú ni yo lo sabemos —dijo Camelia Blanca.

El bandido quedó en silencio y se puso a rascarse la barba, signo de que estaba pensando profundamente. La muchacha estaba allí frente a él, mirándole a los ojos, mientras los otros cautivos seguían postrados en el suelo, con la frente tocando el polvo.

—¿Quieres salvar tu vida? —preguntó el bandido—. Te perdonaré la vida si matas a los otros.

Camelia Blanca rechazó la espada que le ofrecían y eligió una daga corta. Uno por uno fue matando a los otros cuatro, pero antes de cortarles la garganta les decía que levantaran el rostro y miraran al cielo, país de la garza y del halcón, morada de los inmortales.

DIARIO DE PESCA

Mi barca se desliza sin sentir por las aguas del Lago Sereno. No hay corrientes en este lago, y sin embargo, ¡qué suavemente vaga mi esquife, como arrastrado por una mano dulce que lo lleva sin dudar hacia un destino mágico e insospechado! No tengo que hacer nada, más que sentarme en la punta de la barca en la postura del loto (con las piernas cruzadas) y sostener la caña de pesca entre mis manos, esperando que el barbo confiado que vive entre las plantas del fondo encuentre el cebo y lo muerda. Y puedo dejar vagar mi imaginación, sin preocuparme de impulsar la barca con mi percha, ni de remar, porque la fuerza maravillosa de los genios del lago me impulsa quién sabe hacia dónde.

El Lago Sereno es tan grande y tiene tantas islas y tantas bahías que nadie puede decir que lo conoce completamente. E imagino que el genio de las aguas que ha decidido apoderarse de mi barca me conduce hacia la casita donde vive mi verdadero amor, una muchacha que vive sola en una de las islas, o una princesa convertida en pájaro que espera desde hace cientos de años a que llegue su salvador... O que me lleva, quizá, a una isla donde hay un pequeño templo cuyo genio tutelar me concede tres deseos. O, quizá, a un país desconocido y olvidado de todos que existe más allá de las islas, en la otra orilla del lago, un país donde existe la tradición de hacer rey al primer extranjero que llegue a sus orillas…

Un golpe inesperado me saca de mi ensoñación. Mi barca ha quedado atrapada en medio de los nenúfares, en un rincón pantanoso y pestilente. Mi sedal ha quedado enredado entre los tallos de las flores. Levanto la vista y me pregunto, asombrado, cómo he podido adentrarme tanto en esta zona pútrida. ¿Cómo no me han despertado de mi ensueño los mareantes perfumes de las flores y del cieno, cómo es que el limo no ha detenido antes el curso de mi barca?

Y con un suspiro me pongo de pie, cojo la pértiga, y me dispongo a sacar mi barca de este lugar inadecuado.

EL MISTERIO DE LAS GARZAS

Un día de sol en medio del invierno, el campesino Chong salió de su cabaña para cortar un poco de leña en el bosque y contempló en la limpia nieve del camino las huellas de dos garzas. Aquello resultaba muy extraño, no solo porque las garzas emigran en invierno, sino también porque aquellas huellas no se movían como suelen hacerlo los animales, trazando círculos caprichosos, sino que avanzaban camino abajo, la una al lado de la otra, sin desviarse ni un ápice. Intrigado, Chong decidió seguir las huellas para ver si conseguía desentrañar aquel misterio. «Si fueran verdaderas garzas se habrían muerto de frío», se dijo. «Si fueran verdaderas garzas, no caminarían una al lado de la otra como lo hacen las personas.»

Las huellas continuaban por el camino del valle, luego tomaban la bifurcación que se dirige al Lago Sereno y luego, antes de llegar al lago, se perdían por entre los troncos de los abetos gigantes. Chong iba avanzando cauteloso por entre los troncos de los abetos, convencido de que pronto llegaría al lugar donde estaban las dos garzas. Y en efecto, así fue. Estaban un poco más allá, descansando, quizá, de su larga caminata. Pero no eran dos garzas, sino dos jóvenes, un hombre y una mujer. Los dos eran muy hermosos.

—Buenos días —dijo Chong.

Los dos jóvenes le miraron con temor.

—Por favor, indícanos el camino —dijo el joven—. Nos hemos perdido. Somos los hijos del gobernador Chan.

—¿Por qué caminan a pie los hijos del gobernador Chan? —dijo Chong—. ¿Por qué están perdidos en las montañas los hijos del gobernador Chan?

—Unos bandidos nos asaltaron, nos robaron nuestro coche y mataron a nuestros criados —dijo la muchacha. Entonces Chong vio que tenía una pluma blanca en el pelo.

—¿Unos bandidos? —dijo Chong—. ¿Y cómo es que dejaron escapar a una joven tan bella y a un joven tan atractivo?

—Tuvieron compasión de nosotros —dijo el joven.

—Pues yo no la tendré —dijo Chong. Y acercándose a ellos, los mató con el hacha que llevaba para cortar leña.

Los dos jóvenes cayeron muertos sobre la nieve. Su sangre manaba suavemente, y de la sangre de uno y de la del otro brotaron dos garzas blancas.

—Gracias, campesino Chong —dijo una de las garzas—. Nos has liberado para siempre de la forma humana. Sin embargo, tu crueldad ha de ser castigada.

Las garzas se alejaron volando, una al lado de la otra, y se perdieron sobre las copas de los árboles. Una bruja del bosque descendió sobre Chong y se pegó a sus hombros. Y Chong salió del bosque con la bruja pegada a sus hombros, y desde entonces jamás ha logrado separarse de ella.

EL PUENTE COLGANTE DE BOSHA

Una hermosa tarde de principios de primavera, tomé un tren para dirigirme a la ciudad de Bosha, famosa por sus camelias y por sus peonías, y cuyo puente colgante, construido poco después de la guerra, es una de las maravillas arquitectónicas de la provincia. Este puente colgante era, precisamente, la razón de mi viaje a Bosha. Al parecer, había habido ciertos corrimientos de tierras y las autoridades locales temían por la seguridad del puente. Según afirmaban, una de las columnas de hierro fundido se había ladeado visiblemente, y los cables del lado sur habían descendido casi hasta rozar el pavimento. El puente recibía diariamente un intenso tráfico de coches, camiones, carros, bicicletas y transeúntes, y un accidente podría resultar en una verdadera catástrofe.