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La era tecnológica actual, en la que el poder del hombre ha alcanzado una dimensión y unas implicaciones hasta ahora inimaginables, exige una concienciación ética. La inminente posibilidad de destruir o de alterar la vida planetaria hace necesario que la magnitud del ilimitado poder de la ciencia vaya acompañado por un nuevo principio, el de la responsabilidad. Sólo el principio de responsabilidad podrá devolver la inocencia perdida por la degradación del medio ambiente y por la explotación de la energía atómica, y encauzar las enormes posibilidades de la investigación genética. Bajo estos parámetros de responsabilidad el hombre y el mundo salvarán su libertad y saldrán invulnerables frente a cualquier amenaza o "ingenuidad" de nuevos poderes.
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Hans Jonas
EL PRINCIPIO DE RESPONSABILIDAD
Ensayo de una ética para la civilización tecnológica
Introducción de
Andrés Sánchez Pascual
Herder
www.herdereditorial.com
Título original: Das Prinzip VerantwortungTraducción: Javier M.ª Fernández RetenagaDiseño de cubierta: Claudio BadoMaquetación electrónica: Manuel Rodríguez
© 1979, Insel Verlag, Frankfurt am Main
© 1995, Herder Editorial, S.L., Barcelona
1ª edición digital, 2014
ISBN DIGITAL: 978-84-254-3077-0
Depósito legal: 13771-2014
La reproducción total o parcial de esta obra sin el consentimiento expreso de los titulares del Copyright está prohibida al amparo de la legislación vigente.
Herder
www.herdereditorial.com
Introducción, por Andrés Sánchez Pascual
Prólogo
CAPÍTULO PRIMERO. El carácter modificado de la acción humana
I. El ejemplo de la antigüedad
1. El hombre y la naturaleza
2. La «ciudad» como obra humana
II. Características de la ética habida hasta ahora
III. Las nuevas dimensiones de la responsabilidad
1. La vulnerabilidad de la naturaleza
2. El nuevo papel del saber en la moral
3. ¿Tiene la naturaleza un derecho moral propio?
IV. La tecnología como «vocación» de la humanidad
1. El homo faber por encima del homo sapiens
2. La ciudad universal como segunda naturaleza y el deber-ser del hombre en el mundo
V. Viejos y nuevos imperativos
VI. Formas anteriores de «ética orientada al futuro»
1. La ética de la consumación en el más allá
2. La responsabilidad del gobernante por el futuro
3. La utopía moderna
VII. El Hombre como objeto de la técnica
1. La prolongación de la vida
2. El control de la conducta
3. La manipulación genética
VIII. El dinamismo «utópico» del progreso técnico y el exceso de responsabilidad
IX. El vacío ético
CAPÍTULO SEGUNDO. Cuestiones metodológicas y de fundamentación
I. El saber ideal y el saber real en la «ética orientada al futuro»
1. La urgencia de la cuestión de los principios
2. La ciencia fáctica de los efectos remotos de la acción técnica
3. La contribución de esa ciencia al saber de los principios: la heurística del temor
4. El «primer deber» de la ética orientada al futuro: procurar la representación de los efectos remotos
5. El «segundo deber»: la apelación a un sentimiento apropiado a lo representado
6. La inseguridad de las proyecciones sobre el futuro
7. El saber de lo posible: heurísticamente suficiente para la doctrina de los principios
8. El saber de lo posible: aparentemente inútil para la aplicación de los principios a la política
II. Prevalencia de los pronósticos malos sobre los buenos
1. Las probabilidades en los grandes riesgos
2. El dinamismo acumulativo de los desarrollos técnicos
3. El carácter sacrosanto del sujeto de la evolución
III. El elemento de la apuesta en la acción humana
1. ¿Me es lícito incluir en mi apuesta los intereses de otros?
2. ¿Me es lícito apostar en el juego la totalidad de los intereses de otros
3. El meliorismo no justifica la apuesta total
4. La humanidad no tiene derecho al suicidio
5. No es lícito apostar la existencia de «el hombre»
IV. El deber para con el futuro
1. La no reciprocidad en la ética orientada al futuro
2. El deber para con los descendientes
3. El deber para con la existencia y para con la esencia de una descendencia en general
a) ¿Precisa fundamentación el deber para con la descendencia?
b) Prioridad del deber para con la existencia
c) El primer imperativo: que haya una humanidad
4. La responsabilidad ontológica por la idea del hombre
5. La idea ontológica genera un imperativo categórico, no hipotético
6. Dos dogmas: «no hay verdades metafísicas», «no hay camino del"es" al"debe"»
7. La necesidad de la metafísica
V. El ser y el deber
1. El deber-ser de algo
2. La primacía del ser sobre la nada. El individuo
3. El sentido de la pregunta leibniziana «¿por qué es algo y no más bien nada?»
4. Cabe responder con independencia de la religión a la pregunta por un posible deber-ser
5. Esa pregunta se transforma en la pregunta por el status del «valor»
CAPÍTULO TERCERO. Sobre los fines y su puesto en el ser
I. El martillo
1. El fin constituye el objeto
2. La sede del fin no está en la cosa
II. El tribunal de justicia
1. La inmanencia del fin
2. La invisibilidad del fin en el aparato físico
3. El medio no sobrevive a la inmanencia del fin
4. Los indicios del fin proporcionados por los instrumentos físicos
5. El tribunal de justicia y el martillo: en ambos el hombre es la sede del fin
III. El caminar
1. Medios naturales y medios artificiales
2. La distinción entre medio y función (uso)
3. Instrumento, órgano y organismo
4. La cadena subjetiva de medios y fines en la acción humana
5. La división y la mecánica objetiva de la cadena en la acción animal
6. El poder causal de los fines subjetivos
IV. El órgano de la digestión
1. La tesis de la mera apariencialidad del fin en el organismo físico
2. ¿La causalidad final está limitada a los seres dotados de subjetividad?
a) La interpretación dualista
b) La teoría monista de la emergencia
3. La causalidad final se halla presente también en la naturaleza preconsciente
a) La abstinencia propia de la ciencia natural
b) El carácter ficticio de la abstinencia y su autocorrección por la existencia científica
c) El concepto de fin allende la subjetividad: su compatibilidad con la ciencia natural
d) El concepto de fin allende la subjetividad: sentido del concepto
e) La voluntad, la ocasión y la canalización de la causalidad
V. La realidad natural y la validez: de la cuestión del fin a la cuestión del valor
1. La universalidad y la legitimidad
2. La libertad de negar la sentencia de la naturaleza
3. No está demostrado el deber de afirmar la sentencia de la naturaleza
CAPÍTULO CUARTO. El bien, el deber y el ser: la teoría de la responsabilidad
I. El ser y el deber
1. «Bueno» o «malo» como relativos al fin
2. La finalidad como bien-en-sí
3. La autoafirmación del ser en el fin
4. El «sí» de la vida: enfático como «no» al no-ser
5. La obligatoriedad del sí ontológico para el hombre
6. El problematismo de un deber distinto del querer
7. El «valor» y el «bien»
8. El hacer-el-bien y el ser del agente: la prevalencia de la «cosa»
9. El lado emotivo de la moralidad en la teoría ética habida hasta ahora
a) El amor al «bien supremo»
b) La acción por la acción
c) El «respeto a la ley» kantiano
d) El punto de vista de la siguiente investigación
II. La teoría de la responsabilidad: primeras distinciones
1. La responsabilidad como imputación causal de actos cometidos
2. La responsabilidad por lo que se ha de hacer: el deber del poder
3. ¿Qué significa «actuar irresponsablemente»?
4. La responsabilidad es una relación no recíproca
5. Responsabilidad natural y responsabilidad contractual
6. La responsabilidad autoelegida del político
7. Responsabilidad política y responsabilidad paterna: contrastes
III. La teoría de la responsabilidad: los padres y el político como paradigmas eminentes
1. Primaria es la responsabilidad del hombre por el hombre
2. La existencia de la humanidad: el «primer mandamiento»
3. La «responsabilidad» del artista por su obra
4. Los padres y el político: la totalidad de las responsabilidades
5. Coincidencias de ambas responsabilidades en el objeto
6. Analogías de ambas responsabilidades en el sentimiento
7. Los padres y el gobernante: la continuidad
8. Los padres y el gobernante: el futuro
IV. La teoría de la responsabilidad: el horizonte del futuro
1. La madurez como meta de la crianza
2. Lo histórico: no comparable con el devenir orgánico
3. La «juventud» y la «vejez» como metáforas históricas
4. La ocasión histórica: conocimiento sin saber previo (Filipo de Macedonia)
5. El papel de la teoría en la previsión: el ejemplo de Lenin
6. La predicción derivada del saber causal analítico
7. La predicción derivada de la teoría especulativa: el marxismo
8. La teoría que se cumple a sí misma y la espontaneidad de la acción
V. ¿Hasta dónde llega en el futuro la responsabilidad política?
1. Toda política es responsable de la posibilidad de una política futura
2. Horizontes próximos y horizontes lejanos en el dominio del cambio permanente
3. La expectativa de progresos científico-técnicos
4. La responsabilidad colectiva actual tiene una extensión temporal universal
VI. Por qué la «responsabilidad» no ha estado hasta ahora en el centro de la teoría ética
1. El estrecho ámbito del saber y el poder; la meta de la duración
2. La ausencia de dinamismo
3. La estructura «vertical», no «horizontal», de la ética anterior (Platón)
4. Kant, Hegel, Marx: el proceso histórico como escatología
5. La inversión actual del principio «puedes, puesto que debes»
6. El poder del hombre, raíz del deber de responsabilidad
VII. El niño, objeto primordial de la responsabilidad
1. El «debes» elemental en el «es» del recién nacido
2. Llamadas menos urgentes de un deber-ser
3. La evidencia arquetípica del lactante para la esencia de la responsabilidad
CAPÍTULO QUINTO. La responsabilidad hoy: el futuro amenazado y la idea de progreso
I. El futuro de la humanidad y el futuro de la naturaleza
1. La solidaridad de interés con el mundo orgánico
2. El egoísmo de las especies y su resultado simbiótico total
3. La perturbación del equilibrio simbiótico por el hombre
4. El peligro desvela como deber primario el «no» al no-ser
II. La amenaza de desastre entrañada en el ideal baconiano
1. La amenaza de catástrofe por el exceso de éxito
2. La dialéctica del poder sobre la naturaleza y la coerción a ejercer ese poder
3. El buscado «poder sobre el poder»
III. ¿Quién puede afrontar mejor el peligro, el marxismo o el capitalismo?
1. El marxismo como ejecutor del ideal baconiano
2. El marxismo y la industrialización
3. Evaluación de las probabilidades de dominar el peligro tecnológico
a) La economía de la necesidad frente a la economía del beneficio. La burocracia frente al espíritu de empresa
b) La ventaja del totalitarismo
c) La ventaja de una moral ascética en las masas y la cuestión de su duración en el comunismo
d) ¿Puede el entusiasmo por la utopía ser cambiado en entusiasmo por la austeridad? (Política y verdad)
e) La ventaja de la igualdad para la disposición a hacer sacrificios
4. Conclusiones de las consideraciones precedentes: la ventaja del marxismo
IV. Examen concreto de las probabilidades abstractas
1. El motivo del beneficio y los impulsos a la maximización en el Estado nacional comunista
2. El comunismo mundial no es una protección contra el egoísmo económico regional
3. El culto de la técnica en el marxismo
4. La seducción de la utopía en el marxismo
V. La utopía del «hombre auténtico» venidero
1. El «superhombre» nietzscheano como el hombre auténtico futuro
2. La sociedad sin clases como condición del hombre auténtico venidero
a) ¿Superioridad cultural de la sociedad sin clases?
b) ¿Superioridad moral de los ciudadanos de una sociedad sin clases?
c) El bienestar material como condición causal de la utopía marxista
VI. La utopía y la idea de progreso
1. La necesidad de despedirnos del ideal utópico
a) El peligro psicológico de la promesa de bienestar
b) La verdad o falsedad del ideal y la tarea de los responsables
2. El problematismo del «progreso moral»
a) El progreso en el individuo
b) El progreso en la civilización
3. El progreso en la ciencia y en la técnica
a) El progreso científico y sus costes
b) El progreso técnico y su ambivalencia moral
4. De la moralidad de las instituciones sociales
a) Efectos desmoralizadores del despotismo
b) Efectos desmoralizadores de la explotación económica
c) El «Estado bueno»: la libertad política y la moralidad cívica
d) El carácter de compromiso de los sistemas de libertad
5. De las especies de utopía
a) El Estado ideal y el mejor Estado posible
b) La novedad de la utopía marxista
CAPÍTULO SEXTO. La crítica de la utopía y la ética de la responsabilidad
I. Los condenados de esta tierra y la revolución mundial
1. Modificación de la situación de «lucha de clases» por el nuevo reparto planetario del sufrimiento
a) La pacificación del «proletariado industrial» occidental
b) La lucha de clases como lucha de las naciones
2. Las respuestas políticas a la nueva situación de la lucha de clases
a) Política constructiva global en interés de la propia nación
b) La apelación a la violencia en nombre de la utopía
II. Crítica del utopismo marxista
A) Paso primero: las condiciones reales o de la posibilidad de la utopía
1. La «reconstrucción del planeta Tierra» por la tecnología desencadenada
2. Los límites de tolerancia de la naturaleza: la utopía y la física
a) El problema de la alimentación
b) El problema de las materias primas
c) El problema de la energía
d) El insalvable problema térmico
3. El mandamiento permanente de austeridad en el uso de la energía y su veto a la utopía
a) Progreso y cautela
b) La modestia de las metas contra la inmodestia de la utopía
c) Por qué es precisa la crítica interna del ideal en sí mismo, tras haber quedado mostrada su imposibilidad material
B) Paso segundo: el sueño traspuesto a la realidad o de la deseabilidad de la utopía
1. Determinación del contenido del estado utópico
a) El reino de la libertad según Karl Marx
b) Ernst Bloch y el paraíso terrenal del ocio activo
i) El «desposorio feliz con el espíritu»
ii) La «afición favorita» y lo humanamente digno
2. Crítica de la «afición favorita como oficio»
a) La pérdida de la espontaneidad
b) La pérdida de la libertad
c) La pérdida de la realidad y de la dignidad humana
d) Sin necesidad no hay libertad: la dignidad de la realidad
3. Otros contenidos del ocio: las relaciones interhumanas
4. La naturaleza humanizada
5. Por qué continúa siendo necesaria la crítica de la imagen del pasado tras la refutación de la imagen del futuro
C) Paso tercero: el trasfondo negativo del sueño o de la provisionalidad de toda historia anterior
1. La ontología blochiana del «no-ser-todavía»
a) Distinción entre este «todavía-no» y otras doctrinas del ser inacabado
b) El «brillo anticipado de lo justo» y la «hipocresía» en el pasado
2. Del «ya ahí» del hombre auténtico
a) La ambigüedad forma parte del hombre
b) El error antropológico de la utopía
c) El pasado como fuente de saber acerca del hombre
d) La «naturaleza» del hombre, abierta al bien y al mal
e) La mejora de las condiciones sin el señuelo de la utopía
f) Del fin propio de todo presente histórico
III. De la crítica de la utopía a la ética de la responsabilidad
1. La crítica de la utopía como crítica de la técnica llevada al extremo
2. El sentido práctico de la refutación del sueño
3. La ética no utópica de la responsabilidad
a) Temor, esperanza y responsabilidad
b) Para la custodia de la «imagen fiel»
Notas
Índice onomástico
En Occidente siempre ha sido —y es— pequeño el número de quienes son capaces de ejercer públicamente el oficio de «grandes viejos sabios»; personas de las cuales se espera una palabra sensata y esclarecedora en los grandes debates políticos y morales; hombres cuya voz se escucha como la más prudente, pues viene avalada por toda una vida en la que han ido alcanzando, con tanteos y esfuerzos, eso tan improbable que se llama «sabiduría». Hasta hace muy poco tiempo Hans Jonas desempeñó con energía y elocuencia esa comprometida función. Cuando falleció, el 5 de febrero de 1993, pareció extinguirse una voz, una conciencia siempre alerta y preocupada por el porvenir del mundo. Mas si esas personas han dejado como legado suyo libros en los que continúa resonando su voz, los sobrevivientes pueden seguir escuchando, sin duda por mucho tiempo, indicaciones y advertencias que harán bien en tener en cuenta. Es el caso de la obra que aquí se publica.
Hans Jonas nació en 1903 en Mónchengladbach (Alemania). Era de familia y confesión judías, circunstancia ésta que tuvo importantes consecuencias en su peripecia vital. En este libro tan denso, tan intrincado en ocasiones, cuando trata delicados problemas de ética, hay un emocionado recuerdo para su padre. Dice así: «Mi padre, que era el mayor de nueve hermanos, tuvo que ocupar tempranamente el puesto del cabeza de familia —como sucedía por aquel entonces en las familias judías— antes incluso de haber terminado el bachillerato (pese a haber sido un excelente alumno). Hubo de conseguir una dote para sus hermanas y tuvo que proporcionar a sus hermanos los estudios universitarios con que él había soñado. La aflicción producida por este sacrificio que el deber le impuso lo acompañó durante toda su diligente y próspera vida de fabricante (en este caso, además, sin buscar refugio en aficiones favoritas extraprofesionales, excepto la más excelente: ver cumplido su sueño en su hijo). Si la vida de sus hermanos que pudieron estudiar en la universidad fue más rica que la suya, no lo sé; pero sí sé que no fue más moral (pp. 328-329)».
El período de formación espiritual de Hans Jonas coincidió con los años más esplendorosos culturalmente de la República de Weimar. Ya en su época de bachillerato había estudiado con atención a los profetas de Israel. Su primera lectura filosófica fue una obra de Kant: Fundamentación de la metafísica de las costumbres. En un discurso pronunciado en octubre de 1986 en la Universidad de Heidelberg, con motivo del sexto centenario de su fundación, Hans Jonas describió emocionadamente su vida de intelectual, que abarca, según él, tres etapas. La primera lo condujo en 1921, recién terminado el bachillerato, a la Universidad de Freiburg. Fue allí a escuchar a un profesor entonces casi desconocido: Martin Heidegger. De él dice Jonas que fue durante mucho tiempo su maestro decisivo.
En 1924 Heidegger se trasladó a la Universidad de Marburg y Jonas siguió a su maestro. En Marburg entró en contacto con Rudolf Bultmann, el gran teólogo, e ingresó en su seminario neo-testamentario, a la vez que proseguía sus estudios con Heidegger. Un trabajo presentado a éste sobre el problema de la libertad en san Pablo y san Agustín fue su primera publicación. Dado el peculiar intercambio de discípulos que entonces existía entre Bultmann y Heidegger, Hans Jonas, con la aprobación de este último, realizó su tesis doctoral con el primero. El tema: la gnosis antigua como trasfondo espiritual del cristianismo primitivo. Jonas abordó este campo, hasta entonces dominio casi exclusivo de historiadores de la Iglesia y de los dogmas, con armas filosóficas: las del análisis existencial aprendido en las clases de Heidegger.
El primer tomo de ese trabajo (La gnosis mitológica), que supuso una renovación total de los estudios sobre el tema, se publicó en 1934, cuando ya Hans Jonas se había visto obligado a abandonar Alemania. El sueño de una carrera académica había quedado brutalmente truncado por la llegada del nacionalsocialismo al poder. Frente a la opinión de muchos amigos y compañeros suyos que pensaban que la dictadura sería breve y ligera, Jonas, al despedirse de ellos, les dijo: «No volveré a poner los pies en este país a no ser como miembro de un ejército armado». Esta profecía se cumpliría doce años más tarde.
Sionista convencido desde su juventud, Hans Jonas, tras una breve estancia en Inglaterra, se trasladó entonces a Israel. Allí ingresó en la Haganah —una organización judía de autodefensa—, en la que permaneció, como oficial de artillería, hasta 1949. Al empezar la Segunda Guerra Mundial Jonas se incorporó como voluntario a la Brigada Judía que luchaba en el ejército británico contra los nazis. Así entró en Alemania en la primavera de 1945; allí se enteró de que su madre había muerto en el campo de concentración de Auschwitz, mientras que su padre había fallecido en 1937. Cumplida su misión bélica, Jonas regresó a Israel. Iba a comenzar la segunda etapa de su itinerario espiritual.
En 1949 fue llamado a la McGill University de Montreal; más tarde enseñó en la Universidad de Ottawa, de donde pasó, en 1955, a la New School for Social Research de Nueva York. En ella impartió clases durante más de veinte años. Hans Jonas ha explicado cómo esta segunda etapa se preparó ya durante su vida de soldado en la Segunda Guerra Mundial. Alejado de la investigación histórica, sin libros ni bibliotecas, se vio remitido a lo más inmediato: el cuerpo, el organismo, cosas de las que sólo abstractamente había oído hablar en sus años universitarios. El problema del dualismo psicofísico, con el que ya había tropezado en sus estudios sobre la gnosis antigua, se le presentó entonces como la tarea capital que era preciso resolver. A ella se entregó durante toda su vida de profesor universitario en Norteamérica. En contacto permanente con destacados representantes de las ciencias naturales, Jonas culminó su tarea con la publicación, en 1966, del libro The Phenomenon of Life. Toward a Philosophical Biology. En 1973 se publicó la edición alemana, corregida y ampliada, con el título de Organismus und Freiheit. Anfsätze zu einer philosophischen Biologie.
Cuando Hans Jonas se jubiló de sus tareas docentes era una personalidad conocida sobre todo entre los estudiosos de la Antigüedad tardía, por sus estudios sobre la gnosis. Pero en modo alguno disfrutaba de la fama mundial que alcanzaría poco más tarde. Pues es tras la jubilación cuando comienza la tercera etapa de su vida intelectual. Liberado de los trabajos de la docencia, Hans Jonas se consagra intensamente a extraer las consecuencias morales de sus estudios anteriores. No era algo artificial, sino un resultado lógico. En el capítulo final de Organismo y libertad, titulado «Inmortalidad y existencia actual», y sobre todo en el epílogo, «Naturaleza y ética», Jonas anticipa su futura tarea. En el origen de la filosofía, afirma, la ontología era el fundamento de la ética. Haber separado ambas cosas, haber separado el reino «objetivo» del «subjetivo», ha sido el destino de la modernidad. Mas ahora hace falta volver a reunirlos y eso es algo que sólo puede llevarse a cabo desde el lado objetivo: mediante una revisión de la idea de la naturaleza.
Tras muchos años de escribir en inglés, Jonas regresó a su lengua materna, la alemana, y redactó el libro que el lector tiene en sus manos. Nada más publicada su primera edición, en 1979, el nombre de Hans Jonas se hizo famoso en el mundo entero. Creyendo que le quedaban pocos años de vida, se afanó en escribir también la parte «práctica» de su ética. Lo consiguió, y así nos ha dejado como último libro suyo el titulado Técnica, medicina y ética. En él pasa revista a los más importantes problemas prácticos que hoy tiene planteados la bioética, que es el nombre actual de la ética sin más.
¿Cuál es el punto de partida de esta nueva ética, la ética de la responsabilidad?
Como antes se ha dicho, una revisión del concepto de naturaleza. Para el hombre antiguo y medieval, pretécnico (en la acepción moderna de «técnica»), la naturaleza era algo duradero y permanente, sometido ciertamente a ciclos y cambios, pero capaz de curar sin dificultad las pequeñas heridas que el hombre le causaba con sus minúsculas intervenciones. Esto ha cambiado radicalmente con la aparición de la ciencia moderna y la técnica que de ella se deriva. Ahora el hombre constituye de hecho una amenaza para la continuación de la vida en la Tierra. No sólo puede acabar con su existencia, sino que también puede alterar la esencia del hombre y desfigurarla mediante diversas manipulaciones. Todo esto representa una mutación tal en el campo de la acción humana que ninguna ética anterior se encuentra a la altura de los desafíos del presente. Por ello es necesaria una nueva ética: una ética orientada al futuro, que puede ser llamada, con toda propiedad, «ética de la responsabilidad».
La ética «orientada al futuro» no significa, claro está, que hayamos de idear una ética para que la practiquen los hombres futuros (si es que dejamos que los haya). Al contrario. Es una ética que debe regir precisamente para los hombre de hoy; es, como dice Jonas en otro de sus libros, «una ética actual que se cuida del futuro, que pretende proteger a nuestros descendientes de las consecuencias de nuestras acciones presentes».
El camino que lleva a esa nueva ética es largo y difícil y el autor lo advierte lealmente en el prólogo. No es éste un libro «sermoneador», lleno de buenas intenciones y consejos baratos, sino que es un libro de teoría rigurosa. Pero la potencia lógica y discursiva no es fría, sino que va envuelta en una especie de cordial y animadora verbosidad que hace sugestiva y apasionante la lectura de la obra.
La parte crítica, preliminar, es demoledora. Cualquiera que fuese la forma y el contenido de las éticas anteriores, todas ellas, dice Jonas, eran éticas del presente, de la «contemporaneidad». Todas ellas compartían tácitamente tres premisas, conectadas entre sí, que el autor describe de la siguiente manera: «1) La condición humana, resultante de la naturaleza del hombre y de las cosas, permanece en lo fundamental fija de una vez para siempre. 2) Sobre esa base es posible determinar con claridad y sin dificultades el bien humano. 3) El alcance de la acción humana y, por ende, de la responsabilidad humana está estrictamente limitado».
Hoy todo eso ha cambiado de manera irreversible. Son hoy tan diferentes, en lo que respecta a su magnitud, las acciones sugeridas por la técnica moderna, son tan nuevos los objetos introducidos por ella y las consecuencias que de ellos se siguen, que ninguna ética anterior puede abarcarlos. Este nuevo tipo de objetos y de acciones comporta un imperativo ético nuevo, un imperativo incondicional, fundamentado ontológicamente, que puede tener diversas formulaciones, unas negativas y otras positivas. Por ejemplo, estas dos negativas: «Obra de tal manera que no pongas en peligro las condiciones de la continuidad indefinida de la humanidad en la Tierra»; o bien: «Obra de tal manera que los efectos de tu acción no sean destructivos para la futura posibilidad de una vida humana auténtica en la Tierra». O estas dos formulaciones positivas: «Incluye en tu elección actual, como objeto también de tu querer, la futura integridad del hombre»; o bien: «Obra de tal manera que los efectos de tu acción sean compatibles con la permanencia de una vida humana auténtica en la Tierra».
Hans Jonas, que en algún momento dice que sus ideas políticas —derivadas de su pensamiento moral— es posible que sean quiméricas y que en todo caso serían impopulares, se enfrenta con desparpajo y decisión a ciertos «dogmas» de la modernidad que él considera caducados, pues no se hallan a la altura de la situación real provocada por el desarrollo tecnológico. Se declara posdualista y posmarxista (esto último, añade con malicia, «seguramente no agradará a muchos»). Y así se llega, en la última parte del libro, al largo y dramático enfrentamiento con el marxismo.
Hans Jonas toma muy en serio la utopía política del marxismo. Pondera con equidad sus pros y sus contras, reconoce su impulso justiciero, alaba el impulso ético de los grandes fundadores (y, claro está, se burla a conciencia de sus ridículos exégetas e intérpretes oficiales, que siempre están corrigiendo con retraso la doctrina y ajustándola a la realidad). Pero en el marxismo el gran competidor de Hans Jonas es otro genial y desmesurado judío de nuestro siglo: Ernst Bloch. Pues el título de este libro —El principio de responsabilidad— no es nada inocente: es la explícita respuesta a la obra El principio de esperanza, de Bloch.
Como era de prever tras los desarrollos precedentes del libro, la línea de ataque de Jonas a la utopía marxista discurre por la vía ecológica. Y con una argumentación acerada e implacable demuestra que el marxismo es también desde ese punto de vista —el que a Jonas le importa, el de la responsabilidad por el futuro— el máximo peligro para la supervivencia de una humanidad auténtica. Este libro fue pensado y escrito muchos años antes del derrumbamiento del llamado socialismo real en los países del Este. Mas no por ello su actualidad es menor, sino al contrario. Lo que hoy causa espanto en tales países, entre otras muchas cosas, es la irresponsable y feroz devastación de la naturaleza. A eso han ido a parar las ingenuidades de Marx sobre la maximización de la explotación del suelo y las frivolidades de Bloch con el «movimiento anti-Deméter sin igual» y la «sobrenaturalización de la naturaleza».
Todo pensador ético, si lo es de veras, tiene algo de los arrebatados profetas de Israel. Hans Jonas, que leyó y estudió a esos profetas en su juventud, sin duda se impregnó de su seriedad moral, de su radicalismo, de su inclemencia. En este libro, el mejor de los suyos, lo que a Jonas le importa es preservar la «imagen fiel» del hombre. Y, como él mismo dice, «mantenerla incólume a través de los peligros de los tiempos, más aún, frente al propio obrar del hombre, no es una nueva utopía, pero tampoco es en absoluto una meta modesta de la responsabilidad por el futuro de los hombres».
Andrés Sánchez Pascual
Barcelona, mayo de 1994
A mis hijos, Ayalah, Jonathan, Gabrielle
Definitivamente desencadenado, Prometeo, al que la ciencia proporciona fuerzas nunca antes conocidas y la economía un infatigable impulso, está pidiendo una ética que evite mediante frenos voluntarios que su poder lleve a los hombres al desastre. La tesis de partida de este libro es que la promesa de la técnica moderna se ha convertido en una amenaza, o que la amenaza ha quedado indisolublemente asociada a la promesa. Es una tesis que transciende la mera constatación de la amenaza física. El sometimiento de la naturaleza, destinado a traer dicha a la humanidad, ha tenido un éxito tan desmesurado —un éxito que ahora afecta también a la propia naturaleza humana— que ha colocado al hombre ante el mayor reto que por su propia acción jamás se le haya presentado. Todo ello es novedoso, diferente de lo anterior tanto en género como en magnitud. Lo que hoy puede hacer el hombre —y después, en el ejercicio insoslayable de ese poder, tiene que seguir haciendo— carece de parangón en la experiencia pasada. Toda la sabiduría anterior sobre la conducta se ajustaba a esa experiencia; ello hace que ninguna de las éticas habidas hasta ahora nos instruya acerca de las reglas de «bondad» y «maldad» a las que las modalidades enteramente nuevas del poder y de sus posibles creaciones han de someterse. La tierra virgen de la praxis colectiva en que la alta tecnología nos ha introducido es todavía, para la teoría ética, tierra de nadie.
En ese vacío (que es al mismo tiempo el vacío del actual relativismo de los valores) es donde se sitúa esta investigación. ¿Qué podrá servirnos de guía? ¡El propio peligro que prevemos! Es en sus destellos procedentes del futuro, es en la mostración anticipada de su escala planetaria y de su calado humano, donde primeramente podrán descubrirse los principios éticos de los que se derivarán los nuevos deberes del nuevo poder. A esto lo llamo yo «heurística del temor»: sólo la previsible desfiguración del hombre nos ayuda a alcanzar aquel concepto de hombre que ha de ser preservado de tales peligros. Solamente sabemos qué está en juego cuando sabemos que está en juego. Puesto que lo que aquí está implicado es no sólo la suerte del hombre, sino también el concepto que de él poseemos, no sólo su supervivencia física, sino también la integridad de su esencia, la ética —que tiene que custodiar ambas cosas— habrá de ser, transcendiendo la ética de la prudencia, una ética del respeto.
La justificación de una ética tal que ya no permanezca circunscrita al ámbito inmediato e interpersonal de nuestros contemporáneos habrá de prolongarse hasta la metafísica, pues sólo desde la metafísica cabe hacer la pregunta de por qué debe haber en general hombres en el mundo; de por qué es, por tanto, válido el imperativo incondicional de garantizar su existencia futura. Con sus desmesurados riesgos, la aventura tecnológica obliga a este otro riesgo de la más extrema reflexión. Frente a la renuncia analítico-positivista de la filosofía contemporánea, aquí se intentará llevar a cabo tal fundamentación. Las viejas cuestiones de la relación entre el ser y el deber, la causa y el fin, la naturaleza y el valor, serán otra vez planteadas ontológicamente, para anclar en el ser, más allá del subjetivismo axiológico, ese recién aparecido deber del hombre.
Sin embargo, el tema propiamente dicho del libro es ese mismo deber recién aparecido que se resume en el concepto de responsabilidad. No se trata ciertamente de un fenómeno nuevo para la moral; no obstante, la responsabilidad nunca antes tuvo un objeto de tal clase y hasta ahora había ocupado poco a la teoría ética. Tanto el saber como el poder eran demasiado limitados como para incluir en su previsión el futuro remoto y para incluir en la conciencia de la propia causalidad el globo terráqueo. En lugar de concentrarse en la ociosa especulación sobre las consecuencias posteriores que habría en un destino desconocido, la ética se concentraba en la cualidad moral del acto momentáneo mismo, en el que había de tenerse en cuenta el derecho del prójimo que con nosotros convivía. Mas, bajo el signo de la tecnología, la ética tiene que ver con acciones —si bien ya no las del sujeto individual— de un alcance causal que carece de precedentes y que afecta al futuro; a ello se añaden unas capacidades de predicción, incompletas como siempre, pero que superan todo lo anterior. Está además la evidente magnitud de los efectos remotos y también, a menudo, su irreversibilidad. Todo ello coloca la responsabilidad en el centro de la ética, dentro de unos horizontes espacio-temporales proporcionados a los actos. Por consiguiente, la teoría de la responsabilidad, inexistente hasta hoy, constituirá el centro de esta obra.
La ampliada dimensión de futuro de la responsabilidad actual nos conduce al tema final: la utopía. La dinámica tecnológica de progreso, que es de escala planetaria, alberga en cuanto tal un utopismo implícito, si no en su programa, sí en su tendencia. Y una ética ya existente, con visión global de futuro, el marxismo, ha elevado la utopía, precisamente asociada a la técnica, a la categoría de objetivo explícito. Esto hace necesaria una detenida crítica del ideal utópico. Dado que éste tiene en su favor los más viejos sueños de la humanidad y que ahora parece poseer también en la técnica los medios para convertir ese sueño en empresa efectiva, el antaño ocioso utopismo se ha convertido en la tentación más peligrosa —precisamente por idealista— que se le presenta a la humanidad actual. A la inmodestia de su objetivo, que se extravía tanto en lo ecológico como en lo antropológico (comprobable lo primero y filosóficamente mostrable lo segundo), el principio de responsabilidad contrapone una tarea más modesta, decretada por el temor y el respeto: preservar la permanente ambigüedad de la libertad del hombre, que ningún cambio de circunstancias puede jamás abolir, preservar la integridad de su mundo y de su esencia frente a los abusos de su poder.
Un Tractatus technologico-ethicus como el que aquí nos proponemos plantea exigencias de rigor que afectan al lector no menos que al autor. Lo que en alguna medida debe hacer justicia al tema habrá de asemejarse al acero y no al algodón. De los «algodones» de la buena conciencia y las irreprochables intenciones, de la afirmación de encontrarse de parte de los ángeles y en contra del pecado, a favor del crecimiento y en contra de la destrucción, hay ya muestras suficientes en la reflexión ética de nuestros días. Aquí es menester, y se intentará, algo más duro que eso. El propósito es siempre sistemático, nunca sermoneador, y ninguna intención loable —oportuna o inoportuna— podrá servir de excusa a las deficiencias filosóficas de la argumentación. El conjunto forma un argumento que se desarrollará paso a paso —y espero que con no demasiadas fatigas para el lector— a través de los seis capítulos del libro. Sólo soy consciente de una laguna en la marcha teórica de ese desarrollo: entre el capítulo tercero y el cuarto se ha dejado fuera una investigación acerca del «poder o impotencia de la subjetividad» en la que se estudia de una forma nueva el problema psicofísico y se refuta el determinismo naturalista de la vida psíquica. Si bien ese capítulo es necesario por mor de la sistematicidad —pues con el determinismo no hay ética posible ni hay deber sin libertad—, se ha decidido por razones de espacio excluirlo aquí y presentarlo más tarde separadamente1.
Las mismas consideraciones han llevado a reservar para una publicación especial, que aparecerá en el plazo de un año, una «parte aplicada» del conjunto de la investigación sistemática aquí presentada; esa publicación ilustrará la nueva clase de cuestiones y deberes éticos con una selección de temas concretos2. Por el momento no puede intentarse más que una casuística preliminar. Para una doctrina sistemática de los deberes, que a la postre habría que intentar realizar, no es tiempo todavía, dado el grado de desarrollo de sus «objetos».
La decisión de escribir este libro en alemán, tras decenios de casi exclusiva producción en inglés, no responde a ninguna suerte de razón sentimental, sino solamente a una prudente consideración de mi avanzada edad. Puesto que una formulación equivalente en la lengua aprendida me cuesta dos y hasta tres veces más tiempo que en la lengua materna, pensé que, tras los largos años de gestación de las ideas, tanto por las fronteras de la vida como por la urgencia del objeto debía elegir para su redacción la vía más rápida que, aun así, sería ya lo bastante lenta. Naturalmente, no escapará al lector que el autor no ha seguido la evolución de la lengua alemana desde 1933. En algunas conferencias en Alemania se le ha reprochado, por parte de algunos amigos, el empleo de un alemán «arcaico»; y, en lo que al presente texto se refiere, un lector del manuscrito, absolutamente bienintencionado y de probada pericia estilística, lo calificó incluso de «anticuado» en algunos momentos y me aconsejó dejar que otro lo modernizara. Pero aunque no hubiera existido el problema de la falta de tiempo y hubiera dispuesto de la persona idónea para llevarlo a cabo, no me hubiera decidido a hacerlo. Puesto que soy consciente de que un objeto de la mayor actualidad toma cuerpo en una nada actual, casi arcaica, filosofía, no me parece impropio que se exprese también en el estilo una tensión parecida.
A lo largo de los años de elaboración de este libro han sido publicadas en Norteamérica, en forma de artículos, varias partes de diferentes capítulos, a saber: del capítulo 1, «Technology and Responsibility: Reflections of the New Tasks of Ethics», en Social Research 40/I, 1973; del capítulo 2, «Responsibility Today: The Ethics of an Endangered Future», ibíd. 43/I, 1976; del capítulo 4, «The Concept of Responsibility: An Inquiry into the Foundations of an Ethics of our Age», en Knowledge, Value and Belief, ed. de H. T. Engelhardt y D. Callahan, Hastings-on-Hudson, Nueva York, 1977. Agradezco a los correspondientes consejos editoriales su permiso para la utilización aquí de esos textos, que ya estaba prevista desde el principio.
Quisiera por último mencionar también a aquellas personas e instituciones que, al procurar las condiciones favorables, han propiciado la realización de esta obra. The National Endowment for the Humanities y The Rockefeller Foundation financiaron generosamente un año de permiso académico en el que se inició la redacción. En el bello retiro de Villa Feuerring en Beth Jizchak (Israel), que a tantos intelectuales ha dado albergue, pude escribir los primeros capítulos. Quede también aquí pública constancia de mi agradecimiento a su generosa propietaria, Frau Gertrud Feuerring, de Jerusalén. Con la misma gratitud recuerdo otros períodos de trabajo, en el retiro de casas de amigos en Israel y Suiza, que a través de los años favorecieron la realización de la obra, cuando el alejamiento geográfico del lugar habitual de trabajo ofrecía el mejor amparo frente a las intromisiones de la docencia durante vacaciones y permisos.
En la dedicatoria se nombra a aquellos que, en el sentido de este libro, son acreedores a algo más que al mero agradecimiento.
New Rochelle, Nueva York, EE.UU.
Julio de 1979
Hans Jonas
El carácter modificado de la acción humana
Todas las éticas habidas hasta ahora —ya adoptasen la forma de preceptos directos de hacer ciertas cosas y no hacer otras, o de una determinación de los principios de tales preceptos, o de la presentación de un fundamento de la obligatoriedad de obedecer a tales principios— compartían tácitamente las siguientes premisas conectadas entre sí: 1) La condición humana, resultante de la naturaleza del hombre y de las cosas, permanece en lo fundamental fija de una vez para siempre. 2) Sobre esa base es posible determinar con claridad y sin dificultades el bien humano. 3) El alcance de la acción humana y, por ende, de la responsabilidad humana está estrictamente delimitado.
Es propósito de las consideraciones siguientes mostrar que tales premisas ya no son válidas y reflexionar sobre lo que ello significa para nuestra situación moral. Más concretamente, afirmo que ciertos desarrollos de nuestro poder han modificado el carácter de la acción humana. Y dado que la ética tiene que ver con las acciones, seguidamente habremos de afirmar que la modificada naturaleza de las acciones humanas exige un cambio también en la ética. Esto, no sólo en el sentido de que los nuevos objetos que han entrado a formar parte de la acción humana han ampliado materialmente el ámbito de los casos a los que han de aplicarse las reglas válidas de comportamiento, sino en el sentido mucho más radical de que la naturaleza cualitativamente novedosa de varias de nuestras acciones ha abierto una dimensión totalmente nueva de relevancia ética no prevista en las perspectivas y cánones de la ética tradicional.
Las nuevas capacidades a que me refiero son, claro está, las de la técnica moderna. Mi primer paso consistirá, pues, en preguntar de qué modo afecta esa técnica a la naturaleza de nuestras acciones, en qué medida hace que las acciones se manifiesten de modo distinto a como lo han hecho a lo largo de todos los tiempos. Puesto que en ninguna de esas épocas careció el hombre de técnica, mi pregunta apunta a la diferencia humana entre la técnica moderna y todas las técnicas anteriores.
Comencemos con una vieja voz acerca del poder y hacer de los hombres, que en un sentido arquetípico tiene ya, por así decirlo, un cierto tono tecnológico: el famoso coro de la Antígona de Sófocles.
Muchas son las maravillas,
pero el hombre es la mejor.
Por el mar canoso corre
sin miedo al soplo invernal
del Noto y a su destino
llega entre olas encrespadas;
atormenta a la diosa
soberana entre todas, la Tierra incansable
y eterna, y cultiva cada año los surcos
con la prole del caballo.
Echa la red y persigue
a la raza de los pájaros
de mentes atolondradas
y a las fieras de los bosques
y a las criaturas marinas
el hombre lleno de ingenio;
y con sus artimañas
domina a la fiera que el monte recorre,
pone yugo al corcel en su crin ondeante
y al fuerte toro silvestre.
Y lenguaje adquirió y pensamiento
veloz como el viento y costumbres
de civil convivencia y a huir aprendió
de la helada lluvia.
Infinitos son los recursos con que afronta
el futuro, mas de Hades
no escapará, por más
que sepa a dolencias graves
sustraerse.
Pero así como mal puede usar
de su arte sutil e increíble,
le es posible aplicarla a lo bueno. Si cumple
la ley de su país
de acuerdo con los dioses
por que jura, patriota será, mas no, en cambio,
quien a pecar se atreva.
¡No conviva conmigo
ni comparta mis ideas
quien tal hace1!
Este acongojado homenaje al acongojante poder del hombre habla de su violenta y violadora invasión del orden cósmico, de la temeraria irrupción del inagotable ingenio humano en los diversos campos de la naturaleza. Pero al mismo tiempo dice también que con las capacidades del lenguaje, del pensamiento y del sentimiento social, aprendidas por sí mismo, el hombre construye una morada para su propia humanidad, a saber: el artefacto de la ciudad. La profanación de la naturaleza y la civilización de sí mismo van juntas. Ambas se rebelan contra los elementos; la primera, por cuanto osa penetrar en ellos y violentar a sus criaturas; la segunda, por cuanto en el refugio de la ciudad y sus leyes erige un enclave contra ellos. El hombre es el creador de su vida como vida humana; somete las circunstancias a su voluntad y necesidades y, excepto ante la muerte, nunca se encuentra inerme.
No obstante, en este canto de alabanza se deja oír un tono contenido e incluso angustiado ante la maravilla del hombre; y nadie puede tomar ese canto por una simple jactancia. Lo que aquí no se dice, pero que para aquella época se hallaba inequívocamente tras esas palabras, es que el hombre, a pesar de su ilimitada capacidad de invención, es todavía pequeño con relación a los elementos: precisamente esto es lo que hace tan temerarias sus arremetidas contra ellos y lo que permite a éstos tolerar sus impertinencias. Todas las libertades que el hombre se toma con los moradores de la tierra, del mar y del aire dejan inalterada la envolvente naturaleza de esos ámbitos e intacta su capacidad productiva. El hombre no ocasiona realmente daño alguno a esos ámbitos cuando desliga su pequeño reino del más grande. Mientras las empresas del hombre siguen su efímero curso, ellos permanecen. Por mucho que el hombre hostigue año tras año a la tierra con su arado, la tierra permanece inalterable e inagotable; el hombre puede y tiene que confiar en la infinita paciencia de la tierra y ha de adaptarse a sus ciclos. Igualmente inalterable es el mar. Ningún expolio de sus frutos puede consumir su abundancia, ningún surcarlo con naves hacerle daño, nada que se lance a sus profundidades mancillarlo. Y por numerosas que sean las enfermedades a las que el hombre halle remedio, la muerte no se somete a sus artimañas.
Cierto es todo esto, porque antes de nuestra época las intervenciones del hombre en la naturaleza, tal y como él mismo las veía, eran esencialmente superficiales e incapaces de dañar su permanente equilibrio. (Una mirada retrospectiva descubre que lo verdaderamente ocurrido no fue siempre tan inocuo.) Ni en el coro de Antígona ni en ninguna otra parte podemos encontrar una indicación de que esto fuera sólo un comienzo y de que cosas más grandes en arte y poder estuvieran por llegar; de que el hombre se encontrara involucrado en una carrera de conquistas sin fin. Había llegado tan lejos en su intento de dominar la necesidad, había aprendido a conquistar tantas cosas para humanizar su vida por medio de su ingenio, que al meditar sobre ello le sobrevino un estremecimiento por su propia temeridad.
El espacio que el hombre se creó de ese modo fue ocupado por la ciudad de los hombres —cuya finalidad era cercar y no extenderse—; se formó así un nuevo equilibrio dentro del equilibrio superior del conjunto. Todo bien o mal al que su propia capacidad inventiva pudiera en ocasiones conducir al hombre se situaba dentro del enclave humano y no afectaba a la naturaleza de las cosas.
La invulnerabilidad del Todo, cuyas entrañas permanecen incólumes ante las impertinencias del hombre —es decir, la esencial inmutabilidad de la naturaleza como orden cósmico—, constituía de hecho el trasfondo de todas las empresas del hombre mortal, incluidas sus intromisiones en tal orden. La vida humana transcurría entre lo permanente y lo cambiante: lo permanente era la naturaleza; lo cambiante, sus propias obras. La más grande de éstas fue la ciudad, a la que pudo otorgar cierta permanencia con las leyes que para ella ideó y que se propuso respetar. Pero esta duración artificialmente conseguida carecía de garantía a largo plazo. Artefacto amenazado, la construcción cultural puede debilitarse o desviarse de su propósito. Ni siquiera dentro de su espacio artificial, aun con toda la libertad que éste otorga a la autodeterminación, puede nunca lo arbitrario abolir las condiciones fundamentales de la existencia humana. Es precisamente la inconstancia del destino del hombre lo que asegura la constancia de la condición humana. Azar, suerte y torpeza, los grandes niveladores en los asuntos de los hombres, operan al modo de la entropía y hacen desembocar finalmente todo proyecto en la eterna norma. Los Estados se levantan y caen, los imperios vienen y van, las familias prosperan y degeneran; ningún cambio es permanente. Y al final, en la recíproca nivelación de todo desvío momentáneo, la condición del hombre es la que siempre fue. Así también aquí, en el propio producto de su creación, en el mundo social, el control del hombre es escaso y su naturaleza permanente se impone.
En cualquier caso, esta ciudadela creada por el hombre, claramente separada del resto de las cosas y confiada a su custodia, constituía el completo y único dominio del que él debía responder. La naturaleza no era objeto de la responsabilidad humana; ella cuidaba de sí misma y cuidaba también, con la persuasión y el acoso pertinentes, del hombre. Frente a la naturaleza no se hacía uso de la ética, sino de la inteligencia y de la capacidad de invención. Pero en la «ciudad», en el artefacto social donde los hombres se relacionan con los hombres, la inteligencia ha de ir ligada a la moralidad, pues ésta es el alma de la existencia humana. Toda la ética que nos ha sido transmitida habita, pues, este marco intrahumano y se ajusta a las medidas de la acción condicionada por él.
De las precedentes características de la acción humana tomemos ahora aquellas que son relevantes para una comparación con el estado actual de las cosas.
1. Todo trato con el mundo extrahumano —esto es, el entero dominio de la techne (capacidad productiva)— era, a excepción de la medicina, éticamente neutro tanto con relación al objeto como con relación al sujeto de tal acción: con relación al objeto, porque la actividad productiva afectaba escasamente a la firme naturaleza de las cosas y no planteaba, por consiguiente, la cuestión de un daño permanente a la integridad de su objeto, al conjunto del orden natural; y con relación al sujeto de la acción, porque la techne en cuanto actividad se entendía como un limitado tributo pagado a la necesidad y no como un progreso justificado por sí mismo hacia el fin último de la humanidad, en cuya consecución se implicara el supremo esfuerzo y participación del hombre. El verdadero oficio del hombre está en otra parte. En resumidas cuentas, la actuación sobre los objetos no humanos no constituía un ámbito de relevancia ética.
2. Lo que tenía relevancia ética era el trato directo del hombre con el hombre, incluido el trato consigo mismo; toda ética tradicional es antropocéntrica.
3. Para la acción en esta esfera, la entidad «hombre» y su condición fundamental eran vistas como constantes en su esencia y no como objeto de una techne (arte) transformadora.
4. El bien y el mal por los cuales había de preocuparse la acción residían en las cercanías del acto, bien en la praxis misma, bien en su alcance inmediato; no eran asunto de una planificación lejana. Esta proximidad de los fines rige tanto para el tiempo como para el espacio: El alcance efectivo de la acción era escaso. El lapso de tiempo para la previsión, la determinación del fin y la posible atribución de responsabilidades, corto. Y el control sobre las circunstancias, limitado. La conducta recta tenía criterios inmediatos y un casi inmediato cumplimiento. El largo curso de las consecuencias quedaba a merced de la casualidad, el destino o la Providencia. Así, la ética tenía que ver con el aquí y el ahora, con las situaciones que se presentan entre los hombres, con las repetidas y típicas situaciones de la vida pública y privada. El hombre bueno era el que se enfrentaba a esos episodios con virtud y sabiduría, el que cultivaba en sí mismo la facultad para ello y se acomodaba en lo demás a lo desconocido.
Todos los mandamientos y máximas de la ética heredada, por diverso que sea su contenido, muestran esta limitación al entorno inmediato de la acción. «Ama a tu prójimo como a ti mismo»; «No hagas a los demás lo que no desees que te hagan a ti»; «Educa a tu hijo en el camino de la verdad»; «Busca la excelencia mediante el desarrollo y la realización de las mejores posibilidades de tu ser como hombre»; «Antepón el bien común a tu bien particular»; «No trates nunca a los hombres solamente como medios, sino siempre también como fines en sí mismos»; etc. Obsérvese que en todas estas máximas el agente y «el otro» de su acción participan de un presente común. Quienes tienen algún derecho sobre mi comportamiento, en la medida en que mi acción u omisión los afecta, son los que ahora viven y tienen algún trato conmigo. El universo moral se compone de los contemporáneos y su horizonte de futuro está limitado a la previsible duración de la vida. Algo parecido sucede con el horizonte espacial del lugar en el que el agente y el otro se encuentran como vecinos, amigos o enemigos, como superior o subordinado, como más fuerte o más débil, y en todos los otros papeles en que los hombres están implicados. Toda moralidad quedaba reducida a este estrecho campo de acción.
De esto se deduce que el saber que, aparte del querer ético, se requiere para garantizar la moralidad de la acción, quedaba circunscrito a esos límites: no se trata del conocimiento del científico o del especialista, sino de un saber tal que resulta evidente para todos los hombres de buena voluntad. Kant fue tan lejos como para afirmar que «la razón humana puede llegar en lo moral, aun con el más vulgar entendimiento, a una gran exactitud y acierto»2; que «no se precisa ciencia o filosofía alguna para saber lo que se tiene que hacer, para ser bueno y honrado e incluso sabio y virtuoso... [El entendimiento vulgar puede] abrigar la esperanza de acertar, del mismo modo que un filósofo puede equivocarse»3; «No necesito una gran agudeza para conocer lo que tengo que hacer para que mi voluntad sea moralmente buena. Inexperto respecto al curso del mundo, incapaz de tomar en cuenta todo lo que en él acontece», puedo, sin embargo, saber cómo debo actuar conforme a la ley moral4.
No todos los teóricos de la ética han llevado tan lejos la reducción del aspecto cognoscitivo de la acción moral. Pero ni siquiera cuando se le ha otorgado gran importancia —como ocurre en Aristóteles, donde el conocimiento de la situación y lo que a ella conviene introduce considerables exigencias de experiencia y juicio— tiene ese saber nada que ver con la ciencia teórica. Naturalmente, ese saber encierra en sí un concepto general del bien humano como tal, referido a las supuestas constantes de la naturaleza y condición humanas, y ese concepto general del bien puede o no ser elaborado en una teoría propia. Mas su traslado a la práctica requiere un conocimiento del aquí y del ahora, y ese conocimiento no es en absoluto teórico. El conocimiento peculiar de la virtud —del dónde, cuándo, a quién y cómo hay que hacer algo— no va más allá de la ocasión inmediata; en el contexto bien definido de ésta se lleva a cabo la acción del agente individual y también en él llega a su final. Lo «bueno» o «malo» de la acción se decide completamente dentro de ese contexto inmediato. La autoría de la acción no es nunca cuestionable y su cualidad moral le es inherente de manera inmediata. A nadie se le hacía responsable de los efectos posteriores no previstos de sus actos bien-intencionados, bien-meditados y bien-ejecutados. El corto brazo del poder humano no exigía ningún largo brazo de un saber predictivo; la parvedad de uno era tan poco culpable como la del otro. Precisamente porque el bien humano, conocido en su generalidad, es el mismo en todo tiempo, su realización o violación ocurre en cualquier momento y su entero lugar es siempre el presente.
Todo esto ha cambiado de un modo decisivo. La técnica moderna ha introducido acciones de magnitud tan diferente, con objetos y consecuencias tan novedosos, que el marco de la ética anterior no puede ya abarcarlos. El coro de Antígona sobre la «enormidad», sobre el prodigioso poder del hombre, tendría que sonar de un modo distinto hoy, ahora que lo «enorme» es tan diferente; y no bastaría ya con exhortar al individuo a obedecer las leyes. Además, hace tiempo que han desaparecido los dioses que en virtud del juramento recibido podían poner coto a las enormidades del obrar humano. Ciertamente, los viejos preceptos de esa ética «próxima» —los preceptos de justicia, caridad, honradez, etc.— siguen vigentes en su inmediatez íntima para la esfera diaria, próxima, de los efectos humanos recíprocos. Pero esta esfera queda eclipsada por un creciente alcance del obrar colectivo, en el cual el agente, la acción y el efecto no son ya los mismos que en la esfera cercana y que, por la enormidad de sus fuerzas, impone a la ética una dimensión nueva, nunca antes soñada, de responsabilidad.
Tómese por ejemplo, como primer y mayor cambio sobrevenido en el cuadro tradicional, la tremenda vulnerabilidad de la naturaleza sometida a la intervención técnica del hombre, una vulnerabilidad que no se sospechaba antes de que se hiciese reconocible en los daños causados. Este descubrimiento, cuyo impacto dio lugar al concepto y a la incipiente ciencia de la investigación medioambiental (ecología), modifica el entero concepto de nosotros mismos como factores causales en el amplio sistema de las cosas. Esa vulnerabilidad pone de manifiesto, a través de los efectos, que la naturaleza de la acción humana ha cambiado de facto y que se le ha agregado un objeto de orden totalmente nuevo, nada menos que la entera biosfera del planeta, de la que hemos de responder, ya que tenemos poder sobre ella. ¡Y es un objeto de tan imponentes dimensiones que todo objeto anterior de la acción humana se nos antoja minúsculo! La naturaleza, en cuanto responsabilidad humana, es sin duda un novum sobre el cual la teoría ética tiene que reflexionar. ¿Qué clase de obligación actúa en ella? ¿Se trata de algo más que de un interés utilitario? ¿Se trata simplemente de la prudencia que nos prohíbe matar la gallina de los huevos de oro o cortar la rama sobre la que uno está sentado? Pero ¿quién es ese «uno» que está en ella sentado y que quizás caiga al vacío? Y ¿cuál es mi interés en que permanezca en su lugar o se caiga?
En la medida en que es el destino del hombre, en su dependencia del estado de la naturaleza, el referente último que hace del interés en la conservación de ésta un interés moral, también aquí ha de conservarse la orientación antropocéntrica de toda la ética clásica. No obstante, la diferencia sigue siendo grande. La limitación a la proximidad espacial y a la contemporaneidad ha desaparecido arrastrada por el ensanchamiento espacial y la dilatación temporal de las series causales que la praxis técnica pone en marcha incluso para fines cercanos. Su irreversibilidad, asociada a su concentración, introduce un factor novedoso en la ecuación moral. A esto se añade su carácter acumulativo: sus efectos se suman, de tal modo que la situación para el obrar y el ser posteriores ya no es la misma que para el agente inicial, sino que es progresivamente diferente de aquélla y es cada vez más el producto de lo que ya fue hecho. Toda la ética tradicional contaba únicamente con comportamientos no acumulativos5